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La Primera Historia

La historia de los Seis Ducados es por fuerza la historia de su familia regente, los Vatídico. El relato completo se remontaría más allá de la fundación del Primer Ducado y, si aún se recordaran tales nombres, nos hablaría de los Marginados que asolaban el mar y visitaban como piratas una orilla más cálida y rica que las gélidas playas de las Islas del Margen. Pero desconocemos el nombre de estos primeros antepasados.

Y del primer rey de verdad, perdura poco más que su nombre y un puñado de estrafalarias leyendas. Dueño se llamaba, bien simple, y quizá con ese nombre comenzara la tradición de bautizar a los hijos e hijas de su linaje con nombres que habrían de marcar su vida y su personalidad. La creencia popular afirma que estos nombres se vinculaban a los recién nacidos por medio de artes mágicas, y que esta prole real era incapaz de traicionar las virtudes cuyos nombres portaban. Templados al fuego, sumergidos en agua salada y ofrecidos al viento; así se vinculaban los nombres a estos chiquillos elegidos. Eso se dice. Es una bonita leyenda, y quizá en el pasado existiera un ritual parecido, pero la historia nos demuestra que no siempre bastaba con unir a un niño a la virtud que lo nombraba…

La pluma tiembla, escapa de mis dedos atenazados y traza un sinuoso meandro de tinta que cruza la hoja de Cérica. He estropeado otro papel de buena calidad, en lo que sospecho que es una tarea fútil. Me pregunto si podré escribir esta historia o si en cada página se filtrará insidiosa una muestra de la amargura que creía muerta hace tiempo. Me considero curado de todo rencor, pero cuando mi pluma toca el papel, el dolor de un infante rezuma y se mezcla con la tinta de origen marino, hasta que sospecho que cada una de las palabras, pulcramente caligrafiada, irrita cierta antigua herida escarlata.

Cérica y Paciencia se entusiasmaban tanto, siempre, que se comentaba un relato escrito de la historia de los Seis Ducados que me disuadí a mí mismo de que escribir, al respecto valía la pena. Me convencí de que el ejercicio apartaría mis pensamientos del dolor y contribuiría a que el tiempo pasara más deprisa. Pero todos los hitos históricos que se me ocurren despiertan mis fantasmas personales de pérdida y soledad. Me temo que tendré que renunciar por completo a esta obra, so pena de verme obligado a reconsiderar todo lo que ha propiciado que me convierta en lo que soy. De modo que empiezo de nuevo, una y otra vez, pero siempre descubro que estoy escribiendo acerca de mis comienzos y no de los de esta tierra. Ni siquiera sé ante quién intento explicarme. Mi vida ha consistido en una madeja de secretos, secretos que ni aun ahora es seguro compartir. ¿Habré de plasmarlos todos en delicados papeles, sólo para luego reducirlos a fuego y cenizas? Tal vez.

Mis recuerdos se remontan a la época en que contaba seis años de edad. Antes de eso no hay nada, únicamente un abismo en blanco que ningún esfuerzo mental ha conseguido salvar. Antes de aquel día en Ojo de Luna, no hay nada. Pero ese día comienzan de repente los recuerdos, con una claridad y profusión de detalles que me abruma. En ocasiones el recuerdo parece demasiado completo y me pregunto si será verdaderamente mío. ¿Lo extraigo de mi memoria o de las decenas de referencias pronunciadas por las legiones de cocineras, los ejércitos de escuderos y las huestes de caballerizos que se explicaban mutuamente mi presencia? Quizá haya escuchado la historia tantas veces, de tantas fuentes distintas, que ahora la rememoro como si en realidad el recuerdo me perteneciera. ¿Obedece el grado de detalle a la capacidad que tiene un niño de seis años para asimilar todo cuanto ocurre a su alrededor? ¿O es acaso la minuciosidad del recuerdo fruto de la incrustación de la Habilidad y de las drogas que toma luego para controlar su adicción a ella, las drogas que conllevan dolor y adicciones propias? Esto último es completamente posible. Quizá incluso probable. Espera uno que no sea ése el caso.

El recuerdo es casi físico: el frío gris que señalaba el final del día, la lluvia implacable que me empapaba, los adoquines escarchados de las desconocidas calles de la ciudad, aun la encallecida bastedad de la enorme mano que asía la mía, diminuta. A veces pienso en aquella presa. La mano era dura y rugosa, atrapaba la mía en su interior. Y también era cálida, y no estaba exenta de delicadeza. Aunque era firme. No permitía que resbalara en las calles heladas, pero tampoco me dejaba escapar a mi suerte. Era tan implacable como la fría lluvia gris que glaseaba la nieve y el hielo pisoteados del sendero de grava que desembocaba en las inmensas puertas de madera del edificio fortificado que se erguía como una fortaleza dentro de la propia ciudad.

