25

Torre del Alce

El castillo de Puesto Vado, a orillas del Vin, era una de las residencias tradicionales de la familia regente de Lumbrales. Allí era donde había transcurrido la niñez de la reina Deseo, y allí era donde regresaba con su hijo Regio en los veranos de la infancia de éste. La ciudad de Puesto Vado era un lugar bullicioso, un centro comercial rodeado de huertos y campos de cereales. El río Vin tiene un caudal lánguido y navegable que lo hace fácil y agradable de transitar. La reina Deseo siempre insistió en que superaba a Torre del Alce en todos los aspectos y en que habría sido un hogar mucho más adecuado para la familia real.

El viaje de vuelta a Torre del Alce apenas si fue reseñable. La reina Kettricken estaba exhausta y agotada cuando llegó la hora de partir. Aunque procuraba disimularlo, se notaba en sus ojeras y en el rictus de sus labios. El duque Kelvar la proveyó de una litera para su regreso, pero un corto trayecto en ella bastó para confirmarle que su balanceo sólo conseguía acentuar sus náuseas. Se la devolvió con su agradecimiento y volvió a casa montada en su yegua.

En la segunda noche de nuestro viaje de vuelta, Dedalera se acercó a nuestra fogata y le dijo a Burrich que le había parecido ver un lobo, varias veces ese mismo día. Burrich se encogió de hombros con indiferencia y le aseguró que seguramente sólo sentía curiosidad y no suponía ninguna amenaza para nosotros. Cuando se hubo ido la capitana, Burrich me miró y me dijo:

—Acabará pasando una vez de más.

—¿El qué?

—El ver un lobo merodeando cerca de ti. Traspié, ten cuidado. Se dispararon los rumores cuando mataste a aquellos forjados. Había huellas por todas partes, y las marcas de las heridas de aquellos hombres no las hizo ninguna arma. Alguien me ha dicho que vieron un lobo en los alrededores de Bahía Pulcritud la noche de la batalla. Hay hasta un disparate sobre un lobo que se transformó en hombre cuando acabó la contienda. Había huellas en el barro delante de la misma tienda de la reina esa noche. Tuviste suerte de que todo el mundo estuviera demasiado cansado y tuviera prisa por enterrar a los caídos. De éstos, unos pocos no murieron a manos de ningún hombre.

¿Unos pocos? ¡Ja!

La rabia deformó el rostro de Burrich.

—Eso se tiene que acabar. Desde ya.

Eres fuerte, Corazón de la Manada, pero…

El pensamiento se truncó y oí un repentino gañido de sorpresa a lo lejos, entre la maleza. Varios caballos se inquietaron y miraron en esa dirección. Yo miraba fijamente a Burrich. Había repelido a Ojos de Noche, de lejos y con ferocidad.

Has tenido suerte de no estar más cerca, porque con esa fuerza…, empecé a advertir a Ojos de Noche.

La mirada de Burrich se posó en mí.

—¡He dicho que eso se tiene que acabar! ¡Ahora mismo! —Me observó de soslayo, disgustado—. Prefiero que cabalgues con una mano dentro de los pantalones a que hagas eso constantemente cuando estoy delante. Me ofende.

No se me ocurría qué decir. Los años de convivencia me habían enseñado que la opinión que le merecía la Maña era inamovible. Él sabía que yo estaba vinculado a Ojos de Noche. El que aún tolerara mi presencia rozaba el límite de su transigencia. No era necesario que le recordara constantemente que el lobo y yo compartíamos la misma mente. Agaché la cabeza, conforme. Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, mis sueños fueron sólo míos.

Soñé con Molly. Vestía de nuevo sus faldas rojas y estaba agachada en la playa, arrancando conchas de las rocas con su navaja y comiéndoselas crudas. Me miró y sonrió. Me acerqué. Se levantó de un salto y corrió descalza por la arena. La perseguí, pero era más veloz que nunca. Su cabello ondeaba sobre sus hombros y se limitó a reírse cuando le pedí que me esperara, que por favor me esperara. Desperté sintiéndome extrañamente contento porque hubiera sido más rápida que yo, y con el recuerdo de su perfume a lavanda aún en mi mente.

Esperábamos una calurosa bienvenida en Torre del Alce. Los barcos, a juzgar por el buen tiempo, deberían haber llegado mucho antes que nosotros para comunicar la noticia de nuestro éxito. Por eso no nos sorprendió ver que salía a recibirnos un contingente de soldados de Regio. Lo extraño era que aun después de avistarnos continuaran avanzando a caballo. Ni un solo hombre gritó ni agitó la mano para saludarnos. Se acercaban a nosotros silenciosos y serios como fantasmas. Creo que Burrich y yo vimos al mismo tiempo el testigo que portaba el hombre que encabezaba la comitiva, el pequeño palo bruñido que presagiaba graves noticias.

Se giró hacia mí mientras presenciábamos su acercamiento. Llevaba el temor claramente escrito en la cara.

—¿Ha muerto el rey Artimañas? —pregunté con voz queda.

No sentía sorpresa, tan sólo un vacío en mi interior. Un crío asustado boqueó dentro de mí que ahora no había nada que se interpusiera entre Regio y yo. En otra parte de mi ser me pregunté cómo habría sido llamarlo «abuelo» en vez de «mi rey». Pero esas porciones egoístas eran insignificantes comparadas con lo que significaba su pérdida para este Hombre del Rey. Artimañas me había fraguado, había hecho de mí lo que era, para bien o para mal. Había tomado mi vida en sus manos un día, la vida de un niño que jugaba bajo una mesa en el Gran Salón, y había dejado su impronta en ella. Él había decidido que yo debía aprender a leer y escribir, que debía aprender a blandir una espada y a espolvorear veneno. Era como si, con su muerte, ahora debiera asumir toda la responsabilidad de mis actos. Era un pensamiento extrañamente sobrecogedor.

