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Nuevo

Circulan numerosas leyendas acerca de Dueño, el primer marginado que reclamó Torre del Alce como Primer Ducado y el fundador del linaje real. Una de ellas cuenta que la partida de saqueo en que estaba embarcado fue su primera y última incursión lejos de la árida y fría isla ignota que lo engendró. Dicen que al ver las empalizadas de Torre del Alce, anunció: «Si tienen fuego y comida, no saldré de ahí». Y tenían, y no salió.

Pero los rumores familiares hablan de un mal marinero, enfermo a causa de las aguas embravecidas y las raciones de pescado azul que constituían el sustento de los demás marginados. Cuentan que su tripulación y él llevaban días a la deriva y que, si no hubiera conseguido apoderarse de Torre del Alce, sus propios hombres lo hubieran tirado al mar. Sin embargo, el viejo tapiz del Gran Salón lo muestra como un osado capitán sonriendo ferozmente en la proa de su velero mientras sus remeros lo impulsan hacia una antigua Torre del Alce de troncos y piedras mal alineadas.

Torre del Alce había nacido para ser un puesto defendible en un río navegable en la boca de una bahía de fácil acceso.

Algún terrateniente sin importancia, cuyo nombre se ha perdido en las brumas de la historia, vio el potencial para controlar el comercio en el río y construyó la primera fortaleza del lugar. En apariencia, la había levantado para defender el río y la bahía de las incursiones de marginados que llegaban todos los veranos para saquear las poblaciones ribereñas. Pero no contaba con los saqueadores que se infiltrarían en sus fortificaciones mediante ardides. Las torres y las murallas se convirtieron en su punto de apoyo. Avanzaron sus ocupaciones y dominios río arriba, y al reformar su fuerte de madera en torres y murallas de resistente roca, convirtieron finalmente Torre del Alce en el corazón del Primer Ducado, y a la larga en la capital del reino de los Seis Ducados.

La casa regente de los Seis Ducados, los Vatídico, descendía de aquellos marginados. Durante varias generaciones habían mantenido lazos con los marginados, realizando viajes de cortesía y volviendo a casa con orondas esposas atezadas de su pueblo. De ese modo la sangre de los marginados se conservaba fuerte en los linajes reales y las casas nobles, produciendo vástagos de pelo y ojos negros y extremidades robustas y musculosas. Acompañaba a estos atributos cierta predilección por la Habilidad, y por todos los peligros y debilidades inherentes a dicha sangre. También yo tenía mi porción de esa herencia.

Pero mi primera experiencia con Torre del Alce no tuvo nada que ver con la historia ni la herencia. La conocí simplemente como la última parada de un viaje, un panorama de ruido y personas, carros, perros, edificios y calles sinuosas que desembocaban en una inmensa fortaleza de piedra erigida en lo alto de los acantilados que dominaban la ciudad cobijada a sus pies. El caballo de Burrich estaba cansado, y sus pezuñas patinaban en los resbaladizos adoquines de las calles de la ciudad. Yo me agarraba tenazmente al cinturón de Burrich, demasiado agotado y dolorido para quejarme. Levanté la cabeza una vez para mirar las altas torres y paredes grises de la fortaleza que señoreaba sobre nosotros. Pese a la desacostumbrada calidez de la brisa marina, parecía fría y ominosa. Apoyé la frente en la espalda de Burrich y me sentí mareado por culpa del penetrante olor a yodo del inmenso mar. Así fue como llegué a Torre del Alce.

Burrich tenía su alojamiento encima de los establos, no muy lejos de las antiguas caballerizas. Allí me llevó, junto a los perros y el halcón de Hidalgo. Se ocupó primero del halcón, pues el viaje lo había dejado lamentablemente maltrecho. Los perros estaban encantados de haber regresado a su hogar y hacían gala de una vitalidad inagotable que resultaba enervante para cualquiera que estuviera tan cansado como yo. Morrón me revolcó por el suelo media decena de veces antes de que lograra meterle en su terca cabezota perruna que estaba cansado, mareado y sin ganas de jugar. Respondió como habría hecho cualquier cachorro: buscando a sus antiguos compañeros de carnada y enzarzándose de inmediato en una pelea medio en serio con uno de ellos, pelea que Burrich zanjó con un grito. Quizá fuera sirviente de Hidalgo, pero cuando estaba en Torre del Alce era el señor de los perros, los caballos y los halcones.

Una vez atendidas sus bestias, recorrió los establos, supervisando las obras realizadas, o incompletas, en su ausencia. Los mozos de cuadra, caballerizos y cetreros aparecieron como por arte de magia para defender sus responsabilidades de cualquier crítica. Yo troté pegado a sus talones mientras pude aguantar el ritmo. Sólo cuando me di por vencido finalmente y me hundí exhausto en un montón de heno pareció reparar en mí. Le cruzó el semblante un gesto de irritación, y luego otro de enorme cansancio.

—Eh, tú, Mazurco. Llévate al pequeño Traspié a las cocinas y ocúpate de que le den de comer. Luego llévalo de vuelta a mis aposentos.

Mazurco era un perrero bajo y moreno, de unos diez años de edad, que acababa de ser halagado por la buena salud de una carnada parida en ausencia de Burrich. Momentos antes participaba de la aprobación de Burrich. Ahora perdió la sonrisa y me observó con suspicacia. Nos miramos fijamente mientras Burrich seguía su paseo entre los compartimientos con su séquito de nerviosos cuidadores. El muchacho se encogió de hombros y medio se agazapó para mirarme a la cara.

—Así que tienes hambre, ¿eh, Traspié? ¿Vamos a buscar un bocado? —preguntó, de modo incitante, exactamente con el mismo tono que había empleado para conseguir que sus cachorros salieran donde Burrich pudiera verlos. Asentí, aliviado porque no esperara de mí nada más que lo esperable de un cachorro, y lo seguí.

Volvió la vista atrás frecuentemente para ver si yo mantenía el paso. En cuanto salimos de los establos, Morrón vino a mí dando saltos de alegría. El evidente afecto que me profesaba el perro aumentó la estima que pudiera sentir Mazurco hacia mí, y siguió dirigiéndose a nosotros con breves frases de aliento, diciéndonos que íbamos a buscar comida, venga, no, deja en paz a ese gato, corre, verás qué gente más buena.

Los establos eran un hervidero, con los hombres de Veraz descargando sus caballos y su equipo y Burrich encontrando faltas en todo lo que no se había hecho siguiendo sus indicaciones en su ausencia. Pero conforme nos acercábamos a la torre interior, el tráfico pedestre aumentaba. La gente pasaba junto a nosotros ocupada en todo tipo de recados: un muchacho que cargaba con un inmenso trozo de bacón sobre el hombro, un risueño grupo de chicas abrazadas a manojos de juncos y brezo, un anciano malhumorado con una cesta de pescado vivo, y tres damas con trajes de colores y cascabeles, de voces tan cantarinas como sus campanillas.

