7

La Misión

Circularon rumores sobre envenenamiento cuando falleció la reina Deseo. He decidido plasmar aquí por escrito lo que sé sin lugar a dudas que es cierto. La reina Deseo murió envenenada, pero fue ella la que se administró el veneno, durante un largo período de tiempo, y su rey no tuvo nada que ver. A menudo había intentado convencerla para que no abusara de los intoxicantes con tanta ligereza. Se habían consultado médicos, además de herbolarios, pero no acababa él de persuadirla para que renunciara a una droga cuando ella ya había encontrado otra.

Hacia finales del último verano de su vida, se volvió más temeraria aún, tomando varias sustancias simultáneamente y dejando de preocuparse por ocultar sus hábitos. Su comportamiento suponía un verdadero suplicio para Artimañas, pues cuando ella abusaba del vino o del humo, formulaba descabelladas acusaciones e incendiarias declaraciones sin reparar en quién estuviera presente o cuál fuera la ocasión. Cualquiera hubiera creído que los excesos que cometió al final de su vida repelerían a sus partidarios. Al contrario, afirmaban que Artimañas la había empujado a la autodestrucción o que la había envenenado él mismo. Pero yo sé con certeza que su muerte no fue obra del rey.

Burrich me cortó el pelo para el luto. Lo dejó a la longitud de un ancho de dedo. Él se afeitó la cabeza, incluso la barba y las cejas, para llorar su pérdida. Las porciones pálidas de su cabeza contrastaban con el arrebol de las mejillas y la nariz; le confería un aspecto muy extraño, más aún que el de los hombres del bosque que llegaban a la ciudad con el pelo pegajoso de brea y los dientes teñidos de rojo y negro. Los niños miraban atónitos a aquellos salvajes e intercambiaban susurros a su paso, pero a Burrich lo rehuían en silencio. Creo que eran sus ojos. He visto oquedades en una calavera que tenían más vida que los ojos de Burrich durante aquellos días de duelo.

Regio envió un hombre a amonestar a Burrich por haberse afeitado la cabeza y haberme cortado el pelo. Ese era el luto que merecía un rey coronado, no un hombre que había abdicado el trono. Burrich miró fijamente al hombre hasta que éste se fue. Veraz se cortó un palmo de cabello y otro tanto de barba, pues ése era el duelo propio de un hermano. Algunos guardias de la torre se cortaron distintas porciones de sus trenzas, lo que hace un soldado cuando cae un camarada de armas. Pero lo que había hecho Burrich conmigo y consigo mismo era radical. La gente nos miraba. Quise preguntarle por qué debía llorar la pérdida de un padre al que jamás había visto, un padre que nunca había querido verme, pero me bastó un vistazo a sus ojos helados y su boca para acobardarme. Nadie mencionó a Regio el mechón de luto que cortó de la crin de cada caballo, ni la pestilente pira que consumió todo el pelo sacrificado. Tenía la vaga idea de que aquello significaba que Burrich estaba enviando parte de nuestros espíritus junto al de Hidalgo; era una costumbre que había heredado del pueblo de su abuela.

Era como si Burrich hubiera muerto. Una fría fuerza animaba su cuerpo, ejecutando todas sus tareas sin error pero también sin calidez ni satisfacción. Los subordinados que antes anhelaban cualquier gesto de elogio de su parte ahora rehuían su mirada, como si se sintieran avergonzados. Fosca era la única que no lo repudiaba. La vieja perra lo seguía renqueando allí donde fuera, sin recibir ninguna mirada ni caricia de afecto, pero siempre allí. La abracé una vez, por simpatía, e incluso me atreví a sondearla, pero sólo encontré un entumecimiento sobrecogedor de la mente. Guardaba luto con su amo.

Las tormentas de invierno rugían y silbaban en torno a los acantilados. Los días se caracterizaban por un frío letargo que imposibilitaba la llegada de la primavera. Hidalgo fue enterrado en Bosque Blanco. Se celebró un Ayuno de Duelo en la torre, pero fue breve y poco concurrido. Se trató más de un gesto de cortesía que de un verdadero duelo. Quienes de verdad lamentaban su pérdida parecían considerarse culpables de mal gusto. Su vida pública debería haber terminado con su abdicación; qué impertinencia por su parte llamar la atención de aquella manera, muriéndose.

Una semana después de la defunción de mi padre me despertaron la familiar corriente de aire procedente de la escalerilla secreta y la consiguiente luz amarilla que me llamaba. Me levanté y subí las escaleras corriendo hasta mi refugio. Me vendría bien alejarme de toda aquella novedad, mezclar hierbas y producir extraños vapores con Chade de nuevo. Estaba harto del extraño distanciamiento de mi identidad que me invadía desde que supe de la muerte de Hidalgo.

Pero el extremo de su cámara, donde se levantaba el banco de trabajo, estaba a oscuras y frío. Chade se encontraba sentado ante su chimenea. Me hizo una seña para que me sentara junto a su silla. Me senté y lo miré, pero se limitó a remover las brasas. Levantó su mano cubierta de cicatrices y dejó que descansara sobre mi cabello tascado. Permanecimos así un momento, contemplando juntos el fuego.

—Bueno, aquí estamos, chico —comentó por fin, y nada más, como si eso fuera todo cuanto tenía que decir. Me revolvió el cabello.

—Burrich me ha cortado el pelo —dije de repente.

—Me he fijado.

