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Lealtades

En algunos reinos y tierras, es costumbre que los descendientes varones tengan precedencia sobre las mujeres en cuestiones de herencia. Esto nunca ha sido así en los Seis Ducados. El título se hereda exclusivamente por orden de nacimiento.

Se espera de quien ostenta el título que lo considere una administración. Si un lord o una dama fueran tan necios como para talar un bosque hasta hacer peligrar su perpetuidad, o si descuidara sus viñedos o permitiera que la endogamia se adueñara de su ganado, las gentes del ducado podrían alzarse y reclamar la justicia del rey. Existen antecedentes, y todos los nobles saben que puede volver a darse el caso. El bienestar del pueblo pertenece al pueblo y éste tiene derecho a quejarse si su duque no lo administra como es debido.

Cuando el titular con trae matrimonio, se espera de él que tenga esto en cuenta. El cónyuge elegido debe estar igualmente dispuesto a ejercer de administrador. Por este motivo, el miembro de la pareja que ostente un título menor debe cederlo al siguiente vástago en sucesión. No puede administrarse debidamente más de una posesión. Esto ha desembocado en disensiones en el pasado. El rey Artimañas desposó a la dama Deseo, que habría sido duquesa de Lumbrales si no hubiera decidido aceptar la petición de mano y sentarse así en el trono. Cuentan que llegó a lamentar su decisión y que se convenció de que, si hubiera seguido siendo duquesa, su poder habría sido mayor. Se casó con Artimañas a sabiendas de que era su segunda reina, y que la primera ya le había proporcionado dos herederos. Nunca ocultó su desprecio por los dos primeros príncipes y a menudo señalaba que, puesto que ella pertenecía a una estirpe mucho más noble que la de la primera reina del rey Artimañas, consideraba que su hijo, Regio, era más noble que sus dos hermanastros. Intentó inculcar esta idea en los demás por medio de la elección del nombre de su retoño. Por desgracia para sus planes, mucha gente consideró esta treta de muy mal gusto. Había quienes se burlaban de ella llamándola la reina Terral, pues cuando sucumbía a los efectos del alcohol afirmaba despiadadamente que poseía la influencia política necesaria para unir Lumbrales y Haza en un nuevo reino, un reino que aborrecería del reinado de Artimañas en favor de ella. Pero la mayoría de la gente atribuía sus amenazas a su pasión por los intoxicantes, tanto alcohólicos como herbáceos. Cierto es, empero que, antes de sucumbir finalmente a sus adicciones, consiguió abrir una brecha entre los ducados terrales y los costeros.

Llegué a anhelar expectante mis reuniones nocturnas con Chade. Nunca obedecieron a un horario, ni a un patrón fijo que yo pudiera discernir. Podía pasar una semana, incluso dos, entre reunión y reunión, o lo mismo podía llamarme todas las noches durante una semana seguida, consiguiendo que mis quehaceres diarios se resintieran. A veces me buscaba en cuanto el castillo se iba a la cama; otras, iba a mí de madrugada. Era un horario extenuante para un niño en edad de crecer, aunque nunca se me ocurrió quejarme a Chade ni desoír ninguna de sus llamadas. Creo que tampoco a él se le ocurrió que mis clases nocturnas pudieran suponerme algún contratiempo. De hábitos nocturnos como era él mismo, la noche debía de parecerle un momento perfectamente natural para adiestrarme. Y las lecciones que aprendí se beneficiaban de las horas sin luz del mundo.

Sus clases abarcaban un enorme abanico de materias. Podía pasar una noche entera en mi laborioso estudio de las ilustraciones en el gran herbario que cultivaba, con el encargo de recoger al día siguiente seis muestras que encajaran con las de esas ilustraciones. Nunca juzgó oportuno sugerirme si debía buscar esas hierbas en el huerto de la cocina o en los más recónditos confines del bosque, pero yo siempre las encontraba y mejoré mucho en cuestiones de observación en el proceso.

También jugábamos. Por ejemplo, me decía que me presentara ante Sara la cocinera al día siguiente y le preguntara si la panceta de este año era más magra que la del año anterior. Luego yo debía referir la conversación íntegra a Chade por la noche, palabra por palabra en la medida de lo posible, y responder a una decena de preguntas concernientes al porte de la mujer, si era diestra o zurda, si parecía dura de oído y qué estaba cocinando mientras hablábamos. Mi timidez y reticencia nunca fueron consideradas excusa suficiente para eludir tales asignaciones, de modo que llegué a entrevistarme y a conocer a la mayoría de los habitantes humildes de la torre. Aunque mis preguntas venían dictadas por Chade, empecé a forjarme una reputación de «jovenzuelo avispado» y «buen chaval». Años después descubriría que la lección no consistía únicamente en un ejercicio de memoria sino que era además una forma de aprender a granjearse la confianza de la gente de a pie y aprender sus costumbres. En más de una ocasión desde aquel entonces una sonrisa, un cumplido sobre las atenciones recibidas por mi caballo, y una pregunta oportuna dirigida a un mozo de cuadra me han proporcionado la información que ni todo el oro del reino podría haberme procurado.