Todos se habían percatado del objeto que portaba el cabecilla. Nos detuvimos en medio del camino. Como una cortina que se abriera, la guardia de Kettricken franqueó el paso al portavoz. Se hizo un silencio terrible cuando el hombre entregó su testigo a la reina, y luego un pequeño pergamino. El sello de cera escarlata se quebró bajo la uña de Kettricken. Lo vi caer al suelo embarrado. La reina abrió el pergamino lentamente y lo leyó. Aquella lectura consumió algo dentro de ella. Su mano pendió inerte a su costado. Dejó que el pergamino se uniera al sello en el barro, como algo olvidado, algo que no quería volver a ver. No se desmayó ni rompió a llorar. Su mirada se perdió en la lejanía y apoyó su mano con suavidad en su vientre. Aquel gesto me indicó que no era Artimañas el que había fallecido, sino Veraz.

Sondeé en busca de él. En algún lugar, sin duda estaba en algún lugar, acurrucado en mi interior, una chispa de nuestra conexión, una hebra siquiera de nuestro vínculo… no. Ni siquiera sabía cuándo se había esfumado. Recordé que, siempre que luchaba, podía romper mi lazo con él. No era de ayuda. Me acordé en ese momento de algo que había tomado por una simple curiosidad la noche de la batalla. Me había parecido oír la voz de Veraz, gritando, impartiendo órdenes que no tenían sentido. No lograba recordar una sola palabra precisa de lo que podía haber dicho. Pero ahora pensé que podrían haber sido órdenes de batalla, órdenes de dispersión, de ponerse a cubierto tal vez, o… pero no conseguía recordar nada con claridad. Miré a Burrich y vi la pregunta en sus ojos. Tuve que encogerme de hombros.

—No lo sé —musité.

Frunció el ceño al escuchar aquello.

La Reina a la Espera Kettricken se había quedado paralizada en su caballo. Nadie hizo ademán de tocarla, nadie dijo una palabra. Miré a Burrich de soslayo, nuestros ojos se encontraron. Vi en ellos la resignación a la fatalidad. Era la segunda vez que Burrich veía cómo caía un Rey a la Espera antes de ascender al trono. Tras un largo silencio, Kettricken se volvió en su silla. Estudió a su guardia, y a los soldados a caballo que la seguían.

—El príncipe Regio ha recibido la noticia de que el Rey a la Espera Veraz ha fallecido.

No levantó la voz, pero sus palabras llegaron a todos los oídos. La dicha se disolvió y el brillo del triunfo se apagó en todos los ojos. Esperó unos instantes a que encajáramos la información. Después echó a andar su montura y la seguimos hasta Torre del Alce.

Llegamos al pórtico sin oposición. Los soldados de guardia se limitaron a vernos pasar. Uno de ellos ensayó un saludo marcial dedicado a la reina. Kettricken no reparó en él. Burrich arrugó aún más el entrecejo, pero no dijo nada.

En el patio del castillo la actividad no se distinguía de la de un día normal. Acudieron los mozos de cuadra para llevarse los caballos y la gente se afanaba en los acostumbrados quehaceres del castillo. De alguna manera, la misma familiaridad de aquel hecho chirrió contra mis nervios como la piedra contra la piedra. Veraz había muerto. No me parecía justo que la vida siguiera de aquel modo tan vulgar.

Burrich había ayudado a desmontar a Kettricken en medio de un corro de sus damas de compañía. Una parte de mí reparó en la expresión que compuso Dedalera mientras la reina se alejaba empujada por las señoritas de la corte entre exclamaciones sobre su aspecto cansado, preguntas sobre su estado y muestras de simpatía, pesar y dolor. Una nube de celos ensombreció el semblante de la capitana de la guardia de la reina. Dedalera era un simple soldado que había jurado proteger a su reina. En ese momento no podía seguirla al interior del castillo, daba igual cuánto le importara Kettricken, que ahora estaba en manos de sus damas cortesanas. Pero supe que esa noche Burrich no montaría guardia solo frente a la puerta de la reina.

Los solícitos murmullos referentes al estado de Kettricken bastaron para revelarme que se había extendido el rumor de su embarazo.

Me pregunto si habría llegado ya a oídos de Regio. Era plenamente consciente de que algunos chismes circulaban casi exclusivamente entre las mujeres antes de convertirse en noticias de dominio público. De repente anhelé con desesperación saber si Regio sabía que Kettricken portaba en su seno al heredero del trono. Cedí a Manos las riendas de Hollín, le di las gracias y le prometí contárselo todo más tarde. Mientras me encaminaba al castillo, la mano de Burrich cayó sobre mi hombro.

—Quiero decirte una cosa. Ahora.

A veces me trataba casi como si yo fuera un príncipe, a veces peor que a cualquier mozo de cuadra. Sus palabras no constituían ninguna invitación. Manos me devolvió las riendas de Hollín con una sonrisa lacónica y fue a ocuparse de los otros animales. Seguí a Burrich mientras conducía a Rubí a los establos. No le costó mucho encontrar un compartimiento vacío para su montura adyacente al cajón habitual de Hollín. Había demasiados compartimientos desocupados. Los dos empezamos a aplicarnos al cuidado de los caballos. La vieja familiaridad de esa rutina, ocuparme de un animal mientras Burrich trabajaba a mi lado, resultaba reconfortante. Nuestro extremo del establo estaba relativamente tranquilo, pero esperó hasta que no hubo nadie cerca para preguntar:

—¿Es cierto?

—No lo sé, de verdad. He perdido la conexión con él. Era muy débil antes de que fuésemos a Bahía Pulcritud y siempre he tenido problemas para mantener mi vínculo con Veraz cuando entro en combate. Dice que alzo la guardia con tanta fuerza frente a los que me rodean que lo excluyo sin proponérmelo.

—No entiendo mucho de eso, pero estaba al corriente de ese problema. ¿Estás seguro de que fue entonces cuando lo perdiste?

