Ejecución
El maestre caballerizo Burrich, durante sus años de servicio en Torre del Alce, gozaba de fama de fabuloso adiestrador de caballos, perrero y cetrero. Su talento con las bestias fue casi legendario aun cuando vivía todavía.
Comenzó sus años de servicio como soldado raso. Dicen que sus orígenes se remontan a un linaje asentado en Torote. Algunos afirman que su abuela era una esclava que compró su libertad a un tratante del Mitonar merced a sus extraordinarios servicios.
Como soldado, su ferocidad en la batalla llamó la atención del joven príncipe Hidalgo. Se rumorea que el primero compareció ante su príncipe en un acto disciplinario relacionado con una pelea en una taberna. Sirvió a Hidalgo como compañero de armas durante algún tiempo, pero el príncipe descubrió su afinidad con los animales y le encomendó el cuidado de los caballos de su guardia. Pronto acabó ocupándose asimismo de los perros y halcones de Hidalgo, y con el tiempo llegó a dirigir la totalidad de los establos de Torre del Alce. Su sagacidad a la hora de dictaminar aflicciones y su pericia para sanar lesiones internas se extendían al ganado vacuno, ovino y porcino, y en ocasiones llegaba a ocuparse del tratamiento de las aves de corral. Nadie comprendía a las bestias como él.
Gravemente herido por un jabalí durante el transcurso de una cacería, Burrich sufrió una cojera que habría de padecer el resto de su vida. La herida pareció mitigar el carácter pendenciero y arisco que lo había hecho célebre en su juventud. No obstante, es igualmente cierto que siguió siendo un hombre al que pocos osaban contrariar hasta el fin de sus días.
Su remedio de hierbas consiguió detener el brote de incrustaciones que afligió a los corderos del ducado de Osorno con posterioridad a los años de la Talasemia. Salvó a los rebaños de una exterminación total y logró evitar que el contagio se extendiera al ducado de Gama.
Noche despejada bajo un techo de rutilantes estrellas. Un cuerpo sano y robusto que remontaba una ladera nevada con una serie de exuberantes zancadas. De los arbustos caían cascadas de nieve a nuestro paso. Habíamos matado, habíamos comido. Todos nuestros apetitos estaban satisfechos. La noche era límpida y fresca, vigorizador el frío. Ninguna jaula nos contenía, ningún hombre nos pegaba. Juntos, experimentábamos la plenitud de nuestra libertad. Nos dirigimos al lugar donde el manantial discurría con tanta fuerza que casi nunca se congelaba y lamimos el agua helada. Ojos de Noche nos sacudió de pies a cabeza y aspiró el aire con fuerza.
Amanece.
Lo sé. No quiero pensar en eso. El amanecer, cuando deben terminar los sueños y comienza la dura realidad.
Tienes que venir conmigo.
Ojos de Noche, ya estoy contigo.
No. Tienes que venir conmigo, hasta el final. Tienes que dejarte arrastrar.
Eso mismo me había dicho ya al menos veinte veces. No podía ignorar la urgencia de sus pensamientos. Su insistencia no dejaba lugar a dudas y su obstinación me asombraba. No era propio de Ojos de Noche aferrarse con tanta firmeza a una idea que no estaba relacionada con la comida. Eso era algo que habían decidido Burrich y él. Debía acompañarlo.
No lograba imaginar qué esperaba que hiciera.
Una y otra vez le había explicado que estaba atrapado, que mi cuerpo estaba enjaulado, como lo había estado el suyo en una ocasión. Mi mente podía acompañarlo, al menos por ahora, pero no podía ir con él de la forma en que él quería. Siempre me contestaba que ya lo sabía, pero que yo no lo entendía. Y ahora volvíamos a lo mismo.
Percibí su esfuerzo por no perder la paciencia. Tienes que venir conmigo, ahora. Hasta el final. Antes de que vayan a despertarte.
No puedo. Mi cuerpo está en una jaula.
¡Déjalo!, dijo con ferocidad. ¡Suéltalo!
¿Qué?
