Tortura
No había manera de convencer a la princesa Voluntariosa de que no podía salir a cazar a lomos del corcel Picazo. Todas sus damas de compañía le suplicaban, mas ella torcía la cabeza y no las escuchaba. Todos los nobles insistían, mas ella se burlaba de sus temores. Aun el maestre caballerizo intentó disuadirla, diciéndole: «Alteza, habría que sacrificar a ese corcel a sangre y fuego, pues ha sido adiestrado por Sagaz de la Maña y de nadie más aceptará órdenes». A lo que la princesa Voluntariosa, porfiada, contestó: «¿No son éstos por ventura mis establos y mis caballos, no habré de elegir yo misma qué bestia quiero montar?». Su genio los acalló a todos y ordenó que ensillaran a Picazo para salir a cazar.
Al campo salieron, con gran despliegue de colores y alharaca de sabuesos. El corcel Picazo corría ligero y la adelantó por las veredas, y así hasta perder de vista al conjunto de los cazadores. Así, cuando la princesa Voluntariosa se encontró muy lejos, allende la colina y a la sombra de la arboleda, Picazo la llevó de acá para allá hasta que ella estuvo perdida y los ladridos de los perros fueron sólo un eco entre las lomas. Por último frenó la princesa a orillas de un arroyo para beber el agua fresca, mas cómo, fue tornarse y ver que Picazo se había ido y que en su lugar estaba Sagaz de la Maña, pinto lo mismo que su mañoso corcel. Hizo con ella después lo que es propio que haga el corcel con la yegua, siendo así que al año cumplido la princesa tuvo un bebé. Cuando los presentes en el parto pusieron los ojos encima del niño, jaspeado de hombros y faz, el miedo les arrancó gritos de la garganta. Al verlo la princesa Voluntariosa gritó a su vez, y entregó el alma con sangre y vergüenza por haber alumbrado la prole de Sagaz de la Maña. Con eso nació el príncipe Picazo, con miedo y vergüenza, y eso fue lo que trajo al mundo con él.
La leyenda del príncipe Picazo
La antorcha abandonada por Regio agitaba la sombra de los barrotes. La contemplé fijamente un momento, sin pensar en nada, desesperanzado. Me entumecía la certeza de mi muerte. Poco a poco mi mente comenzó a trabajar de nuevo, pero sin concierto. ¿Era eso lo que me había intentado decir Chade? Kettricken no se había ido a caballo; ¿hasta qué punto estaba enterado Regio de lo de los caballos? ¿Conocería el destino? ¿Cómo había burlado Burrich la vigilancia? ¿O no la había burlado? ¿Me reuniría con él en la sala de torturas? ¿Pensaba Regio que Paciencia estaba relacionada con el plan de fuga? En ese caso, ¿se conformaría con dejarla atrás o decidiría vengarse de manera más directa? Cuando vinieran a por mí, ¿debería resistirme?
No. Iría con dignidad. No. Mataría con las manos desnudas a tantos de sus secuaces terrales como pudiera. No. Me dejaría prender y aguardaría la ocasión de lanzarme sobre Regio. Sabía que él estaría allí para verme morir. ¿Y la promesa que hice a Artimañas de no matar a ninguno de los suyos? Ya no estaba atado a ella. ¿O sí? Nadie podía salvarme. Ni siquiera cabía preguntarse si actuaría Chade, si podría hacer algo Paciencia. Después de que Regio me hubiera arrancado una confesión… ¿me mantendría con vida para colgarme a la vista de todos? Claro que sí. ¿Por qué iba a negarse ese placer? ¿Asistiría Paciencia a mi ejecución? Esperaba que no. Quizá Cordonia pudiera retenerla. Había tirado mi vida por la borda, lo había sacrificado todo por nada. Al menos había matado a Justin y Serena. ¿Había merecido la pena? ¿Habría logrado huir mi reina o seguiría escondida en algún rincón del castillo? ¿Sería eso lo que me había intentado decir Chade? No. Mi mente pataleaba y braceaba entre el torrente de ideas como una rata sumergida en un barril de agua. Anhelaba hablar con alguien, con quien fuera. Me obligué a calmarme, a racionalizar, y por fin encontré un asidero. Ojos de Noche. Ojos de Noche había dicho que se los había llevado, que los había conducido hasta Burrich.
¿Hermano? Busqué a Ojos de Noche.
Estoy aquí. Siempre estoy aquí.
Háblame de esa noche.
¿Qué noche?
La noche que llevaste a la gente del castillo hasta Corazón de la Manada.
Ah. Percibí su esfuerzo. Su vida era la vida del lobo. Lo hecho era agua pasada. No preveía nada más allá de su próxima muerte, no recordaba apenas nada de lo acontecido hacía un mes o un año, a menos que estuviera directamente relacionado con su supervivencia. Por eso recordaba la jaula de la que yo lo había sacado, pero el lugar donde había cazado hacía cuatro noches era un recuerdo borroso para él. Recordaba cosas generales: un camino frecuentado por los conejos, un manantial que nunca se helaba, pero los detalles concretos sobre cuántos conejos había matado hacía tres días se habían perdido para siempre. Contuve el aliento, confiando en que pudiera inspirarme esperanza.