Las puertas eran altas, no sólo para alguien de seis años, sino que podrían transponerlas gigantes, serían capaces de empequeñecer incluso al viejo alto y delgado que se cernía sobre mí. Y me parecían extrañas, aunque no logro imaginar qué tipo de puerta o edificio me hubiera parecido familiar. Sólo sé que aquellas puertas, talladas y sujetas con negros goznes de hierro, decoradas con la cabeza de un alce de bronce reluciente a modo de aldaba, eran ajenas a mi experiencia. Recuerdo que la aguanieve me había calado la ropa, así que tenía las piernas y los pies mojados y ateridos. Aun así, insisto, no consigo recordar haber caminado mucho en medio de las últimas inclemencias del invierno, ni que me hubieran llevado. No, todo empieza allí, justo a las puertas de la fortaleza, como mi pequeña mano apresada en la del hombre alto.

Se diría, casi, que es como el comienzo de un espectáculo de títeres. Sí, así lo veo. Se abre el telón y allí estamos, delante de la gran puerta. El viejo levanta la aldaba de bronce y aporrea una vez, dos, tres contra la placa, que retumbó ante sus golpes. Y luego, de fuera del escenario, se escucha una voz. No del otro lado de las puertas, sino a nuestra espalda, en el camino que acabábamos de recorrer.

—Padre, por favor —suplicó la voz femenina.

Me vuelvo para mirarla, pero ha comenzado a nevar de nuevo, un velo de encaje que se adhiere a las pestañas y a las mangas de los abrigos. No recuerdo haber visto a nadie. Una cosa es segura, y es que no pugné por liberarme de la presa del viejo, ni exclamé: «Madre, madre». Me quedé allí plantado, un espectador, y oí el ruido de las botas dentro de la torre y cómo se abría el cerrojo de la puerta.

La mujer habló de nuevo. Todavía puedo escuchar sus palabras perfectamente, la desesperación de aquella voz que ahora sonaría joven a mis oídos.

—¡Padre, por favor, os lo ruego!

Un estremecimiento recorrió la mano que apresaba la mía, pero nunca sabré si era de rabia u obedecía a otra razón. Con la presteza de un cuervo que atrapa una miga de pan tirada en el suelo, el viejo se agachó y cogió un puñado de hielo sucio. Lo arrojó sin pronunciar palabra, con fuerza y violencia, y me encogí en el sitio. No recuerdo haber escuchado ningún grito, ni el sonido de la carne al ser golpeada. Lo que sí recuerdo es cómo se abrieron las puertas hacia fuera, obligando al anciano a apartarse precipitadamente, arrastrándome consigo.

Y luego esto. El hombre que había abierto la puerta no era ningún lacayo, como podría imaginar si sólo hubiera escuchado esta historia. No, la memoria me muestra un soldado, un guerrero algo encanecido y con una tripa compuesta de sebo duro más que de músculo, pero no un criado afectado. Nos miró de arriba abajo al viejo y a mí con la suspicacia propia de un soldado, y se quedó allí plantado en silencio, a la espera de que dijéramos que nos traía por allí.

Creo que impresionó un poco al viejo, y lo estimuló, no con miedo, sino con ira. Pues de repente me soltó la mano, me asió por la espalda del abrigo y me empujó hacia delante, como quien ofrece un cachorro a su posible nuevo propietario.

—Os traigo al chico —dijo con voz oxidada.

Y cuando el guardia de la casa continuó mirándolo, sin pronunciar palabra ni mostrar curiosidad siquiera, se explico:

—Le he dado de comer en mi mesa durante seis años y jamás he recibido noticias de su padre, ni una moneda, ni una visita, aunque mi hija me asegura que sabe que tuvo un bastardo con ella. No pienso seguir alimentándolo, no pienso seguir deslomándome para vestirlo. Que le dé de comer el que lo engendró. Yo ya tengo bastante con lo mío, mi esposa anda entrada en años y la madre de éste también requiere su sustento. Porque ahora no habrá hombre que la quiera, ni uno solo, no con este cachorro correteando entre sus piernas. Así que cogedlo, y llevádselo a su padre.

Y me soltó tan de repente que me caí de bruces sobre el umbral de piedra a los pies del guardia. Gateé hasta sentarme, no recuerdo que me doliera, y alcé la mirada para ver qué ocurriría a continuación entre los dos hombres.

El guardia me miró, con los labios ligeramente fruncidos, sin juzgarme, simplemente pensando cómo clasificarme.

—¿De quién es? —preguntó, y su tono de voz no indicaba curiosidad. Era la voz de un hombre que solicita información más concreta sobre una situación determinada, a fin de informar debidamente a un superior.

—De Hidalgo —respondió el anciano, que ya me había dado la espalda y encaminaba sus calculados pasos al sendero de grava—. El príncipe Hidalgo —dijo, sin girarse para añadir el título—. El Rey a la Espera. De ése es. Por tanto, que él se las apañe, y que se alegre de haber conseguido engendrar un hijo, en alguna parte.

Por un momento el guardia vio cómo se alejaba el anciano. Luego se agachó en silencio para agarrarme del cuello y apartarme del camino a fin de poder cerrar la puerta. Me soltó durante el breve instante que tardó en asegurar la puerta. Hecho eso, se quedó mirándome fijamente. No evidenciaba genuina sorpresa, sólo la estoica aceptación de un soldado ante las extravagancias de su deber.

—En pie, chico, caminando —dijo.

