La Sombra del Hidalgo
Existen dos tradiciones acerca dé la costumbre de dará los vástagos de la realeza nombres sugerentes que evocan virtudes o aptitudes. La más extendida sostiene que estos nombres son vinculantes en cierto modo; que cuando se da uno de estos nombres a un niño que será adiestrado en la Habilidad, ésta infunde el nombre al pequeño, que no podrá evitar crecer para practicar la virtud que le adscriba su nombre. Quienes creen a pies juntillas en esta primera tradición son aquellos más proclives a descubrirse ante cualquier noble por modesto que sea.
Otra tradición, más antigua, atribuye estos nombres al azar, al menos en principio. Cuentan que el rey Dueño y el rey Soberano, los primeros marginados que gobernaron lo que se convertiría en los Seis Ducados, no se llamaban así en realidad. Lo cierto era que los nombres en su idioma extranjero se parecían fonéticamente a esas palabras en la lengua de los Ducados, de ahí que se les conociera por su homónimo y no por su auténtico nombre. Pero a la realeza le interesa que el populacho crea que el niño que reciba un nombre noble determinado crecerá para desarrollar una naturaleza igualmente noble.
—¡Chico!
Levanté la cabeza. De la media decena aproximada de chiquillos que holgazaneaban delante del fuego, nadie más dio un respingo siquiera. Las muchachas hicieron menos caso aún mientras yo ocupaba mi lugar al otro lado de la mesilla ante la que estaba arrodillado maese Cerica. Había conseguido dotar a su voz de una inflexión que indicaba sin lugar a dudas cuándo chico significaba «chico» y cuándo «bastardo».
Recogí las rodillas debajo de la mesa y me senté sobre los pies, antes de entregar a Cerica mi hoja de papel de médula vegetal. Mientras paseaba la mirada por mis meticulosas columnas de palabras, me distraje.
El invierno nos había recogido y guardado en el Gran Salón. Fuera, una tormenta marina azotaba los muros de la torre mientras las grandes olas rompían contra los acantilados con tanta fuerza que a veces temblaba bajo nuestros pies el suelo de piedra. Los densos nubarrones nos habían privado incluso de las pocas horas de luz acuosa que nos regalaba el invierno. Me daba la impresión de que la oscuridad flotaba sobre nosotros como una neblina, tanto en la calle como bajo techo. La tenuidad penetraba en mis ojos, de modo que me sentía somnoliento aun sin estar cansado. Por un instante dejé que mis sentidos se expandieran y sondeé la pereza invernal de los perros, que dormitaban y se agitaban en los rincones. Ni siquiera ahí conseguí encontrar un pensamiento o una imagen de interés.
El fuego estaba encendido en las tres grandes chimeneas, y se habían reunido grupos distintos frente a cada una de ellas. En una, los flecheros se afanaban en su trabajo, por si acaso el día siguiente amaneciera lo bastante despejado para salir a cazar. Suspiraba por estar con ellos, pues la suave voz de Lozana fluía con la cadencia de algún relato, con frecuencia interrumpida por las risas complacidas de su público. Delante del hogar más alejado, unas voces infantiles entonaban una canción a coro. Reconocí la Canción del Pastor, una melodía que servía para repasar los números. Un puñado de madres atentas marcaban el ritmo con los pies mientras hacían encaje; los dedos viejos y apergaminados de Nardo, aplicados a las cuerdas del arpa, casi conseguían que las jóvenes voces sonaran al unísono.
En nuestra chimenea, los niños que eran lo bastante mayores para poder sentarse quietos y aprender las letras lo hacían. Cerica se ocupaba de eso. Sus penetrantes ojos azules no pasaban nada por alto.
—Mira —me dijo, señalando—. Se te ha olvidado cruzar los rabos. ¿Recuerdas lo que te enseñé? Justo, abre los ojos y coge esa pluma. Como vuelvas a quedarte dormido dejaré que salgas a coger otro leño para el fuego. Caridad, si vuelves a sonreírte de ese modo podrás ir a ayudarlo. Aparte de eso —de repente su atención volvía a centrarse en mi trabajo—, tu caligrafía ha mejorado mucho, no sólo con los caracteres ducados, sino también con las runas marginadas. Aunque éstas no pueden trazarse como es debido sobre este papel tan basto. La superficie es demasiado porosa y absorbe la tinta en exceso. Buenas hojas de corteza machacada es lo que piden las runas. —Pasó un dedo apreciativo sobre el papel con el que estaba trabajando—. Sigue así y antes de que termine el invierno dejaré que me hagas una copia de Los remedios de la reina Resignación. ¿Qué me dices?