Mi olfato me informó de que nos acercábamos a las cocinas, pero el tránsito aumentaba proporcionalmente, hasta que llegamos a una puerta por la que entraba y salía un verdadero torrente de personas. Mazurco se detuvo, y Morrón y yo nos paramos a su espalda, olisqueando complacidos. Vio la multitud que se agolpaba en la puerta y frunció el ceño.

—Esto está a rebosar. Todo el mundo se prepara para el banquete de bienvenida de esta noche, en honor de Veraz y Regio. Todo el que es alguien ha venido a Torre del Alce para asistir al evento; se ha corrido la voz de que Hidalgo renuncia al trono. Todos los duques se han personado o han enviado algún consejero. He oído que incluso los chyurda envían a alguien, para asegurarse de que Hidalgo hace honor a su palabra y que ya no piensa…

Se calló, azorado de repente, bien por estar hablando de mi padre con el motivo de su abdicación, o bien por estar dirigiéndose a un cachorro y a un crío de seis años como si fueran inteligentes, no estoy seguro. Miró alrededor, valorando la situación.

—Esperad aquí —nos dijo, al cabo—. Ya entro yo y te saco algo. Corro menos peligro de que me pisen… o me agarren. Quietos. —Subrayó su orden con un gesto firme. Retrocedí hasta una pared y me quedé allí en cuclillas, lejos del tráfico, con Morrón sentado obediente a mi lado. Vi con admiración cómo se acercaba Mazurco a la puerta y se colaba entre las gentes apiñadas, adentrándose en las cocinas como una anguila.

Con Mazurco lejos, me llamó la atención el gentío. En general las personas que pasaban junto a nosotros eran lacayos y cocineros, entre los que se mezclaban varios juglares, mercaderes y repartidores. Los vi ir y venir con una mezcla de curiosidad y hastío. Ese día ya había visto demasiadas cosas como para encontrarlos de gran interés. Más que comida, lo que deseaba era un lugar tranquilo lejos de toda aquella actividad. Me senté de golpe en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la torre, caliente por el sol, y puse la frente en las rodillas. Morrón se recostó contra mí.

El rabo de Morrón golpeando en el suelo me desperezó. Alcé la cara de las rodillas para encontrarme con un par de botas altas marrones. Mis ojos ascendieron por los pantalones de cuero basto y una tosca camisa de lana hasta reparar en un rostro hirsuto coronado por una mata de pelo gris pimienta. El hombre que me observaba balanceaba un barrilete sobre un hombro.

—Oye, ¿tú eres el bastardo?

Ya había escuchado aquella palabra lo suficiente para saber que se refería a mí, sin comprender la totalidad de su significado. Asentí despacio. El interés iluminó la cara del hombre.

—Oye —dijo en voz alta, sin dirigirse a mí sino a la gente que iba de un lado para otro—. Este es el bastardo. El desliz del cachondo de Hidalgo. Se le parece un poco, ¿no os parece? ¿Quién es tu madre, chico?

Dicho sea en su honor, la mayoría de los transeúntes siguieron yendo y viniendo, sin dedicar más que una mirada de curiosidad al mocoso que estaba sentado contra la pared. Pero la pregunta del hombre del barrilete debía de ser ciertamente interesante, pues no fueron pocas las cabezas que se volvieron, y varios comerciantes que acababan de salir de la cocina se acercaron para escuchar la respuesta.

Pero no contesté. Madre siempre había sido madre, y lo que hubiera sabido de ella era ya un recuerdo lejano. De modo que no respondí, sino que me limité a mirarlo fijamente.

—Oye. Bueno, pues ¿cómo te llamas, chico? —Volviéndose hacia su público, confió—: He oído por ahí que no tiene nombre. Nada de rimbombantes nombres reales que le den forma, ni siquiera un nombre de campo con el que reñirlo. ¿Es eso cierto, chico? ¿Tienes nombre?

El grupo de curiosos crecía. Unos pocos parecían compadecerse de mí con sus miradas, pero nadie interfirió. Parte de mi estado de ánimo se contagió a Morrón, que se tumbó de lado y ofreció la barriga en actitud suplicante mientras batía la cola con ese antiguo gesto canino que siempre dice: «Soy sólo un cachorro. No puedo defenderme. Apiadaos». De haber sido perros, me habría olisqueado y se habrían marchado. Pero los humanos carecen de ese tipo de cortesía innata. De modo que, cuando seguí sin contestar, el hombre se acercó un paso y repitió:

—¿Tienes nombre, chico?

Me puse de pie muy despacio, y la pared que antes había sentido caliente en la espalda me pareció entonces una fría barrera contra mi retirada. A mis pies, Morrón se contorsionaba en el polvo de espaldas y emitía plañideros gemidos.

—No —dije en voz baja, y cuando el hombre hizo ademán de acercarse más para oírme—, ¡nO! —grité, y lo repelí, al tiempo que avanzaba de lado paralelamente a la pared. Lo vi trastabillar de espaldas, perdiendo asidero en su barrilete, que cayó contra los adoquines y se rompió. Ninguno de los presentes comprendía qué había ocurrido. Yo el que menos. La gran mayoría se rió al ver a un adulto acobardado delante de un chiquillo. En ese momento se forjó mi reputación de arisco y valiente, pues antes del anochecer la historia del bastardo que había hecho frente a su torturador se escuchaba por toda la ciudad. Morrón corrió a mis pies y huyó conmigo. Vi de pasada el rostro de Mazurco, tirante por la confusión mientras salía de la cocina, con las manos cargadas de pasteles, y veía cómo escapábamos Morrón y yo. De haberse tratado de Burrich, probablemente me habría parado y le habría confiado mi seguridad. Pero no lo era, así que corrí, dejando que Morrón tomara la delantera.

Huimos en medio de las tropas de sirvientes, sólo otro crío y su perro correteando por el patio, y Morrón me condujo hasta lo que sin duda consideraba el lugar más seguro del mundo. Lejos de la cocina y la torre interior había una oquedad excavada por Fosca bajo una esquina de un edificio desvencijado donde se guardaban sacos de guisantes y judías. Allí había nacido Morrón, desafiando la voluntad de Burrich, y aquí Fosca había logrado ocultar a sus cachorros durante casi tres días completos. El propio Burrich fue quien dio con su escondrijo. Su olor fue el primer olor humano que podía recordar Morrón. Había que arrastrarse para colarse debajo del edificio, pero una vez dentro, la madriguera era cálida, estaba seca y en penumbra. Morrón se acurrucó contra mí y lo rodeé con un brazo. Allí escondidos, nuestros corazones pronto dejaron de galopar desbocados y la tranquilidad dio paso a un profundo sueño sin sueños reservado para los cachorros y las cálidas tardes de primavera.

Me desperté tiritando, horas después. Era noche cerrada y la tenue calidez de aquel día de principios de primavera se había evaporado. Morrón se despertó al mismo tiempo que yo, y juntos gateamos y reptamos fuera del cubil.

