La Habilidad en Practica
Los forjados parecían ser incapaces de sentir emoción alguna. No eran malvados, no se solazaban en su crueldad ni en sus crímenes. Cuando perdían la facultad de sentir algo por sus congéneres humanos, o por cualquier otra criatura del mundo, perdían asimismo su capacidad para formar parte de la sociedad. Una persona indiferente, cruel o insensible conserva aún la sensatez necesaria para saber que no siempre puede expresar cuan poco le importan los demás, y así sigue siendo aceptado en el seno de su familia o su aldea. Los forjados habían perdido la capacidad de disociar lo que sentían por sus congéneres. Sus emociones no se limitaban a interrumpirse; se perdían. Las perdían hasta tal punto que ni siquiera podían predecir el comportamiento de otras personas sobre la base de las reacciones emocionales.
Se podría considerar que la persona hábil se encuentra al otro extremo de este espectro. Esta persona puede extender su sensibilidad y saber lo que piensan y sienten los demás a pesar de la distancia. Puede, si su Habilidad es fuerte, imponer sus pensamientos y sensaciones a los demás. Este acceso aumentado a las emociones y pensamientos de los demás le proporciona un excedente de lo que carecen por entero los forjados.
El Rey a la Espera Veraz decía que los forjados eran inmunes a su Habilidad. Esto es, que él no podía sentir lo que sentían ellos ni desvelar sus pensamientos. Sin embargo, esto no significa que fuesen insensibles a la Habilidad. ¿Podría ser la Habilidad de Veraz lo que los atraía a Torre del Alce? ¿Acaso sus sondeos despertaban en ellos un apetito, un posible recordatorio de lo que habían perdido? Su motivación debía de ser intensa para viajar siempre hacia Torre del Alce demacrados como estaban, sin importarles el frío ni las inundaciones. Y cuando Veraz abandonó el castillo en pos de su misión, la migración de forjados hacia Torre del Alce pareció disminuir.
—Chade Estrellafugaz
Llegamos a la puerta del rey Artimañas y llamamos. Nos abrió el bufón. Había tomado buena nota de que Wallace se contaba entre los asistentes al banquete y había decidido quedarse cuando se marchó el monarca.
—Déjame pasar —dije en voz baja mientras el bufón me fulminaba con la mirada.
—No —se negó en redondo.
Empezó a cerrar la puerta.
Apoyé el hombro y Burrich me ayudó a empujar. Sería la primera y única vez que empleaba la fuerza contra el bufón. No disfruté demostrando que mi poderío físico era superior al suyo. La expresión de su mirada cuando lo obligué a apartarse fue algo que nadie debería ver jamás en el rostro de un amigo.
El rey estaba sentado delante de su chimenea, musitando adormilado. La Reina a la Espera se sentaba desolada a su lado, mientras Romero dormitaba a sus pies. Kettricken se levantó para mirarnos sorprendida.
—¿Traspié Hidalgo? —preguntó con voz queda.
Corrí a su lado.
—Tengo mucho que explicaros y muy poco tiempo para hacerlo. Lo que necesito hacer tengo que hacerlo ahora, esta noche. —Me detuve, intentando decidir cuál era la mejor manera de explicárselo—. ¿Recordáis cuando os prometisteis a Veraz?
—¡Claro que sí!
Me miró como si me hubiera vuelto loco.
—Entonces se valió de Augusto, un miembro de la camarilla, para presentarse en vuestra mente, para mostraros su corazón. ¿Os acordáis de eso?
Se sonrojó.
—Claro que me acuerdo. Pero no creo que nadie más supiera exactamente lo que ocurrió.
—Pocas personas se percataron. —Miré a mi alrededor y descubrí a Burrich y al bufón siguiendo nuestra conversación con ojos desorbitados—. Veraz os habilitó por mediación de Augusto. Es fuerte en la Habilidad. Vos lo sabéis, sabéis cómo protege nuestras costas con ella. Es una magia ancestral, un talento del linaje de los Vatídico. Veraz lo heredó de su padre. Y yo he heredado una fracción del mío.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Porque no creo que Veraz esté muerto. El rey Artimañas solía ser fuerte en la Habilidad, o eso tengo entendido. Ahora no. Su enfermedad se la ha arrebatado, como tantas otras cosas. Pero si podemos persuadirlo para que lo intente, si lo convencemos para que haga el esfuerzo, podré ofrecerle mi fuerza para sustentarlo. Podría encontrar a Veraz.
—Lo matará. —El bufón pronunció su amenaza sin alterarse—. He oído lo que se cobra la Habilidad en una persona. Mi rey ya no puede pagar ese precio.
—No es necesario. Si encontramos a Veraz, éste cortará la conexión antes de herir a su padre. No sería la primera vez que se contiene para no absorber todas mis fuerzas, para no hacerme daño.
—Hasta un payaso puede ver el fallo de tu razonamiento. —El bufón tiró de los puños de su elegante camisa nueva—. Si encuentras a Veraz, ¿cómo sabremos que es verdad y no una pantomima?
Abrí la boca para protestar enfadado, pero el bufón levantó una mano para interrumpirme.
—Claro que sí, querido, queridísimo Traspié, todos nosotros te creeríamos porque eres nuestro amigo y sólo piensas en nuestro bien. Pero podría haber quienes estuvieran dispuestos a dudar de tu palabra, o a acusarte de egoísmo. —Su sarcasmo me quemó como el ácido, pero conseguí guardar silencio—. Y si no encuentras a Veraz, ¿qué nos queda? Un rey exhausto y lisiado que dará la razón a los que lo tienen por un viejo incapaz. Una reina afligida que deberá preguntarse, por si no tuviera ya pocos problemas, si no está llorando a un hombre que todavía no ha muerto. Ése es el peor luto que existe. No. No conseguiremos nada, aunque tengas éxito, porque nuestra fe en ti no sería suficiente para detener las ruedas que ya se han puesto en marcha. Y tenemos mucho que perder si fracasas. Demasiado.
Tenía los ojos clavados en mí. Había duda aún en los oscuros ojos de Burrich, como si dudara de lo acertado de lo que me había instado a hacer. Kettricken estaba paralizada, intentando no abalanzarse sobre el raído hueso de esperanza que le había tirado a los pies. Deseé haber aguardado a consultarlo antes con Chade. Sospechaba que no volvería a tener otra oportunidad después de esa noche; esas personas reunidas en una misma sala, Wallace fuera de mi camino y Regio ocupado en el salón. Tendría que ser ahora o nunca.
Miré al único que no me observaba. El rey Artimañas contemplaba ocioso los saltos de las llamas en la chimenea.
—Sigue siendo el rey —musité—. Preguntémosle y que sea él quien decida.
—¡No es justo! ¡No es él mismo! —El bufón se interpuso entre nosotros. De puntillas para intentar mirarme a los ojos—. Cuando se toma esas hierbas se vuelve tan dócil como un caballo de tiro. Pídele que se corte el cuello y esperará a que le traigas un cuchillo.
