El Aprendizaje
Cuentan una historia acerca del rey Víctor, que conquistó los territorios interiores que con el tiempo se convertirían en el Ducado de Lumbrales. Poco después de añadirlas tierras de Arenas del Borde a su reino, mandó llamar a la mujer que, de no haber conquistado Víctor su territorio, sería la reina de Arenas del Borde. Ésta viajó a Torre del Alce llena de agitación, temiendo ir, pero temiendo aún más las represalias contra su pueblo si decidiera ocultarse. A su llegada, le sorprendió y desilusionó en cierto modo descubrir que Víctor no pretendía esclavizarla sino emplearla como tutora de sus hijos, para que aprendieran así el idioma y las costumbres de su gente. Cuando ella le preguntó por qué había decidido instruir a su prole en las costumbres de aquella tierra, él respondió: «Para reinar hay que deberse al pueblo, pues sólo se puede gobernar lo que uno conoce». Más adelante ella se desposaría voluntariamente con el primogénito del rey y adoptaría el nombre de Reina Gracia el día de su coronación.
Desperté con el sol en la cara. Alguien había entrado en mi cámara y había abierto los postigos para permitir el paso del día. Habían dejado encima del arcón una palangana, un paño y una jarra de agua. Agradecí el detalle, pero ni siquiera lavándome la cara conseguí despejarme. El sueño me había dejado molido y recuerdo la incomodidad que me produjo pensar que alguien podía entrar en mi habitación y moverse libremente sin despertarme.
Como había supuesto, la ventana daba al mar, pero no dispuse de mucho tiempo para disfrutar de la vista. Un vistazo al sol bastó para indicarme que había dormido demasiado. Me vestí corriendo y acudí a los establos sin pararme a desayunar.
Pero Burrich no tenía tiempo para mí esa mañana.
—Vuelve a la torre —me aconsejó—. La señora Premura ya ha enviado aquí a Brant para buscarte. Va a tomarte las medidas. Más te vale encontrarla enseguida; hace honor a su nombre, y no le gustará nada alterar su rutina matutina por tu culpa.
La carrera de vuelta a la torre resucitó todas las agujetas del día anterior. Por mucho que me impusiera respeto conocer a esa tal señora Premura y dejar que me tomaran las medidas para unas ropas que a buen seguro no me iban a hacer falta, me sentía aliviado por no tener que montar de nuevo a caballo esa mañana.
Tras preguntar el camino a seguir en las cocinas, encontré finalmente a la señora Premura en una habitación que estaba a varias puertas de mi dormitorio. Me detuve tímidamente en el umbral y me asomé a la estancia. Tres ventanas altas inundaban el cuarto de luz y una suave brisa marina. En una pared se apilaban cestas de hilo y lana de colores, mientras un estante sito en la pared opuesta albergaba un arco iris de telas. Había dos muchachas que conversaban por encima de sus telares, y en el rincón más apartado había un niño poco mayor que yo meciéndose al rítmico compás de una rueca. No me cabía ninguna duda sobre la identidad de la mujer que me daba su amplia espalda.
Las dos chicas repararon en mi presencia y dejaron de hablar. La señora Premura se giró para ver qué estaban mirando, y un instante después me tenía en sus garras. No se molestó en hacer las presentaciones ni en explicarme qué se proponía. Me encontré de pie encima de un taburete, objeto de giros, mediciones y murmullos, sin aprecio por mi dignidad ni, por cierto, mi humanidad. Repartió mi ropa entre las muchachas, comentó tranquilamente que le recordaba mucho a Hidalgo de pequeño, y que mi estatura y color de piel eran casi iguales a las suyas cuando tenía mi edad. Luego quiso saber qué opinaban de las brazadas de telas que sostenía frente a mí.
—Ése —dijo una de las hilanderas—. Ese azul favorece su bronceado. Le habría quedado bien a su padre. Es una bendición que Paciencia no tenga que ver al chiquillo. La impronta de Hidalgo en su rostro es tan evidente que la pobre perdería todo su orgullo.
Allí plantado, envuelto en una maraña de lana, oí por primera vez lo que todos los demás habitantes de Torre del Alce sabían de sobra. Las hilanderas discutieron en puridad cómo la noticia de mi existencia había llegado a Torre del Alce y a oídos de Paciencia antes de que mi padre tuviera ocasión de contárselo en persona, y de la profunda angustia que aquello le había provocado. Pues Paciencia era estéril, y aunque Hidalgo jamás le había reprochado nada, todos se imaginaban cuan difícil debía de ser para un heredero como él carecer de un vástago que pudiera heredar su título.
