Epílogo

—Estás cansado —dice mi chico.

Está junto a mi codo y no sé cuánto tiempo lleva ahí. Extiende el brazo despacio, para arrebatar la pluma de mi floja presa. Observo fatigado el trémulo rastro de tinta que ha dejado en mi página. He visto antes esa forma, creo, solo que entonces no era tinta. Un reguero de sangre seca en la cubierta de un barco de la Vela Roja, ¿derramada por mi mano? ¿O era un hilacho de humo que se alzaba negro contra un cielo azul mientras llegaba demasiado tarde a una aldea para prevenirla del inminente saqueo? ¿O acaso veneno, una vorágine amarillenta en un simple vaso de agua, veneno que había entregado a alguien, sin dejar de sonreír? ¿El mechón errático del cabello de una mujer, sobre mi almohada? ¿O las huellas de un hombre en la arena mientras arrastramos los cadáveres de la torre arrasada de Bahía de las Focas? ¿El rastro de una lágrima que cae por la mejilla de una madre, abrazada a su hijo forjado pese a los indignados gritos del pequeño? Igual que los corsarios, los recuerdos vienen sin avisar, sin piedad.

—Deberías descansar —insiste el muchacho, y comprendo que estoy sentado, mirando fijamente una raya de tinta en una página. No tiene sentido. Otra hoja estropeada, otro esfuerzo malgastado.

—Llévatelo —le digo, y no protesto cuando recoge todas las hojas y las amontona al azar. Herboristería e historia, mapas y pensamientos, todo mezclado en sus manos como lo está en mi cabeza. No consigo recordar qué me disponía a hacer. Vuelve el dolor, y resultaría tan sencillo silenciarlo… Pero ese camino conduce a la locura, como he podido comprobar tantas veces. De modo que envío al muchacho a buscar dos hojas de llévame, y raíz de jengibre y menta para prepararme un té. Me pregunto si le pediré algún día que me traiga tres hojas de esa hierba chyurda.

En algún lugar, un amigo dice en voz baja: «No».