Se los llevé todos a Corazón de la Manada. Ojalá hubieras estado allí. Tengo una púa de puercoespín en el labio. No me la puedo arrancar. Duele.
¿Y cómo la conseguiste? En medio de todo lo demás, no pude reprimir una sonrisa. Pese a saber que no le convenía, no había podido resistir el impulso de jugar con la lenta y gordezuela criatura.
No tiene gracia.
Lo sé. En verdad, no tenía ninguna gracia. Esa púa aserrada no haría sino hundirse e infectarse cada vez más. Podría enconarse lo suficiente como para impedirle cazar. Me concentré en su problema. Hasta que no se lo resolviera, sería incapaz de concentrarse en otra cosa. Corazón de la Manada te la sacaría si se lo pidieras amablemente. Puedes confiar en él.
Me empujó cuando le hablé. Pero después me habló él a mí.
¿En serio?
Un lento tamizado de ideas. Esa noche. Cuando los guié hasta él. Me dijo: «Tráelos hasta mí, no a la madriguera de zorro».
Imagina el lugar al que fuiste.
Eso le resultaba más difícil. Pero al intentarlo recordó la orilla de la carretera, vacía en medio de la nevada salvo por Burrich, a lomos de Rubí y guiando a Hollín. Vislumbré a la Hembra y al Sin Olor, como los denominaba él. Recordaba bien a Chade, sobre todo por el jugoso hueso de vaca con que había regalado a Ojos de Noche cuando partieron.
¿Hablaron entre ellos?
Más de la cuenta. Los dejé ladrando entre sí.
Por mucho que lo intentara, eso era cuanto tenía para mí. Suficiente para saber que los planes habían cambiado drásticamente y en el último minuto. Curioso. Había estado dispuesto a dar mi vida por Kettricken, pero en esos momentos no sabía si me hacía mucha gracia renunciar a mi caballo. Recordé entonces que probablemente jamás volvería a montar a caballo, salvo el que me llevara hasta el árbol del cadalso. Por lo menos Hollín se había ido con alguien que me importaba. Y Rubí. ¿Por qué esos dos caballos? ¿Y sólo esos dos? ¿No había podido conseguir otros Burrich en el establo? ¿Por eso no se había ido él?
La espina hace daño, me recordó Ojos de Noche. El dolor me impide comer.
Ojalá pudiera ayudarte, pero no puedo. Pregunta a Corazón de la Manada.
¿No se lo puedes preguntar tú? A ti no te empuja.
Sonreí para mis adentros. Lo hizo una vez. Fue suficiente; así aprendí. Pero si acudes a él en busca de ayuda, no te repelerá.
¿No puedes pedirle tú que me ayude?
No puedo hablar con él como hablo contigo. Y está demasiado lejos para llamarlo a gritos.
Lo intentaré, en ese caso, dijo dubitativo Ojos de Noche.
Lo dejé partir. Pensé en intentarle hacer comprender mi situación. Decidí que no. Él no podría hacer nada; sólo conseguiría preocuparlo. Ojos de Noche le diría a Burrich que lo había enviado yo; Burrich sabría que seguía con vida. Poco más podría decirle que él no supiera ya.
El tiempo transcurría despacio. Medía su paso como mejor podía. La antorcha que había dejado Regio se apagó. Se produjo un cambio de guardia. Alguien pasó agua y comida a través de mi puerta. Yo no había pedido nada. Me pregunté si eso significaba que hacía mucho desde mi última comida. La guardia cambió de nuevo. Esta pareja era muy parlanchina, un hombre y una mujer. Pero hablaban en voz baja y yo sólo oía sus murmullos y risas. Una especie de coqueteo desinhibido entre los dos, deduje. Interrumpido por la llegada de alguien.
La cháchara amigable cesó de pronto. Murmullos bajos, en tono respetuoso. Se me encogió el estómago. Me puse en pie sin hacer ruido y me acerqué a la puerta. Me asomé a la ventana y escudriñé en dirección al puesto de guardia.
Cruzaba el pasillo como una sombra. En silencio. Furtivo no. Era tan discreto que no necesitaba recurrir a la furtividad. Jamás había visto emplear la Habilidad de esa forma. Sentí cómo se me erizaba el vello sobre la nuca cuando Will se detuvo frente a la puerta y me miró. No dijo nada y yo no me atreví a hablar. Incluso mirarlo equivalía a abrirme demasiado a él. Pero temía apartar la mirada. La Habilidad relumbraba a su alrededor como un aura de conciencia. Me ovillé en el interior de mi ser, con fuerza, retrayendo todo lo que pensaba o sentía, levantando mis defensas tan deprisa como me era posible pero sabiendo que, de alguna manera, esas mismas murallas le decían lo que necesitaba saber sobre mí. Aun en mis defensas sabía leer. Aunque el temor me secaba la lengua y la garganta, flotaba en mi mente una pregunta: ¿dónde había estado? ¿Qué era tan importante para Regio como para destacar a Will en la tarea en lugar de utilizarlo para asegurarse la corona?