Lo seguí, por un pasillo tenuemente iluminado, frente a estancias de mobiliario espartano, con las ventanas aún cerradas para impedir la entrada del frío invierno, hasta llegar a otro juego de puertas cerradas, éstas de rica madera suave adornadas con tallas. Allí se detuvo y se alisó rápidamente la ropa. Recuerdo claramente cómo puso una rodilla en el suelo para alisarme la camisa y desenmarañarme el pelo con un par de bruscas palmadas, aunque nunca sabré si lo hizo llevado por un impulso de afecto para que yo causara buena impresión, o simplemente preocupado porque su despacho luciera bien atendido. Se enderezó de nuevo y llamó una vez a la doble puerta. Tras picar, no esperó respuesta o al menos yo no oí ninguna. Empujó las puertas, me empujó delante de él y volvió a cerrarlas a su paso.

Esta habitación era tan cálida como frío había sido el pasillo, y tan viva como desiertas las otras cámaras. Recuerdo haber visto numerosos muebles en ella, alfombras y colgaduras, y estanterías de arcillas y pergaminos cubiertos con el desorden de objetos propios de cualquier estancia cómoda y frecuentada. Ardía el fuego en una enorme chimenea, llenando la sala de calor y de una agradable fragancia resinosa. Había una mesa imponente situada en ángulo frente al hogar y detrás de ella se sentaba un hombre fornido, con el ceño arrugado sobre un fajo de papeles. No levantó la mirada de inmediato, de modo que pude estudiar un instante su espesa mata de cabello negro.

Cuando alzó la vista, fue como si nos abarcara al guardia y a mí con una sola mirada de soslayo de sus ojos negros.

—¿Sí, Jason? —preguntó, y aun a esa edad pude percibir su resignación ante aquella inoportuna interrupción—. ¿Qué me traes?

El guardia me propinó un suave empujón en el hombro, que me acercó un paso o más al hombre.

—Lo ha dejado un viejo labriego, príncipe Veraz, señor. Dice que es el bastardo del príncipe Hidalgo, señor.

Por un momento el atribulado hombre detrás de la mesa siguió mirándome algo perplejo. Luego algo parecido a una sonrisa divertida iluminó sus rasgos, se levantó y rodeó el escritorio para plantarse con los puños en las caderas, mirándome desde lo alto. No me sentí amenazado por su escrutinio; era más bien como si algo acerca de mi aspecto lo complaciera inusitadamente. Lo observé con curiosidad. Lucía una barba negra y corta, tan poblada y desordenada como su cabello, y tenía las mejillas curtidas sobre ella. Su torso era un tonel y sus hombros tensaban la tela de su camisa. Tenía los puños cuadrados y surcados de cicatrices, con los dedos de la mano derecha sucios de tinta. Mientras me miraba se fue ensanchando su sonrisa, hasta que finalmente soltó una risa ronca.

—Que me aspen —dijo, al cabo—. El crío se da un aire a Hidalgo, ¿a que sí? Fértil Eda. ¿Quién iba a imaginárselo de mi ilustre y virtuoso hermano?

El guardia se abstuvo de responder, pues tampoco se esperaba que dijera nada. Continuó firme y alerta, a la espera de la próxima orden. Soldado entre soldados.

El otro hombre siguió mirándome con interés.

—¿Edad? —preguntó al guardia.

—Seis, dice el labriego. —El guardia levantó una mano para rascarse la mejilla, antes de recordar de repente que estaba dando parte. La mano bajó de golpe—. Señor —añadió.

El otro no pareció reparar en la falta de disciplina del guardia. Aquellos ojos oscuros me recorrieron, y la diversión de su sonrisa se reveló más pronunciada.

—Así que hará siete años o así, para que tuviera tiempo de que se le hinchara la barriga. Demonios. Sí. Fue aquel año en que los chyurda intentaron cerrar el paso. Hidalgo llevaba por aquí tres o cuatro meses, intentando disuadirlos para que nos lo abrieran. Se ve que no fue lo único que consiguió abrir con su labia. Que me aspen. ¿Quién se lo iba a imaginar? —Una pausa, luego—: ¿Quién es la madre? —inquirió de repente.

El vigilante se agitó incómodo.

—No lo sé, señor. En el umbral sólo había un viejo labriego, y lo único que dijo fue que éste era el bastardo del príncipe Hidalgo y que ya estaba harto de darle de comer y de vestirlo. Dijo que se ocupara de él quien lo hubiera engendrado.

El hombre se encogió de hombros como si el asunto no tuviera mayor importancia.

—El chico parece bien atendido. Le doy una semana, dos como mucho, antes de que se acerque a la puerta de la cocina gimoteando porque echa de menos a su cachorro. Ya lo averiguaré entonces si no antes. A ver, muchacho, ¿cómo te llamas?

Llevaba el chaleco abrochado con una intrincada hebilla con forma de cabeza de alce. Parecía de bronce, de oro, y también roja cuando jugaban con ella las llamas de la chimenea.

—Chico —respondí. No sé si estaba limitándome a repetir lo que me habían llamado el guardia y el hombre o si en verdad no tenía otro nombre aparte de aquella palabra. Por un momento el hombre se mostró sorprendido y una expresión semejante a la lástima le nubló el rostro. Pero desapareció igual de deprisa, dejando en su lugar un simple desconcierto o una leve contrariedad. Miró de soslayo el mapa que lo esperaba encima de la mesa.