Intenté sonreír y mostrarme debidamente halagado. Copiar no era algo que soliera encomendarse a los estudiantes; el papel de buena calidad escaseaba y una pincelada descuidada podía estropear una hoja entera. Sabía que Los remedios era un compendio bastante sencillo de propiedades herbales y profecías, pero cualquier copia era un honor al que aspirar. Cerica me entregó una hoja nueva de papel de médula vegetal. Cuando me levanté para volver a mi sitio me detuvo con un ademán.
—¿Chico?
Esperé.
Cerica parecía incómodo.
—No sé a quién pedirle esto, salvo a ti. Lo habitual sería que preguntara a tus padres, pero… —Por suerte dejó la frase inconclusa. Se rascó la barba meditabundo con los dedos manchados de tinta—. Falta poco para que acabe el invierno, y luego emprenderé la marcha de nuevo. ¿Sabes qué hago durante el verano, chico? Recorro los Seis Ducados, reuniendo hierbas, bayas y raíces para mis tintas, aprovisionándome de los papeles que necesito. Es una buena vida, caminar libremente por las carreteras en verano y alojarse cómodamente en la torre cuando llega el invierno. Ganarse la vida escribiendo tiene muchas ventajas.
Me observó pensativo. Le devolví la mirada, preguntándome adonde quería llegar.
—Cada pocos años cojo un aprendiz. Algunos tienen madera y siguen escribiendo en torres menores. Otros no. A algunos les falta la paciencia necesaria para entregarse al detalle o la memoria que exigen las distintas tintas. Creo que tú valdrías. ¿Qué te parecería convertirte en escribano?
La pregunta me cogió completamente desprevenido y no supe responder de inmediato. No era sólo la idea de convertirse en escribano; era el mero hecho de que Cerica me quisiera como aprendiz, que siguiera sus pasos y aprendiera los secretos de su oficio. Habían pasado varios años desde que comenzara mi pacto con el viejo rey. Sin contar las noches que transcurrían en compañía de Chade o mis tardes robadas con Molly y Retinto, nunca se me había ocurrido que alguien pudiera encontrarme agradable y, menos aún apto para convertirme en su aprendiz. La propuesta de Cerica me había dejado sin habla. Debió de percibir mi confusión, porque esbozó la simpática sonrisa que le rejuvenecía el semblante.
—Bueno, piénsatelo, chico. Escribir es un buen oficio, y ¿qué otras perspectivas se te ocurren? Entre tú y yo, creo que te vendría bien pasar una temporada lejos de Torre del Alce.
—¿Lejos de Torre del Alce? —repetí, atónito. Era como si alguien hubiera descorrido una cortina. Nunca se me había ocurrido esa posibilidad. De repente las carreteras que salían de Torre del Alce relucieron en mi mente, y los manoseados mapas que había tenido que estudiar se convirtieron en posibles destinos que visitar. Me quedé paralizado.
—Sí-dijo quedamente Cerica. —Salir de Torre del Alce. La sombra de Hidalgo se atenúa a medida que te haces mayor. No te cobijará eternamente. Es mejor que seas tú mismo, un hombre con una vida y vocación propias a las que dedicarse antes de que su protección desaparezca del todo. Pero no hace falta que respondas ahora. Piénsatelo. Podrías hablarlo con Burrich, quizá.
Me dio mi hoja de médula vegetal y me envió de vuelta a mi sitio. Medité sus palabras, pero no fue Burrich a quien se las transmití. En la madrugada de un nuevo día, Chade y yo estábamos agazapados, cabeza con cabeza, conmigo recogiendo los rojos pedazos de un tiesto roto que había tirado Sisa y Chade rescatando las pequeñas semillas negras que habían saltado en todas direcciones. Sisa se había subido encima de un tapiz pandeado y gañía contrita, aunque yo percibía su humorismo.
—¡Desde Kalibra que vienen estas semillas y vas tú y las tiras, pelleja! —la regañó Chade.
—Kalibra —dije, y acoté—: A un día de viaje tras nuestra frontera con Arenas del Borde.
—En efecto, muchacho —musitó Chade con aprobación.
—¿Has estado allí alguna vez?
—¿Yo? Oh, no. Me refería a que las semillas son de allí. Tuve que enviar a alguien a Copabeto a buscarlas. Allí tienen un mercado enorme que abastece a todos los Seis Ducados y también a muchos de nuestros vecinos.
—Oh. Copabeto. ¿Has estado allí alguna vez?
Chade hizo memoria.
—Una o dos veces, cuando era joven. Me acuerdo del bullicio, sobre todo, y del calor. Las tierras de interior son así… demasiado secas, demasiado áridas. Me alegré de volver a Torre del Alce.