Otros juegos servían para forjar mi temple además de mis dotes de observación. Un día Chade me mostró una madeja de hilo y me dijo que, sin que se enterara la ama Premura, yo debía dar con el paradero exacto del lugar donde guardaba su surtido de ese mismo hilo y qué hierbas había empleado para teñirlo. Tres días más tarde se me dijo que debía sustraer las mejores tijeras de esquilar de la ama, esconderlas detrás de cierta balda de botellas en el sótano durante tres horas y luego devolverlas a su sitio, todo sin que se percatara ella ni nadie más. Ese tipo de ejercicios apelaba a la inclinación natural de los niños por las travesuras, y rara vez fracasaba en mis cometidos. Chade me había advertido que no me protegería de las iras de nadie y me sugería que tuviera una coartada preparada por si tuviera que explicar por qué estaba donde no tenía que estar o por qué tenía algo que no debía tener.

Me convertí en un embustero de primera. No creo que aquellas lecciones se debieran al azar.

Ésas eran mis asignaturas durante mi imprimación como asesino. Y más. Juegos de manos y sigilo. Dónde golpear a un hombre para dejarlo inconsciente. Dónde golpear a un hombre para que muriera sin hacer ruido. Dónde apuñalar a un hombre para que muriera sin derramar demasiada sangre. Lo aprendí todo rápido y bien, gozando de la aprobación de Chade por mi inteligencia.

Pronto empezó a encargarme pequeños recados dentro de la torre. Nunca me dijo, con antelación, si eran pruebas de habilidad o encargos de verdad que deseaba cumplir. Yo no hacía distinciones; acometía cada empresa con la devota determinación de acatar todas las órdenes de Chade. La primavera de aquel año manipulé las copas de vino de una delegación visitante procedente de los Comercios del Mitonar para que los comensales se emborracharan mucho más de lo que pretendieran. Después, ese mismo mes, escondí una marioneta de una comparsa de titiriteros visitantes para que tuvieran que representar el Incidente de las copas iguales, una alegre fábula popular, en vez del prolijo drama histórico comprendido en el programa de aquella noche. En el banquete de celebración del Solsticio de Verano añadí una hierba determinada a la tetera vespertina de una sirvienta para que ella y tres de sus amigas padecieran cámaras y no pudieran atender las mesas aquella noche. En otoño até un hilo al espolón del caballo de un noble visitante, para provocar al animal una cojera temporal que convenció a su dueño de quedarse en Torre del Alce dos días más de lo planeado. Nunca supe qué razones ocultas tenía Chade para encomendarme aquellas tareas. Con esa edad, concentraba todo mi empeño en averiguar cómo hacer las cosas, no por qué. Y también eso era algo que creo que me inculcaron premeditadamente: a obedecer sin preguntar el porqué de una orden.

Hubo una tarea que me encantó. Ya entonces supe que el encargo era algo más que un simple capricho de Chade. Me lo encomendó una madrugada cuando faltaban instantes para que amaneciera.

—Lord Jessup y su señora llevan dos semanas aquí de visita. Los conoces de vista; él tiene un bigote muy largo, y ella no deja de atusarse el cabello, incluso sentada a la mesa. ¿Sabes de quién te hablo?

Fruncí el ceño. Habían acudido varios nobles a Torre del Alce para asistir al consejo en que se discutiría el aumento de saqueos cometidos por los marginados. Deduje que los ducados costeros querían más buques de guerra, pero los ducados terrales se oponían a emplear los impuestos en lo que consideraban un problema puramente costero. Lord Jessup y lady Dahlia eran terrales. Jessup y sus bigotes parecían tener en común cierta tendencia a la irascibilidad y el apasionamiento. Lady Dahlia, en cambio, parecía que no sintiera interés alguno por el consejo, pero pasaba la mayor parte del tiempo explorando Torre del Alce.

—¿La que lleva flores en el pelo a todas horas? ¿Y no dejan de caérsele?

—Ésa misma-respondió enfáticamente Chade. —Bien. La conoces. Ahora, ésta es tu tarea, y no tengo tiempo de ayudarte a trazar un plan. Hoy, en algún momento del día, enviará un paje al cuarto del príncipe Regio. El paje deberá entregar algo… una nota, una flor, alguna cosa. Tienes que llevarte ese objeto de la habitación de Regio antes de que él lo vea. ¿Entiendes?

Asentí y abrí la boca para decir algo, pero Chade se puso de pie bruscamente y me ahuyentó casi del cuarto.

—No hay tiempo. ¡Ya casi ha amanecido! —declaró.

Logré estar en la habitación de Regio, escondido, cuando llegó el paje, una muchacha. A juzgar por el modo en que entró a hurtadillas, estaba convencido de que aquella no era su primera misión. Dejó un diminuto pergamino y un capullo encima de la almohada de Regio y salió sigilosamente de la estancia. Un momento después ambos se encontraban en mi jubón, y algo más tarde debajo de mi almohada. Creo que la parte más difícil de la misión fue contenerme para no abrir el pergamino. Se lo entregué a Chade aquella misma noche, con la flor.

