Fugas y Capturas
El rebrote de los conflictos entre los ducados costeros y los terrales al término del reinado de Artimañas fue más bien la resurrección de antiguos enconos que el nacimiento de nuevas rencillas. Los cuatro ducados costeros, Osorno, Gama, Garrón y Torote, ya formaban un reino mucho antes de que surgieran los Seis Ducados. Cuando las estrategias bélicas unificadoras de los Estados de Chalaza convencieron al Rey Ejión de que sus conquistas no iban a reportarle ningún beneficio, volcó sus ambiciones sobre el interior. La región de Lumbrales, con su dispersa población de nómadas, cayó fácilmente ante los organizados ejércitos del monarca. Haza, más poblada y asentada, rindió las armas de mala gana cuando el antiguo rey de esa región encontró su territorio sitiado y sus rutas de comercio cortadas.
El antiguo reino de Haza y la región que habría de convertirse en Lumbrales se consideraron territorio ocupado durante más de una generación. La abundancia de sus campos de cereales, sus huertas y sus rebaños fue explotada a conciencia para disfrute de los ducados costeros. La reina Munificencia, nieta de Ejión, supo darse cuenta de que eso sembraba el descontento entre las zonas del interior. Hizo gala de una enorme tolerancia y sabiduría al elevar a los ancianos de las tribus de Lumbrales y las antiguas familias regentes de Haza a la condición de nobles. Se valió de matrimonios y entregas de tierras para forjar alianzas entre las gentes de la costa y las del interior. Fue la primera en referirse a su reino como los Seis Ducados. Pero ni todas sus maniobras políticas podían alterar los intereses geográficos y económicos de las distintas áreas. El clima, la gente y los estilos de vida de los ducados terrales siempre fueron sumamente diferentes de los de las zonas costeras.
Durante el reinado de Artimañas, los intereses divergentes de ambas regiones fueron exacerbados por los descendientes de sus dos reinas. Sus hijos mayores, Veraz e Hidalgo, eran los hijos de la reina Constancia, noble de Torote con parientes también entre la nobleza de Osorno. Era costera de pura cepa. La segunda reina de Artimañas, Deseo, era oriunda de Lumbrales, pero su linaje se remontaba hasta la antigua realeza de Haza y tenía una conexión lejana con los Vatídico. De ahí que proclamara con insistencia que su hijo Regio era más noble que cualquiera de sus hermanastros y que, por consiguiente, tenía más derecho a ocupar el trono.
Con la desaparición del Rey a la Espera Veraz, los rumores de su muerte y el evidente fracaso del rey Artimañas, los duques costeros supusieron que el poder y el título pasarían a manos del príncipe Regio, nacido de linaje terral. Prefirieron aliarse con el hijo nonato de Veraz, un príncipe costero, y como era predecible hicieron cuanto estaba en sus manos por conservar y consolidar el poder de las líneas de sangre costeras. Amenazados como estaban los ducados costeros por los corsarios y los forjados, lo cierto es que era la única decisión racional que podían tomar.
La ceremonia del Rey a la Espera fue demasiado larga. Los asistentes se congregaron con sobrada antelación para que Regio pudiera realizar una entrada fastuosa entre nuestras filas y ascender al trono, donde lo esperaba un somnoliento rey Artimañas. La reina Kettricken, pálida como una vela de cera, se encontraba de pie al lado del monarca. Artimañas estaba engalanado con túnicas, mantos de pieles y la regalía completa de joyas reales, pero Kettricken había rechazado las sugerencias y tentaciones de Regio. Se erguía alta y recta ataviada con una sencilla túnica púrpura, ceñida sobre su vientre abultado. Una simple diadema de oro recogía sus cortos mechones. De no ser por esa banda de metal que le ceñía las sienes podría haber pasado por una criada al servicio de Artimañas. Yo sabía que todavía se consideraba un sacrificio más que una reina. No comprendía que la sobriedad de su atuendo resaltaba drásticamente su cualidad de extranjera en la corte.
El bufón también estaba presente, vestido con un raído jubón negro y blanco, con su cetro coronado de nuevo por Ratita. Se había pintado la cara con franjas negras y blancas a su vez y me pregunté si lo habría hecho para disimular sus magulladuras o, simplemente, para hacer juego con su jubón. Había aparecido un poco antes que Regio y era evidente que había disfrutado del espectáculo que originó al pasearse por el pasillo, bendiciendo a la concurrencia con sacudidas de Ratita antes de saludar con una reverencia y dejarse caer grácilmente a los pies de Artimañas. Los guardias habían hecho ademán de interceptarlo, pero fueron bloqueados por una masa de espectadores curiosos y divertidos. Cuando llegó al estrado y se sentó, el rey estiró un brazo para alborotar con gesto distraído los rizos del bufón, de modo que se le había permitido quedarse allí. La actuación del bufón suscitó sonrisas y fruncimientos de ceño, dependiendo principalmente de cuan leal a Regio se considerara cada cual. Por mi parte, temía que aquélla hubiera sido la última broma del bufón.
El ambiente del castillo durante todo el día había sido equivalente al de una olla hirviendo. Me había equivocado al confiar en la discreción de Osorno. De repente eran demasiados los nobles que me saludaban con la cabeza o buscaban cruzar la mirada conmigo. Me preocupaba que los lacayos de Regio no pudieran pasarlo por alto, de modo que me había encerrado en mi cuarto o, durante buena parte de la tarde, en la torre de Veraz, donde había intentando habilitar con él en vano. Había elegido ese lugar con la esperanza de invocar mentalmente su recuerdo con claridad, pero había fracasado. En cambio me había descubierto intentando percibir los pasos de Will en las escaleras de la torre, o el roce de la presencia de Justin y Serena contra mi sentido de la Habilidad.
Tras renunciar a habilitar me quedé sentado un buen rato, dándole vueltas al irresoluble acertijo de cómo expulsar a los guardias de la habitación de Artimañas. Fuera se oía el martilleo del mar y el viento, y cuando abrí las ventanas me lanzó al otro lado de la estancia una ráfaga furiosa. Muchos consideraban que ése era el día propicio para la ceremonia; la tormenta mantendría a los corsarios paralizados donde quiera que estuviesen en esos momentos y nos libraría de nuevos saqueos. Yo veía la lluvia helada que formaba una costra de hielo sobre la nieve caída, volviendo peligrosamente traicioneras las carreteras, y me imaginaba a Burrich viajando en plena noche con la reina y el rey Artimañas en su litera. No iba a ser tarea fácil.
