Amenazas
Aquel invierno vio cómo Osorno era devorado lentamente, como devoran las olas el pie de un acantilado en una tormenta. Al principio, Mazas enviaba noticias a Kettricken con regularidad mediante jinetes de librea despachados directamente por el duque. Las primeras noticias que traían eran optimistas. Los ópalos de la reina habían reconstruido Ferry. Sus habitantes le enviaron no sólo su agradecimiento, sino también un pequeño cofre lleno de las perlas diminutas que tanto valoraban. Curioso. Lo que atesoraban tanto como para no sacrificarlo ni siquiera para reconstruir su aldea se lo entregaban en señal de agradecimiento a una reina que les había entregado unas joyas que ellos podrían haber guardado en lugar seguro. Dudo que el alcance de su sacrificio hubiera significado tanto para cualquier otra persona. Kettricken lloró cuando recibió el cofre.
Mensajeros posteriores trajeron peores noticias. Entre tormenta y tormenta, los corsarios seguían atacando. Los jinetes de Osorno informaban a Kettricken de que el duque Mazas se preguntaba por qué había abandonado la Torre Roja el miembro de la camarilla. Cuando Kettricken interrogó abiertamente a Serena al respecto, ésta respondió que la situación se había vuelto demasiado peligrosa para dejar allí a Will, pues su Habilidad era demasiado valiosa como para enfrentarla a las Velas Rojas. La ironía pasó desapercibida para pocos. Con cada nuevo mensajero, las noticias empeoraban. Los marginados habían establecido asentamientos en las islas de Garfio y de Besham. El duque Mazas reunió veleros de pesca y guerreros y se atrevió a atacar por su cuenta, pero descubrió que los corsarios estaban demasiado bien atrincherados allí. Se perdieron las naves y los hombres, y Osorno informaba sombrío que no disponían de fondos para sufragar otra expedición. Ante aquella coyuntura, le fueron entregadas a Kettricken las esmeraldas de Veraz. Ella las envió a Osorno sin pensárselo dos veces. Si sirvieron de algo, nunca lo supimos. Ni siquiera sabíamos si habían llegado a su destino. Los mensajes de Osorno se volvieron erráticos y pronto se hizo evidente que no nos llegaban todas las nuevas que partían de allí. La comunicación con Mazas se cortó por completo. Después de que dos mensajeros personales salieran de Torre del Alce para no regresar jamás, Kettricken juró no arriesgar más vidas. Para ese entonces, los corsarios de Garfio y Besham habían empezado a llegar más abajo por la costa, soslayando las inmediaciones de Torre del Alce para adentrarse en los territorios del norte y el sur. Frente a estas incursiones, Regio hacía gala de una indiferencia pasmosa. Afirmaba estar reservando nuestros recursos para cuando volviera Veraz con los Vetulus para aniquilar a los corsarios de una vez por todas. Pero al mismo tiempo las fiestas y los banquetes en Torre del Alce ganaban en suntuosidad y frecuencia, como ganaban en suntuosidad sus dádivas a los duques y nobles del interior.
Mediada la tarde, Burrich regresó a sus aposentos. Yo quería que se quedara donde pudiera atenderlo pero él rechazó mi oferta. Cordonia se había ocupado en persona de adecentar su cámara y Burrich ya había rezongado bastante por eso. Lo único que había hecho ella era avivar el fuego, encargar agua fresca, airear y sacudir las sábanas, barrer el suelo y extender esterillas de paja limpia. Una de las velas de Molly ardía en el centro de su mesa, propagando un fresco aroma a pino por la enmohecida habitación. Pero Burrich protestaba porque casi no reconocía su propio cuarto. Lo dejé allí, bien arropado en la cama y con una botella de brandy a mano.
Comprendía que quisiera tener la botella cerca. Mientras lo ayudaba a cruzar los establos hasta su desván habíamos pasado por delante de un compartimiento vacío tras otro. Faltaban no sólo los caballos, sino también los mejores perros de caza. Me faltó coraje para asomarme a las cocheras. Estaba seguro de que las encontraría igualmente saqueadas. Manos caminaba a nuestro lado, callado pero afligido. Sus esfuerzos eran evidentes. Los establos se veían inmaculados, los caballos restantes lustrosos tras el cepillado. Hasta los compartimientos vacíos se habían lijado y enjalbegado. Pero una despensa vacía, por limpia que esté, no es consuelo para el hambriento. Sabía que para Burrich los establos eran su tesoro y su hogar. Había vuelto para encontrarlos desvalijados.