Esperé los días siguientes, convencido de que se produciría algún tipo de alboroto y con la esperanza de ver a Regio desconcertado de algún modo. Pero para mi sorpresa, no hubo alboroto ni desconcierto. Regio siguió comportándose como era habitual en él, con la salvedad de mostrarse más ingenioso que de costumbre y de coquetear, en apariencia aún más flagrantemente, con todas las damas. En cuanto a lady Dahlia, perdió el interés de repente por la marcha del consejo y confundió a su marido trocándose en ferviente partidaria de los impuestos para el sufragio de navíos de guerra. La reina expresó su malestar por este cambio de alianza excluyendo a lady Dahlia de una cata de vino en sus aposentos. Todo aquello me dejaba perplejo, pero cuando por fin se lo comenté a Chade, éste me reprobó.

—Recuerda que eres un hombre del rey. Se te encomienda una tarea y tú la cumples. Confórmate con haber satisfecho la demanda: eso es todo cuanto necesitas saber. Artimañas es el único que planea y mueve las fichas en este juego. Tú y yo somos esas fichas, tal vez. Pero sí somos sus mejores tanteadores, de eso no te quepa duda.

Sin embargo, con anterioridad, Chade había descubierto los límites de mi obediencia. Para dejar cojo al caballo, me había sugerido que cortara la almohadilla del casco del animal. De ningún modo se me ocurriría hacer tal cosa. Le dije, con todo el saber popular de quien se ha criado rodeado de caballos, que había muchas maneras de conseguir que un caballo cojeara sin tener que herirlo de verdad y que debería dejar a mi elección la opción más adecuada. Hasta la fecha, desconozco qué pensaría Chade de mi negativa. No dijo nada en su momento que condenara mi idea, tampoco nada que sugiriera que la aprobaba. En este asunto, como en tantos otros, se guardó su opinión para sí.

Una vez cada tres meses aproximadamente el rey Artimañas me llamaba a sus aposentos. Por lo general la invitación me llegaba muy temprano. Me presentaba ante él, a menudo mientras estaba sumergido en su bañera o mientras le recogían el cabello en la coleta sujeta con hilo de oro que sólo el rey podía llevar o mientras lo vestía su ayudante de cámara. El ritual era siempre el mismo. Me miraba atentamente, estudiando mi estatura y mi porte como si fuera un caballo que pensara comprar. Me hacía una o dos preguntas, normalmente acerca de mis progresos con la equitación o el manejo de las armas, y escuchaba solemnemente mi sucinta respuesta. Y luego siempre me preguntaba, casi formalmente:

—¿Te parece que estoy respetando mi parte del trato?

—Sí, señor —contestaba yo siempre.

—Pues procura respetar la tuya —concluía él siempre, con lo que me despedía. Y, cualquiera que fuese el criado que estuviera con él o me abriera la puerta para entrar o salir, parecía que nunca reparara mínimamente en mí ni en las palabras del rey.

Entrado el otoño ese mismo año, al filo de los rigores del invierno, recibí mi misión más difícil, Chade me había pedido que subiera a sus aposentos casi en cuanto hube apagado la vela de mi cuarto. Compartíamos confituras y un poco de vino especiado, sentados frente al hogar de Chade. Se había dedicado a ensalzar animadamente mi última correría, en la que había tenido que volver del revés todas las camisas puestas a secar en los tendales del patio de la lavandería sin que me pillaran. Había sido un encargo difícil, tanto más por cuanto me había costado horrores contener la risa y delatar mi escondite dentro de una tina de teñido cuando dos de los mozos más jóvenes de la lavandería declararon que mi travesura era obra de ijanas y se negaron a lavar nada más ese día. Chade, como de costumbre, se enteró de todo antes de que yo se lo relatara. Me entusiasmó saber que maese Lew, encargado de las lavanderías, había decretado que se colgara hierba de sanguaza en todos los rincones del patio y guirnaldas en todos los pozos para impedir que las ijanas volvieran a las andadas al día siguiente.

—Tienes talento para estas cosas, chico. —Chade se rió y me alborotó el cabello—. Estoy por pensar que no hay tarea imposible para ti.

Estaba sentado en su silla de respaldo recto frente al fuego, y yo estaba en el suelo a su lado, recostado contra una de las patas. Me palmeó del mismo modo que podría palmear Burrich a un joven perdiguero que hubiera hecho un buen trabajo, y luego se inclinó hacia delante para decir con voz queda:

—Pero tengo un reto para ti.

—¿Qué es? —quise saber, ansioso.

—No resultará fácil, ni siquiera para alguien tan vivo como tú —me previno.

—¡Ponme a prueba! —lo reté a mi vez.

—Oh, dentro de uno o dos meses, quizá, cuando hayas aprendido un poco más. Esta noche quiero enseñarte un juego, un juego que agudiza la vista y el ingenio. —Metió la mano en una bolsita y sacó un puñado de algo. Abrió la mano brevemente delante de mí: piedras de colores. Cerró la mano—. ¿Había alguna amarilla?

—Sí. Chade, ¿dónde está el reto?

—¿Cuántas?

—Dos que yo viera. Chade, seguro que ahora podría hacerlo.

—¿Podría haber más de dos?