Un elevado firmamento nocturno se extendía sobre Torre del Alce, cuajado de estrellas frías y brillantes. El olor de la bahía era más pronunciado, como si los olores diurnos de los hombres, los caballos y los guisos fueran cosas efímeras que de noche se rindieran al poder del océano. Recorrimos senderos desiertos, cruzando patios de entrenamiento, graneros y viñedos. Todo estaba en calma y silencio. Cuando nos acercamos a la torre interior vi antorchas todavía encendidas y oí voces elevadas aún en conversación. Pero todo parecía cansado de alguna forma, los últimos vestigios de algarabía que pierden su fuerza antes de que el alba ilumine los cielos. Aun así, dimos un amplio rodeo para eludir la torre interior, hartos de la gente.

Me descubrí siguiendo a Morrón de vuelta a los establos. Mientras nos aproximábamos a las pesadas puertas me pregunté cómo íbamos a entrar. Pero Morrón empezó a menearse vigorosamente cuando nos acercamos, e incluso mi pobre olfato captó el olor de Burrich en la oscuridad. Se levantó de la caja de madera en la que había estado sentado junto a la puerta.

—Ahí estás —dijo, conciliador—. Adentro. Venga. —Se irguió, abrió las pesadas puertas para nosotros y nos franqueó el paso.

Lo seguimos en medio de la oscuridad, entre hileras de compartimientos, mozos y cuidadores acostados en los establos, y pasamos junto a nuestros caballos y perros y el mozo de cuadra que dormía entre ellos, y finalmente hasta una escalerilla que subía por la pared que separaba los establos de las caballerizas. Seguimos a Burrich arriba pisando los desvencijados escalones de madera, y luego abrió otra puerta. Me cegó temporalmente la tenue luz amarilla de una vela que agonizaba encima de una mesa. Lo seguimos al interior de una cámara con el techo inclinado que olía a Burrich y al cuero, los aceites, las salvias y las hierbas propias de su profesión. Cerró firmemente la puerta a nuestro paso, y cuando nos adelantó para encender una vela nueva con la que aun ardía en la mesa, percibí en él el olor dulzón del vino.

La luz se extendió, y Burrich se sentó en una silla de madera junto a la mesa. Parecía distinto, vestido con finas ropas pardas y amarillas, con el jubón atravesado por una cadenita de plata. Extendió la mano, con la palma hacia arriba, sobre la rodilla, y Morrón acudió a él de inmediato. Le rascó las orejas colgantes y le palmeó las costillas afectuosamente, torciendo el gesto ante el polvo que se desprendió de su pelaje.

—Vaya pareja que hacéis, los dos —dijo, dirigiéndose más al perro que a mí—. Mírate. Cubierto de polvo como un pordiosero. Hoy he mentido a mi rey por tu culpa. La primera vez que hago algo así en toda mi vida. Parece que la caída en desgracia de Hidalgo significará también la mía. Le dije que estabas rendido y dormido como un tronco, agotado después del viaje. No le hizo gracia tener que esperar para verte, pero por suerte para nosotros tenía asuntos más acuciantes que atender. La abdicación de Hidalgo ha puesto nerviosos a muchos señores. Algunos la ven como una ocasión para conseguir ventaja y a otros les duele verse privados de un rey al que admiraban. Artimañas intenta apaciguarlos a todos. Está propagando el rumor de que esta vez fue Veraz el que parlamentó con los chyurda. Deberían prohibir andar solo al que se crea eso. Pero acudir, acudieron; para ver al nuevo Veraz, para preguntarse cuándo y si habrá de convertirse en su nuevo rey y qué clase de rey será. La renuncia de Hidalgo y su estampida a Bosque Blanco ha enervado a los Ducados como si hubiera atizado un avispero con un palo.

Burrich apartó los ojos de la anhelante cara de Morrón.

—Bueno, Traspié. Me parece que hoy ya te has formado una primera impresión. Menudo susto le diste al pobre Mazurco, huyendo de esa manera. A ver, ¿te han hecho daño? ¿Te ha pegado alguien? Tendría que haberme imaginado que habría quien te echase la culpa de todo. Acércate, vamos. Venga.

Cuando vacilé, se dirigió a un catre de mantas ordenadas junto al fuego y las palpó de modo incitante.

—Mira. Ya tienes tu sitio, todo listo. Y en la mesa hay pan y carne para los dos.

Sus palabras me hicieron reparar en la bandeja tapada que había encima de la mesa. Carne, confirmaron los sentidos de Morrón, y su olor me alcanzó de pleno. Burrich se rió cuando nos abalanzamos sobre la mesa y aprobó en silencio cómo compartía una porción con Morrón antes de llenarme la boca. Comimos hasta hartarnos, porque Burrich no había subestimado el apetito que podrían tener un niño y un cachorro tras todo un día de correrías. Y luego, pese a la larga siesta que habíamos hecho antes, las mantas arrimadas al fuego se me antojaron irresistiblemente acogedoras. Con el estómago lleno, nos enroscamos respaldados por las llamas y nos quedamos dormidos.

Cuando desperté a la mañana siguiente, el sol estaba muy alto y Burrich ya se había ido. Morrón y yo dimos cuenta de los restos del pan de la noche previa y roímos los huesos sobrantes hasta dejarlos pelados antes de bajar a los aposentos de Burrich. Nadie nos detuvo ni pareció interesarse por nosotros.

Fuera, había comenzado otro día de caos y alharaca. La torre estaba, si es que era posible, aún más abarrotada de gente. Su deambular levantaba polvo y su amalgama de voces se superponía al susurro del viento y el murmullo lejano de las olas. Morrón se embebió de todo aquello: cada olor, cada imagen, cada sonido. El redoblado impacto sensorial me aturdió. Mientras caminaba deduje a partir de retazos de conversación que nuestra llegada había coincidido con cierto rito primaveral de convivencia y hermandad. La abdicación de Hidalgo seguía acaparando casi todos los temas, pero eso no impedía que los espectáculos de títeres y los malabaristas convirtieran cada esquina en un escenario para sus actuaciones. Al menos un teatro de marionetas incorporaba ya la caída de Hidalgo en su histriónica comedia, y asistí desde el anonimato del gentío a un diálogo relativo a la siembra en campos ajenos, el cual provocó la hilaridad del público.

Pero enseguida el tumulto y el ruido se volvieron opresivos para ambos, de modo que indiqué a Morrón mi deseo de alejarme de todo aquello. Salimos de la torre, cruzando la puerta de gruesas murallas junto a unos guardias concentrados en coquetear con las parranderas que iban y venían. Un muchacho más con su perro, saliendo tras los pasos de una familia de pescaderos, no era algo que llamara la atención. Sin más distracción a la vista, nos dedicamos a seguir a la familia en su recorrido por las tortuosas calles que se alejaban de la torre en dirección a la ciudad de Torre del Alce. Nos fuimos rezagando cada vez más conforme nuevos olores exigían a Morrón investigar y orinar en cada esquina, hasta que al final nos quedamos él y yo solos deambulando por la ciudad.