—No. —La voz temblaba. Había perdido su timbre y su resonancia—. No, bufón, no he caído tan bajo.
Aguardamos, sin aliento, pero el rey Artimañas no dijo nada más. Por fin crucé lentamente la estancia. Me acuclillé a su lado e intenté que sus ojos se cruzaran con los míos.
—¿Rey Artimañas?
Me miró, apartó la mirada, volvió a mirarme con desconfianza. Se fijó en mí finalmente.
—¿Habéis oído lo que he dicho? Alteza, ¿creéis que Veraz está muerto?
Entreabrió los labios. Su lengua asomaba grisácea entre ellos. Inhaló una larga bocanada.
—Regio me contó que Veraz ha muerto. Recibió la noticia…
—¿De quién? —pregunté suavemente.
Meneó la cabeza despacio.
—Un mensajero… creo.
Me giré hacia los demás.
—Tendría que haberlo traído un mensajero. De las montañas, pues Veraz debe de estar allí ahora. Casi había llegado a las montañas cuando regresó Burrich. No creo que un mensajero pudiera recorrer todo el camino desde las montañas y luego irse sin esperar a dar la noticia personalmente a Kettricken.
—Podría tratarse de un relevo —dijo Burrich a regañadientes—. Es un viaje agotador para un solo jinete y su caballo. El mensajero tendría que cambiar de montura. O pasar el mensaje a otro jinete, que seguiría su camino a lomos de un caballo de refresco. Esto último es lo más probable.
—Es posible. Pero ¿cuánto tardaríamos en recibir un mensaje así desde las montañas? Sé que Veraz estaba vivo el día que salió Osorno de aquí, porque fue entonces cuando el rey Artimañas me usó para hablar con él. Esa noche, cuando estuve a punto de caer desfallecido sobre este mismo fuego. Eso fue lo que ocurrió, bufón. —Hice una pausa—. Creo que lo sentí conmigo durante la batalla de Bahía Pulcritud.
Vi que Burrich contaba los días mentalmente. Se encogió de hombros de mala gana.
—Sigue siendo posible. Si Veraz murió ese día y el mensaje partiera de inmediato, y los jinetes y los caballos fueran buenos… Sería complicado, pero podría ser.
—No lo creo. —Me volví hacia el resto e intenté contagiarles mis esperanzas—. No creo que Veraz haya muerto. —Fijé la mirada de nuevo en el rey Artimañas—. ¿Y vos? ¿Creéis que vuestro hijo podría haber muerto sin que vos sintierais nada?
—Hidalgo… se fue así. Como un susurro que se apaga. «Padre», decía, creo. «Padre.»
El silencio se adueñó de la habitación. Sentado sobre los talones, aguardé a que mi rey tomara una decisión. Su mano se levantó despacio, como si estuviera dotada de vida propia. Cruzó el pequeño espacio hasta mí y se apoyó en mi hombro. Por un momento, eso fue todo. Sólo el peso de la mano de mi rey sobre mi hombro. El rey Artimañas se revolvió ligeramente en su silla. Cogió aire por la nariz.
Cerré los ojos y nos zambullimos de nuevo en el río negro. Una vez más me enfrenté al joven desesperado que estaba atrapado en el cuerpo moribundo del rey Artimañas. Rodamos juntos a merced de la feroz corriente del mundo.
—Ahí no hay nadie. Aquí sólo estamos nosotros.
Su voz rezumaba soledad.
Yo no podía sentir nada. Allí no tenía cuerpo ni lengua. Estaba debajo de él en medio del estrepitoso caudal. Apenas si podía pensar, mucho menos recordar las pocas lecciones de Habilidad que conservaba de la severa instrucción de Galeno. Era como intentar recitar un discurso memorizado con una mordaza. Me di por vencido. Renuncié a todo. Entonces, de alguna parte, como una pluma flotando en la brisa o una mota de polvo danzando en un rayo de sol, escuché la voz de Veraz: «Abrirse consiste simplemente en no cerrarse».
El mundo entero era un lugar sin espacio, todo estaba dentro de todo. No pronuncié su nombre en voz alta ni pensé en su cara. Veraz estaba allí, siempre había estado allí, y reunirse con él no suponía ningún esfuerzo. ¡Estás vivo!
Naturalmente. Pero tú no vivirás mucho tiempo si continúas vertiéndote de este modo. Estás volcando todo lo que tienes de golpe. Regula tu fuerza. Sé preciso. Me estabilizó, me devolvió a mi ser y boqueó al reconocerme.
¡Padre!
Veraz me empujó con fuerza. ¡Atrás! Suéltalo, no tiene fuerzas para esto. ¡Vas a dejarlo seco, idiota! ¡Suéltalo!
Era como ser repelido, pero más violento. Cuando volví en mí y abrí los ojos, estaba tendido de costado delante de la chimenea. Mi cara estaba peligrosamente cerca del fuego. Rodé, gruñendo, y vi al rey. Sus labios aleteaban con cada movimiento de sus pulmones y su piel mostraba un tono azulado. Burrich, Kettricken y el bufón formaban un corro impotente a su alrededor.
—¡Haced… algo! —jadeé.
—¿Qué? —preguntó el bufón, creyendo que yo conocía la respuesta.
Rebusqué en mi mente y di con el único remedio que recordaba.
—Corteza feérica —grajeé.
Los bordes de la habitación se oscurecían. Cerré los ojos y los sentí correteando asustados. Poco a poco comprendí lo que había hecho. Había habilitado.
Había empleado las fuerzas del rey para conseguirlo.
«Serás la perdición de los reyes», me había dicho el bufón. ¿Profecía o pobre artimaña? Pobre Artimañas. Las lágrimas afloraron a mis ojos.
Olía a té de corteza feérica. Pura corteza feérica, fuerte, sin jengibre ni menta para disimularla. Entreabrí los ojos con esfuerzo.
—¡Está ardiendo! —siseó el bufón.
—En la cuchara se enfría enseguida —insistió Burrich, y vertió un poco en la boca del rey.
No le vi tragar. Con la práctica de tantos años en los establos, Burrich tiró con suavidad de la barbilla del rey y luego le acarició la garganta. Forzó otra cucharadita entre sus labios flácidos. No parecía que surtiera mucho efecto.
Kettricken se puso en cuclillas a mi lado. Me apoyó la cabeza en su rodilla y me acercó una taza caliente a la boca. Sorbí, quemaba, me daba igual, tragué aire con el líquido, haciendo ruido. Bebí, amargaba, me atraganté. La oscuridad remitió. Regresó la taza, volví a sorber. Estaba tan fuerte que casi se me queda dormida la lengua. Miré a Kettricken, encontré sus ojos. Conseguí asentir débilmente.
—¿Está vivo? —musitó.
—Sí.
Era todo cuanto podía decir.
—¡Está vivo!
Lo gritó para todos, entusiasmada.
—¡Padre! —exclamó Regio.
