Traiciones y Traidores
El príncipe Regio fue el único vástago del rey Artimañas y la reina Deseo que nació con vida. Algunas personas dicen que a las matronas nunca les importó su reina y no se esforzaron por ver que sus hijos vivieran. Otras afirman que las comadres, ansiosas por evitar a la reina las penurias del parto, le administraron demasiadas hierbas de las que mitigan el dolor. Pero puesto que sólo dos de sus hijos mortinatos permanecieron más de siete meses en su seno, la mayoría de matronas echan la culpa a los intoxicantes que ingería la reina, así como a su mala costumbre de portar el cuchillo de su cinto con la hoja apuntada a su barriga, pues es sabido que eso da mala suerte a la mujer aún fecunda.
No dormí. Cada vez que alejaba de mi pensamiento mis preocupaciones por el rey Artimañas, ahí aparecía Molly, acompañada de otro. Mi mente saltaba de uno a otro, tejiendo una tela de pesar y preocupación. Me prometí que en cuanto el rey Artimañas y Kettricken estuvieran a salvo encontraría la manera de apartar a Molly de quien quiera que me la hubiese robado. Una vez alcanzada esa decisión, me di la vuelta y seguí contemplando la oscuridad un rato más.
El reino de la noche todavía era sólido cuando me levanté de la cama. Crucé sigiloso frente a compartimientos vacíos y animales dormidos para subir las escaleras de Burrich sin hacer ruido. Me escuchó y después me preguntó amablemente:
—¿Seguro que no has tenido una pesadilla?
—Si es eso, dura ya casi toda mi vida —comenté en voz baja.
—Empiezo a sentirme igual —convino.
Estábamos conversando a oscuras. Él seguía acostado y yo me había sentado en el suelo a su lado, susurrando. No quería que Burrich encendiera la chimenea, ni siquiera una vela, pues no deseaba que nadie se preguntara a qué obedecía esa novedad en su rutina.
—Para conseguir todo lo que quiere en dos días tendrá que salir todo bien a la primera. He acudido a ti el primero. ¿Podrás hacerlo?
Guardó silencio. No podía verle la cara en la oscuridad.
—Tres caballos robustos, una mula, una litera y provisiones para tres personas. Todo sin que nadie se entere. —Otro silencio—. Tampoco puedo coger al rey y la reina, cargarlos en un caballo y salir tranquilamente por la puerta de Torre del Alce.
—¿Conoces ese alisal donde solían hacer sus madrigueras los zorros grandes? Ten los caballos listos allí y el rey y Kettricken se reunirán contigo —a regañadientes, añadí—: El lobo los llevará hasta ti.
—¿También ellos tienen que saber lo que haces?
La idea lo horrorizó.
—Aprovecho las herramientas que tengo a mi disposición. Y no comparto tu opinión al respecto.
—¿Hasta cuándo piensas compartir tu mente con un animal que se rasca y se lame, que se revuelca en la carroña, que se vuelve loco cuando hay una hembra en celo, que no piensa más allá de su próxima comida, sin aceptar sus valores como propios? ¿En qué te convertirás entonces?
—¿En soldado?
A su pesar, Burrich soltó una risita.
—Hablo en serio —dijo después de un momento.
—También yo, acerca del rey y la reina. Debemos pensar cómo vamos a lograr esto. No me importa lo que tenga que sacrificar para conseguirlo.
Guardó silencio un momento.
—Así que, no sé cómo, tengo que sacar cuatro animales y una litera de Torre del Alce sin llamar la atención.
Asentí en la oscuridad. Luego:
—¿Es posible?
—Hay un par de mozos de cuadra en los que podría confiar —dijo de mala gana—. No me gusta tener que pedir este favor. No quiero que ningún mocoso vaya por ahí alardeando de lo que le pedí que hiciera. Supongo que podría hacer que pareciera que me propongo enviar río arriba una recua de contrabando, pero mis muchachos no son idiotas. No tolero estúpidos en los establos. Cuando se corra la voz de que el rey ha desaparecido, atarán cabos enseguida.
—Elige a uno que quiera al rey.
Burrich suspiró.
—Las provisiones. Nada de platos suntuosos. Raciones de campaña, más bien. ¿También tengo que conseguir ropa de abrigo?
—No. Sólo para ti. Kettricken puede ponerse y transportar lo que necesite y Chade se ocupará de las necesidades del rey.
—Chade. Ese nombre me suena, como si lo hubiera escuchado antes, hace mucho tiempo.
—Se supone que pereció hace mucho. Antes de eso, se lo veía por el castillo.
—Todos estos años viviendo como una sombra —se maravilló Burrich.
—Y piensa seguir viviendo como una sombra.
—No tengas miedo de que lo traicione.
Burrich parecía dolido.
—Lo sé. Es que…
—Ya lo sé. Venga, en marcha. Me has contado lo que necesito para cumplir mi parte. Allí estaré con los caballos y las provisiones. ¿A qué hora?
—En algún momento de la noche, mientras el banquete siga estando en su apogeo. No lo sé. Ya me las apañaré para decírtelo.
Se encogió de hombros.
—En cuanto oscurezca, saldré y esperaré.
—Burrich. Gracias.
—Él es mi rey. Ella es mi reina. No es necesario que me des las gracias por cumplir con mi deber.
Dejé a Burrich para bajar su escalera caminando con furtividad. Me atuve a las sombras y extendí hasta el último de mis sentidos para cerciorarme de que nadie me espiaba. Cuando me hube alejado de los establos, deambulé entre los almacenes, las pocilgas y las perreras, saltando de sombra en sombra, hasta llegar a la vieja cabaña. Ojos de Noche salió a mi encuentro jadeando. ¿Qué sucede? ¿Por qué me interrumpes cuando estoy cazando?
Mañana por la noche, cuando oscurezca. Quizá te necesite. ¿Te quedarás aquí, en los terrenos del castillo, para acudir enseguida si te llamo?
Desde luego. Pero ¿por qué me haces venir aquí para eso? No hace falta que nos veamos para pedirme un favor tan pequeño.
Me acuclillé en la nieve y se me acercó para apoyar la garganta en mi hombro. Lo abracé con fuerza.
Qué bobada, rezongó. Vete, corre. Estaré aquí por si acaso me necesitas.
