27

Conspiración

El Hombre Picado en las ventanas

el Hombre Picado en las puertas

el Hombre Picado trae las plagas

que dejan todas las cosas muertas.

Cuando la llama azul de tu vela se consuma

sabrás que una bruja ha robado tu fortuna.

Si una serpiente se enrosca en tus cenizas

la peste reducirá a tus hijos a trizas.

La masa del pan que no sube,

la leche que se echa a perder,

la manteca que no se deja hacer,

las flechas que se secan y se arrugan,

el cuchillo que corta la propia mano,

los gallos que cantan cuando sale la luna:

así se sabe que un hogar está condenado.

—Tendremos que sacar la sangre de alguna parte.

Kettricken me había escuchado y ahora formulaba su petición como quien pide una copa de vino. Miró a Paciencia y Cordonia en busca de ideas.

—Iré a buscar una gallina —dijo finalmente Cordonia, a regañadientes—. Me hará falta una bolsa para guardarla dentro y que no haga ruido…

—Ve —le dijo Paciencia—. Date prisa. Llévala a mi cuarto. Traeré un cuchillo y una palangana y lo haremos allí. Aquí traeremos sólo una taza de sangre. Cuanto menos hagamos aquí, menos tendremos que ocultar.

Había acudido primero a Paciencia y Cordonia, a sabiendas de que las cuidadoras de la reina no me dejarían pasar solo. Mientras hacía una breve visita a mi cuarto ellas se habían adelantado, supuestamente para llevar a Kettricken un té de hierbas especial, pero en realidad para rogarle que me recibiera en privado. La reina había despedido a todas sus damas de compañía, diciéndoles que estaría bien acompañada por Paciencia y Cordonia, y luego había enviado a Romero a buscarme. Ahora Romero jugaba al lado de la chimenea, absorta en las ropas de su muñeca.

Mientras Cordonia y Paciencia salían de la habitación, Kettricken se volvió hacia mí.

—Usaré la sangre para manchar mi cama y mi camisón y mandaré buscar a Wallace. Le diré que temo que mi bebé se haya malogrado a causa de la caída. Pero no pienso ir más lejos, Traspié. No dejaré que ese hombre me ponga la mano encima, ni cometeré la estupidez de beber o comer nada de lo que me prepare. Si hago esto es sólo para que se aparte del rey. Tampoco diré que he perdido al bebé. Sólo que me asusta la posibilidad.

Hablaba con ferocidad. Me helaba la sangre que aceptara tan fácilmente lo que Regio había hecho y estaba haciendo, y lo que yo le había dicho que debía hacer para contraatacar. Deseé desesperadamente que su confianza en mí estuviera justificada. Ella no hablaba de traición ni de maldad. Sólo discutía la estrategia que iba a seguir con la frialdad del general que planea una batalla.

—Eso será suficiente —prometí—. Conozco al príncipe Regio. Wallace irá corriendo a verlo para contarle la historia y él seguirá a Wallace hasta aquí, por inapropiado que sea. No podrá resistirse, querrá ver con sus propios ojos el éxito que ha tenido.

—Ya es bastante tedioso tener a todas esas mujeres a mi alrededor, compadeciéndome por la muerte de Veraz. Me resultaría casi imposible escucharlas hablar como si también hubiese perdido a mi hijo. Casi, aunque lo haré si me veo obligada. ¿Y si dejan un guardia con el rey? —preguntó Kettricken.

—En cuanto salgan para visitarte, intentaré llamar a la puerta y crear una distracción. Me ocuparé de cualquier guardia que hayan dejado.

—Pero si tienes que distraer al guardia, ¿cómo esperas conseguir nada?

—Tengo un… cómplice que me echará una mano.

Eso esperaba. Maldije a Chade otra vez por no haber previsto la forma de comunicarme con él en situaciones así. «Confía en mí —me decía siempre—. Tengo ojos y oídos en los lugares indicados. Te llamaré cuando sea seguro. Un secreto deja de serlo si lo conoce más de una persona.» No iba a confesar a nadie que ya había referido mis planes a la chimenea, con la esperanza de que Chade me escuchara de alguna manera. Esperaba que en el breve espacio de tiempo que pudiera conseguir, Chade encontraría la forma de llegar hasta el rey, de calmar su dolor, de contener el acoso de Regio.

—Es una tortura —musitó Kettricken, como si pudiera leer mi mente—. Abandonar un anciano a su dolor de ese modo. —Me miró a los ojos—. ¿No confías en tu reina lo suficiente para decirme quién es tu cómplice?

—No me corresponde a mí desvelar este secreto, sino al rey —respondí con suavidad—. Creo que pronto os será revelado. Hasta entonces…

—Vete —me despidió. Cambió de postura en su sillón, incómoda—. Con lo dolorida que estoy, por lo menos no tendré que fingir aflicción. Sólo tolerancia por un hombre que estaría dispuesto a matar a un pequeño nonato y atormentar a su anciano padre.

—Me voy —me apresuré a responder.

Sentía cómo crecía su rabia y no quería alimentarla. La mascarada exigía que todo resultara convincente. No debía revelar que ahora sabía que su caída no se había debido a un patinazo fortuito. Salí y pasé junto a Cordonia, que llevaba una bandeja con una tetera. Paciencia le pisaba los talones. En esa tetera no había té. Cuando pasé entre las damas de compañía de la reina en su antecámara, tuve cuidado de mostrarme preocupado. Sus reacciones cuando la reina ordenara llamar al curandero personal del rey serían lo bastante convincentes. Esperaba que fuese suficiente para sacar a Regio de su cubil.

Me colé en los aposentos de Paciencia y dejé la puerta ligeramente entreabierta. Esperé. Mientras esperaba pensé en un anciano con el cuerpo abandonado por las hierbas, con el dolor despertándose en su interior. Yo había compartido ese dolor. Sufriendo de esa manera, y con alguien interrogándome de forma implacable, ¿durante cuánto tiempo podría permanecer callado e impreciso? Parecía que hubieran pasado días. Por fin distinguí un remolino de faldas y unos pasos apresurados pasillo abajo, seguidos de unos repentinos golpecitos en la puerta del rey Artimañas. No me hacía falta escuchar las palabras, el tono me lo decía todo, las atemorizadas súplicas de las mujeres ante quien les había abierto la puerta, las airadas preguntas de Regio, convertidas enseguida en falsa preocupación. Oí que llamaba a Wallace para que saliera del rincón donde se hubiese escabullido, percibí la excitación en su voz cuando ordenó al hombre que atendiera inmediatamente a la reina, que iba a sufrir un aborto.