—Lo detesto. Me pincha cuando apoyo la cabeza en la almohada y no puedo dormir. Se me cae la capucha. Y parezco idiota.

—Pareces un chico de luto por la muerte de su padre.

Permanecí callado un instante. Pensaba que mi pelo era una versión extendida del severo afeitado de Burrich. Pero Chade tenía razón. Era la longitud propia de un niño que lloraba a su padre, no de un súbdito que llorase a su rey. Eso me hizo enfadar aún más.

—Pero ¿por qué tendría que guardar luto por él? —pregunté a Chade como no había osado preguntar a Burrich—. Ni siquiera lo conocía.

—Era tu padre.

—Se acostó con una mujer. Cuando se enteró de mi existencia, se fue. Padre. Nunca le importé. —Me sentía rebelde dando voz al fin a mis pensamientos. Me ponía furioso, el exagerado desconsuelo de Burrich y ahora el discreto pesar de Chade.

—Eso no lo sabes. Sólo conoces las habladurías. No eres lo bastante mayor para comprender ciertas cosas. Nunca has visto a un ave salvaje atrayendo al depredador lejos de sus polluelos fingiéndose herida.

—No me lo creo —protesté, aunque de improviso me había abandonado la seguridad—. Nunca hizo nada que me impulsara a pensar que se preocupaba por mí.

Chade se volvió para mirarme y vi que sus ojos eran más viejos, estaban más hundidos y enrojecidos.

—Si hubieras sabido que le importabas, también lo habrían sabido otros. Cuando seas un hombre, quizá comprendas cuánto le costó. Tener que ignorarte para mantenerte a salvo. Para que sus enemigos no se fijaran en ti.

—Bueno, ahora no lo «conoceré» hasta que me llegue la hora —me lamenté, malhumorado.

Chade exhaló un suspiro.

—Y esa hora te llegará mucho más tarde que si te hubiera reconocido como heredero. —Hizo una pausa, antes de añadir, con cautela—: ¿Qué quieres saber acerca de él, chico?

—Todo. Pero ¿qué sabrás tú? —Cuanto más tolerante se mostraba Chade, más enfurruñado me sentía.

—Lo conocí toda su vida. He… trabajado con él. Muchas veces.

—Así que erais como uña y carne.

Daba igual cuan impertinente me mostrara, Chade había decidido no enfadarse.

—Como una mano y su guante, más bien —dijo tras considerarlo brevemente—. Yo era la mano que actuaba sin ser vista, protegida por el suave guante de la diplomacia.

—¿Qué quieres decir? —Me sentía intrigado, contra mi voluntad.

—Se pueden hacer ciertas cosas. —Chade carraspeó—. Pueden suceder cosas que allanan el camino para la diplomacia. Que aumentan la disposición de una parte a negociar. Pueden ocurrir cosas…

Mi mundo dio un vuelco. La realidad se abatió sobre mí con la fugacidad de una visión, la totalidad de lo que era Chade y lo que yo estaba destinado a ser.

—Te refieres a que un hombre puede morir, y debido a eso su sucesor puede mostrarse más dispuesto a negociar. Más afín a nuestra causa, bien sea por temor o por…

—Gratitud. Sí.

Un frío horror me estremeció cuando encajaron todas las piezas de golpe. Todas las lecciones, las meticulosas instrucciones y éste era su objetivo. Hice ademán de levantarme, pero la mano de Chade me agarró el hombro de repente.

—O quizá un hombre viva, dos años o cinco o una década más de lo que nadie creía posible, y alcance la sabiduría y la tolerancia que confiere la edad y que tan necesarias son para las negociaciones. O quizá un bebé se cure de la tos que lo asfixiaba, y la madre aprecie repentinamente agradecida nuestra oferta, beneficiosa para todos los implicados. La uña no siempre escarba en la muerte, chico. No siempre.

—Pero sí a menudo.

—No te he engañado nunca. —Percibí en la voz de Chade dos cosas que nunca había oído antes. Una actitud defensiva. Y dolor. Pero la juventud es implacable.

—Creo que no me’apetece seguir aprendiendo a tu lado. Creo que voy a buscar al rey Artimañas para decirle que puede buscarse a otro que mate por él.

—De ti depende. Pero te aconsejo que no lo hagas, de momento.

Su serenidad me pilló desprevenido.

—¿Por qué?

—Porque eso anularía todo cuanto intentó hacer Hidalgo por ti. Llamaría la atención sobre ti. Y en estos instantes, no es buena idea. —Sus palabras brotaban meditadamente pausadas, lastradas por el peso de la verdad.

—¿Por qué? —pregunté, con un hilo de voz.

—Porque habrá quien quiera poner punto y final a la historia de Hidalgo de una vez por todas. Y la forma más adecuada de conseguirlo sería eliminándote. Esas personas estarán atentas a tu reacción ante la muerte de tu padre. ¿Empiezas a tener ideas y te muestras inquieto? ¿Te convertirás en un problema, como lo era él?

—¿Qué?

—Chico —dijo, y me acercó a su lado. Por primera vez percibí la posesión en sus palabras—. En este momento te conviene ser discreto y precavido. Comprendo las razones que tenía Burrich para cortarte el pelo, pero en realidad desearía que no lo hubiera hecho. Ojalá nadie hubiera encontrado motivos para recordar que Hidalgo era tu padre. Apenas si eres un polluelo y aun así… Pero escucha. De momento, no cambies nada. Espera seis meses, o un año. —Luego decide. Pero por ahora…

—¿Cómo murió mi padre?