Suéltalo, abandónalo, ven conmigo.
¿Que muera, quieres decir? ¿Que tome el veneno?
Sólo si debes hacerlo. Pero hazlo ahora, enseguida, antes de que puedan causarte más daño. Déjalo y ven conmigo. Suéltalo. Ya lo hiciste una vez. ¿Te acuerdas?
El esfuerzo por encontrar sentido a sus palabras consiguió que fuese más consciente de nuestro vínculo. El dolor de mi cuerpo magullado irrumpió para martirizarme. En alguna parte estaba aterido de frío, entumecido por el dolor. En alguna parte, cada bocanada de aire se correspondía con una punzada en mis costillas. Me alejé de aquello, a salvo en el cuerpo sano y fuerte del lobo.
Eso es, eso es. Déjalo. Ahora. Suéltalo. Sólo tienes que soltarte.
Comprendí de pronto lo que quería que hiciera. No sabía cómo hacerlo, ni estaba seguro de que pudiera. Una vez, sí, recordaba haber abandonado mi cuerpo y dejarlo a su cuidado. Horas más tarde me había despertado junto a Molly. Pero no estaba seguro de cómo lo había hecho. Y había sido diferente. Había dejado que el lobo me vigilara, mientras yo iba a donde quiera que hubiese ido. Esta vez me pedía que escindiera mi conciencia de mi cuerpo. Que renunciara voluntariamente al vínculo que unía mente y carne. Aunque averiguara la manera, no sabía si tendría la fuerza de voluntad necesaria.
Tiéndete y muere, me había dicho Burrich.
Sí. Eso es. Muere si es preciso, pero ven conmigo.
Tomé una decisión de repente. Confiar. Confiar en Burrich, confiar en el lobo. ¿Qué podía perder?
Cogí aliento y me preparé en mi interior como si fuese a zambullirme en un estanque helado.
No. No, sólo tienes que soltarte.
Eso hago. Eso hago. Tanteé en mi interior en busca de lo que fuese que me unía a mi cuerpo. Ralenticé mi respiración, obligué a mi corazón a latir más despacio. Negué las sensaciones de dolor, frío, anquilosamiento. Me alejé de todo aquello, hundiéndome en mi ser.
¡No! ¡No! Ojos de Noche aullaba desesperado. ¡A mí! ¡Ven a mí, renuncia a eso, ven a mí!
Pero allí estaba ya el roce de las pisadas, el murmullo de voces. Me recorrió un estremecimiento de temor y, en contra de mi voluntad, me arrebujé aún más en la capa de Mazas. Entreabrí un ojo. Vi la misma celda tenuemente iluminada, el mismo ventanuco con barrotes. En mi interior se alojaba un frío cruel, algo más insidioso que el hambre. No me habían roto ningún hueso pero, en mi interior, algo había cedido. Lo sabía.
¡Has vuelto a la jaula!, chilló Ojos de Noche. ¡Sal! ¡Sal de tu cuerpo y ven conmigo!
Es demasiado tarde, susurré. Corre, vete. No compartas esto.
¿Es que no somos una manada? Desesperación, pulsante como el aullido desgarrado de un lobo.
Estaban frente a mi puerta, ésta se abría. El miedo me apresó entre sus fauces y me zarandeó. Estuve tentado de acercarme la manga a la boca y masticar directamente la ampolla. En vez de eso, apreté el diminuto envoltorio de papel que guardaba en mi puño y me propuse resueltamente olvidarme de él.
El mismo hombre con la antorcha, los mismos dos guardias. La misma orden.
—Tú. En pie.
Aparté la capa de Mazas. Uno de los guardias seguía siendo lo bastante humano para palidecer ante lo que vio. Los otros dos eran inflexibles. Cuando no me moví lo bastante deprisa para ellos, uno me agarró del brazo y me puso de pie de un tirón. Proferí un grito inarticulado de dolor; no pude evitarlo. Y esa respuesta me hizo temblar de miedo. Si no era capaz de contener mis gritos, ¿cómo iba a sostener mis defensas contra Will?