Se había asentado la atmósfera adecuada para que ocurriera algún prodigio. Ahora, a las historias del Hombre Picado y las serpientes de la chimenea, se sumaba la desesperación que imperaba en las cocinas. La hornada de pan del día no había cuajado y la leche se había agriado en las cubas aun antes de que se le hubiera podido quitar la nata. La pobre Perol Sara estaba desolada y declaraba que nunca antes había ocurrido algo así en su cocina. Los porquerizos se negaron a dar la leche estropeada a sus cerdos, tal era su convicción de que estaba maldita. El problema con el pan había obligado a trabajar el doble a los criados de la cocina, que ya no daban abasto para dar de comer a todos los invitados que habían acudido para presenciar la ceremonia. Ahora podía asegurar que el humor de todo un castillo podía resentirse del mal talante de la servidumbre de sus cocinas.
Se habían enviado raciones reducidas a la sala de guardia, el caldo estaba demasiado salado y la cerveza había perdido su fuerza. El duque de Haza se quejó de haber recibido vinagre en vez de vino en sus aposentos, lo que propició que el duque de Osorno comentara a los de Torote y Garrón que incluso un vaso de vinagre hubiera sido bien recibido en sus aposentos como gesto de hospitalidad. El desafortunado comentario llegó, no se sabe cómo, a oídos de la señora Premura, que regañó airadamente a todos los chambelanes y criados por no haber conseguido transmitir a los cuartos de invitados secundarios la poca alegría que quedaba aún en el castillo. Los lacayos protestaron y se defendieron diciendo que habían recibido órdenes de escatimar obsequios con esos huéspedes, aunque nadie supo precisar quién había dado dicha orden, ni siquiera quién había corrido la voz. Así había transcurrido la jornada, de modo que fue un alivio para mí aislarme en la torre de Veraz.
Pero no me atrevía a perderme la ceremonia del Rey a la Espera, pues eso habría dado lugar a numerosas preguntas. Allí estaba, por tanto, víctima incómoda de una camisa con las mangas demasiado holgadas y unas mallas sumamente ásperas, aguardando pacientemente la entrada de Regio. No tenía la cabeza puesta en su pompa y ceremonia; mis propias preguntas y preocupaciones no dejaban sitio para nada más. No sabía si Burrich habría conseguido los caballos y la litera. Ya era de noche. Probablemente estuviera sentado a la intemperie, con esa tormenta, al patético amparo del alisal. Habría cubierto los caballos con una manta, sin duda, pero de poco serviría frente al aguanieve que caía ahora con fuerza. Me había dado el nombre del herrero donde se refugiaban Hollín y Rubí. Tenía que apañármelas para seguir pagando al hombre su soborno semanal y echarles un vistazo de vez en cuando para asegurarme de que estuvieran bien atendidos. Me había hecho prometer que no delegaría esa tarea. ¿Conseguiría retirarse sola la reina a su habitación? Y una y otra vez, ¿cómo iba a vaciar el cuarto de Artimañas para que pudiera llevárselo Chade?
Un murmullo de asombro me sacó de mi ensimismamiento. Miré de reojo al estrado, donde parecía que tuviera los ojos fijos todo el mundo. Se produjo un breve parpadeo y, por un instante, una de las velas blancas chisporroteó de azul. Luego otra escupió una chispa y ardió azul un instante. Hubo otro murmullo, pero las velas rebeldes volvieron a arder con normalidad después de aquello. Ni Kettricken ni el rey Artimañas parecieron percatarse de nada extraño, pero el bufón se sentó erguido y amonestó a las díscolas velas con un cabeceo de Ratita.
Al cabo apareció Regio, resplandeciente entre sedas blancas y terciopelos rojos. Una doncellita caminaba delante de él, columpiando un incensario de sándalo. Regio prodigaba sonrisas mientras avanzaba hacia el trono con indolencia, mirando a varias personas a los ojos y saludando a varias más con la cabeza en su camino al asiento real. Estoy seguro de que no todo salió tan a la perfección como había planeado Regio. El rey Artimañas tartamudeó y se quedó mirando desconcertado el pergamino que le habían dado para leer. Kettricken terminó por cogerlo de sus manos temblorosas y el anciano le dedicó una sonrisa mientras ella leía en voz alta unas palabras que debían de partirle el corazón. Era un cuidadoso listado de los hijos que había engendrado el rey Artimañas, incluida una niña que había perecido siendo todavía un bebé, por orden de nacimiento y luego por orden de defunción. Concluía nombrando a Regio único superviviente y legítimo heredero. No vaciló al llegar al nombre de Veraz, sino que leyó en voz alta el sucinto estamento («Llevado por la desgracia mientras realizaba una misión en el Reino de las Montañas») como si no fuese más que el ingrediente de una lista. No se mencionaba al hijo que portaba en su seno. El bebé nonato se consideraba heredero, pero no Rey a la Espera. No podría reclamar ese título hasta cumplir al menos los dieciséis años de edad.
Kettricken había cogido del arcón de Veraz la sencilla diadema de plata con la gema azul que era la corona del Rey a la Espera, y el colgante de oro y esmeralda con forma de alce rampante. Entregó los objetos al rey Artimañas, que los contempló como si no comprendiera su función. No hizo ademán de entregárselos a Regio. Éste acabó por extender los brazos hacia ellos y Artimañas consintió que se los arrebatara. Regio puso la corona sobre su cabeza, se rodeó el cuello con el colgante y se irguió ante todos nosotros, el nuevo Rey a la Espera de los Seis Ducados.