Los ojos de Chade estudiaron mi rostro.

—¿No has oído que se cayó de un caballo?

—Sí. Como oí a Burrich maldecir al hombre que contó la historia, arguyendo que Hidalgo no se caería jamás, que ningún caballo lo tiraría.

—Burrich debería morderse la lengua.

—Entonces, ¿cómo murió mi padre?

—No lo sé. Pero al igual que Burrich, no creo que se cayera de ningún caballo. —Chade guardó silencio. Me agaché hasta sentarme junto a sus pies huesudos y contemplar el fuego.

—¿Van a matarme también a mí?

Permaneció callado largo rato,

—No lo sé. No si puedo evitarlo. Creo que antes deben convencer al rey Artimañas de que es necesario. Y si lo consiguen, lo sabré.

—Entonces crees que viene del interior de la torre.

—Así es. —Chade esperó, pero permanecí callado, renuente a preguntar. Respondió de todos modos—. No sabía nada antes de que ocurriera. No tuve nada que ver. Ni siquiera vinieron a preguntarme. Probablemente porque saben que habría hecho algo más que negarme. Me habría ocupado de que no ocurriera jamás.

—Oh. —Me tranquilicé un poco. Pero ya me había adiestrado demasiado bien en la forma de pensar de la corte—. Entonces probablemente no acudan a ti si deciden eliminarme. Temerían que me avisaras.

Me cogió la barbilla y volví la cara para mirarle a los ojos.

—La muerte de tu padre debería servirte de advertencia, ahora y para siempre. Eres un bastardo, chico. Siempre suponemos una amenaza y una debilidad. Siempre seremos dispensables. Salvo cuando suponemos el aval absoluto de su seguridad. Te he enseñado algunas cosas en estos años. Pero apréndete esta lección y tenia siempre presente: si alguna vez consigues hacerte prescindible, te matarán.

Lo miré con los ojos muy abiertos.

—Ahora soy prescindible.

—¿Sí? Me hago viejo. Tú eres joven, maleable, con los rasgos y el porte de la familia real. Siempre y cuando no hagas gala de ambiciones impropias, te irá bien. —Hizo una pausa, antes de enfatizar lacónicamente—: Pertenecemos al rey, chico. Somos suyos, de un modo en el que quizá no hayas pensado. Nadie sabe qué hago y muchos han olvidado quién soy. O era. Si alguien sabe de nosotros, es por boca del rey.

Ordené mis ideas precavidamente.

—Entonces… has dicho que vino del interior de la torre. Pero si no te han empleado a ti, es porque no ha venido del rey… ¡La reina! —exclamé, con repentina certeza.

Los ojos de Chade velaban sus pensamientos.

—Esa es una deducción peligrosa. Más peligrosa todavía si pretendes fundamentar tus acciones en ella.

—¿Por qué?

Chade suspiró.

—Cuando crees tener una idea y decides que es cierta, sin pruebas, te ciegas a otras posibilidades. Tenias todas en cuenta, chico. Puede que se tratara de un accidente. Quizá Hidalgo muriera a manos de alguien a quien había ofendido en Bosque Blanco. A lo mejor no tuvo nada que ver con que fuera príncipe. O quizá el rey tenga otro asesino del que yo no sé nada, o fuera la propia mano del rey la que acabara con la vida de su hijo.

—No crees en ninguna de esas posibilidades —dije con seguridad.

—No. No creo. Porque no tengo pruebas que corroboren la verdad. Como tampoco las tengo para afirmar que fuera la reina quien atentara contra tu padre.

Eso es todo cuanto recuerdo de nuestra conversación aquella noche. Pero estoy seguro de que Chade me había empujado deliberadamente a considerar quién podría haber actuado contra mi padre, para infundirme un mayor recelo hacia la reina. Tuve siempre presente aquella desconfianza, y no sólo los días inmediatamente siguientes. Me dediqué a mis quehaceres, me creció el pelo poco a poco y a principios del verdadero verano todo parecía haber vuelto a la normalidad. Cada pocas semanas me enviaban a la ciudad a hacer recados. Pronto me di cuenta de que daba igual quién me enviara, siempre había uno o dos objetos de la lista que terminaban en los aposentos de Chade, por lo que supuse quién andaba detrás de mis pequeños momentos de libertad. No lograba reunirme con Molly siempre que bajaba a la ciudad, pero me conformaba con asomarme a la ventana de su tienda hasta que ella reparara en mí y me dedicara al menos un gesto con la cabeza. Una vez oí a alguien en el mercado ensalzando la calidad de sus velas aromáticas, y cómo nadie había vuelto a hacer unas velas medicinales tan fragantes y de tan buena calidad desde la pérdida de su madre. Sonreí y me alegré por ella.

Llegó el verano, trayendo climas más cálidos a nuestras costas, y con él vinieron los marginados. Algunos llegaron como honrados mercaderes, con productos de las tierras frías para vender —pieles, ámbar, marfil y cuñetes de aceite— e historias de miedo que contar, relatos que todavía conseguían ponerme la piel de gallina como cuando era pequeño. Nuestros marineros no se fiaban de ellos, los tildaban de espías y cosas peores. Pero sus mercancías eran de buena calidad, y el oro con que compraban nuestro vino y nuestro trigo era sólido y pesado, y nuestros comerciantes lo aceptaban.

