3

El Pacto

El origen de la Habilidad probablemente permanezca envuelto en el misterio por toda la eternidad. Sin duda la familia real tiene una inclinación muy fuerte hacia ella, pero eso no la restringe al linaje del rey. Parece que hay algo de cierto en el dicho «La Habilidad florece cuando se inunda el mar con la sangre que riega los campos». Es interesante señalar que los marginados no parecen tener inclinación por la Habilidad, como tampoco quienes descienden únicamente de los habitantes originales de los Seis Ducados.

¿Está en la naturaleza del mundo que todas las cosas busquen un ritmo, y en ese ritmo una especie de paz? Lo cierto es que eso he creído yo siempre. Todos los acontecimientos, por extraordinarios o sobrecogedores que sean, se diluyen a los pocos instantes de haber ocurrido en la continuidad de la rutina necesaria de la vida diaria. Los hombres que rastrean el campo de batalla en busca de heridos entre los muertos siguen parándose a toser, a sonarse la nariz, siguen levantando la mirada para observar el vuelo en formación de una bandada de gansos. He visto granjeros que seguían arando y sembrando, indiferentes a los ejércitos que se enfrentaban a escasos kilómetros de distancia.

Lo mismo ocurría conmigo. Rememoro mis vivencias y me pregunto. Separado de mi madre, arrastrado a una ciudad y un clima nuevos, abandonado por mi padre al cuidado de su lacayo y luego privado de la compañía de mi cachorro, aun así me levanté de la cama un buen día para reanudar mi vida de niño pequeño. Para mí, eso significaba levantarme cuando me despertaba Burrich y seguirlo a las cocinas, donde desayunaba a su lado. Después de aquello me convertí en la sombra de Burrich. Rara vez permitía que me perdiera de vista. Le pisaba los talones, veía cómo desempeñaba sus tareas y a la larga empecé a ayudarlo de diversas maneras. Por la noche me tocaba sentarme a su lado y cenar, con mis modales sometidos al escrutinio de su penetrante mirada. Luego me retiraba a mi cuarto, donde pasaba el resto de la noche contemplando el fuego en silencio mientras él bebía o contemplando el fuego en silencio esperando su regreso. Trabajaba mientras bebía, reparando o confeccionando arneses, preparando ungüentos o buscando un veterinario para algún caballo. El trabajaba y yo aprendía, viéndolo, aunque no recuerdo que conversáramos mucho. Resulta curioso pensar que de ese modo transcurrieron dos años, y casi otro entero.

Aprendí a hacer lo mismo que Molly, a procurarme momentos de esparcimiento los días que llamaban a Burrich para que participara en alguna cacería o ayudara en el parto de alguna yegua. Muy de tanto en cuanto me atrevía a escaparme cuando él estaba más borracho de lo que podía tolerar, pero esas excursiones entrañaban su riesgo. Cuando me liberaba, corría a buscar a mis compañeros en la ciudad y me quedaba con ellos tanto tiempo como me atrevía. Añoraba a Morrón con una intensidad tal que parecía que Burrich me hubiera amputado una extremidad. Pero de eso no hablábamos nunca.

Al mirar atrás, supongo que se sentía igual de solo que yo. Hidalgo no había permitido que Burrich lo acompañara en su exilio. En su lugar, lo había dejado al cuidado de un bastardo sin nombre, bastardo que había resultado tener inclinaciones por lo que él consideraba una perversión. Incluso después de que se le curara la pierna, descubrió que jamás podría volver a montar, ni a cazar, ni a caminar siquiera igual que antes; todo eso debía de ser difícil, difícil para un hombre como Burrich. Nunca se quejaba delante de nadie, que oyera yo. Aunque, en retrospectiva, no logro imaginarme delante de quién hubiera podido quejarse. Los dos estábamos encerrados en nuestra soledad y, al vernos cada noche/ambos veíamos al culpable de nuestra situación.

Mas todo pasa, y más que nada el tiempo, y con los meses primero y luego con los años, llegué a hacerme paulatinamente un hueco en el orden de las cosas. Le llevaba cosas a Burrich, incluso antes de que se le hubiera ocurrido pedirlas, recogía los útiles con que cuidaba de las bestias, me ocupaba de procurar agua limpia a los halcones y les quitaba las garrapatas a los perros cuando volvían del campo. La gente se acostumbró a verme y dejaron de mirarme fijamente. Algunos parecía que ni siquiera me vieran. Gradualmente, Burrich dejó de vigilarme con tanto celo. Iba y venía más libremente, pero seguía preocupándome de que no se enterara de mis escapadas a la ciudad.

Había más niños en la torre, muchos de mi edad. Algunos eran incluso parientes míos, primos segundos o terceros. Pero nunca entablé una relación real con ninguno de ellos.

Los más jóvenes estaban al cuidado de sus madres o sus niñeras, los mayores tenían tareas y recados propios de los que ocuparse. La mayoría me trataba con crueldad; estaba fuera de su círculo, así de simple. De modo que, aunque pasara meses sin ver a Hoz, Retinto o Molly, seguían siendo mis amigos más íntimos. En mis excursiones por la torre, y en las noches de invierno cuando todos se reunían en el Gran Salón para escuchar a los juglares, o para asistir a espectáculos de marionetas o jugar a cualquier cosa, pronto aprendí dónde era bien recibido y dónde no.