—Bueno —dijo al silencio—. Habrá que hacer algo con él, por lo menos hasta que vuelva Hidalgo. Jason, ocúpate de que el muchacho cene y duerma en alguna parte, al menos por esta noche. Ya pensaré mañana en qué hacemos con él. No podemos dejar que los campos se nos llenen de bastardos reales.

—Señor —dijo Jason sin asentir ni disentir, simplemente acatando la orden. Me apoyó una mano pesada en el hombro y me giró hacia la puerta. Caminé algo a regañadientes, pues la habitación era agradable, había luz y calor. Comenzaba a sentir un cosquilleo en los píes helados, y sabía que conseguiría entrar en calor si me quedaba un poco más. Pero la mano del guardia era inexorable; me sacó de la plácida estancia y me devolvió al frío y la tenuidad de los monótonos pasillos.

Parecían aún más lóbregos tras el calor y la luz, e interminables mientras intentaba igualar el paso del guardia conforme éste deambulaba por ellos. Quizá sollozara, o puede que se cansara de mis pasos más lentos, porque se giró de improviso, me levantó en vilo y me sentó sobre su hombro como si yo no pesara nada.

—Estás empapado, cachorrillo —observó, sin rencor, antes de transportarme por pasadizos, recodos y escaleras hasta llegar finalmente a la luz y el espacio amarillos de una espaciosa cocina.

Allí, media docena de guardias ocupaban unos bancos en los que comían y bebían sentados a una gran mesa ajada, situada delante de un fuego dos veces mayor que el del estudio. La estancia olía a comida, a cerveza y a sudor varonil, a ropa de lana mojada, al humo de la madera y a la grasa que goteaba en las llamas. Había toneles y barriles alineados contra la pared, y las patas ahumadas que colgaban de los largueros formaban oscuras siluetas. La mesa exhibía un desorden de platos y viandas. Un pedazo de carne espetada colgaba sobre las llamas y goteaba grasa en la piedra del hogar. El estómago me estremeció las costillas cuando percibí el rico olor. Jason me posó con firmeza en la esquina de la mesa que estaba más próxima al calor del fuego, rozando el codo de un hombre que tenía el rostro enterrado en una jarra.

—Oye, Burrich —dijo Jason, lacónico—. A ver, este cachorro es para ti. —Me dio la espalda. Observé con interés cómo arrancaba un pico tan grande como su puño de una hogaza atezada, y cómo luego desenfundaba el cuchillo que portaba al cinto para cortar un trozo de queso de una rueda. Me puso ambos pedazos en las manos, y luego se acercó al fuego para serrar una generosa porción de carne de la pata. Me faltó tiempo para llenarme la boca de pan y queso. A mi lado, el hombre llamado Burrich posó su jarra y miró torvamente a Jason.

—¿Qué es esto? —dijo, casi con el mismo tono de voz que el hombre de la cámara. Su cabello y su barba eran igual de negros y rebeldes, pero su cara era enjuta y angulosa. Su tez tenía el color de alguien que pasa mucho tiempo al aire libre.

Tenía los ojos castaños en vez de negros y sus manos eran diestras y de largos dedos. Olía a caballo, a perro, a sangre y a cuero.

—Es para que lo vigiles, Burrich. Lo dice el príncipe Veraz.

—¿Por qué?

—Sirves a Hidalgo, ¿no? ¿Cuidas de su caballo, sus perros y sus halcones?

—¿Y?

—Y que ahora cuidas también de su bastardo, por lo menos hasta que Hidalgo regrese y decida lo contrario.

—Jason me ofreció el pedazo de carne goteante. Miré el pan y el queso que sostenía, renuente a soltar ni uno ni otro, pero anhelando la carne caliente al mismo tiempo. El guardia se encogió de hombros al comprender mi dilema y, con el pragmatismo de un combatiente, soltó la carne encima de la mesa junto a mi cadera. Engullí todo el pan que me fue posible y cambié de postura para alcanzar la carne.

—¿El bastardo de Hidalgo?

Jason se encogió de hombros, ocupado como estaba en procurarse también algo de pan, queso y carne.

—Eso dijo el labriego que lo ha traído. —Cortó la carne y el queso en lonchas sobre una rebanada de pan, le propinó un bocado inmenso y luego habló mientras masticaba—: Dijo que Hidalgo podía estar contento de haber engendrado un chiquillo, donde fuera, y que ahora tendría que ocuparse él de su manutención.

Un silencio desacostumbrado se apoderó súbitamente de la cocina. Los hombres dejaron de comer, con los trozos de pan, jarras de cerveza o espetones en las manos, y volvieron la mirada hacia el hombre llamado Burrich. Éste había posado su jarra con cuidado lejos del borde de la mesa. Su voz sonó queda y serena, sus palabras precisas.