—¿Alguna vez has estado en un sitio que te gustara más que Torre del Alce?
Chade se enderezó despacio, con la mano pálida llena de diminutas semillas negras.
—¿Por qué no me preguntas lo que quieres saber en vez de andarte con tantos rodeos?
Así que le hablé de la oferta de Cerica y también de mi reciente comprensión de que los mapas eran algo más que conjuntos de líneas y colores. Eran lugares y oportunidades, y podría irme de allí y estar en otra parte, ser escribano o…
—No. —Chade habló con voz queda pero brusca—. Da igual dónde vayas, serás siempre el bastardo de Hidalgo. Cerica es más perspicaz de lo que yo pensaba, pero sigue sin comprender. No todas las implicaciones. El ve que aquí en la corte serás siempre un bastardo, estarás relegado siempre a tu condición de paria. Lo que se le escapa es que aquí, beneficiándote de las oportunidades que te ofrece el rey Artimañas; estudiando tus lecciones, bajo su tutela, no supones ninguna amenaza para él. Claro, aquí estás bajo la sombra de Hidalgo. Te protege, sí. Pero si estuvieras lejos, si no necesitaras esa protección, te convertirías en una amenaza para el rey Artimañas, y aún más para sus herederos. No podrías entregarte a la vida sencilla de un escribano itinerante. Lo más probable es que amanecieras una mañana degollado en la cama de cualquier posada o que te encontraran en el camino con una flecha clavada en la espalda.
Me recorrió un escalofrió.
—Pero ¿por qué? —pregunté con un hilo de voz.
Chade suspiró. Dejó las semillas en un plato y se sacudió las manos delicadamente para desprender los granos que se le habían quedado pegados entre los dedos.
—Porque eres un bastardo real, rehén de tu propio linaje. De momento, como ya te he dicho, no supones ninguna amenaza para Artimañas. Eres demasiado joven y, además, te tiene donde puede vigilarte. Pero es previsor. Y tú deberías serlo también. Corren tiempos difíciles. Los pillajes de los marginados están volviéndose más osados. Los habitantes de la costa empiezan a protestar, dicen que hacen falta más patrulleras, incluso buques de guerra, para saquear como nos saquean a nosotros. Pero los Ducados terrales no quieren pagar una moneda de más para costear la construcción de barcos de ningún tipo, y menos de buques de guerra que podrían precipitarnos a una guerra a gran escala. Se quejan de que el rey sólo piensa en la costa, sin importarle sus tierras de cultivo. Y las gentes de las montañas reclaman cada vez más dinero por transitar sus pasos. Las cuotas de comercio aumentan todos los meses. De modo que los comerciantes se lamentan y discuten entre sí. Hacia el sur, en Arenas del Borde y más allá, hay sequía y viven momentos de apuro. Allí todos se deshacen en maldiciones, como si el rey y Veraz también tuvieran la culpa de que no llueva. Veraz es el hombre perfecto para compartir una jarra de vino, pero carece de las dotes de soldado y diplomático que tenía Hidalgo. Preferiría salir a cazar alces en invierno o quedarse junto a la chimenea escuchando juglares que enfrentarse a las carreteras nevadas y hacer frente a las inclemencias del tiempo sólo para no perder el contacto con los demás ducados. Antes o después, si no mejoran las cosas, la gente empezará a pensar y dirá: «Oye, tampoco hacía falta armar tanto alboroto por un bastardo. Hidalgo debería subir al poder; seguro que él acabaría pronto con todo esto. A lo mejor era un poco estirado en lo que respecta al protocolo, pero por lo menos conseguía que se hicieran las cosas y no permitía que nos pisotearan los extranjeros».
—¿Hidalgo podría llegar a ser rey? —La pregunta me produjo una extraña emoción. Me imaginé de repente su regreso triunfal a Torre del Alce, nuestro posible encuentro y luego… ¿Y luego qué?
Parecía que Chade me estuviera leyendo el pensamiento.
—No, chico. No es nada probable. Aunque todo el mundo se lo pidiera, dudo de que él se retractara de su decisión o se opusiera a los deseos del rey. Pero surgirían los murmullos y los refunfuños, y éstos podrían generar disturbios y alborotos; ah, y un ambiente posiblemente hostil para el bastardo que quisiera pasearse libremente por él. Serías una cuestión a zanjar a toda costa. Terminarías siendo un cadáver o un instrumento del rey.
—Un instrumento del rey. Ya veo. —Me sentí oprimido. Mi breve atisbo de cielos azules extendidos sobre carreteras doradas, conmigo viajando por ellas a lomos de Hollín, se desvaneció de repente. Pensé entonces en los perros encerrados en sus jaulas, o en el halcón, encapuchado y amarrado, que viajaba posado en la muñeca del rey y sólo volaba cuando éste lo consentía.