—Podría, si hubiera alguna escondida debajo de las demás. Creo que no. Chade, ¿dónde está el reto?

Abrió su vieja mano huesuda y removió las piedras con el largo índice.

—Tenías razón. Sólo dos amarillas. ¿Lo intentamos de nuevo?

—Chade, puedo hacerlo.

—Eso crees, ¿no es así? Mira otra vez, aquí tienes las piedras. Uno, dos, tres, y vuelta a desaparecer. ¿Había alguna de color rojo?

—Sí. Chade, ¿a qué viene este ejercicio?

—¿Había más rojas que azules? A que quiero que cojas algo personal de la mesilla de noche del rey.

—¿Cómo?

—¿Había más piedras rojas que azules?

—No, digo, ¿a qué has dicho que venía?

—¡Respuesta incorrecta, chico! —anunció triunfalmente Chade. Abrió el puño—. Ves, tres rojas y tres azules. Exactamente las mismas. Tendrás que prestar más atención si quieres superar mi desafío.

—Y siete verdes. Ya lo sabía, Chade. Pero… ¿quieres que robe al rey? —Seguía sin dar crédito a mis oídos.

—Nada de robar, sólo lo tomarás prestado. Como hiciste con las tijeras de la señora Premura. No hay nada de malo en cometer ese tipo de travesuras, ¿no crees?

—Lo malo es que me azotarán si me descubren. O algo peor.

—Y te asusta que te descubran. Ves, te dije que sería mejor esperar otro par de meses, hasta que hayas perfeccionado tus habilidades.

—No es por el castigo. Es que si me pillaran… el rey y yo… hicimos un trato… —Perdí el hilo de mi discurso. Lo miré desconcertado. El aprendizaje con Chade formaba parte del trato que habíamos hecho Artimañas y yo. Cada vez que nos veíamos, incluso antes de que comenzara a instruirme, me recordaba formalmente aquel pacto. Había dado a Chade además de al rey mi palabra de ser siempre fiel. Sin duda sabía que si actuaba en contra del rey, estaría rompiendo mi parte del trato.

—Es un juego, chico —dijo Chade pacientemente—. Nada más. Una simple travesura. En realidad no es para tomárselo tan en serio. Si he decidido encargarte esta tarea es únicamente debido al celo con que se vigila la estancia del rey y sus pertenencias. Cualquiera puede escamotear las tijeras a una costurera. Ahora estamos hablando de ser sigilosos de veras, entrar en los mismísimos aposentos del rey y apañar algo que le pertenezca. Si lo consigues, me daría por satisfecho con el tiempo que he invertido en ti. Pensaría que aprecias lo que te he enseñado.

—Sabes que aprecio tus enseñanzas —me apresuré a decir. No se trataba de eso. Era como si Chade no comprendiera el quid de la cuestión—. Me sentiría… desleal. Como si estuviera aprovechándome de tus lecciones para engañar al rey. Como si me estuviera riendo de él.

—¡Ah! —Chade se retrepó en su silla, con una sonrisa en el rostro—. No te preocupes por eso, chico. El rey Artimañas sabe reírse si la broma es buena. Cojas lo que cojas, se lo devolveré. Para él será un ejemplo de lo bien que te he adiestrado y lo buen alumno que eres. Coge algo sin importancia, si es eso lo que te preocupa. ¡No hace falta que le quites la corona de la cabeza ni el anillo del dedo! Coge su cepillo o cualquier papelajo que encuentres… un guante o un cinturón servirían igualmente. Nada de valor. Un objeto cualquiera.

Pensé que debería pararme a recapitular, pero en el fondo sabía que no era necesario.

—No puedo hacerlo. Quiero decir, no quiero hacerlo. Con el rey Artimañas no. Dime otra persona, dime la habitación de cualquier otro, y lo haré. ¿Recuerdas cuando me llevé el pergamino de Regio? Ya ves que puedo colarme donde sea y…

—Chico. —Chade habló despacio, confuso—. ¿No te fías de mí? Te estoy diciendo que no pasa nada. Estamos hablando de una prueba, no de alta traición. Y esta vez, si te cogen, prometo que saldré al paso y lo explicaré todo. Nadie va a castigarte.

—No es eso —repuse nervioso. Percibía el creciente desconcierto de Chade ante mi renuencia. Escarbé en mi interior para encontrar la forma de explicarlo—. Prometí que sería leal a Artimañas. Y esto…

—¡Esto no tiene nada de desleal! —espetó Chade. Alcé la vista y vi un destello de ira en sus ojos. Sobresaltado, me aparté de él. Nunca lo había visto tan enfadado—. ¿Qué insinúas, chico? ¿Que te estoy pidiendo que traiciones a nuestro rey? No seas idiota. Es una prueba de nada, una forma de calificarte y mostrar a Artimañas cuánto has aprendido, y tú no dejas de despotricar. Intentas ocultar tu cobardía apelando a la lealtad. Muchacho, me avergüenzo de ti. Pensaba que tenías más entereza, de lo contrario jamás habría empezado a enseñarte.

