Calabozos
Si un criador de perros sospecha que alguno de sus ayudantes está utilizando la Maña para pervertir y corromper a los animales con fines particulares, debería prestar atención a los siguientes indicios: si el muchacho no habla abiertamente con sus compañeros, que desconfíe. Si los perros levantan la cabeza antes de que aparezca el muchacho, o si gañen antes de que se vaya, que esté atento. Si un perro deja de perseguir a una hembra en celo, o si se aparta de un rastro de sangre y se tumba a una palabra del muchacho, puede estar seguro. Que el muchacho sea ahorcado, sobre el agua a ser posible, lejos de los establos, y que se queme su cadáver. Que todos los perros que haya adiestrado sean ahogados, al igual que todos los cachorros engendrados por el animal impuro. El perro que haya conocido la Maña no temerá ni respetará a otro amo, y es seguro que se volverá rabioso al faltarle el usuario de la Maña. El muchacho Mañoso nunca apaleará a un perro desobediente, ni tolerará que su perro Amañado sea vendido ni utilizado como cebo para el jabalí, sin importarle cuan viejo sea el perro. El muchacho Mañoso empleará los perros de su señor para sus propios fines y nunca profesará lealtad a su señor, sólo a su perro Amañado.
No sé cuándo desperté. De todas las bromas crueles que me había gastado recientemente el destino, decidí que despertar era la más cruel de todas. Me quedé tendido y catalogué mis variopintos dolores. El cansancio del frenesí inducido por las semillas de carris encajaba bien con la fatiga de mi duelo de Habilidad con Justin y Serena. Había sufrido algunos cortes bastante feos en mi antebrazo derecho y uno en el muslo izquierdo del que no recordaba nada. No me habían curado ninguna herida; tenía la manga y el pantalón pegados a la piel con sangre seca. El que me hubiera dejado inconsciente se había cerciorado de rematar su faena con varios golpes más. Por lo demás, estaba bien. Me lo dije repetidas veces, ignorando el temblor de mi pierna izquierda y mi brazo. Abrí los ojos.
La estancia en la que me encontraba era pequeña y de piedra. Había un cazo en la esquina. Cuando decidí al fin que podía moverme, alargué el cuello lo suficiente para ver que había una puerta, con un ventanuco con barrotes. Ah. Claro. Los calabozos. Satisfecha mi curiosidad, volví a cerrar los ojos y me dormí. Con el hocico pegado a la cola, descansaba a salvo en una guarida oculta por la nieve caída. Esa ilusión de seguridad era cuanto me podía ofrecer Ojos de Noche. Me sentía tan débil que incluso los pensamientos que me dirigía parecían brumosos. A salvo. Eso fue lo único que conseguí distinguir.
Volví a despertarme. Me di cuenta del tiempo transcurrido por la sed espantosa que me asaltó. Por lo demás, todo seguía igual. En esta ocasión determiné que el banco sobre el que estaba tendido también era de piedra. Entre la roca y yo sólo se interponían las ropas que llevaba puestas.
—¡Eh! —llamé—. ¡Guardias!
No hubo respuesta. Todo tenía un aire un tanto vago. Después de un rato no lograba recordar si había gritado ya o si todavía estaba juntando las fuerzas para hacerlo. Un momento más y decidí que no tenía fuerzas. Me dormí otra vez. No se me ocurría qué otra cosa podía hacer.
Me despertaron las protestas de Paciencia. La persona con la que estaba discutiendo no era una gran conversadora y ella no daba su brazo a torcer.
—Es ridículo. ¿Qué temes que haga? —Silencio—. Lo conozco desde que era un crío. —Otro silencio—. Está herido. ¿Qué hay de malo en que le eche un vistazo a sus heridas? Podéis ahorcarlo entero igual que a pedazos, ¿no crees?
Más silencio.
Al cabo decidí que a lo mejor me podía mover. Tenía un montón de morados y arañazos que no sabía de dónde habían salido. Seguramente me los había buscado en el trayecto entre el Gran Salón y la mazmorra. Lo peor de moverse era que la ropa me tiraba de los cortes encostrados. Decidí que podía soportarlo. Para tratarse de una estancia tan pequeña, el camino de la cama a la puerta se me hizo interminable. Cuando llegué descubrí que podía asomarme a la pequeña ventana barrada. Lo que vi fue la pared de piedra al otro lado del estrecho pasillo. Me agarré a los barrotes con la mano ilesa, la zurda.
—¿Paciencia? —grajeé.
—¿Traspié? Oh, Traspié, ¿estás bien?
Menuda pregunta. Quise reírme y en cambio tosí y acabé paladeando mi propia sangre. No sabía qué decir. Estaba bien, pero a ella no le convenía mostrar demasiado interés por mí. Aun desorientado como me sentía, eso lo sabía.
—Estoy bien —grazné, al cabo.
—¡Oh, Traspié, el rey está muerto! —me dijo desde el otro lado del pasillo. Las palabras rodaban en avalancha desde sus labios en su afán por contármelo todo—. Y la reina Kettricken no aparece, y el Rey a la Espera Regio dice que tú estás detrás de todo. Dicen…
—Lady Paciencia, tendréis que iros ahora —intentó intervenir el guardia.
Ella no le hizo caso.
—… que te volviste loco de dolor por la muerte de Veraz y que asesinaste al rey y a Serena y a Justin y nadie sabe qué has hecho con la reina y nadie puede…
—¡Señora, no podéis hablar con el prisionero!
Habló con convicción, pero Paciencia no tenía oídos para él.
—… encontrar al bufón. Wallace, ése, dice que vio cómo peleabais el bufón y tú por el cadáver del rey y que luego vio al Hombre Picado que venía para llevarse su alma. ¡Ese hombre está loco! ¡Además, Regio te acusa de practicar la magia mezquina, de tener alma de bestia! Así dicen que mataste al rey y…
—¡Señora! Si no os vais ahora, tendré que llevaros a rastras.