—Si mi señor no tiene heredero, es por voluntad de Eda y no por culpa de su virilidad. La doncella Paciencia siempre ha sido delicada y…

—En efecto, así es —se apresuró a convenir Jason—. Y ahí sentada está la prueba fehaciente de que es tan hombre como cualquiera; a eso me refería, eso es todo. —Se enjugó bruscamente los labios con la. Manga—. Es igualito al príncipe Hidalgo, incluso su hermano lo ha dicho hace un momento. El heredero de la corona no tiene la culpa de que su dama Paciencia no pueda albergar su simiente…

Pero Burrich se había puesto de pie de repente. Jason retrocedió un par de pasos antes de comprender que el objetivo de Burrich era yo, no él. Burrich me asió por los hombros y me volvió hacia el fuego. Cuando me agarró firmemente el mentón con una mano y alzó mi cara hacia la suya, me sobresaltó tanto que solté el queso y el pan. Pero esto no le importó mientras me volvía la cara hacia el fuego y la estudiaba como si de un mapa se tratase. Clavó sus ojos en los míos y vi una especie de salvajismo en ellos, como si lo que percibía él en mi rostro fuera una afrenta contra él. Quise apartarme de esa mirada, pero no aflojó su presa. De modo que le devolví la mirada con todo el desafío que pude reunir y vi su contrariedad nublada de repente por una especie de renuente aprobación. Por fin cerró los ojos un segundo, protegiéndolos de algún dolor.

—He aquí algo que pondrá a prueba la voluntad de su señora hasta el límite de su mismo nombre —dijo Burrich, en voz baja.

Me soltó la mandíbula y se agachó torpemente para recoger el pan y el queso que yo había soltado. Los sacudió y me los devolvió. Miré fijamente el abultado vendaje que le rodeaba el muslo derecho y la pierna por encima de la rodilla, lo que había impedido que doblara la rodilla. Volvió a sentarse y rellenó su jarra con una escancia que había en la mesa. Bebió de nuevo, estudiándome por encima del borde de su jarra.

—¿Con quién lo tendría Hidalgo? —preguntó incautamente un hombre sentado al otro lado de la mesa.

Burrich posó su mirada sobre él cuando posó la jarra. Por un momento guardó silencio y sentí cómo se cernía otra vez aquel mutismo.

—Quién sea la madre es algo que incumbe al príncipe Hidalgo, no a nosotros —respondió suavemente Burrich.

—En efecto, en efecto —se avino raudo el guardia, y Jason asintió a su vez moviendo la cabeza igual que un pájaro en celo. Aún joven como era, no pude evitar preguntarme qué clase de hombre sería aquel que, con una pierna vendada, era capaz de acallar toda una habitación llena de hombres rudos con una sola mirada o una palabra.

—El crío no tiene nombre —comentó Jason para romper el silencio—. Atiende a «chico», sin más.

Este aserto pareció dejar sin palabras a todo el mundo, incluso a Burrich. El silencio perduró hasta que hube dado cuenta del pan, el queso y la carne, que trasegué con un par de sorbos de cerveza que me ofreció Burrich. Los demás hombres fueron saliendo de la estancia gradualmente, de dos en dos y de tres en tres, pero él seguía allí sentado, bebiendo y mirándome.

—Bueno —dijo, transcurrido un buen rato—. Conociendo a tu padre, dará la cara y hará lo que tenga que hacer. Aunque sólo Eda sabe cuál pensará que es su deber. Lo que resulte más doloroso, probablemente. —Me observó en silencio un momento más—. ¿Ya has comido bastante? —preguntó, al cabo.

Asentí y él se incorporó con dificultad, para apearme de la mesa y dejarme en el suelo.

—Pues entonces, arrea, Traspié —dijo. Salió de la cocina y se adentró en un pasillo distinto. La pierna tiesa restaba garbo a sus andares y quizá la cerveza tuviera también parte de culpa. Lo cierto es que no me costó nada seguir su paso. Llegamos finalmente a una puerta pesada y a un guardia que nos saludó con la cabeza mientras me devoraba con los ojos.

Fuera, soplaba un viento helado. Todo el hielo y la nieve que se habían reblandecido durante el día habían vuelto a solidificarse al caer la noche. El sendero crujía bajo mis pies y el viento parecía colarse por todos los resquicios de mi atuendo. Me había calentado los pies y las mallas junto al fuego de la cocina, pero no se me habían secado del todo, de modo que el frío se adueñó de mis piernas. Recuerdo la oscuridad y el repentino agotamiento que se abatió sobre mí, una somnolencia espantosa y lastimera que me aplastaba mientras seguía al desconocido de la pierna vendada a través del patio frío y oscuro. Había altas paredes a nuestro alrededor y guardias que las recorrían intermitentemente, siluetas visibles sólo cuando ocultaban ocasionalmente alguna estrella del firmamento. El frío me mortificaba, y trastabillé y tropecé en el sendero helado. Pero había algo en la figura de Burrich que me impedía gimotear o pedirle cuartel. Lo seguí sumiso. Llegamos a un edificio y abrió un recio portalón.

Escaparon por la abertura el calor y el olor de los animales, y una tenue luz amarilla. Un adormilado mozo de cuadra se sentó en su nido de paja, parpadeando como un pollo desastrado. A una palabra de Burrich volvió a tumbarse, se acurrucó en el heno y cerró los ojos. Pasamos a su lado, con Burrich cerrando la puerta a nuestra espalda. Cogió la lámpara que ardía débilmente junto al umbral y siguió guiándome.