—¡Chade! —exclamé horrorizado. Sus palabras me habían dejado patidifuso. Se apartó de mí y sentí que mí pequeño mundo se tambaleaba cuando su voz prosiguió, fríamente:

—Será mejor que vuelvas a la cama, niño. Medita cómo me has insultado esta noche. Insinuar que podría ser desleal a nuestro rey. Baja las escaleras, cobarde. Y la próxima vez que te llame… Ja, si es que vuelvo a llamarte, ven dispuesto a obedecer. O no te molestes en venir. Vete.

Chade nunca me había hablado de esa manera. Ni siquiera lograba recordar que alguna vez me hubiera levantado la voz. Me quedé mirando, casi sin comprender, el delgado brazo surcado de picaduras que asomaba por la manga de su túnica, el largo dedo que apuntaba desdeñoso hacia la puerta y las escaleras. Cuando me puse de pie me sentía mareado. Trastabillé, tuve que agarrarme a una silla mientras caminaba. Pero me fui; hice lo que había pedido, incapaz de pensar en otra posible respuesta. Chade, que se había convertido en el principal soporte de mi mundo, que me había hecho creer que yo podía valer para algo, me lo estaba arrebatando todo. No sólo su aprobación, sino el tiempo que habíamos pasado juntos, la impresión de que podría llegar a ser algo en la vida.

Bajé las escaleras con paso vacilante. Nunca antes me habían parecido tan largas ni tan frías. La puerta del fondo se cerró con un chirrido a mi espalda y me sumí en la completa oscuridad. Tanteé hasta alcanzar mi cama, pero las mantas no podían proporcionarme calor, no pude pegar ojo aquella noche. Me debatía con agonía. Lo peor era que no conseguía encontrar ni rastro de indecisión en mi interior. No podía hacer lo que me había pedido Chade. Por consiguiente, iba a perderlo. Sin su instrucción, yo no sería de ninguna utilidad al rey. Pero no era ésa la agonía. La agonía era simplemente la pérdida de Chade en mi vida. No era capaz de acordarme de cómo había conseguido apañármelas por mi cuenta en el pasado. Volver al suplicio del día a día, desempeñar un recado tras otro me parecía algo imposible.

Intenté desesperadamente pensar en qué podía hacer. Pero parecía que no hubiera respuesta. Podía acudir a Artimañas, mostrar mi alfiler y conseguir el acceso y hablarle entonces de mi dilema. Pero ¿qué diría él? ¿Pensaría que yo no era más que un niño estúpido? ¿Diría que debía haber obedecido a Chade? Peor aún, ¿diría que había obrado bien desobedeciendo a Chade y se enfadaría con él? Estas preguntas eran demasiado complejas para la mente de un niño y no hallé respuestas que me consolaran.

Cuando llegó por fin la mañana, me arrastré fuera de la cama y me presenté ante Burrich, como de costumbre. Desempeñé mis quehaceres con una despreocupación taciturna que primero me procuró un rapapolvo y luego un interrogatorio sobre el estado de mi estómago. Dije a Burrich que no había dormido bien, y me dejó marchar sin tener que ingerir su temible tónico. No me fue mejor con las armas. Estaba tan distraído que dejé que un muchacho mucho más joven me propinara un sonoro porrazo en la cabeza. Capacho nos amonestó a los dos por imprudentes y me recomendó sentarme un rato.

Me dolía la cabeza y me temblaban las piernas cuando volví a la torre. Subí a mi cuarto, pues no tenía estómago para el almuerzo ni para las ruidosas conversaciones que lo acompañaban. Me quedé tendido en la cama, con la intención de cerrar los ojos sólo un momento, pero me sumí en un profundo sueño. Me desperté mediada la tarde y pensé en los reproches que tendría que escuchar por haber faltado a mis clases vespertinas. Pero eso no fue suficiente para animarme y volví a quedarme dormido hasta que me despertó una sirvienta a la hora de la cena, a petición de Burrich. La despedí diciéndole que tenía ardor de estómago y que pensaba ayunar hasta que desapareciera. Cuando se fue, dormité pero sin dormirme. No podía. La noche se apoderó de mi habitación sin iluminar y oí cómo el resto de la torre se disponía a recogerse. En medio de la oscuridad y el silencio, esperaba una llamada que no me atrevería a responder. ¿Y si se abría la puerta? No podía presentarme ante Chade, puesto que no podía desobedecerlo. ¿Qué sería peor: que no me llamara o que abriera la puerta y yo no me atreviera a cruzarla? Me atormenté de ese modo toda la noche y, cuando el gris comenzó a despuntar de madrugada, obtuve la respuesta. Ni siquiera se había molestado en llamarme.