Las damas de compañía volvieron a pasar por delante de mi puerta. Me quedé quieto, conteniendo la respiración. Ese trote, esos murmullos, debía de ser Wallace cargado sin duda con todo tipo de remedios. Esperé, inspirando lentas bocanadas, procurando ser paciente, esperé hasta que estuve seguro de que mi ardid había fracasado. Entonces oí los pasos más deliberados de Regio, seguidos de las apresuradas zancadas de alguien que lo adelantó.

—Ese vino es bueno, idiota, no lo derrames —lo amonestó Regio, y luego se alejaron donde ya no pude oírlos.

Aguardé otra vez. Mucho después de estar seguro de que lo habían admitido en los aposentos de la reina, me obligué a contar hasta cien. Traspuse la puerta y me dirigí a la del monarca.

Llamé. No llamé con fuerza, pero sí con insistencia y de forma ininterrumpida. Al cabo, una voz exigió saber quién iba.

—Traspié Hidalgo —respondí con arrojo—. Quiero ver al rey.

Silencio. Luego:

—Nadie puede pasar.

—¿Quién lo ordena?

—El príncipe Regio.

—Traigo una señal del rey. Me dio su palabra de que se me permitiría verlo siempre que quisiera.

—El príncipe Regio especificó que tú no debías pasar.

—Pero eso fue antes…

Bajé la voz para musitar unas palabras ininteligibles.

—¿Qué has dicho?

Farfullé de nuevo…

—Habla más alto.

—¡No quiero que se entere todo el castillo! —repuse indignado—. No conviene sembrar el pánico.

Surtió efecto. La puerta se abrió una rendija.

—¿Qué ocurre? —siseó el hombre.

Me acerqué a la puerta, miré arriba y abajo del pasillo. Me asomé a la habitación por encima de su hombro.

—¿Estás solo? —pregunté con suspicacia.

—¡Sí! —Con impaciencia—. Venga, ¿de qué se trata? ¡Espero que sea importante!

Me llevé las manos a la boca mientras me inclinaba sobre la puerta, impidiendo que escapara un solo aliento de mi secreto. El hombre se arrimó a la rendija. Fruncí los labios rápidamente, soplé y le cubrí la cara con un polvo blanco. Trastabilló de espaldas, arañándose los ojos, asfixiándose. Se desplomó en un instante. Dulcamara, rápida y eficaz. Letal, a menudo. No me importaba. No era sólo que ése fuera mi buen amigo, aficionado a retorcer hombros. El guardia no podría haberse quedado en la antecámara del dormitorio de Artimañas sin percatarse de lo que ocurría dentro.

Había metido el brazo por la rendija y me afanaba en soltar las cadenas que aseguraban la puerta cuando escuché un siseo familiar.

—Lárgate. Deja la puerta en paz, márchate. ¡No la abras, cretino!

Atisbé fugazmente un semblante sembrado de picaduras antes de que la puerta se cerrara firmemente en mi cara. Chade tenía razón. Lo mejor sería que Regio encontrara una puerta candada y perdiera el tiempo haciendo que sus hombres la echaran abajo. Cada momento que Regio estuviera fuera era un precioso momento que podría pasar Chade con el rey.

Lo siguiente era más complicado de hacer que lo que ya había hecho. Bajé las escaleras hasta la cocina, entablé una agradable conversación con la cocinera y le pregunté a qué se debía el alboroto de arriba. ¿La reina había perdido el bebé? Me dio la espalda enseguida para buscar a alguien que estuviera mejor enterado. Me dirigí a la sala de guardia frente a la cocina para dar cuenta de una cerveza pequeña y comer algo como si tuviera apetito. La comida se asentó como una piedra en mi estómago. Nadie habló conmigo, pero mi presencia era visible. A mi alrededor fluían los rumores sobre la caída de la reina. Ahora había allí guardias de Haza y Lumbrales, hombres corpulentos y pausados, miembros de los séquitos de sus duques, codeándose con sus contrapartidas de Torre del Alce. Resultaba más amargo que la bilis oírlos hablar con avidez de lo que supondría la pérdida del bebé para las aspiraciones de Regio al trono. Era como si estuvieran apostando en las carreras de caballos.

El único rumor que podía competir con ése era el de que un muchacho había visto al Hombre Picado en el patio, junto al pozo del castillo. Supuestamente, era casi medianoche cuando lo vio el chico. A nadie se le ocurrió pararse a pensar qué estaba haciendo el chaval en la calle a esas horas, ni con qué luz se había alumbrado para tener esa visión agorera. En cambio se prometían evitar el agua, pues sin duda aquello presagiaba que el agua se había contaminado. A la velocidad con que trasegaban cerveza, decidí que tenían poco de que preocuparse. Me quedé allí hasta que nos llegó la noticia de que Regio quería que tres hombres fuertes con hachas acudieran de inmediato a los aposentos del rey. Eso propició una nueva ronda de habladurías, momento que aproveché para escabullirme discretamente y encaminarme a los establos.

Me proponía encontrar a Burrich y ver si el bufón estaba con él. En cambio, encontré a Molly, que bajaba las empinadas escaleras cuando yo empezaba a subirlas. Vio la expresión desconcertada que se reflejó en mi rostro y se rió. Pero fue una risa breve que no se contagió a sus ojos.

—¿Para qué querías ver a Burrich? —inquirí.

Comprendí al instante cuan brusca era mi pregunta. Temía que hubiera acudido a él en busca de ayuda.

—Es mi amigo —respondió sucintamente. Intentó pasar a mi lado. Sin pensar, me mantuve firme—. ¡Déjame pasar! —siseó con rabia.

La rodeé con los brazos.

—Molly, Molly, por favor —dije con voz ronca mientras me apartaba sin compasión—. Busquemos un sitio para hablar, aunque sólo sea un momento. No puedo soportar que me mires de esa manera, cuando te juro que no he hecho nada malo. Te comportas como si te repudiara, pero te llevo siempre en mi corazón. Si no puedo estar contigo, no es porque no lo desee.

Dejó de debatirse de repente.

—Por favor —supliqué.

Escrutó la penumbra del granero.

—Nos quedaremos de pie y hablaremos. Sólo un momento. Aquí mismo.

—¿Por qué estás tan enfadada conmigo?

Estuvo a punto de contestar. Vi cómo se mordía la lengua y adoptaba una expresión de frialdad.

—¿Por qué piensas que lo que siento por ti es el eje de mi vida? —repuso—. ¿Por qué piensas que no tengo más preocupaciones?

Me quedé boquiabierto.

—A lo mejor porque ésos son mis sentimientos por ti —dije con seriedad.

—No es verdad.

Estaba exasperada y me corregía como haría con un niño que insistiera en que el cielo era verde.