En ese momento entré en un mundo distinto, un mundo nocturno en el que los animales se agitaban y respiraban en sus cajones, en el que los perros levantaban la cabeza de sus patas delanteras para observarme con relucientes ojos verdes o amarillos al fulgor de la lámpara. Los caballos resollaron cuando pasamos junto a sus compartimientos.

—Los halcones están al final —dijo Burrich mientras dejábamos atrás un compartimiento tras otro. Supuse que aquello era algo que él pensaba que yo debía saber—. Ahí. Esto bastará. De momento, al menos. Que me aspen si sé qué otra cosa hacer contigo. Si no fuera por la doncella Paciencia, pensaría que alguien quiere gastarle una broma al señor. Hale, Morrón, aparta y hazle un hueco en la paja a este chico. Eso es, acurrúcate al lado de Fosca, muy bien. Ella cuidará de ti y le propinará un buen bocado al que se le ocurra molestarte.

Me encontré plantado delante de un espacioso compartimiento, habitado por tres perros de caza. Se habían desperezado y estaban tumbados, bataneando la paja con los rabos tiesos al escuchar la voz de Burrich. Me acerqué a ellos dubitativo y al final me tendí al lado de una perra vieja que tenía el hocico blanco y una oreja desgarrada. El macho mayor me vigilaba con cierta suspicacia, pero el tercero era un cachorro crecido, y Morrón me dio la bienvenida lamiéndome las orejas, frotando su nariz con la mía y poniéndome las patas encima. Lo rodeé con un brazo para tranquilizarlo y luego me acurruqué entre ellos como me había aconsejado Burrich. Este me tapó con una gruesa manta que olía poderosamente a caballo. Un enorme caballo gris se agitó de improviso en el compartimiento adyacente, propinó una fuerte coz a la pared y luego asomó la cabeza por arriba para ver a qué se debía tanto alboroto nocturno. Burrich lo apaciguó con una caricia distraída.

—Verás que en esta avanzadilla no andamos sobrados de espacio. Seguro que encuentras Torre del Alce más acogedora. Pero esta noche te quedarás aquí, abrigado y a salvo. —Se demoró un instante más, observándonos—. Caballos, perros y halcones, Hidalgo. Te los he cuidado durante muchos años, y bien que me he ocupado de ellos. Pero este desliz… en fin, esto no tiene nada que ver conmigo.

Sabía que no hablaba conmigo. Lo espié por encima del borde de la manta mientras cogía la lámpara de su gancho y se alejaba, musitando para sí. Me acuerdo perfectamente de aquella noche, del calor de los perros, del hormigueo que me producía la paja e incluso del sueño que me asaltó finalmente cuando el cachorro se hizo una bola a mi lado. Me introduje en su mente y compartí con él sueños de persecuciones sin fin, en pos de una presa invisible cuyo olor me impulsaba hacia adelante en medio de zarzas, ortigas y espinos.

Y con el sueño del perro, la precisión del recuerdo se diluye como los brillantes colores y los marcados límites de una alucinación narcotizada. Lo cierto es que los días que siguieron a aquella primera noche carecen de tal nitidez.

Recuerdo los húmedos días de finales del invierno en que aprendí la ruta que comunicaba mi establo con la cocina. Era libre de entrar y salir de allí a mi antojo. A veces había un cocinero al cuidado, colgando carne en los garfios de la chimenea, amasando pan o abriendo algún tonel. A menudo no había nadie, y yo me procuraba cuanto quedara en la mesa y compartía las sobras generosamente con el cachorro, que rápidamente se convirtió en mi compañero inseparable. Los hombres iban y venían, comían y bebían, y me observaban con una curiosidad y especulación que aprendí a aceptar como algo normal. Todos guardaban cierto parecido, con sus toscas capas y mallas de lana, sus cuerpos musculosos y su fluidez de movimientos, y la insignia del alce en pleno salto que portaba cada uno sobre el corazón. Mi presencia incomodaba a algunos. Me acostumbré al murmullo de voces que se desencadenaba siempre que salía de la cocina.

Burrich fue una constante en aquellos días. Me prodigaba la misma atención que a las demás bestias de Hidalgo: me daba de comer, me bañaba y me adiestraba, adiestramiento que consistía habitualmente en correr en torno a sus pies mientras él realizaba otras tareas. Pero esos recuerdos son borrosos y los detalles, como los referentes al aseo o al cambio de ropa, probablemente se han desvanecido con la serena asunción de un niño de seis años que estima corrientes esas cosas. Del que sí me acuerdo es del cachorro: Morrón. Su pelaje era rojo, corto y lustroso, y erizado de tal modo que me traspasaba la ropa cuando compartíamos la manta de caballo por las noches. Tenía los ojos verdes como el mineral de cobre, su nariz tenía el color del hígado asado y el interior de su boca y su lengua estaban jaspeados de rosa y negro. Si no estábamos comiendo en la cocina, jugábamos a pelearnos en el patio o en el heno de nuestro compartimiento. Ése fue mi mundo mientras permanecí en aquel lugar. No mucho tiempo, creo, porque no recuerdo que cambiara el tiempo. Todos mis recuerdos de aquella etapa se enmarcan en días inclementes de fuertes ráfagas de viento, de nieve y hielo que se derretían parcialmente cada día para recuperarse con las heladas nocturnas.

