Bahía Pulcritud
El Hombre Picado es el legendario heraldo de desastres para el pueblo de los Seis Ducados. Verlo venir a caballo por la carretera equivale a saber que la enfermedad y la peste no tardarán en llegar. Se dice que soñar con él presagia una muerte inminente. Los relatos que hablan de él a menudo lo presentan ante quienes merecen ser castigados, pero a veces se utiliza, sobre todo en los espectáculos de marionetas, como profecía de próximos desastres en general. Un títere con la efigie del Hombre Picado colgado en el escenario advierte al público de que está a punto de presenciar una tragedia.
Los días de invierno transcurrían con agónica parsimonia. A cada hora que pasaba me preparaba para que ocurriera cualquier cosa. Nunca entraba en una habitación sin hacer antes un reconocimiento, no comía nada que no hubiera preparado yo mismo, sólo bebía el agua que sacaba del pozo con mis propias manos. Apenas dormía. Mi constante vigilancia me pasaba factura de mil maneras distintas. Me mostraba susceptible con quienes entablaban conversación conmigo, malhumorado cuando comprobaba el estado de Burrich, reticente con la reina. Chade, el único con el que podría haberme desahogado, no me llamaba. Estaba tristemente solo. No me atrevía a ver a Molly. Cuando visitaba a Burrich procuraba ser breve para no acarrearle problemas también a él. No podía salir de Torre del Alce abiertamente para pasar algún tiempo con Ojos de Noche, y no me atrevía a utilizar nuestro pasaje secreto por miedo a que me estuvieran espiando. Esperaba y vigilaba, pero el suspense de que no sucediera nada más se convirtió en una sofisticada tortura.
Sí que visitaba a diario al rey Artimañas. Veía cómo se consumía ante mis ojos y cómo el bufón se tornaba cada día más taciturno, más cáustico su humor. Anhelaba que el inclemente tiempo invernal igualara mi estado de ánimo, pero los cielos continuaban azules y los vientos en calma. En el interior de Torre del Alce, las veladas transcurrían en medio de alharacas y jolgorios. Había bailes de disfraces y competiciones de bardos por ver quién se llevaba jugosas recompensas. Los duques y nobles del interior se hartaban de comida a la mesa de Regio y la madrugada los encontraba regados en vino.
—Son como garrapatas en un perro moribundo —dije furioso a Burrich un día mientras le cambiaba las vendas.
Él acababa de comentar que no le suponía ningún esfuerzo mantenerse en vela estando de guardia frente a la puerta de Kettricken, pues el ruido de las celebraciones hacía imposible conciliar el sueño.
—¿Quién es el moribundo? —preguntó.
—Todos nosotros. Con cada día que pasa nos morimos un poco más. ¿Nadie te lo había dicho? Por lo menos esto se está curando, y extraordinariamente bien para todo lo que le has hecho.
Observó su pierna desnuda y la dobló con cuidado. El tejido se tensó de forma irregular, pero aguantó.
—El boquete se habrá cerrado, pero no lo siento curado por dentro —observó.
No era una queja. Levantó su copa de brandy y la apuró de un solo trago. Lo miré con desconfianza. Sus días habían adquirido un patrón. Cuando dejaba la puerta de Kettricken por la mañana, iba a la cocina y desayunaba. Luego regresaba a su cuarto y empezaba a beber. Después de que yo le ayudara a cambiarse el vendaje de la pierna, seguiría bebiendo hasta quedarse dormido. Se despertaba por la tarde, a tiempo de comer algo e ir a vigilar la puerta de Kettricken. Ya no hacía nada en los establos. Se los había dejado a Manos, que deambulaba cariacontecido como si el trabajo fuese un castigo injusto.
Cada dos días aproximadamente, Paciencia encargaba a Molly que limpiara los aposentos de Burrich. Sabía poco de esas visitas aparte de que tenían lugar y de que Burrich, cosa sorprendente en él, las toleraba. Me inspiraban sentimientos contradictorios. Daba igual cuánto bebiera Burrich, siempre trataba a las mujeres con cortesía; pero las hileras de botellas de brandy vacías sólo conseguirían que Molly se acordara de su padre. Empero, deseaba que llegaran a conocerse. Un día le dije a Burrich que habían amenazado a Molly por su relación conmigo.
—¿Relación? —preguntó secamente.
—Unas pocas personas saben que me importa —admití, cauteloso.
—Ningún hombre descarga sus problemas sobre la mujer que le importa —me amonestó con voz seria.
No tenía respuesta para eso. En cambio le ofrecí los pocos detalles que recordaba Molly acerca de sus agresores, pero no le decían nada. Por un momento se quedó con la mirada perdida, como si no existieran las paredes de su cuarto.
—Le diré que estás preocupado por ella. Le diré que acuda a mí si cree que corre peligro. Estoy en mejor disposición de ocuparme de ella. —Levantó la cabeza y me miró a los ojos—. Le diré que haces lo correcto manteniéndote lejos de ella, por su bien. —Mientras se servía otro trago añadió, musitando para el mantel de la mesa—: Paciencia tenía razón. Hizo bien enviándomela.
Palidecí al considerar todas las implicaciones de aquella aseveración. Para variar, supe morderme la lengua a tiempo. Bebió su brandy y miró la botella. Despacio, la empujó por encima de la mesa hacia mí.
—Guárdame esto en la alacena, ¿quieres? —me pidió.
Torre del Alce seguía quedándose sin animales y sin las provisiones para el invierno. Los ducados terrales las compraban por debajo de su precio. Los mejores caballos de caza y de monta eran embarcados Alce arriba hasta una zona próxima al lago Turia. Regio anunció que eso formaba parte de un plan para guardar nuestras mejores cabezas de cría lejos del alcance de los corsarios. Lo que rumoreaban los ciudadanos de Torre del Alce, según me contó Manos, era que si el rey no podía gobernar su propio castillo, ¿qué esperanzas podían albergar ellos? Cuando un cargamento de tapices y muebles antiguos fue enviado también río arriba, pronto empezó a murmurarse que los Vatídico pensaban abandonar Torre del Alce sin pelear siquiera, sin esperar al primer asalto. Tenía la preocupante sospecha de que el rumor no andaba desencaminado.
Confinado como estaba en Torre del Alce, gozaba de escaso acceso directo a las conversaciones de la gente corriente. Me recibía el silencio cuando entraba en la sala de guardia. Mi restricción al ámbito del castillo había disparado las habladurías y la especulación. Los rumores que habían surgido sobre mí el día que no logré salvar a aquella niña de los forjados cobraron fuerzas renovadas. Pocos guardias me hablaban de otra cosa que no fuese el tiempo, por mera cortesía. Aunque no me convertí en un paria completo, me había quedado fuera de las conversaciones triviales y las acaloradas discusiones que solían inundar la sala de guardia. Hablar conmigo se había vuelto una invitación a la mala suerte. No deseaba contagiársela a los hombres y mujeres que me importaban.
Seguía siendo bienvenido en los establos, pero procuraba no hablar mucho tiempo con nadie ni parecer demasiado unido a ninguno de los animales. Los mozos de cuadra estaban irritables últimamente. No había trabajo suficiente para mantenerlos ocupados, por lo que las peleas eran más frecuentes. Los caballerizos eran mi fuente principal de noticias y rumores. Éstos nunca eran halagüeños. Se mezclaban historias sobre saqueos en distintas ciudades de Osorno, rumores sobre peleas en las tabernas y muelles de la ciudad de Torre del Alce, e informes de gente que emigraba hacia el sur o el interior al faltarles con qué ganarse la vida. Si se hablaba de Veraz y su empresa era siempre para desprestigiarlo o ridiculizarlo. Se había perdido toda esperanza. Como yo, la gente de Torre del Alce aguardaba expectante a que el desastre llamara a su puerta.
Tuvimos un mes de tormentas y el alivio y el regocijo en Torre del Alce fueron más destructivos que el anterior período de tensión. Una taberna de la ensenada se incendió en el transcurso de una noche de fiesta especialmente salvaje. El fuego se propagó y sólo la lluvia impidió que llegara a los almacenes del puerto. Eso hubiera sido un desastre en más de un sentido, pues si Regio expoliaba el grano y las provisiones del castillo, los habitantes de la ciudad veían pocos motivos para escatimar lo que quedaba. Aunque los corsarios nunca llegaran a Torre del Alce, me había resignado a esperar que sufriéramos racionamientos antes de que terminara el invierno.