Después de despedirme de Burrich, me di un paseo hasta los graneros y las cuadras. Allí se guardaban las mejores cabezas de cría durante el invierno. Encontré las estancias tan vacías como los establos. De los mejores toros no quedaba ni uno. De las ovejas negras de lomo rizado que solían ocupar un corral, sólo quedaban seis y un carnero esmirriado. No sabía cuántos animales se habían recogido allí, pero había demasiados cajones y cercados vacíos en una época del año que solía verlos repletos.
De los graneros fui a los cobertizos y dependencias del personal. Frente a uno de los edificios había unos hombres cargando sacas de cereales en una carreta. Había otros dos vehículos ya cargados aparcados allí cerca. Los observé un momento antes de ofrecerme a echarles una mano cuando se amontonó la mercancía en el carro y empezó a hacerse difícil seguir cargando los sacos. Aceptaron encantados mi ayuda y conversamos mientras trabajábamos. Me despedí de ellos animado cuando hubimos concluido la tarea y regresé despacio al castillo, preguntándome por qué iba a cargarse de grano una barcaza que zarparía con rumbo al lago Turia.
Decidí echar un vistazo a Burrich antes de volver a mis aposentos. Subí la escalera hasta su cuarto y me inquietó ver la puerta entreabierta. Temiéndome algún tipo de traición, irrumpí sin avisar y conseguí sobresaltar a Molly, que estaba colocando unos platos en una mesita junto a la silla de Burrich. Verla allí me desconcertó y me quedé mirándola. Cuando me giré hacia Burrich, lo descubrí observándome fijamente.
—Pensé que estarías solo —dije, avergonzado.
Burrich me miraba con los ojos como platos. Había catado generosamente su botella de brandy.
—También yo pensé que iba a estarlo —dijo con seriedad.
Como siempre, ocultaba bien su embriaguez, pero Molly no se dejaba engañar. Tenía los labios apretados en una fina línea. Siguió con sus quehaceres, ignorándome. Se dirigió a Burrich, en cambio.
—No os molestaré mucho rato. Lady Paciencia me pidió que os trajera un plato caliente, pues habéis comido poco esta mañana. Me iré en cuanto os haya preparado su comida.
—Y con mi bendición —añadió Burrich. Sus ojos saltaban de Molly a mí, presintiendo lo incómodo de la situación, y también el descontento de ella con él. Intentó disculparse—. He tenido un viaje muy duro, señorita, y mi herida es dolorosa. Espero que no os haya ofendido.
—No soy quién para ofenderme por nada de lo que hagáis, sir —replicó Molly. Terminó de colocar la comida que había traído—. ¿Hay algo más que pueda hacer para que os sintáis más cómodo? —preguntó.
Había cortesía en su voz, nada más. No me miró.
—Podéis aceptar mi agradecimiento. No sólo por la comida, también por las velas que refrescan mi habitación. Tengo entendido que están hechas a mano.
Vi que Molly se ablandaba un poco.
—Lady Paciencia me encargó que las trajera. Sus deseos son órdenes para mi.
—Ya veo. —Le costó más pronunciar las siguientes palabras—. En ese caso podéis transmitirle mi agradecimiento también a ella. Y a Cordonia, seguro.
—Eso haré. ¿No necesitáis nada más, entonces? He de hacer algunos recados para lady Paciencia en la ciudad de Torre del Alce. Me dijo que si queréis algo de la ciudad debería traéroslo.
—Nada. Pero ha sido muy amable al pensar en ello. Gracias.
—No hay de qué, sir.
Y Molly, cesta vacía en mano, salió pasando por mi lado como si yo no estuviera.
Burrich y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro. Observé de soslayo la partida de Molly e intenté borrarla de mi mente.
—No se trata únicamente de los establos —dije, y referí sucintamente lo que había visto en los graneros y las dependencias.