También visitaron nuestras orillas otros marginados, aunque no demasiado cerca de las tierras de Torre del Alce. Llegaban con cuchillos y antorchas, con arcos y arietes, para arrasar y saquear las mismas aldeas que saqueaban y arrasaban desde hacía años. A veces daba la impresión de tratarse de una cruenta y elaborada competición; para ellos por ver qué aldeas encontraban desprevenidas o desabastecidas, y para nosotros por ver de qué manera conseguíamos atraerlos a objetivos en apariencia vulnerables y asesinar y saquear después a los mismos piratas. Pero si se trataba de una competición, aquel verano fuimos derrotados. Cada vez que visitaba la ciudad me enteraba de nuevas noticias de destrucción murmuradas por los vecinos.

En la torre, entre los soldados, imperaba una sensación colectiva de imbecilidad que yo compartía. Los marginados eludían nuestras patrulleras con facilidad y nunca caían en las trampas que les tendíamos. Atacaban donde menos hombres teníamos y menos nos lo esperábamos. El más desconcertado era Veraz, pues había recaído sobre él la tarea de proteger el reino tras la abdicación de Hidalgo. En las tabernas se rumoreaba que todo se había estropeado cuando perdió el atinado consejo de su hermano mayor. Nadie se pronunciaba contra Veraz en voz alta, pero resultaba preocupante que tampoco nadie saliera en su defensa.

Crío aún como era, veía los saqueos como algo que no me afectaba. Claro que era algo malo, y lamentaba vagamente los incendios y las tropelías que debían soportar los aldeanos. Pero, seguro como me sentía en Torre del Alce, desconocía el miedo y la vigilancia constante a los que estaban acostumbradas otras ciudades portuarias, o la agonía de los aldeanos que debían volver a levantar sus hogares todos los años, sólo para ver cómo se reducían a cenizas al año siguiente. Esa inocencia fruto de la ignorancia no podía durar mucho.

Una mañana asistí a mi «clase» con Burrich, aunque pasaba más tiempo cuidando de los animales y adiestrando potros que recibiendo clase. Había tomado el relevo de Mazurco en los establos, mientras él pasaba a convertirse en el criado y perrero de Regio. Pero aquel día, para mi sorpresa, Burrich me condujo arriba a su cuarto y me pidió que me sentara a la mesa. Temí que me aguardara una tediosa mañana reparando arreos de cuero.

—Hoy te voy a enseñar a comportarte —anunció Burrich de repente. Había una nota de escepticismo en su voz, como si dudara de mi capacidad para aprender.

—¿Con los caballos? —pregunté, incrédulo.

—No. Eso ya sabes cómo hacerlo. Con las personas. En la mesa y, luego, cuando la gente se sienta a charlar. Modales.

—¿Por qué?

Burrich frunció el ceño.

—Porque por motivos que no alcanzo a comprender, vas a acompañar a Veraz cuando éste vaya a Bahía Pulcritud a reunirse con el duque Kelvar de Garrón. Lord Kelvar no ayuda a lord Shemshy a vigilar las torres de la costa. Shemshy lo acusa de dejar las torres completamente desguarnecidas, de modo que los marginados se pasean por delante de ellas e incluso echan el ancla frente a la Isla de la Guardia, desde donde saquean las aldeas de Shemshy en el territorio del ducado de Torote. El príncipe Veraz va a consultar estas acusaciones con Kelvar.

Comprendí la situación de inmediato. Los rumores eran frecuentes en la ciudad de Torre del Alce. Lord Kelvar del ducado de Garrón tenía tres torres de vigilancia a su cuidado. Las dos que flanqueaban las puntas de Bahía Pulcritud siempre estaban bien guarnecidas, pues protegían el puerto más importante del ducado. Pero la torre de la Isla de la Guardia no protegía gran cosa en Garrón que lord Kelvar considerara importante; su costa elevada y abrupta albergaba pocas aldeas, y los posibles invasores lo tendrían difícil para impedir que sus barcos se estrellaran contra las rocas mientras ellos se dedicaban a saquear. El sur de la costa no solía recibir visitas desagradables. La propia Isla de la Guardia servía de hogar únicamente a las gaviotas, las cabras y una inaccesible población de almejas. Pero la torre resultaba imprescindible para la defensa de Cala del Sur, en el ducado de Torote. Se miraba tanto en los canales de interior como de exterior, y se erigía sobre un promontorio natural que permitía que sus almenaras resultaran fácilmente visibles desde la isla principal. El mismo Shemshy disponía de una torre de vigilancia en la Isla Oval, pero ésta era poco más que un montoncito de arena que sobresalía entre las olas cuando subía la marea. No gobernaba realmente las aguas, y necesitaba ser reparada continuamente debido al nomadismo de las arenas y las ocasionales tormentas que la sumergían bajo las olas. Pero desde allí se podía ver una luz de alerta en la Isla de la Guardia y transmitir el mensaje. Siempre y cuando la torre de vigilancia de la Isla de la Guardia encendiera dicha luz. Por tradición, los territorios pesqueros y las playas de almejas de la Isla de la Guardia pertenecían al ducado de Garrón, por lo que la guarnición de su torre de vigilancia también era tarea del ducado de Garrón. Pero mantener una guarnición allí suponía trasladar hombres y provisiones, madera y aceite para las almenaras, e impedir que la torre sucumbiera a las salvajes tormentas oceánicas que azotaban la pequeña isla yerma. Era un destino impopular entre los soldados, y se rumoreaba que ser destacado allí constituía una sutil forma de castigo para las guarniciones indisciplinadas o apolíticas. En más de una ocasión, estando bebido, Kelvar había afirmado que si guarnecer la torre era tan importante para el ducado de Torote, lord Shemshy debería ocuparse de ello personalmente. Aunque eso no quería decir que al ducado de Garrón le interesara perder los terrenos de pesca que rodeaban la isla ni los ricos asentamientos de mariscos.