De modo que se lo conté, le referí la vaga sensación de Veraz durante la batalla y la posibilidad de que él estuviera siendo atacado al mismo tiempo. Burrich asintió con impaciencia.

—Pero ¿no puedes habilitarlo ahora que se han calmado las aguas? ¿Renovar el vínculo?

Tardé un instante en reprimir la frustración que me corroía.

—No. No puedo. Mi Habilidad no sirve para eso.

Burrich frunció el ceño.

—Mira. Sabemos que los mensajes son poco fiables desde hace algún tiempo. ¿Cómo podemos estar seguros de que éste no es una invención?

—No podemos, supongo. Aunque me cuesta creer que ni siquiera Regio pudiera llegar al extremo de anunciar la muerte de Veraz antes de tiempo.

—A mí no me cuesta nada creer que ese hombre sería capaz de cualquier cosa —masculló Burrich.

Dejé de limpiar el barro de las pezuñas de Hollín y me erguí. Burrich estaba apoyado en la puerta del compartimiento de Rubí, con la mirada perdida. El mechón blanco de su cabello era un vivido recordatorio de cuan desalmado podía llegar a ser Regio. Había ordenado el asesinato de Burrich con la misma frialdad con que aplastaría cualquiera una mosca irritante. No parecía que el hecho de que hubiera sobrevivido al atentado inquietara a Regio en absoluto. No lo asustaba la venganza de un maestro caballerizo o un simple bastardo.

—Bueno. ¿Qué diría cuando regresara Veraz? —pregunté con voz queda.

—Una vez coronado rey, se encargaría de que Veraz nunca regresara. El hombre que se siente en el trono de los Seis Ducados sabrá librarse de las personas que considere impertinentes.

Burrich no me miró directamente mientras decía esto y yo intenté dejar que el dardo pasara de largo. Tenía razón. Cuando Regio llegara al poder, no me cabía duda de que dispondría de asesinos ansiosos de cumplir su voluntad. Quizá ya hubiera algunos. Esa idea me produjo escalofríos.

—Si queremos cerciorarnos de que Veraz sigue con vida, no nos queda más remedio que enviar a alguien a buscarlo para que vuelva con noticias de él —consideré.

—Suponiendo que el mensajero consiguiera sobrevivir, tardaría mucho tiempo. Una vez coronado Regio, la palabra de un mensajero no significará nada para él. El portador de esas noticias no se atrevería a anunciarlas en voz alta. Necesitamos pruebas de que Veraz vive todavía, pruebas que acepte el rey Artimañas, y las necesitamos antes de que Regio asuma el mando. Ése no se resignaría a ser Rey a la Espera por mucho tiempo.

—Todavía se interponen entre el trono y él el rey Artimañas y el hijo de Kettricken —protesté.

—Ese puesto ha demostrado ser sumamente nocivo para hombres fuertes y avezados. Dudo que un anciano achacoso o un bebé que aún no ha nacido vayan a ocuparlo mejor. —Burrich meneó la cabeza y desestimó esa idea—. Muy bien. Tú no puedes habilitarlo. ¿Quién puede?

—Cualquier miembro de la camarilla.

—Bah. No me fío de ninguno de ellos.

—El rey Artimañas podría hacerlo —sugerí, dubitativo—. Si yo le prestara mi fuerza.

—¿Aunque tu lazo con Veraz se haya roto? —preguntó Burrich.

Me encogí de hombros y sacudí la cabeza.

—No lo sé. Por eso he dicho que «podría».

Pasó una mano por el pelaje de Rubí, ahora lustroso.

—Habrá que intentarlo —dijo con decisión—. Y cuanto antes mejor. No podemos permitir que Kettricken se aflija y sufra si no hay motivo para ello. Podría llegar a perder el niño. —Suspiró y me miró—. Vete y descansa un poco. Proponte visitar al rey esta noche. Cuando vea que entras, me ocuparé de que haya testigos de lo que sea que averigüe el rey.

—Burrich —protesté—, hay demasiadas incógnitas. Ni siquiera sé si estará despierto el rey esta noche, ni si podrá habilitar, ni si lo hará si se lo pido. Si hacemos esto, Regio y todo el mundo sabrán que soy un Hombre del Rey en lo que atañe a la Habilidad, y…

—Lo lamento, muchacho —me interrumpió Burrich, casi con crueldad—. Aquí hay mucho más en juego que tu integridad. No es que no me preocupe por ti, pero creo que estarás más seguro si Regio cree que puedes habilitar y todos saben que Veraz sigue con vida que si todos creen que está muerto y Regio juzga oportuno librarse de ti. Debemos intentarlo esta noche. Quizá no tengamos éxito, pero debemos intentarlo.

—Espero que puedas encontrar corteza feérica en alguna parte —rezongué.

—¿No te estarás aficionando a ella? Ándate con cuidado. —Luego sonrió—. Seguro que encuentro un poco en alguna parte.

Le devolví la sonrisa y me sorprendí a mí mismo. No creía que Veraz estuviera muerto. Eso era lo que admitía para mí con aquella sonrisa. No creía que mi Rey a la Espera hubiese perecido y estaba a punto de plantar cara al príncipe Regio y demostrarlo. Sólo resultaría más satisfactorio si pudiera hacerlo con un hacha en las manos. Lástima.

—¿Me harás un favor? —pregunté a Burrich.

—¿Cuál? —inquirió, con reservas.

—Cuídate mucho.

—Como siempre. Haz tú lo mismo.

Asentí y me quedé callado, sintiéndome extraño.

Al cabo, Burrich suspiró y dijo:

—Suéltalo. Si veo a Molly, te gustaría que le dijera…

Meneé la cabeza para mí.

—Sólo que la echo de menos. ¿Qué más podría decirle? Eso es lo único que le puedo ofrecer.

Me observó de reojo: una mirada extraña. En ella había comprensión, pero no falso consuelo.

—Se lo haré saber —prometió.

Abandoné los establos sintiéndome como si hubiera madurado de alguna forma. Me pregunté si alguna vez dejaría de medirme según el rasero del trato que me dispensara Burrich.