Me desperté una noche en completo silencio. El aullido del viento y el repiqueteo de la lluvia habían cesado. Se me encogió el corazón. Tuve una terrible premonición y mi temor aumentó cuando me asomé a la ventana para ver el cielo despejado. Pese a lo soleado del día, el ambiente del castillo era opresivo. En varias ocasiones percibí la caricia de la Habilidad en mis sentidos. Me volvía loco, pues no sabía si se trataba de Veraz, que intentaba establecer contacto conmigo, o de Justin y Serena, que me espiaban. La visita que hice esa tarde al rey Artimañas y el bufón me descorazonó todavía más. El rey, convertido en poco más que un saco de huesos, sonreía vagamente sentado en su silla. Habilitó sin fuerzas hacia mí cuando crucé la puerta y me saludó con un: «Ah, Veraz, hijo mío. ¿Qué tal te ha ido hoy con las clases de esgrima?». El resto de la conversación fue igual de incoherente. Regio apareció casi inmediatamente después de mi llegada. Se acomodó en una silla de respaldo recto, cruzado de brazos, y se me quedó mirando. No intercambiamos ni una sola palabra. Me costaba decidir si mi silencio obedecía a la cobardía o a la contención. Huí de él con todo el decoro que supe reunir, no sin antes recibir una mirada reprobatoria de parte del bufón.
El mismo bufón ofrecía poco mejor aspecto que el rey. En una criatura tan incolora como él, los círculos oscuros que aureolaban sus ojos parecían pintados. Su lengua había enmudecido como el tintineo de sus cascabeles. Cuando el rey Artimañas muriera, nada se interpondría entre Regio y el bufón. Me pregunté si podía ayudarlo de alguna manera.
Como si pudiera ayudarme a mí mismo, reflexioné amargado.
Aquella noche, en la soledad de mi cuarto, bebí más de la cuenta del brandy de zarzamora que tanto repugnaba a Burrich. Sabía que al día siguiente me levantaría enfermo por su culpa. Me daba igual. Después me tumbé en mi cama, escuchando el murmullo lejano de la fiesta que tenía lugar en el Gran Salón. Deseé que estuviera allí Molly para recriminarme mi embriaguez. La cama era demasiado grande, las sábanas, blancos y fríos glaciares. Cerré los ojos y busqué solaz en la compañía de un lobo. Encerrado en el castillo como estaba, había empezado a buscar su compañía onírica todas las noches con la sola pretensión de disfrutar de una sombra de libertad.
Me desperté justo antes de que Chade me agarrara y empezara a zarandearme. Tuve suerte de reconocerlo en aquel instante, pues de lo contrario estoy seguro de que habría intentado matarlo.
—¡Arriba! —susurró con voz ronca—. ¡Levántate, borracho imbécil! Bahía Pulcritud está siendo atacada. Cinco Velas Rojas. No dejarán nada en pie si nos entretenemos. ¡Arriba, maldito seas!
Me puse en pie con dificultad. Las brumas de la bebida se disipaban ante lo apremiante de sus palabras.
—¿Qué podemos hacer? —pregunté embobado.
—Díselo al rey. Díselo a Kettricken, a Regio. Ni siquiera Regio puede cerrar los ojos a esto, los tenemos a las puertas. Si las Velas Rojas ocupan y controlan Bahía Pulcritud, estaremos acorralados. Ningún barco podrá zarpar del puerto de Gama. Hasta Regio sabrá entenderlo. ¡Vete ya! ¡Corre!
Me puse unos pantalones y una túnica, corrí hasta la puerta descalzo, con los pelos sobre la cara. Me detuve en el umbral.
—¿Cómo me he enterado? ¿De dónde les digo que proviene este aviso?
Chade dio unos saltitos de frustración.
—¡Maldición y mil veces maldición! ¡Diles lo que se te ocurra! ¡Cuéntale a Artimañas que has soñado que el Hombre Picado lo veía todo en un charco de agua! ¡Comprenderá eso, al menos! ¡Diles que te lo ha contado un Vetulus! ¡Diles lo que sea, pero ve y díselo enseguida!
—¡De acuerdo! —Crucé el vestíbulo a la carrera, patiné escaleras abajo y atravesé el pasillo hasta los aposentos del rey Artimañas. Al otro extremo del pasillo estaba Burrich, montando guardia de pie junto a su silla frente a la puerta de Kettricken. Me vio, desenvainó su espada corta y adoptó una postura prevenida, mirando en todas direcciones—. ¡Corsarios! —exclamé por el pasillo, sin importarme quién pudiera escucharme ni cómo pudiera reaccionar—. ¡Cinco Velas Rojas en Bahía Pulcritud! ¡Despierta a la reina, dile que necesitan nuestra ayuda sin perder tiempo!
Burrich se giró sin hacer preguntas para llamar a la puerta de Kettricken y lo admitieron de inmediato. A mí me costó algo más. Wallace abrió por fin la puerta una rendija pero no se apartó hasta que le sugerí que debería ser él el que corriera escaleras abajo e informara a Regio de mi noticia. Creo que fue la idea de efectuar una entrada dramática y conferenciar con el príncipe a la vista de todos sus aduladores lo que lo ayudó a decidirse. Dejó la puerta desprotegida mientras corría a su pequeña antecámara para ponerse presentable.
El dormitorio del rey estaba completamente a oscuras y cargado de humo. Cogí una vela de su sala de estar, la encendí con los rescoldos de la chimenea y me precipité al interior. En la oscuridad, a punto estuve de atropellar al bufón, que yacía ovillado como un chucho junto a la cama del monarca. Me quedé boquiabierto. Ni siquiera contaba con una manta o un cojín para su comodidad; estaba tendido en la estera al lado del lecho del rey. Se desperezó entumecido, despertándose, y no tardó nada en manifestar su alarma.
—¿Qué es esto? ¿Qué pasa? —quiso saber.
—Corsarios en Bahía Pulcritud. Cinco Velas Rojas. Tengo que despertar al rey. ¿Y tú qué haces, durmiendo ahí? ¿Es que ahora te da miedo volver a tu cuarto?
Soltó una risita amarga.
—Más bien me da miedo salir de éste, por si no vuelven a dejarme entrar. La última vez que me cerró el paso Wallace, me hizo falta toda una hora de escandalera y de aporrear la puerta para que el rey se percatara de mi ausencia y exigiera saber dónde estaba. La vez anterior, me colé cuando trajeron el desayuno. Y antes de ésa…
—¿Quieren alejarte del rey?
Asintió.
—Si no es con zalamerías, a palos. Esta noche Regio me ofreció una bolsa con cinco piezas de oro si accedía a ponerme presentable y bajar para entretenerlos. Oh, si hubieras visto qué coba me daba, diciéndome lo mucho que me echaban de menos abajo, y que era una lástima que malgastara mi juventud aquí arriba. Cuando le dije que la compañía del rey Artimañas me resultaba más grata que la de los demás bufones de la corte me lanzó una tetera a la cabeza. A Wallace no le hizo ni pizca de gracia, porque acababa de preparar en ella un brebaje tan nauseabundo que te hacía pensar si no habría hervido el agua a fuerza de ventosidades.
El bufón se había dedicado a encender las velas y avivar el fuego de la chimenea del rey mientras hablaba. A continuación apartó uno de los pesados doseles de la cama.
—¿Mi señor? —dijo con la dulzura que podría reservar cualquiera para un niño dormido—. Ha venido Traspié Hidalgo para comunicaros algo importante. ¿Queréis despertaros y escucharlo?
El rey no respondió de ninguna manera.
—¿Majestad? —volvió a llamarlo el bufón. Humedeció un paño en un poco de agua fría y tanteó con él el rostro del monarca—. ¿Rey Artimañas?
—Mi rey, vuestro pueblo os necesita. —Las palabras brotaron de mí empujadas por la desesperación—. Las Velas Rojas han sitiado Bahía Pulcritud. Cinco navíos. Si no enviamos ayuda ahora mismo estaremos perdidos. Cuando se hagan fuertes allí…
—Podrían cerrar el puerto de Gama. —El rey abrió los ojos mientras hablaba. No alteró su postura yaciente pero apretó con fuerza los párpados, como si quisiera cegarse al dolor—. Bufón. Un poco de vino tinto. Por favor.