—Pues hazlo —escupió Paciencia—. Te reto a hacerlo. Cordonia, este hombre me está molestando. ¡Ah! ¡Cómo osas ponerme la mano encima! ¡A mí, que fui la Reina a la Espera de Hidalgo! Calma, Cordonia, no lo lastimes, si no es más que un muchacho. Sin modales, pero muchacho al fin y al cabo.
—Lady Paciencia, os lo ruego…
El guardia había cambiado su tono de voz.
—No puedes sacarme de aquí a rastras sin abandonar tu puesto. ¿Piensas que soy tan estúpida que no me doy cuenta de eso? ¿Qué vas a hacer? ¿Levantar la espada contra dos ancianas?
—¡Chester! Chester, ¿dónde estás? —aulló el guardia de servicio—. ¡Maldita sea, Chester!
Pude oír la frustración en su voz mientras llamaba a su compañero, que se había tomado un descanso. Seguramente estaba en la sala de guardia, frente a la cocina. Bebiendo cerveza fría. Comiendo cocido caliente. Me abrumó una oleada de vértigo.
—¿Chester?
La voz del guardia se alejaba. Era tan estúpido como para dejar a lady Paciencia sin vigilancia para ir en busca de su camarada.
Oí al instante el suave roce de las zapatillas de Paciencia al otro lado de mi puerta. Sentí el contacto de sus dedos sobre los míos, enroscados en los barrotes. No era lo bastante alta para asomarse a la ventana y el pasillo era tan angosto que no podía apartarse donde yo pudiera verla. Pero el toque de su mano fue para mí una bendición, como el sol de la mañana.
—Vigila por si regresa, Cordonia —instruyó, antes de hablarme—: ¿Cómo estás, de verdad?
Susurraba, pronunciando sus palabras sólo para mis oídos.
—Tengo hambre. Sed. Frío. Y me duele todo. —No tenía sentido engañarla—. ¿Qué sucede en el castillo?
—Es un completo caos. Los guardias de Torre del Alce contuvieron el alboroto en el Gran Salón pero luego, fuera, se produjo una pelea entre algunos de los invitados de Regio y los soldados del castillo. La guardia de la reina Kettricken los separó y sus oficiales restauraron el orden en las filas. Aun así, perdura la tensión. No todos los contendientes eran soldados. Más de un invitado ha acabado con un ojo morado o con una pierna coja. Por suerte, ninguno de los huéspedes ha sufrido heridas graves. Dicen que Filo es el que ha salido peor parado. Se abalanzó sobre los hombres de Lumbrales que te retenían. Le han roto alguna costilla, le machacaron los ojos y no sé qué le ha pasado en un brazo. Pero Burrich dice que se recuperará. La situación es muy tensa, no obstante, y los duques andan enseñándose los dientes como perros.
—¿Burrich? —pregunté con voz ronca.
—Él no se vio implicado —me aseguró—. Está bien. Si es que pasearse rezongando y con el ceño arrugado es estar bien. Aunque supongo que en él es normal.
Mi corazón latía desbocado en mi pecho. Burrich. ¿Por qué no se había ido? No me atrevía a seguir interesándome por él. Una pregunta de más y Paciencia sentiría curiosidad. En fin.
—¿Y Regio?
Paciencia resopló.
—Da la impresión de que lo que más irrita a Regio es que ya no tiene ninguna excusa para irse de Torre del Alce. Antes, ya sabes, iba a llevarse al rey Artimañas y a Kettricken al interior para ponerlos a salvo, desvalijando el castillo de paso para que estuvieran rodeados de sus cosas en su nuevo hogar. Ese pretexto ya no sirve y los duques costeros le han exigido que se quede y defienda el castillo, o que al menos ponga al mando a un hombre de su elección. Él ha propuesto al duque Refuljo de Lumbrales, pero a los duques costeros no les cae bien. Ahora que Regio se encuentra con que de repente es el rey, no parece que lo disfrute tanto como esperaba.
—¿Se ha coronado rey?
Un rugido atronó en mis oídos. Me mantuve en pie agarrándome a los barrotes. No podía desmayarme, me dije. El guardia regresaría pronto. Era mi única oportunidad de enterarme de lo que estaba ocurriendo.
—Todos hemos estado atareados enterrando al rey y buscando a la reina. Cuando encontraron el cadáver de Artimañas nos enviaron a despertarla a ella, pero sus puertas estaban cerradas y nadie respondía a nuestras llamadas. Al final Regio recurrió a sus hombres y sus hachas. La puerta de la cámara interior también estaba trancada. Pero la reina se había ido. Es un misterio para todos.
—¿Qué dice Regio?
Las telarañas de mi cabeza se disipaban. Oh, cómo dolía.
—Poca cosa, salvo que sin duda ella y su hijo están muertos y que seguramente tú eres el responsable. Ha levantado cargos de magia bestial contra ti, muy graves, y afirma que has asesinado al rey con tu Maña. Todos exigen pruebas que respalden sus acusaciones y él asegura que pronto, muy pronto.
Ninguna mención a la búsqueda de Kettricken por carreteras y caminos. Había apostado a que sus espías de la Habilidad no habían descubierto nuestro plan al completo. Pero, me previne, si había ordenado encontrarla, dudaba que sus órdenes incluyeran traerla de vuelta sana y salva.
—¿Qué hace Will? —pregunté.
—¿Will?
—Will, el hijo de Canana. Miembro de la camarilla.
—Oh. Ése. No lo he visto por ahí, no sé.
—Ah. —Me envolvió otro velo de vértigo. La lógica se escurría entre mis dedos. Sabía que debería hacer más preguntas, pero no se me ocurría cuáles. Burrich seguía allí, pero la reina y el bufón se habían ido. ¿Qué había salido mal? No había manera de preguntárselo a Paciencia sin comprometerme—. ¿Sabe alguien más que estás aquí? —conseguí preguntar.
Si Burrich sabía que iba a venir, le habría dado algún mensaje.