Me mantenía fuera de la vista de la reina, pues siempre que me veía encontraba algún reproche que hacer a mi conducta y amonestaba a Burrich al respecto. También Regio era una fuente de peligro. Era casi un hombre hecho y derecho, pero no sentía reparos a la hora de empujarme fuera de su camino o pisar descuidadamente lo que fuera que había encontrado yo para jugar. Era capaz de una mezquindad y un rencor que jamás había percibido en Veraz. No es que Veraz pasara ningún momento conmigo, pero nuestros encuentros fortuitos nunca eran desagradables. Si me veía, me alborotaba el cabello o me ofrecía un penique. Una vez un criado trajo a los aposentos de Burrich unos cuantos juguetes de madera, soldados, caballos y una carreta de pintura desvaída, con el mensaje de que Veraz los había encontrado en un rincón de su baúl y había pensado que podrían gustarme. No se me ocurre otra posesión que haya valorado más en toda mi vida.

Mazurco convertía los establos en otra zona peligrosa. Si Burrich andaba cerca, se dirigía a mí amablemente y me trataba con ecuanimidad, pero tenía poca paciencia conmigo las demás veces. Me dio a entender que no me quería merodeando donde estuviera él trabajando. A la larga descubrí que sentía celos de mí y sentía que mi cuidado había sustituido el interés que mostraba Burrich por él en el pasado. Nunca se mostraba abiertamente cruel, jamás me pegó ni me regañó injustamente. Pero podía percibir el desagrado que le inspiraba, de modo que lo esquivaba.

Todos los soldados hacían gala de una extraordinaria tolerancia hacia mí. Después de los niños de la calle de la ciudad de Torre del Alce, probablemente fueran lo más próximo a unos amigos. Pero por tolerantes que sean los adultos con un muchacho de nueve o diez años, tienen pocas cosas en común. Observaba sus partidas de dados y escuchaba sus historias, pero por cada hora que pasaba en su compañía había días enteros en que no los veía. Y aunque Burrich nunca me prohibió la entrada en la sala de guardias, no ocultó la desaprobación que sentía por el tiempo que pasaba yo allí.

Así que era y no era, al mismo tiempo, miembro de la comunidad de la torre. Evitaba a algunos, observaba a algunos y obedecía a algunos. Pero no me relacionaba con ninguno.

Hasta que una mañana, cuando me faltaba poco para cumplir los diez años, me encontraba jugando debajo de las mesas en el Gran Salón, revolcándome con los cachorros. Era muy temprano. La jornada anterior se había celebrado alguna fiesta y el banquete se había prolongado todo el día hasta bien entrada la noche. Burrich había bebido hasta perder el conocimiento. Casi todo el mundo, nobles y criados, seguía acostado, y la cocina no había ofrecido gran cosa con la que aplacar mi apetito esa mañana. Pero las mesas del Gran Salón contenían todo un tesoro de pastas rotas y platos de carne. También había cuencos de manzanas, y trozos de queso; en definitiva, el mejor botín que podría caer en manos de un niño. Los grandes perros se habían quedado con los mejores huesos y se habían retirado a las esquinas de la sala, dejando a los diversos cachorros rebuscando entre las sobras. Yo me había metido debajo de una mesa con un buen pedazo de carne y lo estaba compartiendo con mis cachorros favoritos. Desde la ausencia de Morrón, había procurado que Burrich no me viera sentir demasiada afinidad por ningún cachorro en concreto. Seguía sin comprender por qué se oponía a que yo me hiciera amigo de los perros, pero no pensaba arriesgar la vida de un cachorro por llevarle la contraria. De modo que estaba alternando bocados con tres cachorros cuando oí unos pasos discretos que cruzaban el suelo cubierto con esteras de juncos. Había dos hombres hablando, discutiendo algo en voz baja.

Pensé que serían sirvientes de la cocina que habían venido para recoger los desperdicios. Gateé debajo de la mesa para birlar algunas sobras más antes de que desaparecieran.

Pero no fue ningún sirviente el que se sobresaltó por mi repentina aparición, sino el viejo rey, mi abuelo en persona. Un paso a su espalda, junto a su brazo, estaba Regio. Sus ojos enrojecidos y lo arrugado de su jubón atestiguaban su participación en los festejos de la noche anterior. El bufón nuevo del rey, recientemente adquirido, anadeaba detrás de ellos, con los pálidos ojos embobados en su blanca cara. Era una criatura tan extraña, con aquella piel cerosa y jaspeada de negro y blanco, que casi no me atrevía a mirarlo. Por contra, el rey Artimañas tenía los ojos despejados, la barba y el cabello recién peinados y las ropas inmaculadas. Por un instante mostró sorpresa, y luego señaló:

—Ves, Regio, lo que te decía. Se presenta una oportunidad, y alguien va y la aprovecha; alguien joven, por lo general, o alguien impulsado por la energía y el apetito de la juventud. La realeza no puede permitirse el lujo de dejar escapar ese tipo de oportunidades, ni de permitir que otros puedan aprovecharlas.

El rey pasó de largo ante mí, abundando en su discurso mientras Regio me lanzaba una mirada furibunda con sus ojos inyectados en sangre. Un aleteo de su mano me indicó que debería esfumarme. Le transmití mi asentimiento con la cabeza, pero antes corrí hasta la mesa. Me guardé dos manzanas en el chaleco y estaba cogiendo una tarta de grosella casi intacta cuando el rey se giró de improviso y me hizo una seña. Su bufón le imitó el gesto. Me quedé paralizado en el sitio.

—Míralo —ordenó el viejo rey.

Regio me fulminó con la mirada, pero yo no me atrevía a moverme.

—¿Qué opinas de él?

Regio parecía perplejo.

—¿Ése? Es el Traspié. El bastardo de Hidalgo. Robando a hurtadillas, como de costumbre.