—Tendría que habérmelo imaginado —rezongó Burrich. Echó un vistazo a la comida que había traído Molly y se sirvió otro poco de brandy—. Cuando veníamos por la carretera del río Alce escuchamos rumores e indicios. Hay quienes dicen que Regio ha vendido las bestias y el grano para sufragar la defensa de las costas. Otros, que ha llevado las reses hacia el interior, a los pastos más seguros de Haza. —Apuró su licor—. Los mejores caballos se han ido. Me di cuenta enseguida, nada más regresar. A lo mejor dentro de diez años habré podido criar un ganado de la misma calidad que el que teníamos. Pero lo dudo. —Se sirvió otro vaso—. El trabajo de toda mi vida ha desaparecido, Traspié. A todo el mundo le gusta pensar que dejará su impronta sobre el mundo de una u otra forma. Los caballos que había reunido, las razas que estaba asentando… ahora nada, todo se ha dispersado por los Seis Ducados. Oh, no es que no vayan a mejorar la sangre con la que los crucen, no, pero yo ya no veré lo que habría salido si se me hubiera dejado continuar. Firme montará yeguas escuchimizadas en Haza, no te quepa duda. Y cuando Ámbar para su siguiente potro, el que la asista lo tomará por otro caballo del montón. Llevo seis generaciones esperando a que nazca ese potro. Cogerán el mejor caballo para la caza con perros que se haya parido jamás y lo engancharán a un arado.
No había nada que replicar a eso. Me temía que todo era verdad.
—Come algo —sugerí—. ¿Qué tal tienes la pierna?
Levantó la manta para echarle un vistazo.
—Sigue en su sitio, por lo menos. Supongo que tendría que dar gracias por eso. Está mejor que esta mañana. La hierba hórrida ha cortado la infección. Esa mujer será todo lo atolondrada que tú quieras, pero todavía sabe para qué sirven sus hierbas.
No me hacía falta preguntar a quién se refería.
—¿No vas a comer nada? —insistí.
Soltó su copa y cogió una cuchara. Probó la sopa que había traído Molly y cabeceó con renuencia para mostrar su aprobación.
—Bueno —observó—, así que ésa era la moza, Molly.
Asentí.
—Se la veía un poquito fría contigo.
—Un poquito —dije secamente.
Burrich sonrió.
—Estás igual de gruñón que ella. Me figuro que Paciencia no le habrá hablado muy bien de mí.
—No le gustan los borrachos —le informé con brusquedad—. Su padre bebió hasta diñarla. Pero antes de estirar la pata consiguió hacerle la vida imposible durante años. Cuando era pequeña le pegaba. Cuando creció y ya no pudo ponerle la mano encima se dedicó a acosarla y castigarla por cualquier cosa.
—Oh. —Burrich rellenó su copa muy despacio—. Lamento oír eso.
—Ella lamenta haber tenido que vivirlo.
Me lanzó una mirada ecuánime.
—Yo no soy su padre, Traspié. Tampoco he sido grosero con ella cuando vino. Ni siquiera estoy borracho. Todavía no. Así que trágate tus reprimendas y cuéntame qué ha pasado en Torre del Alce durante mi ausencia.
Así que me planté e informé a Burrich, como si tuviera algún derecho a exigírmelo. Supongo que así era, en cierto modo. Comió mientras yo hablaba. Cuando acabé, se sirvió otro vaso de brandy y se reclinó en su silla, sosteniéndolo. Agitó el brandy en la copa, lo miró y luego me miró a mí.
—Y Kettricken está embarazada, pero todavía no lo saben ni el rey ni Regio.
—Pensé que estabas dormido.
—Lo estaba. Casi pensaba que había soñado esa conversación. Bueno. —Trasegó el licor. Se sentó y apartó la manta de su pierna. Vi cómo doblaba la rodilla deliberadamente hasta que la piel tirante empezó a abrirse sobre la herida. Me encogí ante la escena, pero Burrich parecía simplemente pensativo. Se sirvió más brandy y lo apuró. La botella estaba casi vacía—. En fin. Tendré que entablillar esa pierna si quiero que cicatrice eso. —Me observó de reojo—. Ya sabes lo que necesito. ¿Querrás traérmelo?
—Creo que deberías guardar reposo al menos un día. Dale tiempo. No te hará falta una tablilla si te quedas en la cama.
Me sostuvo la mirada largo rato.
—¿Quién guarda la puerta de Kettricken?
—No creo que… Supongo que habrá mujeres durmiendo en la cámara exterior de sus aposentos.
—Sabes que intentarán matarla en cuanto se sepa lo de su embarazo.
—Todavía es un secreto. Si empiezas a vigilar su puerta, lo sabrá todo el mundo.
—Según mis cálculos, lo sabemos cinco personas. No es ningún secreto, Traspié.
—Seis —admití a regañadientes—. El bufón hace ya unos días que se lo imagina.