Todavía me disgusta recordar los días siguientes. Los viví cabizbajo, tan apenado que me resultaba imposible comer o dormir adecuadamente. No conseguía concentrarme en ninguna tarea y aceptaba con abatimiento las reprimendas de mis profesores. Sufría un dolor de cabeza inagotable y se me había oprimido el estómago hasta tal punto que la comida dejó de interesarme. La mera idea de comer algo me agotaba. Burrich lo soportó durante dos días antes de arrinconarme y someterme por fuerza a un mejunje contra las lombrices y un reconstituyente para el flujo sanguíneo. La combinación consiguió que vomitara lo poco que había ingerido aquel día. Me obligó a enjuagarme la boca con vino de ciruelas, y aun hoy no logro beber vino de ciruelas sin que me asalten las arcadas. Luego, para mi inapetente asombro, me arrastró escaleras arriba hasta su buhardilla y me ordenó refunfuñando que me pasara el resto del día tumbado. Al anochecer, me condujo hasta la torre y bajo su atenta mirada hube de dar cuenta de un tazón de sopa aguada y un pedazo de pan. Me habría llevado de nuevo de vuelta a su cuarto si yo no hubiera insistido en acostarme en mi cama. En realidad, tenía que estar en mi cuarto. Tenía que saber si Chade intentaba llamarme al menos, pudiera yo atender la llamada o no. Durante toda otra noche de insomnio, estudié contemplativamente la esquina más sombría de mi habitación.

Pero nadie vino a buscarme.

La mañana clareaba en mi ventana. Me di la vuelta y me quedé en la cama. El abatimiento que se cernía sobre mí era demasiado poderoso para intentar combatirlo. Todas las posibilidades que se desplegaban ante mí conducían a lúgubres conclusiones. No era capaz de afrontar la futilidad de levantarse. Caí en una especie de sueño caracterizado por la jaqueca. Cualquier sonido me parecía demasiado fuerte y hacía demasiado calor o demasiado frío por mucho que redistribuyera las mantas. Cerré los ojos, pero incluso mis sueños resultaban cegadores y fastidiosos. Voces disonantes, tan altas como si las tuviera junto a la cabecera, y tanto más frustrantes por cuanto sonaban como un solo hombre que discutiera consigo mismo y abogara por ambos bandos. «¡Rómpela como rompiste la otra!», farfullaba furioso. «¡Tú y tus estúpidas pruebas!», y luego: «Nunca se es demasiado desconfiado. No puedes fiarte de nadie. Que hable la sangre. Pon a prueba su temple, eso es todo». «¡Metal! Si quieres un filo descerebrado, fórjalo tú mismo. Embótalo si quieres». Y más quedamente: «No tengo alma para esto. No volveré a ser utilizado. Si querías poner a prueba mi temple, lo has conseguido». Luego: «No me hables de sangre y familia. ¡Recuerda quién soy y quién eres tú! No es su lealtad la que le preocupa, ni la mía».

Las voces enfrentadas se fragmentaron, se fundieron, se trocaron en otra discusión, más estridente. Entreabrí los ojos. Mi cuarto se había convertido en el escenario de una escaramuza. Desperté para presenciar un acalorado enfrentamiento entre Burrich y la señora Premura, acerca de quién tenía jurisdicción sobre mí. Ella cargaba con una cesta de mimbre, de la que sobresalían los cuellos de varias botellas. El olor de la cataplasma de mostaza y la manzanilla me asaltó con tal violencia que sentí náuseas. Burrich se interponía estoicamente entre ella y mi cama. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y a Fosca sentada a sus pies. Las palabras de la señora Premura resonaban en mi cabeza como guijarros. «En la torre»; «esas sábanas limpias»; «sabes de niños»; «perra apestosa». No recuerdo que Burrich dijera nada. Simplemente estaba allí, tan sólido que podía sentirlo aun con los ojos cerrados.

Luego se fue, pero Fosca estaba echada en la cama, no a mis pies, sino a mi lado, jadeando con fuerza pero renuente a abandonarme en favor del suelo, más frío. Abrí los ojos de nuevo, más tarde todavía, a la luz del crepúsculo. Burrich me había quitado la almohada, la había sacudido un poco y volvía a colocarla torpemente debajo de mi cabeza, con la cara más fresca hacia arriba. Luego se sentó pesadamente en la cama.

Carraspeó.

—Traspié, no sé qué te pasa pero me tienes desconcertado. No le pasa nada a tu estómago, ni a tu sangre. Si fueras un poco mayor, pensaría que tienes algún problema relacionado con las mujeres. Te comportas como un soldado en su tercer día de borrachera, pero sin el vino. Chico, ¿qué te ocurre?

Me miró con sincera preocupación. Era la misma cara que ponía cuando temía que una yegua pudiera perder su potrillo, o cuando los cazadores regresaban con un perro malherido por algún jabalí. Me conmovió y, sin proponérmelo, lo sondeé. El muro seguía allí, como siempre, pero Fosca gañó quedamente y me rozó la mejilla con el hocico. Intenté expresar lo que me roía por dentro sin delatar a Chade.

—Es que ahora me siento tan solo —me oí decir, y aun a mis oídos sonó como una pobre excusa.

—¿Solo? —Burrich arrugó el entrecejo—. Traspié, me tienes aquí. ¿Cómo puedes decir que estás solo?

Y ése fue el fin de la conversación, con ambos mirándonos sin comprendernos. Más tarde me trajo algo de comer, pero no insistió para que lo probara. Dejó a Fosca conmigo para que me hiciera compañía esa noche. Una parte de mí se preguntaba cómo reaccionaría la perra si se abriese la puerta, pero en el fondo sabía que no hacía falta que me preocupara. Esa puerta no volvería a abrirse jamás.