La nave blanca.
La respuesta brotó de lo más hondo de mi ser, basada en una conexión tan profunda que no lograba desenterrarla. Pero era indudable. Lo escruté, sopesándolo en adición a la nave blanca. Frunció el ceño. Percibí un aumento en la tensión que nos separaba, un empujón de la Habilidad contra mis parapetos. No me arañaba ni tiraba de mí como habían hecho Justin y Serena. El símil más acertado que se me ocurría era el de un choque de espadas, donde uno calibra la fuerza del ataque de su oponente. Afiancé mi equilibrio a sabiendas de que, si vacilaba, si no lograba contenerlo por un instante, traspasaría mi guardia y me perforaría el alma. Sus ojos se abrieron y me sorprendieron con una chispa fugaz de incertidumbre. Pero la siguió de una sonrisa tan tranquilizadora como las fauces de un tiburón.
—Ah —exhaló. Parecía complacido. Se apartó de mi puerta, estirándose como un gato perezoso—. Te han subestimado. No cometeré el mismo error. De sobra conozco lo ventajoso que resulta que tu rival te infravalore.
Dicho eso se fue, ni brusca ni lentamente, sino como una voluta de humo a lomos de la brisa. Ahora presente y luego desvanecido.
Tras su partida, regresé a mi banco de piedra y me senté. Inhalé una honda bocanada de aire y expiré para mitigar mi estremecimiento. Sentía que había sido sometido a una prueba y que, al menos por esa vez, la había superado. Apoyé la espalda en la fría pared y miré de nuevo la puerta.
Los ojos entornados de Will estaban clavados en mí.
Me incorporé tan de repente que la herida de mi hombro se volvió a abrir. Escudriñé el ventanuco. Nada. Se había ido. Con el corazón desbocado, me obligué a acercarme a la ventana para asomarme. Allí no había nadie, que yo pudiera ver. Se había esfumado. Pero me resistía a creer que se hubiese marchado.
Renqueé hasta mi asiento y me senté otra vez, arrebujándome en la capa de Mazas. Vigilé la ventana, atento a cualquier posible movimiento, a cualquier cambio en la luz mortecina que emanaba de la antorcha de la guardia, a algo que me indicara que Will acechaba todavía detrás de la puerta. Nada. Anhelaba sondear, con la Maña y la Habilidad, para ver si podía sentirlo allí fuera. No me atreví. No podía aventurarme fuera de mi mente sin dejar abierto el camino a quien quisiera invadirla.
Dispuse mis defensas en torno a mis pensamientos y, momentos después, volví a colocarlas. Cuanto más intentaba tranquilizarme, más feroz rebrotaba mi pánico. Había temido la tortura física. Ahora me corrió el frío sudor del miedo por las costillas y las mejillas al pensar en todo lo que podría hacerme Will si lograba franquear mis barreras. Cuando entrara en mi cabeza, me plantaría delante de todos los duques y describiría con todo lujo de detalles cómo había asesinado al rey Artimañas. Regio había ingeniado para mí algo peor que la simple muerte. Me presentaría ante el verdugo como un cobarde y un traidor. Me humillaría a sus pies y le suplicaría clemencia delante de todos.
Creo que las horas que transcurrían pertenecían a la noche. No dormí ni una sola de ellas, simplemente dormitaba para despertar sobresaltado de un sueño en el que unos ojos me espiaban desde la ventana. Ni siquiera me atrevía a llamar a Ojos de Noche para que me consolara, y esperaba que tampoco él intentara llegar a mí con sus pensamientos. Emergí de una de esas ensoñaciones con un respingo, creyendo haber oído pasos en el pasillo. Tenía los ojos legañosos, la vigilia me había despertado dolor de cabeza y la tensión me agarrotaba los músculos. Me quedé donde estaba, en el banco, conservando hasta la última brizna de energía que me quedaba.
La puerta se abrió de golpe. Un guardia lanzó una antorcha al interior de mi celda y entró detrás de ella con precaución. Lo siguieron dos guardias más.
—¡Tú! ¡En pie! —ladró el que portaba la antorcha.
Su acento era de Lumbrales.