Conservo otro recuerdo de aquel entonces, aunque no es muy preciso. Es más bien cálido y de tonos suaves, como se ve un viejo y rico tapiz en una sala mal iluminada. Recuerdo haberme despertado con los meneos del cachorro y la luz amarilla de una lámpara sostenida en vilo sobre mí. Había dos hombres, pero Burrich se mantenía firme detrás de ellos y no sentí miedo.

—Mira, has conseguido que se despierte —advirtió uno, y ése era el príncipe Veraz, el hombre de la cámara bien iluminada de mi primera noche.

—¿Y qué? Ya se dormirá otra vez cuando nos vayamos. Maldita sea, si hasta tiene los ojos de su padre. Lo juro, habría reconocido su linaje nada más verlo. Nadie que lo vea podrá negarlo. Pero, ¿es que entre Burrich y tú no tenéis más sentido común que una chinche? Por bastardo que sea, no se deja un chiquillo con las bestias. ¿No podíais haberlo metido en otra parte?

El hombre que hablaba se parecía a Veraz en el contorno de la mandíbula y los ojos, pero ahí terminaba la semejanza. Este hombre era mucho más joven. Tenía las mejillas despejadas, y su cabello perfumado y alisado era castaño y más fino. Sus mejillas y su frente se veían enrojecidas por el frío de la noche, pero era algo reciente, no el bronceado curtido de Veraz. Además, Veraz vestía igual que sus hombres, con prácticas lanas de sólida confección y colores apagados. Únicamente la insignia de su pecho despuntaba con los colores del hilo de plata y oro. Pero el joven que estaba a su lado relucía de escarlata y amarillo claro, y su capa colgaba con el doble de la longitud necesaria para que se cubriera un hombre. El jubón que asomaba debajo era de un rico color crema, y estaba cuajado de cordones. Se sujetaba la bufanda en torno al cuello con un venado saltarín de oro cuyo único ojo era una rutilante gema verde. Y su cuidada dicción era como una enrevesada cadena de oro en comparación con los simples eslabones del discurso de Veraz.

—Regio, no se me había ocurrido. ¿Qué sé yo de críos? Se lo di a Burrich. Trabaja para Hidalgo, así que se ha ocupado…

—Sin pretender ofender a nadie, señor —intervino Burrich, francamente confuso—. Soy empleado de Hidalgo, y he cuidado del pequeño como he juzgado oportuno. Podría haberle procurado unas tablas en la sala de guardias, pero parece pequeño para estar en compañía de hombres así, que entran y salen a todas horas, siempre peleándose, bebiendo y alborotando. —El tono de sus palabras evidenciaba el desagrado que le producían sus compañeros—. Aquí echado, estaba tranquilo, y el cachorro se ha encariñado con él. Además, Fosca lo cuida de noche, así que nadie podría hacerle ningún daño sin llevarse un buen mordisco. Señores, sé poco de niños, y pensé…

—Está bien, Burrich, está bien-dijo Veraz suavemente, interrumpiéndolo. —Si se hubiera tenido que pensar algo, la tarea habría recaído sobre mí. Lo dejé en tus manos, y estoy complacido con tu trabajo. Es mucho más de lo que tienen muchos críos en esta aldea, Eda lo sabe. Aquí, por ahora, estará bien.

—Tendrán que cambiar las cosas cuando llegue a Torre del Alce. —Regio no parecía complacido.

—¿De modo que nuestro padre desea que vuelva con nosotros a Torre del Alce? —Fue Veraz el que formuló la pregunta.

—Nuestro padre sí. Mi madre no.

—Oh.-El tono de Veraz indicaba que no le interesaba abundar en ese debate. Pero Regio frunció el ceño y continuó.

—A mi madre, la reina, no le hace ni pizca de gracia todo esto. Ha intentado aconsejar al rey al respecto, sin éxito. Madre y yo estábamos a favor de dejar al chico… al margen. Es de sentido común. La línea sucesoria ya está de sobra enrevesada.

—Pues yo ahora no la veo nada enrevesada, Regio —dijo Veraz, sereno—. Hidalgo, yo y luego tú. Luego nuestro primo Augusto. Este bastardo sería el quinto.

—Ya sé que me precedes; no hace falta que me lo restriegues por la cara a la menor ocasión —contestó fríamente Regio. Me fulminó con la mirada—. Sigo pensando que lo mejor sería no tenerlo rondando por ahí. ¿Y si Hidalgo no consigue tener un heredero legal con Paciencia? ¿Y si decide reconocer a este… niño? Sembraría la discordia entre los nobles. ¿Para qué tentar a la suerte? Eso opinamos mi madre y yo. Pero nuestro padre el rey no es dado a irreflexiones, como bien sabemos. Más vale maña que fuerza, que reza el adagio. Ha prohibido que nadie tome cartas en el asunto. «Regio», me dijo, con esa voz que pone. «No hagas nada que no puedas deshacer, hasta haber pensado qué no podrás hacer cuando lo hayas hecho». Luego se rió. —El propio Regio soltó una risita amarga—. Qué harto estoy de sus gracias.