Acudí directamente a la cocina con la intención de cenar algo y luego acostarme como había sugerido Burrich. La sala de guardia estaba llena a rebosar con los soldados que habían regresado y contaban sus historias a los que se habían quedado en casa mientras devoraban pan y caldo. Me lo esperaba; pretendía hacerme con mis propias provisiones y llevármelas a mi cuarto. Pero en el interior de la cocina, por doquier, bullían las perolas, se horneaba el pan y se asaba carne en los espetones. El servicio de la cocina troceaba, removía e iba con prisa de acá para allá.

—¿Hay una fiesta esta noche? —pregunté embobado.

Perol Sara se giró para mirarme.

—Hombre, Traspié, así que has vuelto, entero y de una pieza para variar. —Sonrió como si acabara de lanzarme un piropo—. Sí, naturalmente, habrá que celebrar la victoria en Bahía Pulcritud. No nos íbamos a olvidar de vosotros.

—Con el príncipe Veraz muerto, ¿todavía organizamos banquetes?

Perol me miró sin emocionarse.

—Si el príncipe Veraz estuviera aquí, ¿qué diría?

Suspiré.

—Seguramente diría que celebráramos la victoria. Que la esperanza es más necesaria que el duelo.

—Con esas mismas palabras me lo ha explicado esta mañana el príncipe Regio —dijo Perol con satisfacción. Se giró para espolvorear especias en una pata de venado—. Lo lloraremos, naturalmente. Pero tienes que entenderlo, Traspié. Nos abandonó. Regio es el que se quedó aquí. Se quedó para cuidar del rey y defender las costas en la medida de lo posible. Veraz ya no está con nosotros, pero Regio sí. Y los corsarios no se han adueñado de Bahía Pulcritud.

Me mordí la lengua y esperé a serenarme.

—Bahía Pulcritud se ha salvado porque Regio se quedó aquí para protegernos.

Quería asegurarme de que Perol relacionaba ambos hechos, que no estaba mencionándolos por casualidad en el mismo discurso.

Asintió mientras seguía sazonando la carne. Salvia machacada, me informó mi olfato. Y romero.

—Eso es lo que había que haber hecho desde el principio. Enviar soldados. Habilitar está bien pero ¿qué más da saber lo que va a pasar si no se puede hacer nada al respecto?

—Veraz siempre enviaba los barcos de guerra.

—Y siempre se las apañaban para llegar demasiado tarde. —Se volvió hacia mí, limpiándose las manos en el delantal—. Oh, ya sé que tú lo adorabas, muchacho. Nuestro príncipe Veraz tenía un gran corazón y se jugó la vida intentando protegernos. No quiero hablar mal de los difuntos. Lo único que digo es que habilitar y perseguir Vetulus no es el método adecuado para combatir a estas Velas Rojas. Lo que ha hecho el príncipe Regio, enviar soldados y barcos nada más enterarse, eso es lo que teníamos que haber hecho desde el principio. Puede que sobrevivamos con el príncipe Regio al mando.

—¿Y el rey Artimañas? —musité.

Tergiversó mi pregunta. Eso me indicó lo que pensaba realmente.

—Oh, está tan bien como se puede esperar. Si hasta bajará al banquete esta noche, al menos un rato. Pobre hombre. Cuánto está padeciendo. Pobre, pobre hombre.

Pobre hombre muerto. Era lo único que le faltaba por decir. Artimañas ya no era el rey para ella, era un pobre, pobre hombre. Regio era el rey.

—¿Crees que la reina asistirá al banquete? —pregunté—. A fin de cuentas, acaba de enterarse de la muerte de su rey y marido.

—Oh, creo que irá, sí. —Sara asintió para sí. Dio la vuelta a la pata y empezó a cubrir de hierbas la otra cara—. He oído que dicen que ahora está embarazada. —La cocinera parecía escéptica—. Querrá anunciarlo esta noche.

—¿No te crees que esté embarazada? —pregunté con brusquedad.

Perol no se dio por aludida.

—Oh, si ella dice que lo está, lo estará. Lo que pasa es que es un poco raro, nada más, decirlo después de enterarse de la muerte de Veraz y no antes.

—¿Y eso?

—Bueno, eso hace que algunas nos hagamos preguntas.

—¿Qué preguntas? —pregunté fríamente.

Perol me lanzó una mirada de reojo y maldije mi impaciencia. No pretendía cerrarle la boca. Tenía que enterarme de los rumores, de todos los rumores.

—Bueno… —Vacilaba, pero no podía ignorar el reclamo de mis atentos oídos—. Las preguntas que surgen siempre cuando una mujer no concibe hasta que su marido sale de viaje y, de repente, ella va y anuncia que está embarazada de él. —Miró a su alrededor para ver quién más estaba escuchando. Todo el mundo parecía afanarse en sus tareas, pero no dudaba que muchas orejas apuntaban en nuestra dirección—. ¿Por qué ahora? Tan de repente. Y si sabía que estaba embarazada, ¿en qué estaba pensando cuando salió a caballo en plena noche, camino de la batalla? Es una conducta extraña para una reina que lleva dentro al heredero del trono.

—Bueno —intenté no alzar la voz—, supongo que cuando nazca el chiquillo se sabrá cuándo fue concebido. Los que quieran contar lunas con los dedos podrán hacerlo entonces. Además —me acerqué a ella con gesto conspirador—, he oído que algunas de sus damas de compañía lo sabían antes de su partida. Lady Paciencia, por ejemplo, y su doncella Cordonia.

Tendría que asegurarme de que Paciencia alardeara de su precoz perspicacia y de que Cordonia chismorreara entre el servicio.

—Ah. Ésa. —El desdén de Perol Sara acabó con mis sueños de victoria fácil—. Mira, no te ofendas, Traspié, pero a veces se comporta de forma muy rara. Cordonia, en cambio, Cordonia tiene los pies en la tierra. Pero no es muy habladora y tampoco le interesa lo que dicen los demás.