—¡Claro que no! No ha sido fácil planear esto, Traspié. Cordonia tuvo que mezclar un vomitivo con la comida del otro guardia para que sólo hubiera uno vigilando. Luego tuvimos que estar atentas para que cuando se fuese… oh. Cordonia insistió en que te trajéramos esto. Qué lista es.
Su mano se apartó y luego resurgió para colar dos manzanas pequeñas entre los barrotes. Se cayeron al suelo antes de que pudiera cogerlas. Resistí el impulso de abalanzarme sobre ellas de inmediato.
—¿Qué dicen de mí? —musité.
Paciencia guardó silencio un momento.
—En su mayoría, la gente dice que te has vuelto loco. Algunos, que el Hombre Picado te embrujó para sembrar la muerte entre nosotros esa noche. Hay quienes rumorean que habías planeado encabezar una rebelión y que asesinaste a Serena y a Justin porque descubrieron tus intenciones. Otros, no muchos, coinciden con Regio y dicen que practicas la magia de las bestias. Wallace, sobre todo, es el que dice esas cosas. Ha declarado que las velas no empezaron a arder con fuego azul en la cámara del rey hasta que entraste, y dice que el bufón gritaba que habías matado al rey. Pero el bufón también ha desaparecido. Se han producido tantos malos augurios que ahora mucha gente teme…
Dejó la frase inacabada.
—Yo no asesiné al rey —dije en voz baja—. Fueron Justin y Serena. Por eso los maté, con el cuchillo del rey.
—¡Que vuelven los guardias! —siseó Cordonia.
Paciencia hizo caso omiso.
—Pero si Justin y Serena ni siquiera estaban…
—No tengo tiempo para explicarlo. Lo hicieron por medio de la Habilidad. Pero fueron ellos, Paciencia. Lo juro. —Hice una pausa—. ¿Qué piensan hacer conmigo?
—La verdad, todavía no lo han decidido.
—No es momento de contarme mentiras piadosas.
La oí tragar saliva.
—Regio quiere ahorcarte. Te habría ordenado ejecutar allí mismo esa noche, en el Gran Salón, si Filo no hubiera mantenido a raya a sus guardias hasta que se hubo contenido el tumulto. Después los duques costeros salieron en tu defensa. Lady Gracia de Garrón recordó a Regio que ningún portador de la sangre de los Vatídico puede ser ajusticiado mediante la espada o la soga. Regio se negó a admitir que tuvieras sangre real, pero su rechazo encontró la oposición de muchas voces. Ahora jura que puede demostrar que tienes la Maña y que cualquiera que practique la magia bestial debe perecer colgado.
—¡Lady Paciencia! ¡Debéis iros ahora, por favor, o seré yo el que penda de una soga!
El guardia había regresado, evidentemente acompañado de Chester, pues se escuchaban más que un par de pasos. Se acercaban corriendo a la celda.
Paciencia me soltó los dedos.
—Haré lo que pueda por ti —susurró.
Se había esforzado lo indecible para impedir que el miedo se asomara a su voz, pero ahora se manifestaba en sus palabras.
Y luego se fue, vituperando al guardia como un arrendajo todo el camino mientras Chester o quien fuera la escoltaba lejos de las mazmorras. Cuando se hubo marchado me agaché entumecido para recoger las manzanas. No eran muy grandes y se veían arrugadas tras un invierno en las despensas, pero las encontré deliciosas. Me comí hasta el rabo. El escaso jugo que contenían no hizo nada por aliviar mi sed. Me senté un rato en el banco, con la cabeza entre las manos, obligándome a estar alerta. Sabía que tenía que pensar, pero era tremendamente difícil. Mi mente no lograba concentrarse. Me sentí tentado de despegar la camisa de los cortes de mi brazo, pero me contuve. Mientras no se infectaran, haría bien en no manipularlos. No podía permitirme el lujo de perder más sangre. Recurrí a todas mis fuerzas para arrastrar los pies de nuevo hasta la puerta.
—¡Guardias! —grajeé.
Me ignoraron.
—Quiero agua. Y comida.
¿Dónde estás? Fue otra voz la que respondió a mis súplicas.
Lejos de tu alcance, amigo. ¿Qué tal estás?
Bien. Pero te he echado de menos. Dormías tan profundamente que pensé que habías muerto.
Lo mismo pensé yo. Esa noche. ¿Los condujiste hasta los caballos?
Sí. Y se fueron. Corazón de la Manada les dijo que yo era un cruce que tú habías domesticado. Como si fuese un chucho que sabe hacer trucos.
Intentaba protegerme, no insultarte. ¿Por qué no se fue con ellos Corazón de la Manada?
No lo sé. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Esperar.
—¡Guardias! —llamé de nuevo, tan alto como fui capaz.
No fue muy alto.
—Apártate de la puerta.
La voz del hombre sonó directamente delante de mí. Estaba tan ocupado con Ojos de Noche que no lo había oído acercarse. Eso no era propio de mí.
Se corrió un pequeño panel al pie de la puerta. Metieron un cazo con agua y media hogaza de pan. El panel volvió a cerrarse.
—Gracias.
No hubo respuesta. Cogí ambas cosas y las examiné con atención. El agua olía como si llevara mucho tiempo estancada, pero no percibí trazas de veneno tras probar un sorbo precavido y olisquear la hogaza. Partí el pan en busca de motas o signos de decoloración. No era fresco, pero tampoco estaba envenenado de forma evidente. Y alguien se había comido la otra mitad. Di cuenta de todo en meros instantes. Volví a mi banco de piedra, me tumbé e intenté encontrar una postura lo menos incómoda posible.
La celda era seca, pero fría, como podría serlo cualquier estancia vacía en Torre del Alce durante el invierno. Sabía exactamente dónde me encontraba. Los calabozos no estaban lejos de las bodegas. Sabía que podría dejarme los pulmones gritando sin que me oyera nadie más que mis guardias. Había explorado esa zona de pequeño. Rara vez había encontrado ocupantes en las celdas y todavía más raros eran los guardias que los vigilaban. La rapidez de la justicia en Torre del Alce implicaba que en escasas ocasiones permaneciera un reo en su celda más que algunas horas. Las infracciones solían castigarse con la muerte o con trabajos forzosos. Sospechaba que esas celdas conocerían un aumento de la actividad ahora que Regio ocupaba el trono.