—¡Oh! —Tuve la satisfacción de ver a Burrich sorprendido—. Bueno, por lo menos ahí tienes a uno que no se irá de la lengua. Sin embargo, date cuenta, no seguirá siendo un secreto por mucho tiempo. Empezarán a volar los rumores antes de que acabe el día, fíjate bien en lo que te digo. Esta noche pienso vigilar su puerta.
—¿Tienes que hacerlo tú? ¿Por qué no descansas y dejas que lo haga yo…?
—El fracaso puede matar a un hombre, Traspié. ¿Lo sabías? Te dije una vez que el combate no termina hasta que ganas. Esto… —se señaló la pierna con desagrado— esto no me da ningún motivo para rendirme. Ya es bastante vergonzoso que mi príncipe haya seguido adelante sin mí. No pienso defraudarlo aquí. Además —se rió con amargura—, en los establos ahora no hay tanto que hacer como para tenernos ocupados a Manos y a mí. Y tampoco me siento con ánimos para eso. Ya está. ¿Quieres ir a buscar lo necesario para entablillar esto?
Eso hice. Volví con él y lo ayudé a aplicar bálsamo a su herida antes de vendarla con cuidado y entablillar la pierna. Cortó unos pantalones viejos para cubrir la tablilla y lo ayudé a bajar las escaleras. Luego, pese a sus palabras, visitó el compartimiento de Rubí para ver si habían limpiado y curado la herida de flecha de su caballo. Lo dejé allí y regresé al castillo. Quería hablar con Kettricken, que supiera que iba a haber un hombre montando guardia frente a su puerta esa noche, y por qué.
Llamé a la puerta de su cámara y me abrió Romero. La reina se encontraba allí, acompañada de un grupo de damas seleccionadas especialmente. Casi todas se aplicaban a sus bordados o sus pequeños telares portátiles mientras conversaban. La reina había abierto su ventana al apacible día de invierno y contemplaba el mar en calma con el ceño fruncido. Me recordó a Veraz cuando habilitaba y sospeché que la preocupaban los mismos asuntos que a su marido. Seguí la dirección de su mirada y me pregunté, al igual que ella, dónde atacarían ese día las Velas Rojas y qué estaría ocurriendo en Osorno. Era inútil preocuparse. Oficialmente no se sabía nada de Osorno. Los rumores decían que sus costas se habían teñido de sangre.
—Romero. Quisiera hablar a solas con su majestad.
Romero asintió solemnemente y fue a hacer una reverencia a su reina. Kettricken levantó la cabeza al momento y con un cabeceo y un gesto me invitó a unirme a ella en su asiento frente a la ventana. La saludé en voz baja e indiqué las aguas con una sonrisa, como si estuviéramos charlando del buen tiempo, aunque en realidad murmuré:
—Burrich quiere vigilar vuestra puerta a partir de esta misma noche. Teme que cuando los demás descubran que estáis embarazada vuestra vida corra peligro.
Cualquier otra mujer podría haber palidecido o haberse mostrado sorprendida. Kettricken, en cambio, palpó el práctico cuchillo que llevaba siempre encima junto a sus llaves.
—Casi agradecería un asalto tan directo —meditó—. Supongo que es lo más prudente. ¿Qué daño nos hará permitirles saber de nuestras sospechas? No, de nuestra certidumbre. ¿Por qué tendríamos que ser circunspectos y discretos? Burrich ya ha recibido su bienvenida en forma de flechazo en la pierna. —La amargura de su voz y la ferocidad que encubría me conmocionaron—. Puede asumir el puesto de guardia, y con mi bendición. Preferiría a alguien más robusto, pero no confiaría en él como confío en Burrich. ¿Podrá desempeñar esta labor con esa herida en su pierna?
—No creo que su orgullo le permitiera delegar la responsabilidad en nadie más.
—En tal caso, decidido. —Hizo una pausa—. Haré que le saquen una silla.
—Dudo que vaya a usarla.
Suspiró.
—Todos tenemos nuestra forma personal de sacrificarnos. Haré que la saquen, de todos modos.
Incliné la cabeza en señal de aceptación y me despidió. Volví a mi cuarto con la intención de recoger todos los enseres acumulados durante la breve estancia de Burrich, pero cuando cruzaba sigilosamente el pasillo me sorprendió ver que la puerta de mi habitación se abría despacio. Me aposté en otro portal y me aplasté contra el vano.
Transcurrido un momento salieron de mi cuarto Justin y Serena. Me planté ante ellos.
—¿Todavía andáis buscando un lugar discreto para vuestras citas? —pregunté con sarcasmo.