Paciencia se tomaba mi existencia como la reprobación definitiva, y su salud, resentida tras numerosos abortos, se había deteriorado por completo junto a su ánimo. Era por el bien de ella, además de por decoro el que Hidalgo hubiera renunciado al trono y se hubiera trasladado junto a su esposa a las cálidas y plácidas tierras de la provincia natal de Paciencia. Circulaba el rumor de que allí vivían bien y cómodamente, que la salud de Paciencia mejoraba paulatinamente y que Hidalgo, sustancialmente reformado, estaba aprendiendo el oficio que le permitiría cuidar de su valle rico en viñedos. Era una pena que Paciencia culpara igualmente a Burrich del desliz de Hidalgo y que hubiera declarado que ya no podía soportar seguir viéndolo, pues entre la herida de su pierna y el abandono de Hidalgo, el viejo Burrich había dejado de ser el hombre que fuera. Hubo un tiempo en que no había mujer en la torre que se apresurara pasando por su lado; llamar su atención equivalía a convertirte en la envidia de casi cualquiera lo bastante mayor para llevar faldas. ¿Y ahora? El viejo Burrich, lo llamaban, aun cuando estuviera en la flor de la vida. Y qué injusticia, como si hubiera criado que mandara sobre su señor… Pero todo era para bien, a fin de cuentas, suponían. Además, al fin y al cabo, ¿acaso no era Veraz mucho mejor rey a la espera de lo que había sido Hidalgo? La inflexible nobleza de éste era tal que en su presencia los demás se sentían desaseados y mezquinos; él nunca se había apartado ni por un instante de lo que era recto y, aunque su hidalguía le impedía despreciar a quienes sí se apartaban, siempre daba la sensación de que su perfecta conducta era un mudo reproche dirigido contra los menos disciplinados. Ah, pero mira: ahí tenías al bastardo, después de tantos años, y vaya, ésa era la prueba de que no había sido el hombre que pretendía. Veraz, ése sí que era todo un hombre, un rey al que la gente podía mirar e imaginárselo en el trono. Experto jinete, gallardo soldado y, si a veces se emborrachaba o cometía alguna que otra indiscreción, en fin, siempre lo reconocía, fiel a su nombre. La gente comprendía a un hombre así, y lo seguía.
Todo esto lo escuché con avidez, sin abrir la boca, mientras se me acercaban distintas telas, se debatía sobre ellas y se seleccionaban o descartaban. Comprendí mucho mejor por qué los niños de la torre no me incluían en sus juegos. Si las mujeres pensaban que su conversación podría inspirarme alguna sensación o idea, no dieron muestras de ello. El único comentario que recuerdo que me dirigiera directamente la señora Premura fue que debería poner más cuidado cuando me lavara el cuello. Luego me ahuyentó de la sala como si yo fuera un polluelo molesto y por fin me encontré encaminando mis pasos hacia la cocina en busca de algo que comer.
Aquella tarde volví con Capacho y practiqué hasta que estuve seguro de que mi vara había aumentado sospechosamente de peso. Luego a cenar, a la cama, y arriba de nuevo a la mañana siguiente para regresar a la tutela de Burrich. El aprendizaje ocupaba mis días, y cualquier momento de asueto que encontraba se perdía entre las distintas tareas relacionadas con mi aprendizaje, ya fuera cuidar de los arreos de las monturas para Burrich o barrer la armería y ordenarla para Capacho. A su debido tiempo encontré no uno, ni dos, sino tres conjuntos completos de ropa, mallas incluidas, amontonados pulcramente encima de la cama. Dos de ellos eran bastante corrientes, de un familiar color marrón que era lo que parecían llevar todos los niños de mi edad, pero uno era de fina tela azul y en el pecho había una cabeza de alce bordada con hilo de plata. Burrich y los demás soldados exhibían como emblema un alce saltando. Sólo había visto la cabeza de alce en los jubones de Regio y Veraz. Así que lo vi y me extrañó, como me extrañó asimismo la línea de puntadas rojas que lo cortaba diagonalmente, superpuesta al dibujo.
—Significa que eres un bastardo —me dijo Burrich, sin rodeos, cuando le pregunté al respecto—. De reconocida sangre real, pero bastardo igualmente. Nada más. Es una forma sencilla de indicar que tienes sangre real pero no perteneces a la línea legítima. Si no te gusta, puedes cambiarlo. Seguro que el rey te dejaría. Por un nombre y un blasón propios.
—¿Un nombre?
—Seguro que sí. Es una solicitud de lo más corriente. Los bastardos no abundan en las casas reales, y menos en la del propio rey. Pero tampoco es que sea algo inaudito. —Con la pretensión de enseñarme a cuidar de la silla como era debido, atravesamos la sala de equipo, supervisando todos los arreos viejos y sin usar. La conservación y recuperación de antiguos arreos era una de las fijaciones más extrañas de Burrich—. Invéntate un nombre y un blasón para ti y luego pídele al rey…
—¿Qué nombre?
—Toma, el que tú quieras. Parece que esto se ha estropeado; alguien lo dejó ahí todo mojado y le ha salido moho. Veremos qué podemos hacer.
—No me parecería real.
—¿Qué? —Me ofreció una brazada de cuero maloliente. La cogí.
—Un nombre inventado. No me parecería mío de verdad.