De modo que, cuando las aldeas de Torote fueron saqueadas, sin previo aviso, en una incursión de principios de primavera que acabó con todas las esperanzas de sembrar los campos a tiempo, además de ocuparse de matar, robar o espantar a todas las ovejas preñadas, lord Shemshy protestó airadamente ante el rey acusando a Kelvar de negligencia en la guarnición de sus torres. Kelvar lo negó y aseguró que la pequeña fuerza que había instalado allí era la adecuada para un emplazamiento que rara vez necesitaba protección. «Guardias, y no soldados, es lo que necesita la Isla de la Guardia», había declarado. Con tal motivo, reclutó a varias mujeres y ancianos para guarnecer la torre. Un puñado de ellos habían sido soldados, pero la mayoría eran refugiados de Bahía Pulcritud; morosos, rateros y viejas prostitutas, protestaron algunos, mientras que los partidarios de Kelvar defendían que eran ciudadanos ya mayores necesitados de un empleo seguro.

Sabía todo aquello gracias a los chismorreos de taberna y las clases de política de Chade, mejor de lo que pudiera imaginarse Burrich. Pero me mordí la lengua y escuché sus minuciosas y prolijas explicaciones. Comprendí, no por vez primera, que me consideraba algo lento. Confundía mis silencios con la falta de ingenio y no con la inexistente necesidad de hablar.

De modo que Burrich, trabajosamente, comenzó a instruirme en los modales que, según sus propias palabras, los demás chiquillos adquirían simplemente observando a sus mayores. Tenía que saludar a la gente cuando viera a alguien por primera vez ese día, o cuando entrara en una sala y la encontrara ocupada; retirarse sin decir nada era de mala educación. Debía llamar a las personas por su nombre y, si eran mayores que yo o de una posición más elevada, como, me recordó, lo sería casi todo el mundo que conociera en ese viaje, debería dirigirme a ellas también por su título. Luego me apabulló con los detalles del protocolo; quién podía entrar antes que yo en una estancia, y en qué circunstancias (casi cualquiera y, casi siempre, tenía preferencia sobre mí). Y con la conducta en la mesa. Tenía que respetar el lugar que me adjudicaran; tenía que respetar a quienquiera que ocupara el asiento principal y comer al mismo ritmo que esa persona; me enseñó cómo debía beber un brindis, o una serie de brindis, sin emborracharme. Y cómo hablar de forma simpática o, lo más probable, cómo escuchar con interés a quienquiera que se sentara cerca de mí durante las comidas. Etcétera. Etcétera. Hasta que empecé a desear con melancolía haberme pasado la mañana reparando arneses.

Burrich me exigió que prestara atención con un coscorrón.

—Y tampoco hagas eso. Pareces idiota, ahí sentado con la cabeza en las nubes. No te creas que nadie se da cuenta cuando lo haces. Y no pongas esa cara cuando se te corrige. Siéntate recto y adopta una expresión agradable. No una sonrisa vacua, cretino. Ah, Traspié, ¿qué voy a hacer contigo? ¿Cómo puedo protegerte si te buscas los problemas tú solo? Además, ¿para qué querrán que hagas este viaje?

Las dos últimas preguntas, dirigidas a sí mismo, delataban su verdadera preocupación. Quizá hubiera sido un poco idiota por no haberme dado cuenta antes. El no iba. Yo sí. Por ningún motivo que él pudiera comprender. Burrich había vivido lo suficiente en la corte para mostrarse precavido. Era la primera vez que me apartaban de su atenta mirada desde que me confiaran a su cuidado. No hacía tanto que había muerto mi padre. Así que se preguntaba, aunque no se atrevía a decirlo, si yo volvería o si alguien aprovecharía la ocasión para eliminarme discretamente. Comprendí el golpe que supondría para su orgullo y su reputación el que yo tuviera que ser «eliminado». Suspiré y comenté con cuidado que quizá quisieran una mano extra con los caballos y los perros. Veraz no iba a ninguna parte sin León, su perro lobo. Hacía sólo dos días que me había felicitado por lo bien que me entendía con él. Repetí sus palabras a Burrich y fue gratificante ver lo bien que funcionó mi pequeño subterfugio. El alivio se plasmó en su cara, y luego el orgullo por haberme enseñado bien. El tema de nuestra conversación derivó de los modales al correcto cuidado del perro lobo. Si el discurso sobre la buena conducta en la mesa me había resultado tedioso, la repetición de conocimientos caninos fue casi insoportable. Cuando me dio permiso para asistir a las demás clases, pareció que me hubieran salido alas en los pies.