—Sí que lo es.

Intenté atraerla hacia mí pero era como si tuviera un tronco entre mis brazos.

—Tu Rey a la Espera Veraz es más importante. El rey Artimañas es más importante. La reina Kettricken y su bebé son más importantes.

Los contó con los dedos como si estuviera enumerando mis defectos.

—Sé cuál es mi deber —musité.

—Yo sé qué es lo que guardas en tu corazón —dijo, lacónica—. Y no soy yo.

—Veraz está… ya no está aquí para proteger a su reina, a su hijo ni a su padre —razoné—. Por eso, por esta vez, debo anteponerlos a mi propia vida. A todo lo que quiero. No porque los quiera más a ellos, sino porque… —Busqué las palabras en vano—. Soy un Hombre del Rey —dije desconsolado.

—Y yo no soy la mujer de nadie. —Molly convirtió esa frase en la mayor declaración de soledad del mundo—. Tengo que cuidar de mí misma.

—No siempre —protesté—. Algún día seremos libres. Libres de casarnos, de hacer…

—Lo que tu rey te pida que hagas —concluyó—. No, Traspié. —Había decisión en su voz. Dolor. Se apartó de mí y siguió bajando por la escalera. Cuando se hubo alejado dos peldaños y pareció que todo el viento del invierno soplara entre nosotros, habló de nuevo—. Tengo que decirte una cosa —añadió, casi con ternura—. Ahora hay otra persona en mi vida. Alguien que es para mí lo que tu rey para ti. Alguien que me importa más que mi propia vida, que está por encima de todo lo que quiero. Son tus propias palabras, no puedes recriminarme nada.

Volvió a mirarme.

No sé qué aspecto debía de ofrecer, sólo que ella apartó la mirada como si no pudiera soportarlo.

—Por el bien de esa persona, me voy —me informó—. A un lugar más seguro.

—Molly, por favor, es imposible que te ame tanto como yo —supliqué.

No me miró.

—Tampoco tu rey puede amarte tanto como… te amaba yo. Pero eso no importa. No se trata de lo que sienta por mí —dijo despacio—. Se trata de lo que yo siento por él. Debe ser lo primero en mi vida. Necesita eso de mí. Compréndelo. No es que ya no me importes. Es que no puedo anteponer ese sentimiento a su bienestar. —Bajó dos escalones más—. Adiós, Nuevo.

Apenas si exhaló esas últimas palabras, pero se grabaron a fuego en mi corazón.

Me quedé de pie en la escalera, viendo cómo se alejaba. Y de repente ese sentimiento se me hizo demasiado familiar, demasiado conocido el dolor. Salvé los escalones que me separaban de ella, la cogí por el brazo, la adentré en la penumbra debajo de las escaleras del desván.

—Molly, por favor.

No dijo nada. Ni siquiera intentó zafarse de mí.

—¿Qué puedo darte, qué puedo decirte para que entiendas lo que significas para mí? ¡No puedo dejar que te vayas!

—Tampoco puedes impedírmelo —señaló en voz baja. Sentí que algo salía de ella. Rabia, coraje, voluntad. No tengo palabras para describirlo—. Por favor —dijo, y me dolió que tuviera que rogármelo—. Suéltame. No lo hagas más difícil. No me hagas llorar.

Le solté el brazo, pero no se fue.

—Hace mucho tiempo —dijo despacio— te dije que eras igual que Burrich.

Asentí en la oscuridad, sin importarme que no me pudiera ver.

—En algunos aspectos lo eres. En otros no. Ahora soy yo la que decide por nosotros, como decidió él en su día por Paciencia y él mismo. No tenemos futuro. Tú ya tienes el corazón ocupado, y el abismo que media entre nuestras respectivas condiciones sociales es insalvable para cualquier tipo de amor. Sé que me quieres, pero tu cariño es… distinto del mío. Quería que compartiéramos nuestras vidas. Tú quieres tenerme encerrada en una caja, separada de tu vida. No puedo ser alguien a quien tú acudas cuando no tienes nada más importante que hacer. Ni siquiera sé qué es lo que haces cuando no estás conmigo. Nunca has querido compartirlo conmigo.

—No te gustaría —le dije—. De verdad, no quieras saberlo.

—No me digas eso —susurró enfadada—. ¿No ves que eso es con lo que no puedo vivir, que no me dejas decidir por mí misma? No puedes tomar esa decisión en mi lugar. ¡No tienes derecho! Si ni siquiera puedes contarme eso, ¿cómo voy a creer que me quieres?

—Mato gente —me oí decir—. Para mi rey. Molly, soy un asesino.

—¡No te creo! —susurró. Habló demasiado pronto. El horror de su voz era tan grande como su desprecio. Una parte de ella sabía que le había confesado la verdad. Por fin. Un silencio terrible, breve pero helado, se extendió entre nosotros mientras ella esperaba a que yo admitiera mi mentira. Una mentira que ella sabía que era verdad. Al cabo, lo negó por mí—. ¿Tú, un asesino? ¡Si ni siquiera desafiaste a los guardias aquel día para ver por qué estaba llorando! ¡No tuviste el coraje necesario para enfrentarte a ellos por mí! Pero quieres que crea que matas personas para el rey. —Un sonido atragantado, de rabia y desesperación—. ¿Por qué me lo cuentas ahora? ¿Por qué precisamente ahora? ¿Para impresionarme?

—Si pensara que así te impresionaría, probablemente te lo habría contado hace mucho tiempo —confesé.

Y era cierto. Mi capacidad para guardar el secreto se cimentaba en el temor de que decírselo a Molly equivaldría a perderla. Tenía razón.

—Mentira —dijo, más para sí que para mí—. Mentira, todo es mentira. Desde el principio. Qué tonta he sido. Dicen que si un hombre te pega una vez, volverá a hacerlo. Lo mismo se aplica a las mentiras. Pero seguí escuchándote y creyéndote. ¡Qué estúpida! —Su última declaración, tan salvaje que me aparté de ella como de un puñetazo. Se alejó de mí—. Gracias, Traspié Hidalgo —dijo fríamente, sin alterarse—. Has conseguido que me resulte mucho más fácil. Me dio la espalda.

—Molly —supliqué. Intenté retenerla pero giró sobre sus talones, amenazante.

—No me toques —me advirtió en voz baja—. ¡No te atrevas a ponerme la mano encima otra vez!

Se fue.

Tardé un momento en acordarme de que estaba debajo de la escalera de Burrich, a oscuras. Temblaba de frío y de algo más. No. Algo menos. Mis labios se apartaron de mis dientes en algo que no era una sonrisa ni una mueca de odio. Siempre había temido que mis mentiras me harían perder a Molly. Pero la verdad había terminado en un instante lo que mis mentiras habían mantenido junto durante todo un año. Me pregunté qué debía aprender de eso. Subí los escalones muy despacio. Llamé a la puerta.