Los cálculos de Chade erraron por poco. Las velas no empezaron a titilar azules con fuerza hasta que los duques hubieron iniciado su procesión para jurar lealtad una vez más a la Casa de los Vatídico. Regio intentó hacer caso omiso del fenómeno, hasta que los murmullos de la congregación amenazaron con acallar el juramento del duque Carnero de Haza. Regio se giró y, con gesto de indiferencia, apagó la vela impertinente. Admiré su aplomo, sobre todo cuando una segunda vela se volvió azul casi al mismo tiempo y él repitió el gesto. Pensé que el augurio empezaba a ser demasiado evidente cuando de una antorcha de pared próxima a la puerta principal brotaron de pronto una llamarada azul y un olor pestilente antes de que el fuego se apagara. Todas las miradas se habían vuelto para observarla. Regio aguardó hasta que hubo terminado el espectáculo, pero vi la tensión reflejada en su mentón y en la vena diminuta que palpitaba en su sien.
No sé cómo había planeado concluir su ceremonia, pero después de aquello la interrumpió de forma harto brusca. A un seco ademán, los juglares comenzaron a tocar de repente, mientras a otra indicación se abrían las puertas y entraban criados con mesas preparadas de antemano, seguidos de muchachos que portaban caballetes sobre los que posar los grandes tableros. Para ese banquete, al menos, no había escatimado nada y todo el mundo recibió encantado las sabrosas carnes y pastas. Si parecía que escatimara el pan, a nadie se le ocurrió quejarse. En el Salón Inferior se habían dispuesto mesas y manteles para los nobles, y allá vi que escoltaba Kettricken al rey Artimañas mientras el bufón y Romero caminaban tras sus pasos. Los integrantes del populacho disponíamos de viandas más modestas en abundancia y de espacio de sobra para bailar.
Me había propuesto disfrutar de una buena comida durante el banquete, pero una y otra vez me veía acosado por hombres que me palmeaban la espalda con demasiada efusividad o de mujeres que me lanzaban miradas demasiado interesadas. Los duques costeros compartían la mesa con el resto de la nobleza, supuestamente para congraciarse con Regio y cimentar sus nuevas relaciones con él. Me habían informado de que los tres duques costeros sabían de mi avenencia con su plan. Era inquietante comprobar que también los nobles de menos rango estaban al corriente. Celeridad no me pidió abiertamente que fuese su acompañante, pero me ponía nervioso siguiéndome a todas partes tan callada como un sabueso. Cada vez que me daba la vuelta la encontraba a seis pasos de distancia. Era evidente que deseaba que hablara con ella, pero yo no confiaba en encontrar las palabras adecuadas. A punto estuve de desplomarme cuando uno de los nobles de Torote me preguntó si pensaba que iba a enviarse algún buque de guerra a Bahía Falsa, tan al sur.
Con el corazón en un puño, comprendí de pronto mi equivocación. Ninguno de ellos temía a Regio. No veían peligro, tan sólo a un chiquillo malcriado al que le gustaba vestirse lujosamente, llevar una diadema y reclamar títulos para sí. Pensaban que se iría y que podrían ignorarlo. Yo sabía que se equivocaban.
Sabía de lo que era capaz Regio, impulsado por sus ansias de poder, o por capricho, o simplemente porque le parecía que podía salirse con la suya. Se iría de Torre del Alce. No la quería. Pero si se le ocurría, haría cuanto estuviera en su mano para impedir que me la quedara yo. Se suponía que yo iba a quedarme allí abandonado, aislado, para sucumbir al hambre o a los corsarios. No para amasar poder entre los escombros que él pensaba dejar atrás.
Si no me andaba con cuidado, conseguiría que me mataran. O algo peor, si Regio podía ingeniar alguna tortura más refinada.
En dos ocasiones intenté escabullirme y en ambas me vi arrinconado por alguien que deseaba hablar a solas conmigo. Al final alegué que me dolía la cabeza y anuncié abiertamente que me retiraba a mi cuarto. Hube de resignarme a recibir las buenas noches de al menos una decena de personas antes de conseguir retirarme. Cuando ya pensaba que era libre Celeridad buscó mi mano con timidez y me deseó buenas noches con una voz tan desolada que supe que había herido sus sentimientos. Creo que eso me conmovió más que ninguna otra cosa aquella noche. Le di las gracias y, en un alarde de cobardía, me atreví a besarle la punta de los dedos. El rebrote de luz en sus ojos me avergonzó. Huí escaleras arriba. Mientras las subía me pregunté cómo era capaz de soportar ese tipo de eventos Veraz, cómo había podido tolerarlos mi padre. Si alguna vez había soñado con ser un príncipe real en vez de un bastardo, esa noche deseché mi sueño. Era una profesión demasiado pública. Desalentado, comprendí que ésa era la vida que me esperaba hasta el regreso de Veraz. Me rodeaba un espejismo de poder y serían demasiadas las personas que se dejarían engañar por él.
Fui a mi habitación y, con gran alivio, me cambié de ropa y me puse unas prendas más cómodas. Mientras alisaba mi camisa palpé la bolsita con el veneno de Wallace, cosida todavía en la manga. Quizá, reflexioné con amargura, me trajera suerte. Salí de mi cuarto y afronté el que seguramente fuera mi acto más estúpido de la noche. Subí a la cámara de Molly. La sala de los criados estaba vacía, el pasillo iluminado tenuemente por dos antorchas. Llamé a su puerta. No hubo respuesta. Probé a girar la manilla, pero no estaba echada la llave. La puerta se abrió cuando la empujé.
Oscuridad. Vacío. No ardía el fuego en la chimenea. Encontré un trozo de vela y lo encendí con una antorcha. Después regresé a su habitación y cerré la puerta. Me quedé allí hasta que la devastación se trocó finalmente en realidad. Era todo tan propio de Molly. La cama limpia de sábanas, las cenizas de la chimenea barridas, pero con un montoncito de leña preparado para el próximo residente. Ésos eran los detalles que me indicaban que había desaparecido del cuarto. Ni una cinta, ni una vela, ni siquiera un pedazo de mecha quedaba de la mujer que había vivido allí como una criada. La jarra boca abajo en la palangana para que no entrara el polvo. Me senté en su silla delante de la chimenea apagada, abrí el arcón de su ropa y me asomé. Pero no era su silla, su chimenea ni su arcón. Sólo eran meros objetos que ella había tocado durante su breve estancia allí.