Estaba apoyado en la puerta, con el rostro morado de rabia y de vino. Detrás de él atisbé a su guardia, y a la pequeña Romero espiando detrás de la esquina, con los ojos como platos. Consiguió colarse entre los hombres para llegar corriendo hasta Kettricken y agarrarse a sus faldas. La escena se paralizó por un instante.
Luego Regio irrumpió en la estancia vociferando, exigiendo, interrogando, pero sin dar ocasión de responder a nadie. Si Kettricken no se hubiera quedado agazapada a mi lado, juro que los guardias de Regio me habrían prendido de nuevo. Sobre mí, en su silla, el rostro del rey había recuperado algo de color. Burrich acercó otra cucharada de té a sus labios y me alivió ver cómo bebía.
A Regio no.
—¿Qué le estás dando? ¡Detente! ¡No toleraré que un mozo de cuadra envenene a mi padre!
—El rey ha sufrido una recaída, mi príncipe —dijo de repente el bufón. Su voz hendió el caos en el cuarto, practicando un agujero de silencio—. El té de corteza feérica es un vulgar reconstituyente. Seguro que hasta Wallace ha oído hablar de él.
El príncipe estaba borracho. No sabía si aquello era una burla o un intento de reconciliación. Lanzó una mirada asesina al bufón, que la encajó con una cándida sonrisa.
—Oh —lo dijo con un gruñido, reticente a que se rieran de él—. Bueno, vale, entonces, ¿y ése?
Me señaló con un ademán furioso.
—Borracho. —Kettricken se incorporó, dejando que mi cabeza se estrellara contra el suelo con un golpazo convincente. Unos destellos de luz surcaron mi visión. En su voz sólo había repugnancia—. Maestre caballerizo. Sacadlo de aquí. Tendrías que haberlo detenido antes de que se pusiera así. La próxima vez, procurad hacer uso de vuestro buen juicio cuando a él no le quede ninguno.
—Nuestro maestre caballerizo también es célebre por su afición a la bebida, mi reina. Sospecho que esto ha sido cosa de dos —rezongó Regio.
—La noticia de Veraz lo ha impactado profundamente —dijo sencillamente Burrich.
Siempre fiel a sí mismo, ofrecía una explicación, que no una disculpa. Me agarró por la pechera de la camisa y me levantó del suelo. Sin necesidad de actuar, me balanceé sobre mis pies hasta que me sujetó con más firmeza. Vi de pasada que el bufón se apresuraba a dar otra cucharada de corteza feérica al rey, a hurtadillas. Recé para que nadie lo interrumpiera. Mientras Burrich me sacaba a rastras de la estancia, oí que la reina Kettricken regañaba a Regio por haber dejado solos a sus invitados y le prometía que el bufón y ella se encargarían de acostar al rey. Mientras subíamos las escaleras oí cómo bajaban Regio y su guardia. Seguía mascullando y rezongando airadamente, arguyendo que él no era ningún estúpido, que sabía reconocer un complot cuando lo veía. Me preocupaba, aunque estaba casi seguro de que no sospechaba lo que había ocurrido en realidad.
Cuando llegamos a mi puerta me sentía lo bastante bien como para abrir las cerraduras. Burrich me siguió adentro.
—Si tuviera un perro que enfermara tan a menudo como tú, lo sacrificaría —observó con humor—. ¿Necesitas más corteza feérica?
—No me vendría mal. Pero en dosis más bajas. ¿No tienes nada de jengibre, menta o escaramujo?
Me lanzó una mirada. Me senté en mi silla mientras él removía los patéticos rescoldos de mi chimenea hasta reavivar su fulgor. Avivó el fuego, vertió agua en la tetera y la puso a calentar. Encontró una cazuela y metió los copos de corteza feérica, antes de buscar una taza y limpiarla de polvo. Colocó todos los enseres y miró a su alrededor. En su rostro había algo parecido al disgusto.
—¿Por qué vives así? —preguntó.
—¿Así cómo?
—En una habitación tan pelada, sin preocuparte de las cosas. He visto tiendas de campaña más acogedoras que esta habitación. Es como si nunca esperaras pasar más de una o dos noches seguidas.
Me encogí de hombros.
—No me he parado a pensar en ello.
Guardamos silencio un instante.
—Pues deberías —dijo entre dientes—. Y también deberías pararte a pensar en todas las veces que estás herido o enfermo.
—Eso, lo que ha ocurrido esta noche, era inevitable.
—Sabías lo que te iba a pasar, pero seguiste adelante de todos modos —señaló.
—Tenía que hacerlo.
Vi cómo añadía el líquido humeante a la corteza feérica de la cazuela.
—¿De veras? Me pareció que el bufón tenía razones bastante convincentes para que no lo hicieras. Pero estabas empeñado. Los dos lo estabais, el rey Artimañas y tú.
—¿Y?
—Sé algo sobre la Habilidad —musitó Burrich—. Fui Hombre del Rey para Hidalgo. No a menudo, y no me dejaba tan mal como estás tú ahora, salvo un par de veces. Pero he sentido su emoción, su… —Buscó la palabra adecuada, suspiró—. Su terminación. La unidad con el mundo. Hidalgo me habló de ella una vez. Puedes volverte adicto, me dijo. Puedes llegar al extremo de buscar cualquier excusa para habilitar y acabar absorbido por ella. —Al cabo, añadió—: En cierto modo, no es tan diferente del fragor de la batalla. La sensación de moverte ajeno al paso del tiempo, de ser una fuerza más poderosa que la vida misma.
—Dado que no puedo habilitar solo, yo diría que no corro ese peligro.
—Te ofreces muy a menudo a quienes sí pueden —me recriminó con voz seca—. Tan a menudo como te enfrascas en situaciones peligrosas que ofrecen el mismo tipo de emociones. En combate, entras en frenesí. ¿Te ocurre lo mismo cuando habilitas?
Nunca había considerado esa posibilidad. Algo parecido al miedo se cernió sobre mí. Lo aparté a un lado.
—Ser el Hombre del Rey es mi deber. Además, ¿lo de esta noche no fue idea tuya?
—Sí. Pero habría dejado que las palabras del bufón nos disuadieran. Estabas obcecado. Te daba absolutamente igual lo que te pudiera pasar. Creo que deberías empezar a cuidarte.
—Sé lo que me hago.
Hablé con más brusquedad de lo que pretendía y Burrich no replicó. Sirvió el té que había preparado y me lo ofreció con una expresión que decía «¿ves a lo que me refiero?». Acepté la taza y me quedé mirando las llamas. Se sentó en mi arcón.
—Veraz está vivo —dije en voz baja.
—Eso le oí decir a la reina. Nunca pensé que estuviera muerto. —Lo aceptaba con calma. Con la misma calma que añadió—: Pero no tenemos ninguna prueba.
—¿Qué prueba? He hablado con él. El rey ha hablado con él. ¿No basta con eso?
—Para mí es más que suficiente. Pero para muchas otras personas, en fin…
—Cuando el rey se recupere, me respaldará. Veraz está vivo.