—Bueno, ¿pues qué piensas hacer?
Cogí aire.
—Me debería poner nombre el rey. O tú. —Me esponjé—. O mi padre. ¿No crees?
Burrich frunció el ceño.
—Qué ideas tienes. Piensa un poco. Verás cómo encuentras el nombre adecuado.
—Traspié —dije con sarcasmo. Vi cómo Burrich apretaba los dientes.
—Arreglemos este cuero —sugirió quedamente.
Lo llevamos hasta su banco de trabajo y empezamos a limpiarlo.
—Los bastardos no son tan raros —comenté—. Y en la ciudad, sus padres les ponen nombre.
—En la ciudad, los bastardos no son tan raros —convino Burrich, al cabo—. Los soldados y los marineros se acuestan con prostitutas. Es habitual para la gente corriente. Pero no para los nobles. Ni para cualquiera con una pizca de amor propio. ¿Qué opinión te habría merecido, cuando eras pequeño, si me hubiera ido de putas todas las noches, o si hubiera llevado mujeres al cuarto? ¿Qué opinarías ahora de las mujeres? O de los hombres. Enamorarse está bien, Traspié, y nadie reprocha a los jóvenes por darse uno o dos besos. Pero sé cómo son las cosas en Mitonar. Los comerciantes llevan jovencitas o muchachos fornidos al mercado como si fueran gallinas o sacos de patatas. Y los hijos que terminan engendrando tendrán nombre, pero poco más. Aunque se casen, conservan sus… costumbres. Si alguna vez encuentro a la mujer adecuada, quiero que sepa que no voy a ir por ahí buscando a otra. Y quiero saber que mis hijos son míos de verdad.
Burrich parecía casi apasionado.
Lo miré entristecido.
—¿Qué pasó con mi padre?
Pareció cansado de repente.
—No lo sé, chico. No lo sé. Era joven, tendría unos veinte años. Estaba lejos de casa, e intentaba soportar una pesada carga. No hablo de motivos ni excusas, pero eso es todo cuanto podemos aspirar a saber.
Y eso fue todo.
Mi vida siguió girando en torno a la rutina fijada. Pasaba algunas noches en los establos, en compañía de Burrich y, más rara vez, las pasaba en el Gran Salón cuando llegaba algún juglar o teatro de marionetas itinerante. Muy de tarde en tarde conseguía escaparme y pasar una noche en la ciudad, pero eso implicaba pagar las consecuencias de la falta de sueño al día siguiente. Las tardes se sucedían invariablemente en compañía de algún tutor o instructor. Llegué a comprender que ésas eran mis clases estivales y que en invierno me dedicaría a la clase de aprendizaje que utiliza papel y pluma. Estaba más ocupado que nunca antes en toda mi corta vida. Pero a pesar de mi estricto horario, me encontraba principalmente solo.
La soledad.
Me encontraba cada noche cuando intentaba hallar en vano un lugar pequeño y acogedor en mi enorme cama. Cuando dormía encima de los establos en los aposentos de Burrich, las noches eran borrosas, mis sueños se arropaban con el calor y la lánguida satisfacción de los animales exhaustos que dormían, se revolvían y se agitaban en la noche debajo de mí. Los perros y los caballos sueñan, como bien sabe cualquiera que haya visto alguna vez a su animal gañir y contonearse mientras duerme. Sus sueños eran como la dulce fragancia de una exquisita hogaza de pan recién cocida. Pero ahora, aislado en una sala revestida de piedra, por fin tenía tiempo para todos esos sueños devoradores y desconsoladores que corresponden a los humanos. No tenía ninguna madre cálida contra la que acurrucarme, ni sensación alguna de hermanos o semejantes instalados en las proximidades. Yacía despierto y pensaba en mi padre y mi madre, y en cómo podían haberme sacado ambos de sus vidas con tanta facilidad. Escuchaba los comentarios que intercambiaban descuidadamente los demás por encima de mi cabeza e interpretaba sus comentarios a mi aterradora manera. Me preguntaba qué sería de mí cuando creciera y el viejo rey Artimañas hubiera muerto y desaparecido. Me preguntaba, a veces, si me echarían de menos Molly Martillete y Retinto, o si aceptarían mi repentina desaparición con la misma facilidad con que habían aceptado mi llegada. Pero sobre todo sufría de soledad, pues en toda aquella torre inmensa, no había nadie al que percibiera como un amigo. Nadie salvo las bestias, y Burrich me había prohibido que intimara con ellas.
Una noche me había acostado rendido, sólo para torturarme con mis temores hasta sucumbir reticente a la llamada del sueño. Me despertó una luz en la cara, pero desperté sabiendo que algo iba mal. No había dormido lo suficiente, y esta luz era amarilla y firme, distinta a la blancura del sol que solía verterse por mi ventana. Me desperecé a regañadientes y abrí los ojos.