—No tiene por qué ser tan malo —dijo Chade con voz queda—. La mayoría de las prisiones son obra nuestra. Un hombre también puede crear su libertad.
—Nunca saldré de aquí, ¿verdad? —A pesar de la novedad de la idea, viajar se me antojaba de golpe algo sumamente importante.
—No diría yo tanto. —Chade buscaba algo con que tapar el plato lleno de semillas. Acabó contentándose con cubrirlo con un platillo—. Vas a ver muchos sitios. Discretamente, y cuando los intereses de la familia requieran que los visites. Pero eso es casi lo mismo que ocurre con cualquier príncipe de la sangre. ¿Crees que Hidalgo elegía dónde ir a ejercer de diplomático? ¿Crees que a Veraz le gusta visitar ciudades asoladas por los marginados, escuchar las quejas de personas que aseguran que, de haber estado sus poblados mejor fortificados o más vigilados, nada de eso habría ocurrido? Un príncipe de verdad tiene poca libertad cuando se trata de decidir adonde ir o cómo pasar el tiempo. Probablemente Hidalgo goce ahora de más libertad que nunca.
—Libertad para todo menos para volver a Torre del Alce. —Comprender aquello me paralizó, con las manos llenas de fragmentos de arcilla.
—Libertad para todo menos para volver a Torre del Alce. No sería prudente soliviantar al populacho con visitas de un antiguo rey a la espera. Es mejor que se haya retirado sin hacer ruido.
Tiré los pedazos al suelo.
—Por lo menos él puede ir a alguna parte —musité—. Yo ni siquiera puedo ir a la ciudad…
—¿Tan importante es eso para ti? ¿Ir a un-insignificante puerto mugriento y grasiento como la ciudad de Torre del Alce?
—Allí hay otras personas… —Vacilé. Ni siquiera Chade conocía a mis amigos de la ciudad. Me lancé de cabeza—. Me llaman Nuevo. No piensan «el bastardo» cada vez que me ven.
Era la primera vez que lo expresaba con palabras, pero de repente me parecía evidente cuál era la atracción que ejercía la ciudad sobre mí.
—Ah —dijo Chade; sus hombros se movieron como si suspirara, pero guardó silencio. Un momento después me estaba explicando cómo se podía hacer enfermar a un hombre dándole ruibarbo y espinacas en la misma comida, enfermarlo hasta el punto de provocarle la muerte si las porciones eran lo bastante abundantes, sin necesidad de acercar a la mesa una sola gota de veneno. Le pregunté cómo se evitaba que los demás comensales enfermaran a su vez, y nuestra conversación derivó a partir de ahí. No fue hasta algo más tarde que sus palabras acerca de Hidalgo se me antojaron casi proféticas.
Dos días después me sorprendió escuchar que Cerica había solicitado mis servicios para un día. Me sorprendí aún más cuando me entregó una lista de suministros que necesitaba de la ciudad, y plata suficiente para comprarlos, con un par de cobres añadidos para mí. Contuve la respiración, temiéndome que Burrich o cualquiera de mis maestros objetara algo, pero en vez de eso se me urgió a ponerme en marcha. Crucé las puertas con un cesto en el brazo y la mente ilusionada con mi inesperada liberación. Calculé los meses que habían pasado desde la última vez que lograra salir a hurtadillas de Torre del Alce y me sorprendió descubrir que ya hacía un año o más. Planeé inmediatamente renovar mi familiaridad con la ciudad. Nadie me había dicho cuándo debía volver y estaba seguro de poder robar un par de horas para mí sin que nadie se diera cuenta.
La variedad de objetos que componían la lista de Cerica me llevó por toda la ciudad. Desconocía para qué podía querer un escribano cabellos secos de sirena o un puñado de almendras. Quizá utilizara todo aquello para obtener tintas de distintos colores y, cuando no pude encontrarlo en las tiendas normales, encaminé mis pasos hacia el bazar del puerto, donde cualquiera que estirara una manta en el suelo y pusiera algo a la venta podía declararse mercader. Allí encontré enseguida las algas marinas y me enteré de que era un ingrediente muy utilizado en la sopa de pescado. Las almendras me llevaron más tiempo, pues era algo que procedía del interior y no del mar, y eran menos los vendedores que comerciaban con esos productos.
Pero al final di con ellas y con las cestas de plumas de puercoespín, las cuentas de madera talladas, los conos de cáscara de nuez y la tela de corteza machacada. La mujer que atendía la manta era muy anciana, y su cabello se había tornado plateado en lugar de blanco o gris. Tenía una poderosa nariz recta y sus ojos descansaban sobre las huesudas repisas que eran sus pómulos. Era una herencia racial que me resultaba extraña y curiosamente familiar, y se apoderó de mí un escalofrío cuando supe de repente que venía de las montañas.