Su voz era tenue, poco más que un aliento, pero era la voz de mi rey. Se me alegró el corazón como a un chucho viejo que escucha la voz de su amo.
—¿Qué debemos hacer? —le rogué.
—Hasta el último de nuestros barcos, que zarpen todos enseguida. No sólo los buques de guerra. Alertad a la flota pesquera. Ahora luchamos por nuestras vidas. ¡Cómo se atreven a acercarse tanto, no es posible tanta osadía! Enviad caballos por tierra. Que partan esta misma noche, dentro de una hora, a lo sumo. No llegarán allí hasta dentro de dos días, pero enviadlos de todos modos. Poned a Endecho al mando.
El corazón me dio un vuelco en el pecho.
—Majestad —lo interrumpí suavemente—. Endecho está muerto. Cuando volvía de las montañas, con Burrich. Los atacaron unos salteadores de caminos.
El bufón me fulminó con la mirada y lamenté al instante mi intromisión. La voz del rey Artimañas perdió su imperiosidad. Vacilante, preguntó:
—¿Ha muerto Endecho?
Cogí aliento.
—Sí, majestad. Pero está Red. También Kerf es un hombre capaz.
El rey aceptó el vino que le ofrecía el bufón. Dio un sorbo y pareció recuperar las fuerzas.
—Kerf. Poned a Kerf al mando, en ese caso.
Regresó una sombra de su antigua seguridad. Me mordí la lengua para no añadir que los pocos caballos que nos quedaban no eran dignos de ser enviados a ninguna parte. Sin duda las gentes de Bahía Pulcritud recibirían de buen grado cualquier ayuda que se les ofreciera.
El rey Artimañas consideró un momento.
—¿Hay noticias de la Cala del Sur? ¿Enviaron guerreros y naves?
—Majestad, todavía no tenemos noticias de allí.
Eso no era mentira.
—¿Qué ocurre aquí? —Sus gritos nos alcanzaron incluso antes de que llegara él al dormitorio. Era Regio, ebrio de rabia y alcohol—. ¡Wallace! —Me señaló con un dedo acusatorio—. Sácalo de aquí. Pide ayuda si la necesitas. ¡No te andes con miramientos!
Wallace no tenía que irse muy lejos para buscar refuerzos. Dos de los musculosos escoltas terrales de Regio lo habían seguido desde el salón del banquete. Me levantaron en volandas; Regio había escogido hombres fornidos para esta tarea. Miré a mi alrededor en busca del bufón, de un aliado, pero se había esfumado. Atisbé una mano pálida que se escabullía debajo de la cama y aparté la mirada con decisión. No lo culpaba. No había nada que pudiera hacer por mí salvo acompañarme en mi expulsión.
—Padre, ¿ha perturbado vuestro descanso con sus excentricidades? ¿Estando vos tan enfermo?
Regio se inclinó solícito sobre la cama.
Me habían llevado casi hasta la puerta cuando habló el rey. Su voz no era muy alta, pero había mando en ella.
—No deis un paso más —ordenó el rey Artimañas a los guardias. Seguía tumbado en la cama, pero volvió los ojos hacia Regio—. Bahía Pulcritud está siendo atacada —dijo con firmeza—. Debemos enviar ayuda.
Regio meneó la cabeza con pesadumbre.
—No es más que otra estratagema del bastardo, que pretende soliviantaros y privaros de vuestro descanso. Nadie ha solicitado ayuda, no hemos recibido ningún mensaje.
Uno de los guardias me sujetaba con toda profesionalidad. El otro parecía empeñado en dislocarme el hombro, aunque yo ni siquiera me debatiera con él. Memoricé cuidadosamente su rostro al tiempo que procuraba disimular mi dolor.
—No era preciso que te molestaras, Regio. Me ocuparé yo de descubrir qué hay de cierto o falso en todo esto. —La reina Kettricken se había parado a vestirse. Chaquetilla de piel blanca, pantalones y botas púrpuras. Su larga espada de las montañas pendía sobre su cadera y Burrich ocupaba el hueco de la puerta, sosteniendo unos guantes y una pesada capa de montar con capucha. Kettricken siguió hablando como si se dirigiera a un mocoso malcriado—. Regresa con tus invitados. Iré yo a Bahía Pulcritud.
—¡Lo prohíbo!
La voz de Regio resonó con una estridencia desacostumbrada. El silencio se adueñó de la estancia.
La reina Kettricken señaló suavemente lo que ya sabíamos todos los presentes.
—El príncipe no puede prohibir nada a la Reina a la Espera. Partiré esta misma noche.
Regio enrojeció de ira.
—Esto es un complot, un ardid del bastardo para soliviantar Torre del Alce y aterrorizar a la población. No hemos recibido ninguna noticia sobre un ataque a Bahía Pulcritud.
—¡Silencio! —El rey escupió la palabra. Todo el mundo se quedó paralizado en la habitación—. ¿Traspié Hidalgo? Maldita sea, soltadlo. Traspié Hidalgo, preséntate ante mí. Informa. ¿De dónde has sacado tu información?
Alisé mi jubón y me eché el cabello hacia atrás. Mientras me acercaba a mi rey me mortificó mi desaliño, descalzo y con el pelo alborotado. Inspiré y solté el aire despacio.
—He tenido una visión mientras dormía, alteza. He visto al Hombre Picado asomado a un charco de agua. Él me ha enseñado a los Corsarios de la Vela Roja que atacaban Bahía Pulcritud.
No me atreví a poner énfasis en ninguna de mis palabras. Me mantuve firme ante todos ellos. Uno de los guardias soltó un bufido de incredulidad. Burrich se quedó boquiabierto, con los ojos como platos. Kettricken parecía simplemente confusa. En su lecho, el rey Artimañas cerró los ojos y exhaló una bocanada pausada.
—Está borracho —declaró Regio—. Sacadlo de aquí.
Nunca había percibido tanta satisfacción en la voz de Regio. Sus escoltas se apresuraron a prenderme de nuevo.
—Ya… —el rey cogió aliento. Era evidente que luchaba contra el dolor—. Os lo he dicho. —Encontró un ápice de fuerza—. Ya os lo he dicho. Soltadlo. ¡AHORA!
Me liberé de los atónitos guardias.
—Sí, alteza —dije en medio del silencio. Hablé en voz alta para que todos me oyeran—. Vuestras órdenes, que todos los buques de guerra zarpen hacia Bahía Pulcritud, junto a tantos barcos de pesca como se puedan reunir. Y que todos los caballos disponibles partan por tierra, bajo la supervisión de Kerf.
—Sí —exhaló el rey. Tragó saliva, cogió aliento, abrió los ojos—. Sí, ésas son mis órdenes. Ahora vete.
—¿Vino, alteza?
El bufón se había materializado al otro lado de la cama.
Yo fui el único que se sobresaltó, lo que hizo que el bufón esbozara una sonrisita cargada de secretos. Luego se inclinó sobre el rey, lo ayudó a levantar la cabeza y a sorber el vino. Saludé a mi rey con una honda, hondísima reverencia. Me enderecé y me giré para abandonar la estancia.
—Puedes viajar con mi guardia, si lo deseas —me dijo la reina Kettricken.
El semblante de Regio se había tornado escarlata.
—¡El rey no ha dicho que puedas ir! —balbució.
—Tampoco me lo ha «prohibido».
La reina lo miró con ojos inexpresivos.
—¡Mi reina! —Una integrante de su guardia se presentó en la puerta—. Estamos listos para partir.
La observé con asombro. Kettricken se limitó a asentir.
Me miró de reojo.
—Será mejor que te apresures, Traspié. A menos que pienses cabalgar así.
Burrich ofreció su capa a la reina.
—¿Está preparado mi caballo? —preguntó Kettricken a su guardia.
—Manos prometió que estaría en la puerta cuando bajarais.
—Tardaré un minuto en prepararme —dijo Burrich en voz baja.
Me di cuenta de que no había formulado la frase como si fuese una petición.
—Date prisa. Daos prisa los dos. Reuníos con nosotros en cuanto podáis.
Burrich asintió. Me siguió hasta mi habitación, donde se procuró ropa de invierno de mi arcón mientras me vestía.