Estaba al pie de mi cama, sosteniendo una lámpara en alto. Esto era de por sí una rareza en Torre del Alce, pero no fue la mantecosa luz de la lámpara lo vínico que atrajo mi mirada. El hombre todo era extraño. Su túnica era del color de la lana sin teñir y había sido lavada, si bien intermitentemente y no hacía poco. El cabello y la barba tenían el mismo color y su desaliño daba la misma impresión. Pese al color de su pelo, no lograba determinar su edad. Hay dolencias que pueden señalar el rostro de un hombre a su paso. Pero nunca había visto un hombre marcado de aquel modo, con decenas de cráteres diminutos, rosados y rojos como pequeñas quemaduras, y lívidos aun a la luz amarilla de la lámpara. Sus manos eran todo huesos y tendones envueltos en una fina piel blanca. Estaba espiándome y, aun a la luz de la lámpara, sus ojos mostraban el verde más penetrante que yo hubiera visto jamás. Me recordaban los ojos de un gato al acecho de su presa; la misma combinación de ferocidad y deleite. Tiré hasta taparme la barbilla con la manta.
—Estás despierto-dijo. —Bien. Levántate y sígueme.
Se apartó bruscamente de la cama y se alejó de la puerta, hasta llegar a una esquina ensombrecida entre la chimenea y la pared. No me moví. Volvió a mirarme de soslayo, con la lámpara en alto.
—Deprisa, muchacho —dijo irritado, y pasó el bastón sobre el que se apoyaba por la columna de la cama.
Me levanté e hice una mueca cuando mis pies descalzos tocaron el frío suelo. Busqué mi ropa y mis zapatos, pero no estaba dispuesto a esperarme. Miró atrás para ver qué me demoraba y su penetrante mirada bastó para que yo soltara la ropa y me estremeciera.
Lo seguí, mudo, en camisón, por ningún motivo que pudiera explicarme. Salvo que él lo había sugerido. Lo seguí hasta una puerta que nunca había estado allí, y subimos un angosto tramo de sinuosas escaleras iluminadas solamente por la lámpara que sostenía por encima de su cabeza. Su sombra caía a su espalda y me cubría, por lo que caminaba envuelto en una tiniebla fluctuante, tanteando cada escalón con los pies. Las escaleras eran de fría piedra, transitadas, pulidas y notablemente iguales. Y ascendían, más y más arriba, hasta que creí haber superado la máxima altura de cualquier torre que poseyera el baluarte. Una brisa helada subía por aquellos escalones, y por mi camisón, estremeciéndome de frío y algo más. Seguimos subiendo, hasta que al fin abrió una puerta descomunal que, a despecho de su tamaño, se abatió suavemente y sin hacer ruido. Entramos en una cámara.
La iluminaban varias lámparas, suspendidas de un techo invisible por delgadas cadenas. La cámara era espaciosa, fácilmente tres veces más grande que mi habitación. Uno de sus extremos me llamó la atención. Estaba dominado por una cama gigantesca repleta de plumas y cojines. Había alfombras en el suelo, superpuestas entre sí con sus escarlatas, sus verdes lozanos y sus azules celestes y marinos. Había una mesa hecha de una madera del color de la miel silvestre, sobre la que descansaba un cuenco de fruta tan perfectamente madura que podía percibir su fragancia. Había libros y pergaminos esparcidos sin cuidado, como si su rareza fuese indiferente. Tres paredes completas estaban cubiertas de tapices que describían un escenario natural con colinas boscosas a lo lejos. Dirigí mis pasos hacia él.
—Por aquí-dijo mi guía, y me condujo inexorablemente al otro extremo de la cámara.
Allí el espectáculo era distinto. El bloque de piedra de una mesa lo dominaba, con su superficie muy sucia y quemada. Encima había distintos utensilios, recipientes e implementos, una balanza, un mortero con su mano y muchas cosas para las que no tenía nombre. Una fina capa de polvo cubría gran parte del conjunto, como si hubieran sido abandonados los proyectos en mitad de la acción, hacía meses o incluso años. Detrás de la mesa había un estante que contenía una desordenada colección de pergaminos, algunos ribeteados de dorado o azul. El olor de la habitación era acre y aromático a un tiempo; en otra balda se secaban manojos de hierbas. Oí un crujido y percibí un atisbo de movimiento en una esquina alejada, pero el hombre no me dio tiempo para investigar. La chimenea que debería caldear aquel rincón de la estancia bostezaba negra y fría. Las viejas brasas que la ocupaban lucían húmedas y apelmazadas. Desvié la vista de mi detenida lectura para mirar a mi guía. Pareció sorprenderse al reparar en mi abatimiento. Me dio la espalda y supervisó lentamente la sala a su vez. Lo consideró un instante, y luego sentí que emanaba de él una mezcla de turbación y contrariedad.
—Es un desastre. Más que un desastre, supongo. Pero, en fin. Hace tiempo, supongo. Bastante tiempo. En fin. Pronto volverá a ser lo que era. Pero… antes, se imponen las presentaciones. Además, supongo que hace fresquillo para andar por ahí en camisón. Por aquí, chico.