No tenía sentido desobedecer. Me levanté y dejé que la capa de Mazas cayera al suelo. El líder hizo un ademán seco y me prendieron entre los dos guardias. Había cuatro más fuera de la celda, esperando. Regio no pensaba correr ningún riesgo. No me sonaba la cara de ninguno de ellos. Todos lucían los colores de la guardia de Regio. La expresión de sus rostros me indicaba cuáles eran sus órdenes. No les di ninguna excusa. Me condujeron pasillo abajo, junto al puesto de guardia desierto, hasta la cámara más espaciosa que antaño cumpliera la función de sala de guardia. La habían despejado de muebles, salvo por una cómoda silla. Todas las abrazaderas de las paredes sujetaban una antorcha, lo que proyectaba un brillo cegador para mis ojos acostumbrados a la penumbra. Las guardias me soltaron en el centro de la estancia y se reunieron con los que cubrían las paredes. La costumbre más que la esperanza fue lo que me impulsó a evaluar mi situación. Conté catorce guardias. Una exageración, a todas luces, aun para mí. Las dos puertas del cuarto estaban cerradas. Aguardamos.
Esperar de pie en una habitación brillantemente iluminada, rodeado de hombres hostiles, puede subestimarse como forma de tortura. Intenté permanecer inmóvil, cambiar de postura con discreción. No tardé en sentir los primeros síntomas de cansancio. Era aterrador descubrir lo deprisa que me habían debilitado el hambre y la inactividad. Sentí algo parecido al alivio cuando se abrió por fin la puerta. Entró Regio, seguido de Hill que conferenciaba en voz baja con él.
—… innecesario. Bastaría una o dos noches más.
—Lo prefiero así —dijo Regio con acritud.
Will inclinó la cabeza en mudo asentimiento. Regio se acomodó en la silla y Will se colocó tras su hombro izquierdo. Regio me observó un momento antes de retreparse en su asiento con indolencia. Ladeó la cabeza y expulsó el aire por la nariz. Levantó un dedo para señalar a un hombre.
—Perno. Tú. No quiero que le rompas nada. Cuando obtengamos lo que buscamos, quiero que siga estando presentable. Ya sabes.
Perno asintió con gesto adusto. Desanudó su capa de invierno y la dejó caer al suelo antes de quitarse también la camisa. Los demás hombres asistían a la escena con la mirada perdida. De alguna conversación mantenida con Chade hacía tiempo, afloró a mi mente uno de sus consejos. «Es más fácil resistir la tortura si te concentras en lo que vas a decir en vez de en lo que no. He oído a hombres que repetían la misma frase, una y otra vez, incluso mucho después de haber dejado de escuchar las preguntas. Al concentrarte en lo que vas a decir, haces que sea menos probable decir lo que te quieres callar».
Pero su teórico consejo quizá no pudiera servirme de mucho. No parecía que Regio tuviera preguntas que hacerme.
Perno era más alto y corpulento que yo. Por su aspecto parecía que el pan tuviera mucha más importancia que el agua en su dieta. Se flexionó y estiró como si se preparara para participar en una de las peleas organizadas del Festival de Invierno. Me quedé mirándolo. Él me sostuvo la mirada y esbozó una sonrisa sin apenas mover los labios. Vi cómo se ponía un par de guantes de cuero sin dedos. Había venido preparado. Saludó a Regio con una reverencia y Regio asintió.
¿Qué es esto?
¡Silencio! ordené a Ojos de Noche. Pero cuando Perno dio el primer paso decidido hacia mí sentí que un gruñido me fruncía el labio superior. Esquivé su primer puñetazo, avancé para conectar uno mío y me retiré cuando volvió a atacar. La desesperación impulsaba mi agilidad. No esperaba que me dieran ocasión de defenderme, sino que me maniataran y atormentaran. Evidentemente, para eso había tiempo de sobra. Nunca se me había dado bien ese tipo de lucha. Tampoco pienses en eso. El puño de Perno me rozó dolorosamente la mejilla. Ten cuidado. Lo estaba incitando a abrirse, evaluando su guardia, cuando me envolvió la Habilidad. Rielé ante el asalto de Will y Perno me propinó tres golpes seguidos con facilidad. Mentón, pecho y pómulo. Rápidos y sólidos. El estilo de quien hacía ese tipo de cosas a menudo. La sonrisa de quien disfrutaba con su trabajo.
Lo que siguió fue un período de tiempo indefinido. No podía escudarme de Will y al mismo tiempo impedir que Perno me vapuleara. Razoné, si es que el pensamiento de alguien en ese estado puede llamarse razonamiento, que mi cuerpo contaba con sus propias defensas contra el dolor. Me desmayaría, o moriría. Quizá la muerte fuese la única victoria a la que podía aspirar. Decidí defender mi mente en vez de mi cuerpo.
Me estremezco al recordar aquella paliza. Mi defensa se basaba en esquivar sus golpes y obligarlo a perseguirme, en no perderlo de vista, en bloquear los impactos que pudiera sin distraerme de mi vigilancia contra la presión de la Habilidad de Will. Oí a los guardias protestar por mi supuesta apatía al no ofrecer casi resistencia. Cuando uno de sus puñetazos me lanzó trastabillando contra los soldados que nos rodeaban, sus empujones y patadas me devolvieron a los brazos de Perno.