—¿Quién es?

La voz de Burrich.

—Yo. —Abrí la puerta y entré en la habitación—. ¿Qué estaba haciendo aquí Molly? —pregunté, sin importarme cómo pudiera sonar ni que el bufón, vendado, siguiera sentado a la mesa de Burrich—. ¿Necesitaba ayuda?

Burrich carraspeó.

—Vino a por hierbas —dijo con incomodidad—. No he podido ayudarla, no tenía lo que buscaba. Después llegó el bufón y se quedó para echarme una mano con él.

—Paciencia y Cordonia tienen hierbas. Montones de hierbas —señalé.

—Eso mismo le dije yo. —Me volvió la espalda y empezó a recoger los enseres que había empleado para curar al bufón—. No quería acudir a ellas.

Había algo en su voz, casi estimulante, obligándome a formular la siguiente pregunta.

—Se ha ido —dije con un hilo de voz—. Se ha ido.

Me senté en una silla frente al fuego de Burrich y enlacé los dedos con fuerza entre las rodillas. Me di cuenta de que me estaba meciendo adelante y atrás. Intenté reprimirme.

—¿Lo has conseguido? —preguntó en voz baja el bufón.

Dejé de balancearme. Juro que por un instante no tuve ni idea de lo que estaba hablando.

—Sí —respondí suavemente—. Sí, creo que sí. —También había conseguido perder a Molly. Había conseguido minar su lealtad y su amor al no saberlos apreciar como debía, había conseguido ser tan lógico, práctico y fiel a mi rey que acababa de perder cualquier oportunidad de tener una vida propia algún día. Miré a Burrich—. ¿Querías a Paciencia? —pregunté de pronto—. ¿Cuando decidiste marcharte?

El bufón se sobresaltó y desorbitó los ojos visiblemente. De modo que había secretos que ni siquiera él conocía. El rostro de Burrich se oscureció como yo nunca lo había visto. Se cruzó de brazos como si quisiera contenerse. Podría matarme, pensé. O quizá simplemente intentara retener el dolor dentro de sí.

—Por favor —añadí—. Tengo que saberlo.

Me lanzó una mirada asesina antes de contestar en voz baja.

—No soy de los que cambian de opinión fácilmente —me dijo—. Si la hubiera querido, la querría todavía.

Bueno. Así que nunca desaparecería.

—Pero, aun así, decidiste…

—Alguien tenía que tomar una decisión. Paciencia se negaba a ver que no podía funcionar. Alguien tenía que poner fin a ese suplicio.

Lo que había decidido hacer Molly. Intenté pensar qué debería hacer a continuación. No se me ocurría nada. Miré al bufón.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Mejor que tú —contestó con sinceridad.

—Me refiero a tu hombro. Pensaba…

—Lastimado, pero no está roto. Mucho mejor que tu corazón.

Una rápida batería de agudezas. No sabía que pudiera lanzar sus gracias con tanta compasión. Su ternura me emocionó.

—No sé qué hacer —dije, con el alma en un puño—. ¿Cómo puedo vivir con esto?

Se escuchó un golpecito cuando Burrich posó la botella de brandy en el centro de la mesa. Puso tres copas a su alrededor.

—Brindemos —dijo—. Para que Molly encuentre la felicidad en alguna parte. Deseémoslo de todo corazón.

Bebimos una ronda y Burrich rellenó las copas. El bufón removió el brandy en la suya.

—¿Es sensato hacer esto justo ahora? —preguntó.

—Estoy harto de ser siempre tan sensato —le dije—. Preferiría ser un payaso.

—No sabes lo que dices. —En cualquier caso, levantó su vaso conmigo—. Por todos los payasos del mundo. Y un tercer brindis, por nuestro rey.

Hicimos un sincero esfuerzo, pero el destino no nos concedió tiempo suficiente. Alguien llamó decididamente a la puerta de Burrich y resultó ser Cordonia, que entró con una cesta debajo del brazo. Entró corriendo y cerró enseguida la puerta.

—Libraos de esto por mí, ¿queréis? —preguntó, y soltó la gallina muerta en la mesa delante de nosotros.

—¡La cena! —anunció entusiasmado el bufón.

Cordonia tardó un instante en percatarse de nuestro estado. Más de lo que tardó en enfurecerse.

—¡Nosotros nos jugamos la vida y nuestra reputación y vosotros aquí, emborrachándoos! —Se encaró con Burrich—. ¡Veinte años, y todavía no has aprendido que el alcohol no resuelve nada!

Burrich no se amilanó en absoluto.

—Hay cosas que no tienen solución —filosofó—. La bebida hace que esas cosas sean mucho más tolerables. —Se incorporó ágilmente y se plantó firme como una roca ante ella. Parecía que los años de bebida le habían enseñado a manejarla—. ¿Qué querías?

Cordonia se mordió el labio un momento. Decidió seguir la dirección que él había apuntado.

—Necesito que os libréis de eso. Y ungüento para las magulladuras.

—¿Es que aquí nadie va a ver al curandero? —preguntó el bufón a nadie en particular.

Cordonia no le hizo caso.

—Se supone que para eso he venido hasta aquí. Será mejor que coja algo, por si alguien me pregunta. Mi verdadera misión consistía en encontrar a Traspié y preguntarle si sabe que hay unos guardias tirando a hachazos la puerta del rey Artimañas.

Asentí solemnemente. No iba a intentar imitar la sobriedad de Burrich. En cambio el bufón sí que se puso de pie de un brinco.

—¿Cómo? —gritó. Se volvió hacia mí—. ¡Pero si decías que lo habías conseguido! ¿Qué es exactamente lo que has conseguido?

—Todo lo que podía conseguir con tan poca antelación —repliqué—. O da resultado o no lo da. Hemos hecho cuanto hemos podido hacer de momento. Además, piénsalo. Es una sólida puerta de roble. Tardarán un rato en echarla abajo. Y cuando lo hagan, supongo que encontrarán la puerta del dormitorio del rey igualmente cerrada y candada.

—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Burrich en voz baja.

—Yo no he conseguido nada —dije bruscamente. Miré al bufón—. Por el momento no puedo decir nada más. Es hora de que confiéis un poco en mí. —Miré a Cordonia—. ¿Cómo están Paciencia y la reina? ¿Ha salido bien nuestra pantomima?