—Bobo. —El rey Artimañas sonrió, pero sus ojos permanecieron insensibles. El bufón, creyéndose interpelado, esbozó una dulce sonrisa—. ¿Es que tienes cera en los oídos? ¿No oyes lo que te digo? No te he preguntado «¿Quién es?», ni «¿Qué hace?», sino «¿Qué opinas de él?». Ahí lo tienes: joven, fuerte, cargado de recursos. Su perfil es igual de regio que el tuyo, pese a haber nacido en el lado equivocado de las sábanas. Así que, ¿qué opinas de él? ¿Te parece una herramienta? ¿Un arma? ¿Un camarada? ¿Un enemigo? ¿O vas a permitir que merodee por ahí hasta que venga otro, lo coja y lo utilice contra ti?

Regio me miró entornando los párpados, luego miró por encima de mí y, al no encontrar a nadie más en el salón, volvió a observarme desconcertado. A mis pies, un cachorro gañó para recordarme que antes habíamos estado compartiendo la comida. Le pedí que se callara.

—¿El bastardo? Sólo es un mocoso.

El viejo rey suspiró.

—Hoy. Esta mañana, ahora, es un mocoso. La próxima vez que le pongas la vista encima será un mozo, o peor, un hombre, y entonces será demasiado tarde para que hagas nada de él. Pero cógelo ahora, Regio, y dale forma, y dentro de una década gozarás de su lealtad. En lugar de ser un bastardo resentido que podría ser persuadido de aspirar a ocupar el trono, será un partidario de la familia, unido a ella en su espíritu y no sólo por su sangre. Un bastardo, Regio, es algo extraordinario. Ponle un membrete en la mano y envíalo lejos, y tendrás un diplomático al que ningún regente extranjero osará cerrarle las puertas. Se le puede enviar sin peligro allí donde un príncipe de la sangre jamás podría llegar. Imagínate lo útil que puede ser alguien que pertenece y no pertenece al linaje real. Intercambio de rehenes. Alianzas matrimoniales. Trabajo en la sombra. La diplomacia del cuchillo.

Regio abrió mucho los ojos al escuchar las últimas palabras del rey. Por un instante, todos respiramos en silencio, mirándonos. Cuando habló Regio, sonó como si tuviera una miga de pan seca atascada en la garganta.

—Habláis así delante del niño. De utilizarlo como herramienta, como arma. ¿Creéis que no recordará vuestras palabras cuando crezca?

El rey Artimañas se río, y el sonido despertó ecos en las paredes de piedra del Gran Salón.

—¿Que si las recordará? Claro que las recordará. Cuento con ello. Mira esos ojos, Regio. Hay inteligencia ahí dentro, y quizá también potencial para la Habilidad. Sería idiota si le mintiera. Más idiota todavía si me limitara a empezar su formación y su educación sin más explicaciones. Eso dejaría su mente fértil para cualquier semilla que quisieran plantar otros en ella. ¿No es así, chico?

Estaba mirándome fijamente y comprendí de repente que yo le devolvía la mirada. Mientras hablaba nos habíamos estado mirando a los ojos, leyendo el uno en los del otro. En los ojos del hombre que era mi abuelo había una sinceridad pétrea, afilada. No se desprendía consuelo de ella, pero supe que siempre podría contar con que estuviera allí. Asentí lentamente.

—Acércate.

Me acerqué a él muy despacio. Cuando me hube aproximado, hincó una rodilla en el suelo y nuestras miradas estuvieron al mismo nivel. El bufón se arrodilló ceremoniosamente a nuestro lado, paseando la vista ansioso de una cara a otra. Regio nos observaba a todos con expresión furibunda. En aquel momento no capté la ironía que entrañaba ver al viejo rey genuflexo ante su nieto bastardo. De modo que permanecí solemne mientras me arrebataba la tarta de las manos y se la tiraba a los cachorros que me habían seguido. Sacó un alfiler de los pliegues de seda que le rodeaban la garganta y lo clavó, protocolario, en la sencilla lana de mi camisa.

—Ahora me perteneces —dijo, e invistió más importancia a ese aserto que a toda la sangre que pudiéramos tener en común—. No hace falta que comas las sobras de nadie. Yo te mantendré, y te mantendré bien. Si algún hombre o mujer pretende volverte alguna vez contra mí ofreciéndote más de lo que yo te ofrezco, ven a mí, dime cuál es su oferta y la igualaré. Verás que no soy un hombre mezquino, nunca te daré motivos para traicionarme. ¿Me crees, muchacho?

Asentí, en silencio como todavía tenía por costumbre, pero sus inflexibles ojos castaños exigían algo más.

—Sí, señor.

—Bien. Te voy a dar algunas órdenes concernientes a tu persona. Asegúrate de cumplirlas. Si alguna te resulta extraña, habla con Burrich. O conmigo. Sólo tienes que acudir a la puerta de mi cámara y mostrar ese alfiler para que te abran paso.

Miré la piedra roja que rutilaba en su nido de plata.

—Sí, señor —conseguí asentir de nuevo.

—Ah —dijo con voz queda. Percibí una nota de pesar en su voz y me pregunté a qué podía deberse. Aflojó la presa de sus ojos sobre mí y volví a ser consciente de mi entorno, de los cachorros, del Gran Salón, de Regio, que me observaba con renovado desprecio, y del bufón, que asentía entusiasmado a su despreocupada manera. El rey se puso de pie. Cuando me dio la espalda, me recorrió un escalofrío, como si acabara de quitarme una capa. Fue mi primera experiencia con la Habilidad en manos de un maestro.

—No lo apruebas, ¿no es así, Regio? —El tono del rey era coloquial.