—Bueno —sonreí y le guiñé un ojo—, pues yo me enteré gracias a ellas. Y mucho antes de ir a Bahía Pulcritud. —Me acerqué todavía más—. Pregunta por ahí. Apuesto a que descubrirás que la reina Kettricken ha estado bebiendo té de hojas de frambuesa para mitigar sus mareos matutinos. Pregunta, a ver si no tengo razón. Me apuesto una pieza de plata a que sí la tengo.

—¿Una pieza de plata? Anda, como si yo la tuviera. Pero preguntaré, Traspié, vaya que sí. Y tendría que darte vergüenza no haber compartido antes conmigo una noticia tan jugosa. ¡Con todo lo que yo te cuento!

—Bueno, te compensaré. ¡La reina Kettricken no es la única que espera un bebé!

—¿Oh? ¿Quién es la otra?

Sonreí.

—Todavía no te lo puedo decir. Pero serás de las primeras en enterarte, por lo que he oído.

No sabía quién más podía estar embarazada, pero era prudente decir que lo estaba, o estaría, alguna de las mujeres del castillo con el tiempo suficiente para sustentar mi rumor. Necesitaba que Perol estuviera contenta conmigo si quería contar con ella para enterarme de las habladurías de la corte. Asintió animadamente con la cabeza y me guiñó un ojo.

Terminó de sazonar la pata de venado.

—Vale, Dod, coge esto y cuélgalo de los ganchos para la carne encima del fuego grande. En uno alto, que quiero que se ase, no que se chamusque. Arreando, vamos. ¿Pote? ¿Dónde está la leche que te pedí que trajeras?

Me proveí de pan y manzanas antes de dirigirme a mi cuarto. Una cena frugal, pero exquisita para alguien tan desfallecido como yo. Subí directamente a mi habitación, me lavé, cené y me tumbé en la cama. Esa noche tendría pocas oportunidades de hablar con el rey, pero quería estar tan alerta como fuese posible durante el banquete. Pensé en ir a ver a Kettricken para pedirle que no llorara todavía la muerte de Veraz. Pero sabía que no podría librarme de sus damas de compañía y hablar a solas con ella. ¿Y si me equivocaba? No. Cuando pudiera demostrar que Veraz seguía con vida sería el momento adecuado para hablar con ella.

Me desperté más tarde cuando llamaron a mi puerta. Me quedé inmóvil un momento, sin saber si había oído algo, antes de levantarme para descorrer los cerrojos y entreabrir la puerta. El bufón estaba en el pasillo. No sabía qué me sorprendía más, si el hecho de que hubiera preferido llamar en vez de burlar los cerrojos o su atuendo. Me quedé boquiabierto. Hizo una gentil reverencia, entró en mi cuarto y cerró la puerta a su espalda. Corrió un par de cerrojos, se colocó en el centro de la sala y extendió los brazos. Describió un lento círculo para que yo pudiera admirarlo.

—¿Y bien?

—No pareces tú —barboteé.

—Ésa era mi intención. —Estiró su jubón, tiró de sus mangas para lucir mejor no sólo sus brocados sino también las aberturas que mostraban la rica tela del forro. Ahuecó las plumas de su sombrero y ajustó éste sobre su cabello incoloro. Los colores iban del índigo más oscuro al más pálido azur, y la cara blanca del bufón, como un huevo pelado, asomaba entre ellos—. Los bufones ya no se llevan.

Me senté despacio en la cama.

—Regio te ha vestido así —dije, sin voz.

—Casi. Me dio la ropa, sí, pero me vestí yo solito. Si los bufones ya no se llevan, imagínate, qué decir del ayuda de cámara de un bufón.

—¿Y el rey Artimañas? ¿Es que tampoco él se lleva? —pregunté con acritud.

—Lo que no se lleva es preocuparse abiertamente por el rey Artimañas —repuso. Ensayó una pirueta, se interrumpió, se enderezó con la dignidad que exigían sus ropas y se paseó por la estancia—. Esta noche voy a sentarme a la mesa del príncipe Regio e intentaré hacer alarde de ingenio y jovialidad. ¿Crees que se me dará bien?

—Mucho mejor que a mí —dije con amargura—. ¿Es que te da igual que haya muerto Veraz?

—¿No te importa a ti que todas las flores abran sus pétalos al sol del verano?

—Bufón, afuera es invierno.

—Tan cierto es lo uno como lo otro. Créeme. —El bufón se quedó inmóvil de repente—. He venido a pedirte un favor, si te lo puedes creer.

—Lo segundo me lo creo tanto como lo primero. ¿De qué se trata?

—No mates a mi rey con tus ambiciones.

Lo miré horrorizado.

—¡Yo nunca mataría a mi rey! ¡Cómo te atreves a decir algo así!

—Ah, últimamente me atrevo a muchas cosas. —Enlazó las manos a su espalda y deambuló por la sala. Con sus elegantes ropajes y sus desacostumbradas posturas, me asustaba. Era como si su cuerpo estuviera poseído por una entidad desconocida para mí—. ¿Ni siquiera aunque el rey hubiera asesinado a tu madre?

Una sensación espantosa cobró fuerza en mi interior.

—¿Qué intentas decirme? —susurré.

El bufón giró sobre sus talones al percibir el dolor en mi voz.

—No. ¡No! ¡Te equivocas! —Había sinceridad en su voz y, por un instante, pude ver a mi amigo de nuevo—. Pero —continuó con voz más baja, casi taimada—, si creyeras que el rey había matado a tu madre, a tu adorada, indulgente y añorada madre, que la había matado y alejado de ti para siempre, ¿crees que entonces podrías asesinarlo?