Lo seguí hasta el extremo cómodo de la habitación. Se sentó en una maltrecha silla de madera cubierta de mantas. Los dedos de mis pies se hundieron agradecidos en el muelle de una alfombra de lana. Me quedé de pie frente a él, expectante, mientras aquellos ojos verdes recorrían mi cuerpo. El silencio se prolongó algunos minutos. Luego habló.
—Antes de nada, permite que te presente a ti mismo. Llevas tu pedigrí escrito en la cara. Artimañas decidió reconocerlo, pues su negativa habría bastado para convencer a cualquiera de lo contrario. —Calló por un instante y sonrió como si le hiciera gracia algo—. Es una pena que Galeno se niegue a enseñarte la Habilidad. Pero hace años que se restringió, para impedir que se convirtiera en una herramienta demasiado común. Apostaría a que si el viejo Galeno intentara enseñarte, encontraría aptitudes en ti. Pero no podemos perder el tiempo con imposibles. —Suspiró meditativamente y guardó silencio por un instante. Prosiguió de improviso—: Burrich te ha enseñado a trabajar y a obedecer. Dos cosas en las que él es un maestro. No eres particularmente fuerte, ni rápido, ni brillante. No creas que lo eres. Pero tienes la tenacidad necesaria para batir a cualquiera que sea más fuerte, más rápido o más brillante que tú. Y eso supone un peligro, más para ti que para nadie más. Aunque ahora eso no es lo que más debería preocuparte. Ahora eres un hombre del rey y tienes que empezar a comprender, desde ya, ahora mismo, que eso es lo que más debe preocuparte. Te da de comer, te viste, cuida de tu educación. Y lo único que pide a cambio, de momento, es tu lealtad. Más adelante querrá tus servicios. Esas son las condiciones bajo las que voy a enseñarte. Eres el hombre del rey y tu lealtad hacia él es completa. De lo contrario, adiestrarte en mi arte resultaría demasiado peligroso.
Hizo una pausa y, durante largo rato, nos limitamos a mirarnos.
—¿Conforme? —preguntó, y no era una simple pregunta sino el sello de un pacto.
—Conforme —dije y, luego, al ver que esperaba—: Te doy mi palabra.
—Bien. —Pronunció esa palabra con genuino entusiasmo—. Vale. Pasemos a otro asunto. ¿Me habías visto antes?
—No. —Comprendí por un instante lo extraño que era eso. Pues, aunque a menudo llegaban desconocidos a la torre, era evidente que ese hombre vivía allí desde hacía mucho, mucho tiempo. Y conocía de vista, ya que no por el nombre, a casi todos los habitantes de la torre.
—¿Sabes quién soy, chico? ¿O por qué estoy aquí?
Meneé la cabeza para responder negativamente a ambas preguntas.
—En fin, nadie lo sabe. Procura que siga siendo así. Métetelo en la cabeza: no hables con nadie de lo que hagamos aquí, ni de nada que aprendas. ¿Entendido?
Mi asentimiento debió de complacerlo, porque pareció relajarse en su asiento. Sus manos huesudas asieron los nudos de sus rodillas a través de su manto de lana.
—Bien. Bien. Ahora. Puedes llamarme Chade. ¿Y yo puedo llamarte…? —Hizo una pausa y esperó, pero cuando no le di ningún nombre, propuso—: Chico. No son nombres para ninguno de los dos, pero bastarán mientras estemos juntos. Vale. Me llamo Chade y soy otro de los profesores que ha encontrado Artimañas para ti. Tardó un poco en acordarse de mi presencia, y luego tardó un poco más en decidirse a hablar conmigo. Y yo tardé más todavía en aceptar enseñarte. Pero todo eso es agua pasada. En cuanto a lo que voy a enseñarte… En fin…
Se levantó y se acercó a la chimenea. Ladeó la cabeza mientras la miraba, se agachó para coger el atizador y avivó las brasas hasta conseguir una llama nueva.
—Se trata de matar, más o menos. Matar gente. El delicado arte del asesinato diplomático. Quien dice matar dice cegar, o dejar sordo. O debilitar las extremidades o provocar la parálisis o una tos debilitadora o la impotencia. O la senilidad prematura o la locura o… da igual. Ése es mi campo. Y será el tuyo, si aceptas. Sólo has de saber, desde el principio, que voy a enseñarte a matar gente. Para tu rey. No a las claras, que es lo que te enseña Capacho, ni en el campo de batalla, donde los demás puedan verte y vitorearte. No. Lo que voy a enseñarte son las formas más mezquinas, furtivas y discretas de matar gente. Quizá termines cogiéndole gusto o quizá no. Eso no está en mis manos. Pero sí me aseguraré de que sepas cómo hacerlo. Y me aseguraré además de otra cosa, pues es lo que hemos estipulado el rey Artimañas y yo: que sepas que estás aprendiendo, no como me pasó a mí cuando tenía tu edad. Vale. Voy a enseñarte a ser un asesino. ¿Conforme, chico?