—Dudo que eso impida a Regio proclamarse nuevo Rey a la Espera. La ceremonia está programada para la próxima semana. Creo que la hubiera celebrado esta misma noche, de no ser porque tienen que asistir en calidad de testigos todos los duques.
Sería la corteza feérica que me dejaba exhausto, o quizá simplemente el vertiginoso ritmo de los acontecimientos, pero de pronto las paredes del cuarto se abalanzaron sobre mí. Me sentía como si me hubiera lanzado delante de una carreta para detenerla y ésta me hubiera arrollado. El bufón tenía razón. Esa noche no había conseguido nada, salvo tranquilizar a Kettricken. Se apoderó de mí una repentina oleada de desolación. Posé mi taza vacía. El reino de los Seis Ducados se desmoronaba. Mi Rey a la Espera, Veraz, regresaría para encontrarse con una caricatura de lo que había dejado atrás: un país hecho pedazos, una costa arrasada, un castillo saqueado y vacío. A lo mejor si hubiera creído en los Vetulus, podría haber encontrado alguna manera de creer que todo saldría bien. Ahora lo único que veía era mi fracaso.
Burrich me miraba con expresión extraña.
—Acuéstate —sugirió—. A veces la corteza feérica provoca que el ánimo decaiga. O eso tengo entendido.
Asentí. Para mis adentros, me pregunté si eso explicaría la frecuente irascibilidad de Veraz.
—Procura descansar en condiciones. Por la mañana verás las cosas de otro color. —Soltó una risotada y ensayó una sonrisa lobuna—. Aunque también es posible que las cosas sigan igual. Por lo menos el descanso te dará fuerzas para enfrentarte a ellas. —Se calló y se puso serio—. Molly ha venido antes a mi cuarto.
—¿Está bien? —quise saber.
—Me trajo unas velas que sabía que yo no necesitaba —continuó Burrich, como si yo no hubiera dicho nada—. Casi como si buscara un pretexto para hablar conmigo…
—¿Qué te dijo?
Me levanté de mi silla.
—No mucho. Siempre es muy educada conmigo. Y yo soy muy franco con ella. Le dije que la echas de menos.
—¿Y qué dijo ella?
—Nada. —Sonrió—. Pero se pone muy guapa cuando se ruboriza. —Suspiró, serio de repente—. Y, con la misma franqueza, le pregunté si alguien había vuelto a atemorizarla. Enderezó los hombros y apretó los dientes como si yo quisiera meterle algo a la fuerza en la boca. Dijo que agradecía mi preocupación, como siempre, pero que sabía cuidarse sola. —En voz más baja, preguntó—: ¿Pedirá ayuda si la necesita?
—No lo sé —confesé—. No le falta coraje. Sabe pelear, hacer frente a las cosas. Yo, en cambio, actúo a hurtadillas e intento desbaratarlas cuando no me ve nadie. A veces consigue que me sienta como un cobarde.
Burrich se irguió y se estiró hasta que le crujieron los hombros.
—No eres ningún cobarde, Traspié. De eso puedo dar fe. Quizá sea tan sólo que sabes mejor que ella cuándo tienes las probabilidades en tu contra. Ojalá pudiera pedirte que no te preocupes por ella. Pero no puedo. La vigilaré todo lo que pueda. Todo lo que ella me deje. —Me lanzó una mirada de soslayo—. Manos me ha preguntado hoy quién es esa ricura que me visita tan a menudo.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Nada. Me lo quedé mirando.
Conocía esa mirada. Manos no habría hecho más preguntas.
Burrich se fue y me quedé despatarrado en la cama, intentando dormir. No podía. Me obligué a permanecer muy quieto, razonando que al menos mi cuerpo debería descansar ya que mi mente insistía en seguir maquinando. Los pensamientos de un hombre más digno habrían girado exclusivamente en torno a la salud de su rey. Me temo que una generosa porción de los míos era para Molly, sola en su cuarto. Cuando no pude soportarlo más tiempo, me levanté y deambulé por el castillo como un fantasma.
Todavía se escuchaban los estertores de la fiesta, procedentes del Gran Salón. El pasillo estaba vacío. Me dirigí hacia las escaleras a hurtadillas. Me dije que tendría mucho, mucho cuidado, que sólo iba a llamar a su puerta, tal vez entrar un momento para ver si estaba bien, nada más. Sólo eso. Una visita muy breve…
Te siguen. La cautela que inspiraba Burrich en Ojos de Noche convertía su voz en un susurro apenas audible dentro de mi cabeza.
No me detuve. Eso habría indicado a mi perseguidor que sospechaba algo. En cambio me rasqué el hombro y aproveché la excusa para torcer la cabeza y mirar de reojo por encima del hombro. No vi a nadie.
Huele.
Lo hice, una inspiración breve seguida de otra más profunda. Una esencia cruda en el aire. Sudor y ajo. Sondeé con cuidado y se me heló la sangre en las venas. Allí, al final del pasillo, oculto en el vano de una puerta. Will. El esbelto y moreno Will, con los ojos siempre entrecerrados. El miembro de la camarilla que había regresado de Osorno. Toqué con mucha suavidad el campo de Habilidad que lo ocultaba a mis ojos, el ruego sutil de que no reparara en él, una discreta vaharada de autoconfianza para empujarme a hacer lo que fuese que me proponía hacer. Muy ingenioso. Un toque más artístico, mucho más delicado que el de Justin o Serena.
Un hombre mucho más peligroso.
Llegué al rellano de la escalera y cogí unas velas del surtido que se guardaba allí, para luego regresar a mi cuarto como si aquélla hubiera sido mi intención desde el principio.
Cuando cerré la puerta a mi espalda tenía la boca seca. Exhalé un aliento entrecortado. Me obligué a examinar las barreras que protegían mi mente. No había entrado en mí, eso era evidente. De modo que no estaba escarbando en mis pensamientos, sino simplemente imponiéndome los suyos para que le resultara más fácil espiarme. De no ser por Ojos de Noche, me habría seguido hasta la puerta de Molly. Me obligué a tumbarme en la cama de nuevo para intentar recordar todas mis acciones desde el regreso de Will a Torre del Alce. Lo había descartado como enemigo por el simple hecho de que no desprendía el odio hacia mí que radiaban Serena y Justin. Siempre había sido un muchacho callado y discreto. Había crecido para convertirse en un hombre igual de anodino al que nadie prestaba atención.
Me había portado como un estúpido.
Creo que no te ha seguido antes. Pero no puedo estar seguro.
Ojos de Noche, hermano. ¿Cómo puedo darte las gracias?
Mantente con vida. Y tráeme un poco de tarta de jengibre.
Cuenta con eso, prometí fervientemente.
El fuego de Burrich se había consumido casi por completo y yo seguía sin conciliar el sueño cuando sentí la racha de aire procedente de los aposentos de Chade. Fue un alivio levantarse y acudir a su encuentro.
Lo encontré esperándome con impaciencia, paseándose por su pequeña estancia. Saltó sobre mí en cuanto salí del hueco de la escalera.
