22

Burrich

Lady Paciencia, quien fuera Reina a la Espera del Rey a la Espera Hidalgo, era oriunda de las tierras del interior. Sus padres, lord Robledal y lady Avería, pertenecían a una nobleza de bajo estrato. El que Paciencia se elevara por encima de su posición para matrimoniar un príncipe del reino debió de suponerles toda una conmoción, especialmente dada la naturaleza extravagante y, como dirían algunos, obtusa de su hija. La ambición declarada de Hidalgo de casarse con lady Paciencia fue el origen de su primera disputa con su padre, el rey Artimañas. Mediante ese enlace no ganaba valiosas alianzas ni ventajas políticas, sólo una mujer sumamente excéntrica cuyo enorme amor por su marido no le impedía manifestar de viva voz opiniones las más de las veces impopulares. Tampoco la apartaba del tenaz propósito de volcarse de pleno sobre cualquier afición que llamara su antojadiza atención. Sus progenitores fallecieron antes que ella, durante el año de la Talasemia, y Paciencia seguía sin haber alumbrado ningún hijo cuando su marido, Hidalgo, encontró la muerte al caerse de un caballo.

Me desperté. O, al menos, volví en mí. Estaba en mi cama, cómodamente arropado. No me moví, pero me ausculté tentativamente en busca de indicios de dolor. Mi cabeza había dejado de martillar, pero me sentía cansado y dolorido, envarado como suele sentirse uno cuando remite el dolor. Me subió un escalofrío por la espalda. Molly estaba desnuda a mi lado, respirando suavemente sobre mi hombro. El fuego casi se había apagado. Escuché. O bien era muy, muy tarde, o muy temprano. El silencio era casi absoluto en el castillo.

No recordaba cómo había llegado allí.

Volví a estremecerme. A mi lado, Molly se agitó. Se apretó contra mí, sonriendo adormilada.

—Qué raro eres a veces —exhaló—. Pero te quiero.

Cerró los ojos de nuevo.

¡Ojos de Noche!

Estoy aquí. Siempre estaba allí.

De pronto no pude preguntar, no quería saberlo. Me limité a quedarme tendido, sintiéndome enfermo, triste y desolado.

Intenté despertarte, pero todavía no estabas listo para volver. Ese Otro te había dejado agotado.

Ese «Otro» es nuestro rey.

Tu rey. Los lobos no tenemos rey.

¿Qué has…? Dejé el pensamiento sin terminar. Gracias por protegerme.

Percibió mi reserva. ¿Qué querías que hiciera? ¿Despreciarla? Estaba muy triste.

No lo sé. No hablemos de eso. ¿Molly estaba triste y él la había consolado? Ni siquiera sabía por qué estaba triste. Había estado triste, me corregí, observando la delicada sonrisa en su rostro dormido. Suspiré. Sería mejor afrontarlo cuanto antes. Además, tenía que enviarla de vuelta a su cuarto. No convenía que estuviera allí cuando despertara el castillo.

—¿Molly? —llamé en voz baja.

Se revolvió y abrió los ojos.

—Traspié —me saludó adormilada.

—Por nuestra seguridad, tienes que volver a tu cuarto.

—Ya lo sé. Ni siquiera debería haber venido, para empezar. —Se interrumpió—. Todas las cosas que te dije hace unos días. No…

Le puse un dedo en los labios. Sonrió debajo de él.

—Haces que estos nuevos silencios sean… muy interesantes. —Me apartó la mano y la besó cálidamente. Bajó de la cama y empezó a vestirse deprisa. Me levanté, moviéndome más despacio. Me miró de reojo, con expresión enamorada—. Me iré sola. Es más seguro. No deberían vernos juntos.

—Algún día, eso… —empecé.

Esta vez fue ella la que me acalló posando su mano en mis labios.

—No hablemos ahora de eso. Dejemos la noche tal y como está. Perfecta.

Me besó otra vez, muy rápido, se escurrió entre mis brazos y cruzó la puerta. La cerró en silencio a su espalda. ¿Perfecta?

Terminé de vestirme y avivé el fuego. Me senté junto al hogar y esperé. No hube de esperar mucho antes de recibir mi recompensa. Se abrió la entrada al dominio de Chade. Subí las escaleras tan deprisa como pude. Chade estaba sentado frente a su chimenea.

—Tienes que escucharme —dije a modo de saludo.

Enarcó las cejas alarmado por la intensidad de mi voz. Señaló una silla próxima a él y me acomodé en ella. Abrí la boca para hablar.

Lo que hizo Chade en ese momento me puso el vello de punta. Miró a su alrededor, como si estuviéramos en medio de una multitud. Se tocó los labios y me indicó que hablara en voz baja. Se inclinó hacia mí hasta que nuestras cabezas casi se tocaron.