Procuré dormir pero me había abandonado la insensibilidad. Me revolví en el banco de piedra y pensé. Dediqué un rato a intentar convencerme de que si la reina había escapado, había conseguido mi objetivo. A fin de cuentas, ganar consistía en conseguir lo que querías, ¿no? Al cabo, me descubrí pensando en la rapidez con que se había esfumado el rey Artimañas. Como una pompa que estalla. Si me ahorcaban, ¿sería igual de rápido para mí? ¿O colgaría asfixiándome durante mucho tiempo? A fin de distraerme de esos pensamientos tan agradables, me pregunté cuan larga tendría que ser la guerra civil entre Veraz y Regio para que el primero pudiera volver a plasmar los Seis Ducados en un mapa con ese nombre. Siempre, claro está, que Veraz regresara y lograra expulsar a las Velas Rojas de la costa. Cuando Regio se fuera de Torre del Alce, como estaba seguro que haría, me pregunté quién se quedaría al mando. Paciencia había dicho que los duques costeros no querían saber nada de lord Refuljo. En Gama había algunos nobles menores, pero ninguno con el arrojo necesario para reclamar Torre del Alce, pensé. Quizás alguno de los tres duques costeros saliera al frente y presentara su candidatura. No. Ninguno de ellos estaba en condiciones en esos momentos de ocuparse de nada fuera de sus respectivas fronteras. Tendrían que componérselas cada uno por su cuenta. A menos que Regio se quedara en Torre del Alce. Con la reina desaparecida y muerto el rey, a fin de cuentas, él era el legítimo Rey. A no ser que alguien supiera que Veraz aún vivía. Pero pocas personas lo sabían. ¿Aceptarían ahora los duques costeros a Regio como monarca? ¿Aceptarían a Veraz cuando volviera? ¿O despreciarían a quien los había abandonado para perseguir una empresa ridícula?
El tiempo transcurría lánguidamente en aquel espacio inalterable. No me daban comida ni agua si no lo pedía, y a veces ni siquiera entonces, por lo que el horario de comidas no servía para medir el día. Despierto era prisionero de mis pensamientos y preocupaciones. Una vez intenté habilitar con Veraz, pero el esfuerzo me oscureció la vista y me procuró un persistente dolor de cabeza. No tenía fuerzas para intentarlo por segunda vez. El hambre se convirtió en una constante, inexorable como el frío de la celda. Oí cómo expulsaban los guardias a Paciencia en dos ocasiones, los oí negarse a entregarme el alimento y las vendas que traía consigo. No la llamé. Quería que desistiera, que se olvidara de mí. Mi único consuelo llegaba cuando dormía y cazaba en sueños con Ojos de Noche. Intenté emplear sus sentidos para explorar lo que acontecía en Torre del Alce, pero concedía a las cosas la misma importancia que cualquier lobo y, cuando estaba con él, compartía su escala de valores. El tiempo no se dividía en días y noches, sino en muerte y más muerte. La carne que devoraba con él no sustentaba mi cuerpo humano, pero aun así me satisfacía cuando se atiborraba. Con sus sentidos descubrí que el tiempo estaba cambiando y una mañana me desperté sabiendo que despuntaba un día de invierno despejado. Tiempo de corsarios. Los duques costeros no se quedarían mucho más en Torre del Alce, si es que todavía seguían allí.
Me sacaron de mi ensimismamiento unas voces en el puesto de guardia y el roce de unas botas contra el suelo de piedra. Por primera vez desde que despertara allí oí el sonido de una llave en la cerradura de mi celda y se abrió la puerta. Me senté despacio. Me escudriñaron tres duques y un príncipe traidor. Conseguí ponerme de pie. Detrás de mis señores había una hilera de soldados armados con picas, como si se dispusieran a mantener a raya a una bestia rabiosa. Había un guardia empuñando una espada junto a la puerta abierta, entre Regio y yo. No subestimaba la magnitud de mi odio.
—Ya lo veis —declaró Regio, lacónico—. Está vivo y en perfecto estado. No me he librado de él. Pero también habéis de saber que estaría en mi perfecto derecho. Mató a un hombre, mi siervo, en mi propio salón. Y a una mujer en su habitación. Sólo por esos crímenes su vida ya me pertenece.
—Rey a la Espera Regio. Acusáis a Traspié Hidalgo de haber asesinado al rey Artimañas valiéndose de la Maña —acotó Mazas. Con una lógica aplastante, añadió—: Nunca había oído que tal cosa fuera posible. Pero de ser cierto, su vida pertenecería al consejo, pues habría asesinado primero al rey. El consejo tendría que reunirse para decidir si es inocente o culpable y dictar sentencia.
Regio exhaló un suspiro de exasperación.
—Convocaré al consejo, en tal caso. Acabemos con esto de una vez. Es ridículo retrasar mi coronación por culpa de la ejecución de un asesino.
—Milord, la muerte de un rey no es algo ridículo —señaló sin alterarse el duque Shemshy de Torote—. Y esperaremos a ocuparnos de un rey antes de nombrar a otro, Regio, Rey a la Espera.
—Mi padre está muerto y enterrado. ¿Qué más habría que hacer para ocuparse de él?
Regio se estaba poniendo nervioso. El dolor y el respeto brillaban por su ausencia en su réplica.
—Tenemos que averiguar cómo murió, y a manos de quién —dijo Mazas de Osorno—. Vuestro hombre, Wallace, afirma que Traspié Hidalgo asesinó al rey. Vos, Rey a la Espera Regio, lo apoyáis y decís que se valió de la Maña para hacerlo. Muchos de nosotros creemos que Traspié Hidalgo era decididamente leal a su rey y que no sería capaz de algo así. Y Traspié Hidalgo acusa del magnicidio a los usuarios de la Habilidad.