—Keppet —dijo la mujer que estaba sentada frente a la estera contigua cuando hube finalizado mi compra. La miré de soslayo, pensando que se dirigía a la mujer a la que yo acababa de pagar. Pero era a mí a quien miraba fijamente—. Keppet —repitió, insistente, y me pregunté qué querría decir en su idioma. Parecía una especie de exhortación, pero la anciana se limitaba a seguir observando la calle fríamente, de modo que me encogí de hombros a modo de disculpas dirigidas a su vecina más joven y me di la vuelta mientras guardaba las almendras en mi cesto.
No había dado más de una docena de pasos cuando oí que chillaba «¡Keppet!», de nuevo. Volví la vista atrás y descubrí que las dos mujeres se habían enzarzado en una riña. La anciana sujetaba las muñecas de la joven y ésta porfiaba, se retorcía y pataleaba para liberarse. A su alrededor, los demás comerciantes se ponían de pie alarmados y recogían sus productos para evitar que sufrieran algún daño. Me habría girado del todo para presenciar la pelea de no ser porque crucé la mirada con otro rostro más familiar.
—¡Martillete! —exclamé.
Me miró, y por un instante pensé que me había equivocado. Hacía un año que no la veía. ¿Cómo podía cambiar tanto una persona? El pelo negro que solía llevar trenzado y recogido detrás de las orejas ahora le caía suelto por debajo de los hombros. E iba vestida, no con un chaleco y unos pantalones holgados, sino con una blusa y una falda. Su atuendo de adulta me dejó sin palabras. Me habría girado y fingido que llamaba a otra persona si sus ojos negros no me hubieran desafiado mientras respondía con frialdad:
—¿Martillete?
Me mantuve firme.
—¿No eres Molly Martillete?
Levantó una mano para apartarse un cabello de la mejilla.
—Me llamo Molly Candelaria. —Vi el reconocimiento en su mirada, pero su voz seguía siendo fría cuando añadió—: Creo que no lo conozco. ¿Su nombre, señor?
Desconcertado, reaccioné sin pensar. La sondeé, descubrí su nerviosismo, me sorprendió su temor. Busqué ideas y palabras con que tranquilizarla.
—Soy el Nuevo —dije sin vacilar.
Abrió mucho los ojos, sorprendida, y luego se rió de lo que consideraba una broma. La barrera que había erigido entre nosotros estalló como una pompa de jabón, y la percibí de repente igual que en el pasado. Entre nosotros existía la misma cálida afinidad que tanto me recordaba a Morrón. Desapareció toda la incomodidad. La multitud se apelotonaba en torno a las mujeres contendientes, pero dejamos atrás el tumulto y recorrimos la calle empedrada. Elogié su falda, y me informó con toda naturalidad que ya hacía varios meses que las llevaba, y que las prefería con diferencia a los pantalones. Había pertenecido a su madre; le habían dicho que ya no se podía encontrar en ninguna parte una lana hilvanada de forma tan delicada como aquella, ni aquel rojo tan brillante que parecía teñido. También ella admiró mi ropa, y comprendí de golpe que quizá le parecía tan cambiado como me lo parecía ella a mí. Llevaba puesta mi mejor camisa, hacía pocos días que me habían lavado los pantalones y mis botas no tenían nada que envidiar a las de cualquier soldado, pese a las protestas de Burrich, que lamentaba lo deprisa que se me quedaban pequeñas. Me preguntó qué hacía en la ciudad y le conté que estaba haciendo recados para el maese escribano de la torre. También le dije que necesitaba dos velas de cera de abeja, algo que me inventé sobre la marcha para poder seguir a su lado mientras deambulábamos por la calle sinuosa. Entrechocábamos los codos al caminar y ella hablaba. Llevaba una cesta colgada del brazo a su vez. En ella había varios paquetes y manojos de hierbas, para hacer velas aromáticas, me dijo. La cera de abeja absorbía el perfume mucho mejor que el sebo, en su opinión. Hacía las mejores velas aromáticas de toda Torre del Alce; incluso los otros dos candeleros de la ciudad lo reconocían. Ten, huele, esto es lavanda, ¿no es delicioso? La favorita de su madre, y también de ella. Esta es la flor del madroño y esto es toronjil. Esa era ipecuana silvestre, no era su favorita, no, pero se decía que con sus velas se curaban los dolores de cabeza y la melancolía propia del invierno. Mavis Cortahilo decía que la madre de Molly la mezclaba con otras hierbas y conseguía unas velas excelentes, capaces de serenar incluso a un bebé aquejado de cólico. Así que Molly había decidido intentarlo, experimentar para ver si lograba encontrar las hierbas adecuadas y recrear la receta de su madre.