—Péinate y lávate la cara —me ordenó con voz seca—. Los guerreros tendrán más confianza en alguien que parezca que esperase estar despierto a esta hora.
Hice lo que me aconsejaba y corrimos juntos escaleras abajo. Parecía que esa noche se hubiera olvidado de su cojera. Cuando llegamos al patio empezó a encargar a los mozos de cuadra que trajeran a Hollín y a Rubí. Encargó a otro muchacho que fuese a buscar a Kerf y le transmitiera las órdenes, y a otro que preparara a todos los caballos disponibles en los establos. Cuatro hombres fueron enviados a la ciudad, uno a los astilleros y otros tres a recorrer las tabernas y reunir a los pescadores. Envidié su eficiencia. No se dio cuenta de que había usurpado mi mando hasta que hubimos ensillado. De pronto pareció sentirse azorado. Sonreí.
—La experiencia es un grado —le dije.
Nos dirigimos hacia las puertas.
—Deberíamos dar alcance a la reina Kettricken antes de que llegue a la carretera de la costa —decía Burrich cuando apareció un guardia para cerrarnos el paso.
—¡Alto! —ordenó con voz entrecortada.
Nuestros caballos se encabritaron alarmados. Tiramos de las riendas.
—¿Qué sucede? —quiso saber Burrich.
El hombre se mantuvo firme.
—Vos podéis pasar, señor —informó respetuosamente a Burrich—. Pero tengo órdenes de impedir que el bastardo salga de Torre del Alce.
—¿Cómo que «el bastardo»? —Nunca había escuchado a Burrich tan ofendido—. Di «Traspié Hidalgo, hijo del príncipe Hidalgo».
El hombre lo miró con la boca abierta.
—¡Dilo ahora mismo! —aulló Burrich, desenfundando su acero.
De pronto parecía haber duplicado su tamaño. La rabia emanaba de él en oleadas palpables.
—Traspié Hidalgo, hijo del príncipe Hidalgo —balbució el hombre. Cogió aliento y tragó saliva—. Pero da igual cómo lo llame, sigo teniendo órdenes que cumplir. No puede salir.
—No hace ni una hora que la reina Kettricken nos ordenó partir con ella o darle alcance lo antes posible. ¿Insinúas que tus órdenes son superiores a las de ella?
El hombre parecía indeciso.
—Un momento, señor.
Se refugió en la garita.
Burrich resopló.
—No sé quién lo habrá entrenado, pero debería darle vergüenza. Mira que confiar en que nuestro honor nos impida cruzar la puerta.
—Será que te conoce bien —sugerí.
Burrich me lanzó una mirada fulminante. Al cabo, apareció el capitán de la guardia. Nos sonrió.
—Buen viaje y mejor suerte en Bahía Pulcritud.
Burrich le dedicó algo a medio camino entre un saludo marcial y un adiós con la mano y espoleamos a nuestras monturas. Dejé que Burrich marcara el paso. Estaba oscuro, pero al bajar la colina la carretera era recta y estaba en buenas condiciones, y había asomado la luna. Burrich se mostraba más imprudente que nunca, pues instó a los animales a galopar y no aflojó el ritmo hasta que vimos a la guardia de la reina frente a nosotros. Aminoró poco antes de darles alcance. Vi que se giraban para comprobar quiénes éramos y uno de los soldados levantó el brazo para saludarnos.
—A las yeguas preñadas, si llevan poco tiempo en estado, les viene bien hacer ejercicio. —Me observó en la penumbra—. No sé si a las mujeres les pasa lo mismo —dijo, dubitativo.
Sonreí.
—¿Crees que yo sí? —Meneé la cabeza y me puse serio—. No lo sé. Algunas mujeres dejan de cabalgar cuando se quedan embarazadas. Otras no. No creo que Kettricken se atreviera a poner en peligro al hijo de Veraz. Además, está más a salvo aquí con nosotros que en el castillo con Regio.
Burrich no replicó, pero intuí su aquiescencia. No fue lo único que sentí.
¡Por fin salimos a cazar juntos!
¡Silencio!, advertí, mirando a Burrich de soslayo. Mantuve mis pensamientos discretos y privados. Vamos muy lejos. ¿Podrás mantener el ritmo de los caballos?
Pueden superarme en las distancias cortas, pero no hay paso más tenaz que el trote de un lobo.
Burrich se enderezó ligeramente en su silla. Sabía que Ojos de Noche estaba al otro lado de la orilla de la carretera, al abrigo de las sombras. Era agradable volver a disfrutar del aire libre en su compañía. No es que me ilusionara que hubiesen atacado Bahía Pulcritud; era que por fin tenía una oportunidad de hacer algo al respecto, aunque sólo fuera recoger los restos que dejaran a su paso. Miré a Burrich de reojo. Irradiaba ira.
—¿Burrich? —aventuré.
—Es un lobo, ¿verdad? —rezongó Burrich en la oscuridad.
Miraba al frente mientras cabalgábamos. Reconocí el rictus de sus labios.
Ya sabes que sí, repuso Ojos de Noche, sonriendo, con la lengua fuera.
Burrich dio un respingo como si lo hubieran pinchado.
—Ojos de Noche —admití con voz queda, dando cuerpo a la imagen de su nombre con palabras humanas. Me atenazaba el temor. Burrich lo había presentido. Lo sabía. Era inútil seguir negándolo. Pero también sentía una diminuta punzada de alivio. Estaba tremendamente cansado de todas las mentiras con las que vivía. Burrich cabalgaba en silencio, sin mirarme—. No lo hice de forma intencionada. Ocurrió, simplemente.
Era una explicación, no una disculpa.
No le dejé otra elección. Ojos de Noche se tomaba el silencio de Burrich demasiado a la ligera.
Puse la mano en el cuello de Hollín, solazándome en el calor y la vida que emanaba de mi yegua. Aguardé. Burrich seguía sin decir palabra.
—Ya sé que no lo aprobarás nunca —musité—. Pero no es algo que pueda escoger. Es lo que soy.
Es lo que somos todos. Ojos de Noche ensayó una sonrisa sardónica. Venga, Corazón de la Manada, háblame. ¿Acaso no vamos a cazar bien juntos?
¿Corazón de la Manada?, pregunté.
Sabe que ése es su nombre. Así lo llamaban todos los perros que lo adoraban cuando le daban a la lengua mientras cazaban. Se disputaban el honor de llamar su atención. «¡Corazón de la Manada, aquí, aquí, aquí está la presa y la he encontrado yo para ti, para ti!» Todos gañían lo mismo y cada uno intentaba ser el primero en anunciárselo. Sabían que él los escuchaba, aunque él se negara a responder. ¿Es que nunca los has oído?
Supongo que procuraba no hacerlo.
Qué lástima. ¿Por qué querrías ser sordo? ¿O mudo?
—¿Tienes que hacer esto delante de mí?
La voz de Burrich sonaba ofendida.
—Disculpa —dije, consciente de que estaba molesto de veras.
Ojos de Noche se rió de nuevo. Lo ignoré. Burrich se negaba a mirarme. Después de un momento azuzó a Rubí y adelantó a la guardia de Kettricken. Vacilé y decidí mantenerme a su par. Informó oficialmente a la reina de cuanto había hecho antes de salir de Torre del Alce y ella asintió solemne, como si estuviera acostumbrada a recibir tales partes. Kettricken nos honró permitiéndonos cabalgar detrás de ella y a su izquierda mientras la capitana de su guardia, una tal Dedalera, la seguía a su diestra. Antes de que nos encontrara el alba nos dio alcance el resto de la caballería de Torre del Alce. Cuando se unieron a nosotros Dedalera aminoró el paso un momento para permitir que sus caballos recuperaran el resuello, pero tras llegar a un arroyo y dejar que abrevaran todas las bestias, reemprendimos la marcha con determinación. Burrich seguía sin dirigirme la palabra.
Hacía años que había viajado a Bahía Pulcritud como miembro del séquito de Veraz. En aquella ocasión el trayecto había durado cinco días, pero viajábamos con carretas y carrozas, con malabaristas, validos y músicos. Esta vez viajábamos a caballo, en compañía de guerreros avezados, sin necesidad de atenernos a la carretera de la costa. Lo único que no nos favorecía era el tiempo. Hacia el mediodía de nuestra primera mañana de excursión descargó una tormenta invernal. El camino se complicó, no sólo por la incomodidad física sino también por la inquietante certidumbre de que los fuertes vientos demorarían a las embarcaciones. Cada vez que nuestra ruta nos situaba a la vista del mar me esforzaba por divisar sus velas, pero no vi ninguna.