—Mi rey puede hacer cuanto desee. —Malhumorado.

El rey Artimañas suspiró.

—No te he preguntado eso.

—Mi madre, la reina, sin duda no lo aprobará. Favorecer al muchacho sólo conseguirá que parezca que lo reconocéis. Le dará ideas, a él y a los demás.

—¡Fu! —El rey soltó una risita, divertido.

Regio se enfureció al instante.

—Mi madre, la reina, no estará de acuerdo con vos, ni se sentirá complacida. Mi madre…

—Hace años que no está de acuerdo conmigo en nada, ni complacida. No creo que note la diferencia, Regio. Hará aspavientos, protestará y volverá a decirme que regresa a Lumbrales, para ser duquesa, y tú duque después de ella. Y sise enfada mucho, me amenazará con que Haza y Lumbrales podrían sublevarse y convertirse en un reino independiente, con ella de reina.

—¡Y conmigo de rey después de ella! —añadió Regio, desafiante.

Artimañas asintió para sí.

—Sí, imaginaba que te habría inculcado esas nociones de traición. Escucha, muchacho. Da igual que regañe a los criados y les tire los platos a la cabeza, nunca irá más allá. Porque sabe que vale más ser reina de un reino en paz que duquesa de un ducado rebelde. Y Lumbrales no tiene motivos para alzarse contra mí, salvo los que surjan de su imaginación. Sus ambiciones siempre han estado por encima de sus posibilidades. —Hizo una pausa y miró directamente a Regio—. Para la realeza, ése es un defecto lamentable.

Sentí las oleadas de ira que contenía Regio mientras fijaba la vista en el suelo.

—Vamos —dijo el rey, y Regio reanudó el paseo tras él, obediente como un perro. La mirada que me lanzó mientras se alejaba fue venenosa.

Me incorporé y vi cómo salía el viejo rey del salón. Sentí un eco de pérdida. Era un hombre extraño. Por bastardo que yo fuera, podría haber apelado a su derecho como abuelo mío que era y pedirme gratis lo que había elegido comprar. En la puerta, el pálido bufón se detuvo. Por un instante me miró e hizo un gesto incomprensible con sus estrechas manos. Podría haber sido un insulto o una bendición. O simplemente el batir de las manos de un idiota. Luego sonrió, me sacó la lengua y corrió a reunirse con el rey.

Pese a las promesas del rey, me llené de pasteles la pechera del chaleco. Los cachorros y yo los compartimos a la sombra detrás de los establos. Fue un desayuno mucho más copioso de lo que estábamos acostumbrados, y mi estómago murmuró irritado durante horas después de la comilona. Los cachorros se hicieron un ovillo y se quedaron dormidos, pero yo me debatía entre el temor y la anticipación. Casi esperaba que no saliera nada de todo aquello, que el rey se olvidara de sus palabras. Pero no se olvidó.

Aquella noche subí por fin las escaleras que conducían a la cámara de Burrich. Había pasado el día cavilando sobre lo que podrían significar para mí las palabras de aquella mañana. Me podría haber ahorrado el esfuerzo. Cuando entré, Burrich dejó a un lado el arnés que estaba arreglando y volcó toda su atención sobre mí. Me observó callado un momento, y yo le devolví la mirada. Algo había cambiado, y tuve miedo. Desde la desaparición de Morrón, creía que Burrich tenía poder sobre la vida y la muerte también en cuanto a mí; que un traspié podía eliminarse con la misma facilidad que un cachorro. Eso no me había impedido desarrollar cierta afinidad hacia él; no era necesario querer a alguien para depender de esa persona. Esa sensación de poder confiar en Burrich era la única estabilidad real que tenía en mi vida, y ahora sentía que se tambaleaba bajo mis pies.

—Bueno. —Cuando por fin habló, aquella palabra brotó cargada de significado—. Bueno. Tenías que dejar que te viera, ¿verdad? Tenías que llamar la atención. Bien. Ya ha decidido qué hacer contigo. —Suspiró, y su silencio cambió. Por un instante fugaz casi sentí que me compadecía. Pero luego reanudó su discurso—: Mañana tengo que escoger un caballo para ti. Me ha sugerido que sea joven, que os adiestre juntos. Pero lo persuadí para iniciarte con una bestia más madura y constante. Un pupilo a la vez, le dije. Aunque tenía mis razones para otorgarte un animal… menos impresionable. Procura portarte bien; sabré si te dedicas a tus jueguecitos. ¿Ha quedado claro?

Me apresuré a asentir con la cabeza.

—Responde, Traspié. Tendrás que usar la lengua delante de tus tutores y tus maestros.

—Sí, señor.

Era propio de Burrich. El hecho de que fuera a confiárseme un caballo era lo que más lo turbaba. Una vez solucionado ese punto, anunció el resto con mayor despreocupación.

—A partir de ahora te levantarás cuando salga el sol, chico. Te enseñaré por la mañana. A cuidar de un caballo y a dominarlo. Y a cazar como es debido con tus perros y a conseguir que éstos te obedezcan. Controlar a las bestias, eso es lo que voy a enseñarte. —Enfatizó esto último pesadamente e hizo una pausa para asegurarse de que yo lo entendía. Se me encogió el corazón, pero empecé a asentir con la cabeza, antes de enmendarme y responder en voz alta.

—Sí, señor.

—Las tardes son suyas. Para las armas y cosas así. La Habilidad, probablemente, con el tiempo. Durante los meses de invierno, las clases serán de puertas hacia dentro. Idiomas y señales. Escribir, leer y hacer cálculos, no me cabe duda. Historia, también. Qué harás con todo eso, no tengo ni idea, pero procura aprender bien para complacer al rey. No es un hombre al que te convenga contrariar y mucho menos hacer enfadar. La opción más inteligente pasa por intentar que no se fije en ti. Pero se me olvidó prevenirte de eso y ya es demasiado tarde.