Torre del Alce era un lugar desguarecido y azotado por el viento. Las calles eran empinadas y sinuosas, pavimentadas con rocas que se movían y desprendían bajo el peso de los carromatos. El viento me inundó las fosas nasales de olor a algas y tripas de pescado, mientras los chillidos de las gaviotas y otras aves marinas componían una luctuosa melodía sobre el rítmico murmullo de las olas. La ciudad se aferra a los negros acantilados del mismo modo que los percebes y las lapas se adhieren a los pilotes y embarcaderos que se aventuran en la bahía. Las casas eran de piedra y madera con los edificios de madera más elaborados construidos a más altura y tallados a mayor profundidad en la ladera rocosa.

La ciudad de Torre del Alce era relativamente apacible comparada con la algarabía y el tumulto de la torre. Ninguno de nosotros tenía la experiencia ni el sentido común necesarios para saber que los muelles de la ciudad no eran el lugar más adecuado para que se perdieran un niño de seis años y su cachorro. Morrón y yo exploramos con entusiasmo, dejando que nuestro olfato nos guiara por la Calle del Pan y a través de un mercado casi desierto, y luego junto a los almacenes y naves que componían el nivel inferior de la ciudad. Aquí el agua estaba próxima, y caminamos sobre pilotes de madera tanto como sobre la arena y las piedras. Los negocios seguían llevándose a cabo con pocas concesiones al ambiente carnavalesco de la torre. Los barcos debían amarrar y descargar mientras lo permitieran la subida y la bajada de las mareas, y quienes viven de la pesca tienen que atenerse al horario impuesto por las criaturas con escamas, no por los hombres.

Pronto encontramos más niños, algunos ocupados con los quehaceres más sencillos de la profesión de sus progenitores y otros ociosos igual que nosotros. Encajé fácilmente entre ellos, sin necesidad de presentaciones ni otras galanterías propias de los adultos. Casi todos eran mayores que yo, pero había varios que tenían mi misma edad o incluso menos. A ninguno pareció extrañarle que yo anduviera por ahí solo. Así conocí todas las vistas importantes de la ciudad, entre ellas el cadáver abotargado de una vaca que había varado en la orilla con la última marea. Visitamos un nuevo barco pesquero en construcción en un muelle atestado de virutas y pestilentes salpicaduras de brea. Un larguero cargado de pescado puesto a ahumar y dejado sin vigilancia sirvió de almuerzo a media docena de nosotros. Si los niños con los que estaba iban peor vestidos o eran más escandalosos que los que se ocupaban de sus tareas, no me di cuenta. Y si alguien me hubiera dicho que estaba pasando el día con una panda de mocosos pordioseros que tenían prohibida la entrada en la torre debido a sus manos largas, me habría sorprendido enormemente. En aquellos momentos sólo sabía que ése era un día trepidante y agradable, lleno de lugares que visitar y cosas por hacer.

Había algunos jóvenes, mayores y más pendencieros, que habrían aprovechado la ocasión para vapulear al chico nuevo si Morrón no hubiera estado conmigo y hubiera enseñado los dientes al primer empujón agresivo. Pero, como no di muestras de querer retar su liderazgo, me permitieron seguirlos. Me sentí debidamente impresionado por todos sus secretos y me atrevería a decir que hacia el final de aquella larga tarde conocía los arrabales de la ciudad mejor que muchos de los que se habían criado sobre ella.

No me preguntaron cómo me llamaba, sino que se limitaron a llamarme el Nuevo. Los demás tenían nombres tan simples como Hoz o Retinto, o tan descriptivos como Robarredes o Martillete. Esta última podría haber sido una criatura adorable en las circunstancias adecuadas. Tenía uno o dos años más que yo, pero era muy extrovertida e ingeniosa. Se metió en una pelea con un chaval de doce años, pero no se dejó amedrentar por sus puños, y sus afilados comentarios pronto consiguieron que todos se rieran del grandullón. Se tomó su victoria con calma y me dejó impresionado con sus agallas. Pero los moratones que presentaba en la cara y los delgados brazos mostraban capas púrpuras, azules y amarillas, y se había formado una costra de sangre debajo de una de sus orejas. A pesar de todo, Martillete era una niña vivaz, su voz era más estridente que la de las gaviotas que planeaban sobre nosotros. Entrada la tarde, Retinto, Martillete y yo paseábamos por una orilla pedregosa al otro lado del puesto donde los pescadores zurcían sus redes, con Martillete enseñándome a registrar las rocas en busca de tenaces moluscos. Levantaba las grandes piedras con maestría, haciendo palanca con una vara afilada. Me estaba demostrando cómo se utilizaba un clavo para sacar la carne gomosa de su concha cuando otra chica reclamó nuestra atención a voces.

La elegante capa azul que ondeaba a su alrededor y los zapatos de cuero que le protegían los pies la distinguían de mis compañeros. Tampoco acudía a sumarse a nuestra recolecta, sino que se acercó simplemente para anunciar:

—Molly, Molly, está buscándote por todas partes. Se despertó casi sobrio hace una hora y empezó a llamarte de todo cuando vio que te habías ido y se había apagado el fuego.

Una expresión teñida de temor y desafío surcó el rostro de Martillete.

—Vete corriendo, Kittne, y muchas gracias. Me acordaré de ti la próxima vez que baje la marea y queden al descubierto los escondrijos de los cámbaros.

Kittne inclinó la cabeza a modo de breve asentimiento y se apresuró a dar media vuelta y correr de vuelta sobre sus pasos.

—¿Te has metido en algún lío? —pregunté a Martillete al ver que no seguía levantando piedras en busca de moluscos.

—¿Algún lío? —Soltó un bufido de desdén—. Depende. Si mi padre consigue mantenerse sobrio lo suficiente para encontrarme, a lo mejor me meto en una buena. Lo más probable es que esta noche tenga tal curda que no me acierte con nada de lo que me tire. ¡Lo más probable! —repitió firmemente cuando Retinto abrió la boca para objetar algo.

Dicho aquello, volvió a concentrarse en las piedras de la playa y nuestra búsqueda de moluscos.

Estábamos agazapados frente a una criatura gris con muchas patas que encontramos varada en un charco cuando el crujido de una bota pesada sobre las rocas erizadas de percebes nos hizo levantar la cabeza. Retinto gritó y salió disparado playa abajo, sin volver la vista atrás. Morrón y yo retrocedimos de un salto, con Morrón pegándose a mí, enseñando los dientes como un valiente mientras su rabo le golpeaba la acobardada barriga. Molly Martillete no fue tan rápida a la hora de reaccionar o resignarse a lo que se avecinaba. Un hombre demacrado le propinó un coscorrón en la cabeza. Era un hombre flaco, de nariz huesuda y colorada, de modo que su puño era como un nudo al final de su brazo esquelético, pero el golpe consiguió despatarrar a Molly en el suelo. Los percebes le produjeron cortes en las rodillas curtidas por el viento y, cuando gateó para esquivar la torpe patada dirigida contra ella, hice una mueca al ver la arena salada que se le había metido en los nuevos cortes.