El duque me miró a la cara por fin. Le sostuve la mirada y hablé como si estuviéramos solos.
—Justin y Serena lo mataron —dije suavemente—. Traicionaron y mataron a mi rey.
—¡Silencio! —bramó Regio.
Levantó amenazadoramente la mano como si se dispusiera a golpearme. No me moví.
—Por eso yo los maté a ellos —proseguí, mirando únicamente a Mazas—. Con el cuchillo del rey. ¿Por qué si no habría elegido precisamente esa arma?
—Los locos hacen cosas extrañas —apuntó el duque Kelvar de Garrón mientras Regio se estremecía, lívido de ira.
Miré a Kelvar a los ojos con serenidad. La última vez que había hablado con él fue en su propia mesa, en Bahía Pulcritud.
—Yo no estoy loco —declaré—. Esa noche no estaba más loco que la noche en que blandí un hacha frente a las murallas de Guardabahía.
—Bien pudiera ser cierto —afirmó pensativo Kelvar—. Se rumorea que entra en frenesí cuando pelea.
Un destello iluminó los ojos de Regio.
—También se rumorea que ha sido visto con sangre en la boca tras la batalla. Que se convierte en uno de los animales con los que se crió. Está Amañado.
El silencio respondió a su comentario. Los duques cruzaron miradas y, cuando Shemshy volvió a fijar sus ojos en mí, vi repugnancia en ellos. Fue Mazas el que respondió por último a Regio.
—Es una acusación muy seria la que planteáis. ¿Tenéis testigos?
—¿Personas que lo hayan visto con la boca sucia de sangre? Varias.
Mazas meneó la cabeza.
—Cualquiera puede terminar una batalla con la cara bañada de sangre. El hacha no es un arma limpia. Doy fe de ello. No. Haría falta algo más.
—Pues reunamos al consejo —repitió Regio con impaciencia—. Oigamos lo que tenga que decir Wallace sobre cómo murió mi padre y a manos de quién.
Los tres duques se miraron. Sus ojos volvieron a confluir en mí, pensativos. El duque Mazas gobernaba ahora la costa. Estuve seguro de eso cuando fue él el que habló.
—Rey a la Espera Regio. Seamos francos. Habéis acusado a Traspié Hidalgo, hijo de Hidalgo, de valerse de la Maña, la magia de las bestias, para asesinar al rey Artimañas. Esta acusación es sumamente grave. A fin de convencernos a todos de eso, os pedimos que demostréis no sólo que está Amañado, sino que puede herir a otro con sus artes. Todos nosotros hemos sido testigos de que no había señales en el cuerpo del rey Artimañas, ni rastro de un combate a muerte. Si no hubierais lanzado esta acusación de traición, habríamos estado dispuestos a aceptar que falleció debido a su avanzada edad. Hay quienes murmuran, incluso, que sólo buscáis una excusa para libraros de Traspié Hidalgo. Sé que estáis al corriente de tales rumores; me limito a manifestarlos para que podamos hacerles frente. —Mazas hizo una pausa, como si se debatiera consigo mismo. Lanzó otra mirada de refilón a sus compañeros. Al ver que ni Kelvar ni Shemshy daban muestras de disensión, carraspeó y continuó—. Os proponemos lo siguiente, Rey a la Espera Regio. Demostradnos, señor, que Traspié Hidalgo está Amañado y que se valió de esa Maña para asesinar al rey Artimañas, y nosotros os permitiremos ajusticiarlo como consideréis apropiado. Seremos testigos de vuestra coronación como rey de los Seis Ducados. Es más, aceptaremos que lord Refuljo sea vuestro representante en Torre del Alce y consentiremos que trasladéis vuestra corte a Puesto Vado.
El triunfo rutiló fugazmente en el semblante de Regio. Después lo nubló la sospecha.
—¿Y si resultara, duque Mazas, que no puedo demostraros nada?
—Entonces Traspié Hidalgo vivirá —decretó suavemente Mazas—. Y vos le concederéis la soberanía de Torre del Alce y de las fuerzas de Gama en vuestra ausencia.
Los tres duques costeros levantaron la cabeza para sostener la mirada del Rey a la Espera.
—¡Esto es traición y deslealtad! —siseó Regio.
La mano de Shemshy voló casi hasta la empuñadura de su espada. Kelvar enrojeció pero no dijo nada. La línea de soldados se tensó tras ellos. Mazas fue el único que permaneció impasible.
—Milord, ¿levantáis más acusaciones? —inquirió con calma—. De nuevo, exigiremos que las demostréis. Podría demorarse vuestra coronación.
Después de un instante de silencio y duelo de miradas, Regio contestó suavemente:
—He hablado sin pensar, mis duques. Es un momento difícil para mí. Privado tan bruscamente de la guía de mi padre, fallecida mi madre, desaparecida nuestra reina con el hijo que porta en su seno… Comprended que esta situación podría empujar a cualquiera a pronunciarse sin reflexionar. Me… De acuerdo. Me atendré a este… pacto que proponéis. Demostraré que Traspié Hidalgo está Amañado o lo dejaré libre. ¿Eso os complace?
—No, mi Rey a la Espera —respondió Mazas con tranquilidad—. No son ésos los términos propuestos. De declararse inocente, Traspié Hidalgo quedará al mando de Torre del Alce. Si demostráis que es culpable, aceptaremos a Refuljo. Ésos son nuestros términos.
—¿Y las muertes de Justin y Serena, preciados sirvientes y miembros de la camarilla? Sabemos que al menos esas muertes cabe atribuírselas a él. Él mismo lo ha confesado.
La mirada que me dedicó Regio en ese momento podría haberme fulminado en el sitio. Cuan arrepentido debía de estar por haberme culpado de la muerte de Artimañas. De no ser por las airadas acusaciones de Wallace y el respaldo de Regio a las mismas, podría haber ordenado que me ahogaran por la muerte de Justin. Eso, todo el mundo era testigo, había sido obra mía. Irónicamente, sus ansias de vilipendiarme estaban postergando mi ejecución.