Carraspeó de repente e inhaló hondo.

—Ah, y hay otra cosa que tendrá que cambiar. —Cogió el trozo de cuero en el que había estado trabajando y se inclinó de nuevo sobre él. Pareció que hablara para sus dedos—. Ahora tendrás una habitación para ti solo. Arriba, en la torre, donde duermen todos los de sangre noble. Ya estarías allí roncando, si te hubieras dignado volver a tiempo.

—¿Cómo? No lo entiendo. ¿Una habitación?

—Ah, así que sabes hilvanar más de dos palabras seguidas cuando te apetece. Ya me has oído, chico. Tendrás tu propio cuarto, arriba en la torre. —Hizo una pausa, antes de proseguir con entusiasmo—. Por fin podré recuperar mi intimidad. Oh, y también van a tomarte las medidas para darte ropa nueva. Y botas. Aunque que me aspen si sé qué sentido tiene calzar unos pies que todavía no han dejado de crecer…

—No quiero un cuarto allí arriba. —Por opresivo que fuera vivir con Burrich, lo prefería a lo desconocido. Me imaginaba una inmensa y fría sala de piedra, con los rincones poblados de sombras.

—Bueno, pues lo vas a tener —anunció Burrich, inflexible—. Y ya iba siendo hora. Eres hijo de Hidalgo, legítimo o no, y alojarte aquí en el establo, como un perro callejero, en fin, es impropio.

—Me da igual —aventuré desesperado.

Burrich levantó los ojos y me miró gravemente.

—Vaya, vaya. Estamos locuaces esta noche, ¿eh?

Bajé la mirada para eludir su escrutinio.

—Tú vives aquí abajo —señalé, lacónico—. Y no eres un perro callejero.

—Tampoco soy el bastardo de ningún príncipe —repuso con brusquedad—. A partir de ahora vas a vivir en la torre, Traspié, y no hay más que hablar.

Me atreví a mirarlo. Volvía a hablar con sus dedos.

—Preferiría ser un perro callejero —dije, haciendo acopio de coraje. Todos mis temores se adueñaron de mi voz cuando añadí—: No permitirías que le hicieran esto a un perro callejero, que lo cambiaran todo de repente. Cuando dieron el cachorro de caza a lord Grimbsy, dejaste tu vieja camisa con él para que tuviera algo que oliera a su hogar hasta que se acostumbrara.

—Bueno —dijo—. Yo no… Ven aquí, Traspié. Ven aquí, chico,

Igual que un cachorro, acudí a él, el único dueño que tenía, y me dio unas palmaditas en la espalda y me alborotó el cabello, como haría con uno de sus perros. —No tengas miedo, va. No hay nada que temer. Y, además —dijo, y percibí cómo claudicaba—, sólo nos han dicho que vas a tener un cuarto en la torre. Nadie dice que tengas que dormir allí todas las noches. Algunas noches, si ves que el silencio se te hace insoportable, puedes bajar aquí. ¿Eh, Traspié? ¿Te parece bien? —Supongo— musité.

El cambio se abatió con fuerza sobre mí durante las dos semanas siguientes. Burrich me despertó al amanecer, me bañó y restregó a conciencia, me cortó el flequillo y me recogió el resto del pelo en una coleta como la que había visto que llevaban los hombres de la torre. Me pidió que me vistiera con mis mejores galas y luego chasqueó la lengua al ver lo pequeña que se me había quedado la ropa. Con un encogimiento de hombros, dijo que tendría que conformarme.

Luego fuimos a los establos, donde me enseñó la yegua que ahora era mía. Era gris, con el pelaje ligeramente moteado. La crin y la cola, el morro y los calcetines se veían negros como si estuvieran sucios de hollín, que era como se llamaba. Era una bestia apacible, bien formada y cuidada. Costaba imaginar una montura menos retadora. Ingenuamente, esperaba que me dieran al menos un vigoroso castrado. En vez de eso, tenía a Hollín. Quise disimular mi decepción, pero Burrich debió de intuirla.

—No te parece gran cosa, ¿verdad? Bueno, Traspié, ¿tantos caballos has tenido que ahora arrugas la nariz ante una bestia dócil y saludable como Hollín? Está preñada del semental bayo de lord Templanza, así que trátala bien. Hasta ahora la había entrenado Mazurco; esperaba convertirla en un caballo de caza, pero he pensado que te iría mejor a ti. A él no le ha sentado bien, pero le he prometido que podrá empezar de cero con el potro.

Burrich había adaptado una vieja silla para mí, con la promesa de que, dijera lo que dijese el rey, tendría que demostrar mis dotes para la equitación antes de que él permitiera que hicieran una nueva para mí. Hollín salió al patio sin protestar y respondió solícita a las riendas y a mis rodillas. Mazurco había hecho un trabajo excelente con ella. Su temperamento y su mente me recordaban a un estanque tranquilo. Si pensaba en algo, no era en lo que estábamos haciendo, y Burrich me vigilaba demasiado atentamente para que yo me atreviera a ahondar en la mente de la yegua. De modo que la monté a ciegas, comunicándome con ella únicamente con las rodillas, las riendas y el cambio de mi peso sobre su lomo. El esfuerzo físico me dejó agotado mucho antes de que terminara mi primera lección, y Burrich lo sabía. Pero eso no le impidió ordenarme que la cepillara y le diera de comer, antes de limpiar mi silla y el resto del equipo. Antes de que se me permitiera ir a la cocina para comer tuve que desenredar hasta el último nudo de su crin y dejar el cuero viejo reluciente de aceite.