Me había obcecado de tal manera que tardé un momento en comprenderlo. Sabía que Regio pensaba que su madre había sido envenenada. Sabía que ése era el origen de su odio hacia mí, y hacia «lady Tomillo». Creía que el asesinato era obra nuestra. Por orden del rey. Yo sabía que todo aquello era falso. La reina Deseo se había envenenado a sí misma. La madre de Regio había sido muy aficionada a la bebida y a esas hierbas que palian las preocupaciones. Al no conseguir alzarse con el poder que consideraba suyo por derecho, se había refugiado en esos placeres. Artimañas había intentado disuadirla en varias ocasiones, incluso había pedido a Chade hierbas y pociones que mitigaran su adicción. Nada había dado resultado. La reina Deseo había muerto envenenada, cierto, pero fue su propia mano indulgente la que se lo administró. Yo siempre lo había sabido. Y aun sabiéndolo, había descartado el odio que podría anidar en el corazón de un hijo mimado, bruscamente privado de su madre.

¿Podría asesinar Regio por algo así? Claro que podría. ¿Estaría dispuesto a llevar los Seis Ducados al borde del desastre para vengarse? ¿Por qué no? Nunca le habían importado los ducados costeros. Los terrales, siempre más leales a su madre, eran los que gozaban de sus simpatías. Si la reina Deseo no se hubiera casado con el rey Artimañas, habría seguido siendo la duquesa de Lumbrales. A veces, intoxicada por el alcohol y sus hierbas, apuntaba sin miramientos que, de haber seguido siendo duquesa, habría ostentado más poder, el suficiente para convencer a Lumbrales y Haza de que se unieran bajo su reinado y se libraran del vasallaje de los Seis Ducados. Galeno, el Maestro de la Habilidad, el hijo bastardo de la reina Deseo, había nutrido el odio de Regio con el suyo. ¿Habría bastado ese odio para someter su camarilla a la venganza de Regio? Era un acto de traición abominable, pero no me costaba aceptarlo. Era capaz. Cientos de personas asesinadas, decenas forjadas, mujeres violadas, niños huérfanos, aldeas enteras destruidas por un príncipe que aspiraba a vengar una afrenta imaginada. Era sobrecogedor. Pero encajaba. Encajaba con la precisión de una tapa en su ataúd.

—Creo que a lo mejor el actual duque de Lumbrales haría bien en cuidar de su salud —musité.

—Comparte la afición de su hermana mayor por el vino y los intoxicantes. Bien pertrechado de éstos, y ajeno a todo lo demás, me da que disfrutará de una larga vida.

—¿Al igual que podría sucederle al rey Artimañas? —aventuré con cuidado.

Un espasmo de dolor deformó el rostro del bufón.

—Dudo que sea una larga vida la que le queda —dijo en voz baja—. Aunque la que le queda podría ser fácil, mejor que llena de violencia y derramamiento de sangre.

—¿Crees que llegaremos a eso?

—¿Quién sabe lo que puede salir a la superficie cuando se remueve el fondo de una olla? —Se acercó de pronto a mi puerta y apoyó la mano en el pomo—. Eso es lo que te pido —musitó—. Que no remuevas más, sir Cucharón. Que dejes que se asienten las cosas.

—No puedo.

Apoyó la frente en la puerta, un gesto sumamente impropio del bufón.

—Entonces serás la perdición de los reyes. —Palabras apesadumbradas con voz queda—. Ya sabes… lo que soy. Te lo he dicho. Te he dicho por qué estoy aquí. Ésta es una de las cosas de las que estoy seguro. El fin del linaje de los Vatídico era uno de los puntos de inflexión. Kettricken está embarazada de un heredero. El linaje perdurará. Sólo eso era necesario. ¿Es que un anciano no puede morir en paz?

—Regio no permitirá que nazca ese heredero —dije con brusquedad. Hasta el bufón desorbitó los ojos al oírme hablar tan llanamente—. Ese niño no llegará al poder sin la mano de un rey que lo cobije. La de Artimañas o la de Veraz. No crees que Veraz esté muerto. Lo has admitido. ¿Cómo puedes consentir que Kettricken sufra el tormento de creer que es verdad? ¿Cómo puedes permitir que los Seis Ducados sucumban a la sangre y la destrucción? ¿De qué servirá que haya un heredero al trono de los Vatídico si ese trono no es más que una silla rota en un salón calcinado?

El bufón hundió los hombros.

—Hay mil cruces de caminos —dijo en voz baja—. Algunos claros y nítidos, otros son sombras envueltas en más sombras. Algunos desembocan en certidumbres; haría falta un gran ejército o una plaga inmensa para alterar esos caminos. Otros están sumidos en la bruma y no sé qué vías salen de ellos ni dónde desembocan. Tú me nublas, bastardo. Multiplicas los futuros por mil con tu mera existencia. Catalizador. De uno de esos bancos de niebla surgen los más negros y retorcidos hilos de la perdición y de otras relucientes hebras de oro. Tus sendas conducen al abismo o a las alturas, al parecer. Anhelo una vía intermedia. Anhelo una muerte sencilla para un amo que ha sido bondadoso con su deforme y burlón criado.

No abundó en su recriminación. Giró la manilla, descorrió los cerrojos y salió sin hacer ruido. Los ricos ropajes y sus cuidadosos andares lo volvían más deforme a mis ojos que su jubón de colores chillones y sus cabriolas. Cerré la puerta despacio tras él y apoyé la espalda en ella como si así pudiera impedir el paso al futuro.

Me preparé con sumo cuidado para asistir a la cena de esa noche. Cuando me hube vestido con el último conjunto de la señora Premura, ofrecía un aspecto casi tan elegante como el del bufón. Había decidido que aún no iba a llorar a Veraz, ni siquiera iba a aparentar el luto. Cuando bajé las escaleras parecía que todo el castillo convergiera en el Gran Salón esa noche. Era evidente que todos habían sido llamados a asistir, nobles y plebeyos por igual.