—Tendréis ocasión de probar que practica la Maña y que asesinó a vuestro padre. Sólo por esos crímenes os permitiremos ahorcarlo. En cuanto a los otros… él afirma que fueron ellos los verdugos del rey. Si él es declarado inocente, deberemos aceptar que obró justamente al ajusticiar a los miembros de la camarilla.
—¡Esto es intolerable! —escupió Regio.
—Milord, ésas son nuestras condiciones —repuso suavemente Mazas.
—¿Y si las rechazo? —espetó Regio, furioso.
Mazas se encogió de hombros.
—El cielo está raso, milord. Tiempo de corsarios, para los que tenemos costas. Tendremos que volver cada uno a nuestro castillo para defender nuestras orillas como mejor podamos. Sin el respaldo del consejo en pleno, no podréis coronaros rey, ni designar legítimamente a la persona encargada de regir Torre del Alce en vuestra ausencia. Deberéis pasar el invierno en Torre del Alce, milord, y seguir enfrentándoos a los piratas igual que nosotros.
—Me mareáis con tradiciones y leyes ridículas para obligarme a acatar vuestra voluntad. ¿Soy vuestro rey o no lo soy? —preguntó secamente Regio.
—No sois nuestro rey —acotó Mazas, sereno pero inflexible—. Sois nuestro Rey a la Espera. Y tenéis todas las de seguir esperando hasta que se resuelvan estas acusaciones.
La negrura de la mirada de Regio no dejaba lugar a dudas sobre cuan poco le gustaba escuchar aquello.
—Muy bien —dijo categóricamente, demasiado deprisa—. Supongo que tendré que acatar este… trato. Recordad que sois vosotros los que habéis decretado que sea así, no yo. —Se giró y me miró. Supe en ese momento que no cumpliría su palabra; supe que moriría en esa celda. Aquella enfermiza y repentina certidumbre oscureció la periferia de mi visión y consiguió que me tambaleara. Sentí que me había alejado dos pasos de la vida. El frío me atenazó las entrañas.
—Entonces estamos de acuerdo —dijo Mazas suavemente. Volvió sus ojos hacia mí y frunció el ceño. Mi expresión debía de reflejar parte de lo que sentía, pues se apresuró a preguntar—: Traspié Hidalgo, ¿os están tratando bien aquí? ¿Os dan de comer?
Al tiempo que formulaba sus preguntas desabrochó el cierre de su hombro. Su capa estaba muy usada, pero era de lana y, cuando me la lanzó, su peso me empujó contra la pared.
Me aferré a la capa, que conservaba todavía el calor de su cuerpo, sintiéndome agradecido.
—Agua. Pan —dije, sucinto. Miré la robusta prenda de lana—. Gracias —conseguí pronunciar más despacio.
—¡Más de lo que tienen muchos! —rezongó airadamente Regio—. Son tiempos difíciles —añadió, con remilgo.
Como si aquellos a los que se dirigía no lo supieran mejor que él.
Mazas me escudriñó por un instante. No dije nada. Al cabo, lanzó a Regio una mirada glacial.
—¿Tan difíciles como para no darle un montón de paja donde dormir, en vez de un tálamo de piedra?
Regio sostuvo su furibunda mirada. Mazas no se amilanó.
—Necesitaremos pruebas de su culpabilidad, Rey a la Espera Regio, antes de contemplar su ejecución. Mientras tanto, confío que lo mantendréis con vida.
—Dadle al menos raciones de campaña —propuso Kelvar—. Nadie podrá decir que así lo tenéis consentido y nosotros tendremos un hombre vivo, ya sea para ahorcarlo o para que gobierne Gama.
Regio se cruzó de brazos y no respondió. Yo sabía que no iba a recibir más que agua y mendrugos de pan. Creo que habría sido capaz de arrebatarme la capa de Mazas si no supiera que yo pelearía por ella. Con un cabeceo, Regio indicó al guardia que podía cerrar mi puerta. En cuanto se cerró me lancé sobre ella para asirme a los barrotes y ver cómo se alejaban. Pensé en llamarlos, en decirles a todos que Regio no iba a dejarme vivir, que encontraría la manera de matarme allí. Pero no lo hice. No me hubieran creído. Seguían sin temer a Regio lo suficiente. Si lo hubieran conocido tan bien como yo, habrían sabido que ninguna promesa sería capaz de obligarlo a cumplir su palabra. Iba a matarme. Estaba demasiado a su alcance como para resistirse a la tentación.
Solté los barrotes y regresé entumecido a mi banco. Me senté. Por acto reflejo más que a propósito me cubrí los hombros con la capa de Mazas. La lana no podía repeler el frío que sentía ahora. Del mismo modo que la crecida de la marea inunda una caverna marina, así me embargó una vez más la certidumbre de mi muerte. De nuevo pensé que iba a perder el conocimiento. Me debatí, me deshice vagamente de mis propias ideas sobre la manera en que elegiría matarme Regio. Había tantas posibilidades. Sospechaba que intentaría arrancarme una confesión. Dado el tiempo necesario, quizá lo consiguiera. Pensar en eso me revolvía el estómago. Intenté apartarme del borde del precipicio, dejar de comprender tan plenamente que iba a sufrir una muerte espantosa.
En un extraño brote de optimismo, reflexioné que tal vez lograra engañarlo. En el puño de mi manga cubierta de sangre estaba el diminuto bolsillo que contenía aún el veneno que había confeccionado para Wallace hacía tanto tiempo. Si hubiera ofrecido una muerte menos horrenda, lo habría ingerido en ese momento. Pero no había formulado el veneno para que indujera un sueño rápido e indoloro, sino retortijones, vómitos y fiebre. Más adelante, pensé, quizás incluso eso fuera preferible a lo que me tuviese reservado Regio. Esa idea no me proporcionó ningún consuelo. Me tendí en mi banco y me enrollé a conciencia en la capa de Mazas. Esperaba que no le tuviera demasiado apego. Seguramente era el último gesto amable que tendría alguien conmigo. No me dormí. Huí, sumergiéndome voluntariamente en el mundo de mi lobo.