—Calma, calma. Siéntate. ¿Qué sucede?

Me senté en mi lugar acostumbrado, encima de la chimenea. Mi corazón latía desbocado. Entre todos los lugares de Torre del Alce, jamás había imaginado que tuviera que cuidar mis palabras allí.

—Está bien —susurró—. Informa.

Cogí aliento y comencé. No omití nada y revelé mi vínculo con Veraz para que la historia tuviera sentido. Me prodigué en detalles: la paliza del bufón, la ofrenda de Kettricken a Osorno y mi servicio al rey esa misma noche. Serena y Justin en mi cuarto. Cuando mencioné los espías de Regio, frunció los labios pero no parecía sorprendido del todo. Cuando concluí, me observó con tranquilidad.

Otro susurro.

—¿Y qué extraes de todo esto? —me preguntó, como si fuese un rompecabezas que me hubiera ordenado montar a modo de lección.

—¿Puedo expresar mis sospechas con franqueza? —pregunté en voz baja.

Asintió con la cabeza.

Suspiré aliviado. Cuando hablé del cuadro que había ido componiendo a lo largo de las últimas semanas, sentí que me quitaba un gran peso de encima. Chade sabría qué hacer. De modo que hablé, deprisa, con brusquedad. Regio sabía que el rey se moría. Wallace era su herramienta, el que mantenía sedado al monarca y obedecía los deseos de Regio. Se proponía desacreditar a Veraz, despojar a Torre del Alce del último ápice de riqueza que pudiera. Pensaba abandonar Osorno en manos de los corsarios, tenerlos ocupados mientras Regio perseguía sus propósitos particulares. Pintar a Kettricken como una extranjera que ambicionaba el trono. Una esposa artera y desleal. Hacerse con todo el poder. Su objetivo final era la corona. O al menos tanta cantidad de los Seis Ducados como pudiera procurarse. De ahí las lisonjas que prodigaba a los duques terrales y sus nobles.

Chade asentía sin darse cuenta mientras yo hablaba. Cuando hice una pausa, apostilló en voz baja:

—Hay muchos agujeros en esa red que dices que está tejiendo Regio.

—Puedo rellenar unos cuantos —susurré—. ¿Y si la camarilla que creó Galeno fuese leal a Regio? ¿Y si todos los mensajes llegaran antes a él y sólo los que él aprobara alcanzasen su destino original?

El semblante de Chade se tornó serio e insondable.

Mis susurros se volvieron aún más desesperados.

—¿Y si los mensajes se retrasaran lo justo para frustrar todos nuestros intentos por defendernos? Hace que Veraz quede como un tonto, socava la confianza en él.

—¿Veraz no se daría cuenta?

Negué despacio con la cabeza.

—Su Habilidad es muy poderosa pero no puede tener oídos en todas partes al mismo tiempo. La fuerza de su talento estriba en su capacidad para concentrarlo. A fin de espiar a su camarilla tendría que renunciar a vigilar la costa en busca de Velas Rojas.

—¿Es… está Veraz al corriente de esta conversación?

Me encogí de hombros, compungido.

—No lo sé. Ésa es la maldición de mis defectos. Mi conexión con él es errática. A veces reconozco su mente tan clara como si estuviera a mi lado y me hablara en voz alta. En ocasiones casi no puedo percibir su presencia. Esta noche, cuando hablaban a través de mí, oí todas sus palabras. Ahora… —Busqué en mi interior, como si palpara los bolsillos de mi mente—. Lo único que percibo es que seguimos estando conectados.

Me agaché y apoyé la cabeza en las manos. Estaba exhausto.

—¿Té? —me ofreció gentilmente Chade.

—Por favor. ¿Puedo quedarme sentado otro rato, en silencio? Creo que nunca me había dolido tanto la cabeza.

Chade puso una olla en el fuego. Observé con desagrado cómo mezclaba las hierbas para la infusión. Un poco de corteza feérica, pero no tanta como me habría hecho falta primero. Menta y hojas de nébeda. Una pizca de la preciada raíz de jengibre. Reconocí muchos de los ingredientes que empleaba para mitigar la fatiga inducida por la Habilidad que padecía Veraz. Regresó para sentarse a mi lado de nuevo.

—No es posible. Lo que sugieres requeriría que la camarilla siguiera ciegamente a Regio.

—Esa fidelidad puede generarla alguien fuertemente habilitado. Mi defecto es el resultado de lo que me hizo Galeno. ¿Recuerdas la admiración fanática que sentía Galeno por Hidalgo? Era una lealtad artificial. Galeno podría habérsela inculcado antes de morir, en el momento de concluir su formación.

Chade meneó lentamente la cabeza.