Su sosegada ostentación de conocimientos y habilidades me impulsó a destacarme en su presencia.
—Conozco la ipecuana —le dije—. Se emplea para hacer una pomada que alivia el dolor de hombros y espalda. Por eso se le da también el nombre de raíz del labrador. Pero si se destila una tintura con ella y se mezcla bien con el vino, no se nota su sabor, y puede hacer que un hombre adulto duerma durante todo un día, una noche y otro día entero, o que muera un niño mientras duerme.
Abrió mucho los ojos mientras yo hablaba, y mis últimas palabras consiguieron que adoptara una expresión horrorizada. Guardé silencio y percibí de nuevo aquella pronunciada incomodidad.
—¿Cómo sabes esas cosas? —preguntó, sin aliento.
—Lo… lo oí en boca de una vieja matrona itinerante que estaba hablando con la partera de la torre —improvisé—. La historia… era muy triste, hablaba de un hombre herido que había tomado un poco para descansar, pero su bebé bebió también. Un lamentable accidente. —Sus rasgos volvían a suavizarse y sentí que su calidez fluía de nuevo hacia mí—. Te lo digo para que tengas cuidado con esa raíz. No la dejes al alcance de ningún niño.
—Gracias. No lo haré. ¿Te interesan las hierbas y las raíces? No sabía que a un escribano le interesaran esas cosas.
Comprendí de repente que pensaba que yo era el ayudante del escribano. No encontré razón para sacarla de su error.
—Ah, Cerica utiliza muchas cosas, para conseguir tintas y colores. Algunas copias son bastantes simples, pero otras requieren una mayor elaboración y se adornan con aves, gatos, tortugas o peces. Me ha enseñado un herbario que tiene en el borde de sus páginas los verdes y las flores de todas las hierbas.
—Cómo me gustaría verlo —dijo apasionadamente, e inmediatamente empecé a pensar en la manera de coger el libro prestado unos días.
—A lo mejor puedo conseguirte una copia para que la leas… no podrías quedártela, pero sí estudiarla unos días —ofrecí, vacilante.
Se rió, aunque con un tono extraño.
—¡Como si supiera leer! Oh, supongo que tú sí habrás aprendido algunas letras, haciendo recados para el escribano.
—Algunas —respondí, y me sorprendió la envidia que asomó a sus ojos cuando le enseñé mi lista y le confesé que podía leer las siete palabras que la componían.
Se apoderó de ella una repentina timidez. Aminoró el paso, y me di cuenta de que nos acercábamos a la velería. Me preguntaba si su padre seguiría pegándola, pero no me atrevía a preguntar. Al menos su cara no mostraba indicios de que así fuera. Llegamos a la puerta de la velería y me detuve. Ella debía de haber tomado algún tipo de decisión inesperada, porque me apoyó la mano en la manga, cogió aliento y me preguntó:
—¿Crees que podrías leerme algo? ¿Aunque fuera sólo un trozo?
—Lo intentaré —convine.
—Cuando yo… ahora que llevo falda, mi padre me ha dado las cosas de mi madre. Trabajó de costurera para una dama de la torre cuando era niña, y aprendió las letras. Conservo algunas de las tablillas que escribió. Me gustaría saber qué pone.
—Lo intentaré —repetí.
—Mi padre está en la tienda. —No dijo nada más, pero me bastó el modo en que chocó su conciencia con la mía.
—Tengo que llevar dos velas de cera de abeja al escribano Cerica-le recordé. —No me atrevo a volver a la torre sin ellas.
—Procura no tratarme con demasiada familiaridad —me advirtió y luego abrió la puerta.
La seguí, pero despacio, como si hubiéramos coincidido ante la misma puerta por azar. Las precauciones eran innecesarias. Su padre dormía profundamente en una silla junto a la chimenea. Me sorprendió ver el cambio que se había operado en él. Si antes era delgado ahora era esquelético, la carne de su rostro me recordó a una masa poco cocida que cubriera una grumosa tarta de frutas. Chade me había enseñado bien. Me fijé en las uñas y los labios del hombre, y aun desde el otro lado de la estancia supe que le quedaba poco de vida. Quizá hubiera dejado de golpear a Molly porque le faltaban las fuerzas. Molly hizo un gesto para indicarme que guardara silencio. Desapareció detrás de las colgaduras que separaban su hogar de la tienda, así pude explorar el establecimiento.