—Un asesino es una herramienta —me informó con un siseo—. No sé por qué, pero nunca he conseguido que te metas eso en la cabeza. Somos herramientas. No hacemos nada por voluntad propia.
Me quedé paralizado, conmocionado por la rabia que destilaba su voz.
—¡Pero si no he matado a nadie! —protesté indignado.
—¡Chitón! Habla bajo. Yo en tu lugar no estaría tan seguro de eso —repuso—. ¿Cuántas veces habré hecho mi trabajo sin clavar el cuchillo con mi mano, simplemente dando a otra persona motivos y oportunidades suficientes para clavarlo por mí?
No dije nada. Me miró y suspiró, liberándose de la ira y el ímpetu. En voz baja, continuó:
—A veces, lo mejor que puedes hacer es conformarte con salvar la situación. A veces tenemos que resignarnos. Nosotros no ponemos las ruedas en marcha, muchacho. Lo que has hecho esta noche fue una imprudencia.
—Eso dicen Burrich y el bufón. No creo que Kettricken opine lo mismo.
—Kettricken y su hijo podrían haber vivido con su dolor. Igual que el rey Artimañas. Mira lo que eran. Una extranjera, viuda de un difunto Rey a la Espera, madre de un bebé que ni siquiera es visible todavía y que será incapaz de ostentar poder alguno durante muchos años. Regio pensaba que Artimañas era un viejo senil e inútil, un simple títere inofensivo. Regio no tenía motivos para librarse de ellos. Oh, estoy de acuerdo en que la posición de Kettricken no era tan halagüeña como cabría desear, pero tampoco estaba enfrentada directamente a Regio. Ahora sí.
—No le ha dicho lo que hemos descubierto —dije de mala gana.
—No hace falta. Se le notará en su porte y en su voluntad para resistirse a él. La había dejado reducida a una viuda. Tú la has devuelto a su papel de Reina a la Espera. Pero el que más me preocupa es Artimañas. Artimañas es el que tiene la clave, el que puede levantarse y decir, aunque sea en susurros: «Veraz todavía está vivo, Regio no tiene derecho a ser Rey a la Espera». Él es al que teme Regio.
—He visto a Artimañas, Chade. Lo he visto de verdad. No creo que delate lo que sabe. Bajo ese cuerpo decrépito, bajo las drogas que lo entontecen y el dolor salvaje, sigue siendo un hombre con recursos.
—Es posible. Pero está enterrado a mucha profundidad. Las drogas, y el dolor todavía más, impulsan al hombre más sagaz a cometer estupideces. Un hombre herido de muerte montará su caballo para dirigir una última carga. El dolor te empuja a asumir riesgos, se expresa de extrañas maneras.
Lo que decía era comprensible.
—¿No puedes aconsejarle que no le diga a Regio que sabe que Veraz sigue con vida?
—Podría intentarlo, a lo mejor. Si ese condenado Wallace no estuviera siempre en medio. Al principio no era tan difícil; al principio era útil y dócil, fácil de manipular a distancia. Nunca supo que era yo quien estaba detrás de las hierbas que le vendían los buhoneros; nunca sospechó siquiera de mi existencia. Pero ahora se pega al rey como una lapa y ni siquiera el bufón consigue alejarlo por mucho tiempo. Rara vez puedo pasar más de unos minutos seguidos con Artimañas. Y tengo suerte si mi hermano está lúcido la mitad de ellos.
Había algo en su voz.
Agaché la cabeza, avergonzado.
—Lo siento —musité—. A veces se me olvida que para ti es algo más que tu rey.
—Bueno. Nunca estuvimos tan unidos, en ese sentido. Pero somos dos viejos que han envejecido juntos. A veces ése es el mayor de los hermanamientos. Los dos hemos tenido tu edad. Podemos charlar, conversar, compartir recuerdos de una época que ya no existe. A ti te puedo contar cómo era, pero no es lo mismo. Es como si fuéramos dos extranjeros atrapados en un país al que nos ha llevado el destino, incapaces de regresar al nuestro, teniéndonos sólo el uno al otro para confirmar la realidad del lugar en el que vivimos una vez. Así era antes, al menos.
Pensé en dos niños correteando por las playas de Torre del Alce, arrancando conchas de las rocas y comiéndoselas crudas. Molly y yo.
Era posible añorar una época y extrañar a la única persona aparte de ti que era capaz de recordarla. Asentí.
—Ah. En fin. Esta noche tenemos que pensar en cómo salvar la situación. Bueno. Escucha. Tienes que darme tu palabra. No harás nada que pueda tener graves consecuencias sin consultármelo antes. ¿De acuerdo?
Agaché la cabeza.
—Me gustaría decir que sí. Estoy dispuesto a aceptarlo. Pero últimamente hasta mis acciones más insignificantes parecen tener graves consecuencias, como los guijarros que generan una avalancha. Los acontecimientos se acumulan hasta el punto en que debo tomar una decisión de repente, sin ocasión de consultar a nadie. Por eso no puedo prometerlo. Pero prometo que lo intentaré. ¿Será suficiente?
—Supongo que sí. Catalizador —masculló.
—Eso es lo que me llama el bufón —protesté.
Chade se interrumpió de pronto, a punto de decir algo.
—¿En serio? —preguntó con interés.
—Me suelta esa palabra siempre que puede. —Me acerqué a la chimenea de Chade y me senté frente al fuego. El calor era agradable—. Burrich dice que una dosis elevada de corteza feérica puede provocar decaimiento.
—¿Te sientes alicaído?
—Sí. Pero también podría ser por culpa de las circunstancias. Aunque Veraz parecía sentirse deprimido a menudo y la tomaba con frecuencia. Claro que también en ese caso se podría deber a las circunstancias.
—Quizá nunca lo sepamos.
—Esta noche tienes la lengua muy suelta. Me llamas cosas, te inventas motivos.
—Todo es jolgorio y alegría en el Gran Salón esta noche. Regio está seguro de haber logrado su objetivo. Todos sus guardias se han relajado y sus espías se han tomado la noche libre. —Me observó con amargura—. Estoy seguro de que esto tardará mucho tiempo en repetirse.
—¿Crees que pueden escuchar lo que digamos aquí?
—Los lugares desde los que escucho y espío podrían utilizarse para escucharme y espiarme. Siempre cabe esa posibilidad. Pero nadie llega a mi edad corriendo riesgos.
Un antiguo recuerdo cobró sentido de repente.
—Una vez me dijiste que estabas ciego en el Jardín de la Reina.
—Exacto.
—Por eso no sabías…
—No sabía lo que estaba haciendo Galeno contigo en el momento de hacerlo. Me enteraba de los rumores, en su mayoría poco fiables y siempre posteriores a los hechos. Pero la noche que te dio aquella paliza y te dejó para que murieras… No. —Me miró con expresión extraña—. ¿Creías que podría saber algo así y quedarme de brazos cruzados?
—Habías prometido no inmiscuirte en mi instrucción —dije secamente.