Me sacaron de mi celda y me llevaron por el pasillo. No digo que caminé. Todas mis magulladuras se habían solidificado durante la noche. La paliza había reabierto los cortes que me habían provocado las espadas en mi antebrazo derecho y en el muslo. También esos dolores se habían renovado. Ahora el dolor era como el aire; me movía a través de él, lo respiraba. En el centro de la sala de guardia, uno de ellos me propinó un empujón y me caí. Me quedé tumbado de costado en el suelo. No tenía sentido que me esforzara por sentarme; no me quedaba dignidad que salvar. Sería mejor que creyeran que no podía sostenerme en pie. Mientras pudiera, me quedaría quieto y reuniría hasta el último ápice de fuerza que conservara todavía. Despacio, laboriosamente, despejé mi mente y empecé a erigir mis defensas. Una y otra vez, envuelto en un velo de dolor, repasé las murallas de Habilidad que había construido, fortificándolas, aislándome tras ellas. Debía proteger los muros de mi mente, no la carne de mi cuerpo. En la estancia, a mi alrededor, las paredes estaban cubiertas de guardias. Arrastraban los pies y conversaban en voz baja entre ellos, expectantes. Apenas si reparé en su presencia. En mi mundo sólo cabían mis murallas y mi dolor.
Un crujido y una ráfaga de aire me indicaron que se había abierto una puerta. Entró Regio. Will caminaba detrás de él, irradiando fuerza de Habilidad despreocupadamente. Fui consciente de él como nunca antes había sido consciente de otra persona. Aun sin verlo podía sentirlo, su forma, el calor de la Habilidad que ardía en su interior. Era peligroso. Regio pensaba que era una mera herramienta. Osé concederme una minúscula satisfacción al comprender que Regio desconocía cuan peligrosa podía ser una herramienta como Will.
Regio ocupó su asiento. Alguien le acercó una mesita. Oí que se descorchaba una botella y olí el vino mientras lo servían. El dolor había agudizado mis sentidos hasta un nivel intolerable. Regio estaba bebiendo. Me resistí a reconocer cuánto deseaba un trago de lo que fuera.
—Qué horror. Míralo. ¿Te parece que hemos ido demasiado lejos, Will?
Algo en la picardía que percibí en la voz de Regio me informó que ese día había tomado algo más que vino. ¿Humo, tal vez? ¿Tan temprano? El lobo había dicho que amanecía. Regio nunca madrugaba… Algo iba mal con mi sentido del tiempo.
Will se me acercó despacio y se plantó erguido ante mí. No hice ademán de girarme para verle la cara. Me así con fuerza a mi diminuta reserva de energía. Me propinó un violento puntapié y jadeé sin proponérmelo. Casi al mismo tiempo descargó su Habilidad sobre mí. Ahí, al menos, me mantuve firme. Will inspiró bruscamente por la nariz y soltó un bufido. Regresó junto a Regio.
—Majestad. Habéis hecho con su cuerpo casi todo lo que podéis sin arriesgaros a dañarlo y dejarle secuelas que pudieran apreciarse aun dentro de un mes. Pero por dentro aguanta todavía. El dolor puede distraerlo para que deje de proteger su mente, pero no debilita inherentemente su fuerza con la Habilidad. No creo que vayáis a doblegarlo de este modo.
—¡No te he pedido tu opinión, Will! —replicó bruscamente Regio. Oí como adoptaba una postura más cómoda—. Ah, esto se está prolongando demasiado. Mis duques empiezan a impacientarse. Tiene que rendirse hoy. —Pensativo, preguntó a Will—: ¿Casi todo lo que puedo, dices, con su cuerpo? Según tú, ¿cuál debería ser el siguiente paso?
—Dejadlo a solas conmigo. Puedo obtener de él lo que deseáis.