El ritmo impuesto por Dedalera era exigente pero no agotador para los caballos ni los jinetes. Si bien las paradas no eran frecuentes, variaba el paso y se ocupaba de que a ningún animal le faltara el agua. Durante esas paradas se repartía cebada para las bestias y pan duro y pescado seco para los hombres. Si alguien se había percatado de que nos seguía un lobo, nadie dijo nada. Dos días más tarde, al auspicio de la aurora y de la mejoría del tiempo, nos encontramos a la vista del amplio valle fluvial que lindaba con Bahía Pulcritud.
Guardabahía era el castillo de Bahía Pulcritud, así como el hogar del duque Kelvar y lady Gracia, el corazón del ducado de Garrón. La torre de vigilancia coronaba un acantilado de arena que señoreaba sobre la ciudad. El castillo se había construido en un terreno prácticamente llano, pero se había fortificado con una serie de zanjas y murallas de tierra. Una vez me contaron que ningún enemigo había traspasado jamás la segunda muralla. Eso ya no era verdad. Nos detuvimos y contemplamos la devastación.
Las cinco Velas Rojas seguían varadas en la playa. Los botes de Bahía Pulcritud, pequeños veleros de pesca en su mayoría, formaban un amasijo de armazones calcinados y diseminados por la arena. Las mareas habían jugado con ellos desde que los destruyeran los corsarios. Los edificios ennegrecidos y las cenizas humeantes se extendían desde el lugar donde habían atracado, señalando su ruta como la propagación de un contagio. Dedalera se irguió en sus estribos y estiró el brazo en dirección a Bahía Pulcritud para combinar sus observaciones con lo que sabía sobre la ciudad y el castillo.
—Es una bahía arenosa y poco profunda, muy larga. Cuando baja la marea, se repliega a mucha distancia. Han acercado demasiado sus lanchas. Si podemos obligarlos a retirarse, lo mejor sería hacerlo durante la bajamar, cuando sus naves estén varadas en el fondo seco. Han atravesado la ciudad igual que traspasa la mantequilla un cuchillo caliente. No creo que se esforzaran mucho por defenderla, tampoco hay gran cosa que defender. Seguramente todo el mundo corrió a refugiarse en el castillo nada más divisar la primera vela roja. Yo diría que los marginados se han abierto paso hasta el tercer círculo, pero Kelvar tendría que poder retenerlos por tiempo indefinido a partir de ahora. La cuarta muralla es de piedra tallada. Tardaron años en levantarla. Guardabahía cuenta con un buen pozo y sus almacenes deberían estar bien surtidos de cereales a estas alturas del invierno. No sucumbirá a menos que intervenga la traición. —Dedalera dejó de gesticular y volvió a sentarse en su silla—. Este ataque no tiene sentido —musitó—. ¿Cómo esperan soportar un asedio prolongado los corsarios? Y menos si al mismo tiempo se tienen que defender de nuestras fuerzas.
—La respuesta podría ser que no esperan que nadie acuda en defensa de Guardabahía —dijo sucintamente Kettricken—. Pueden saquear la ciudad para abastecerse y es posible que aguarden la llegada de más barcos. —Se volvió hacia Kerf y le indicó que se acercara a Dedalera—. No tengo experiencia en la batalla —dijo sin rodeos—. Esto tendréis que planearlo entre los dos. Ahora os escucho como soldado. ¿Cuál debería ser nuestro próximo paso?
Vi que Burrich torcía el gesto. Tanta sinceridad era encomiable, pero no siempre favorecía al liderazgo. Dedalera y Kerf cruzaron la mirada, pensativos.
—Majestad, Kerf ha visto más batallas que yo. Estoy a sus órdenes —proclamó suavemente Dedalera.
Kerf agachó la cabeza, como si se sintiera algo azorado.
—Burrich estuvo a las órdenes de Hidalgo. Él ha visto muchas más batallas que yo —observó, hablando para el cuello de su yegua. Levantó la cabeza de golpe—. Os recomiendo que le otorguéis el mando, mi reina.
El rostro de Burrich era un cuadro de emociones enfrentadas. Por un momento se le iluminó la mirada. Se la empañó la duda a continuación.
Corazón de la Manada, sabes que por ti cazarán bien, apremió Ojos de Noche.
—Burrich, asume el mando. Lucharán con valor por ti.
Se me puso la piel de gallina cuando Kettricken repitió casi exactamente el pensamiento de Ojos de Noche. Desde mi posición vi cómo un escalofrío recorría a Burrich. Se enderezó en su silla.
—No tenemos ninguna posibilidad de pillarlos por sorpresa en esta llanura, y los tres círculos que ya han superado ahora se convertirán en defensas para ellos. Nuestra fuerza no es muy grande. Si algo nos sobra, mi reina, es tiempo. Podemos sitiarlos. No disponen de agua potable. Si Guardabahía resiste y mantenemos a los marginados atrapados donde están, entre la tercera muralla de tierra y la de piedra, podremos esperar a que lleguen nuestros barcos. Entonces decidiremos si queremos lanzar un ataque conjunto sobre ellos o dejar que se mueran de hambre.
—Me parece una buena idea —aprobó la reina.
—Son estúpidos si no han dejado al menos un pequeño contingente en sus naves. Tendremos que enfrentarnos a ellos de inmediato. Luego pondremos guardias en las embarcaciones, con órdenes de destruirlas si algunos marginados nos eluden e intentan huir. Si no, tendréis barcos que añadir a la flota del Rey a la Espera Veraz.
—También eso parece sensato.
Era evidente que a Kettricken le complacía la idea.
—Será un trabajo limpio si actuamos deprisa. Pronto se percatarán de nuestra presencia, si es que no se han percatado ya. Sin duda comprenderán la situación como hemos hecho nosotros. Tenemos que bajar ahí, contener a los asaltantes del castillo y eliminar a los vigilantes de las naves.
Kerf y Dedalera asintieron al unísono.
Burrich les dirigió la mirada.
—Quiero que vuestros arqueros rodeen el castillo. Habrá que contenerlos ahí, sin enzarzarnos en el cuerpo a cuerpo. Los mantendremos clavados en el sitio. Intentarán escapar por donde hayan traspasado las murallas. Que la guardia se concentre en esas brechas, pero sin descuidar el resto del perímetro. Y por ahora, que nadie intente penetrar la primera muralla. Que se revuelvan como cangrejos metidos en un cubo.
Ambos capitanes asintieron con la cabeza.
—Quiero espadachines para los barcos —continuó Burrich—. La contienda será encarnizada. Estarán protegiendo su única vía de escape. Enviad también algunos arqueros y que se preparen para disparar flechas incendiarias. Si todo lo demás falla, reducid los barcos a cenizas. Pero antes intentemos capturarlos.
—¡El Rurisk! —anunció alguien en la retaguardia.
Todas las cabezas se volvieron hacia el agua. Allí estaba el Rurisk, soslayando el cabo norte de Bahía Pulcritud. En un momento apareció una segunda vela. A nuestra espalda, los jinetes prorrumpieron en vítores. Mas detrás de nuestros barcos, anclada en alta mar, pálida como el vientre de un cadáver y con las velas igual de abotargadas, flotaba la nave blanca. Un témpano de terror me atravesó las entrañas nada más verla.
—¡El navío blanco! —exhalé.
El miedo me provocó un escalofrío casi doloroso.
—¿Qué? —exclamó Burrich, sobresaltado.
Era la primera palabra que me dirigía en todo el día.
—¡El navío blanco! —repetí, y señalé con un dedo.
—¿Qué? ¿Dónde? ¿Aquello? Eso es un banco de niebla. Nuestros barcos se aproximan al puerto por allí.
Miré. Tenía razón. Un banco de niebla, disipándose bajo el sol de la mañana ante mis propios ojos. Mi terror remitió como el fantasma de una risa burlona. Pero de pronto el día parecía más frío y el sol que había hendido brevemente las nubes de tormenta se me antojaba débil y acuoso. Una pátina ominosa empañaba el día, persistente como un olor nauseabundo.