Los dos se quedaron helados. Justin retrocedió un paso, resguardándose casi detrás de Serena. Ésta le lanzó una mirada asesina y se mantuvo firme ante mí.
—No tenemos por qué rendirte cuentas de nada.
—¿Ni siquiera después de invadir mi dormitorio? ¿Habéis encontrado algo interesante?
Justin resoplaba como si acabara de echar una carrera. Lo miré a los ojos con intensidad. Se quedó sin habla. Sonreí.
—No tenemos por qué hablar contigo —proclamó Serena—. Sabemos lo que eres. Vamos, Justin.
—¿Sabéis lo que soy? Qué curioso. Yo sí que sé lo que sois vosotros. Y no soy el único.
—¡Bestia! —siseó Justin—. Tú, que practicas la más sucia de las magias. ¿Pensabas que podrías pasar desapercibido entre nosotros? ¡No me extraña que Galeno te considerara indigno de la Habilidad!
Su flecha había sido certera y se había clavado en mi temor más secreto. Intenté no dejarlo traslucir.
—Soy leal al rey Artimañas.
Impertérrito, les sostuve la mirada. No dije nada más. No con palabras. Pero los miré de arriba abajo, midiéndolos con lo que deberían ser, sabiendo que no estaban a la altura. El baile de sus pies, las rápidas miradas que intercambiaron, me indicaron que sabían que eran unos traidores. Informaban a Regio; sabían que debían informar al rey. No se engañaban a sí mismos; comprendían su delito. Quizá Galeno hubiera imprimido la lealtad a Regio en sus mentes; quizá no pudieran concebir la desobediencia hacia él. Pero una parte de ellos sabía que Artimañas seguía siendo el rey y que eran desleales a un monarca al que habían jurado fidelidad. Reservé aquella pizca de certidumbre; era una grieta en la que algún día podría aplicar una palanca.
Avancé y disfruté viendo cómo se apartaba Serena de mí mientras Justin se acobardaba entre ella y la pared. Pero no hice ademán de agredirlos. Les di la espalda y abrí mi puerta. Al entrar en la habitación sentí un sinuoso hilacho de Habilidad lamiendo los bordes de mi mente. Sin pensar, lo bloqueé como me había enseñado Veraz.
—Guardaos vuestros pensamientos —les advertí, sin dignarme mirarlos por encima del hombro.
Cerré la puerta. Por un momento me quedé inmóvil, respirando. Calma. Calma. No bajé mi guardia mental. En silencio, con cuidado, corrí los cerrojos. Cuando la puerta estuvo asegurada, deambulé con cautela por mi estancia. Chade me había dicho en cierta ocasión que los asesinos debían creer siempre que su oponente era más hábil que ellos. Era la única manera de seguir con vida, estando en alerta. No toqué nada por si lo habían untado con veneno. En vez de eso, me planté en el centro de la habitación, cerré los ojos e intenté recordar con exactitud cómo estaba todo la última vez que lo vi. Después abrí los ojos y busqué algún cambio en el cuarto.
La pequeña bandeja con hierbas estaba en el centro de mi arcón. Yo la había dejado cerca del borde, al alcance de Burrich. Así que habían registrado mis ropas. El tapiz del rey Sapiencia, que llevaba meses ligeramente ladeado, ahora colgaba recto. No veía nada más. Era desconcertante. No me imaginaba qué podían estar buscando. El que hubieran revuelto mi arcón parecía sugerir que era algo lo bastante pequeño como para caber allí. Pero ¿por qué levantar un tapiz y mirar detrás de él? Me quedé quieto, pensando un momento. No había sido un registro al azar. No estaba seguro de lo que esperaban encontrar, pero sospechaba que les habían encargado buscar un pasadizo secreto en mi cuarto. Eso significaba que Regio había llegado a la conclusión de que el asesinato de lady Tomillo no había sido suficiente. Sus sospechas eran mayores de lo que me había hecho creer Chade. Casi agradecí no haber conseguido descubrir nunca cómo operaba la entrada a los aposentos de Chade. Aumentaba mi confianza en su secretismo.
Inspeccioné hasta el último artículo de mi habitación antes de manipularlo. Me ocupé de que cada resto de comida que se había quedado en las bandejas de Perol fuese a parar donde nada ni nadie pudiera catarlo. Tiré el agua de los cubos y la que quedaba en mi cántara. Inspeccioné el montón de leña y las velas en busca de polvos o resinas, sacudí mis sábanas y descarté a mi pesar todo mi surtido de hierbas. No pensaba correr ningún riesgo. No descubrí que hubiera nada de menos ni de más en mi cuarto. Cuando acabé me senté en la cama, exhausto e inquieto. Tendría que ser más cuidadoso, concluí. Recordé la experiencia del bufón y pensé en lo que le había ocurrido. No quería toparme con una bolsa en la cabeza y una tunda de palos la próxima vez que entrara en mi habitación.