Pero, cuando corría hacia la puerta trasera de la cocina, la mano de Burrich cayó sobre mi hombro.

—Eso se acabó —me dijo con firmeza—. Vale para los soldados, los jardineros y demás. Pero hay un salón donde comen los nobles y sus criados especiales, y ahí es donde comerás tú a partir de ahora.

Dicho lo cual, me condujo a una habitación tenuemente iluminada y dominada por una larga mesa, con otra mesa más alta a la cabeza. Había todo tipo de platos ordenados encima de ella, y gente afanada en distintas fases del almuerzo. Pues cuando el rey, la reina y los príncipes no se encontraban a la mesa, como ocurría ese día, nadie respetaba las formalidades.

Burrich me empujó a un lugar en el lado izquierdo de la mesa, en la mitad superior, aunque no mucho. El se sentó en el mismo lado, algo más abajo. Tenía hambre, y nadie me miraba tan fijamente como para inquietarme, de modo que di buena cuenta de una copiosa comida. Los platos que habían salido directamente de la cocina estaban más calientes y eran más frescos, pero esos detalles pasan desapercibidos para un niño en edad de crecer, y comí con apetito después de toda una mañana de ayuno.

Con el estómago lleno, pensé en cierto terraplén arenoso, templado por el sol de la tarde y repleto de madrigueras de conejos, donde los cachorros y yo acostumbrábamos a pasar somnolientas tardes enteras. Hice ademán de levantarme de la mesa, pero inmediatamente tuve un chico a mi espalda, diciendo:

—¿Señor?

Miré alrededor para ver a quién se dirigía, pero todos los comensales tenían la vista puesta en sus tajaderos. El muchacho era más alto que yo, y varios veranos mayor, así que levanté la cabeza hacia él, sorprendido, cuando me miró a los ojos y repitió:

—¿Señor? ¿Habéis terminado?

Asentí con la cabeza, demasiado sorprendido para decir nada.

—En ese caso debéis acompañarme. Me envía Capacho. Os espera en el patio para vuestra clase de defensa vespertina. Es decir, si Burrich ha terminado con vos.

Burrich apareció súbitamente a mi lado y me desconcertó hincando una rodilla en el suelo junto a mí. Me alisó el chaleco y me apartó el cabello de la frente mientras hablaba.

—He terminado por hoy. Bueno, no pongas esa cara de pasmo, Traspié. ¿Creías que el rey era incapaz de cumplir su palabra? Límpiate la boca y camina. Capacho es un maestro más estricto que yo; no se toleran retrasos en el patio de armas. Ve con Brant, corre.

Obedecí con el corazón en un puño. Mientras seguía al muchacho fuera del salón intenté imaginarme un maestro más estricto que Burrich. Era un concepto sobrecogedor.

Una vez fuera del salón, el joven renunció a sus educados modales.

—¿Cómo te llamas? —inquirió mientras me guiaba por el camino de grava hasta la armería y los patios de adiestramiento había delante de ella.

Me encogí de hombros y miré a un lado, fingiendo un repentino interés por la maleza que bordeaba el camino.

Brant soltó un bufido con complicidad.

—Venga, te tienen que llamar de alguna manera. ¿Qué te ha llamado ese viejo cojo de Burrich?

El evidente desdén que sentía el muchacho por Burrich me sorprendió tanto que espeté:

—Traspié. Me llama Traspié.

—¿Traspié? —Se rió en voz baja—. Sí, no me extraña. No tiene pelos en la lengua, el viejo cojo.

—Lo hirió un jabalí-expliqué. Aquel muchacho hablaba como si la cojera de Burrich fuera una majadería. Por algún motivo, me zaherían sus burlas.

—¡Ya lo sé! —bufó, desdeñoso—. Le dejó el hueso al descubierto. Era un monstruo de enormes colmillos que iba a llevarse por delante a Hidalgo cuando Burrich se puso en medio. Así que arrolló a Burrich, y a media docena de perros, o eso he oído. —Cruzamos un portal abierto en una pared cubierta de enredaderas y los patios de adiestramiento aparecieron de repente ante nosotros—… A Hidalgo le dio por pensar que tenía que rematar al cochino, y ahí que éste salta y se lanza a por él. Partió la lanza del príncipe por la mitad cuando se la clavó, o eso he oído.

Seguía los pasos del muchacho, prendado de sus palabras, cuando se volvió de repente. Me sobresaltó de tal manera que estuve a punto de caerme al trastabillar de espaldas. Se rió de mí.

—Es el año en que Burrich le roba toda la suerte a Hidalgo, ¿eh? Eso dicen los hombres. Que Burrich cogió la muerte de Hidalgo y la cambió por su cojera, y que cogió al bastardo de Hidalgo y lo convirtió en su mascota. Lo que me gustaría saber es cómo de repente vas y empiezas a asistir a clases de lucha. Sí, y también te han dado un caballo, o eso he oído.

El tono de su voz delataba algo más que envidia. Desde entonces he aprendido que muchos hombres ven siempre la suerte del prójimo como una afrenta personal. Sentí su creciente hostilidad como si hubiera entrado sin avisar en el territorio de un perro. Pero, tratándose de un perro, podría haber tocado su mente y explicado mis intenciones. Con Brant sólo había hostilidad, como una tormenta a punto de estallar. Me pregunté si pensaba golpearme y si esperaba que me defendiera o que me retirara. Casi había decidido huir corriendo cuando una corpulenta figura vestida toda de gris apareció detrás de Brant y le agarró la nuca con fuerza.