—Bastante bien. La reina tiene bastantes morados por la caída y, en mi opinión, no estoy segura de que el peligro de perder el bebé sea del todo ficticio. Los abortos a consecuencia de una caída no siempre ocurren de inmediato. Pero no nos preocupemos innecesariamente. Wallace se ha mostrado atento pero incompetente. Para alguien que dice ser curandero, sabe considerablemente poco de hierbas. En cuanto al príncipe…

Cordonia soltó un bufido y no dijo nada más.

—¿Soy el único que opina que propagar el rumor de este aborto es algo arriesgado? —preguntó con indolencia el bufón.

—No tuve tiempo de idear otra cosa —repuse—. La reina desmentirá el rumor dentro de un par de días y dirá que parece que todo va bien con el bebé.

—Bueno. De momento estamos tan a salvo como cabría esperar —observó Burrich—. ¿Y ahora? ¿Vamos a quedarnos de brazos cruzados mientras se llevan al rey y a la reina Kettricken a Puesto Vado?

—Confianza. Sólo pido un día de confianza —dije con cuidado. Esperaba que fuese suficiente—. Ahora tenemos que separarnos y comportarnos con toda normalidad.

—Un maestre caballerizo sin sus caballos y un bufón sin su rey —comentó el bufón—. Burrich y yo podemos seguir bebiendo. Creo que ése será nuestro comportamiento normal, dadas las circunstancias. En cuanto a ti, Traspié, no sé qué título ostentas a día de hoy, y menos a qué dedicas tus días. Así que…

—Nadie va a quedarse amorrado a la botella —entonó torvamente Cordonia—. Olvidaos del brandy y estad atentos. Y separaos, como ha dicho Traspié. En este cuarto se han dicho y hecho cosas suficientes como para colgarnos a todos de un árbol por traidores. A todos menos a ti, naturalmente, Traspié Hidalgo. A ti tendrían que darte veneno. La horca está prohibida para los de sangre real.

Sus palabras cayeron como un jarro de agua fría. Burrich cogió el corcho y volvió a tapar la botella. Cordonia fue la primera en salir, con un tarro del ungüento de Burrich en su cesta. El bufón la siguió un rato después. Cuando dejé a Burrich, había terminado de limpiar la gallina y estaba arrancándole las últimas plumas. No desperdiciaba nada.

Salí y deambulé sin rumbo fijo. Espiaba las sombras a mi espalda. Kettricken estaría descansando y no me consideraba capaz de aguantar la charla o las observaciones de Paciencia en esos momentos. Si el bufón estaba en su cámara era porque no quería compañía. Y si estaba en otra parte, no lograba imaginar dónde podría ser. Toda Torre del Alce estaba plagada de terrales como un perro enfermo de pulgas. Pasé por la cocina y apañé un trozo de pan de jengibre. Luego merodeé sin dirección, desconsolado, procurando no pensar, intentando aparentar indiferencia mientras volvía a la cabaña donde había escondido una vez a Ojos de Noche. Ahora estaba vacía, tan fría por dentro como por fuera. Hacía ya tiempo que Ojos de Noche había abandonado esa guarida. Prefería las colinas pobladas de árboles que había detrás de Torre del Alce. Pero no tuve que esperar mucho tiempo antes de que su sombra traspusiera el umbral de la puerta abierta.

Quizás el mayor consuelo que ofrece el lazo de la Maña sea el de no tener que dar nunca explicaciones. No era preciso que le refiriera los acontecimientos del día, no necesitaba describir con palabras cómo me había sentido al ver cómo se alejaba Molly de mí. Tampoco él me hizo preguntas ni entabló una conversación comprensiva. Las acciones de los humanos no tenían sentido para él. Reaccionaba a la fuerza de mis sentimientos, no al motivo de los mismos. Se acercó a mí simplemente y se sentó a mi lado en el suelo sucio. Podía rodearlo con un brazo y apoyar la cara en su abrigo, sin moverme.

Vaya manadas hacen los hombres, observó transcurrido un momento. ¿Cómo podéis cazar juntos si sois incapaces de correr todos en la misma dirección?

No contesté. No conocía la respuesta y él no esperaba ninguna.

Agachó la cabeza para mordisquearse una pata que le picaba. Después se sentó, se sacudió de arriba abajo y preguntó: ¿Qué compañera vas a elegir ahora?

No todos los lobos tienen una compañera.

El líder siempre tiene una. ¿Cómo iba a multiplicarse la manada si no?

Mi líder ya tiene una compañera y ésta va a tener un bebé. A lo mejor los lobos tenéis razón y los hombres deberíamos seguir vuestro ejemplo. A lo mejor sólo el líder debería tener una compañera. Ésa fue la decisión que tomó hace tiempo Corazón de la Manada. No podía cuidar de su compañera y al mismo tiempo seguir a su líder con todo su corazón.

Ése es más lobo de lo que le gustaría admitir a nadie. Una pausa. ¿Pan de jengibre?

Se lo di. Lo engulló con glotonería delante de mis ojos.

Echo de menos tus sueños por las noches.

No son mis sueños. Es mi vida. Puedes visitarlos cuando quieras, siempre y cuando Corazón de la Manada no se enfade con nosotros. La vida compartida es mejor. Una pausa. Preferirías compartir la vida de la hembra.

Ésa es mi debilidad, apuntar demasiado alto.

Sus ojos profundos parpadearon. Quieres demasiado. Mi vida es mucho más sencilla.

Él sólo me quería a mí.

Cierto. Sólo lo complica el saber que tú nunca creerás que es verdad.

Exhalé un hondo suspiro. Ojos de Noche estornudó de repente y volvió a sacudirse entero. No me gusta esta jaula de ratones. Pero antes de irme, ráscame el interior de las orejas con esas manos tan diestras. A mí me cuesta hacerlo sin dejar ronchas.

Así que le rasqué las orejas, y debajo de la garganta y en la nuca, hasta que se tumbó de costado igual que un cachorro.

—Chucho —le dije con cariño.

¡Pagarás por ese insulto! Se levantó de un salto, me mordió la manga con fuerza y cruzó la puerta como una exhalación. Me remangué para examinar las marcas en mi piel, profundas pero sin llegar a sangrar. Humor de lobo.

El breve día de invierno tocaba a su fin. Regresé al castillo y me obligué a pasar por la cocina para que Perol me contara todos los rumores. Me atiborró de tarta de ciruela y de cordero mientras me hablaba primero del posible aborto de la reina y luego de cómo los hombres habían derribado a hachazos la puerta del rey tras la repentina apoplejía de su guardia.