Asentí de nuevo, inseguro, pero sin saber qué otra cosa podía hacer.
Me observó de soslayo.
—Puedes hablar, ¿no? No serás mudo además de bastardo, ¿eh?
Tragué saliva.
—No, señor. Puedo hablar.
—Vale, pues habla. No muevas la cabeza. Dime qué opinas de todo esto. Qué te parece quién soy y lo que acabo de proponerte.
Aun invitado a hablar, permanecí mudo. Miré aquella cara picada, la fina piel de sus manos, y sentí el brillo de sus ojos verdes sobre mí. Moví la lengua dentro de la boca, pero sólo encontré silencio. Su conducta invitaba a hablar, pero su semblante era aún más aterrador que todo lo que hubiera imaginado antes.
—Chico —dijo, y la amabilidad de su voz me sobresaltó y me obligó a mirarlo a los ojos—. Puedo enseñarte aunque me odies, aunque desprecies las clases. Puedo enseñarte si te aburres, si eres vago o idiota. Pero no podré enseñarte si te asusta hablar conmigo. Al menos, no como me gustaría. Y tampoco puedo enseñarte si decides que esto es algo que preferirías no aprender. Pero tienes que decírmelo. Has aprendido a guardar tus pensamientos de tal manera que casi te atemoriza permitirte saber qué son. Pero intenta pronunciarlos en voz alta: ahora, dime. Nadie va a castigarte.
—No me hace mucha gracia —farfullé de golpe—. Lo de matar gente.
—Ah. —Silencio—. Tampoco a mí, cuando tuve que elegir. Ni aun ahora. —Suspiró de improviso, hondamente—. Cada vez que se presente la ocasión, deberás elegir. La primera vez será la más difícil. Pero has de saber, por ahora, que faltan muchos años para esa decisión. Y en ese intervalo, tienes mucho que aprender. —Vaciló—. Tenlo en cuenta, chico. Deberías recordarlo en todo momento, no sólo en éste. Aprender no tiene nada de malo. Ni siquiera aprender a matar está mal. Ni bien. Sólo es algo que aprender, algo que puedo enseñarte. Eso es todo. Por ahora, ¿crees que podrías aprender a hacerlo y luego decidir si quieres hacerlo?
Menuda pregunta para un chiquillo. En ese momento, una parte de mí se erizó y bufó ante aquella idea, pero era un niño y no supe encontrar nada que objetar. Y me picaba la curiosidad.
—Puedo aprender.
—Bien. —Sonrió, pero su rostro evidenciaba cansancio y no parecía tan complacido como debería—. Suficiente, por ahora. Suficiente. —Miró alrededor—. Podríamos comenzar esta misma noche. Empecemos por recoger el cuarto. Ahí tienes una escoba. Oh, pero antes quítate el camisón y ponte algo… Ah, hay una túnica vieja por ahí. Bastará de momento. No conviene que las lavanderas se pregunten por qué huele tu ropa de cama a sudor y alcanfor, ¿no es así? A ver, barre este suelo mientras yo ordeno algunas cosas.
Y así transcurrieron las horas siguientes. Barrí y luego fregué el suelo de piedra. Me dirigió mientras yo recogía la parafernalia que atestaba la enorme mesa. Di la vuelta a las hierbas en la balda donde estaban puestas a secar. Di de comer a los tres lagartos que estaban enjaulados en un rincón, cortando un pegajoso pedazo de carne seca en trozos que engulleron sin masticar. Limpié varias ollas y cuencos y los guardé en su sitio. Y él trabajó a mi lado, aparentemente agradecido por la compañía, y conversó conmigo como si los dos fuéramos hombres adultos. O niños pequeños.
—¿Todavía no sabes las letras? Ni los números. ¡Bagrash! ¿En qué estará pensando el viejo? Bueno, me ocuparé de arreglar eso enseguida. Tienes la frente de tu padre, chico, y su forma de arrugarla. ¿Ya te lo habían dicho? ¡Ah, estás ahí, Sisa, pillastre! ¿Qué tropelía andarás tramando?
Apareció una comadreja parda detrás de un tapiz, y fuimos presentados. Chade me dejó dar de comer a Sisa unos huevos de codorniz que había en un cuenco en la mesa, y se rió cuando la alimaña me siguió pidiendo más. Me entregó un brazalete de cobre que encontré debajo de la mesa, advirtiéndome de que quizá se me quedara verde la muñeca y aconsejándome que si alguien me preguntaba por él, dijera que lo había encontrado detrás de los establos.
En un momento dado paramos para comer pasteles de miel y beber vino caliente con especias. Nos sentamos juntos a una mesa baja encima de unas esteras, delante de la chimenea; vi cómo bailaba la luz del fuego sobre su rostro picado y me pregunté por qué me había parecido tan atemorizador. Se dio cuenta de que estaba observándolo y su rostro se contorsionó en una sonrisa.