—He oído que el rey quiere que practique con las armas, sí, y también que le ha dado un caballo para que aprenda a montar. Eso me basta, y para ti debería ser más que de sobra, Brant. Además, eso he creído entender, tenías que traerlo aquí y personarte luego ante maese Tullume, que tiene recados para ti. ¿No has oído tú eso?

—Sí, señora. —La belicosidad de Brant se había transformado de golpe en dócil conformidad.

—Y ya que «oyes» tantas cosas de vital interés, me permitiré confiarte que nadie con dos dedos de frente cuenta todo lo que sabe, y que el que va por ahí propagando rumores tiene la cabeza hueca. ¿Lo entiendes, Brant?

—Creo que sí, señora.

—¿Crees que sí? Seré más concisa. No seas tan cotilla y ocúpate de tus tareas. Sé diligente y voluntarioso, a ver si la gente empieza a murmurar que eres mi «mascota». Podría ocuparme de que estés demasiado ocupado para atender a habladurías.

—Sí, señora.

—Tú, chico. —Brant se alejaba corriendo cuando la mujer se volvió hacia mí—. Sígueme.

La anciana no esperó a ver si yo obedecía o no. Se limitó a cruzar los campos de adiestramiento al aire libre a un paso vivo que me obligó a trotar para mantener su ritmo. La tierra prensada del campo estaba cocida y el sol caía con fuerza sobre mis hombros. Empecé a sudar casi de inmediato, pero la mujer no daba muestras de incomodidad mientras caminaba deprisa.

Vestía de gris de los pies a la cabeza: una larga túnica gris oscuro, mallas de un gris más claro, y sobre el conjunto un delantal gris de cuero que le llegaba casi hasta las rodillas. Debía de ser una de las jardineras, deduje, aunque me desconcertaban las suaves botas grises que calzaba.

—He venido para dar clase… con Capacho —conseguí jadear.

Asintió secamente. Llegamos a la sombra de la armería y abrí los ojos agradecido tras el deslumbramiento de los patios abiertos.

—Van a enseñarme a manejar las armas —le dije, por si acaso había malinterpretado mis primeras palabras.

Asintió de nuevo y abrió una puerta de la estructura, parecida a un granero que era la armería exterior. Sabía que allí era donde se guardaban las armas. El hierro y el acero de buena calidad se guardaban en las dependencias superiores de la torre. En el interior de la armería reinaba una delicada media luz, y un ligero frescor, así como una mezcla de olor a madera, sudor y cañas recién entretejidas. La mujer no vaciló y la seguí hasta un estante que contenía un surtido de varas peladas.

—Elige una —me dijo, las primeras palabras que pronunciaba desde que me invitara a seguirla.

—¿No sería mejor que esperara a Capacho? —pregunté tímidamente.

—Yo soy Capacho —replicó, impacientándose—. Ahora coge una vara, chico. Quiero tener un rato a solas contigo, antes de que vengan los demás. Para ver de qué pasta estás hecho y qué sabes.

No tardó mucho en percatarse de que lo que yo sabía era casi nada y de mi tendencia a arredrarme. Tras unas cuantas paradas con su bastón, propinó fácilmente al mío un cachete que me lo arrancó de las manos enrojecidas.

—Hm —dijo, ni severa ni amable. El mismo comentario que le merecería a un jardinero una patata de siembra aquejada de añublo. Extendí mi mente hacia ella y encontré la misma clase de quietud que había percibido en la yegua. No se mostraba cauta conmigo como ocurría con Burrich. Creo que fue la primera vez que me di cuenta de que algunas personas, como algunos animales, eran completamente ajenas a mis sondeos. Podría haber profundizado en su mente, de no ser porque el alivio que sentí al no encontrar ninguna hostilidad me impidió arriesgarme a despertar su ira. De modo que soporté su inspección, empequeñecido e inmóvil.

—Chico, ¿cómo te llamas? —preguntó de improviso.

Otra vez.

—Traspié.

Arrugó el entrecejo al escuchar mis quedas palabras. Me enderecé y hablé más alto.

—Traspié me llama Burrich.

Hizo una discreta mueca.

—Claro. Para Burrich, una zorra es una zorra, y un bastardo es un bastardo. Bueno… supongo que entiendo sus motivos. Un traspié es lo que eres, y Traspié te llamaré yo también. Bueno. Voy a decirte por qué la vara que has elegido era demasiado larga para ti, y demasiado gruesa. Y luego escogerás otra.

Eso hizo, y eso hice, y luego me enseñó un ejercicio que parecía infinitamente complejo, aunque al final de la semana no entrañaba más dificultad que desenredar la crin de mi yegua. Terminamos cuando comenzaban a agruparse el resto de sus alumnos. Eran cuatro, todos un par de años menores o mayores que yo, si bien todos tenían más experiencia. Resultaba incómodo, pues ahora el número de estudiantes era impar y nadie sentía especiales deseos de entrenar con el recién llegado.

De alguna manera conseguí sobrevivir a aquel día, aunque el recuerdo de cómo lo hice se diluye en una dichosa neblina difusa. Me acuerdo de lo magullado que estaba cuando por fin dejó que nos fuéramos; cómo los demás corrieron de regreso a la torre mientras yo arrastraba los pies tras ellos y me rezagaba, reprobándome el haber llamado la atención del rey. Fue un largo ascenso hasta la torre, y el salón estaba atestado de personas y ruido. Estaba demasiado fatigado para comer gran cosa. Caldo y pan, creo, no tomé más, y ya había abandonado la mesa y cojeaba hacia la puerta, pensando únicamente en el calor y el silencio de los establos, cuando Brant volvió a acosarme.