—Dividid vuestras fuerzas y desplegadlas enseguida —dijo Burrich con serenidad—. No queremos que nuestros barcos se topen con resistencia alguna cuando lleguen a la orilla. Daos prisa. Traspié: irás con la fuerza que asalte las Velas Rojas. Estáte allí cuando atraque el Rurisk y comunica nuestros planes a su tripulación. En cuanto esas naves estén despejadas, que todos los guerreros se sumen a nosotros para contener a los marginados. Ojalá hubiera alguna manera de transmitir nuestras intenciones al duque Kelvar. Supongo que no tardará en darse cuenta. Bueno, en marcha.
Las tropas se arremolinaron, Kerf y Dedalera departieron brevemente, pero antes de lo que me imaginaba me encontré cabalgando tras la capitana y un contingente de guerreros. Llevaba mi espada conmigo, pero echaba de menos el hacha con la que había llegado a familiarizarme durante el verano.
Nada salió tan bien como habíamos planeado. Encontramos marginados entre las ruinas de la ciudad mucho antes de alcanzar la playa. Regresaban a sus barcos, escoltando una cadeneta de prisioneros. Atacamos a los corsarios. Algunos plantaron cara y otros abandonaron a sus rehenes y huyeron ante nuestros caballos. Nuestras tropas no tardaron en dispersarse entre los edificios aún humeantes y las calles sembradas de escombros de Bahía Pulcritud. Una parte de nuestra fuerza cortó las ligaduras de los prisioneros y los ayudaron como mejor pudieron. Dedalera maldijo la demora, pues los corsarios que habían conseguido escapar alertarían a los guardias de las naves. Se apresuró a dividir nuestro contingente, dejando un puñado de soldados para tranquilizar a los desolados ciudadanos. El hedor de los cadáveres y la lluvia que caía sobre la madera quemada reavivó mis recuerdos de Forja con una intensidad que a punto estuvo de amedrentarme. Había cadáveres por todas partes, muchos más de los que esperábamos encontrar. En alguna parte percibí que un lobo merodeaba entre las ruinas y saqué consuelo de él.
Dedalera nos maldijo a todos con una inventiva sorprendente y organizó en forma de cuña a los que seguían junto a ella. Llegamos al fondeadero de las Velas Rojas a tiempo de ver cómo lanzaban una de ellas a la marea que se retiraba. Poco podíamos hacer al respecto, pero llegamos a tiempo de impedir que partiera una segunda nave. Los matamos con una presteza asombrosa. No eran numerosos, apenas una formación de unos cuantos remeros. Logramos silenciarlos incluso antes de que pudieran ejecutar a la mayoría de sus cautivos, maniatados en las bodegas del barco. Sospechábamos que el navío fugitivo transportaba un cargamento similar y, por consiguiente, deduje para mí, no entraría en sus planes pelear con el Rurisk ni con cualquiera de los barcos aliados que estrechaban ya el cerco sobre el que se nos había escapado.
Las Velas Rojas pretendían zarpar con una remesa de rehenes. ¿Adonde? ¿Al buque fantasma que sólo yo había visto? El mero hecho de pensar en la nave blanca me provocaba escalofríos y una dolorosa jaqueca. Quizá se propusieran ahogar a sus prisioneros, o forjarlos, como quiera que lo hicieran. No estaba en posición de desentrañar el misterio en esos momentos, pero reservé la idea para presentársela a Chade más tarde. Cada uno de los tres barcos varados aún en la playa contaba con un contingente de guerreros, que combatieron con la ferocidad que había predicho Burrich. Una de las embarcaciones sucumbió al incendio ocasionado por un precipitado arquero, pero las demás fueron capturadas intactas.
Habíamos asegurado todos los barcos para cuando el Rurisk echó el ancla. Entonces tuve tiempo de levantar la cabeza y pasear la mirada por Bahía Pulcritud. Ni rastro de la nave blanca. Quizá fuera sólo un banco de niebla. Detrás del Rurisk llegó la Constancia, y tras ellos una flotilla de embarcaciones de pesca e incluso un par de buques mercantes. Casi todos los barcos hubieron de fondear en las aguas poco profundas, pero sus tripulaciones alcanzaron pronto la orilla a bordo de sus botes de remos. Los tripulantes de los buques de guerra aguardaron a que sus capitanes fuesen puestos al corriente de la situación, pero los pescadores y los comerciantes pasaron corriendo por nuestro lado en dirección al castillo asediado.
Las tripulaciones guerreras, mejor entrenadas, pronto los adelantaron y cuando llegamos a las murallas exteriores del castillo se impuso una actitud general de cooperación, ya que no de auténtica organización. Los prisioneros que habíamos liberado estaban débiles a causa de la falta de comida y agua, pero se recuperaron deprisa y demostraron ser indispensables a la hora de proporcionarnos información sobre los muros de tierra exteriores. Al llegar la tarde, los asaltantes estaban sitiados. Con dificultad, Burrich persuadió a todos los implicados de que al menos uno de nuestros buques de guerra debería permanecer alerta y con la tripulación al completo, en el agua. Su premonición resultó estar fundada a la mañana siguiente, cuando otras dos Velas Rojas rodearon el cabo norte de la bahía. El Rurisk las puso en fuga, pero huyeron demasiado pronto para proporcionarnos satisfacción alguna. Todos sabíamos que se limitarían a buscar otra aldea desprotegida costa arriba que saquear. Varios barcos de pesca zarparon en su persecución un momento después, aunque tenían pocas posibilidades de dar alcance a las naves de remos de los corsarios.
Hacia el segundo día de espera empezamos a sentirnos incómodos y aburridos. El tiempo había empeorado de nuevo. El pan duro comenzaba a saber a moho, el pescado seco ya no estaba completamente seco. Para levantarnos el ánimo, el duque Kelvar había añadido la bandera de Gama de los Seis Ducados a su estandarte personal en las almenas de Guardabahía. Pero él, como nosotros, había optado por adoptar una estrategia cansina. Los marginados estaban acorralados. No habían intentado abrirse paso entre nuestras filas ni acercarse más al castillo. No quedaba sino ser pacientes y esperar.
—No haces caso de las advertencias. Nunca lo has hecho —me dijo Burrich con voz queda.
Había caído la noche. Era la primera vez desde nuestra llegada que disponíamos de un momento para nosotros. Él estaba sentado en un tronco, con la pierna lastimada estirada frente a él. Yo estaba en cuclillas junto al fuego, intentando calentarme las manos. Nos encontrábamos delante de un refugio temporal levantado para la reina, vigilando una hoguera con más humo que fuego. Burrich quería que Kettricken se alojara en uno de los pocos edificios aún intactos que quedaban en Bahía Pulcritud, pero ella se había negado, insistiendo en permanecer cerca de sus soldados. Su guardia iba y venía con total libertad, disfrutando de su refugio y su fuego. Burrich no veía con buenos ojos esa confianza, pero al mismo tiempo aprobaba su lealtad.
—Tu padre también era así —observó de pronto cuando dos de los guardias de Kettricken abandonaron su refugio y fueron a relevar a otra pareja de guardia.
—¿Tampoco hacía caso de las advertencias? —pregunté, sorprendido.
Burrich negó con la cabeza.
—No. Siempre con sus soldados, yendo y viniendo, a todas horas. Siempre me he preguntado de dónde sacó el rato de intimidad necesario para engendrarte.
Debí de mostrarme escandalizado, pues Burrich se sonrojó de pronto a su vez.
—Perdona. Estoy cansado y esta pierna es… un incordio. No sé en qué estaba pensando.
Encontré una sonrisa que no sabía que me quedara.
—Está bien —dije, y así era. Cuando descubrió la existencia de Ojos de Noche, temí que fuese a repudiarme de nuevo. Cualquier broma, por tosca que fuese, era bienvenida—. ¿Qué decías sobre las advertencias? —pregunté con humildad.
Suspiró.
—Lo dijiste tú. Somos lo que somos. Y él lo dijo. A veces no te dejan elección. Se vinculan a ti y eso es todo.
A lo lejos, en la oscuridad, aulló un perro. Aunque no era realmente un perro. Burrich me fulminó con la mirada.
—No puedo controlarlo —admití.
Ni yo a ti, ¿por qué deberíamos controlarnos el uno al otro?
—Tampoco respeta las conversaciones privadas —observé.