No podía desviar mis pensamientos hacia ninguna estrategia. Cuando atacaba lo hacía sin objetivo, y las pocas veces que mis puños chocaban con algo era sin fuerza apenas. Deseaba liberarme, desencadenar mi furia, arrojarme sobre Perno y machacarlo como pudiera. Pero eso era lo que anhelaba Will. No. Tenía que mantener la calma y resistir. Mientras Will aumentaba su presión sobre mí, Perno disfrutaba con su tarea. Al final mis opciones se redujeron a dos: podía emplear los brazos para protegerme la cara o el cuerpo. Él se limitaba a alternar sus objetivos. Lo más horroroso era que sabía que él se estaba conteniendo, pegando sólo para infligir dolor y daños menores. Bajé las manos una vez y miré a Will a los ojos. Obtuve la fugaz satisfacción de ver el sudor que le bañaba la cara. En ese momento, el puño de Perno se estrelló contundentemente contra mi nariz.
Filo me había descrito en cierta ocasión lo que había escuchado cuando le partieron la nariz en una pelea. Las palabras no le hacían justicia. Un sonido enfermizo combinado con un dolor increíble. Un dolor tan intenso que se convirtió de repente en lo único que sentía. Perdí el conocimiento.
No sé durante cuánto tiempo permanecí inconsciente. Me asomé al borde de la conciencia y no pasé de allí. Alguien me había tumbado de espaldas. Quien quiera que fuese se incorporó después de inspeccionarme.
—Tiene la nariz rota —anunció.
—¡Perno, te dije que no le rompieras nada! —le recriminó Regio, enfadado—. Tengo que presentarlo intacto. Tráeme vino —añadió irritado, en un inciso, a otra persona.
—No será ningún problema, rey Regio —le aseguró alguien.
Ese alguien se agachó sobre mí, me agarró con fuerza el puente de la nariz y tiró hasta enderezarlo. Aquel tosco remedio me dolió más que la fractura y volví a desmayarme. Permanecí allí, embotado, oyendo voces que discutían durante algún tiempo hasta que el ruido se trocó en palabras y luego éstas en frases con sentido.
La voz de Regio.
—Entonces, ¿qué es eso que se supone que hace? ¿Por qué no lo ha hecho todavía?
—Sólo sé lo que me contaron Justin y Serena, majestad. —Will sonaba cansado—. Me dijeron que estaba fatigado después de habilitar, de modo que Justin pudo penetrar en su mente. Después el bastardo… lo repelió de alguna manera. Justin dijo que parecía como si se le echara encima un lobo enorme. Serena afirmaba haber visto marcas de garras en Justin, aunque se desvanecieron poco después.
Oí el crujido de la madera cuando Regio se reclinó en su silla.
—Bueno, pues oblígalo a hacerlo. Quiero ver esa Maña con mis propios ojos. —Una pausa—. ¿O es que no eres lo bastante fuerte? A lo mejor debí haber mantenido a Justin en la reserva.
—Soy más fuerte que Justin, majestad —aseveró suavemente Will—. Pero Traspié sabe cuáles son mis intenciones. Cuando Justin lo atacó no estaba prevenido. —En voz más baja, añadió—: Es mucho más fuerte de lo que me habían dicho.
—¡Hazlo y punto! —ordenó Regio, exasperado.
¿De modo que Regio quería ver la Maña? Cogí aliento y reuní las escasas fuerzas que me restaban. Intenté enfocar mi ira contra Regio, repelerlo con el ímpetu suficiente para estamparlo contra la pared. Pero no pude. El dolor me impedía concentrarme. Mis propias defensas me derrotaron. Lo único que hizo Regio fue sobresaltarse y echarme un vistazo más de cerca.
—Está despierto —observó. Levantó de nuevo el dedo con languidez—. Verde. Es todo tuyo. Pero ten cuidado con su nariz. No le toques la cara. Lo demás se puede tapar con facilidad.
Verde dedicó un instante a ponerme de pie para luego derribarme de nuevo. Me cansé de esa rutina mucho antes que él. El suelo hacía tanto daño como sus puños. Parecía incapaz de mantener los pies debajo del cuerpo y de levantar los brazos para protegerme. Me replegué en mi interior, diminuto, allí encogido hasta que la brutalidad del dolor físico me obligaba a reaccionar y debatirme. Por lo general antes de volver a desmayarme. Me di cuenta de otro detalle. El disfrute de Regio. No quería encadenarme y hacerme daño. Quería verme luchar, ver cómo intentaba resistirme sin conseguirlo. Vigilaba a sus guardias también, tomando buena nota, sin duda, de quiénes apartaban la mirada de aquel espectáculo. Me utilizaba para medir su temple. Me obligué a ignorar que gozaba con mi dolor. Lo único verdaderamente importante era mantener mis barreras alzadas e impedir que Will entrara en mi cabeza. Ésa era la batalla que debía ganar.