Gracias.
Hermano.
Me debatí entre el sigilo y la prisa mientras regresaba al castillo y a mi habitación. Tranqué la puerta y me tumbé en la cama. Todo mi ser trepidaba de emoción. No conseguiría descansar de verdad hasta que todo hubiera terminado.
Mediada la mañana se me permitió entrar en la cámara de la reina. Llevaba conmigo varios pergaminos sobre hierbas. Kettricken estaba reclinada en un sillón delante de la chimenea, representando el papel de esposa afligida y futura madre ansiosa. Me di cuenta de que parecía desmejorada y de que su caída le había provocado más dolor del que quería admitir. Ofrecía poco mejor aspecto que la noche anterior, pero la saludé calurosamente y procedí a repasar las listas de hierbas, una detrás de otra, discutiendo con profusión los beneficios de cada una de ellas. Conseguí aburrir y expulsar a casi todas sus damas de compañía, y ella terminó por despedir a las tres últimas para que trajeran el té, encontraran más almohadas y buscaran otro pergamino sobre hierbas que, según dijo, estaba en el estudio de Veraz. La pequeña Romero se había quedado dormida hacía rato en un rincón acogedor, junto al hogar. En cuanto se desvaneció el frufrú de sus faldas hablé deprisa, sabedor de que teníamos poco tiempo.
—Os iréis mañana por la noche, tras la ceremonia del Rey a la Espera —le dije, y continué hablando aunque ella había entreabierto los labios para preguntar algo—. Coged ropa de abrigo y pertrechos para el invierno. No muchos. Acudid sola a vuestro dormitorio, tan pronto como os lo permita el decoro. Argüid que la ceremonia y vuestro pesar os han dejado agotada. Despedid a vuestras ayudas de cámara, decid que necesitáis dormir y que no vuelvan hasta que vos las llaméis. Trancad la puerta. No. Escuchadme tan sólo. Tenemos poco tiempo. Preparaos para partir y quedaos en vuestro cuarto. Irá alguien a buscaros. Confiad en el Hombre Picado. El rey irá con vos. Confiad en mí —dije con desesperación cuando oímos los pasos que regresaban—. Todo lo demás estará organizado. Tened confianza.
Confianza. Ni siquiera yo confiaba en que todo aquello fuera a salir bien. Narcisa regresó con los cojines y poco después llegó el té. Conversamos amigablemente y una de las damas de compañía más jóvenes de Kettricken coqueteó incluso conmigo. La reina Kettricken me pidió que le dejara los pergaminos de hierbas, pues todavía le dolía la espalda. Había decidido recogerse pronto esa noche y quizá los pergaminos la ayudaran a pasar el rato antes de quedarse dormida. Me despedí con cortesía y escapé de allí.
Chade había dicho que se ocuparía del bufón. Yo había realizado mis patéticos intentos por planear la fuga. Ya sólo me restaba conseguir que el rey se quedara solo después de la ceremonia. Unos pocos minutos era cuanto pedía Chade. Me pregunté si tendría que dar la vida por ellos. Deseché la idea. Sólo unos minutos. Las dos puertas rotas supondrían un estorbo o una ayuda, no sabía qué con certeza. Consideré los ardides más evidentes. Podría fingirme borracho y provocar una pelea con los guardias. A menos que tuviera un hacha, no tardarían más que algunos minutos en reducirme. Nunca se me habían dado bien las peleas a puñetazos. No. Quería permanecer en activo. Consideré y rechacé una decena de planes. Dependían demasiadas cosas de factores que escapaban a mi control. Cuántos guardias habría, si conocería a alguno, si estaría allí Wallace, si se dejaría caer Regio por allí para charlar un rato.
Durante mi visita anterior al cuarto de Kettricken me había dado cuenta de que se habían colgado unas improvisadas cortinas sobre los astillados marcos de las puertas del rey. Se había despejado la mayoría de escombros, aunque todavía había trozos de roble esparcidos por el pasillo. No se habían encargado las reparaciones a ningún carpintero. Otra muestra más de que Regio no pensaba regresar a Torre del Alce.
Intenté encontrar una excusa para presentarme en esa habitación. La planta baja del castillo estaba más atareada que nunca, pues se esperaba que esa noche llegasen los duques de Osorno, Garrón y Torote, acompañados de sus respectivos séquitos, para presenciar el nombramiento de Regio como nuevo Rey a la Espera. Iban a alojarse en los cuartos de invitados secundarios, al otro lado del castillo. Me pregunté cuál sería su reacción ante la súbita desaparición del rey y la reina. ¿Se consideraría traición, o encontraría Regio alguna manera de ocultarlo? ¿Qué auguraría el hecho de que comenzara así su reinado? Lo aparté de mi mente; no iba a ayudarme a conseguir que el rey se quedara solo en sus aposentos.
Salí de mi cuarto y deambulé por Torre del Alce, esperando que me viniera la inspiración. En cambio, sólo encontré confusión. Llegaban nobles de toda condición para la ceremonia de Regio, y la afluencia de invitados con sus sirvientes y posesiones se cruzaba y mezclaba con la de personas y bienes que enviaba Regio tierra adentro. Mis pasos me condujeron sin proponérmelo al estudio de Veraz. La puerta estaba entornada y entré. La chimenea estaba apagada, el desuso propiciaba que el ambiente estuviera cargado de humedad. Se apreciaba en el aire el inconfundible tufo de los ratones. Esperaba que los pergaminos entre los que hubieran anidado no fueran irreemplazables. Estaba casi seguro de que me había llevado los que atesoraba Veraz a la habitación de Chade. Me paseé por la estancia, tocando sus cosas. De pronto lo eché mucho de menos. Su inexorable firmeza, su calma, su fuerza; él jamás habría permitido que la situación llegara a ese extremo. Me senté en su silla de trabajo, frente a su mesa de mapas. La superficie del mueble estaba surcada de pegotes y garabatos allí donde había probado diferentes colores. Había dos plumas toscamente cortadas, descartadas junto a un pincel con las cerdas desgastadas. En una caja encima de la mesa había varios tarros de tintas de colores, ya secas y agrietadas. Olían a Veraz, del mismo modo que el cuero y el aceite para los arneses olían a Burrich. Me encorvé sobre la mesa y apoyé la cabeza en las manos.