—Ni nada privado —acotó Burrich, lacónico.
Hablaba como si supiera algo.
—Pensaba que habías dicho que nunca habías utilizado… eso.
Ni siquiera ahí fuera podía decir «la Maña» en voz alta.
—No la uso. No trae nada bueno. Voy a decirte sin rodeos lo que ya te he dicho alguna que otra vez. Te… cambia. Si te rindes a ella. Si la vives. Si no puedes cerrarte a ella, al menos no la busques. No te conviertas…
—¿Burrich?
Los dos dimos un respingo. Era Dedalera, que había surgido de la penumbra sin hacer ruido para plantarse al otro lado de la fogata. ¿Cuánto habría escuchado?
—¿Sí? ¿Algún problema?
Se acuclilló en la oscuridad y levantó sus manos enrojecidas hacia las llamas. Suspiró…
—No lo sé. ¿Cómo te lo pregunto? ¿Sabes que está embarazada?
Burrich y yo cruzamos la mirada.
—¿Quién? —preguntó tranquilamente.
—Verás, yo tengo dos críos. Casi todos los miembros de su guardia somos mujeres. Vomita todas las mañanas y se alimenta básicamente de té de hojas de frambuesa. Ni siquiera puede ponerle la vista encima al pescado en salazón sin sentir arcadas. No debería estar aquí, viviendo así.
Dedalera indicó la tienda con la cabeza.
Oh. La Raposa.
Cállate.
—No nos ha pedido consejo —dijo Burrich, con cautela.
—Aquí la situación está ya bajo control. No hay motivo por el que no deba ser enviada de vuelta a Torre del Alce —dijo con calma Dedalera.
—No me imagino «enviándola de vuelta» a ninguna parte —observó Burrich—. Creo que debería ser ella misma la que tomara esa decisión.
—Se lo podrías sugerir —aventuró Dedalera.
—También tú —replicó Burrich—. Eres la capitana de su guardia. Tienes derecho a preocuparte.
—No soy yo la que monta guardia frente a su puerta todas las noches —objetó Dedalera.
—A lo mejor deberías —dijo Burrich, antes de suavizarlo con un—: Ahora que lo sabes.
Dedalera observó el fuego.
—A lo mejor. No sé.
La cuestión es ¿quién la escolta de regreso a Torre del Alce?
—Toda su guardia personal, claro. Una reina no debería viajar en menos compañía.
De pronto, a lo lejos, se oyó un grito. Me puse en pie de un salto.
—¡Quieto! —espetó Burrich—. Espera. ¡No te precipites antes de saber qué ocurre!
Un momento después llegó a nuestra fogata Chifla, una de las guardias de la reina, para informar a Dedalera.
—Ataque por dos flancos. Intentaban escabullirse por el boquete practicado debajo de la torre sur. Algunos han atravesado…
Una flecha la traspasó y silenció para siempre lo que había empezado a contarnos. Los marginados se nos echaron encima de repente, más de los que me hubiera podido imaginar, y todos convergían sobre la tienda de la reina.
—¡Guardad a la reina! —exclamé, y obtuve la pequeña satisfacción de escuchar mi grito repetido a lo largo del frente.
Tres guardias salieron corriendo de la tienda para dar la espalda a sus endebles paredes mientras Burrich y yo nos plantábamos ante la puerta. Encontré la espada en mi mano y, por el rabillo del ojo, vi un fulgor rojo que recorría el acero de Burrich. La reina apareció de pronto en la entrada de su tienda.
—¡No me protejáis! —protestó—. Id donde esté la lucha.
—Está aquí, milady —gruñó Burrich.
Avanzó un paso para amputar el brazo de un hombre que se había acercado demasiado.
Recuerdo perfectamente aquellas palabras y también recuerdo cómo adelantó Burrich aquel pie. Son los últimos recuerdos coherentes que conservo de aquella noche. Después de aquello, sólo gritos y sangre, llamas y metal. Me bañaban oleadas de emoción mientras a mi alrededor peleaban a muerte soldados y corsarios. Al principio, alguien prendió fuego a la tienda. La enorme pira iluminaba el campo de batalla como si fuese un escenario. Recuerdo haber visto a Kettricken, con su túnica recogida y anudada, luchando con las piernas desnudas y descalza sobre el suelo helado. Empuñaba su espada de las montañas, ridículamente larga, con ambas manos. La gracia con que se sumó a la mortífera danza de la batalla podría haberme distraído en cualquier otro momento.
Seguían apareciendo marginados. En un momento determinado estoy seguro de haber escuchado a Veraz impartiendo órdenes, aunque no logré entender ni una sola. Ojos de Noche aparecía a intervalos, matando siempre al borde de la luz, una sombra fugaz de dientes y pelaje, desjarretando de un bocado, añadiendo su peso para desequilibrar a un corsario. Burrich y Dedalera combatieron espalda con espalda en un momento en el que las tornas parecían volverse contra nosotros. Yo formaba parte del círculo que protegía a la reina. Al menos eso pensaba, hasta que la vi repartiendo mandobles a mi lado.
A una vuelta solté mi espada para apropiarme del hacha de un corsario abatido. Recuperaría mi arma al día siguiente del suelo congelado, cubierta de sangre y barro. Pero en ese instante no dudé descartar el regalo de Veraz por un arma más salvaje y eficaz. Mientras combatíamos sólo había tiempo para pensar en el aquí y ahora. Cuando se volvieron finalmente las tornas de la batalla, sin pararme a pensar en lo acertado de mi decisión, me dediqué a perseguir y aniquilar al enemigo disperso entre las ruinas de la aldea de Bahía Pulcritud, oscurecidas por la noche y carbonizadas por el fuego.
Allí, en verdad, Ojos de Noche y yo cazamos bien juntos. Me enfrenté cara a cara con mi última víctima, hacha contra hacha, mientras Ojos de Noche rugía y eludía la espada de su contrincante. Acabó con él segundos antes de que yo derribara a mi adversario.
Aquella última muerte me procuró un gozo feroz y bestial. No sabía dónde acababa Ojos de Noche y dónde empezaba yo; sólo que ambos habíamos vencido y ambos habíamos sobrevivido. Después partimos juntos en busca de agua. Bebimos hasta hartarnos del cubo de un pozo comunal y lavé la sangre de mi rostro y mis manos. Luego nos echamos al suelo y apoyamos la espalda en los ladrillos del pozo para ver salir el sol entre la densa niebla que cubría el suelo. Ojos de Noche me prestaba su calidez y los dos dejamos incluso de pensar.
Supongo que debí de quedarme dormido un rato, pues me desperté sobresaltado cuando se alejó de mí corriendo. Levanté la cabeza para ver qué lo había ahuyentado y descubrí observándome a una asustada niña de Bahía Pulcritud. El sol de madrugada despertaba destellos rojizos en su cabello. Tenía un cubo en la mano. Me puse de pie y sonreí, levantando mi hacha para saludarla, pero se perdió brincando como una liebre espantada entre los edificios en ruinas. Me desperecé y me abrí paso en medio de los hilachos de niebla hasta la tienda de la reina. Mientras caminaba, volvieron a mí imágenes de la cacería en manada de la noche anterior. Los recuerdos eran demasiado nítidos, en rojo y negro, y los relegué al fondo de mi mente. ¿Era eso a lo que se refería Burrich con sus advertencias?
Aun a la luz del día costaba comprender todo lo que había ocurrido. La tierra en torno a los restos calcinados del refugio de la reina había sido pisoteada hasta convertirse en barro. Allí la contienda había sido más enconada. Algunos cuerpos habían sido arrastrados a un lado, amontonados. Otros yacían aún donde habían caído. Evité mirarlos.
Una cosa es matar presa de la rabia y el miedo. Otra muy distinta es admirar el trabajo de uno a la fría luz de la mañana.
El que los marginados hubieran intentado romper nuestro cerco era comprensible. Quizás hubieran tenido ocasión de alcanzar sus barcos y reconquistar uno o dos. Menos comprensible era que el ataque pareciera haberse concentrado en la tienda de la reina. Una vez superadas las murallas de tierra, ¿por qué no aprovechar la oportunidad de sobrevivir y llegar a la playa?