La cuarta vez que desperté volvía a estar tirado en el suelo de mi celda. Un tremendo sonido sibilante y esforzado fue lo que me despertó. Era el sonido de mi respiración. Al cabo levanté una mano y bajé la capa de Mazas del banco. Cayó y me cubrió a medias. Permanecí tumbado un rato más. Los guardias de Regio le habían hecho caso. No tenía nada roto. Me dolía todo, pero no tenía ningún hueso roto. Sólo me habían procurado dolor. Nada que fuese a matarme.
Gateé hasta el agua. Me resisto a enumerar los distintos dolores que me produjo la acción de levantar la jarra y beber. Mis primeros intentos por defenderme me habían dejado las manos hinchadas y magulladas. Intenté en vano impedir que el canto del recipiente me golpeara la boca. Por fin conseguí beber. El agua me vigorizó, lo suficiente para que cobrara conciencia de mis distintas lesiones. Mi media hogaza de pan seguía también allí. Mojé la punta en lo que quedaba de agua y chupé el pan empapado hasta que se ablandó el mendrugo. Sabía a sangre. El vapuleo inicial de Perno me había arrancado varios dientes y me había cortado los labios. Sentía la nariz como un inmenso túmulo palpitante de dolor. No me atreví a tocarla con los dedos. Comer no me produjo ningún placer, tan sólo un alivio parcial del hambre que me martirizaba junto a mi dolor.
Transcurrido un momento me senté. Me envolví en la capa y pensé en lo que sabía. Regio estaba dispuesto a sacudirme hasta que manifestara la Maña delante de sus guardias o hasta que bajara mis defensas para que Will pudiera invadir mi mente y me obligara a confesar. Me pregunté qué conseguiría primero. Era indudable que se saldría con la suya. Mi única posibilidad de escapar de esa celda pasaba por la muerte. Opciones. Intentar que me golpearan hasta morir antes de emplear la Maña o sucumbir al asalto mental de Will. O ingerir el veneno que había preparado para Wallace. Me mataría. Eso era innegable. Con lo debilitado que estaba, seguramente actuaría más deprisa de lo que había planeado para él. Aunque seguiría siendo doloroso. Terriblemente doloroso.
Lo mismo daba un tipo de dolor que otro. Doblé con trabajo el puño ensangrentado de mi camisa. El bolsillo oculto estaba asegurado por un hilo que debería soltarse con un suave tirón, pero la sangre lo mantenía pegado. Tiré con cuidado. No debía derramarlo. Tendría que esperar a que me dieran más agua para tragarlo. De lo contrario me atragantaría con el polvillo amargo y lo vomitaría. Seguía bregando con el hilo cuando oí voces en el pasillo.
Se me antojó injusto que volvieran tan pronto a por mí. Escuché. No era Regio. Pero si alguien bajaba hasta allí sin duda tendría que ver algo conmigo. Una voz profunda retumbaba enfurecida. Los guardias replicaron brevemente en tono hostil. Otra voz, mediadora, razonable. De nuevo el retumbar, más alto, claramente beligerante. De pronto, un grito:
—¡Vas a morir, Traspié! ¡Te ahorcarán sobre el agua y quemarán tus restos!
La voz de Burrich. Una rara mezcla de rabia, amenaza y dolor.
—Sácalo de aquí.
Una de las guardias, alta y clara ahora. Una terral, por su acento.
—Ya va, ya va. —Reconocí la voz. Filo—. Es que ha bebido una copa de más, eso es todo. Siempre ha tenido ese problema. Y ha tenido al muchacho ahí, en sus establos, de aprendiz, durante años. Todo el mundo dice que tenía que haberse dado cuenta, que a lo mejor lo sabía y no hizo nada.
—Ssssí —afirmó Burrich con rabia—. ¡Y ahora me he quedado sin empleo, bastardo! ¡Me han prohibido llevar el emblema de Gama! Bueno, me cago en El, qué más da. Los caballos se han ido. ¡Los mejores caballos que adiestré jamás, se los han llevado al interior, regalados a unos idiotas! ¡Los perros, los halcones, se han ido! Sólo me quedan las escobas y un par de mulas. ¡Ya no tengo ni un solo caballo que llamar mío!
Su voz se acercaba. Había locura en ella.
Me encaramé a la puerta y me agarré a los barrotes para mirar. No podía ver el puesto de guardia, pero sí sus sombras en la pared. La sombra de Burrich intentaba adentrarse en el pasillo mientras los guardias y Filo se esforzaban por sujetarlo.
—Esperad. Venga, esperad un poco —rezongó Burrich—. Esperad. Mirad. Sólo quiero hablar con él. Eso es todo.
El racimo de gente avanzó por el pasillo y se detuvo de nuevo. Los guardias se interponían entre Burrich y mi puerta. Filo estaba agarrado al brazo de Burrich. Seguía luciendo las marcas de la pelea y llevaba un brazo en cabestrillo. Poco podía hacer por frenar a Burrich.