—¡Perra descreída! ¡¿No te dije que te quedaras y cuidaras del lavado?! Y te encuentro aquí revolcándote en la playa, mientras el sebo se endurece en la olla. Esta noche querrán más velas en la torre, ¿y qué voy a venderles?

—Las tres docenas que preparé esta mañana. ¡No me dejaste mecha para más, viejo borracho! —Molly se puso de pie y se irguió valientemente pese a tener los ojos cuajados de lágrimas—. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que consumiera todo el combustible para ablandar el sebo y que cuando por fin me dieras más mecha ya no hubiera manera de calentar la olla?

El viento sopló con fuerza y el hombre se balanceó con el empujón. Nos llegó una vaharada de su olor. Sudor y cerveza, me informó acertadamente Morrón. Por un momento el hombre pareció compungido, pero luego lo endureció el dolor que sentía en el vientre agriado y la cabeza embotada. Se agachó de repente y cogió una rama blanquecina que había dejado la marea en la playa.

—¡No te atrevas a hablarme de ese modo, mocosa salvaje! ¡Aquí con los pordioseros, haciendo sabe El qué! ¡Robando otra vez el pescado puesto a ahumar, seguro, abochornándome más todavía! Atrévete a salir corriendo y recibirás el doble cuando te coja.

Molly debió de creer sus palabras, porque se limitó a acoquinarse cuando avanzó él, levantando los brazos delgados para protegerse hasta que pareció pensárselo mejor y sólo se cubrió el rostro con las manos. Yo estaba transfigurado por el horror mientras Morrón gañía al intuir mi terror y se orinaba a mis pies. Oí el silbido que produjo el garrote al descender. El corazón me dio un vuelco y empujé al hombre, con una fuerza que brotó inesperadamente de mi estómago.

Se cayó, igual que el tonelero del día anterior. Pero este hombre cayó agarrándose el pecho, con su improvisada arma volando inofensivamente por los aires. Se cayó a la arena, sufrió un espasmo que le estremeció el cuerpo entero y se quedó inmóvil.

Molly abría los ojos un instante después, encogida ante el golpe que esperaba todavía. Vio a su padre desplomado sobre las piedras de la playa y el asombro le demudó el rostro. Saltó sobre él, gritando:

—Papá, papá, ¿estás bien? Por favor, no te mueras, ¡lo siento, sé que soy una niña mala! No te mueras, seré buena, te prometo que seré buena. —Sin hacer caso de sus rodillas ensangrentadas, se arrodilló a su lado, le volvió la cara para que no inhalara arena e intentó incorporarlo, en vano.

—Iba a matarte —dije, intentando encontrar sentido a lo ocurrido.

—No. Me pega, un poco, cuando me porto mal, pero nunca me mataría. Y, cuando está sobrio y no enfermo, llora y me suplica que no vuelva a ser mala y le haga enfadar. Debería tener más cuidado para no enfadarlo. Oh, Nuevo, me parece que está muerto.

Tampoco yo estaba seguro, pero transcurrido un momento emitió un horrendo gemido y abrió un poco los ojos. Parecía que ya había pasado lo que fuera que había ocurrido. Aceptó aturdido los reproches de Molly contra sí misma y su ansiosa ayuda, e incluso mi renuente auxilio. Se apoyó en los dos mientras cruzábamos la playa de piedras con pie tambaleante. Morrón nos seguía, ladrando y corriendo en círculos a nuestro alrededor.

Las pocas personas que nos vieron pasar no nos prestaron atención. Supuse que ver a Molly ayudando a su padre a volver a casa no les resultaba novedoso. Los ayudé hasta llegar al umbral de una pequeña velería, con Molly disculpándose entre sollozos a cada paso durante todo el camino. Allí los dejé, y Morrón y yo encontramos el camino de vuelta al torreón subiendo por las calles sinuosas y la empinada carretera, sin dejar de pensar en las peculiaridades de la gente.

Tras haber encontrado la ciudad y a los niños mendigos, me atrajeron como un imán todos los días después del primero. Burrich ocupaba las mañanas con sus distintos quehaceres, y las tardes bebiendo y divirtiéndose en el Festival de Primavera. Prestaba poca atención a mis idas y venidas, siempre que me encontrara por la noche acostado en mi catre junto a su chimenea. A decir verdad, creo que no sabía muy bien qué hacer conmigo, aparte de procurar que estuviera lo bastante bien alimentado para crecer bien y que durmiera sano y salvo todas las noches. No debía de pasar por su mejor momento. Antes había sido empleado de Hidalgo y, ahora que Hidalgo había renunciado a sus servicios, ¿qué sería de él? Eso debía de darle mucho que pensar. Y luego estaba el asunto de su pierna. Pese a sus conocimientos relativos a los vendajes y las pomadas, parecía incapaz de prodigarse los cuidados que ofrecía rutinariamente a sus bestias. En un par de ocasiones vi la herida al descubierto e hice una mueca ante el feo desgarramiento que se negaba a cicatrizar y seguía hinchado y supurante. Burrich lo maldecía sonoramente al principio y apretaba los dientes con fuerza todas las noches mientras lo limpiaba y vendaba de nuevo, pero conforme fueron transcurriendo los días lo observaba con más desesperación abatida que otra cosa. Con el tiempo consiguió que se cerrara, pero la nudosa cicatriz le deformó la pierna y trastocó sus andares. No era de extrañar que tuviera poco tiempo para pensar en un mocoso bastardo abandonado a su cuidado.

De modo que campaba a mis anchas como sólo pueden hacerlo los niños pequeños: sin llamar la atención por lo general. Para cuando hubo terminado el Festival de Primavera, los guardias de la puerta de la torre se habían acostumbrado a verme ir y venir a diario. Probablemente me tomaban por un chico de los recados, ya que en la torre abundaban, si bien algo mayores que yo. Aprendí a colarme temprano en la cocina de la torre para que Morrón y yo pudiéramos desayunar a placer. Afanar comida —corteza requemada en las panaderías, moluscos y algas en la playa, pescado ahumado en los puestos sin vigilancia— formaba parte habitual de mis actividades diarias. Molly Martillete era mi compañía más asidua. Rara vez volví a ver que la pegara su padre después de aquel día; por lo general estaba demasiado borracho para encontrarla o para cumplir sus amenazas cuando daba con ella. Respecto a lo que hice aquel día, no pensé mucho en ello, exceptuando dar gracias porque Molly no se hubiera dado cuenta de que había sido yo el responsable.

La ciudad se convirtió en mi mundo y la torre, en el lugar al que iba para dormir. Era verano, una estación maravillosa para cualquier ciudad portuaria. Daba igual dónde fuera, Torre del Alce era un hervidero de actividad. Llegaban mercancías por el río Alce, procedentes de los Ducados del Interior, en anchas gabarras fluviales dirigidas por sudorosos barqueros. Su carga se repartía entre las tiendas y los almacenes de la ciudad, y luego regresaba a los muelles y las bodegas de los barcos marinos. Éstos eran tripulados por marineros malhablados que se burlaban de los ribereños y sus costumbres del interior. Hablaban de oleadas, de tormentas y de noches en que ni siquiera las estrellas asomaban el rostro para guiarlos. También los pescadores recalaban en los muelles de Torre del Alce, y componían el grupo más genial. Al menos cuando la pesca había sido abundante.