Mi cuarto se me antojaba de pronto una trampa cerrada a la que había regresar a diario. Me fui sin molestarme en echar la llave al salir. Las cerraduras no servían de nada. Que vieran que no temía sus intromisiones. Aunque fuese mentira.
En la calle, la tarde era clara y apacible. Lo inusitado del buen tiempo me mortificaba aunque disfrutara de mi paseo por la periferia interior del castillo. Decidí bajar a la ciudad para visitar el Rurisk y a mis compañeros de tripulación, y quizá tomar luego una cerveza en alguna taberna. Hacía demasiado tiempo que no caminaba hasta la ciudad y aún más que no prestaba atención a las habladurías de la población. Sería un alivio alejarse de las intrigas de Torre del Alce siquiera por unas horas.
Salía por la puerta cuando me cortó el paso un joven soldado.
—¡Alto! —me ordenó—. Por favor, sir —añadió al reconocerme.
Me detuve, obediente.
—¿Sí?
Carraspeó y de golpe enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Cogió aliento, y se quedó callado.
—¿Querías algo? —pregunté.
—Por favor aguarde un momento, señor —balbució el muchacho.
Se perdió en la garita y un instante después apareció una oficiala más veterana. Me observó con el gesto serio, inspiró como para coger fuerzas y dijo con voz queda:
—Se os prohíbe abandonar el castillo.
—¿Cómo?
No daba crédito a mis oídos.
Se irguió. Cuando habló, su voz era más firme.
—Se os prohíbe abandonar el castillo.
Sentí un conato de ira. Lo sofoqué.
—¿Quién ha dado esa orden?
Se mantuvo firme ante mí.
—Mis órdenes proceden del capitán de la guardia, sir. No sé más.
—Me gustaría hablar con ese capitán.
Conservé la cortesía en mi voz.
—No se encuentra en la sala de guardia, sir.
—Entiendo.
Aunque no lo entendía, ni por asomo.
Percibía cómo se tensaban todos los nudos a mi alrededor, pero no entendía por qué precisamente ahora. Lo siguiente que preguntar, obviamente, era: «¿Por qué no?». Con el debilitamiento de Artimañas, Veraz se había convertido en mi protector. Pero él no estaba allí. Podría apelar a Kettricken, pero sólo si estuviese dispuesto a enfrentarla directamente con Regio. No lo estaba. Chade era, como siempre, un poder en la sombra. Todo eso me cruzó la cabeza en un suspiro. Iba a volver la espalda a la puerta cuando oí mi nombre. Me giré.
Coronando la colina, procedente de la ciudad, venía Molly. Su vestido azul de sirvienta ondeaba en torno a sus pantorrillas mientras corría. Y corría pesadamente, sin gracia, sin sus acostumbradas y ágiles zancadas. Estaba exhausta, o al borde de la fatiga.
—¡Traspié! —gritó de nuevo, con temor en la voz.
Quise acudir a su encuentro pero la oficiala se interpuso en mi camino. En su rostro también había temor, pero no era menos su determinación.
—No puedo permitir que crucéis la puerta. Tengo órdenes.
Sentí deseos de apartarla de mi camino de un empujón. Me obligué a contener mi rabia. Pelear con ella no iba a ayudar a Molly.
—¡Pues ve tú con ella, maldita sea! ¿Es que no ves que esa mujer está en apuros?
Me sostuvo la mirada, sin moverse.
—¡Miles! —llamó, y el muchacho saltó como un resorte—. Mira a ver qué le pasa a esa mujer. ¡Corriendo!
El guardia salió disparado. Me quedé en el sitio, con la oficiala plantada delante de mí, mirando impotente por encima de su hombro mientras Miles corría hacia Molly. Cuando la alcanzó, la rodeó con un brazo y cogió su cesta con la otra mano. Apoyándose en él, jadeante y al borde del llanto, Molly se acercó a la puerta. Pareció que transcurriera una eternidad hasta que logró entrar y echarse en mis brazos.
—Traspié, oh Traspié —sollozó.
—Ven —le dije.