—Sólo quiero cobrarme lo mío antes que Regio. Nada más. Eso es todo. —El alcohol dificultaba el discurso de Burrich—. Venga. Sólo un ratito. ¿Qué más da ya? Si se puede dar por muerto. —Otra pausa—. Venga. Os compensaré. Tomad.
Los guardias intercambiaron miradas.
—Esto, Filo, ¿no tendrás una moneda? —Burrich estaba escarbando en su bolsa. Soltó un bufido de disgusto y la volcó sobre su mano. Cayó una lluvia de monedas que se le escaparon entre los dedos—. Hala, hala.
Las monedas tintinearon y rodaron por el suelo y Burrich abrió los brazos en un gesto de generosidad.
—Oye, que no, Burrich, no puedes sobornar a los guardias, conseguirás que te encierren también a ti.
Filo se agachó disculpándose mientras se apresuraba a recoger las monedas tiradas. Los guardias se agacharon con él y vi una mano furtiva que iba del suelo a un bolsillo.
De repente la cara de Burrich se asomó a mi ventana. Por un momento cruzamos la mirada a través de los barrotes. El dolor y el ultraje batallaban en su semblante. Tenía los ojos enramados de rojo a causa de la bebida y le apestaba el aliento a alcohol. La tela de su camisa mostraba un desgarrón allí donde le habían arrancado la insignia del alce. Me lanzó una mirada furibunda y entonces, mientras me escudriñaba, abrió los ojos asombrado. Permanecimos así un instante y creí que pasaba entre nosotros algo parecido a la comprensión y un adiós. Después se echó hacia atrás y me escupió a la cara.
—Toma, ahí tienes —gruñó—. Eso es por la vida que me has robado. Por todas las horas y los días que malgasté contigo. Mejor hubiera sido que murieras entre las bestias antes de dejar que pasase esto. Te van a colgar, muchacho. Regio ya ha ordenado levantar el cadalso, sobre el agua, como reza la tradición popular. Te ahorcarán, te cortarán en pedazos y te quemarán hasta los huesos. No quedará nada que enterrar. Seguramente tiene miedo de que los perros pudieran desenterrarte. Eso te gustaría, ¿eh, chaval? Que te enterraran como un hueso para que luego te desenterrara algún chucho. Más te valdría tenderte y morir en el sitio.
Me había apartado de él cuando me escupió. Ahora seguía frente a la puerta, balanceándome mientras él me observaba agarrado a los barrotes, con los ojos desorbitados y encendidos por la locura y la bebida.
—¿No dicen que eres tan bueno con la Maña? ¿Por qué no te conviertes en una rata y te escabulles de aquí? ¿Eh? —Apoyó la frente en los barrotes y me miró fijamente. Casi pensativamente, añadió—: Mejor eso que ser ahorcado, cachorro. Transfórmate en una bestia y huye con el rabo entre las patas. Si es que puedes… He oído que puedes… dicen que te puedes convertir en lobo. En fin, como no puedas, te van a colgar. Te colgarán del pescuezo y te ahogarás y patalearás… —Dejó la frase inconclusa. Sus ojos oscuros se clavaron en los míos. Estaban acuosos a causa de la bebida—. Mejor sería tenderse y morir en el sitio que perecer ahorcado. —De pronto parecía poseerlo la furia—. ¡Yo te ayudaré a tenderte y morir! —amenazó entre dientes—. ¡Será mejor que mueras a mi manera que a la de Regio!
Empezó a tirar de los barrotes, estremeciendo la puerta contra sus cerrojos.
Los guardias se abalanzaron sobre él de inmediato y lo prendieron uno de cada brazo, bregando y maldiciendo mientras él los ignoraba. El viejo Filo saltaba detrás de ellos, diciendo:
—Déjalo, vamos, Burrich, ya has dicho lo que tenías que decir, venga, hombre, para antes de que te metas en un lío de verdad.
No lo arrancaron de los barrotes sino que los soltó él de improviso, bajando los brazos a los costados. Eso pilló a los guardias desprevenidos y ambos trastabillaron de espaldas. Me así a la celosía del ventanuco.
—Burrich. —Me costó obligar mis labios a formar la palabra—. Nunca quise hacerte daño. Lo siento. —Cogí aliento, intenté encontrar las palabras adecuadas para aliviar el dolor que se traslucía en sus ojos—. Nadie debería culparte de nada. Hiciste cuanto pudiste conmigo.
Zangoloteó la cabeza en mi dirección, con el rostro contorsionado de ira y rabia.
—Túmbate y muere, muchacho. Túmbate y muere.
Me dio la espalda y se alejó de mí. Filo retrocedía de espaldas, musitando un centenar de disculpas a los dos guardias que lo seguían por el pasillo. Los vi partir y luego vi cómo se alejaba encorvada la sombra de Burrich, mientras Filo se demoraba para aplacar a los soldados.