Pasé el resto del día inmerso en un estado de distracción que consiguió que Capacho me amenazara con una buena tunda si no prestaba atención a lo que hacía. Luego meneó la cabeza, suspiró y me dijo que me largara y regresara cuando volviera a tener los pies en la tierra. La obedecí encantado. La idea de salir de Torre del Alce y viajar, viajar hasta Bahía Pulcritud, era todo cuanto me cabía en la cabeza. Sabía que debería preguntarme a qué se debía que yo fuera en ese viaje, pero estaba seguro de que Chade me daría pronto algún consejo. ¿Iríamos por tierra o por mar? Deseé haber preguntado a Burrich. Las carreteras que comunicaban con Bahía Pulcritud no eran las mejores, tenía entendido, pero me daba igual. Hollín y yo nunca habíamos hecho ningún viaje largo juntos. Pero un viaje por mar, a bordo de un barco de verdad…

Cogí el camino largo de regreso a la torre, por un sendero que atravesaba una ladera rocosa ligeramente arbolada. Allí arraigaban algunos abedules y alisos, pero la vegetación predominante eran los matojos comunes. La luz del sol y la suave brisa jugaban con las ramas más altas, lo que confería al día un aire feérico y moteado. Levanté la mirada hacia el sol cegador que se escondía entre las hojas de abedul y, cuando volví a mirar al frente, encontré al bufón del rey plantado ante mí.

Me detuve en seco, patidifuso. En un acto reflejo, busqué al rey, a pesar de lo ridículo que habría resultado encontrarlo allí. Pero el bufón estaba solo. ¡Y afuera, a plena luz del día! La idea provocó que se me erizara el vello de los brazos y del cuello sobre mi tensa piel. Todo el mundo sabía en la torre que el bufón del rey no podía soportar la luz del día. Todo el mundo lo sabía. Mas, a despecho de las resabiadas habladurías de cada paje y doncella, allí estaba el bufón, con sus pálidos cabellos ondeando al aire. La seda roja y azul de su abigarrada chaqueta y sus pantalones relucían y contrastaban vivamente con su palidez. Pero sus ojos no eran tan incoloros como parecían en los tenues pasadizos de la torre. Cuando me miraron fijamente a escasos metros de distancia, a la luz del día, percibí en ellos un matiz azul, muy claro, como si una gota de pálida cera azul hubiera caído en una fuente blanca. También la blancura de su piel era una ilusión, pues ahí fuera a la jaspeada luz del sol pude ver cierto arrebol que le confería un tono rosado. Sangre, comprendí, súbitamente acobardado. Sangre roja que se transparentaba bajo las capas de piel.

El bufón no hizo caso de mi susurrado comentario. Levantó un dedo, como si pretendiera detener no sólo mis pensamientos sino el mismo día que nos rodeaba. Pero yo no podría haber concentrado mi atención de manera tan completa en ninguna otra cosa y, cuando se hubo dado por satisfecho con esto, el bufón sonrió, mostrándome sus pequeños dientes blancos y separados, igual que la nueva sonrisa de un bebé en la boca de un niño crecido.

—¡Traspié! —entonó con voz atiplada—. Traspié asó la manteca. Manteca saca. —Se calló de golpe, y volvió a dedicarme aquella sonrisa. Le devolví la mirada con inseguridad, sin decir ni hacer nada.

Su dedo se alzó de nuevo, y esta vez se agitaba apuntándome.

—¡Traspié! Traspié asó la manteca. Manteca saca. —Ladeó la cabeza y el gesto envió su plumosa maraña de cabello volando en todas direcciones.

Empezaba a perderle el miedo.

—Traspié —dije despacio, y me golpeé el pecho con el índice—. Traspié, ése soy yo. Sí. Me llamo Traspié. ¿Te has perdido? —Intenté que mi voz sonara cordial y tranquilizadora para no alarmar a la pobre criatura. Pues era evidente que de alguna manera se había extraviado de la torre, de ahí su alegría por haber encontrado una cara conocida.

Cogió aire por la nariz y luego zangoloteó la cabeza con tuerza, hasta que su pelo voló en torno a su cabeza igual que gira una llama en torno a una vela azotada por el viento.

—¡Traspié! —dijo con énfasis, con la voz un tanto resquebrajada—. Traspié asó la manteca. Manteca saca.

—Soy un lelo y un sacamantecas, de acuerdo —dije, conciliador. Me agaché un poco, aunque lo cierto es que no era mucho más alto que el bufón. Con la mano abierta hice un gesto y le indiqué que se acercara—. Venga, vamos. Vamos, que te llevo a casa. ¿Vale? No te asustes.

De improviso, el bufón bajó las manos a los costados. Luego alzó el rostro y apuntó los ojos al cielo. Volvió a mirarme fijamente y frunció los labios como si quisiera escupir.

—Ven conmigo —insistí.

—No —dijo, tajante, con una nota de exasperación en la voz—. Escúchame, idiota. Traspié asa la manteca y la manteca saca.

—¿Cómo? —pregunté, sobresaltado.

—He dicho —anunció, más despacio—: Traspié asa la manteca y la manteca saca. —Hizo una reverencia, dio media vuelta y empezó a alejarse de mí, camino arriba.

—¡Espera! —exclamé. Sentía las orejas coloradas por la vergüenza. ¿Cómo se puede uno explicar amablemente con alguien que durante años has pensado que, además de bufón, era imbécil? A mí no se me ocurrió ninguna respuesta—. ¿A qué viene todo eso de asar y sacar la manteca? ¿Te burlas de mí?