—Su cámara está lista —fue todo lo que dijo.

Lancé una mirada de desesperación a Burrich, pero éste estaba enfrascado en una conversación con su vecino de mesa. No se dio cuenta de mi súplica. De modo que me encontré siguiendo a Brant de nuevo, esta vez por un amplio tramo de escaleras, hacia una parte de la torre que nunca había explorado.

Nos detuvimos en un rellano, cogió un candelabro de una mesa que había allí y encendió las velas.

—La familia real vive al final de esta ala —me informó con indiferencia—. El rey tiene una habitación que es tan grande como el establo al final de este pasillo. —Asentí, creyendo a ciegas todo cuanto me decía, aunque más tarde descubriría que un recadero como Brant jamás hubiera podido asomarse al ala real. Eso estaba reservado a lacayos más importantes. Subimos otro tramo de escaleras y se detuvo de nuevo—. Los huéspedes se alojan aquí —dijo, señalando con la luz; su gesto consiguió que las llamas trazaran un breve arco de luz—. Los huéspedes importantes, claro.

Y otra vez emprendimos el ascenso, siguiendo unos escalones visiblemente más estrechos que los de los dos tramos anteriores. Nos detuvimos de nuevo en el siguiente rellano, y observé con temor un nuevo tramo de escaleras, aún más estrechas y empinadas. Pero Brant no me llevó por ahí, sino que recorrimos esta nueva ala, dejamos atrás tres puertas, descorrió el pestillo de una puerta de madera y la abrió empujando con el hombro. Se abatió pesadamente, con resistencia.

—Hace tiempo que no se usa esta habitación —comentó risueño—. Pero ahora es tuya y eres bien recibido. —Dicho aquello posó el candelabro en la tapa de un arcón, cogió una de las velas y se marchó. Cerró la pesada puerta a su paso, dejándome en la penumbra de un cuarto enorme y desconocido.

No sé cómo conseguí contenerme para no salir corriendo detrás de él o abrir la puerta. En vez de eso, cogí el candelabro y encendí otros dos que había en la pared. Los nuevos juegos de velas relegaron las sinuosas sombras a las esquinas. Había una chimenea con una lamentable imitación de fuego en su interior. Lo aticé un poco, más para conseguir luz que calor, y me dispuse a explorar mis nuevos aposentos.

Era una sencilla habitación cuadrada con una sola ventana. Paredes de la misma piedra que el suelo, adornadas con un solo tapiz que colgaba de una de ellas. Levanté la vela para estudiarlo, pero no logré iluminar gran cosa. Pude distinguir una criatura resplandeciente y alada de algún tipo, y un personaje de la nobleza humillado ante ella. Más tarde me informaron de que se trataba del rey Sapiencia en el momento de ser tentado por el Vetulus. En ese momento me pareció amenazador. Me aparté de él.

Alguien se había preocupado de arreglar el cuarto. Había varios puñados de cañas y hierbas limpias desperdigadas por el suelo, y la cama de plumas parecía recién abatanada. Las dos mantas que la cubrían eran de buena lana. Se habían recogido las cortinas de la cama y se había quitado el polvo del arcón y del banco que remataban el mobiliario. A mis inexpertos ojos, era una habitación suntuosa. Una cama de verdad, con mantas y colgaduras, un banco con un cojín y un baúl donde guardar las cosas eran más muebles de los que recordaba haber visto en mi vida. El hecho de que estuvieran destinados a mi uso exclusivo los hacía parecer más grandes de alguna manera. Luego estaba la chimenea, a la que me atreví a echar otro tronco, y la ventana, con un asiento de roble delante, ahora cerrada para impedir el paso del aire nocturno, pero que probablemente daba al mar.

El arcón era sencillo, adornado con esquinas de bronce. El exterior era oscuro, pero cuando lo abrí, el interior era fragante y de un color más claro. Dentro encontré mi limitado vestuario, traído de los establos. Se habían añadido dos camisones y había una manta de lana enrollada en un rincón. Eso era todo. Cogí uno de los camisones y cerré el baúl.

Dejé el camisón encima de la cama y me aupé a la misma. Era pronto para acostarse, pero tenía el cuerpo dolorido y parecía que no tuviera otra cosa que hacer. Abajo en la habitación del establo, a esas horas Burrich estaría sentado, bebiendo y remendando arneses o algo parecido. Habría lumbre en el hogar y se escucharía el sonido apagado de los caballos moviéndose en sus compartimientos. La estancia olería a cuero, a aceite y al mismo Burrich, no a piedra húmeda y a polvo. Me puse el camisón y recogí mis ropas al pie de la cama. Me acurruqué en el colchón de plumas; estaba frío y se me puso la piel de gallina. Mi cuerpo lo calentó gradualmente y comencé a relajarme. Había sido un día completo, extenuante. Hasta el último músculo de mi cuerpo protestaba y se resentía. Sabía que debería levantarme para apagar las veías, pero no conseguí reunir las fuerzas necesarias, ni tampoco valor para permitir que una oscuridad más profunda se adueñara de la cámara. Así que dormité con los ojos entrecerrados, contemplando las esforzadas llamas de la pequeña fogata. Deseé distraídamente otra cosa, cualquier otra situación que no tuviera que ver con aquella cámara abandonada ni con la tensión del cuarto de Burrich. Deseé un descanso que quizá hubiera conocido una vez en alguna otra parte pero que ya no conseguía recordar. Y así se fue apoderando de mí el sueño.