Chade cogió su silla y se reclinó con un suspiro.
—Creo que nunca podrás confiar plenamente en nadie. Ni creer que alguien se preocupa por ti.
El silencio se apoderó de mí. No conocía la respuesta. Primero Burrich y ahora Chade, obligándome a examinarme a mí mismo desde una perspectiva incómoda.
—Ah, en fin —intervino Chade para atajar el silencio—. Lo que te estaba diciendo. Salvar la situación.
—¿Qué quieres que haga?
Soltó el aire por la nariz.
—Nada.
—Pero…
—Absolutamente nada. Recuerda esto en todo momento. El Rey a la Espera Veraz está muerto. Compórtate como si lo creyeras. Cree que Regio tiene derecho a reclamar su lugar, cree que tiene derecho a hacer todo lo que haga. Síguele la corriente de momento, no le des motivo para temer nada. Tenemos que hacerle creer que se ha salido con la suya.
Pensé por un instante. Me levanté y desenvainé mi cuchillo.
—¿Qué estás haciendo? —quiso saber Chade.
—Lo que esperaría Regio que hiciera si yo creyese realmente que Veraz está muerto.
Me tanteé la nuca hasta encontrar la cinta de cuero que sujetaba mi coleta de guerrero.
—Tengo tijeras —señaló Chade, enfurruñado. Fue a buscarlas y se puso detrás de mí—. ¿Cuánto?
Consideré.
—Todo lo que puedas, como si lamentara la muerte de un rey coronado.
—¿Estás seguro?
—Es lo que esperaría Regio de mí.
—Supongo que eso es verdad.
De un tijeretazo, Chade me cortó el pelo a la altura del nudo. Fue una sensación extraña cuando cayó hacia delante, corto, ni siquiera hasta la mandíbula. Como si fuese un paje de nuevo. Me palpé la cabeza mientras le preguntaba:
—¿Tú qué vas a hacer?
—Intentaré buscar un lugar seguro para Kettricken y el rey. Debo prepararlo todo para su huida. Cuando se vayan, deberán desaparecer como sombras al salir el sol.
—¿Seguro que eso es necesario?
—¿Qué otra opción tenemos? Ahora sólo son rehenes. Los ducados terrales se han rendido a Regio y los costeros han perdido la fe en el rey Artimañas. Kettricken ha conseguido aliados entre ellos, no obstante. Debo tirar de los hilos que ella ha tendido y ver qué puedo conseguir. Por lo menos estarán en un lugar donde su seguridad no pueda blandirse contra Veraz cuando vuelva para reclamar su corona.
—Si es que vuelve —dije abatido.
—Volverá. Los Vetulus estarán a su lado. —Chade me miró con amargura—. Procura creer en algo, muchacho. Hazlo por mí.
Sin duda alguna, el tiempo que había pasado bajo la tutela de Galeno era el peor período de mi vida en Torre del Alce. Pero la semana que siguió a aquella noche con Chade ocupa un merecido segundo puesto. Éramos como un hormiguero pisoteado. Daba igual a dónde fuera en el castillo, siempre encontraba algo que me recordaba que los cimientos de mi vida se habían venido abajo. Nada volvería a ser jamás como antes.
Había un enorme flujo de visitantes de los ducados terrales que habían venido para ver cómo se convertía Regio en Rey a la Espera. Si nuestros establos no hubieran estado ya tan diezmados, Burrich y Manos no habrían encontrado alojamiento para todos los caballos. Así las cosas, parecía que hubiera terrales por todas partes, altos y rubios hombres de Lumbrales, y fornidos granjeros y ganaderos de Haza. Ofrecían un brillante contraste con los taciturnos soldados de Torre del Alce, trasquilados en señal de luto. No fueron pocos los enfrentamientos. El malestar de los vecinos de Torre del Alce se expresaba en forma de chistes que comparaban la invasión de los terrales con los saqueos de los marginados. Las bromas siempre tenían un regusto amargo.
Como contrapunto a esta afluencia de personas y negocios en la ciudad de Torre del Alce estaba el desalojamiento del castillo. Las habitaciones se desamueblaban sin miramientos. Tapices y alfombras, muebles y herramientas, objetos de todo tipo salían de Torre del Alce para cargarse en barcazas que los transportaban río arriba hasta el castillo de Puesto Vado, siempre para ser «puestos a salvo» o «pensando en la comodidad del monarca». La señora Premura estaba al borde de perder la cabeza, obligada a alojar a tantos invitados mientras salía por la puerta la mitad del mobiliario. Había días en que parecía que Regio intentaba que todo lo que no podía llevarse consigo fuese devorado antes de su partida.
Al mismo tiempo no reparaba en gastos para asegurarse de que su coronación como Rey a la Espera estuviera rodeada de toda la pompa y el boato posible. Me costaba entender para qué se molestaba siquiera. Para mí, al menos, estaba claro que planeaba abandonar a su suerte a cuatro de los Seis Ducados. Pero como me advirtiera una vez el bufón, no tenía sentido medir a Regio con mi mismo rasero. No teníamos nada en común. Insistir en que los duques y nobles de Osorno, Garrón y Torote vinieran para presenciar cómo asumía la corona de Veraz quizá constituyera una sutil forma de venganza que yo no podría comprender. Poco le importaban las penurias que hubieran de pasar para llegar a tiempo a Torre del Alce cuando sus orillas estaban tan amenazadas. No era de extrañar que no se dieran prisa en venir, ni que al llegar se sorprendieran ante el saqueo de Torre del Alce. Los planes de Regio de mudarse junto al rey y Kettricken no habían alcanzado los ducados costeros salvo en forma de rumores.
Pero mucho antes de que llegaran los duques de la costa, mientras yo soportaba todavía el caos generalizado, el resto de mi vida empezó a hacerse pedazos. Serena y Justin comenzaron a acosarme. Era consciente de ellos, a menudo me seguían físicamente, pero no menos a menudo habilitaban en la frontera de mi conciencia. Eran como aves carroñeras al acecho de cualquier pensamiento aislado que se extraviara lejos de mis defensas, ávidos de cualquier fantasía espontánea o cualquier recuerdo desprotegido. Eso era malo de por sí. Pero ahora los consideraba una mera distracción, un artificio destinado a impedir que me percatara del sutil seguimiento de Will. De modo que erigí defensas más altas en torno a mi mente, a sabiendas de que probablemente eso me aislaba también de Veraz. Temía que ésas fueran sus verdaderas intenciones pero no me atrevía a revelar mis miedos a nadie. Vigilaba mi espalda en todo momento, empleando hasta el último sentido que reuníamos entre Ojos de Noche y yo. Me propuse ser más precavido y me apliqué a la tarea de descubrir qué tramaban los demás miembros de la camarilla. Burl estaba en Puesto Vado, supuestamente para ayudar a acondicionar el castillo para mayor comodidad del rey Artimañas. No tenía ni idea de dónde estaba Carrod y no había nadie a quien pudiera preguntar discretamente. Lo único que pude descubrir sin lugar a dudas era que ya no estaba a bordo de la Constancia. De modo que me preocupaba. Y la preocupación casi me volvió loco cuando dejé de detectar la sombra de Will. ¿Sabía que me había percatado de que me seguía? ¿O era tan bueno que conseguía eludirme? Empecé a comportarme como si espiaran hasta el último de mis movimientos.