Molly se había ido.
No iba a volver.
Había mantenido mi entereza negándome a pensar en ella. Aquel cuarto vacío me arrancó la venda de los ojos. Me vi a mí mismo y desprecié lo que vi. Deseé poder retirar el beso que había depositado en los dedos de Celeridad. ¿Bálsamo para el orgullo herido de una muchacha, o un cebo para atraerla hacia mí junto con su padre? Ya no sabía qué había sido. Ninguna de las dos cosas tenía justificación. Las dos estaban mal, si creía en el amor que le había prometido a Molly. Aquel simple gesto me declaraba culpable de todos los cargos que me había atribuido. Siempre antepondría los Vatídico a ella. Había tentado a Molly con la promesa del matrimonio, la había despojado de su orgullo en sí misma y de su fe en mí. Me había herido al abandonarme. Lo que no podía dejar atrás era lo que la había obligado a pensar de ella misma. Eso debería llevarlo encima siempre, la idea de que había sido engañada y utilizada por un mentiroso egoísta que ni siquiera tenía valor para luchar por ella.
¿Puede ser la desolación una fuente de coraje? ¿O era simplemente impetuosidad y ansia de autodestrucción? Bajé las escaleras con arrojo y me dirigí directamente a los aposentos del rey. Las antorchas que ardían en la pared frente a su puerta me irritaron lanzando chispas azules a mi paso. Una pizca demasiado melodramático, Chade. Me pregunté si había manipulado hasta la última vela y antorcha del castillo. Aparté la cortina y entré. No había nadie. Ni en la sala de estar, ni siquiera en el dormitorio del rey. El lugar ofrecía un aspecto desolado, con todos los artículos de mejor calidad enviados río arriba. Parecía la habitación de cualquier posada mediocre. No quedaba nada que mereciera la pena robar, o Regio habría dejado un guardia en la puerta. En cierto modo, me recordó al cuarto de Molly. Aquí y allá había algunos objetos: ropa de cama, prendas de vestir y cosas por el estilo. Pero ésa ya no era la habitación de mi rey. Me acerqué a la mesa y me coloqué en el mismo sitio donde me había plantado siendo un chiquillo. Allí, mientras Artimañas desayunaba, me interrogaba astutamente sobre mis lecciones de la semana y hacía que me diera cuenta, cada vez que se dirigía a mí, de que si yo era su súbdito también él era mi rey. Aquel hombre ya no estaba, lo habían eliminado de su cuarto. La parafernalia de un hombre activo, los calzadores, los cuchillos, los pergaminos habían sido reemplazados por incensarios donde quemar hierbas y tazas pegajosas donde servir té con drogas. El rey Artimañas había abandonado esa habitación hacía mucho tiempo. Esa noche iba a sacar del castillo a un hombre enfermo.
Oí pasos y me maldije por mi torpeza. Me colé detrás de una colgadura y me quedé paralizado. Escuché un murmullo de voces procedente de la sala de estar. Wallace. Esa réplica burlona debía provenir del bufón. Salí de mi escondite para espiar desde el dormitorio, entre la improvisada cortina. Kettricken estaba sentada al lado del rey, conversando con él en voz baja. Parecía cansada. Tenía círculos oscuros alrededor de los ojos pero sonreía para el rey. Me alegró oírle musitar una respuesta a lo que fuese que le había preguntado ella. Wallace se agachó frente a la chimenea y echó leña al fuego con excesivo cuidado. Al otro lado del hogar, Romero se había ovillado con su vestido nuevo apilado a su alrededor. Bostezó adormilada, suspiró y se enderezó. Sentí lástima por ella. La larga ceremonia me había dejado exactamente igual. El bufón estaba detrás de la silla del rey. Se giró de repente y me miró, como si la cortina no supusiera ningún obstáculo. No vi a nadie más en la estancia.
El bufón se encaró de pronto con Wallace.
—Eso es, soplad, sir Wallace, soplad fuerte y con ganas. Lo mismo ni siquiera necesitamos el fuego si expulsáis el frío del cuarto con la calidez de vuestro aliento.
Wallace no se levantó, pero lanzó una mirada asesina al bufón por encima del hombro.
—Trae más leña, ¿quieres? Estos palos no quieren prender. El fuego les pasa por encima pero la madera no arde. Me hará falta agua caliente para prepararle al rey su té antes de que se acueste.
—¿Le cuesta acostarse? ¿Cuánto le cuesta? ¿Cuándo se acuesta? El fiel Wallace quiere que se acueste ahora, cueste lo que cueste. Mas no se acostará a mi costa. ¡Guardias! ¡A mí la guardia! ¡Acostaremos al rey a su costa! —El bufón dio un brinco desde su puesto detrás del rey y cabrioló hasta el vano de la puerta, donde se esforzó por abrir la cortina como si fuese una puerta de verdad. Al final asomó la cabeza al pasillo y volvió a llamar a los guardias a voz en grito. Retiró la cabeza después de un momento y volvió al cuarto con expresión compungida—. También cuesta llamar a la guardia. Pobre Wallace. —Contempló al hombre con ojos serios. Wallace estaba a cuatro patas en el suelo, bregando irritado con el fuego—. Seguro que si viráis, dais la popa al fuego y sopláis de esa guisa, conseguiréis que las llamas dancen saltarinas. Viento en popa mejor que a toda vela, Wallace.
Una de las velas que iluminaba la habitación escupió de pronto una lluvia de chispas azules. Todos, incluido el bufón, dieron un respingo ante su siseo. Wallace se puso de pie. No pensaba que fuese un hombre supersticioso, pero el brillo salvaje de sus ojos me indicó cuan poco le gustaba ese augurio.
—El fuego se niega a arder —anunció.
Entonces, como si comprendiera el significado de lo que acababa de decir, se interrumpió, boquiabierto.
—Estamos embrujados —observó melifluo el bufón.
Encima de la chimenea, la pequeña Romero recogió las rodillas bajo su barbilla y miró alrededor con ojos como platos. Había desaparecido de ella cualquier vestigio de somnolencia.