Retinto me enseñó los muelles y las tabernas, y cómo un chico que supiera correr podía ganarse tres o hasta cinco peniques diarios llevando mensajes por las empinadas calles de la ciudad. Nos las dábamos de osados y astutos, para robar la clientela a los muchachos mayores que pedían hasta dos peniques o más por hacer un simple recado. Creo que no he vuelto a ser tan valiente como entonces. Si cierro los ojos, puedo oler aquellos días de gloria. Estopa, brea y virutas recientes de los diques secos donde los carpinteros de navío blandían sus mazos y cinceles. El dulce olor del pescado fresco y el pestilente hedor de una remesa dejada al sol demasiado tiempo. Las balas de lana puestas al sol aportaban su nota fragante al perfume de las barricas de roble llenas de brandy añejo procedente de Arenas del Borde. Las gavillas de cortafiebre a la espera de refrescar el ambiente de un pique de proa mezclaban su fragancia con la de las cajas de verdes melones. Y todos estos olores eran transportados por una brisa procedente de la bahía, condimentada con sal y yodo. Morrón me llamaba la atención sobre todo cuanto percibía, puesto que sus agudizados sentidos superaban con creces los míos, menos desarrollados.

Retinto y yo nos encargábamos de buscar a un navegante que había ido a despedirse de su mujer o de llevar una muestra de especias a la tienda de un posible comprador. El capitán de puerto podía enviarnos corriendo a avisar a una tripulación de que algún inepto había amarrado mal los cabos y la marea estaba a punto de llevarse su barco. Pero mis preferidos eran los encargos que nos llevaban a las tabernas. Allí era donde desempeñaban su oficio los cuentistas y los chismosos. Los primeros referían las historias clásicas, hablaban de expediciones y de tripulaciones que se enfrentaban a temibles tormentas, y de capitanes temerarios que arrastraban sus naves al fondo del mar con todos a bordo. Me aprendí de memoria muchos cuentos tradicionales, pero los que más me gustaban no procedían de los trovadores profesionales sino de los propios marineros. Éstas no eran historias contadas al calor de la lumbre para que todos las oyeran, sino advertencias y consejos compartidos entre tripulantes mientras los hombres daban cuenta de una botella de brandy o una hogaza de amarillo pan de polen.

Hablaban de sus capturas, de redes llenas hasta el punto de ladear la nave o de peces y bestias legendarias atisbadas sólo en el reflejo de la luna al cortar la estela del barco. Había historias de aldeas saqueadas por los marginados, ya fuera en la costa o en las islas de la periferia de nuestro Ducado, y relatos de piratas y batallas marítimas y de naves tomadas a traición desde dentro. Las historias más absorbentes eran las de los Corsarios de la Vela Roja, marginados que saqueaban y pirateaban, y que asaltaban no sólo nuestras naves y ciudades sino también otros barcos marginados. Había quienes se burlaban de la existencia de barcos de quilla colorada y de los que hablaban de las pillerías de unos piratas marginados sobre otros piratas como ellos.

Pero Retinto, Morrón y yo nos sentábamos debajo de las mesas con la espalda apoyada en las patas, mordisqueando bollos de pan dulce, y escuchábamos absortos las andanzas de aquellos barcos rojos con decenas de cuerpos colgando de sus vergas, no muertos, no, sino maniatados: hombres que se debatían y chillaban cuando las gaviotas se abalanzaban sobre ellos. Escuchábamos aquellos relatos deliciosamente aterradores hasta que incluso las sofocantes tabernas parecían enfriarse, momento en que nos apresurábamos a correr de nuevo hasta los muelles para ganarnos otro penique.

Una vez Retinto, Molly y yo construimos una balsa de troncos arrastrados por la deriva y la trasladamos hasta los muelles. La dejamos allí atada y, cuando subió la marea, desprendió una sección entera del embarcadero y dañó dos esquifes. Pasamos días con el miedo de que alguien descubriera que habíamos sido nosotros los culpables. Y en cierta ocasión un tabernero pegó un fuerte tirón de orejas a Retinto y nos acusó a los dos de ser unos ladrones. Nuestra venganza fue el hediondo arenque que escondimos debajo de una de sus mesas. Se pudrió, apestó y atrajo a las moscas durante días antes de que lo encontrara.

Aprendí multitud de oficios en mis viajes: comprar pescado, reparar redes, construir barcas y holgazanear. Aprendí aún más de la naturaleza humana. Me convertí en juez perspicaz de quién iba a pagarme realmente el penique prometido por entregar un mensaje y quién se limitaría a reírse en mi cara cuando fuera a cobrar. Sabía a qué panadero le podía mendigar y en qué tiendas resultaba más fácil robar. Y durante todo el proceso, Morrón estuvo a mi lado, tan unido a mí que rara vez separaba mi mente de la suya por completo. Me valía de su olfato, su vista y sus dientes tan libremente como de los míos, sin que jamás me extrañara lo más mínimo.

Así transcurrió la mayor parte del verano. Pero un buen día, con el sol prendido en un cielo más azul que el mar, se me acabó la suerte. Molly, Retinto y yo habíamos birlado una generosa ristra de salchichas de un establecimiento y corríamos por la calle con su legítimo dueño pisándonos los talones. Nos acompañaba Morrón, como de costumbre. Los demás niños habían aprendido a aceptarlo como parte de mí. Creo que nunca se les ocurrió preguntarse por nuestra sincronía de pensamiento. Éramos el Nuevo y Morrón, y probablemente pensaban que era un truco ensayado el que el perro supiera dónde atrapar nuestro botín antes de que yo lo lanzara. De modo que en realidad éramos un grupo de cuatro, volando por las calles atestadas, pasando las salchichas de manos mugrientas a fauces ensalivadas y vuelta a las manos mientras a nuestra espalda el propietario aullaba y nos perseguía en vano.

En ese momento salió Burrich de una tienda.

Yo corría hacia él. Nos reconocimos en el mismo instante de mutuo desmayo. Lo sombrío de la expresión que se apoderó de su rostro no me dejó lugar a dudas sobre mi conducta. Huye, decidí en un suspiro, y esquivé sus manos, sólo para descubrir perplejo que de alguna manera me había abalanzado sobre él.

Prefiero no abundar en lo que sucedió a continuación. Recibí una buena somanta de palos, no sólo de parte de Burrich sino también del encolerizado dueño de las salchichas. El resto de mis cómplices, salvo Morrón, se perdieron en el laberinto de calles. Morrón se arrimó a Burrich panza arriba, para recibir su regañina y su azotaina. Vi torturado cómo Burrich sacaba unas monedas de su bolsa para pagar al carnicero. Me sujetaba la espalda de la camisa con una fuerza que casi me tenía de puntillas. Cuando el carnicero se hubo marchado y se dispersó la pequeña multitud congregada para presenciar mi turbación, Burrich me soltó finalmente. Me desconcertó la mirada de asco que me lanzó. Con otro papirotazo en la cabeza, ordenó:

—A casa. Corriendo.