—Te suena, ¿verdad, chico? Me refiero a mi cara.
No me sonaba. Estaba mirando las grotescas cicatrices que poblaban su pálida piel. No sabía a qué podía referirse. Le dirigí una mirada inquisitiva, intentando dilucidarlo.
—No le des más vueltas, chico. Deja su huella en todos nosotros, y tarde o temprano caerás en la cuenta. Pero ahora, en fin… —Se irguió, desperezándose, hasta que sus raquíticas pantorrillas blancas asomaron por debajo de su sotana—. Ahora es más bien tarde. O temprano, según qué parte del día prefieras. Es hora de que te vayas a la cama. Ahora. Acuérdate de que todo esto es un secreto muy bien guardado, ¿vale? No sólo yo y este cuarto, sino todo lo demás, lo de despertarse por la noche y lo de las clases sobre cómo matar gente, todo eso.
—Me acordaré —le dije y luego, intuyendo que podría significar algo para él, añadí—: Tienes mi palabra.
Soltó una risita, y asintió con gesto casi triste. Volví a ponerme el camisón y me acompañó escaleras abajo. Sostuvo su refulgente luz junto a mi cama mientras me acostaba, y luego alisó las mantas sobre mí como no había hecho nadie desde que abandonara los aposentos de Burrich. Creo que me quedé dormido incluso antes de que se apartara de mi cabecera.
Enviaron a Brant a buscarme a la mañana siguiente, de tanto que tardaba en levantarme. Me desperté aturdido, con un doloroso palpitar en la cabeza. Pero en cuanto se hubo marchado, salté de la cama y corrí a la esquina de mi habitación. La piedra fría salió al encuentro de mis manos cuando me apoyé en la pared, pero no hubo crujido alguno en el mortero ni en la piedra que delatara la presencia de la puerta secreta que esperaba encontrar casi con toda seguridad. Ni por un instante pensé que Chade hubiera sido un sueño, y aunque lo hubiera pensado, ahí estaba el sencillo brazalete de cobre en mi muñeca para desmentirlo.
Me vestí a toda prisa y pasé por las cocinas para coger un trozo de pan y queso que seguía comiendo cuando llegué a los establos. Burrich estaba enfadado por culpa de mi tardanza y encontraba fallos en todo lo concerniente a mi forma de montar y de recoger el establo. Recuerdo perfectamente la bronca que me echó.
—No te pienses que porque tienes una habitación en el castillo y un blasón en el chaleco puedes convertirte en un pillo holgazán que se pasa el día roncando en la cama y sólo se levanta para atusarse el cabello. No voy a consentirlo. Serás un bastardo, pero eres el bastardo de Hidalgo y voy a convertirte en un hombre del que pueda sentirse orgulloso.
Me detuve, con la escoba en la mano.
—Te refieres a Regio, ¿verdad?
Mi inopinada pregunta lo sobresaltó.
—¿Cómo?
—Cuando hablas de holgazanes que se pasan el día acostados y no hacen más que arreglarse el pelo y la ropa, describes a Regio.
Burrich abrió la boca y volvió a cerrarla. Sus rubicundas mejillas enrojecieron más todavía.
—Ni tú ni yo —musitó al fin— somos nadie para criticar a ningún príncipe. Hablaba en términos generales, decía que pasarse la mañana durmiendo es malo para cualquier hombre, y peor para un chiquillo.
—Y peor todavía para un príncipe. —Dicho esto, me callé, y me pregunté de dónde había sacado esa idea.
—Y peor todavía para un príncipe —convino Burrich, sombrío. Se encontraba en el compartimiento adyacente, ocupándose de la pata lastimada de un caballo. El animal se crispó de repente, y oí que Burrich gruñía en su esfuerzo por sujetarlo—. Tu padre nunca dormía hasta pasado el mediodía porque hubiera estado bebiendo la noche anterior. Desde luego, le gustaba el vino como a ningún otro, pero sabía lo que era la disciplina. Tampoco tenía a ningún hombre pendiente de despertarlo. Salía de la cama él solito y esperaba que quienes estaban a sus órdenes siguieran su ejemplo. Esto no siempre le ganaba simpatías, pero sus soldados lo respetaban. A los hombres les gusta eso en un líder, que se exija lo mismo que exige a sus hombres. Y te diré algo más. Tu padre no malgastaba el dinero emperifollándose como un pavo real. De joven, antes de casarse con la señora Paciencia, estaba cenando una noche, en una de las torres inferiores. Me habían sentado no muy lejos de él, un gran honor para mí, y escuché parte de su conversación con la hija que habían sentado ilusionadamente junto al Rey a la Espera. Esta le preguntó qué opinaba de las esmeraldas que lucía, y él las alabó. «Me preguntaba, señor, si os gustarían las joyas, pues esta noche no os adornáis con ninguna», flirteó ella. Y él repuso, con voz seria, que sus gemas resplandecían tanto como las de ellas, y que eran mucho más grandes. «Oh, y ¿dónde guardáis esas gemas?, me encantaría verlas». En fin, respondió él, le encantaría enseñárselas más tarde, cuando anocheciera. Vi que ella se ruborizaba, esperándose algún tipo de maña. Luego él la invitó a salir a las almenas con él, pero pidió que los acompañaran además la mitad de los invitados al banquete. Señaló las luces de los faros de la costa, que rutilaban en la oscuridad, y dijo que pensaba que aquellas eran sus mejores y más preciadas joyas, y que empleaba el dinero de los impuestos de su padre en conservarlas así de brillantes. Luego señaló a los invitados las destellantes luces de los soldados, que montaban guardia en las fortificaciones de aquella misma torre y, les dijo que cuando miraran a su duque, deberían ver esas luces resplandecientes como las luces que adornaban su frente. Era un cumplido para el duque y la duquesa, y los demás nobles tomaron buena cuenta de él. Los marginados efectuaron pocos saqueos con éxito aquel verano. Así gobernaba Hidalgo. Con el ejemplo y con la gracia de sus palabras. Así debería gobernar cualquier príncipe de verdad.