—No. —La negativa de Regio fue tajante—. Ya sé lo que deseas tú de él, Will. Ves en él un odre lleno a reventar de fuerza con la Habilidad que te gustaría vaciar. Bueno, quizás, al final, haya una manera de que pueda ser tuyo. Pero todavía no. Quiero que se presente ante los duques y se declare culpable de traición. Es más, quiero que se derrumbe ante el trono y suplique clemencia. Lo obligaré a denunciar a todos los que me han desafiado. El mismo los acusará. Nadie tendrá ninguna duda cuando nombre a los traidores. Veamos qué ocurre cuando el duque Mazas vea a su propia hija acusada, que toda la corte oiga cómo ha traicionado a la corona la misma lady Paciencia que tanta justicia exige. Y para él… su pequeña fabricante de velas, su preciosa Molly.
Se me encogió el corazón en el pecho.
—Todavía no he descubierto su paradero, milord —aventuró Will.
—¡Silencio! —bramó Regio. Sonaba casi como el rey Artimañas—. No lo alientes de ese modo. No nos hace falta saber dónde se encuentra para que él la acuse de traición con sus propios labios. Tendremos tiempo de sobra para dar con ella. Que él muera sabiendo que ella será la siguiente, traicionada por sus palabras. ¡Limpiaré Torre del Alce, desde el más bajo montón de estiércol a la torre más alta, de todos los que se han atrevido a traicionarme y desafiarme!
Levantó la copa en un brindis por sí mismo y bebió con avidez.
Hablaba, pensé para mis adentros, como lo hacía la reina Deseo cuando estaba borracha. Fanfarrón y cobarde mezquino a partes iguales. Tenía miedo de todos los que escapaban a su control. Y aún temía más a los que estaban bajo su control.
Regio soltó su copa de vino con un golpazo. Se reclinó en su silla.
—Bueno. Prosigamos, si os parece bien. Kelfry, haznos el favor de levantarlo.
Kelfry era un hombre competente que no disfrutaba con su trabajo. No era amable, pero tampoco más brusco de lo necesario. Se situó detrás de mí, sujetándome por los brazos para mantenerme derecho. No lo había adiestrado Capacho. Sabía que si lanzaba la cabeza deprisa hacia atrás, podría romperle la nariz y seguramente arrancarle unos cuantos dientes. Lanzar la cabeza deprisa hacia atrás se me antojaba poco más sencillo que levantarme del suelo sin ayuda. Tenía las manos encogidas sobre el estómago en actitud defensiva, intentando olvidar el dolor, reuniendo mis fuerzas. Después de un momento levanté la cabeza y miré a Regio.
Antes de hablar paseé la lengua por el interior de la boca para despegar los labios de los dientes.
—Asesinaste a tu propio padre.
Regio se crispó en su asiento. El hombre que me sujetaba se tensó. Me apoyé en sus brazos, obligándolo a sostener todo mi peso.
—Lo mataron Justin y Serena, pero tú diste la orden —dije suavemente. Regio se puso de pie—. Pero no antes de que habilitáramos con Veraz. —Imprimí fuerza a mi voz. Empecé a sudar por el esfuerzo—. Veraz sigue con vida y lo sabe todo. —Regio se estaba acercando a mí, con Will pisándole los talones. Fijé mis ojos en éste y cargué mi voz de amenaza—. También sabe lo tuyo, Will. Lo sabe todo.
El guardia me sujetó cuando Regio me abofeteó. Una vez. Luego otra. Sentí cómo se abría la piel hinchada de mi cara bajo el impacto. Regio enarboló su puño. Me preparé para encajarlo, rechacé el dolor, me atrincheré en mí mismo. Estaba listo.
—¡Cuidado! —chilló Will, al tiempo que saltaba sobre Regio para apartarlo.
Lo había deseado tanto que Will había habilitado lo que me proponía. Cuando Regio se disponía a golpear me zafé de mi guardia, esquivé el puñetazo de Regio y avancé. Con una mano así la nuca de Regio para empujarla hacia la otra, que sujetaba la estrujada bolsita de papel llena de polvo. Mi plan consistía en embadurnarle la nariz y la boca, con la esperanza de que tragara lo suficiente para matarlo.