Así lo hicimos, corrimos como nunca habíamos corrido. Encontramos nuestro catre delante del hogar y esperamos atenazados por los nervios. Esperamos y esperamos toda la tarde y hasta bien entrada la noche. Los dos teníamos hambre, pero no se nos ocurrió salir. En el rostro de Burrich había visto algo más aterrador incluso que la ira del padre de Molly.

Cuando llegó Burrich era noche cerrada. Oímos sus pasos en las escaleras, y no me hizo falta recurrir a los agudos sentidos de Morrón para saber que había estado bebiendo. Nos encogimos cuando apareció en la habitación en penumbra. Respiraban pesadamente, y tardó más de lo habitual en encender varias velas con la que yo había dejado encendida. Hecho aquello, se dejó caer en un banco y nos miró. Morrón gimió y se tendió de costado en perruno acto de contrición. Yo anhelaba imitarlo, pero me conformé con mirarlo atemorizado. Habló al cabo de un momento.

—Traspié. ¿Qué va a ser de ti? ¿Qué va a ser de nosotros? Corriendo por las calles con ladrones pordioseros, mientras la sangre de los reyes corre por tus venas, juntándote en manada como un animal.

Guardé silencio.

—Y la culpa es tanto mía como tuya, supongo. Acércate. Acércate, chico.

Me atreví a dar un par de pasos en su dirección. Prefería no acercarme demasiado.

Burrich frunció el ceño al reparar en mi desconfianza.

—¿Te has hecho daño, chico?

Negué con la cabeza.

—Pues acércate.

Vacilé, y Morrón gañó torturado por la indecisión.

Burrich lo miró de soslayo, desconcertado. Me daba cuenta de que su mente maquinaba embotada por el vino. Sus ojos saltaban del cachorro a mí y de nuevo al cachorro, y una expresión de repugnancia se adueñó de su rostro. Meneó la cabeza. Se puso de pie despacio y se alejó de la mesa y el cachorro, favoreciendo su pierna lastimada. En la esquina de la cámara había una pequeña balda que contenía diversas herramientas y otros objetos cubiertos de polvo. Burrich extendió el brazo con premeditación y cogió algo. Era un útil de madera y cuero, tieso por la falta de uso. Lo blandió y la corta tralla de cuero restalló contra su fuerza.

—¿Sabes qué es esto, chico? —preguntó apaciblemente, con voz afable.

Meneé la cabeza, sin habla.

—Una fusta para perros.

Lo miré con expresión vacía. Ni mi experiencia ni la de Morrón me servían para reaccionar ante aquello. Debió de percatarse de mi confusión. Sonrió ampliamente y su voz permaneció amigablemente, pero presentí que había algo oculto en su conducta, algo a la espera.

—Es una herramienta, Traspié. Sirve para enseñar. Cuando tienes un cachorro desobediente… cuando le dices: «Ven» y el cachorro no viene… en fin, un par de latigazos con esto y aprende a escuchar y a obedecer a la primera. No hacen falta más que unos cuantos cortes para que un cachorro aprenda a obedecer.

Hablaba con indiferencia mientras bajaba la fusta y dejaba que la tralla danzara ligeramente en el suelo. Ni Morrón ni yo podíamos quitarle los ojos de encima, y cuando lanzó el objeto contra Morrón, el cachorro profirió un gemido de terror y se apartó de un salto. Buscó refugio a mi lado.

Burrich se agachó despacio, tapándose los ojos mientras se sentaba en un banco junto a la chimenea.

—Oh, Eda —exhaló, a medio camino entre una maldición y una plegaria—. Supuse, sospeché, cuando os veía corriendo juntos de esa manera, pero malditos sean los ojos de El, no quería estar en lo cierto. No quería estar en lo cierto. Nunca en mi vida he golpeado a un cachorro con ese maldito chisme. Morrón no tenía motivo para temerlo. No a menos que estuvieras compartiendo tu mente con él.

Cualquiera que hubiese sido el peligro, intuí que ya había pasado. Me senté al lado de Morrón, que trepó a mi regazo y me frotó ansiosamente la cara con el hocico. Lo tranquilicé, sugiriéndole que esperara a ver qué ocurría a continuación. Niño y cachorro, sentados, observando la inmovilidad de Burrich. Cuando alzó el rostro por fin, me sorprendió ver que parecía que hubiera estado llorando. Igual que mi madre, recuerdo haber pensado, pero es extraño que no consiga conjurar una imagen de ella llorando. Sólo del rostro atormentado de Burrich.

—Traspié. Chico. Ven aquí-dijo en voz baja, y esta vez hubo algo en su voz que inducía a obedecer. Me levanté y me acerqué a él, con Morrón pegado a los talones. —No— dijo al cachorro, y señaló el suelo junto a su bota, pero a mí me subió al banco a su lado. —Traspié —comenzó, y se detuvo. Inhaló hondo y empezó de nuevo—: Traspié, esto está mal. Está mal, muy mal, lo que haces con este cachorro. Es antinatural. Es peor que robar o mentir. Hace que un hombre sea menos que un hombre. ¿Lo comprendes?

Lo miré con expresión vacía. Suspiró y lo intentó de nuevo.

—Muchacho, tienes sangre real. Bastardo o no, eres hijo de Hidalgo, del antiguo linaje. Y esto que haces está mal. No es digno de ti. ¿Entiendes?

Negué sin pronunciar palabra.

—Mira, verás. Ahora has dejado de hablar. Háblame. ¿Quién te ha enseñado a hacer esto?

Probé.

—¿A hacer qué? —Mi voz sonaba áspera y oxidada.

Los ojos de Burrich se agrandaron. Sentí cómo se esforzaba por contenerse.

—Ya sabes a qué me refiero. ¿Quién te ha enseñado a estar con el perro, dentro de su cabeza, a ver lo que ve él, a dejar que vea a través de ti, a comunicaros?

Medité sus palabras un momento. Sí, eso era lo que sucedía.

—Nadie —respondí—. Pasó así. Siempre estábamos juntos —añadí, creyendo que eso lo explicaría todo.

Burrich me observó seriamente.

—No hablas igual que un chiquillo —señaló de repente—. Pero tengo entendido que eso es normal, para los que tenían la antigua Maña. Que nunca fueron niños de verdad, ni siquiera al principio. Siempre sabían demasiado, y al hacerse mayores sabían todavía más. Por eso nunca se consideró un crimen, en el pasado, cazarlos y quemarlos. ¿Comprendes lo que te digo, Traspié?

Negué con la cabeza, y cuando frunció el ceño ante mi silencio, me obligué a añadir:

—Pero lo intento. ¿Qué es la vieja Maña?

Burrich dio muestras de incredulidad y luego de recelo.