Desperté más tarde de un sueño humano en el que Chade me regañaba por no prestarle atención. Me arrebujé en la capa de Mazas. La luz de las antorchas se filtraba en mi celda. Día o noche, no lo sabía, aunque creía que podía ser noche cerrada. Intenté conciliar el sueño de nuevo. La voz apremiante de Chade me estaba diciendo…
Me senté despacio. La cadencia y el tono de la voz ahuecada pertenecían a Chade sin duda. Parecía más tenue cuando me senté. Volví a tumbarme. Ahora era más alta, pero todavía no conseguía distinguir las palabras. Apreté la oreja contra el banco de piedra. No. Me levanté despacio y deambulé por la pequeña celda, yendo de pared a pared y de esquina a esquina. Había un rincón donde la voz sonaba más fuerte, pero seguía sin poder distinguir las palabras.
—No te entiendo —dije a mi celda vacía.
La voz sofocada se interrumpió. Cuando habló de nuevo, su entonación era interrogativa.
—¡No te entiendo!
Chade volvió a hablar, más deprisa, pero no más alto.
—¡Que no te entiendo! —exclamé frustrado.
Pasos fuera de mi celda.
—¡Traspié Hidalgo!
La guardia era bajita. No podía asomarse.
—¿Qué? —pregunté con voz adormilada.
—¿Por qué gritas?
—¿Eh? Ah. Una pesadilla.
Los pasos se alejaron. La oí reírse y decirle al otro guardia:
—No sé qué pesadilla podría ser peor para él que estar despierto.
Su acento era del interior.
Regresé a mi banco y me tumbé. La voz de Chade había cesado. Estaba de acuerdo con la guardia. No volvería a dormirme enseguida, sino que pensaría en lo que había querido comunicarme Chade tan desesperadamente. Dudaba que fuesen buenas noticias y no quería imaginarme las malas. Iba a morir allí. Al menos que fuese porque había ayudado a escapar a la reina. Me pregunté en qué parte de su trayecto estaría. Me acordé del bufón y me pregunté cómo soportaría los rigores de un viaje en invierno. Me resistí a imaginar por qué no estaba Burrich con ellos. En vez de eso, pensé en Molly.
Debí de quedarme dormido, porque la vi. Subía con dificultad una cuesta, cargando sobre los hombros una vara con un cubo lleno de agua a cada extremo. Se la veía pálida, enferma y exhausta. En lo alto de la colina había una cabaña desvencijada contra cuyas paredes se apilaba la nieve. Se detuvo, posó los cubos de agua delante de la puerta y se quedó de pie, escudriñando el océano. Arrugó la frente ante el buen tiempo y la suave brisa que coronaba de blanco las olas. El viento le levantó su espesa mata de pelo como acostumbraba a hacer yo y le acarició la cálida curva del cuello y la barbilla. «No —dijo en voz alta—. No. No volveré a pensar en ti. No.» Se agachó, cogió los pesados cubos de agua y entró en la cabaña. Cerró la puerta con firmeza a su espalda. El viento soplaba a través de ella. El tejado estaba mal cubierto de paja. La brisa arreció y dejé que me llevara lejos.
Rodé con ella, me sumergí en ella y permití que disipara mis dolores. Pensé en hundirme más, en alcanzar la corriente más fuerte que me arrastraría para siempre, lejos de mi ser y de mis patéticas preocupaciones. Metí las manos en esa corriente poderosa, veloz y pesada como un río crecido. Tiró de mí.
Yo que tú me apartaría de ahí.
¿De verdad? Dejé que Veraz considerara mi situación por un momento.
Puede que no, respondió en tono desalentado, con algo parecido a un suspiro. Tendría que haberme imaginado lo grave que era. Al parecer se necesita un dolor o una enfermedad enorme, o una penuria extrema para conseguir que abatas tus defensas y puedas habilitar. Se interrumpió y ambos guardamos silencio largo rato, pensando en nada y en todo a la vez. Bueno. Mi padre ha muerto. Justin y Serena. Debí haberlo supuesto. Su fatiga y la merma de sus fuerzas; ésas son las señales de un Hombre del Rey, llevado hasta el límite demasiado a menudo. Sospecho que llevaba ocurriendo mucho tiempo, seguramente desde antes que Galeno… falleciera. Sólo él podría haber tramado algo así e idear la manera de llevarlo a cabo. Qué forma más aberrante de utilizar la Habilidad. ¿Y también nos espiaban a nosotros?
Sí. No sé de cuánto se habrán enterado. Y hay que tener a otro en consideración. A Will.
Maldito sea tres veces por idiota. Fíjate, Traspié. Debimos darnos cuenta. Al principio nos fue tan bien con los barcos, y luego, en cuanto conocieron nuestras intenciones, encontraron la manera de bloquearnos. Regio ha tenido a la camarilla en el bolsillo desde que se formó. Por eso recibíamos los mensajes con retraso, a veces nunca. La ayuda siempre se enviaba demasiado tarde o ni siquiera llegaba a enviarse. Está tan lleno de odio como de sangre una garrapata. Y ha vencido.
No del todo, majestad. Refrené mi mente para no pensar en Kettricken a salvo, camino de las montañas. En cambio, repetí: Todavía está Will. Y Carrod y Burl. Debemos ser circunspectos, mi príncipe.
Una sombra de calor. Lo seré. Pero quiero que sepas que te estoy agradecido. Quizás hayamos pagado un elevado precio, pero la recompensa lo merece. Para mí, al menos.
También para mí. Percibí su cansancio y resignación. ¿Vas a rendirte?