—Qué va. —Se detuvo el tiempo suficiente para girarse y añadir—: Traspié asa la manteca y la manteca saca. Creo que es un mensaje. Un llamamiento a hacer algo importante. Como eres la única persona que conozco que soporta que la llamen Traspié, supongo que es para ti. ¿Que qué significa? ¿Cómo quieres que lo sepa? Soy bufón, no intérprete de sueños. Adiós. —Volvió a darme la espalda, pero esta vez en lugar de seguir su camino por el sendero, se salió de él y se perdió en un macizo de jara cerval. Corrí detrás de él, pero cuando llegué al lugar en que había abandonado el camino, había desaparecido. Me quedé inmóvil, escrutando el bosque abierto moteado por el sol, esperando ver algún arbusto tembloroso aún por su paso, o un atisbo de su chillona chaqueta. Pero no había ni rastro de él.

Y su desquiciado mensaje no tenía ningún sentido. Cavilé sobre el extraño encuentro todo el camino de vuelta a la torre, pero al final lo descarté como un suceso extravagante aunque fortuito.

Chade me llamó, no aquella noche, sino la siguiente. Consumido por la curiosidad, subí corriendo las escaleras. Pero cuando llegué arriba, me contuve, sabedor de que mis preguntas tendrían que esperar. Pues allí estaba Chade sentado a la mesa de piedra, con Sisa encaramada a sus hombros, y un nuevo pergamino medio desenrollado ante él. Un vaso de vino sujetaba un extremo mientras su dedo nudoso trazaba pausadamente una especie de lista. Eché un vistazo de pasada. Era una lista de aldeas y fechas. Bajo el nombre de cada pueblo había una cuenta: tantos guerreros, tantos mercaderes, tantas ovejas o cuñetes de cerveza o celemines de grano, etcétera. Me senté al otro lado de la mesa y aguardé. Había aprendido a no interrumpir a Chade.

—Chico —dijo en voz baja, sin levantar la vista del pergamino—. ¿Qué harías si se te acercara un rufián por la espalda y te propinara un coscorrón? Pero sólo si estuvieras de espaldas. ¿Cómo lo solucionarías?

Pensé rápidamente.

—Me volvería y fingiría mirar a cualquier otra persona. Sólo que tendría una buena tranca en las manos. Así que cuando volviera a pegarme, me daría la vuelta y le partiría la crisma.

—Hm. Sí. Bueno, eso ya lo hemos intentado. Pero da igual lo indiferentes que parezcamos, los marginados siempre parecen saber cuándo les estamos tendiendo una trampa y no atacan nunca. Bueno, a decir verdad, hemos conseguido engañar a uno o dos saqueadores comunes. Pero nunca a los Corsarios de la Vela Roja. Y son ellos a los que queremos hacer daño.

—¿Por qué?

—Porque son los que más daño nos hacen a nosotros. Verás, muchacho, estamos acostumbrados a que nos saqueen. Casi podría decirse que nos hemos adaptado. Se planta un acre de más, se teje otro rollo de tela, se cría un buey de sobra. Nuestros granjeros y ciudadanos siempre intentan hacer acopio y, cuando arde el granero de alguien o se destruye algún almacén en la confusión de un saqueo, todo el mundo ayuda a levantar las vigas de nuevo. Pero los Corsarios de la Vela Roja no se limitan a robar, ni a destruir mientras roban. Destruir es lo único que les importa y lo que se lleven consigo es casi inconsecuente.

Chade hizo una pausa y miró fijamente a una pared, como si pudiera ver a través de ella.

—No tiene sentido —continuó ensimismado, más para sí que para mí—. Por lo menos ninguno que yo sepa dilucidar. Es igual que matar una vaca que pare un buen ternero todos los años. Los Corsarios de la Vela Roja incendian el trigo y el heno que están todavía en los campos. Matan reses que no pueden llevarse. Hace tres semanas, en Garrigues, prendieron fuego al molino y rajaron los sacos de trigo y harina. ¿Qué provecho sacan de eso? ¿Por qué arriesgan la vida por el mero afán de destruir? No se esfuerzan por conquistar territorios; no reclaman venganza por ninguna afrenta que hayamos podido hacerles. Se pueden tomar medidas contra un ladrón, pero estamos hablando de asesinos y destructores sin objetivo. Garrigues no será reconstruida; los vecinos supervivientes carecen de ánimos y recursos. Han migrado, algunos a otras ciudades donde tienen familia, otros a las nuestras para mendigar. Es siempre la misma historia.

Suspiró, y luego sacudió la cabeza para despejarla. Cuando alzó el rostro, volcó toda su atención sobre mí. Chade tenía esa habilidad. Podía aparcar un problema de forma tan absoluta que cualquiera juraría que se había olvidado de él. Anunció, como si eso fuese lo único que le importaba:

—Vas a acompañar a Veraz cuando viaje a Bahía Pulcritud para razonar con lord Kelvar.

—Eso me ha dicho Burrich. Pero los dos nos hacemos la misma pregunta. ¿Por qué?

Chade adoptó una expresión de desconcierto.

—¿No te quejabas hace unos meses de que te aburrías en Torre del Alce y querías ver más de los Seis Ducados?

—Claro. Pero no creo que sea ése el motivo por el que me ha escogido Veraz.

Chade soltó un bufido.