—Oh —repitió Veraz. Yo seguía tumbado, preguntándome si intentaba dilucidar el significado de las palabras del rey o si simplemente se resistía a replicar a las quejas de su hermano.

—Evidentemente, comprenderás cuál es su verdadero motivo —le informó Regio.

—¿Qué es?

—Sigue prefiriendo a Hidalgo. —Regio parecía disgustado—. A pesar de todo. A pesar de su estúpido matrimonio y su excéntrica esposa. A pesar de este contratiempo. Y ahora cree que esto influirá en la gente, que lo aceptarán. Demostrará que Hidalgo es un hombre, que puede tener descendencia. O eso o que es humano y puede cometer errores como todo el mundo. —El tono de Regio denotaba que no comulgaba con sus palabras.

—¿Y esto hará que la gente lo quiera más, que apoye más su futuro reinado? ¿Haber engendrado un mocoso con alguna salvaje antes de casarse con su reina? —Veraz parecía desconcertado por la lógica.

Percibí el rencor en la voz de Regio.

—Eso piensa el rey, al parecer. ¿Es que le importa un bledo el deshonor? Aunque sospecho que Hidalgo no opinará lo mismo sobre utilizar a su bastardo de ese modo. Sobre todo en lo que se refiere a la adorable Paciencia. Pero el rey ha ordenado que el bastardo marche a Torre del Alce cuando volváis. —Regio me miró como si se sintiera insatisfecho.

Veraz se mostró atónito brevemente, pero asintió. Sobre los rasgos de Burrich pesaba una sombra que la luz amarilla de la lámpara no conseguía levantar.

—¿Mi señor no tiene voz en este asunto? —aventuró Burrich—. Yo diría que si quiere entregar un estipendio a la familia de la madre del muchacho, y dejarlo al margen; bueno, por no herir la sensibilidad de mi señora Paciencia, se le debería permitir esa discreción…

El príncipe Regio lo interrumpió con un bufido desdeñoso.

—Tenía que haberse acordado de la discreción antes de revolcarse con esa fulana. La doncella Paciencia no es la primera mujer que tiene que hacer frente a un bastardo de su marido. Aquí todos saben de su existencia; la torpeza de Veraz se ha ocupado de eso. No tiene sentido intentar ocultarlo. Y en cuanto a lo que concierne a un bastardo real, ninguno de nosotros puede permitirse el lujo de pensar en sensibilidades, Burrich. Dejar a este crío en este lugar equivaldría a dejar un arma apoyada en la garganta del rey. Seguro que hasta un criador de perros se da cuenta de eso. Y si tú no te das cuenta, tu amo sí.

Una gélida dureza se había asomado a la voz de Regio, y vi que Burrich se encogía ante sus palabras como no lo había visto encogerse ante nada. Eso me atemorizó; me cubrí la cabeza con la manta y me hundí más en la paja. A mi lado, Fosca gruñó suavemente en el fondo de la garganta. Creo que eso hizo que Regio retrocediera, pero no estoy seguro. Los hombres se fueron poco después y, si siguieron hablando de mí después de aquello, no guardo ningún recuerdo.

Pasó el tiempo, y creo que fue dos o quizá tres semanas más tarde que me encontré aferrado al cinturón de Burrich, intentando rodear con mis cortas piernas el lomo de un caballo detrás de él mientras salíamos de la fría aldea y comenzábamos lo que yo creía un viaje interminable a tierras más cálidas. Supongo que en algún momento Hidalgo debió de ir a visitar al bastardo que había engendrado y debía de haber llegado a alguna conclusión al verme, aunque no conservo ningún recuerdo de tal encuentro con mi padre. La única imagen que guardo de él en mi mente es la de su retrato en la pared de Torre del Alce. Años después supe que su diplomacia había surtido el efecto deseado y había asegurado una tregua y una paz que duraron hasta bien entrada mi adolescencia, ganándose el respeto e incluso el aprecio de los chyurda.

A decir verdad, yo fui su único fracaso aquel año, aunque monumental. Se adelantó a nosotros en su regreso a Torre del Alce, donde renunció a su derecho al trono. Para cuando llegamos, la doncella Paciencia y él habían abandonado la corte para vivir como señor y señora de Bosque Blanco. He estado en Bosque Blanco. Su nombre no guarda relación alguna con su aspecto. Es un valle cálido, distribuido en torno a un río de aguas cantarinas que surca una amplia planicie asentada entre lomas y colinas. Un lugar en el que cultivar uvas, cereales y niños robustos. Son tierras amables, alejadas de las fronteras, de la política de la corte, de todo lo que había sido la vida de Hidalgo hasta entonces. Era un pastizal, un exilio afable y amable para un hombre que hubiera podido reinar. Un descanso de terciopelo para un guerrero y el silencio de un extraordinario y hábil diplomático.

Así fue como llegué a Torre del Alce, hijo único y bastardo de un hombre al que no conocía. El príncipe Veraz se convirtió en Rey a la Espera y el príncipe Regio ascendió un peldaño en la línea de sucesión. Si lo único que hubiera hecho fuese nacer y ser descubierto, habría dejado una marca indeleble en la tierra. Crecí sin padre ni madre en una corte donde todos me tenían por un catalizador. Y en un catalizador me convertí.