Amaneció de nuevo. Fosca me restregó el hocico y gañó pidiéndome salir. Estaba tan desolado que no me importaba que me pillara Burrich, de modo que la sondeé. Hambre, sed y una vejiga a punto de estallar. Su incomodidad se hizo mía de repente. Me puse una túnica, bajé con ella las escaleras y salí a la calle, y luego volví a la cocina para desayunar. Perol se alegró de verme más de lo que hubiera creído posible. Fosca recibió un generoso cuenco de caldo sobrante de la noche anterior, mientras Perol insistía en obligarme a zampar seis gruesas lonchas de panceta sobre la corteza caliente de la primera hornada de pan del día. El agudo olfato y el vivo apetito de Fosca me abrieron los sentidos y me descubrí comiendo, no con mi normal apetencia, sino con la apreciación sensorial por la comida de una joven criatura.

De allí la perra me llevó a los establos, y aunque aparté mi mente de la suya antes de entrar, me sentí rejuvenecido en cierto modo por el contacto. Burrich dejó lo que tenía entre manos cuando aparecí, me miró de arriba a abajo, miró a Fosca de soslayo, rezongó para sí y me entregó un biberón y una mecha.

—En la cabeza de un hombre no cabe nada —me dijo— que no pueda curarse trabajando y distrayéndose con otra cosa. La perra ratonera parió hace pocos días, y uno de los cachorros es demasiado enclenque para competir con los demás. A ver si consigues mantenerlo con vida otro día.

Era un cachorrillo feúcho, de piel rosada que asomaba bajo el pelaje manchado. Todavía tenía los ojos cerrados, y la piel sobrante que se tensaría al crecer se le agolpaba en el hocico. Su colita raquítica parecía el rabo de una rata, tanto que me pregunté por qué no hostigaría la madre a sus cachorros hasta la muerte debido al asombroso parecido. Era débil y pasivo, pero le acerqué la mecha empapada de leche hasta que chupó un poco, y derramé la suficiente sobre él para animar a su madre a lamerlo y acariciarlo con el hocico. Desteté a una de sus hermanas más fuertes y lo puse en su lugar. De todos modos, la perrita tenía la barriga llena; sólo mamaba impulsada por la gula. Iba a ser blanca con un parche negro en un ojo. Atrapó mi meñique y lo chupó, y pude intuir la enorme fuerza que llegarían a tener algún día aquellas fauces. Burrich me había contado historias sobre algunos ratoneros que se aferraban al morro de un toro y se quedaban allí colgados por mucho que éste quisiera sacudírselos de encima. No apreciaba a los hombres que adiestraban a sus perros para que se comportaran así, pero le era imposible ocultar su respeto por el coraje de un perro que se atrevía a arremeter contra un toro. Nuestros ratoneros se criaban para ocuparse de los roedores y patrullaban regularmente los graneros y los pesebres.

Pasé allí toda la mañana y salí a mediodía con la satisfacción de ver al cachorro ahíto de leche, con la barriga redonda y tirante. Dediqué la tarde a limpiar los establos. Burrich me tuvo ocupado, proponiendo otro recado en cuanto acababa con el anterior, sin darme tiempo a hacer nada que no fuera trabajar. No conversamos ni me hizo ninguna pregunta, aunque parecía que estuviera ocupado en todo momento a pocos pasos de distancia. Era como si se hubiera tomado al pie de la letra mi queja respecto a sentirme solo y se hubiera propuesto quedarse donde yo pudiera verlo. Terminé el día de nuevo con el cachorro, que se mostraba considerablemente más fuerte que por la mañana. Lo acuné contra mi pecho y se acurrucó bajo mi barbilla, tanteando con el hociquillo achatado en busca de leche. Me hacía cosquillas. Lo bajé y lo miré. Tendría la nariz rosa. Decían que los ratoneros con la nariz rosa eran los más feroces a la hora de luchar. Pero en ese momento su pequeña mente no entendía más que de calor, seguridad, hambre y afecto por mi olor. Lo envolví en mi protección hacia él, lo felicité por sus nuevas fuerzas. Se contorsionó entre mis dedos. Y Burrich se asomó por encima de la pared de un compartimiento y me propinó un coscorrón con los nudillos, arrancándonos sendos chillidos al cachorro y a mí.

—Basta —me advirtió severamente—. Eso no es propio de hombres. Y no solucionará lo que sea que te carcome. Devuelve el cachorro a su madre, vamos.

Asilo hice, aunque a regañadientes, y sin estar seguro de que Burrich tuviera razón cuando decía que vincularme a un cachorro no solucionaría nada. Anhelaba su pequeño y cálido mundo de heno, hermanos, leche y madre. En aquellos momentos me costaba imaginar otro mejor.