Me encontré sentado en una mesa con Burrich, Manos y otros empleados de las caballerizas. Era el puesto más humilde que ocupaba desde que el rey Artimañas me acogiera bajo su tutela, y aun así la compañía me resultaba más grata que la de las mesas principales. Pues las mesas de honor del Gran Salón estaban atestadas de personas casi desconocidas para mí, duques y nobles procedentes de Haza y Lumbrales en su mayoría. Había algunos rostros que me sonaban, naturalmente. Paciencia ocupaba un asiento acorde casi con su rango y Cordonia estaba sentada en una mesa por encima de la mía. No vi ni rastro de Molly por ninguna parte. Había un puñado de vecinos de la ciudad de Torre del Alce, casi todos ellos acaudalados, y casi todos ellos mejor ubicados de lo que yo me hubiera imaginado. El rey hizo acto de presencia apoyado en el recientemente elegante bufón, seguido de Kettricken.

Su aparición me sorprendió. Vestía una sencilla túnica de monótono marrón y se había cortado el pelo en señal de luto. Se había dejado el cabello con menos de un palmo de longitud y, pese a su peso, se erizaba alrededor de su cabeza como las semillas de un diente de león. Parecía que hubiera perdido el color al tiempo que la longitud, quedándose tan pálido como el del bufón. Estaba tan acostumbrado a ver sus pesadas trenzas doradas que ahora su cabeza se me antojaba curiosamente pequeña entre sus anchos hombros. Los párpados, enrojecidos por el llanto, conferían un matiz peculiar a sus pálidos ojos azules. No parecía una reina de luto. Parecía más bien un esperpento, el nuevo bufón de la corte. En ella no veía a mi antigua reina, a la Kettricken en su jardín, a la guerrera descalza que bailaba con su espada; sólo era una extranjera que se había quedado sola de nuevo. Regio, en cambio, se había ataviado con tanta suntuosidad como si fuera a contraer matrimonio y se conducía con la seguridad de un felino que hubiera salido a cazar.

Lo que presencié aquella velada estaba tan orquestado y manipulado como un espectáculo de marionetas. Allí estaba el viejo rey Artimañas, tambaleante y demacrado, dando cabezadas encima de su plato o manteniendo sonrientes y ambiguas conversaciones con nadie en particular. Allí estaba la Reina a la Espera, melancólica, inapetente, silenciosa y taciturna. Presidía la escena Regio, el buen hijo sentado junto a su alicaído progenitor, y a su lado el bufón, engalanado, punteando la conversación de Regio con sus agudezas para conseguir que el discurso del príncipe pareciera más ingenioso de lo que en realidad era. El resto de la Alta Mesa lo constituían el duque y la duquesa de Lumbrales, el duque y la duquesa de Haza, y sus actuales predilectos entre la nobleza menor de dichos ducados. Osorno, Garrón y Torote no estaban representados.

Tras la carne, Regio recibió dos brindis. El primero del duque Fundamento de Lumbrales, que ensalzó profusamente al príncipe declarándolo protector del reino y felicitándolo por su rápida acción en defensa de Bahía Pulcritud, y alabando asimismo su coraje al haber adoptado las medidas oportunas por el bien de los Seis Ducados. Aquello me hizo atiesar las orejas. Todas las felicitaciones y alabanzas eran un tanto vagas, sin detallar exactamente cuáles eran las decisiones tomadas por Regio. De haber abundado un poco más, habría supuesto un digno elogio.

Al inicio del discurso, Kettricken se sentó recta en su silla y observó a Regio con incredulidad, evidentemente incapaz de entender que él asintiera y sonriera ante unos halagos que no se merecía. Si alguien más aparte de mí reparó en la expresión de la reina, nadie hizo comentario alguno. El segundo brindis, como era previsible, correspondió al duque Carnero de Haza. Brindó por la memoria del Rey a la Espera Veraz. Fue el suyo un elogio, aunque condescendiente, de todo cuanto Veraz había intentado, soñado y deseado. Una vez amontonados sus éxitos en el plato de Regio, quedaba poco más que añadir. Si acaso, Kettricken palideció aún más y apretó con más fuerza los labios.

Creo que cuando acabó de hablar el duque Carnero ella estuvo a punto de levantarse para hablar a su vez. Pero fue Regio el que se puso de pie, casi apresuradamente, sosteniendo en alto su vaso recién lleno. Indicó a todo el mundo que guardara silencio y extendió el vaso hacia la reina.

—Se ha hablado demasiado sobre mí esta noche y demasiado poco de la más digna Reina a la Espera, Kettricken. Ha vuelto a casa para encontrarse con una lamentable pérdida. Mas no creo que mi difunto hermano Veraz deseara que el dolor por su muerte eclipsara los esfuerzos de su señora. A pesar de su estado —la taimada sonrisa de Regio se acercaba peligrosamente a convertirse en una mueca sardónica—, salió al frente de las Velas Rojas por el bien de su reino adoptivo. Sin duda fueron muchos los corsarios que cayeron ante su valiente espada. Nadie duda que inspiró a nuestros soldados la visión de su reina, decidida a guerrear por ellos sin pensar en lo que arriesgaba.

Dos rosas de fuego florecieron en las mejillas de Kettricken. Regio prosiguió, empañando las proezas de Kettricken con su condescendencia y sus lisonjas. La insinceridad de sus adulaciones ridiculizaba el gesto de la reina y lo convertía en una mera pantomima.

En vano busqué a alguien en la Alta Mesa que saliera en defensa de ella. Que yo me levantara de mi humilde silla y enfrentara mi voz a la de Regio habría supuesto otra burla. Kettricken, siempre insegura del lugar que ocupaba en la corte de su marido y ahora sin él para guiarla, parecía encogerse por momentos. La narración de Regio conseguía que los actos de la reina parecieran cuestionables e imprudentes en vez de valientes y decisivos. La vi acobardarse y supe que no iba a defenderse en esos momentos. La cena se reanudó con una reina apagada atendiendo al afligido rey Artimañas, seria y callada frente a los débiles conatos de conversación por parte del monarca.