—Veraz, te necesitamos ahora.
No puedo ir.
Me puse en pie de un salto, se me enredaron los pies con las patas de la silla y me caí en la alfombra. Me incorporé apresuradamente, y todavía con más premura intenté retener el contacto. ¡Veraz!
Te escucho. ¿Qué sucede, muchacho? Una pausa. Has llegado hasta mí por tus propios medios, ¿verdad? ¡Bien hecho!
¡Es preciso que vuelvas a casa de inmediato!
¿Por qué?
Los pensamientos se vertían mucho más deprisa que las palabras, y con mucho más detalle de lo que a él le hubiera gustado. Sentí cómo se entristecía al recibir la información, cómo lo poseía el abatimiento. Vuelve. Si estuvieras aquí, podrías arreglarlo todo. Regio no intentaría nombrarse Rey a la Espera, no desvalijaría Torre del Alce de esta forma ni expulsaría al rey.
No puedo. Ahora cálmate. Piénsalo. No puedo llegar a tiempo para evitar nada de todo esto. Me apena, pero ya estoy demasiado cerca de conseguir mi objetivo. Y si voy a ser padre —sus pensamientos se tornaron más cálidos con esta nueva sensación— es todavía más importante que tenga éxito. Mi objetivo es conservar los Seis Ducados intactos y con una costa libre de lobos de mar. Eso es lo que quiero que herede mi hijo.
¿Qué puedo hacer yo?
Lo que habéis planeado. Mi padre, mi esposa y mi hijo; es una carga muy pesada la que dejo sobre tus hombros. De pronto parecía inseguro.
Haré todo lo que pueda, le dije, sin atreverme a prometer nada más que eso.
Confío en ti. Se interrumpió. ¿Has sentido eso?
¿El qué?
Hay otro, intentando inmiscuirse, interceptar nuestra habilitación. Una de las víboras que engendró Galeno.
¡No sabía que se pudiera hacer eso!
Galeno encontró la manera y adiestró a su ponzoñosa prole en sus artes. Deja de habilitarme.
Sentí algo parecido a cuando rompió nuestro contacto de la Habilidad la última vez para conservar las fuerzas de Artimañas, pero mucho más brusco. Una emanación de la Habilidad de Veraz que alejaba a alguien de nosotros. Me pareció sentir el esfuerzo que le costaba. Perdimos la conexión.
Desapareció, tan de repente como lo había encontrado. Tanteé tras nuestro contacto, sin encontrar nada. Me intranquilizaba lo que había dicho, que hubiera otra persona escuchándonos. En mi interior batallaban el triunfo y el miedo. Había habilitado. Nos habían espiado. ¡Pero había conseguido habilitar, solo y sin ayuda! Mas ¿cuánto habrían escuchado? Aparté la silla de la mesa, me quedé sentado otro momento, inmerso en la tormenta de mis pensamientos. Habilitar había sido sencillo. Todavía no sabía cómo lo había empezado, pero había resultado fácil. Me sentía como un niño que consigue ordenar un puzle pero no logra recordar la secuencia exacta de movimientos. La certeza de que podía hacerlo me empujaba a intentarlo inmediatamente de nuevo. Me resistí con firmeza a la tentación. Tenía otras tareas que cumplir, y mucho más importantes.
Me levanté como impulsado por un resorte y salí del estudio. A punto estuve de atropellar a Justin. Estaba sentado, con las piernas estiradas y la espalda apoyada en la pared. Parecía ebrio. Yo sabía la verdad. El empujón de Veraz lo había dejado casi inconsciente. Frené en seco y lo miré. Sabía que debería matarlo. El veneno que había ingeniado para Wallace hacía tanto tiempo me acompañaba todavía, guardado en el bolsillo de mi manga. Se lo podría meter por el gaznate. Pero no estaba diseñado para actuar deprisa. Como si pudiera leerme la mente, se apartó de mí, arrastrándose contra la pared.
Seguí observándolo otro momento, procurando pensar con claridad. Había prometido a Chade no volver a actuar sin antes consultarlo. Veraz no me había encargado que encontrara y matase al espía. Lo podría haber hecho, en menos de una fracción de pensamiento. Esa decisión no me correspondía. Una de las cosas más difíciles que he hecho jamás fue obligarme a apartarme de Justin. A media decena de pasos de distancia, oí que balbucía de pronto:
—¡Sé lo que estabas haciendo!
Me giré para encararlo.
—¿De qué estás hablando? —pregunté en voz baja.
Mi corazón trepidaba. Anhelaba que me obligara a matarlo. Me asustó saber de repente cuánto deseaba hacerlo.
Palideció pero no se amilanó. Me recordaba a un chiquillo fanfarrón.
—Te paseas como si fueras el rey, te sonríes al verme y te burlas de mí a mis espaldas. ¡No te creas que no lo sé! —Se aferró a la pared con los dedos crispados y se levantó, tambaleante—. Pero no eres tan importante. Habilitas una vez y ya te crees que eres un maestro, pero tu Habilidad apesta a tu magia canina. No pienses que te vas a pasear siempre igual de orgulloso. ¡Algún día caerás! ¡Y pronto!
Un lobo clamó venganza dentro de mí. Refrené mis impulsos.
—¿Te atreves a espiarme cuando habilito con el príncipe Veraz, Justin? No pensé que tuvieras tanto coraje.
—Sabes que lo he hecho, bastardo. No te temo tanto como para esconderme de ti. ¡Soy valiente, bastardo! Mucho más de lo que te imaginas.
Su porte indicaba a las claras que se estaba envalentonando por momentos.
—Lo que me imagino es traición y deslealtad. ¿Acaso el Rey a la Espera Veraz no ha sido declarado muerto, fiel miembro de la camarilla? Pero me espías mientras habilito con él y, sin embargo, no pareces sorprendido.
Por un momento Justin se quedó petrificado. Luego reaccionó.
—Di lo que quieras, bastardo. Nadie te creerá si nosotros lo negamos.
—Por lo menos ten la prudencia de cerrar la boca —dijo Serena.
Avanzaba por el pasillo como un barco a toda vela. No me hice a un lado, sino que la obligué a apartarme. Agarró a Justin del brazo como si fuese una cesta tirada en el suelo.