Aún no. Pero mi futuro, como el tuyo, no parece prometedor. Todos los demás han muerto o huido. Yo seguiré adelante, pero no sé hasta dónde podré llegar. Ni qué haré cuando llegue. Y estoy tan cansado… Sería tan fácil darse por vencido…
Veraz podía leer en mí con claridad, lo sabía. Pero yo tenía que esforzarme para intuir lo que me ocultaba. Sentí el inmenso frío que lo rodeaba y una herida que le dificultaba la respiración. Su soledad, y el dolor de saber que quienes habían muerto lo habían hecho lejos de casa, y de él. Capacho, pensé, y mi pesar fue un eco del suyo. Charim. Desaparecidos para siempre. Y algo más, algo que se resistía a transmitirme. Una tentación, el vértigo del precipicio. Una presión, un tirón, muy parecido al tirón de la Habilidad de Justin y Serena. Intenté soslayar su reticencia, examinarlo más de cerca, pero me mantuvo apartado.
Algunos peligros se agrandan al enfrentarse uno a ellos, me advirtió. Éste es uno de ésos. Pero estoy seguro de que es el camino que debo seguir si quiero encontrar a los Vetulus.
—¡Prisionero!
Salí de mi trance con un sobresalto. Una llave giró en la cerradura de mi puerta y ésta se abrió. Había una chica en el umbral. Regio estaba a su lado, con una mano apoyada en su hombro. Los flanqueaban dos guardias, terrales ambos, a juzgar por su indumentaria. Uno de ellos se balanceó para arrojar una antorcha al interior de mi celda. Retrocedí sin proponérmelo y parpadeé ante la inesperada iluminación.
—¿Es ése? —preguntó Regio con dulzura.
La joven me observó atemorizada. Le devolví la mirada, intentando decidir por qué me resultaba familiar.
—Sí, señor, lord príncipe, alteza, señor. Ése es. Fui al pozo esa mañana, tenía que, tenía que coger agua, si no el bebé moriría, como si se lo hubieran llevado los corsarios. Y hacía rato que todo estaba tranquilo, Bahía Pulcritud estaba en silencio como un cementerio. Así que fui al pozo de madrugada, sigilosa en medio de la niebla, señor. Luego veo allí a ese lobo, justo al lado del pozo, levanta la cabeza y va y me mira. En eso que el viento agita la bruma y el lobo no está y ahora es un hombre. Ese hombre, señor. Rey su majestad.
Seguía contemplándome con los ojos muy abiertos.
Ya la recordaba. La mañana después de la batalla por Bahía Pulcritud y Guardabahía. Ojos de Noche y yo nos habíamos parado junto al pozo para descansar. Recordé cómo él me había despertado al tiempo que se alejaba cuando apareció la muchacha.
—Eres una chica muy valiente —celebró Regio. Le dio una palmadita en el hombro—. Guardia, llevadla arriba, a la cocina, y procurad que coma bien y duerma en alguna parte. No, dejadme la antorcha. —Se apartaron de la puerta y los soldados la cerraron con firmeza. Oí pasos que se alejaban, pero la luz permaneció al otro lado de la puerta. Cuando el sonido de los pasos se hubo apagado, Regio habló de nuevo—. Bueno, bastardo, parece que este juego se ha terminado. Tus paladines te abandonarán sin pensárselo dos veces, supongo, cuando comprendan lo que eres. Hay más testigos, naturalmente. Testigos que dirán que había huellas de lobo y hombres muertos a bocados donde peleaste en Bahía Pulcritud. Entre la propia guardia de Torre del Alce hay quienes, bajo juramento, tendrán que admitir que cuando te has enfrentado a los forjados, algunos de los cadáveres presentaban señales de garras y colmillos.
Exhaló un hondo suspiro de complacencia. Oí cómo dejaba la antorcha en una abrazadera de pared. Volvió a acercarse a la puerta. Era lo bastante alto para verme por el ventanuco. Llevado por un impulso infantil, me levanté y me aproximé para mirarlo desde arriba. Retrocedió. Sentí una satisfacción mezquina.
Su desdén se acentuó.
—Mira que eres ingenuo. Qué imbécil. Vuelves de las montañas con el rabo entre las piernas y te crees que lo único que necesitas para sobrevivir es el favor de Veraz. Tú y tus estúpidas conspiraciones. Las conocía todas. Todas, bastardo. Tus conversaciones con la reina, los sobornos para poner a Mazas en mi contra. Incluso los planes de Kettricken para abandonar Torre del Alce. Que llevara ropa de abrigo, le dijiste. Que el rey iría con ella. —Se puso de puntillas para asegurarse de que lo veía sonreír—. No se ha ido ni con lo uno ni con lo otro, bastardo. Ni con el rey ni con la ropa de abrigo que preparó. —Hizo una pausa—. Ni a caballo.
Su voz acarició la última palabra como si hiciera mucho tiempo que la reservaba. Escudriñó mi rostro con avidez.
Comprendí en ese momento que había sido mil veces estúpido. Romero. La pequeña, tan adorable, siempre adormilada, siempre sesteando en alguna esquina. Tan avispada que se le podía encomendar cualquier recado. Tan pequeña que podías olvidarte de su presencia. Pero yo tendría que haberlo sabido. No era mayor que ella cuando Chade empezó a adiestrarme en las artes de mi oficio. Me sentí mareado y eso debió de reflejarse en mi cara. No conseguía recordar lo que había dicho delante de ella y lo que no. No había manera de saber qué secretos había confiado Kettricken por encima de aquella cabecita cuajada de rizos oscuros. Qué conversaciones con Veraz había presenciado, qué charlas con Paciencia. La reina y el bufón estaban desaparecidos. Eso era lo único que sabía a ciencia cierta. ¿Habrían conseguido siquiera salir de Torre del Alce con vida? Regio sonreía, satisfecho consigo mismo. La puerta con barrotes fue lo único que me ayudó a mantener la promesa que le hiciera a Artimañas.
Se fue sin dejar de sonreír.
Regio tenía pruebas que confirmaban mi Maña. La muchacha de Bahía Pulcritud se ocuparía de eso. Ahora sólo le faltaba torturarme para que confesara haber asesinado a Artimañas. Tenía tiempo de sobra. Todo el que le hiciera falta.
Me dejé caer al suelo. Veraz tenía razón. Regio había vencido.