Me enjugué el salivazo que me empapaba el rostro abotargado y regresé a mi banco de piedra arrastrando los pies. Permanecí sentado mucho tiempo, recordando. Me había prevenido contra la Maña desde el principio. Me había arrebatado sin piedad el primer perro al que me vinculé. Me había peleado con él por culpa de aquel perro, lo había repelido con cada ápice de fuerza que tenía y él se había limitado a devolverme el ataque. Con tanta violencia que transcurrieron años hasta que volví a intentar repeler a alguien. Y cuando cedió, ignorando ya que no aceptando mi lazo con el lobo, había sufrido las consecuencias. La Maña. Me había advertido en tantas ocasiones, y en todas ellas yo había estado seguro de que sabía lo que me hacía.
Y lo sabías.
Ojos de Noche. Reconocí su presencia. No me sentía con ánimos para hacer otra cosa.
Ven conmigo, hermano. Ven y salgamos a cazar. Te puedo alejar de todo esto.
Enseguida, a lo mejor, rechacé. No tenía fuerzas para discutir con él.
Lo cierto es que permanecí sentado mucho tiempo. Mi encuentro con Burrich me dolía tanto como la paliza. Intenté pensar en una persona a la que no hubiera defraudado en toda mi vida, a la que no hubiera decepcionado. No se me ocurrió nadie.
Miré la capa de Mazas de reojo. Hacía frío suficiente para quererla, pero estaba demasiado dolorido como para recogerla. Me llamó la atención un guijarro tirado en el suelo junto a ella. Me desconcertó. Llevaba escudriñando ese suelo el tiempo suficiente para saber que en mi celda no había piedritas sueltas.
La curiosidad es una fuerza inquietantemente poderosa. Por fin, me estiré cuanto pude y cogí la capa y el guijarro próximo a ella. Tardé un momento en envolverme en la prenda. Luego examiné la piedra. No era un guijarro. Era oscuro y húmedo. ¿Un envoltorio de algún tipo? Hojas. Una pelota de hojas amalgamadas. ¿Una pelota que me había golpeado en la barbilla cuando me escupió Burrich? Con cautela, la sostuve a la luz titilante que entraba por la ventana barrada. Algo de color blanco mantenía sujeta la hoja exterior. Lo solté. Lo que me había llamado la atención era el extremo blanco de una púa de puercoespín, mientras que el cabo negro y aserrado era lo que aseguraba el envoltorio de la hoja. Ésta, una vez desplegada, reveló una cápsula pegajosa y marrón. Me la acerqué a la nariz y olisqueé con cuidado.
Reconocí la fragancia de inmediato. Llévame. Una hierba de las montañas. Un potente analgésico y sedante, empleado en ocasiones para truncar piadosamente la vida. Era lo que había utilizado Kettricken cuando intentó asesinarme en el Reino de las Montañas.
Ven conmigo.
Ahora no.
¿Sería ése el regalo de despedida de Burrich? ¿Una muerte rápida? Repasé sus palabras. Lo mejor sería tenderse y morir. ¿Eso me aconsejaba el hombre que me había enseñado que el combate no acababa hasta que vencías? La contradicción era demasiado acusada.
Corazón de la Manada dice que deberías venir conmigo. Ahora. Esta noche. Dice que te tumbes. Que seas un hueso para que luego te desentierren los perros, dice. Podía percibir el esfuerzo que estaba haciendo Ojos de Noche para transmitirme ese mensaje.
Guardé silencio, pensativo.
Me sacó la espina del labio, hermano. Creo que podemos confiar en él. Ven conmigo, ahora, esta noche.
Consideré los tres objetos que tenía en mi mano. La hoja, la púa, la cápsula. Volví a guardar la cápsula en la hoja y la cerré de nuevo con la púa.
No entiendo qué quiere que haga, protesté.
Túmbate y estáte quieto. No te muevas y ven conmigo, como si fueras yo. Una larga pausa mientras Ojos de Noche tramaba algo en su cabeza. Come lo que te ha dado sólo si es necesario. Sólo si no puedes venir conmigo tú solo.
No tengo ni idea de cuáles son sus intenciones. Pero, igual que tú, creo que podemos confiar en él. En la penumbra, traspasado el umbral de la fatiga, me senté y manipulé el cosido de mi manga. Cuando conseguí soltar el hilo, saqué el diminuto envoltorio de papel y guardé en el bolsillo la hoja que contenía la ampolla. Conseguí que la púa la mantuviera cerrada. Miré el trozo de papel en mi mano. Se me ocurrió una fugaz idea, pero me resistí a contemplarla. Cerré el puño. Después me arropé con la capa de Mazas y me tumbé despacio en el banco. Sabía que debería montar guardia, por si regresaba Will. Estaba demasiado cansado y desolado. Estoy contigo, Ojos de Noche.
Nos alejamos juntos, corriendo por el manto de nieve cuajada, rumbo a un mundo de lobos.