—El silencio es una variante de la mentira, Serena. —Había cogido a Justin y lo estaba alejando de mí—. ¡Sabéis que el rey Veraz sigue vivo! —grité tras ellos—. ¿Pensáis que no volverá jamás? ¿Pensáis que nunca tendréis que rendir cuentas por vuestras mentiras?
Doblaron una esquina y desaparecieron. Rabiaba en silencio, maldiciéndome por proclamar a gritos lo que todavía debía permanecer en secreto. Pero el incidente me había imbuido de agresividad. Me alejé del estudio de Veraz y deambulé por el castillo. Las cocinas eran un hervidero de actividad y Perol no tenía tiempo para mí, aparte de para preguntarme si había oído que se había encontrado una serpiente enroscada delante de la chimenea principal. Dije que seguramente se había refugiado entre la leña para pasar el invierno y la habrían metido con algún tronco. El calor la habría devuelto a la vida. Perol zangoloteó la cabeza y dijo que nunca había oído nada parecido, pero que era un mal presagio. Volvió a hablarme del Hombre Picado que habían visto junto al pozo pero, en su historia, estaba bebiendo del cubo y cuando lo apartó de su rostro sembrado de picaduras, el agua que goteaba de su barbilla era roja como la sangre. Había pedido a los pinches de cocina que trajeran agua del pozo de los lavaderos para cocinar. No quería que ningún comensal cayera muerto con la cabeza encima de la mesa.
Tras esa alegre noticia salí de la cocina con un par de pasteles que había sustraído de una bandeja. No había llegado muy lejos cuando me detuvo un paje.
—¿Traspié Hidalgo, hijo de Hidalgo? —se dirigió a mí con cautela.
Sus amplios pómulos indicaban que probablemente fuese originario de Osorno y, cuando la busqué, encontré la flor amarilla que era el emblema de ese ducado cosida en su jubón a cuadros. Para su altura, era un muchacho sumamente delgado. Asentí con gesto serio.
—Mi señor, el duque Mazas de Osorno desea que os reunáis con él en cuanto os sea posible.
Pronunciaba las palabras con mucho cuidado. Dudaba que fuese paje desde hacía mucho tiempo.
—Ahora mismo.
—¿Queréis que os muestre el camino?
—Sabré encontrarlo solo. Ten. No voy a presentarme con esto.
Le entregué los pasteles y los aceptó dubitativo.
—¿Queréis que os los guarde, sir? —preguntó con toda seriedad.
Me mortificó ver que un muchacho concedía tan alto valor a la comida.
—Te los puedes comer en mi lugar y, si te gustan, ve a la cocina y dile a nuestra cocinera Sara lo que opinas de su trabajo.
Daba igual lo ocupado que estuviera el personal de las cocinas; sabía que un cumplido procedente de un chiquillo famélico le ganaría al menos un tazón de caldo.
—¡Sí, señor!
Su rostro se iluminó al recibir mis instrucciones y se alejó raudo de mí, con medio pastel ya en la boca.
Los cuartos de invitados secundarios se encontraban frente a los aposentos del rey al otro lado del Gran Salón. Se consideraban secundarios, supongo, principalmente porque sus ventanas daban a las montañas y no al mar, lo que propiciaba que fuesen menos soleados. Pero las habitaciones no eran más pequeñas, ni menos atractivas en ningún otro aspecto.
Al contrario de la última vez que había entrado en uno, estaba decentemente amueblado. Los guardias de Osorno me hicieron pasar a una sala de estar donde apenas si había tres sillas para sentarse y una mesa desvencijada en el centro. Me recibió Fe, con neutra formalidad, y luego fue a buscar al duque Mazas para hacerle saber que yo había llegado. Los tapices y colgaduras que antaño arropaban las paredes y daban color a la cámara de piedra habían desaparecido. Lucía tan alegre como una mazmorra, salvo por el cálido fuego que relumbraba en la chimenea. Me quedé de pie en el centro de la sala hasta que el duque Mazas salió de su dormitorio para recibirme. Me invitó a sentarme y acercamos dos de las sillas al hogar. Tendría que haber habido pan y pastas en la mesa, tendría que haber habido ollas, tazas y hierbas para el té, y botellas de vino en esas estancias para recibir a los invitados de Torre del Alce. Me apenaba que no hubiera nada de eso. Fe se quedó observándonos en un segundo plano, como un halcón al acecho. Me pregunté dónde estaría Celeridad.
Intercambiamos las cortesías de rigor antes de que Mazas abordara la cuestión como un pirata que salta al barco enemigo.
—Tengo entendido que el rey Artimañas está enfermo, demasiado como para ver a sus duques. Regio, naturalmente, está demasiado ocupado con los preparativos para mañana. —El sarcasmo flotaba en sus palabras como un cuajo de nata en un cubo de leche—. Por eso quería visitar a su majestad la reina Kettricken —anunció pesadamente—. Como ya sabes, se ha mostrado sumamente cortés conmigo en el pasado. Pero al llegar a su puerta, sus damas de compañía me dijeron que no se encontraba bien y que no admitía visitas. He oído el rumor de que espera un hijo, y que ahora, por su imprudencia y temeridad al cabalgar en defensa de Garrón, lo ha perdido. ¿Es eso cierto?
Cogí aliento mientras seleccionaba las palabras apropiadas para mi respuesta.
—Nuestro rey, como habéis dicho, está enfermo. No creo que consigáis verlo, salvo durante la ceremonia. Nuestra reina se siente asimismo indispuesta, pero estoy seguro de que si le hubieran dicho que habíais acudido en persona ante su puerta, os habría invitado a pasar. No ha perdido el bebé. Cabalgó en defensa de Bahía Pulcritud por la misma razón que os obsequió con sus ópalos; por miedo a que si no actuaba ella, nadie más lo haría. Tampoco fueron sus acciones en Bahía Pulcritud las que pusieron en peligro a su hijo, sino una caída que sufrió en la escalera de una de las torres de nuestro castillo. Y el bebé se vio amenazado, pero no se perdió, aunque nuestra reina acabó seriamente lastimada.