La aparté de la guardia, la alejé de la puerta. Sabía que había hecho lo más sensato, lo más prudente, pero seguía sintiéndome avergonzado por ello.
—¿Por qué no… has venido a por mí? —jadeó Molly.
—La guardia no me ha dejado. Tienen órdenes de no dejarme salir de Torre del Alce —musité. Podía sentir sus escalofríos apoyada en mi cuerpo. La conduje detrás de un cobertizo, fuera de la vista de los guardias boquiabiertos en la puerta. La abracé hasta que se serenó—. ¿Qué sucede? ¿Qué ha ocurrido?
Intenté que mi voz sonara tranquilizadora. Le aparté el pelo que le caía sobre la cara. Transcurridos unos instantes se calmó entre mis brazos. Su respiración se aquietó, pero seguía temblando.
—Había bajado a la ciudad. Lady Paciencia me había dado la tarde libre. Necesitaba unas cosas… para mis velas.
Mientras hablaba, remitieron sus temblores. Le sujeté la barbilla para mirarla a los ojos.
—¿Entonces?
—Estaba… volviendo. Estaba en la cuesta, ya fuera de la ciudad. Donde crecen los alisos.
Asentí. Conocía el lugar.
—Oí que venían unos caballos. Deprisa. Así que me aparté de la carretera para dejarlos pasar. —Empezó a tiritar de nuevo—. Seguí caminando, pensando que me adelantarían. Pero de repente los tuve justo a mi espalda, y cuando miré por encima del hombro se me estaban echando encima. No seguían la carretera, sino que venían a por mí. Me tiré a los matorrales y siguieron avanzando hacia mí. Me di la vuelta y corrí, pero me siguieron…
Estaba alzando la voz por momentos.
—¡Chis! Espera un poco. Tranquilízate. Piensa. ¿Cuántos eran? ¿Los reconociste?
Zangoloteó la cabeza.
—Dos. No pude verles la cara. Huía de ellos, y llevaban esos cascos que te tapan la nariz y los ojos. Me persiguieron. La cuesta es muy empinada, tú lo sabes, y está llena de maleza. Intenté despistarlos pero guiaban sus caballos en medio de los arbustos detrás de mí. Me conducían igual que los perros a las ovejas. Yo corría y corría pero no lograba despistarlos. Entonces me caí, tropecé con un tronco y me caí. Y ellos desmontaron. Uno de ellos me sujetó mientras el otro me quitaba la cesta. Lo tiró todo al suelo, como si estuviera buscando algo, pero no paraban de reírse. Y pensé…
Ahora mi corazón latía tan desbocado como el de Molly.
—¿Te han hecho daño? —pregunté con ferocidad.
Se interrumpió, indecisa, antes de negar con la cabeza.
—No es lo que piensas. Uno me… me sujetaba, nada más. Se reían. El otro, dijo… dijo que yo era una imbécil por dejarme manipular por un bastardo. Dijeron…
Volvió a interrumpirse un momento. Lo que fuera que le habían dicho, lo que la hubieran llamado era lo bastante grotesco como para que ella no quisiera repetirlo delante de mí. Sentí como si me atravesara una espada. Habían conseguido herirla de tal modo que ni siquiera quería compartir el dolor.
—Me avisaron —continuó por fin—. Dijeron que me mantuviera alejada del bastardo. Que no le hiciera el trabajo sucio. Dijeron… cosas que no comprendí, algo sobre mensajes, y espías y traición. Dijeron que podían asegurarse de que todos supieran que yo era la puta del bastardo. —Intentó pronunciar aquellas palabras con naturalidad, pero brotaron con demasiada fuerza. Desafiándome a contenerme ante ellas—. Luego dijeron… que me ahorcarían… si no les hacía caso. Que hacer recados para un traidor me convertía en traidora. —Su voz se volvió extrañamente serena—. Luego me escupieron. Y se fueron. Los oí alejarse, pero durante mucho tiempo no tuve valor para levantarme. Nunca he pasado tanto miedo. —Me miró y sus ojos eran como heridas abiertas—. Ni siquiera mi padre me daba tanto miedo.
La atraje hacia mí.
—Todo es por mi culpa.
Ni siquiera me di cuenta de que había hablado en voz alta hasta que se apartó de mí y me observó, desconcertada.
—¿Por tu culpa? ¿Es que has hecho algo malo?
—No. No soy un traidor. Pero sí un bastardo. Y he dejado que eso te salpique. Todo sobre lo que me previno Paciencia, todo lo que predijo Ch… todo el mundo, todo se está cumpliendo. Yo te he metido en esto.