—Es posible —observó Burrich, rechinando los dientes mientras tanteaba el abultamiento de su pierna— que no aspiraran a escapar. Es propio de los marginados, elegir la muerte e intentar causar cuanto más daño mejor antes de sucumbir. Por eso atacaron aquí, con la esperanza de asesinar a nuestra reina.
Había descubierto a Burrich cojeando por el campo de batalla. No confesó haber estado buscando mi cadáver. Su alivio al verme fue toda la prueba que necesité para darme cuenta de eso.
—¿Cómo sabían que era la reina quien ocupaba esa tienda? —reflexioné—. No hemos izado ningún estandarte, no pronunciamos ningún desafío. ¿Cómo sabían que estaba aquí? Bueno. ¿Mejor así?
Comprobé la tirantez del vendaje.
—Está seca, está limpia, y parece que las vendas mitigan el dolor. Supongo que no podemos hacer mucho más. Sospecho que cada vez que fuerce esa pierna tendré que soportar la hinchazón y el dolor. —Hablaba con el mismo pragmatismo con que podría referirse a la pierna lastimada de un caballo—. Por lo menos no se ha abierto. Era como si buscaran directamente la tienda de la reina, ¿verdad?
—Como abejas a la miel —observé, fatigado—. ¿Está la reina en Guardabahía?
—Naturalmente. Todo el mundo está allí. Tendrías que haber escuchado los vítores cuando nos abrieron las puertas. La reina Kettricken entró con las faldas remangadas todavía sobre un muslo, con la hoja desenfundada y goteante. El duque Kelvar se hincó de rodillas para besarle la mano, pero lady Gracia la miró y dijo: «Ay, querida, encargaré que os preparen un baño de inmediato».
—Ahí tienen material los bardos para escribir muchas canciones —dije, y los dos nos reímos—. Pero no todos han subido al castillo. Acabo de ver a una niña que iba a buscar agua entre las ruinas.
—Bueno, en el castillo están de celebración. Habrá quienes no se sientan con ánimos para festejar nada. Dedalera se equivocaba. Los habitantes de Bahía Pulcritud no se rindieron fácilmente a las Velas Rojas. Fueron muchos los que murieron antes de que los aldeanos decidieran refugiarse en el castillo.
—¿No hay nada ahí que te extrañe?
—¿El que la gente pelee por sus vidas? No. Es…
—¿No te parece que había demasiados marginados aquí? ¿Más de los que caben en cinco barcos?
Burrich se interrumpió. Volvió la mirada hacia la montaña de cadáveres.
—Puede que los dejaran aquí las otras naves y luego salieran a patrullar…
—Ése no es su método. Intuyo que desembarcaron de un barco más grande, cargado con una fuerza de hombres considerable.
—¿Dónde?
—Ya se ha ido. Creo que lo atisbé, adentrándose en aquel banco de niebla.
Guardamos silencio. Burrich me condujo al lugar donde había atado a Hollín y Rubí y cabalgamos juntos hasta Guardabahía. Las grandes puertas del castillo estaban abiertas de par en par, y tras ellas se habían mezclado los soldados de Torre del Alce y los habitantes de la fortaleza. Nos recibieron con gritos de bienvenida y nos ofrecieron copas llenas a rebosar de aguamiel sin darnos tiempo a desmontar. Los niños se disputaban el privilegio de cuidar de nuestros caballos y, para mi sorpresa, Burrich se lo consintió. En el salón se había organizado una algarabía tal que ridiculizaba las fiestas de Regio. Toda Guardabahía estaba a nuestra disposición. Se habían dispuesto escancias y palanganas de agua caliente en el Gran Salón para que nos aseáramos y las mesas estaban atestadas de manjares, entre los que no se contaban el pan duro ni el pescado en salazón.
Nos alojamos en Guardabahía durante tres días. En ese tiempo enterramos a nuestros caídos y se quemaron los cadáveres de los marginados. Los soldados de Torre del Alce y la guardia de la reina se sumaron a los pobladores del castillo en las reparaciones de las defensas de Guardabahía y el desescombro de las ruinas de Bahía Pulcritud. Hice algunas pesquisas sin llamar la atención. Descubrí que la hoguera de la torre de señales se había encendido en cuanto se divisaron los barcos, pero que la extinción del fuego había sido uno de los primeros objetivos de los corsarios. Pregunté por el miembro de la camarilla. Kelvar me miró sorprendido. Hacía semanas que Burl había partido hacia el interior para cumplir con no se sabía qué misión esencial. Había viajado a Puesto Vado, creía el duque.
El día después de la contienda llegaron refuerzos de la Cala Sur. No habían visto el fuego de señales, pero los mensajeros que partieron a caballo habían logrado alertarlos. Yo estaba presente cuando Kettricken felicitó al duque Kelvar por su previsión al enviar un relevo de jinetes para transmitir dichos mensajes, y comunicó a su vez su agradecimiento al duque Shemshy de Torote por su respuesta. Sugirió el reparto de los buques capturados para que no hiciera falta que esperasen la llegada de los barcos de guerra y pudieran contar con su propia defensa naval. Fue un gesto magnánimo que se recibió con un solemne silencio. Cuando el duque Kelvar se hubo recobrado de la impresión, se levantó para brindar por su reina y el heredero Vatídico aún nonato. Así de rápido se había convertido el rumor en algo sabido por todos. La reina Kettricken se ruborizó visiblemente, pero consiguió recomponerse y dar las gracias.
Aquellos breves días de victoria supusieron un bálsamo reparador para todos nosotros. Habíamos luchado, y habíamos luchado bien. Bahía Pulcritud sería reconstruida y los marginados no habían logrado adueñarse de Guardabahía. Por un momento pareció posible que pudiéramos librarnos por completo de ellos.
Antes de que saliéramos de Bahía Pulcritud se escuchaban ya canciones acerca de una reina que había plantado cara a las Velas Rojas con las faldas remangadas y del bebé que portaba en su vientre, guerrero incluso antes de nacer. El que la reina estuviera dispuesta a arriesgar no sólo su integridad sino la del heredero al trono por el bien del ducado de Garrón fue algo que nadie pasó por alto. Primero el duque Mazas de Osorno y ahora Kelvar de Garrón, pensé para mis adentros. Kettricken estaba haciendo grandes progresos para merecerse la lealtad de sus ducados.
Gocé de mis buenos momentos en Bahía Pulcritud, algunos mejores que otros. Lady Gracia, al verme en el Gran Salón, me reconoció y se acercó para hablar conmigo.
—Bueno —dijo después de darme la bienvenida—, así que corre sangre de reyes por las venas del buen cuidador de perros. No es de extrañar que me dieras tan buenos consejos, ya hace años.
Había llegado a acostumbrarse a ser una dama y una duquesa. Gallardón, su chucho faldero, todavía la acompañaba a todas partes, pero ahora correteaba entre sus tobillos y ese cambio me satisfizo casi tanto como el ver la facilidad con que ella portaba su título y el evidente cariño que profesaba a su marido.
—Los dos hemos cambiado mucho, lady Gracia —respondí, y ella aceptó mi halago como lo que era.
La última vez que la había visto fue cuando viajé allí con Veraz. Por aquel entonces no se la veía tan reconciliada con su rango de duquesa. La había conocido en la cocina, cuando su perro estaba a punto de asfixiarse por culpa de una espina. Entonces la convencí de que los dineros de su esposo estarían mejor empleados en la construcción de torres de vigilancia que en la compra de joyas para ella. Era una recién llegada al título de duquesa. Ahora parecía que nunca hubiese sido otra cosa.
—¿Ya no eres el chico de los perros? —preguntó con una sonrisa taimada.
«¿El chico de los perros? ¡El hombre de los lobos!», observó alguien, pero cuando me giré para ver quién había sido el salón estaba demasiado concurrido y ningún rostro parecía apuntar en nuestra dirección. Me encogí de hombros como si el comentario no tuviera mayor importancia y lady Gracia fingió no haberlo oído siquiera. Me hizo entrega de un obsequio especial para ambos. Todavía sonrío al acordarme: un diminuto alfiler con forma de raspa de pescado.
—Encargué que lo hicieran, para recordarme… Me gustaría que ahora lo llevaras tú.
Ella ya casi no lucía joyas, me dijo. Me lo entregó en un balcón, una noche oscura, cuando las luces de las torres de vigilancia del duque Kelvar rutilaban como diamantes contra el cielo negro.