—Ya veo. —Se retrepó en su silla y caviló un instante. El silencio arraigó entre nosotros y creció mientras aguardaba. Por fin se inclinó hacia delante y me indicó que hiciera lo mismo. Cuando estuvieron próximas nuestras cabezas, susurró—: Traspié Hidalgo, ¿tienes alguna ambición?
Había llegado el momento. El rey Artimañas lo había predicho hacía años, y Chade más recientemente. Cuando no respondí de inmediato, Mazas prosiguió como si cada palabra fuese una roca que hubiera de esculpir antes de entregármela.
—El heredero del trono de los Vatídico es un bebé que aún no ha nacido. Cuando Regio se haya nombrado a sí mismo Rey a la Espera, ¿crees que pasará mucho tiempo antes de que reclame el trono? Nosotros no. Aunque estas palabras salgan de mis labios, hablo también en nombre de los ducados de Garrón y Torote. Artimañas es débil y viejo. De rey sólo conserva el título. Regio nos ha ofrecido un adelanto del tipo de monarca que será. ¿Qué no habremos de padecer mientras ostente Regio la corona hasta que el hijo de Veraz alcance la edad necesaria? No es que me haga ilusiones sobre que ese bebé nazca ni mucho menos llegue a sentarse en el trono. —Hizo una pausa, carraspeó y me miró con intensidad. Fe permanecía de pie junto a la puerta como si vigilara nuestra conversación. Mantuve mi silencio—. Tú eres un hombre que conocemos, hijo de un hombre que conocimos. Compartes su apariencia y casi su nombre. Tienes tanto derecho a considerarte noble como cualquiera que haya ostentado la corona.
Calló de nuevo. A la espera.
Me empeñé en mi silencio. No era una tentación, me dije. Sólo quería escucharlo todo. Nada más. No había dicho nada y, aun así, sugería que traicionara a mi rey.
Buscó las palabras adecuadas, levantó la cabeza y me miró.
—Corren tiempos difíciles.
—Así es —respondí en voz baja.
Se miró las manos. Eran manos curtidas, manos que exhibían las cicatrices y callosidades de quien trabajaba con ellas. Su camisa estaba recién lavada y zurcida, pero no era una prenda nueva confeccionada especialmente para aquella ocasión. Quizá la situación fuese mala en Torre del Alce, pero en Osorno era desesperada. Lo dijo con voz queda.
—Si quisieras oponerte a Regio, declararte Rey a la Espera en su lugar, Osorno, Garrón y Torote te respaldarían. Creo que la reina Kettricken te apoyaría a su vez, y que Gama la seguiría. —Volvió a mirarme—. Hemos hablado mucho de esto. Creemos que el hijo de Veraz tendría más oportunidades de llegar al trono contigo como regente antes que con Regio.
Ahí. Artimañas ya estaba descartado.
—¿Por qué no seguir a Kettricken? —pregunté con cautela. Contempló las llamas.
—Me cuesta decirlo, después de la valía que ha demostrado. Pero es una extranjera y, en algunos aspectos, un poco bisoña. No es que dudemos de ella; nada de eso. Tampoco le daríamos la espalda. Es la reina, y seguiría siéndolo, y su hijo reinaría después de ella. Pero en estos momentos, necesitamos una Reina y un Rey a la Espera.
Surgió en mi interior una pregunta. Un demonio me impelía a preguntar: «¿Y si, cuando su hijo cumpla la edad requerida, me niego a cederle el poder? ¿Entonces qué?». Tenían que haberse hecho la misma pregunta, tenían que haber acordado alguna respuesta de antemano. Permanecí callado otro momento. Casi podía sentir los riachos de posibilidad arremolinándose a mi alrededor; ¿era eso a lo que se refería el bufón, eran ésos los cruces de camino que irradiaban de mí?
—Catalizador —musité.
—¿Perdona? —Mazas se acercó más a mí.
—Hidalgo —dije—. Como habéis dicho, llevo su nombre. Casi. Duque Osorno. Sois un hombre atribulado. Sé el riesgo que habéis corrido al hablar conmigo y quiero ser igual de franco con vos. Tengo ambiciones. Pero no ambiciono la corona de mi rey. —Cogí aliento y contemplé el fuego. Por primera vez me paré a pensar en lo que supondría para Osorno, Garrón y Torote la súbita desaparición de Artimañas y Kettricken. Los ducados costeros serían como un barco sin timón con la cubierta inundada. Mazas había declarado con otras palabras que no seguiría a Regio. Pero en esos momentos no podía ofrecerles nada más. Confiarle que Veraz vivía exigiría que mañana se alzaran y negaran a Regio el derecho a proclamarse Rey a la Espera. Advertirles de que Artimañas y Kettricken iban a desvanecerse no los tranquilizaría y significaría que, cuando ocurriera, serían demasiadas las personas que no evidenciaran sorpresa. Una vez a salvo en el Reino de las Montañas, quizás entonces pudiéramos decírselo a los duques costeros. Pero para eso aún faltaban semanas. Intenté pensar qué podría ofrecerle ahora, qué garantías, qué esperanzas—. Por si os sirve de algo, yo, como hombre, estoy con vosotros. —Pronuncié las palabras con cuidado, preguntándome si me convertían en traidor—. He jurado lealtad al rey Artimañas. Soy leal a la reina Kettricken y al heredero que porta en su seno. Preveo que nos aguardan tiempos aciagos y que los ducados costeros deberían unirse contra los corsarios. No tenemos tiempo para preocuparnos por lo que haga el príncipe Regio en el interior. Que se vaya a Puesto Vado. Nuestras vidas están aquí, y aquí deberemos quedarnos y combatir.