Will lo estropeó todo. Mis dedos hinchados no pudieron atrapar el cuello de Regio. Will arrancó a Regio de mi débil presa y lo apartó de mí. Cuando el hombro de Will chocó contra mi pecho busqué su cara, desmenucé la bolsita rasgada y esparcí el polvo sobre sus ojos, su nariz y su boca. La mayor parte se diluyó en una fina nube entre nosotros. Lo vi jadear a causa del escozor y entonces nos caímos, los dos, bajo una oleada de guardias de Regio.
Busqué la inconsciencia, pero ésta me eludía. Recibí arañazos, puñetazos y patadas antes de que los desesperados gritos de Regio. —«¡No lo matéis! ¡No lo matéis!»— parecieran importarle a alguien más que a mí. Los sentí levantarse de encima, los sentí sacar a Will de debajo de mí, pero no podía ver nada. La sangre me cubría el rostro, mezclada con mis lágrimas. Mi última oportunidad, y había fracasado. Ni siquiera había acabado con Will. Sí, estaría enfermo unos días, pero dudaba que fuese a morir. Los oí murmurar sobre su cuerpo.
—Pues llevadlo a ver al curandero —escuché que ordenaba por fin Regio—. A ver si averigua qué le pasa. ¿No le habréis dado alguna patada en la cabeza?
Pensé que hablaba de mí, hasta que oí cómo se llevaban a Will. De modo que había ingerido más veneno del que yo pensaba, o alguien le había dado una patada en la cabeza. Quizás al jadear se le hubiera metido en los pulmones. No sabía qué efecto surtiría allí. Cuando sentí cómo se desvanecía su Habilidad experimenté un alivio comparable al final del dolor. Con precaución, relajé mi guardia contra él. Era como soltar un peso tremendo. Vislumbré una sombra de esperanza. No lo sabían. Nadie había visto la bolsita de papel ni el polvo, había ocurrido demasiado rápido. Quizá ni siquiera pensaran en el veneno hasta que fuera demasiado tarde para él.
—¿Está muerto el bastardo? —preguntó Regio, enfadado—. ¡Como lo esté, juro que haré que os cuelguen a todos!
Alguien se apresuró a arrodillarse a mi lado y buscó el pulso de mi garganta con los dedos.
—Está vivo —rezongó un soldado, malhumorado.
Algún día Regio aprendería a no amenazar a sus propios soldados. Esperaba que aprendiera la lección con una flecha clavada en la espalda.
Un momento después alguien me soltó un cubo de agua fría por encima. La conmoción reavivó de nuevo cada uno de mis dolores. Abrí un solo ojo. Lo primero que vi fue el agua y la sangre en el suelo delante de mí. Si toda esa sangre era mía, tenía problemas. Mareado, intenté pensar de quién más podría ser. Mi mente no parecía funcionar demasiado bien. Era como si el tiempo pasara a trompicones. Regio estaba de pie sobre mí, furioso y desgreñado, y al instante siguiente estaba sentado en su silla. Dentro y fuera. Luz, oscuridad, y luz otra vez.
Se arrodilló alguien a mi lado. Me auscultaron unas manos competentes. ¿Burrich? No. Ése era un sueño del pasado. Este hombre tenía los ojos azules y el acento nasal propio de Lumbrales.
—Está perdiendo mucha sangre, rey Regio. Pero podemos arreglar eso. —Alguien me apretó la frente. Una copa de vino, apoyada en mis labios agrietados, se vertió en mi boca. Me atraganté—. Veis, está vivo. Yo lo dejaría por hoy, majestad. No creo que pueda contestar más preguntas antes de mañana. Se desmayará.
Una opinión serena, profesional. Quien quiera que fuese volvió a tenderme en el suelo y se marchó.
Me sobrecogió un espasmo. Se aproximaba un ataque. Menos mal que Will se había ido. No creía que pudiera mantener mis defensas activas en medio de un ataque.
—Ah, sacadlo de aquí. —Regio, decepcionado y disgustado—. Lo único que he conseguido hoy es perder el tiempo.