Era un lugar agradable, no muy grande, aunque el techo era más alto que en la mayoría de las tiendas y hogares de la ciudad de Torre del Alce. Supuse que si el piso estaba barrido y ordenado sería gracias a la diligencia de Molly. Los agradables perfumes y la suave luz de su oficio inundaban la estancia. Sus mercancías colgaban en parejas unidas por sus mechas compartidas de largas clavijas alineadas en una balda. Otro estante estaba lleno de las grandes velas de sebo que se utilizaban en los barcos. Incluso exhibía tres lámparas de cerámica vidriada para quienes pudieran permitirse el lujo. Además de las velas, descubrí que tenía a la venta tarros de miel, subproducto natural de los panales que había detrás de la tienda y de los que recogía la cera con que confeccionaba sus principales productos.
Molly reapareció y me indicó que me reuniera con ella. Llevó hasta una mesa un puñado de velas y un conjunto de tablillas. Luego se apartó y apretó los labios como si cuestionara lo adecuado de su acción.
Las tablillas estaban hechas a la antigua usanza. Eran simples trozos de madera cortados con la veta del árbol y lijados. Las cartas habían sido redactadas con pulcritud y se habían imprimado en la madera con una amarillenta capa de colofonia. Había cinco, excelentemente caligrafiadas. Cuatro eran concisos listados de hierbas que se utilizaban para fabricar velas curativas. Mientras leía cada una de ellas a Molly, vi que se esforzaba por aprendérselas de memoria. Al llegar a la quinta tablilla, vacilé.
—Esto no es una receta —le dije.
—Vaya, ¿qué es? —preguntó en voz baja.
Me encogí de hombros y empecé a leer.
—Hoy ha nacido mi Molly Ramillete, más preciosa que ningún ramo de flores. Para el parto, encendí dos velas largas de yemas de laurel y dos velas de vaso perfumadas con dos puñados de esas violetas tan pequeñas que crecen cerca del Molino de Bienhechor, y otro puñado de amaranto, machacado muy fino. Espero que ella haga lo mismo cuando le llegue la hora de dar a luz, para que su parto sea tan cómodo y fácil como el mío, y su retoño igual de perfecto. Así lo espero.
Eso era todo. Cuando hube terminado de leer, se asentó el silencio. Molly cogió la última tablilla de mis manos, la sostuvo entre las suyas y la observó fijamente, como si leyera en los caracteres algo que yo había pasado por alto. Arrastré los pies, y el roce le recordó que yo seguía allí. Sin pronunciar palabra, recogió todas sus tablillas y volvió a irse con ellas.
Cuando regresó, se acercó deprisa a la estantería y cogió dos velas de cera de abeja alargadas, y luego se dirigió a otro estante para tomar dos gruesas velas de color rosa.
—Sólo me hacen falta…
—Chitón. Estás son gratis. Las de flor de mosqueta te darán sueños apacibles. A mí me encantan y creo que a ti te gustarán también. —Su voz era amable, pero cuando las metió en mi cesta supe que esperaba que me marchara. Aun así, me acompañó hasta la puerta y la abrió con cuidado para no despertar a su padre—. Adiós, Nuevo —dijo, y entonces me dedicó una sonrisa de verdad—. Ramillete. No sabía que me había puesto ese nombre. En la calle siempre me han llamado Martillete. Supongo que los mayores que sabían cómo me llamaba lo encontraban gracioso, y con el tiempo probablemente se olvidaron de que me llamaba de otra forma. En fin. No me importa. Ahora es mío. El nombre de mi madre.
—Es perfecto para ti —dije en un súbito arrebato de galantería. Mientras ella se me quedaba mirando y se me encendían las mejillas, me alejé de la puerta. Me sorprendió descubrir que era muy tarde, casi de noche. Hice el resto de mis recados a la carrera, mendigando el último objeto de mi lista, un pellejo de comadreja, tras los postigos de la ventana del comerciante. Me abrió la puerta a regañadientes, rezongando que le gustaba cenar caliente, pero se lo agradecí tan encarecidamente que debió de pensar que yo era un chiflado.
Corría por la parte más empinada de la carretera de vuelta a la torre cuando oí el inesperado galope de unos caballos a mi espalda. Procedían de la zona portuaria de la ciudad, y cabalgaban aprisa. Era ridículo. Nadie tenía caballos en la ciudad, pues lo abrupto de los caminos disminuía la conveniencia de su uso. Además, la ciudad ocupaba una área tan reducida que montar a caballo se consideraba más propio de vanidosos que de gentes prácticas. De modo que debían de ser caballos de los establos de la torre. Me hice a un lado de la carretera y aguardé, curioso por saber quién se arriesgaría a incurrir en las iras de Burrich montando a caballo a esa velocidad en un camino pedregoso, resbaladizo y mal iluminado.