Con mis propias palabras, sentí que cambiaba el curso de la marea en mi interior. Era como despojarse de una capa, como el insecto que emerge de su capullo, así me sentía. Regio iba a dejarme en Torre del Alce, pensando que me abandonaba a las penurias y el peligro junto a las personas que más me importaban. Que lo hiciera. Con el rey y la reina Kettricken a salvo en las montañas, dejaría de temer a Regio. Molly se había ido, la había perdido. ¿Qué era lo que me dijo Burrich, hacía tiempo? Que quizá yo no la viera, pero ella podría verme a mí. Que viera, entonces, que yo era capaz de actuar, que la resistencia de un hombre podía marcar la diferencia. Paciencia y Cordonia estarían más a salvo cerca de mí que prisioneras de Regio. Mi mente cabalgaba desbocada. ¿Podría adueñarme de Torre del Alce y guardarla hasta el regreso de Veraz? ¿Quién me seguiría? Burrich se habría ido. No podría contar con aprovechar su influencia. Pero también esos irritantes soldados terrales se habrían marchado. Quienes permanecieran serían soldados de Torre del Alce, a los que les interesaría impedir que aquella fría roca que llamábamos castillo se redujera a escombros. Algunos me habían visto crecer, algunos habían aprendido a usar los puños y la espada al mismo tiempo que yo. Conocía a la guardia de Kettricken y los viejos soldados que todavía lucían los colores de la guardia del rey Artimañas me conocían a mí. Había estado a sus órdenes antes que a las órdenes del rey Artimañas. ¿Se acordarían de eso?
Pese al calor del fuego me recorrió un escalofrío y, si hubiera sido un lobo, se me habría puesto todo el pelaje de punta. La chispa de mi interior prendió.
—No soy rey. Ni príncipe. Sólo soy un bastardo, pero quiero a Gama. No quiero que haya ninguna confrontación con Regio, no quiero derramamientos de sangre. No tenemos tiempo que perder y no quiero que mueran ciudadanos de los Seis Ducados. Que Regio se refugie en el interior. Cuando él y los perros que olisquean sus talones se hayan ido, estaré a vuestra disposición. Y me seguirá toda la gente de Gama que consiga reunir.
Pronunciadas las palabras, sellado el compromiso. Traición, traidor, susurró una vocecita en mi interior. Pero en mi corazón sabía que lo que había hecho era justo. Quizá Chade no lo viera del mismo modo. Pero en ese momento tenía la impresión de que la única manera de declarar mi lealtad a Artimañas, Veraz y el hijo de Kettricken pasaba por declararme leal a quienes se oponían a Regio. Así y todo quería asegurarme de que comprendían esa lealtad con claridad. Me asomé a los cansados ojos de Mazas.
—Ése es mi objetivo, duque Mazas de Osorno. Os lo expongo sin ambages y no apoyaré ningún otro. Veré unos Seis Ducados unidos, con su costa libre de corsarios, y pondré la corona sobre la frente del hijo de Kettricken y Veraz. Debo oíros decir que compartís ese objetivo.
—Juro que lo comparto, Traspié Hidalgo, hijo de Hidalgo. —Para mi pasmo, el anciano curtido por la guerra envolvió mis manos con las suyas y se tocó la frente con ellas en el antiguo gesto de quien jura fidelidad. Hube de contenerme para no apartarlas de golpe. Lealtad a Veraz, me dije. Así había comenzado aquello y debía procurar que siguiera del mismo modo—. Hablaré con los demás —prosiguió Mazas en voz baja—. Les diré que eso es lo que deseáis. En verdad, no buscamos derramamiento de sangre. Tenéis razón. Que ese cachorro huya tierra adentro con el rabo entre las piernas. Aquí es donde se quedarán y pelearán los lobos.
Se me erizó el vello de la nuca ante las palabras que había escogido.
—Asistiremos a su ceremonia. Nos plantaremos ante él, incluso, y juraremos lealtad de nuevo a un rey del linaje de los Vatídico. Pero no es él ese rey, ni lo será jamás. Tengo entendido que piensa partir al día siguiente de la ceremonia. Dejaremos que se vaya, aunque la tradición dicta que el nuevo Rey a la Espera debe recibir a sus duques y escuchar su consejo. Nos quedaremos más tiempo, quizás uno o dos días, tras la partida de Regio. Torre del Alce al menos será tuya antes de que nos vayamos. Nos ocuparemos de eso. Y habrá que discutir muchos asuntos. La distribución de nuestros barcos. Hay más naves casi terminadas en los astilleros, ¿me equivoco?
Ante mi sucinto cabeceo, Mazas ensayó una sonrisa lobuna de complacencia.
—Nos ocuparemos de que se hagan a la mar, tú y yo. Regio ha saqueado las provisiones de Torre del Alce; todo el mundo lo sabe. Nos encargaremos de reabastecer vuestros almacenes. Los granjeros y pastores de Gama tendrán que comprender que deben aportar más, que deben ofrecer lo que se reserven, si quieren que sus soldados protejan la costa. Será un invierno difícil para todos, pero cuanto más flacos los lobos, con más ímpetu luchan, o eso dicen.
Y mira que estamos flacos, hermano; sí, mira qué flacos estamos.
Se apoderó de mí un presentimiento terrible. Me pregunté qué acababa de hacer. Tendría que encontrar la manera de hablar con Kettricken antes de que se fuera, asegurarle como fuese que no me había vuelto contra ella. También debía habilitar con Veraz, cuanto antes. ¿Lo entendería? Tenía que entenderlo. Siempre había sabido ver en el fondo de mi corazón. Seguro que comprendía cuáles eran mis intenciones. ¿Y el rey Artimañas? Antaño, tiempo ha, la primera vez que compró mi lealtad, me había dicho: «Si algún hombre o mujer pretende volverte alguna vez contra mí ofreciéndote más de lo que yo te ofrezco, ven a mí, dime cuál es su oferta y la igualaré». ¿Estarías dispuesto a dejar Torre del Alce en mis manos, viejo rey?, me pregunté.
Me di cuenta de que Mazas se había quedado callado.
—No temas, Traspié Hidalgo —dijo en voz baja—. No dudes que lo que hacemos es justo, no temas que estemos desunidos. Si no fuera tu mano la que se alzara para reclamar Torre del Alce, sería otra. No podríamos dejar desgobernado el timón de Gama. Congratúlate porque sea la tuya, igual que nosotros. Regio se ha ido a donde ninguno de nosotros podría seguirlo, se refugia tierra adentro, bajo la cama de su madre. Debemos apañárnoslas solos. Todos los presagios y augurios señalan en esa dirección. Dicen que han visto al Hombre Picado bebiendo sangre de uno de los pozos de Torre del Alce, y que una serpiente que estaba enroscada en la chimenea principal del Gran Salón ha mordido a una niña. Yo mismo, mientras cabalgaba hasta aquí, he visto a una joven águila perseguida por los cuervos. Pero cuando ya pensaba que tendría que zambullirse en el océano para eludirlos, dio la vuelta y, en pleno vuelo, apresó a un cuervo que se proponía lanzarse en picado sobre ella. Lo estrujó y soltó su cadáver ensangrentado en las aguas, y los demás cuervos huyeron despavoridos. Son señales, Traspié Hidalgo. Estaríamos ciegos si no las viéramos.