—¿Qué sucede? —preguntó suavemente, con ojos desorbitados. Se le cortó la respiración—. Dijiste… que la guardia no te deja cruzar la puerta. Que no puedes salir de Torre del Alce. ¿Por qué?
—No lo sé con exactitud. Hay muchas cosas que no entiendo. Pero sí sé una cosa. Tengo que protegerte. Eso significa mantenerme lejos de ti, una temporada. Y tú de mí. ¿Lo comprendes?
Una chispa de rabia prendió en sus ojos.
—¡Comprendo que quieres dejarme sola!
—No. No es eso. Tenemos que hacerles creer que han conseguido asustarte, que estás obedeciéndolos. Entonces estarás a salvo. No tendrán motivos para volver a acosarte.
—¡Es que han conseguido asustarme, idiota! —siseó—. Sólo sé una cosa: cuando alguien sabe que le tienes miedo, nunca estás a salvo de esa persona. Si ahora les hago caso, volverán a por mí. Para ordenarme que haga otras cosas, para ver hasta dónde estoy dispuesta a obedecer.
Ésas eran las cicatrices que había dejado su padre en su vida. Cicatrices que eran una fuente de fuerza, pero también de debilidad.
—Ahora no es el momento de enfrentarse a ellos —susurré. No dejaba de mirar por encima de su hombro, esperando que de un momento a otro apareciera la guardia para ver dónde nos habíamos metido—. Ven —dije, y nos adentramos en el laberinto de cobertizos y dependencias.
Anduvo en silencio a mi lado unos momentos, antes de soltarme la mano de golpe.
—Ahora es el momento de enfrentarse a ellos —declaró—. Porque si empiezas a posponerlo no lo harás nunca. ¿Por qué no iba a ser éste el momento?
—Porque no quiero que te impliques en esto. No quiero que resultes herida. No quiero que la gente diga que eres la puta del bastardo.
Apenas si conseguí arrancar las palabras de mi boca.
Molly levantó la cabeza.
—No he hecho nada de lo que deba avergonzarme —dijo, lacónica—. ¿Y tú?
—No. Pero…
—«Pero.» Tu palabra favorita —dijo con amargura.
Se alejó de mí.
—¡Molly! —corrí tras ella, la agarré por los hombros. Giró en redondo y me golpeó. No fue una bofetada, sino un puñetazo en los labios que me hizo tambalear y me llenó la boca de sangre. Se quedó allí plantada, retándome a tocarla de nuevo. No lo hice—. No digo que no debamos luchar. Sólo que no quiero implicarte en esto. Dame una oportunidad para arreglarlo a mi manera —dije. Sabía que me sangraba la barbilla. Dejé que ella la viera—. Confía en que, si me das tiempo, los encontraré y se lo haré pagar. A mi manera. Ahora háblame de esos hombres. Qué ropas llevaban, cómo montaban. ¿Qué aspecto tenían los caballos? ¿Hablaban con el acento de Gama o eran del interior? ¿Tenían barba? ¿De qué color tenían el pelo, los ojos?
Vi que intentaba pensar, vi que su mente se resistía a rememorar el encuentro.
—Pardos —dijo al fin—. Los caballos eran pardos, con la crin y la cola negras. Y los hombres tenían un acento extraño. Uno tenía una barba negra. Creo. Cuesta ver las cosas con la cara pegada al suelo.
—Bien. Eso está bien —dije, aunque no me había contado absolutamente nada. Agachó la cabeza para no seguir viendo la sangre en mi cara—. Molly —dije en voz más baja—. No voy a ir… a tu cuarto. En una temporada. Porque…
—Tienes miedo.
—¡Sí! —siseé—. Sí, claro que tengo miedo. Tengo miedo de que te hieran, de que te maten. Para hacerme daño a mí. No voy a ponerte en peligro yendo a verte.
Permaneció inmóvil. No podía saber si me estaba escuchando o no. Cruzó los brazos sobre su pecho, abrazándose a sí misma.
—Te amo demasiado para permitir que ocurra eso.
Mis palabras sonaron débiles, aun a mis oídos.
Dio media vuelta y se fue. Seguía abrazándose como si quisiera impedir que se cayera a pedazos. Parecía muy desamparada con sus desgarradas faldas azules, cabizbaja.
—Molly Faldas Rojas —susurré tras ella, pero ya no veía a esa Molly.
Sólo veía a la que yo mismo había creado.