—¿Por qué no acude la guardia? —preguntó Wallace, enfadado. Se acercó a la entrada del cuarto y se asomó al pasillo—. ¡Las antorchas arden azules, todas ellas! —jadeó. Volvió a meter la cabeza y miró a su alrededor con expresión enloquecida—. Romero. Corre y trae a los guardias. Dijeron que nos seguirían enseguida.
Romero meneó la cabeza y se negó a obedecer. Se abrazó las rodillas con más fuerza.
—¿Los guardias nos seguirían enseguida? ¿Estamos en Seguida? ¿Nos siguen siguiendo? ¡Mira que no seguirnos enseguida! ¡A Seguida, enseguida!
—¡Deja de decir tonterías! —espetó Wallace al bufón—. Busca a los guardias.
—¿Busca? Empieza protestando porque no prende la madera y termina confundiéndome con su mascota. ¡Ah! Que busque la madre, el palo, dices. ¿Dónde está el palo?
Y el bufón comenzó a ladrar como un perro y a corretear por el cuarto como si le hubieran lanzado un palo.
—¡Que vayas a buscar a los guardias! —casi aulló Wallace.
La reina habló con firmeza.
—Bufón. Wallace. Ya está bien. Nos aburrís con vuestras payasadas y, Wallace, estás asustando a Romero. Vete a buscar a los guardias tú mismo, ya que tanto te empeñas en tenerlos aquí. Por lo que a mí respecta, me gustaría tener un poco de paz. Estoy cansada. Me acostaré pronto.
—Alteza, esta noche se trama alguna desgracia —insistió Wallace. Miró en rededor con cautela—. No soy de los que se dejan influir por presagios, pero últimamente se han producido demasiados como para pasarlos por alto. Iré a buscar a los guardias, ya que al bufón le falta el valor…
—¿Es él el que lloriquea porque no acuden los guardias enseguida para ayudarle a acostar al rey y soy yo el que no tiene valor? ¡Ay, que me da algo!
—¡Bufón, por favor, haya paz! —El ruego de la reina parecía sincero—. Wallace. Vete y, en vez de buscar a los guardias, busca leña que arda. Nuestro rey no necesita alborotos sino descanso. Vete. Corre.
Wallace se demoró en la puerta, a todas luces renuente a afrontar en solitario la iluminación azul del pasillo.
El bufón hizo un mohín.
—¿Quieres que vaya contigo y te dé la manita, valiente Wallace?
Al menos así consiguió expulsarlo de la habitación. Cuando sus pasos se apagaron, el bufón volvió a mirar hacia mi escondite, invitándome a revelar mi presencia.
—Mi reina —dije en voz baja. Un jadeo repentino fue lo único que indicó que la había sobresaltado al salir del dormitorio del rey—. Si deseáis retiraros, el bufón y yo podemos acostar al rey. Sé que estáis cansada y que queríais retiraros pronto esta noche.
Desde la chimenea, Romero me miraba con ojos desorbitados.
—Quizás eso sea lo mejor —respondió Kettricken. Se levantó con sorprendente presteza—. Vamos, Romero. Buenas noches, mi rey.
Abandonó rauda la estancia, con Romero prácticamente trotando detrás de ella. La niña nos dirigió más de una mirada de soslayo. En cuanto la cortina de la puerta hubo caído tras ellas, me acerqué al rey.
—Alteza, es la hora —le dije suavemente—. Montaré guardia mientras os vais. ¿Deseáis llevaros algo especial?
Tragó saliva y fijó sus ojos en mí.
—No. No, aquí no me queda nada. Nada se queda, nada por lo que quedarse. —Cerró los ojos y habló en voz baja—. He cambiado de opinión, Traspié. Creo que prefiero quedarme aquí y morir en mi propia cama esta noche.
El bufón y yo nos quedamos petrificados por un instante.
—¡Ah, no! —exclamó en un susurro el bufón.
—Alteza, sólo estáis cansado —dije yo.
—Y lo único que conseguiré es cansarme todavía más. —En sus ojos brillaba una extraña lucidez. El joven rey que yo había tocado fugazmente cuando habilitábamos juntos me observaba desde ese cuerpo asediado por el dolor—. La salud me ha abandonado. Mi hijo se ha convertido en una serpiente. Regio sabe que su hermano está vivo. Sabe que la corona que porta no le corresponde. No creí que pudiera… Pensaba que al final comprendería… —Las lágrimas se agolparon en sus viejos ojos. Pensaba que iba a salvar a mi rey de un príncipe desleal. Tendría que haber sabido que no podría salvar al padre de la traición de su hijo. Extendió una mano hacia mí. Una mano musculosa con la que tantas veces había empuñado la espada, convertida ahora en una garra demacrada y macilenta—. Me gustaría despedirme de Veraz. Me gustaría que supiera, por mí, que no di mi aprobación a nada de esto. Dejad que sea fiel al menos con el hijo que tan fiel ha sido conmigo. —Indicó un lugar a sus pies—. Ven, Traspié. Llévame con él.
No podía negarme a esa orden. No vacilé. Fui y me arrodillé frente a él. El bufón se quedó a su espalda; sus lágrimas trazaban meandros grises en la pintura negra y blanca de su cara.
—No —susurró urgentemente—. Mi rey, levantaos, busquemos un refugio. Allí podréis meditar esto. No es preciso que lo decidáis ahora.
Artimañas no le prestaba atención. Sentí la mano del rey posada en mi hombro. Le presté mi fuerza, sorprendido y apesadumbrado por haber aprendido a hacerlo por fin a voluntad. Nos sumergimos juntos en el negro río de la Habilidad. Rodamos en esa corriente mientras esperaba a que él dictara la dirección para seguir. En cambio, me abrazó de repente. Hijo de mi hijo, sangre de mi sangre. A mi manera, te he querido.
Majestad.
Mi joven asesino. ¿En qué te he convertido? ¿Cómo he podido corromper mi propia carne? No sabes lo joven que eres todavía. Hijo de Hidalgo, aún no es demasiado tarde para enderezarte. Levanta la cabeza. Ve más allá de todo esto.
Había pasado mi vida convirtiéndome en lo que él quería que fuese. Ahora sus palabras me llenaban de confusión y de preguntas que no había tiempo para responder. Sentía cómo se disipaban sus fuerzas.