Los caballos y las reses no fue lo único que desapareció de los establos. Burrich me contó una mañana que Manos se había ido. No había tenido tiempo para despedirse de nadie.
—Ayer se llevaron los últimos animales buenos. Los mejores desaparecieron hace tiempo, pero esos caballos eran buenos y se los llevan por tierra a Puesto Vado. Dijeron a Manos que debía viajar con ellos. Acudió a mí, protestando, pero le aconsejé que obedeciera. Al menos los caballos tendrán a alguien que sepa cuidar de ellos en su nuevo hogar. Además, aquí ya no tiene nada que hacer. Ya no hay caballerizas de las que ser maestre caballerizo.
Lo seguí en silencio mientras hacía la que había sido nuestra ronda matutina. En los corrales sólo quedaban aves viejas o enfermas. El clamor de las perreras había quedado reducido a algunos gañidos y ladridos aislados. Los caballos restantes eran los lisiados, los menos prometedores, los que habían dejado atrás su momento de gloria, los lastimados que se habían conservado con la esperanza de que engendraran buenos potrancos. Cuando llegué al compartimiento vacío de Hollín, el corazón me dio un vuelco. No podía hablar. Me apoyé en su pesebre con la cara entre las manos. Burrich me puso una mano en el hombro. Cuando volví el rostro hacia él, esbozó una sonrisa extraña. Meneó su cabeza pelada.
—Ayer vinieron a por Rubí y ella. Les dije que estaban atontados, que se los habían llevado ya la semana pasada. Y sí que debían de estar atontados, porque se lo creyeron. Se llevaron tu silla, eso sí.
—¿Dónde? —conseguí preguntar.
—Será mejor que no lo sepas —dijo misteriosamente Burrich—. Con uno de los dos acusado de cuatrero tenemos de sobra.
Se negó a seguir hablando de aquello.
La visita que hice a Paciencia y Cordonia una noche resultó no ser el tranquilo interludio que me había imaginado. Llamé a la puerta y se produjo una inusitada pausa antes de que me abrieran. Encontré la sala de estar patas arriba, más desordenada que nunca, y a Cordonia intentando restaurar el orden sin entusiasmo. En el suelo había muchos más objetos de lo habitual.
—¿Algún proyecto nuevo? —aventuré en un intento por aligerar el ambiente.
Cordonia me miró con expresión malhumorada.
—Vinieron esta mañana para llevarse la mesa de mi señora. Y mi cama. Decían que hacían falta para los invitados. Claro, quién se extraña, si casi todo lo demás se ha ido por el río. Pero dudo mucho que volvamos a ver esos muebles.
—Bueno, a lo mejor os están esperando cuando lleguéis a Puesto Vado —sugerí tontamente.
No me había dado cuenta de hasta dónde estaban llegando los abusos de Regio.
Se produjo un largo silencio antes de que hablara Cordonia.
—Pues se van a quedar esperando un buen rato, Traspié Hidalgo. Nosotras no vamos a Puesto Vado.
—No. Nosotras somos de las pocas personas que van a quedarse aquí, con apenas cuatro muebles.
Ésta era Paciencia, que irrumpió en la habitación en ese momento. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas pálidas, y comprendí de repente que al oírme llamar se había escondido hasta controlar su llanto.
—Entonces volveréis a Bosque Blanco —sugerí.
Mi mente trabajaba a toda prisa. Había asumido que Regio pensaba trasladar toda la casa a Puesto Vado. Ahora me pregunté quién más iba a ser abandonado allí. Puse mi nombre en la cabeza de la lista. Añadí los de Burrich y Chade. ¿El bufón? Quizá fuese ése el motivo de que últimamente pareciera buscar las simpatías de Regio. Para que se le permitiera seguir al rey a Puesto Vado.
Era curioso que ni siquiera me hubiera parado a considerar que el rey y Kettricken iban a irse lejos también de mi alcance, no sólo del de Chade. Regio había renovado sus órdenes relativas a mi confinamiento a Torre del Alce. No había querido molestar a Kettricken para revocarlas. A fin de cuentas, le había prometido a Chade que no iba a causar problemas.
—No puedo regresar a Bosque Blanco. Allí gobierna Augusto, el sobrino del rey. El que dirigía la camarilla de Galeno antes de su accidente. No siente ninguna simpatía por mí y no tengo derecho a exigir estar allí. No. Nos quedaremos aquí y nos apañaremos lo mejor que podamos.
Intenté encontrar algún consuelo que ofrecerle.
—Yo todavía tengo mi cama. Puede quedársela Cordonia. Le pediré a Burrich que me ayude a traerla.
Cordonia negó con la cabeza.
—He apañado un catre y no necesito más. Deja tu cama en su sitio. A lo mejor no se atreven a quitártela. Si estuviera aquí abajo, no dudes que se la llevarían mañana mismo.
—¿Al rey Artimañas le da igual lo que está pasando? —me preguntó lady Paciencia, cariacontecida.
—No lo sé. Hace días que no dejan que nadie cruce su puerta. Regio ha dicho que está demasiado enfermo para recibir a nadie.
—Pensaba que a lo mejor sólo se negaba a verme a mí. En fin. Pobre hombre. Pierde dos hijos y ve su reino reducido a esto. Dime, ¿cómo está la reina Kettricken? No he tenido ocasión de visitarla.
—Bastante bien, la última vez que la vi. Apenada por la muerte de su marido, claro, pero…
—Entonces, ¿no se hizo daño con la caída? Temía que hubiera podido perder el bebé. —Paciencia me dio la espalda para contemplar una pared despojada de su acostumbrado tapiz—. Me daba miedo ir a verla, si quieres que te diga la verdad. Conozco de sobra el dolor que supone perder un hijo antes de haberlo sostenido en tus brazos.
—¿Qué caída? —pregunté anonadado.
—¿No te has enterado? Bajando del Jardín de la Reina, esos condenados escalones. Se hablaba de que habían quitado unas estatuas de los jardines y ella subió para ver cuáles, y cuando bajaba se cayó. No bajó mucho rodando, pero debió de pegarse con fuerza. En la espalda, contra esos escalones de piedra.
Después de eso me resultó imposible seguir prestando atención a las palabras de Paciencia. Casi toda su conversación giraba en torno al expolio de las bibliotecas, algo en lo que, de todos modos, tampoco me apetecía pensar. Me disculpé tan pronto como me permitió el decoro, con la débil excusa de traerles noticias de primera mano sobre el estado de la reina.
No me permitieron cruzar la puerta de Kettricken. Varias damas me dijeron a la vez que no me asustara, que no me preocupara, que estaba bien, que sólo necesitaba reposo, aunque era terrible… Soporté su cháchara el tiempo necesario para asegurarme de que no había tenido un aborto y me fui corriendo.