—Como si Veraz se fijara en quién compone su séquito. No tiene paciencia para los detalles; y por eso mismo le falta la chispa con que manejaba Hidalgo a las personas. Pero Veraz es un buen soldado y, a la larga, quizá sea eso lo que necesitemos. No, tienes razón. Veraz desconoce el motivo por el que vas a acompañarlo… todavía. Artimañas le dirá que has recibido formación como espía. Y eso es todo, de momento. El y yo hemos tomado esta decisión a medias. ¿Estás preparado para empezar a devolverle todo lo que ha hecho por ti? ¿Estás preparado para empezar a servir a la familia?

Lo dijo con tanta serenidad y me miraba con tanta franqueza que casi me resultó sencillo aparentar calma cuando pregunté:

—¿Tendré que matar a alguien?

—Es posible. —Se revolvió en su asiento—. Eso tendrás que decidirlo tú. Decidirlo y luego hacerlo… es distinto de que te digan: «Ese es el hombre y debe ser eliminado». Es mucho más difícil, y no estoy seguro de que estés preparado.

—¿Se está alguna vez? —Intenté sonreír, e hice una mueca propia de un espasmo muscular. Quise borrarla, pero no pude. Me recorrió un extraño escalofrío.

—Probablemente no. —Chade guardó silencio, y luego decidió que yo había aceptado la misión—. Irás en calidad de criado de una noble anciana que forma parte de la comitiva, de visita a unos parientes que tiene en Bahía Pulcritud. No tendrás que trabajar demasiado. Está muy mayor y su salud no es muy buena. Lady Tomillo viaja en un palanquín cerrado. Cabalgarás a su lado, te ocuparás de que no dé muchos tumbos, de llevarle agua si tiene sed y otras tareas igual de sencillas.

—Suena parecido a cuidar del perro lobo de Veraz.

Chade guardó silencio, luego sonrió.

—Excelente. También eso será responsabilidad tuya. Hazte indispensable para todos en este viaje. Así tendrás una excusa para poder ir a todas partes y oírlo todo, sin que nadie se extrañe de tu presencia.

—¿Y mi verdadera misión?

—Escuchar y aprender. A Artimañas y a mí nos parece que estos Corsarios de la Vela Roja están demasiado familiarizados con nuestra estrategia y nuestros puntos fuertes. Kelvar ha rehusado dedicar fondos a guarnecer como es debido la torre de la Isla de la Guardia. La ha dejado desprotegida en dos ocasiones, y en dos ocasiones han pagado por su negligencia las aldeas costeras del ducado de Torote. ¿Se habrá atrevido a cruzar la línea que separa la negligencia de la traición? ¿Se habrá aliado Kelvar con el enemigo para beneficiarse de algún modo? Queremos que curiosees y veas de qué te puedes enterar. Si lo encuentras inocente o sospechoso, infórmanos. Pero si descubres que es un traidor, sin lugar a dudas, cuanto antes nos libremos de él mejor.

—¿Cómo? —No parecía mi voz. Sonaba tan indiferente, tan contenida.

—He preparado un polvo, insípido en el plato, incoloro en el vino. Dejamos a tu discreción e inventiva la forma de utilizarlo. —Levantó la tapa de un plato de cerámica que había encima de la mesa. Dentro había un paquete de papel muy delgado, más fino y delicado que nada de lo que me hubiera enseñado Cerica. Curioso, lo primero que pensé fue cómo disfrutaría mi maestro escribano trabajando con un papel así. El envoltorio contenía el más sutil de los polvos blancos. Se adhería al papel y flotaba en el aire. Chade se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo mientras traspasaba una cuidadosa medida de aquel polvo a un pedazo de papel engrasado. Me lo ofreció y acepté la muerte en la palma de mi mano.

—¿Cómo funciona?

—No es muy rápido. No caerá redondo en la mesa, si es eso lo que te preocupa. Pero si se toma la copa despacio, se sentirá indispuesto. Conociendo a Kelvar, supongo que se tomará los retortijones como una señal para irse a la cama, donde no despertará a la mañana siguiente.

Me lo guardé en el bolsillo.

—¿Está Veraz al corriente de esto?

Chade consideró.

—Veraz hace honor a su nombre. Sería incapaz de sentarse a la mesa con un hombre al que quisiera envenenar y ocultarlo. No; en esta empresa, el sigilo nos será de más utilidad que la verdad. —Me miró directamente a los ojos—. Actuarás solo, sin el consejo de nadie.

—Entiendo. —Me revolví en mi taburete alto de madera—. ¿Chade?

—¿Sí?

—¿Fue así para ti? ¿Tu primera vez?

Se miró las manos, y por un momento se rascó las rojas cicatrices que le surcaban el dorso de la mano izquierda. El silencio se prolongó, pero aguardé.

—Tenía un año más que tú ahora —dijo por fin—. Y sólo tuve que hacerlo, no decidir si tenía que hacerlo. ¿Te basta?

Me sentí avergonzado de repente, sin saber por qué.

—Supongo que sí —musité.

—Bien. Sé que no lo preguntabas con mala intención, chico. Pero los hombres no hablan de los ratos que pasan entre almohadas con una dama. Y los asesinos no hablan de… sus negocios.

—¿Ni siquiera para enseñar a un pupilo?

Chade apartó la vista de mí y se concentró en una esquina sombría del techo.

—No. —Al cabo, añadió—: Quizá dentro de dos semanas comprendas por qué.

Y eso fue todo cuanto hablamos de ello.

Según mis cálculos, yo debía de tener unos trece años.