Veraz, susurré para recordárselo.
Sentí cómo extendía su voluntad y reafirmé su búsqueda. Sentí el roce de la presencia de Veraz y una brusca zambullida del rey. Fui tras él como si buceara tras un hombre que se hunde en aguas profundas. Agarré su conciencia, la así, pero era como sujetar una sombra. Era un niño en mis brazos, asustado y enfrentado a lo desconocido.
Entonces se fue.
Como una pompa que estalla.
Me había parecido atisbar la fragilidad de la vida cuando sostuve en mis brazos el cadáver de aquella pequeña. Ahora la conocía.
Presente y, de pronto, desaparecida. Incluso una vela que se apaga deja tras de sí un hilacho de humo. Mi rey simplemente había desaparecido.
Pero no estaba solo.
Creo que todos los niños han dado alguna vez la vuelta a un pájaro muerto encontrado en el bosque y se han sentido asombrados y aterrorizados por el bullicioso afán de los gusanos que operaban debajo. Las pulgas medran y las garrapatas engordan en un perro moribundo. Justin y Serena, como sanguijuelas desprendidas de un pez muerto, se abalanzaron sobre mí. Ése era el origen de su fuerza aumentada y el lento declive del rey. Ésa era la bruma que le había nublado el juicio y llenado de cansancio sus días. Galeno, su maestro, tenía a Veraz como objetivo. Pero había errado el blanco y no se había procurado más que su propia muerte. Cuánto tiempo llevaban pegados al rey, cuánto hacía que drenaban sus fuerzas, nunca lo sabría. Debían de estar al corriente de todo cuanto había habilitado a Veraz a través de mí. Comprendí muchas cosas de repente, pero ya era demasiado tarde. Acortaban distancias y no sabía cómo eludirlos. Sentí cómo hacían presa en mí, sabía que ahora era mi fuerza la que succionaban y que, sin motivos para sofrenarse, me matarían en cuestión de instantes.
Veraz, exclamé, pero ya estaba demasiado débil. Jamás podría llegar hasta él.
¡Soltadlo, perros! Un rugido familiar y Ojos de Noche repelió a través de mí. Pensaba que no daría resultado pero, como hiciera una vez, lanzó contra ellos el arma de la Maña a través del canal que había abierto la Habilidad. La Maña y la Habilidad eran dos cosas distintas, tan diferentes como leer y cantar, o como nadar y montar a caballo. Pero al vincularse a mí por medio de la Habilidad debían de hacerse vulnerables a esa otra magia. Sentí cómo me soltaban, pero eran dos para soportar el impacto del ataque de Ojos de Noche. No podría derrotarlos a ambos.
¡Levántate y corre! ¡Huye si no puedes luchar!
Me pareció una sugerencia acertada. El miedo me arrastró de vuelta a mi cuerpo y levanté las murallas de mi mente frente al toque de su Habilidad. Cuando pude, abrí los ojos. Estaba tendido en el suelo del estudio del rey, jadeando, mientras sobre mí el bufón cubría el cuerpo del rey con el suyo y lloraba desconsoladamente. Sentí los untuosos tentáculos de la Habilidad tanteando en mi persecución. Me retraje al fondo de mi ser, escudándome enloquecido como me había enseñado Veraz. Y aun así sentía su presencia, como dedos fantasmagóricos que tiraran de mi ropa, acariciando mi piel. Me llenaba de repugnancia.
—¡Lo has matado, lo has matado! ¡Has matado a mi rey, asqueroso traidor! —chilló el bufón.
—¡No! ¡No he sido yo!
Apenas si logré articular las palabras.
Para mi horror Wallace estaba en la puerta, contemplando la escena con ojos desorbitados. Entonces levantó la cabeza y profirió un alarido de pavor. Soltó la brazada de leña con la que cargaba. El bufón y yo giramos la cabeza.
Plantado en la puerta del dormitorio del rey estaba el Hombre Picado. Aun a sabiendas de que se trataba de Chade, experimenté un instante de terror exacerbado. Se cubría con andrajosas ropas de muerto, tiznadas de tierra y moho. Su largo cabello gris le caía sobre la cara en mugrientos mechones y se había embadurnado la piel con ceniza para que resaltaran sus lívidas cicatrices. Levantó una mano despacio y señaló a Wallace, que gritó y huyó entre chillidos de pánico. Sus voces llamando a los guardias se escucharon por todo el castillo.
—¿Qué ocurre aquí? —quiso saber Chade en cuanto se hubo esfumado Wallace.
Se acercó a su hermano de una sola zancada y aplicó sus largos dedos a la garganta del rey. Sabía lo que iba a descubrir. Me puse de pie con dificultad.
—Está muerto. ¡YO NO LO HE MATADO! —Mi grito acalló los ensordecedores plañidos del bufón. Los dedos de Habilidad tironeaban de mí con insistencia—. Voy a matar a los que lo hicieron. Pon a salvo al bufón. ¿Está contigo la reina?
Chade tenía los ojos muy abiertos. Me miraba como si fuese la primera vez que me veía. Todas las velas del cuarto chisporrotearon azules de pronto. Parecía lo más adecuado.
—Pon a salvo también a la reina —ordené a mi maestro—. Procura que el bufón vaya con ella. Si se queda aquí es hombre muerto. Regio no permitirá que viva ninguno de los que hemos estado aquí esta noche.
—¡No! ¡No me apartaré de él!
Los ojos del bufón eran dos grandes oquedades enloquecidas.
—¡Sácalo de aquí como puedas, Chade! ¡Su vida depende de ello! —Cogí al bufón por los hombros y lo zarandeé sin miramientos—. Ve con Chade y estáte callado. No digas nada, si quieres que se vengue la muerte de tu rey. Porque eso es lo que me dispongo a hacer. —Me recorrió un escalofrío repentino y el mundo se balanceó bajo mis pies, negro en los bordes—. ¡Corteza feérica! —boqueé—. Necesito que me traigas corteza feérica. ¡Luego huye!