Pero lo peor aún estaba por venir. Al final de la comida, Regio rogó silencio una vez más. Prometió a los comensales reunidos que habría juglares y titiriteros después de la cena, pero les pidió paciencia mientras anunciaba algo más. Tras graves cavilaciones y prolijas consultas, y no sin suma renuencia, había comprendido lo que el ataque a Bahía Pulcritud no había hecho sino subrayar. Torre del Alce ya no era un lugar apropiado para alguien cuyo estado de salud era tan delicado como el del monarca. Por eso, se había decidido que el rey Artimañas (éste levantó la cabeza y parpadeó al mencionarse su nombre) viajara al interior y residiera en la seguridad de Puesto Vado, a orillas del río Vin, en Lumbrales, hasta que mejorase su salud. Aquí Regio se interrumpió para agradecer efusivamente al duque Fundamento de Lumbrales que hubiera habilitado el castillo de Puesto Vado para la familia real. También añadió que lo complacía enormemente el que fuese tan accesible a los principales castillos de Lumbrales y Haza, pues deseaba permanecer en contacto con esos leales duques, que tan a menudo habían recorrido grandes distancias últimamente para aconsejarlo en estos tiempos tan difíciles. Sería un placer para Regio trasladar la vida de la corte real a quienes previamente habían tenido que viajar muy lejos para disfrutar de ella. Hizo una pausa para aceptar las muestras de agradecimiento y los murmullos de apoyo continuado, que cesaron obedientes y de inmediato cuando el príncipe alzó su copa de nuevo.

Invitó, no, instó, rogó a la Reina a la Espera que acompañara al rey Artimañas en su nueva residencia. Allí estaría más a salvo, se sentiría más cómoda, pues el castillo de Puesto Vado había sido construido como un hogar y no como una fortaleza. Tranquilizaría a sus súbditos saber que el próximo heredero y su madre estaban bien atendidos lejos de la peligrosa costa. Garantizó que se haría todo lo posible para que se sintiera como en casa. Prometió que se recrearía allí la alegre vida de la corte. Muchos, muchos de los muebles y tesoros de Torre del Alce se trasladarían con el rey para que la mudanza le resultara lo menos traumática posible. Regio sonreía sin cesar mientras relegaba a su padre a la condición de viejo idiota y a Kettricken a la de yegua de cría. Se atrevió a hacer una pausa para escuchar cómo aceptaba su suerte la Reina a la Espera.

—Imposible —rechazó con dignidad Kettricken—. Torre del Alce es el lugar donde me dejó milord Veraz y, antes de partir, la encomendó a mi cuidado. Me quedaré aquí. Aquí es donde nacerá mi hijo.

Regio torció la cabeza, supuestamente para ocultarle su sonrisa pero en realidad para mostrársela mejor a toda la concurrencia.

—Torre del Alce estará bien guarnecida, milady reina. Mi propio primo, lord Refuljo, heredero de Lumbrales, ha expresado interés en asumir su defensa. La milicia en pleno se quedará aquí, pues no será necesaria en Puesto Vado. Dudo que requieran la ayuda de otra mujer entorpecida por sus faldas y su prominente barriga.

El clamor de las risotadas me conmocionó. Era una observación soez, una chanza más propia del fanfarrón de una taberna que del príncipe de un castillo. Me trajo a la mente recuerdos de la reina Deseo en sus peores momentos, ebria de vino y hierbas. Pero la risa se contagió de la Alta Mesa a las mesas inferiores. Regio cosechaba el fruto de sus halagos y entretenimientos. Daba igual qué insultos o bufonadas soltara esa noche, aquellos aduladores estaban dispuestos a reírle las gracias mientras engulleran su carne y trasegaran su vino. Kettricken parecía incapaz de articular palabra. Llegó a levantarse y habría abandonado la mesa si el rey no le hubiera tendido una mano temblorosa.

—Por favor, querida —dijo, y su débil voz se escuchó por toda la sala—. No me dejes solo. Quiero que estés a mi lado.

—Ves, son los deseos del rey —se apresuró a regañarla Regio, y dudo que ni siquiera él supiera reconocer el golpe de suerte que había supuesto para él que el rey decidiera formular esa petición en ese preciso momento.

Kettricken se hundió en su asiento a regañadientes. Le temblaba el labio inferior y tenía el rostro encendido. Por un terrible instante pensé que iba a romper a llorar. Aquello hubiera supuesto el triunfo definitivo para Regio, la traición de su debilidad emocional inherente a una hembra preñada. En cambio, inhaló hondo. Se volvió hacia el rey y habló en voz baja pero audible al tiempo que le cogía la mano.

—Sois mi rey, al que he jurado lealtad. Mi señor, cumpliré vuestros deseos. No me apartaré de vuestro lado.

Inclinó la cabeza y Regio asintió con afabilidad. Surgió un murmullo general de aprobación ante la aquiescencia de la reina. Regio parloteó un poco más cuando se hubo atenuado el bullicio, pero ya había logrado su objetivo. Habló sobre todo de lo sabio de su decisión y de cómo Torre del Alce sería más capaz de defenderse sin necesidad de temer por su monarca. Tuvo incluso la audacia de sugerir que al irse el rey, la Reina a la Espera y él mismo, Torre del Alce sería un objetivo menos codiciable para los corsarios, que tendrían menos que ganar con su captura. Todo palabras huecas, el fin de la función. No mucho después se llevaron al rey de vuelta a sus aposentos, cumplido su papel de figurante. La reina Kettricken se disculpó y lo acompañó. El banquete se disolvió en una cacofonía general de divertimentos. Se sacaron barriles de cerveza y cubas de vino barato. Varios juglares del interior se apostaron en las distintas esquinas del Gran Salón mientras el príncipe y su cohorte de aduladores se decantaba por un espectáculo de marionetas, una obra obscena titulada La seducción del hijo de la posadera. Aparté mi plato y miré a Burrich. Nuestros ojos se cruzaron y nos levantamos al unísono.