Pese al escepticismo que me merecían tales señales me recorrió un escalofrío que me puso de punta el vello de los brazos. Mazas miró de refilón en dirección a la puerta interior de la cámara. Seguí sus ojos y vi a Celeridad. Su cabello corto y oscuro enmarcaba su faz orgullosa y el azul de sus ojos rutilaba con fiereza.
—Hija, has elegido bien —dijo el anciano—. En su día me pregunté qué habrías visto en un simple escribano. Puede que ahora lo vea yo también.
Le hizo una seña y la muchacha entró con un susurro de faldas. Se colocó junto a su padre, observándome intensamente. Por vez primera vislumbré la voluntad de acero que se escondía tras aquella joven timorata. Era inquietante.
—Te pedí que esperaras, y lo has hecho —me dijo el duque Mazas—. Así me has demostrado que eres un hombre de palabra. Hoy te he entregado mi lealtad. ¿Aceptas también la mano de mi hija?
Me tambaleé al filo del precipicio que acababa de abrirse a mis pies. Miré a Celeridad a los ojos. En ella no había lugar para la duda. Si no hubiera conocido nunca a Molly, la habría encontrado hermosa. Pero cuando la miraba, lo único que veía era quién no era. No me quedaba corazón que entregar a ninguna mujer, y menos en un momento así. Volví la mirada hacia su padre, decidido a hablar con firmeza.
—No me merezco el honor que me hacéis, sir. Pero, duque Mazas, es tal y como habéis dicho. Corren tiempos aciagos e inciertos. Con vos, vuestra hija está a salvo. A mi lado, no conocería sino la mayor de las incertidumbres. Lo que hemos discutido hoy aquí sólo puede llamarse traición. No toleraré que digan que me aproveché de vuestra hija para obligaros a respaldarme en una empresa dudosa, ni que vos me la entregasteis en pago por la misma razón. —Me obligué a mirar de nuevo a Celeridad a los ojos—. La hija de Mazas está más a salvo que la mujer de Traspié Hidalgo. Hasta que mi posición sea más segura, no puedo aceptar a nadie por esposa. Sabed que os tengo en gran estima, lady Celeridad. No soy duque, ni lord siquiera. Soy lo que reza mi nombre, el hijo ilegítimo de un príncipe. Hasta que no pueda reclamar un título mayor, no buscaré esposa ni cortejaré a mujer alguna.
La decepción de Celeridad era evidente, pero su padre asintió al escuchar mis palabras.
—Veo sabiduría en lo que dices. Mi hija, me temo, no ve sino demoras. —Reparó en el mohín de Celeridad y sonrió afectuosamente—. Algún día comprenderá que las personas que buscan protegerla son las mismas personas que la quieren. —Paseó la mirada sobre mí como si yo fuese un caballo—. Creo —musitó— que Gama resistirá. Y que el hijo de Veraz heredará el trono.
Lo dejé con esas palabras resonando en mi mente. Me dije una y otra vez que no había hecho nada malo. Si no me hubiera apropiado yo de Torre del Alce, lo habría hecho otro.
—¿Quién? —me preguntó Chade, irritado, unas horas después.
Yo estaba sentado, con la mirada clavada en mis pies.
—No lo sé. Pero habrían encontrado a alguien. Y es mucho más probable que esa persona provocara un derramamiento de sangre. Que interviniera en la ceremonia del Rey a la Espera y pusiera en peligro nuestros esfuerzos por sacar de este embrollo a Kettricken y Artimañas.
—Si los ducados costeros están tan cerca de la rebelión como indica tu informe, quizá tendríamos que reconsiderar ese plan.
Estornudé. Todavía olía a corteza de quina en el cuarto. Había usado demasiada.
—Mazas no me abordó para hablarme de rebelión, sino de lealtad al verdadero rey. Y yo le respondí del mismo modo. No deseo usurpar el trono, Chade, tan sólo asegurarlo para su legítimo heredero.
—Ya lo sé —espetó Chade—. De lo contrario informaría directamente al rey Artimañas de esta… locura. No sé cómo llamarlo. No es traición, casi, y aun así…
—No he traicionado a mi rey —declaré con contenida vehemencia.
—¿No? Entonces, respóndeme a esto. Si, a pesar de todos tus esfuerzos o, la suerte nos libre, gracias a ellos, tanto Artimañas como Kettricken perecen y Veraz no regresa jamás, ¿qué ocurrirá? ¿Seguirías estando dispuesto a ceder el trono al legítimo heredero?
—¿Regio?
—Por orden de sucesión, sí.
—Él no es el rey, Chade. Es un principito indulgente y siempre lo será. Tengo tanta sangre de Vatídico como él.
—Lo mismo podrías decir del hijo de Kettricken, cuando nazca. ¿No ves lo peligrosa que es la senda que nos coloca por encima del lugar que nos corresponde? Tú y yo hemos jurado lealtad al linaje de los Vatídico, del que no somos sino ramificaciones por azar. No sólo al rey Artimañas, ni a cualquier rey que resulte apropiado, sino al legítimo soberano de los Vatídico. Aunque sea Regio.
—¿Servirías a Regio?
—He visto príncipes más estúpidos que él volverse inteligentes con la edad. Lo que propones nos conducirá a la guerra civil. Haza y Lumbrales…
—No están interesados en ninguna guerra. Dirán que allá nos las compongamos y dejarán en paz a los ducados costeros. Eso es lo que siempre dice Regio.
—Y seguramente ha llegado a creérselo. Pero cuando descubra que no puede comprar buena seda y que los vinos del Mitonar y de más allá ya no desembocan en su paladar desde el río Alce, cambiará de parecer. Necesita sus ciudades portuarias y volverá a por ellas.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué debería haber hecho?
Chade, sentado frente a mí, enlazó las manos moteadas entre sus vetustas y huesudas rodillas.