Solté al bufón en los brazos de Chade y el anciano lo acogió en su abrazo nudoso. Era como verlo preso en los brazos de la muerte. Salieron del cuarto, con Chade empujando al lloroso bufón. Después de un momento oí el rechinar de la piedra contra la piedra y supe que se habían ido.
Caí de rodillas y no pude evitar el desplomarme. Me apoyé en el regazo de mi difunto rey. Su mano fría cayó del brazo de la silla para posarse en mi cabeza.
—Qué momento más estúpido para llorar —dije en voz alta al cuarto vacío.
Pero eso no contuvo las lágrimas. La negrura se arremolinaba en la periferia de mi visión. Los espectrales dedos de la Habilidad golpeaban mis murallas, arañaban el mortero, desprendían las piedras. Los empujé, pero no dejaban de insistir. Por la forma en que me había mirado Chade, dudaba que fuese a regresar. En fin. Cogí aliento.
Ojos de Roche. Condúcelos a la madriguera de los zorros. Le mostré el cobertizo por el que saldrían y el lugar al que debían ir. No podía hacer más.
¿Hermano?
¡Guíalos, por mi vida!. Le propiné un débil empujón y lo sentí partir. Las estúpidas lágrimas seguían recorriendo mi rostro. Estiré un brazo para enderezarme. Mi mano cayó sobre la cintura del rey. Abrí los ojos y me obligué a despejar la vista. Su cuchillo. No un puñal enjoyado, sino el cuchillo que porta todo hombre en su cinto para realizar las sencillas tareas cotidianas. Cogí aliento y lo saqué de su funda. Lo sostuve en mi regazo y lo observé. La hoja era buena, afilada tras años de uso. La empuñadura era de asta, probablemente tallada antaño, pero alisada ahora por el roce con la palma de su mano. La recorrí con los dedos y éstos encontraron lo que mis ojos ya no podían leer. El emblema de Capacho. La maestra de armas había hecho aquel cuchillo para su rey. Y él lo había utilizado bien.
Un recuerdo relumbró en el fondo de mi memoria. «Somos herramientas», me había dicho Chade. Yo era la herramienta que él había forjado para el rey. El rey me había mirado y se había preguntado: ¿Qué he hecho de ti? Yo no tenía dudas. Era el asesino del rey. En más de un sentido. Pero me aseguraría de cumplir la función que un día se me había otorgado.
Alguien se acuclilló a mi lado. Chade. Torcí la cabeza despacio para mirarlo.
—Semilla de carris —me dijo—. No hay tiempo de preparar corteza feérica. Venga. Déjame que te esconda también a ti.
—No. —Cogí el pastelillo de semilla de carris mezclada con miel. Me lo metí entero en la boca y mastiqué, triturando las semillas con los molares para liberar toda su potencia. Tragué—. Vete —le pedí—. Tengo una misión, y tú también. Burrich te espera. Pronto darán la voz de alarma. Llévate enseguida a la reina, mientras tengas alguna posibilidad de adelantarte a la cacería. Los mantendré ocupados.
Me soltó.
—Adiós, muchacho —dijo de mala gana.
Se agachó para darme un beso en la frente. Era una despedida. No esperaba verme de nuevo con vida.
Con él ya éramos dos.
Me dejó allí, e incluso antes de oír el chirrido de la piedra contra la piedra sentí el efecto de las semillas de carris. Ya las había probado antes, en el Festival de Primavera, cuando las come todo el mundo. Una pizca de semillas trituradas espolvoreada sobre un pastel de azúcar aligera el ánimo. Burrich me había advertido de que algunos tratantes de caballos sin escrúpulos mezclaban aceite de carris con el grano de sus animales con el propósito de ganar alguna carrera o de conseguir que un caballo enfermo luciera vigoroso en una subasta. También me había advertido de que el caballo tratado de esa manera nunca volvía a ser el mismo. Cuando sobrevivía. Sabía que Chade las empleaba en ocasiones y lo había visto desplomarse como un saco al remitir los efectos. Pero no vacilé. Quizá, concedí fugazmente, quizá Burrich estuviera en lo cierto con respecto a mí. El éxtasis de la Habilidad, o el frenesí y el fragor de la caza. ¿Jugaba con la autodestrucción, o la deseaba? No me preocupé mucho tiempo. Las semillas de carris se adueñaron de mí. Mi fuerza se convirtió en la fuerza de diez hombres y mi corazón se elevó como un águila. Me puse en pie de un salto. Me dirigí a la puerta, pero di la vuelta.
Me arrodillé delante de mi difunto rey. Cogí su cuchillo, lo apoyé en mi frente y juré:
—Con este filo vengaré vuestra muerte.
Le besé la mano y lo dejé ante la chimenea.
Si las chispas azules de las velas se me habían antojado inquietantes, el fulgor azul de las antorchas del pasillo parecía sobrenatural. Era como asomarse a un pozo de aguas profundas. Crucé el pasillo a la carrera, riendo entre dientes. Abajo se oía un clamor; la estridente voz de Wallace se imponía a las demás. Llamas azules y el Hombre Picado, chillaba. No había transcurrido tanto rato como pensaba y ahora el tiempo caminaba más despacio que yo. Atravesé el vestíbulo veloz como el viento. Encontré una puerta que se podía abrir y me colé en la estancia. Esperé. Tardaron una eternidad en subir las escaleras, aún más en pasar frente a mi puerta. Dejé que llegaran a la cámara del rey y, cuando oí los primeros gritos de alarma, salí de mi escondrijo y corrí escaleras abajo.
Alguien gritó a mi espalda mientras huía, pero nadie me persiguió. Llegué al pie de la escalera antes de oír por fin que alguien daba la orden de prenderme. Solté una carcajada. ¡Como si pudieran! El castillo de Torre del Alce era un laberinto de pasadizos y pasillos de servicio para el niño que se hubiera criado allí. Sabía a donde me dirigía, pero no fui allí directamente. Corrí como un zorro, apareciendo fugazmente en el Gran Salón, saltando sobre el empedrado del patio de los lavaderos, aterrorizando a Perol cuando atravesé su cocina como una exhalación. Y siempre, siempre, los pálidos dedos de la Habilidad tanteándome y palpándome, sin imaginarse siquiera que me acercaba, me acercaba, queridos, me acercaba a vosotros.