—¡Muchacho! —me amenazó, pero yo me limité a mirarlo. Transcurrido un instante se convenció de mi ignorancia—. La vieja Maña —comenzó, despacio. Su semblante se ensombreció, y se miró las manos como si recordara un antiguo pecado—. Es el poder de la sangre de las bestias, del mismo modo que la Habilidad procede del linaje de los reyes. Empieza siendo una bendición, te permite hablar con los animales, pero luego se apodera de ti y te ahoga, te convierte en un animal más. Al final no queda traza de humanidad en uno, y te limitas a correr, a babear y a beber sangre, como si la manada fuese lo único que hubieras conocido nunca. Hasta que ningún hombre podría mirarte. Y creer que antes fuiste una persona.

Había ido bajando el tono de su voz mientras hablaba, sin mirarme, con el rostro vuelto hacia la chimenea y los ojos clavados en las llamas menguantes.

Me encogí sentado a su lado.

—No lo sé —dije, con un hilo de voz.

Se volvió hacia mí, furioso.

—¿No lo sabes? —gruñó—. Te estoy contando en qué acabará todo ¿y tú dices que no lo sabes?

Se me había secado la lengua en la boca y Morrón tembló a mis pies.

—Pero es que no lo sé —protesté—. ¿Cómo puedo saber qué haré, hasta que lo haya hecho? ¿Cómo puedo saberlo?

—¡Bien, si tú no lo sabes, yo sí! —rugió, y comprendí entonces de golpe hasta qué punto había estado controlando su genio, y también cuánto había bebido esa noche—. El cachorro se va y tú te quedas. Te quedarás aquí, a mi cuidado, donde pueda tenerte vigilado. Ya que Hidalgo no quiere llevarme con él, es lo menos que puedo hacer por él. Veré que su hijo crezca y se haga un hombre, no un lobo. ¡Lo haré aunque muramos los dos en el intento!

Se agachó sin levantarse del banco para agarrar a Morrón del pescuezo. Al menos, ésa era su intención. Pero el cachorro y yo nos alejamos de él de un salto. Corrimos juntos hacia la puerta, pero el cerrojo estaba echado, y antes de que pudiera correrlo, Burrich se abalanzó sobre nosotros. Empujó a Morrón a un lado con la bota; a mí me cogió por un hombro y me apartó de la puerta.

—Ven aquí, cachorro —ordenó, pero Morrón se refugió junto a mí. Burrich jadeaba y resollaba frente a la puerta, y capté la tumultuosa corriente sumergida de sus pensamientos, la furia que lo impelía a aplastarnos a los dos y acabar de una vez por todas. Lograba controlarse, pero aquel breve vistazo bastó para aterrorizarme. Cuando saltó de repente sobre nosotros, lo repelí con toda la fuerza de mi miedo.

Se desplomó tan súbitamente como un pájaro alcanzado por una piedra en pleno vuelo y se quedó sentado un instante en el suelo. Me incliné y me abracé a Morrón. Burrich zangoloteó despacio la cabeza, como si estuviera sacudiéndose gotas de lluvia del pelo. Se irguió, encumbrándose sobre nosotros.

—Lo lleva en la sangre —oí que musitaba para sí—. Es la sangre de su condenada madre, no sé de qué me sorprendo. Pero el crío tiene que aprender. —Entonces, mirándome directamente a los ojos, me advirtió—: Traspié. No vuelvas a hacerme eso. Jamás. Ahora, trae acá ese cachorro.

Volvió a avanzar hacia nosotros y, cuando sentí la bofetada de su ira soterrada, fui incapaz de contenerme. Lo volví a repeler. Pero esta vez mi defensa se topó con una pared que me la devolvió, hasta el punto de hacerme perder el equilibrio y tirarme al suelo, casi inconsciente, con la mente atrapada en un limbo de negrura. Burrich se inclinó sobre mí.

—Te lo advertí —dijo despacio, y su voz fue como el gruñido de un lobo. Entonces, por última vez, sentí que sus dedos asían el pescuezo de Morrón. Levantó en vilo al cachorro y se lo llevó, sin brusquedad, hacia la puerta. El cerrojo que se me había resistido cedió sin dificultad ante él, y un instante después oí el pesado golpeteo de sus botas bajando la escalera.

Me recuperé y me incorporé enseguida, y corrí hacia la puerta. Pero Burrich la había trancado de algún modo y manipulé la manilla sin éxito. Mi percepción de Morrón se desvanecía conforme lo alejaban de mí, dejando en su lugar una soledad desesperada. Sollocé, aullé, arañé la puerta y busqué mi contacto con él. Sentí un repentino destello de dolor escarlata, y Morrón desapareció. Cuando sus sentidos caninos me hubieron abandonado por completo grité y lloré como habría hecho cualquier niño de seis años, y aporreé en vano las gruesas planchas de madera.

Me pareció que habían transcurrido horas cuando regresó Burrich. Oí sus pasos y levanté la cabeza del suelo, donde me había quedado tumbado y jadeando frente al umbral. Abrió la puerta y me agarró diestramente por la espalda de la camisa cuando intenté colarme entre sus piernas. Me devolvió a la estancia de un tirón, cerró la puerta de golpe y volvió a correr el cerrojo. Me abalancé sin decir nada sobre la puerta, con un sollozo germinándose en mi garganta. Burrich se sentó con aspecto fatigado.

—Ni se te ocurra, chico —me advirtió, como si pudiera oír cuáles eran mis descabellados planes para la próxima vez que me dejara salir—. Se ha ido. El cachorro se ha ido, y es una lástima, porque era de buena raza. Su linaje era casi tan largo como el tuyo. Pero prefiero sacrificar un perro antes que a un hombre. —Al ver que no me movía, añadió, casi con dulzura—: Deja de llorar por él. Así te dolerá menos.

Pero no era cierto, y pude oír en su voz que no esperaba realmente que yo obedeciera. Suspiró, y se movió despacio disponiéndose a acostarse. No me dijo nada más, se limitó a apagar la lámpara y se acomodó en la cama. Pero no se durmió, y aún faltaban algunas horas para que amaneciera cuando se levantó, me aupó del suelo y me dejó en el cálido hueco que había dejado su cuerpo bajo las mantas. Volvió a salir y tardó horas en regresar.

En cuanto a mí, pasé días enteros enfermo de anhelo y febril. Burrich, creo, corrió la voz de que yo padecía algún tipo de malestar infantil, de modo que nadie me molestó. Transcurrieron días antes de que se me permitiera salir de nuevo a la calle, y eso en compañía.

Después de aquello, Burrich hizo todo lo posible por asegurarse de que no se me presentaba la oportunidad de entablar otro vínculo con ninguna bestia. Estoy convencido de que creía haberlo conseguido, y así era hasta cierto punto, dado que no establecí ninguna relación particular con ningún perro o caballo. Sé que su intención era buena. Pero no me sentía protegido por él, sino confinado. Era el guardián que velaba por mi aislamiento con fanático fervor. Fue entonces cuando se sembró en mí la soledad más absoluta, que habría de arraigar en lo hondo de mi alma.