Burrich y yo subimos a cenar. Me llevó al comedor de los soldados, donde los modales exigidos eran los que tuviera cada uno y nadie esperaba que le dieras conversación. Resultaba reconfortante sentirse ignorado con esa indiferencia, que los platos pasaran por encima de mi cabeza sin que nadie se deshiciera en miramientos hacia mí. Burrich se ocupó de que comiera, no obstante, y luego nos sentamos en la calle junto a la puerta trasera de la cocina y bebimos. Había probado antes la cerveza y el vino, pero nunca había bebido con la deliberación que exhibía Burrich. Cuando Perol se atrevió a salir y regañarlo por dar alcohol a un muchacho, Burrich le dedicó una de las serenas miradas que me recordaban a la noche en que lo conocí, cuando había plantado cara a una habitación llena de soldados para defender el buen nombre de Hidalgo. Y Perol se fue.

Burrich me acompañó hasta mi cuarto, me desvistió mientras yo intentaba mantener el equilibrio junto a mi cama, y luego me tumbó con indiferencia y me echó una manta por encima.

—Ahora vas a dormir —me informó con voz pastosa—, y mañana volveremos a hacer lo mismo. Y pasado mañana. Hasta que un buen día te levantes y descubras que fuera cual fuese tu dolencia al final no te ha matado.

Apagó la vela de un soplido y se fue. Me daba vueltas la cabeza y sentía el cuerpo dolorido a causa del esfuerzo físico de todo el día. Pero seguía sin conciliar el sueño. Descubrí que estaba llorando. El alcohol había aflojado el nudo que sujetaba mi autocontrol, y lloré. Sin contenerme. Sorbía por la nariz, hipaba y me lamentaba con gritos desgarradores. Se me cerró la garganta, moqueaba, y seguí llorando hasta que me faltó el aire. Creo que derramé todas las lágrimas que no había vertido desde que mi abuelo obligara a mi madre a abandonarme.

—¡Madre! —me oí gritar, y de repente sentí unos brazos que me rodeaban, estrechándome con fuerza.

Chade me abrazaba y me acunaba como si yo fuera aún más pequeño de lo que era. Aun a oscuras reconocí aquellos brazos huesudos y su olor a hierbas y polvo. Incrédulo, me aferré a él y lloré hasta enronquecer, hasta que me hube quedado sin salida y ya no pude emitir sonido alguno.

—Tenías razón —dijo con la boca pegada a mi pelo, con voz queda, tranquilizadora—. Tenías razón. Te pedí que hicieras algo que no estaba bien, hiciste lo correcto al negarte. No volverás a pasar por ese tipo de prueba. No por mi culpa.

Cuando me hubo serenado por fin, desapareció un momento, para volver con algo de beber, tibio y casi insípido, aunque no era agua. Me acercó la taza a los labios y bebí sin hacer preguntas. Luego me quedé dormido tan de repente que ni siquiera recuerdo que Chade saliera del cuarto.

Desperté cerca del amanecer y me presenté ante Burrich tras dar cuenta de un copioso desayuno. Me dediqué a mis tareas con presteza y atención, sin comprender por qué se había levantado él tan mareado y de tan mal humor. En un momento dado masculló algo acerca de «la cabeza de su padre para el licor»; me despidió pronto, sugiriendo que me fuera con mis silbidos a otra parte.

El rey Artimañas me hizo llamar a sus aposentos tres días más tarde, al alba. El ya estaba vestido, y había una bandeja con comida para más de una persona encima de su mesa. En cuanto llegué, despidió a su ayudante de cámara y me pidió que me sentara. Cogí una silla frente a la mesita de su habitación y, sin preguntarme si tenía hambre, me sirvió de comer con sus propias manos y se sentó frente a mí para desayunar a su vez. No pasé por alto el detalle, pero ni aun así conseguí animarme a comer gran cosa. Habló sólo de la comida, sin mencionar nada acerca de pactos, lealtades ni cumplimientos de la palabra. Cuando vio que yo había terminado, apartó su plato. Se revolvió incómodo en su asiento.

—Fue idea mía —dijo de improviso, casi con brusquedad—. No suya. El se opuso. Yo insistí. Cuando seas mayor, lo comprenderás. No puedo correr riesgos, con nadie. Pero le prometí que te enterarías por mí. Todo fue idea mía, él no tuvo nada que ver. Nunca volveré a pedirle que te ponga a prueba de ese modo. Te doy mi palabra de rey.

Hizo un gesto para indicar que podía marcharme. Me levanté, pero al hacerlo cogí de su bandeja un cuchillito de plata labrada con el que había estado pelando la fruta. Lo miré a los ojos mientras lo hacía y me lo guardé en la manga sin disimular. El rey Artimañas abrió mucho los ojos, sin pronunciar palabra.

Dos noches después, cuando me llamó Chade, reanudamos nuestras lecciones como si nunca se hubiera producido una pausa. El hablaba, yo escuchaba, jugamos a su juego de las piedras y no cometí ningún error. Me encargó una misión y bromeamos. Me enseñó cómo bailaba Sisa para ganarse una salchicha. Todo volvía a estar en orden entre nosotros. Pero antes de abandonar sus aposentos aquella noche, me acerqué a su chimenea. Sin decir nada, dejé el cuchillo en el centro de la repisa. En realidad lo clavé en la madera. Luego me fui sin hacer comentario alguno y sin mirarlo a los ojos. Nunca hablamos de aquello.

Creo que el cuchillo sigue allí.