Galeno, nacido y criado en Lumbrales, siempre había aborrecido el mar. Lo temía, creo, por eso su cámara estaba en el ala del castillo que daba a las montañas. A su muerte, oí que se había convertido en un altar erigido en su honor. Serena había ocupado su dormitorio, pero su sala de estar seguía siendo el lugar de reunión de la camarilla. Nunca había visitado sus aposentos, pero conocía el camino. Encaré los escalones como una flecha en pleno vuelo, sorteé a una pareja abrazada apasionadamente en el pasillo y me detuve frente a una puerta pesada con bandas de hierro. Pero una puerta, por robusta que sea, no supone ningún obstáculo si no está trancada. La abrí de un empujón en meros instantes.
Había un semicírculo de sillas dispuesto en torno a una mesita. Una gruesa vela ardía en el centro. Para facilitar la concentración, supuse. Sólo dos de las sillas estaban ocupadas. Justin y Serena, juntos, enlazadas las manos, cerrados los ojos, con las cabezas echadas hacia atrás en el éxtasis de la Habilidad. Nada de Will. Esperaba encontrarlo también allí.
Contemplé sus rostros por espacio de un latido. Relucían de sudor y me halagó que debieran esforzarse tanto para derribar mis defensas. Sus bocas esbozaban sendas medias sonrisas, resistiéndose al placer de la Habilidad, concentrándose en el objeto más que en el goce de la persecución. No vacilé.
—¡Sorpresa! —musité.
Agarré la cabeza de Serena y hundí el cuchillo del rey en su garganta. Se contorsionó y la dejé caer al suelo. Brotaba de ella una cantidad de sangre considerable.
Justin se incorporó de un salto con un grito y me preparé para repeler su asalto. Pero me engañó. Huyó vociferando por el pasillo y lo seguí, cuchillo en ristre. Chillaba como un cerdo y era increíblemente rápido. Nada de trucos de zorro para Justin, que optó por la ruta más directa al Gran Salón, soltando alaridos sin parar. Me reía mientras corría. Aún hoy me parece increíble recordar aquello, pero no puedo negarlo. ¿Esperaba que Regio desenvainara su espada para defenderlo? ¿Creía, después de haber asesinado a mi rey, que podría haber algo en el mundo capaz de interponerse entre él y yo?
En el Gran Salón, los músicos seguían tocando y la gente bailaba, pero la entrada de Justin puso fin a todo. Había acortado distancias y sólo nos separaba una decena de pasos escasa cuando se encaramó a una de las mesas llenas de platos. Los comensales seguían desconcertados por su intrusión cuando me abalancé sobre él y lo derribé. Lo apuñalé media decena de veces antes de que a nadie se le ocurriera intervenir. Cuando los guardias criados en Lumbrales de Regio intentaron sujetarme les lancé su cuerpo convulso, encontré una mesa detrás de mí y me subí a ella de un salto. Levanté mi hoja goteante.
—¡El cuchillo del rey! —proclamé, y se lo enseñé a todos—. Cobrándose con sangre la muerte del rey. ¡Eso es todo!
—¡Se ha vuelto loco! —gritó alguien—. ¡La muerte de Veraz lo ha trastornado!
—¡Artimañas! —exclamé con furia—. ¡El rey Artimañas ha sucumbido a la traición esta noche!
Los guardias terrales de Regio cayeron sobre mi mesa como una ola. No pensaba que hubiera tantos. Fuimos a parar todos al suelo en medio de una lluvia de comida y cubiertos. La gente gritaba, pero eran tantos los que se acercaban para mirar como los que se retiraban horrorizados. Capacho se habría sentido orgullosa de mí. Con el cuchillo del rey mantenía a raya a tres hombres armados con espadas cortas. Danzaba, saltaba, cabriolaba. Era demasiado rápido para ellos y los cortes que conseguían infligirme no me dolían. Propiné dos tajos profundos a dos de ellos, sólo porque no creyeron que me atrevería a acercarme lo suficiente para herirlos.
En algún lugar, alguien alzó la voz:
—¡A las armas! ¡Al bastardo! ¡Quieren matar a Traspié Hidalgo!
Se inició una contienda, pero no pude ver quién estaba implicado, ni siquiera prestaba atención. Apuñalé a uno de los guardias en la mano y soltó su espada.
—¡Artimañas! —gritó alguien por encima del tumulto—. ¡Han asesinado al rey Artimañas!
A juzgar por el sonido de la refriega, cada vez eran más los contendientes. No podía fijarme. Oí cómo se rompía otra mesa contra el suelo y un grito al otro lado de la sala. La guardia de Torre del Alce irrumpió en el salón. La voz de Kerf se elevó sobre el tumulto.
—¡Separadlos! ¡Acabad con esto! ¡Que no se vierta sangre en el salón del rey!
Vi a mis atacantes rodeados y vi la expresión consternada de Filo cuando éste reparó en mi presencia. El sargento exclamó por encima del hombro:
—¡Es Traspié Hidalgo! ¡Quieren matar a Traspié!
—¡Separadlos! ¡Desarmadlos!
Kerf propinó un cabezazo a uno de los guardias de Regio y lo derribó.
Detrás de él vi cómo surgían nuevos enfrentamientos cuando los guardias de Torre del Alce cayeron sobre la guardia personal de Regio, tirando espadas al suelo y exigiendo que se envainaran las armas. Tuve espacio para respirar y pude levantar la cabeza para ver que en verdad había muchas personas implicadas, y no sólo guardias. Los invitados intercambiaban puñetazos entre sí. Parecía que el alboroto iba a ser imparable cuando Filo, uno de nuestros soldados, se abrió paso entre dos de mis atacantes y los lanzó al suelo. Avanzó de un salto y se encaró conmigo.
—¡Filo! —saludé con una sonrisa, creyéndolo mi aliado. Al fijarme en su postura defensiva, le dije—: ¡Sabes que nunca podría pelear contigo!
—Lo sé de sobra, hijo —replicó con tristeza.
El viejo sargento se abalanzó sobre mí y me atrapó con un abrazo de oso. No sé quién me golpeó en la nuca, ni con qué.