Las patas de su silla rascaron el suelo cuando se incorporó. Oí el sonido de sus botas contra la piedra mientras abandonaba la estancia.
Alguien me agarró por la pechera de mi camisa y me puso en pie de un tirón. Ni siquiera pude gritar de dolor.
—Estúpido montón de mierda —me gruñó—. Será mejor que no te mueras. No estoy dispuesto a que me azoten por tu culpa.
—Menuda amenaza, Verde —se burló alguien—. ¿Qué piensas hacer con él cuando esté muerto?
—Cierra el pico. A ti te desollarán vivo lo mismo que a mí. Ayúdame a sacarlo de aquí y limpiemos esto.
La celda. Su pared desnuda. Me habían tirado en el suelo, de espaldas a la puerta. De alguna manera eso me pareció injusto por su parte. Tendría que hacer el esfuerzo de darme la vuelta solo para ver si habían dejado algo de agua.
No. Demasiado complicado.
¿Vienes ahora?
De verdad que me gustaría, Ojos de Noche. Pero no sé cómo.
Cambiador. ¡Cambiador! ¡Hermano! Cambiador.
¿Qué dices?
Has estado callado tanto tiempo… ¿Vienes ahora?
¿He estado… callado?
Sí. Pensaba que te habrías muerto, sin venir antes conmigo. No podía llegar hasta ti.
Sería un ataque. No sé si lo he tenido. Pero ahora estoy aquí, Ojos de Noche. Estoy aquí.
Pues ven conmigo. Date prisa, antes de que te mueras.
Un momento. Tenemos que estar seguros de esto.
Intenté pensar en una razón para no hacerlo. Sabía que había algunas, pero ya no podía recordarlas. Cambiador, me había llamado. Mi propio lobo, llamándome eso, igual que el bufón o Chade me llamaban catalizador. Bueno. Había llegado el momento de cambiar las cosas para Regio. Lo último que podía hacer era asegurarme de morir antes de que Regio consiguiera doblegarme. Si tenía que caer, lo haría solo. Ninguna de mis palabras implicaría a nadie más. Esperaba que los duques exigieran ver mi cuerpo.
Tardé mucho rato en trasladar mi brazo del suelo a mi pecho. Tenía los labios agrietados e hinchados, me dolían los dientes en las encías. Pero me acerqué el puño de la camisa a mi boca y encontré el diminuto bulto de la ampolla dentro de la tela. Lo mordí con toda la fuerza que pude y chupé. El sabor del llévame me llenó la boca después de un momento. No era desagradable. Fuerte. Cuando la hierba mitigó el dolor de mi boca pude masticar mi manga con más ahínco. Como un idiota, procuré tener cuidado con la púa de puercoespín. No quería clavarme una espina en el labio.
Eso duele mucho.
Lo sé, Ojos de Noche.
Ven conmigo.
Eso intento. Dame un momento.
¿Cómo deja atrás uno su cuerpo? Procuré ignorarlo, percibir mi cuerpo sólo como Ojos de Noche. Olfato agudo. Tendido de costado, royendo meticulosamente un trozo de nieve incrustado entre los dedos de mi pata trasera. Percibí el sabor de la nieve y el de mi garra mientras mordisqueaba y lo derretía con la lengua. Levanté la cabeza. Anochecía. Pronto sería un buen momento para cazar. Me levanté y me sacudí de pies a cabeza.
Eso es, me alentó Ojos de Noche.
Pero aún seguía allí aquel hilo, esa minúscula conciencia de un cuerpo envarado y dolorido sobre un frío suelo de piedra. El mero hecho de pensar en él lo volvía más real. Lo recorrió un escalofrío, estremeciéndole los huesos y los dientes. Se aproximaba un ataque. Uno grande esta vez.
De pronto todo era tan sencillo. Una elección tan fácil. Dejar ese cuerpo por éste. De todos modos, ya no funcionaba demasiado bien. Estaba enjaulado. No tenía sentido conservarlo. No tenía ningún sentido seguir siendo un hombre.
Estoy aquí.
Lo sé. Salgamos a cazar.
Y eso hicimos.