—No lo sé. Mazas está realmente desesperado. Si hubieras rechazado su propuesta y lo hubieras acusado de traición, en fin… No digo que se hubiera librado de ti. Pero recuerda que no vaciló en despachar a Virago cuando ésta se convirtió en una amenaza para él. Todo esto es demasiado para un viejo asesino. Necesitamos un rey.
—Estoy de acuerdo.
—¿Podrías habilitar con Veraz de nuevo?
—Temo intentarlo. No sé cómo protegerme de Justin y Serena. O Will. —Suspiré—. De todos modos, lo intentaré. Seguro que Veraz se da cuenta si interceptan mi Habilidad. —Se me ocurrió otra cosa—. Chade, mañana por la noche, cuando te lleves a Kettricken, tienes que sacar tiempo de alguna parte para informarla de lo ocurrido y tranquilizarla sobre mi lealtad.
—Ah, sí que la tranquilizará enterarse de todo esto al tiempo de huir a las montañas. No. Mañana por la noche no. Me ocuparé de que lo sepa cuando esté a salvo. Y tú debes seguir intentando llegar hasta Veraz, pero procura que no te espíen. ¿Seguro que desconocen nuestros planes?
Tuve que negar con la cabeza.
—Pero creo que están seguros. Se lo conté todo a Veraz nada más habilitar con él. Fue al final cuando dijo que alguien nos estaba espiando.
—Probablemente deberías haber matado a Justin —rezongó Chade. Después se rió al reparar en mi expresión ofendida—. No, no, cálmate. No te estoy riñendo por haberte contenido. Ojalá hubieras sido igual de circunspecto con el plan que te propuso Mazas. Un soplo de esto bastaría para que Regio ordenara que te estiraran el pescuezo. Y si se dejara llevar por la estulticia y la crueldad, intentaría ahorcar también a sus duques. No. ¡Ni siquiera pensemos en eso! Los salones de Torre del Alce se inundarían de sangre antes de llegar a ese extremo. Ojalá hubieras encontrado la forma de cambiar el rumbo de esa conversación antes de que te planteara siquiera la oferta. Ojalá se les hubiera ocurrido otra solución. Ah, en fin. No hay cabeza vieja entre hombros jóvenes. Por desgracia, Regio podría arrancarte tu joven cabeza de esos jóvenes hombros sin ningún esfuerzo. —Se arrodilló y echó otro tronco al fuego. Cogió aliento y espiró despacio—. ¿Lo has preparado todo? —inquirió bruscamente.
Me alegré de cambiar de tema.
—Todo lo que he podido. Burrich estará esperando en el lugar acordado, en el alisal donde solían cobijarse los zorros.
Chade puso los ojos en blanco.
—¿Cómo voy a encontrarlo? ¿Pregunto al primer zorro con el que me cruce?
Sonreí sin darme cuenta.
—Algo parecido. ¿Por dónde saldrás del castillo?
Se obstinó en su silencio un momento. A pesar de todo, ese viejo zorro detestaba revelar su puerta trasera.
—Saldremos del granero —dijo al fin—. El tercero contando desde los establos.
Asentí despacio.
—Un lobo gris se reunirá contigo. Síguelo con sigilo y te enseñará la forma de cruzar las murallas de Torre del Alce sin tener que pasar por las puertas.
Chade se limitó a observarme un largo rato. Esperé. Reprobación, repulsa, incluso curiosidad. Pero el viejo asesino llevaba demasiado tiempo estudiando la manera de ocultar sus sentimientos. Al cabo, dijo:
—Seríamos estúpidos si no aprovecháramos hasta la última arma de la que dispongamos. ¿Supone… algún peligro para nosotros?
—No más que yo. No es preciso que lleves acónito encima, ni que le ofrezcas cordero para que te deje pasar. —Estaba tan familiarizado como Chade con el folclore—. Tú sólo aparece y él te guiará. Te llevará al otro lado de los muros y te conducirá al alisal donde estará esperando Burrich con los caballos.
—¿Es un paseo largo?
Sabía que estaba pensando en el rey.
—No es extenuante, pero tampoco corto, y el manto de nieve será profundo y blando. Escabullirse por la abertura de la pared será complicado, pero no imposible. Podría pedirle a Burrich que se reuniera con vosotros en la muralla, pero no quiero que llame la atención. A lo mejor el bufón podría echarte una mano.
—Tendrá que hacerlo, como pintas las cosas. No estoy dispuesto a inmiscuir a nadie más en nuestros planes. Parece que nuestra posición se vuelve más insostenible a cada momento que pasa.
Agaché la cabeza. Tenía razón.
—¿Y tú? —me atreví a preguntar.
—Mi trabajo está casi acabado, con tiempo de sobra. El bufón me ha ayudado. Ha conseguido ropas y dinero para el viaje de su rey. Artimañas ha aprobado nuestro plan a regañadientes. Sabe que es lo más prudente, pero lo mortifica. A pesar de todo, Traspié, Regio es su hijo, su benjamín favorito. Aun cuando ha sufrido la crueldad de Regio, le resulta difícil aceptar que el príncipe sea una amenaza para su vida. Comprende su dilema: admitir que Regio podría traicionarlo equivale a admitir que estaba equivocado con respecto a su propio hijo. Huir de Torre del Alce es aún peor, pues equivale a admitir no sólo que Regio podría traicionarlo, sino que la huida es su única opción. Nuestro rey nunca ha sido un cobarde. Le irrita huir de quien debería ser el más leal de sus súbditos. Pero debe hacerlo. De eso lo he convencido; principalmente, lo admito, al decirle que sin su respaldo el hijo de Kettricken tendrá pocas posibilidades de aspirar al trono. —Chade exhaló un suspiro—. Todo está casi listo. He preparado ya las medicinas y todo está bien embalado.
—¿Comprende el bufón que no puede acompañar a su rey?
Chade se frotó la frente.
—Se propone seguirnos, dentro de unos días. No pude disuadirlo por completo. Lo más que conseguí fue convencerlo para que viajáramos por separado.
—Así que sólo falta que yo encuentre la manera de vaciar de testigos el cuarto del rey y que tú lo saques a hurtadillas.
—Ah, sí —observó Chade, sin humor—. Todo está planeado y listo para ser llevado a cabo, salvo lo más importante.
Los dos nos quedamos contemplando las llamas.