—Y también la segunda puerta, mientras el rey los imprecaba y urgía sin cesar, temiendo que le hubiera ocurrido algo también al rey. Pero cuando se abrieron paso, y a pesar de todo el escándalo, el rey dormía como un bebé, sí señor. Tan profundamente que ni siquiera pudieron despertarlo para explicar por qué habían reducido sus puertas a astillas.

—Increíble —convine, antes de que continuara con los chismes menos importantes del castillo.

Descubrí que en esos momentos giraban en torno a quiénes iban a mudarse a Puesto Vado y quiénes no. Perol se marchaba, recomendada por la excelencia de sus tartas de grosella y sus bollos. No sabía quién iba a hacerse cargo de la cocina de Torre del Alce, pero sin duda sería uno de los guardias. Regio le había encargado que cogiera sus mejores cazuelas, lo que ella agradecía, pero lo que verdaderamente iba a echar de menos sería la chimenea occidental, pues nunca había cocinado en una igual. La corriente de aire era ideal y todos los ganchos para la carne colgaban a la altura justa. La escuchaba e intentaba prestar atención sólo a sus palabras, sentirme totalmente intrigado por los pequeños detalles de lo que ella consideraba importante en su vida. La guardia de la reina, descubrí, iba a quedarse en Torre del Alce, al igual que quienes aún vestían los colores de la guardia personal del rey Artimañas. Desde su expulsión de los aposentos del monarca, el abatimiento se había cebado en ellos. Mas Regio insistía en que era necesario que esos grupos se quedaran para mantener la presencia de la realeza en Torre del Alce. Romero se iría, y su madre, aunque eso no era de extrañar visto a quién servían. Cerica no, ni Armonioso. Echaría de menos su voz, aunque seguramente acabaría por acostumbrarse a los gorjeos del interior.

En ningún momento se le ocurrió preguntarme si yo también me iba.

Mientras subía las escaleras en dirección a mi cuarto intenté visualizar cómo sería Torre del Alce. La Alta Mesa se vería vacía en todas las comidas, y éstas se compondrían de los sencillos alimentos a los que estaban acostumbrados los cocineros de campaña. Hasta que se acabaran las provisiones. Me figuraba que comeríamos un montón de carne de caza y algas antes de la primavera. Me preocupaba más por Cordonia y Paciencia que por mí mismo. La incomodidad del alojamiento y la frugalidad en las comidas no me molestaban, pero eso no era a lo que estaban acostumbradas ellas. Por lo menos Armonioso seguiría deleitándonos con sus canciones, si es que el abandono no acentuaba su naturaleza melancólica. Y Cerica. Con menos niños que enseñar, quizá Paciencia y él pudieran avanzar por fin en la confección de sus papeles. De ese modo, poniendo buena cara al mal tiempo, intentaba imaginar que seguíamos teniendo algún futuro.

—¿Dónde te habías metido, bastardo?

Serena, saliendo de pronto del vano de una puerta. Esperaba sobresaltarme. La Maña me había indicado que había alguien allí, de modo que no me inmuté.

—Largo.

—Hueles a perro.

—Por lo menos yo tengo la excusa de haber estado entre perros. Los pocos que quedan en el establo.

—Hueles a perro porque ya eres más que medio perro, tú, bestialista.

Estuve a punto de contestar con algún comentario sobre su progenitora. En cambio, de repente me acordé de verdad de su madre.

—Cuando aprendíamos a escribir, ¿recuerdas que tu madre siempre te vestía con una bata oscura porque siempre te manchabas de tinta hasta las cejas?

Se me quedó mirando con expresión sombría, dándole todas las vueltas posibles a mi comentario en su cabeza, intentando descubrir en él algún tipo de insulto, trampa o argucia.

—¿Qué pasa con eso? —preguntó al cabo de un momento, incapaz de pasarlo por alto.

—Nada. Acabo de acordarme. Era cuando yo te ayudaba a rematar bien los rabos de las letras.

—¡Eso no viene a cuento ahora! —declaró enfadada.

—No, no viene a cuento. Ésa es mi puerta. ¿Querías entrar conmigo?

Lanzó un salivazo, no directamente contra mí, aunque aterrizó en el suelo a mis pies. Por alguna razón, decidí que no lo habría hecho si no fuese a abandonar Torre del Alce con Regio. Ya no era su hogar y se sentía libre de ensuciarlo antes de marcharse. Eso me indicó muchas cosas. No esperaba regresar jamás.

En el interior de mi habitación eché todos los pestillos y cerrojos con meticulosidad antes de trancar la puerta con la pesada barra. Me acerqué a mi ventana y encontré los postigos bien cerrados. Miré debajo de la cama. Por último, me senté en una silla al lado de la chimenea para descansar hasta que viniera Chade a buscarme.

Desperté de un sueño ligero cuando alguien llamó a mi puerta.

—¿Quién es?

—Romero. La reina quiere verte.

La pequeña desapareció en el rato que tardé en abrir todas las cerraduras. Sólo era una niña, pero me molestaba que me hubiera comunicado algo así a través de la puerta. Me aseé aprisa y corrí a los aposentos de la reina. Reparé de pasada en el amasijo de astillas que había sido la puerta de roble del cuarto de Artimañas. Un guardia corpulento vigilaba el boquete; del interior, nadie que yo conociera.

La reina Kettricken estaba reclinada en un sillón cerca de su chimenea. Varios corrillos de damas de compañía cuchicheaban en distintas esquinas de la estancia, pero la reina estaba sola. Tenía los ojos cerrados. Parecía tan fatigada que me pregunté si el mensaje de Romero no sería un error. Pero lady Esperanza me condujo al lado de la reina y me acercó un taburete bajo para que me sentara. Me ofreció una taza de té y la acepté. En cuanto lady Esperanza se hubo ido para prepararla, Kettricken abrió los ojos.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó en voz tan baja que hube de inclinarme hacia ella para escucharla—. La miré de refilón. —Artimañas está durmiendo en estos momentos. No podrá dormir eternamente. Los efectos de lo que le hayan administrado desaparecerán, y cuando eso ocurra estaremos igual que al principio.

—Se aproxima la ceremonia del Rey a la Espera. A lo mejor eso mantendrá ocupado al príncipe. Seguro que ha encargado que le cosan ropa nueva que se tendrá que probar, y todos esos detalles que tanto le gustan. Quizás así esté lejos del rey.

—¿Después de eso?

Lady Esperanza regresó con mi taza de té. La cogí, murmuré mi agradecimiento y la mujer arrimó una silla a nosotros. La reina Kettricken esbozó una sonrisa débil y preguntó si podía beber algo ella también. Me sentí avergonzado casi por la presteza con que accedió lady Esperanza a satisfacer sus deseos.

—No lo sé —murmuré en respuesta a su última pregunta.