—Yo no soy un príncipe de verdad. Soy un bastardo. —Brotó extraña de mi boca, aquella palabra que había oído tan a menudo y dicho tan rara vez.
Burrich suspiró quedamente.
—Eres lo que es tu sangre, chico, pasa por alto lo que opinen los demás.
—A veces me harto de hacer siempre la parte más difícil.
—También yo.
Absorbí aquello en silencio un instante mientras cepillaba el hombro de Hollín. Burrich, acuclillado aún junto al castrado, dijo de repente:
—No te exijo más de lo que me exijo a mí mismo. Sabes que eso es verdad.
—Lo sé —respondí, sorprendido al ver que abundaba en el tema.
—Sólo quiero esforzarme al máximo contigo.
Ese era un concepto completamente nuevo para mí. Al cabo, pregunté:
—¿Porque si logras que Hidalgo se sienta orgulloso de mí, de lo que hayas hecho de mí, quizá regrese?
El rítmico sonido de las manos de Burrich untando el linimento en las patas del caballo se ralentizó, hasta cesar abruptamente. Pero él siguió agachado junto al caballo y habló en voz baja a través de la pared del establo.
—No. No lo creo. No creo que nada consiga que vuelva. Y aunque volviera. —Burrich habló aún más despacio—, aunque volviera, no sería el mismo. El mismo de antes, digo.
—Se fue por mi culpa, ¿verdad? —Las palabras de las hilanderas resonaban en mi cabeza. De no ser por el crío, todavía aspiraría al trono.
Burrich guardó silencio largo rato.
—No creo que nadie tenga la culpa de haber nacido… —Suspiró, y pareció que las palabras brotaran renuentes—: Lo cierto es que no hay forma en que un chiquillo pueda redimir su condición de bastardo. No. Hidalgo se buscó su suerte, por mucho que me cueste decir algo así.
Oí que sus manos volvían a ocuparse de la pata del castrado.
—Y la tuya. —Lo dije con los labios pegados al flanco de Hollín, en un susurro, sin esperar que me oyera.
Pero un instante después volvió a musitar:
—Me las apaño, Traspié. Me las apaño.
Terminó su tarea y se acercó al compartimiento de Hollín.
—Parece que esta mañana has desayunado lengua, Traspié. ¿Qué te ocurre?
Me tocó a mí guardar silencio y pensar. Decidí que tenía algo que ver con Chade. Algo acerca de alguien que quería que yo comprendiera y tuviera voz en mi aprendizaje me había soltado la lengua para formular por fin las preguntas con las que cargaba desde hacía años. Pero dado que no podía mencionarlo, me encogí de hombros y respondí sinceramente:
—Son cosas que pienso desde hace mucho.
Burrich gruñó aceptando mi respuesta.
—Bueno. Es un paso adelante el que preguntes, aunque no te prometo tener siempre una respuesta. Es bueno oírte hablar como un hombre. Así no me preocupa tanto que te pierdas con las bestias.
Me miró torvamente al pronunciar sus últimas palabras y se alejó cojeando. Lo vi marchar, y me acordé de la primera noche que lo había visto, y de cómo una mirada suya había bastado para acallar una estancia entera llena de hombres. No era el mismo. Y no era sólo la cojera lo que había cambiado el modo en que se conducía y la manera en que lo miraban los hombres. Seguía siendo el señor reconocido de los establos y allí nadie ponía en duda su autoridad. Pero ya no era la mano derecha del Rey a la Espera. Aparte de ocuparse de mí, no tenía más relación con Hidalgo. No era de extrañar que no pudiera mirarme sin resentimiento. No era él quien había engendrado al bastardo que le había acarreado la ruina. Por vez primera desde que lo conocía, la cautela que me inspiraba se tiñó de compasión.