Para mi asombro, eran Regio y Veraz, a lomos de los corceles negros que eran el orgullo de Burrich. Veraz sujetaba un testigo plumado, como el que llevaban los mensajeros de la torre cuando portaban noticias de máxima urgencia. Al verme de pie en la orilla del camino los dos detuvieron sus caballos con tanta violencia que el de Regio se giró bruscamente y estuvo a punto de caer de rodillas.
—¡A Burrich le dará un ataque si ese potro se rompe una pata! —exclamé desolado, y corrí hacia él.
Regio profirió un grito inarticulado, y un instante después Veraz se reía sincopadamente de él.
—Pensaste que era un fantasma, como yo. Caray, chaval, nos has dado un susto de muerte, ahí plantado. Y con lo que te pareces a él. ¿Verdad, Regio?
—Veraz, eres idiota. Muérdete la lengua. —Regio se vengó de su montura tirando del bocado y se alisó los pliegues del jubón—. ¿Qué haces en la carretera a estas horas, bastardo? ¿Qué te propones, huyendo de la torre camino de la ciudad en plena noche?
Estaba acostumbrado al trato desdeñoso que me dispensaba Regio. Sin embargo, aquella severa reprimenda suponía una novedad para mí. Por lo general se limitaba a evitarme, se mantenía apartado de mí como si yo fuera un montón de estiércol. La sorpresa me hizo responder precipitadamente.
—Vuelvo a la torre, no me estoy escapando, sir. He estado haciendo recados para Cerica. —Levanté mi cesto a modo de prueba.
—Seguro que sí. —Enseñó los dientes—. Qué casualidad. Qué coincidencia más oportuna, bastardo. —Volvió a arrojarme esa palabra.
Debí de adoptar una expresión entre dolida y desconcertada, pues Veraz resopló con su acostumbrada indolencia y dijo:
—No le hagas caso, chico. Nos has dado un buen susto. Acaba de llegar un barco fluvial a la ciudad, ondeando la bandera de mensajería urgente. Y cuando vamos Regio y yo a enterarnos de lo que ocurre, mira por dónde, resulta que es de Paciencia, quien nos comunica el fallecimiento de Hidalgo. Luego, cuando remontamos la carretera, nos encontramos con su viva imagen en miniatura, mirándonos silenciosamente, así que entre que estábamos algo sobrecogidos y…
—Mira que eres idiota, Veraz —escupió Regio—. Grítalo a los cuatro vientos, que se enteren todos antes que el rey. Y deja de meterle ideas en la cabeza al mocoso con que se parece a Hidalgo. Según se dice, ya tiene ideas de sobra él solito, y eso tenemos que agradecérselo a nuestro querido padre. Vamos/Tenemos que entregar un mensaje.
Regio volvió a tirar de la cabeza de su montura y le hincó las espuelas. Lo vi marchar, y por un instante juro que sólo pensé que debería ir al establo cuando llegara a la torre, para echarle un vistazo a la pobre bestia y ver hasta qué punto le habían lastimado la boca. Pero por algún motivo miré a Veraz y dije:
—Mi padre ha muerto.
Estaba sentado en su caballo, inmóvil. Pese a ser más alto y corpulento que Regio, tenía mejor porte montado. Creo que se debía al soldado que llevaba dentro. Me observó en silencio un momento. Luego dijo:
—Sí. Mi hermano ha muerto. —Me concedió aquello, mi tío, aquel instante de afinidad, y creo que cambió para siempre el concepto que tenía de él—. Sube detrás de mí, chico, y te llevaré de vuelta a la torre —se ofreció.
—No, gracias. Burrich me arrancaría la piel a tiras si se entera de que he sido el segundo jinete de un caballo en esta carretera.
—Te la arrancaría sin duda, chico —convino amigablemente Veraz. Luego—: Siento que te hayas enterado así. No sé en qué estaría pensando. Me parece tan irreal. —Atisbé su sincero pesar; luego él se agachó, dijo algo a su caballo y éste emprendió la marcha. Me encontré solo en el camino en cuestión de meros instantes.
Empezó a caer una fina lluvia neblinosa y se apagó la última luz natural, y yo seguía allí quieto. Observé la torre a lo lejos, negra contra las estrellas, punteada de motas de luz. Por un momento pensé en soltar el cesto y salir corriendo, adentrarme en la oscuridad y no regresar jamás. Me pregunté si alguna vez saldría alguien en mi busca. Pero en vez de eso me cambié la cesta de brazo y reanudé el fatigoso ascenso de la colina.