—Yo sí. El rey estaría a salvo en las montañas. Allí lo honrarían y protegerían, y a lo mejor Jonqui sabe cómo… oh, gracias, Esperanza.

La reina Kettricken aceptó la taza que le ofrecían y dio un sorbo mientras lady Esperanza se acomodaba.

Sonreí a Kettricken y escogí mis palabras con cuidado, confiando que supiera leer entre líneas.

—Pero las montañas están muy lejos, alteza, y el clima no acompaña en esta época del año. Cuando el mensajero llegara para recoger el remedio de vuestra madre, ya sería casi primavera. Hay otros lugares donde conseguir la misma cura para vuestro malestar. Tal vez en Osorno o Garrón tengan lo que necesitáis. Ya sabéis que los amables duques de esas provincias nunca os negarían nada.

—Lo sé —sonrió Kettricken con cansancio—, pero es que ahora tienen tantos problemas que me resisto a pedirles más favores. Además, la raíz que llamamos corona de rey sólo crece en las montañas. Creo que un mensajero decidido conseguiría viajar hasta allí.

Dio otro sorbo de té.

—Quién enviar en esa misión, ah, eso ya sería más complicado —señalé. Tenía que darse cuenta de lo difícil que sería enviar a un anciano enfermo a las montañas en invierno. No podría viajar solo—. El hombre que fuese tendría que ser digno de confianza y tenaz.

—Esas cualidades me hacen pensar en una mujer antes que un hombre —replicó Kettricken, y Esperanza soltó una risita alegre, más por ver a la reina de buen humor que por la gracia del comentario. Kettricken se detuvo con la taza en los labios—. A lo mejor debería ir yo en persona, para ver que todo salga bien —añadió.

Sonrió al verme abrir los ojos como platos, pero la mirada que me dirigió era seria.

A eso siguió una charla intrascendental y una receta de hierbas, en su mayoría inventadas por Kettricken, que prometí hacer todo lo posible por encontrar. Pensaba que había comprendido sus intenciones. Cuando me disculpé y regresé a mi cuarto, me pregunté cómo podría impedir que actuara ella antes que Chade. Era un galimatías de cuidado.

Acababa de poner en su sitio todos los cerrojos y las barras cuando sentí una corriente de aire en la espalda. Me di la vuelta para encontrar entreabierta la entrada a los dominios de Chade. Subí las escaleras derrengado. Me caía de sueño, pero sabía que cuando me tumbara sería incapaz de pegar ojo.

Me asaltó el olor a comida cuando entré en la cámara de Chade y se me despertó el apetito de pronto. Chade ya estaba sentado a la mesita que había preparado.

—Siéntate y cena conmigo —me dijo secamente—. Tenemos que trazar un plan.

Había dado dos mordiscos a un pastel de carne cuando me preguntó en voz baja:

—¿Cuánto tiempo crees que podríamos tener al rey Artimañas aquí, en esta habitación, sin que lo encontraran?

Mastiqué y tragué.

—Yo nunca he conseguido encontrar un acceso a esta cámara —señalé suavemente.

—Ah, pero los hay. Y puesto que por ahí entran y salen la comida y otros artículos de primera necesidad, hay algunas personas que los conocen sin saber exactamente para qué sirven. Mi cubil está conectado con cuartos del castillo donde se almacenan provisiones para mí con regularidad. Aunque mi vida era mucho menos complicada cuando era lady Tomillo la que se abastecía de alimentos y sábanas.

—¿Cómo te las compondrás cuando Regio se haya ido a Puesto Vado? —pregunté.

—Seguramente no tan bien como ahora. Algunas tareas seguirán cumpliéndose por la fuerza de la costumbre si se quedan aquí las personas adecuadas, sin duda. Aunque cuando escasee la comida habrá quienes se pregunten por qué tienen que almacenar provisiones en una parte del castillo que no se utiliza. Pero estábamos hablando del confort de Artimañas, no del mío.

—Dependerá de cómo desaparezca Artimañas. Si Regio pensara que ha salido del castillo por medios ordinarios, podrías mantenerlo escondido aquí algún tiempo. Pero si Regio sabe que sigue dentro de Torre del Alce, no se detendrá ante nada. Sospecho que lo primero que ordenaría sería derribar las paredes del dormitorio del rey a golpe de martillo.

—Directo, pero eficaz —discurrió Chade.

—¿Has encontrado un lugar seguro para él en Osorno o Garrón?

—¿Tan pronto? Claro que no. Tendríamos que ocultarlo aquí unos días, tal vez semanas, antes de que se habilitara un lugar. Y luego habría que sacarlo del castillo a hurtadillas. Para eso tendríamos que encontrar hombres sobornables, y saber cuándo van a vigilar la puerta. Por desgracia, las personas que se pueden sobornar para hacer una cosa también pueden sobornarse después para que hablen de ello. A menos que sufran algún accidente.

Me miró.

—No nos preocupemos por eso. Hay otra forma de salir de Torre del Alce —le dije, pensando en el acceso de mi lobo—. Además, tenemos otro problema. Kettricken. Actuará por su cuenta como no se nos ocurra pronto algún plan. Sus pensamientos apuntan en la misma dirección que los tuyos. Esta noche me propuso poner a salvo a Artimañas en las montañas.

—¿Una mujer embarazada y un anciano enfermo, en pleno invierno? Eso es ridículo. —Chade hizo una pausa—. O no. Nadie se esperaría algo así. Nunca los buscarían en esa carretera. Y con el caudal de gente que está enviando Regio Alce arriba, otra mujer y su achacoso padre apenas si llamarían la atención.

—Sigue siendo ridículo —protesté. No me gustaba el interés que mostraban los ojos de Chade—. ¿Quién iría con ellos?

—Burrich. Así se salvaría de matarse bebiendo por puro aburrimiento, y podría conseguirles los animales que necesiten, además de muchas otras cosas que podrían hacerles falta. ¿Estaría dispuesto a ir?

—Ya sabes que sí —respondí a regañadientes—. Pero Artimañas no sobreviviría a un viaje así.

—Es más probable que sobreviva a un viaje así que a un viaje con Regio. Eso que lo consume seguirá devorándole la vida, sea lo que sea. —Frunció el ceño, más serio—. Aunque no entiendo por qué lo consume más deprisa desde hace unos días.

—El frío. Las penalidades. Eso no le vendrá bien.

—Habrá posadas durante una parte del trayecto. Todavía puedo conseguirles algunas monedas. Artimañas se parece tan poco al que era que no tendremos que preocuparnos de que lo reconozcan. Con la reina sería más complicado. Hay pocas mujeres tan altas y pálidas. Sin embargo, si se tapa bien, parecerá más entrada en carnes. Que se cubra con una capucha, y…

—No lo dirás en serio.