Pero no volví con Paciencia. Todavía no. En vez de eso, subí despacio las escaleras hasta el Jardín de la Reina. Llevaba una lámpara conmigo y andaba con mucho cuidado. En el tejado de la torre, confirmé mis temores. Las estatuas más pequeñas y de mayor valor habían desaparecido. Las mayores se habían librado sólo por su excesivo peso, estaba seguro. Las piezas que faltaban alteraban el meticuloso equilibrio de la creación de Kettricken y contribuían a aumentar la desolación del jardín en invierno. Cerré la puerta con cuidado al salir y bajé los escalones. Despacio. Muy despacio. Lo encontré en el noveno escalón. Estuve a punto de descubrirlo igual que Kettricken, pero mantuve el equilibrio y me agaché para examinar el escalón. Se habían mezclado negro de humo con la grasa para quitarle el lustre y camuflarla con los desgastados escalones. Era el lugar preciso donde apoyaría uno el pie, sobre todo si bajaba las escaleras de mal humor. Lo bastante cerca del tejado de la torre para atribuir el resbalón a la nieve o el barro pegado aún a los zapatos. Froté el negro del escalón que se adhirió a mis dedos y lo olí.
—Un buen pegote de grasa de cerdo —observó el bufón. Me incorporé de un salto y a punto estuve de caer escaleras abajo. Conseguí recuperar el equilibrio con un desesperado molinete de brazos—. Interesante. ¿Crees que podrías enseñarme a hacer eso?
—No tiene gracia, bufón. Me han estrado siguiendo y tengo los nervios de punta. —Observé la oscuridad del fondo de la escalera. Si el bufón había conseguido sorprenderme, ¿no podría hacer Will lo mismo?—. ¿Cómo está el rey? —pregunté en voz baja.
Si habían atentado contra Kettricken, dudaba que el rey estuviera a salvo.
—Dímelo tú.
El bufón salió de las sombras. Sus finos ropajes habían sido reemplazados por un viejo jubón azul y rojo. Hacía juego con las magulladuras recientes que le adornaban un lado de la cara. Le habían abierto la mejilla derecha. Con un brazo sujetaba el otro contra su pecho. Sospeché que tenía el hombro dislocado.
—Otra vez no —jadeé.
—Lo mismo les dije yo. No me hicieron caso. Algunas personas no tienen talento para la conversación.
—¿Qué ha ocurrido? Pensaba que Regio y tú…
—Sí, bueno, por lo visto ni siquiera un bufón es lo bastante estúpido para el gusto de Regio. Hoy me resistí a apartarme del rey Artimañas. Estaban interrogándolo sin cesar sobre lo ocurrido la noche del banquete. A lo mejor me pasé de listo sugiriéndoles otros posibles entretenimientos. Me echaron.
El corazón me dio un vuelco. Estaba seguro de que sabía exactamente qué guardia le había ayudado a cruzar la puerta. Era lo que siempre me advertía Burrich. Nadie sabía hasta dónde se atrevería a llegar Regio.
—¿Qué les dijo el rey?
—¡Ah! Nada de «¿el rey está bien?» o «¿el rey se ha recuperado?». No. Sólo qué les dijo el rey. ¿Temes por tu precioso pellejo, principito?
—No. —No percibí resentimiento en su pregunta, ni siquiera en cómo la formuló. Me lo merecía. Últimamente había descuidado nuestra amistad. A pesar de todo, cuando necesitaba ayuda, siempre acudía a mí—. No. Pero mientras el rey no diga que Veraz sigue con vida, Regio no tendrá motivos para…
—Mi rey estaba… taciturno. Todo empezó como una agradable conversación entre padre e hijo, con Regio contándole lo complacido que debería estar por tenerlo finalmente como Rey a la Espera. El rey Artimañas se mostraba más bien distraído, como le ocurre a menudo estos días. No sé por qué aquello irritó a Regio, que empezó a acusarlo de no sentirse complacido, de oponerse, incluso. Al final empezó a insistir que había un complot, una conspiración para impedirle alcanzar el trono. No hay hombre más peligroso que el que es incapaz de decidir qué es lo que teme. Regio es así. Sus desvaríos sobrecogieron hasta a Wallace. Llevaba al rey una de sus tisanas para embotarle la mente a la vez que el dolor, pero cuando se la acercó Regio se la quitó de las manos. Entonces se abalanzó sobre el pobre Wallace y lo acusó de formar parte de la conspiración. Afirmó que Wallace había intentado drogar a nuestro rey para impedir que dijera lo que sabía. Expulsó a Wallace del cuarto y dijo que el rey no volvería a necesitar sus servicios hasta que se hubiera dignado hablar con su hijo. Entonces me expulsó también a mí. Mi renuencia a marcharme sucumbió pisoteada por un par de sus fortachones bueyes del interior.
Se apoderó de mí un temor insidioso. Recordé el momento de dolor que había compartido con el rey. Regio estaba dispuesto a esperar cruelmente a que el dolor se impusiera a las hierbas analgésicas que embotaban a su padre. Me costaba imaginar que alguien fuese capaz de algo así. Pero sabía que Regio lo haría.
—¿Cuándo ha pasado esto?
—Hará más o menos una hora. No veas lo que cuesta dar contigo.
Miré más de cerca al bufón.
—Baja a los establos, busca a Burrich. Que te cure él.
Sabía que el curandero no iba a tocar al bufón. Como tantos habitantes del castillo, lo amedrentaba su extraño aspecto.
—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó el bufón en voz baja.
—No lo sé —respondí con toda sinceridad. Ésa era exactamente una de las situaciones que le había comentado a Chade. Sabía que las consecuencias serían graves tanto si actuaba como si no. Tenía que distraer a Regio de lo que estaba haciendo. Chade, estaba seguro, estaría al corriente de lo ocurrido. Si Regio y los demás se dieran la vuelta un momento… Sólo se me ocurría una noticia lo suficientemente importante como para apartar a Regio de Artimañas—. ¿Estarás bien?
El bufón se había sentado en los fríos escalones de piedra. Apoyó la cabeza en la pared.
—Supongo que sí. Vete.
Empecé a bajar las escaleras.
—¡Espera! —me llamó de repente.
Me detuve.
—Cuando te lleves a mi rey, yo iré con él.
Me limité a mirarlo fijamente.
—Hablo en serio. Me puse el collar de Regio para arrancarle esa misma promesa. Ahora no significa nada para él.
—No puedo prometerte nada —musité.
—Yo sí. Te prometo que si mi rey se va y yo no me voy con él contaré hasta el último de tus secretos. Hasta el último.
Le temblaba la voz. Volvió a apoyar la cabeza en la pared.
Me apresuré a darme la vuelta. Las lágrimas que le corrían por las mejillas estaban teñidas de rosa por los cortes de su cara. No soportaba verlas. Bajé las escaleras corriendo.