—Mañana por la noche —replicó—. Tenemos que hacer algo mañana por la noche. Es entonces cuando dejará de surtir efecto la poción para dormir que le he dado a Artimañas. Seguramente no volverán a atentar contra la reina hasta que emprenda el camino a Puesto Vado. Pero una vez Regio la tenga en su poder, en fin, en el transcurso de un viaje pueden ocurrir multitud de accidentes. Una caída al río helado desde la barcaza, un caballo desbocado, una comida en mal estado. Si su asesino es la mitad de bueno que nosotros, lo conseguirá.

—¿Regio tiene un asesino?

Chade me lanzó una mirada compasiva.

—No creerías que nuestro príncipe iba a ir por ahí untando los escalones con grasa y negro de humo en persona, ¿o sí? ¿Quién te parece que podría ser?

—Serena.

Su nombre saltó a mis labios.

—Entonces lo más probable es que no sea ella. No, descubriremos que se trata de alguien apocado, de modales amables y vida reposada. Si es que llegamos a descubrirlo. Ah, en fin, dejemos eso por ahora. Aunque no hay nada más emocionante que perseguir a otro asesino.

—Will —musité.

—¿Qué Will? —preguntó.

Le hablé de Will con apresurados susurros. Abrió mucho los ojos mientras me escuchaba.

—Sería una genialidad —dijo admirado—. Un asesino habilitado. Es increíble que no se le ocurriera antes a nadie.

—A lo mejor a Artimañas se le ocurrió —dijo en voz baja—. Pero a lo mejor su asesino no supo aprender…

Chade se retrepó en su silla.

—Me extraña —dijo con tono especulativo—. Artimañas es lo bastante reservado como para tener esa idea y no compartirla ni siquiera conmigo. Pero, personalmente, dudo que Will sea otra cosa que un espía en estos momentos. Formidable, qué duda cabe. Debes estar especialmente alerta. Pero no creo que debamos temer que sea un asesino. —Carraspeó—. Ah, vaya. Está claro que no tenemos tiempo que perder. La fuga deberá realizarse desde el cuarto de Artimañas. Tienes que encontrar la manera de distraer otra vez a los guardias.

—Durante la ceremonia del Rey a la Espera…

—No. No podemos arriesgarnos a esperar tanto tiempo. Mañana por la noche. No más tarde. No hará falta que los mantengas ocupados mucho tiempo. Necesitaré sólo unos minutos.

—¡Tenemos que esperar! De lo contrario el plan será inviable. Para mañana por la noche, quieres que tenga a la reina y a Burrich sobre aviso, lo que implica revelarles tu existencia. Y Burrich tendrá que conseguir caballos y provisiones…

—Caballos de tiro, nada elegante. Llamarían demasiado la atención. Y una litera para el rey.

—Tenemos caballos de tiro de sobra, porque son los únicos que nos quedan. Pero Burrich se sentirá herido en su orgullo si la reina y el rey tienen que montar en ellos.

—Y una mula para él. Son gente humilde, con el dinero justo para viajar al interior. No queremos que se fijen en ellos los salteadores de caminos.

Solté un bufido al imaginarme a Burrich montado en una muía.

—No podemos hacerlo —musité—. Tenemos muy poco tiempo. Debemos esperar a la noche de la ceremonia del Rey a la Espera. Todos asistirán al banquete.

—Lo que debe hacerse se puede hacer —sentenció Chade. Se sentó meditabundo un momento—. Puede que tengas razón. El rey no puede estar incapacitado para la ceremonia de Regio. Si él no asiste, ninguno de los duques costeros se la tomará en serio. Regio tendrá que permitir que Artimañas tome sus hierbas contra el dolor, para que se muestre dócil, cuando menos. De acuerdo. Dentro de dos noches. Y si es absolutamente indispensable que hables conmigo mañana, echa un poco de corteza de quina a tu chimenea. No mucha, tampoco quiero que me ahúmes, pero sí un buen puñado. Te abriré el camino.

—El bufón querrá acompañar al rey —me recordé, pensativo.

—No puede —rechazó tajantemente Chade—. No hay forma de disfrazarlo. Sólo aumentaría el peligro. Además, es preciso que se quede. Necesitaremos su ayuda para preparar esta desaparición.

—No creo que eso lo haga cambiar de opinión.

—Déjame el bufón a mí. Puedo demostrarle que la vida de su rey depende de que salga de aquí sin llamar la atención. Se tiene que crear un «ambiente» adecuado, en el que la desaparición del rey y la reina no parezca… ah, en fin. Deja que me ocupe yo de esa parte. Los convenceré para que no derriben las paredes. El papel de la reina es sencillo. Lo único que tiene que hacer es retirarse pronto de la ceremonia, declarar que desea dormir hasta tarde y despedir a sus damas de compañía. Debería dejarles el recado de que no quiere que la molesten hasta que ella las llame. Si todo sale bien, deberíamos ser capaces de conceder a Artimañas y Kettricken la mayor parte de la noche para poner tierra de por medio. —Me dedicó una cándida sonrisa—. Bueno. Creo que ésos son todos nuestros planes. No, no, ya sé que no hay nada definitivo. Mejor así. Seremos más flexibles. Ahora acuéstate y duerme lo que puedas, muchacho. Te espera un día ajetreado mañana, y yo tengo muchas cosas que hacer ahora. Debo preparar medicinas suficientes para que el rey Artimañas resista el viaje hasta las montañas, y tendré que envolverlas con claridad. Burrich sabe leer, ¿no?

—Muy bien —aseguré. Hice una pausa—. ¿Estuviste anoche donde el pozo del castillo, hacia la medianoche? Supuestamente vieron al Hombre Picado. Algunos dicen que eso significa que el agua del pozo se ha echado a perder. Otros lo consideran un mal presagio para la ceremonia de Regio.

—¿Oh? Bueno, a lo mejor lo es. —Chade se rió por lo bajo—. Tendrán presagios y agüeros de sobra, muchacho, hasta que la desaparición de una reina y el desvanecimiento de un rey pasen desapercibidos entre todos ellos. —Sonreía como un niño y se le cayeron los años del rostro. Asomó a sus ojos verdes algo parecido a su antiguo brillo travieso—. Descansa un poco. Y comunica nuestros planes a Burrich y a la reina. Yo hablaré con Artimañas y el bufón. Nadie más debe enterarse ni siquiera de un susurro. Tendremos que confiar un poco en la suerte. En cuanto al resto, confía en mí.

El sonido de su risa no me pareció totalmente tranquilizador mientras me acompañaba escaleras abajo.