—¿Crees que Regio podría ser tan estúpido como para pensar que las Velas Rojas se conformarían con Osorno? Con el tiempo aspirarán a conquistar Gama, luego irán a por Garrón y Torote. ¿Con qué se quedaría él?

—Con los ducados terrales. Los únicos que le importan, los únicos con los que goza de una lealtad recíproca. Eso le daría un vasto perímetro de tierra en el que aislarse de cualquier cosa que intentaran los corsarios. Y al igual que tú, es posible que opine que no ansían territorios, sino únicamente tierras que saquear. Son gente de mar. No lo molestarán tierra adentro. Y los ducados costeros estarán demasiado ocupados peleando con las Velas Rojas como para volverse contra Regio.

—Si los Seis Ducados pierden sus costas, perderán también el comercio, la pesca. ¿Qué gracia les haría eso a sus duques terrales?

Me encogí de hombros.

—No lo sé. No tengo todas las respuestas, Chade. Pero es la única teoría que se me ocurre en la que encajan casi todas las piezas.

Se levantó para verter un poco de agua de la olla en una tetera de barro. Lo aclaró bien con el agua hirviendo y luego añadió el envoltorio de papel con las hierbas que había preparado. Lo vi cubrir las hierbas con agua. La fragancia de un jardín llenó sus aposentos. Me quedé con la imagen del anciano poniendo la tapa en la tetera, atesoré el sencillo momento en que depositó el recipiente en una bandeja con unas tazas y lo guardé con cuidado en un rincón de mi corazón. La edad estaba ganándole la partida a Chade, tan implacable como la enfermedad que devoraba a Artimañas. Sus ágiles movimientos ya no eran tan seguros, su agudeza de halcón ya no era tan veloz como antes. Se me encogió el corazón de repente al atisbar lo inevitable. Cuando me puso una taza de té caliente en las manos, vio mi expresión y frunció el ceño.

—¿Qué ocurre? —susurró—. ¿Quieres que le eche un poco de miel?

Meneé la cabeza ante sus preguntas, di un sorbo de té y casi me pelé la lengua. Un sabor agradable se imponía al amargor de la corteza feérica. Transcurrido un momento sentí que se me despejaba la cabeza y que un dolor en el que ya apenas reparaba se retiraba a dormir.

—Mucho mejor así.

Suspiré y Chade me hizo una reverencia, complacido.

Volvió a inclinarse hacia mí.

—Sigue siendo una teoría endeble. A lo mejor lo único que ocurre es que tenemos un príncipe egocéntrico al que le gusta agasajar a sus aduladores en ausencia del heredero. Descuida la defensa de su costa porque es tonto de capirote y porque espera que su hermano arregle el estropicio cuando vuelva a casa. Expolia las arcas y vende caballos y reses para llenarse los bolsillos ahora que no hay nadie para impedírselo.

—Entonces, ¿para qué acusa de traición a Osorno? ¿Para qué deja a Kettricken como una extranjera traidora? ¿Para qué propaga rumores que ridiculizan a Veraz y su misión?

—Celos. Regio siempre ha sido el niño mimado de su padre. No creo que se volviera contra Artimañas. —Algo en la voz de Chade me hizo comprender que eso era lo que deseaba creer desesperadamente—. Soy yo el que suministra a Wallace las hierbas con que paliar los dolores de Artimañas.

—No pongo en duda tus hierbas, pero creo que les añaden algunas más.

—¿Con qué fin? Aunque Artimañas muera, Veraz seguirá siendo el heredero.

—A menos que Veraz fallezca primero. —Levanté una mano cuando Chade abrió la boca para protestar—. No hace falta que muera de verdad. Si Regio controla la camarilla, puede propagar la noticia de la muerte de Veraz cuando le plazca. Regio se convertiría en Rey a la Espera. Entonces…

Dejé la frase en el aire.

Chade exhaló un largo suspiro.

—Basta. Me has dado mucho en que pensar. Investigaré tus ideas según mis propios recursos. Por ahora, tienes que cuidar de ti mismo. Y de Kettricken. Y del bufón. Con que haya una sola gota de verdad en tu teoría, todos seréis escollos en el camino de Regio.

—¿Y qué hay de ti? —pregunté en voz baja—. ¿Qué es este sigilo con el que debemos andarnos ahora?

—Hay una cámara que tiene la pared pegada a ésta. Siempre ha estado desocupada. Pero ahora uno de los huéspedes de Regio se ha instalado en ella. Refuljo, primo de Regio y heredero del ducado de Lumbrales. El hombre tiene el sueño muy ligero. Se ha quejado a los sirvientes de que hay ratas en las paredes. Luego, anoche, Sisa volcó una cazuela y armó un buen escándalo. Lo despertó. Resulta que el hombre también es muy curioso. Ahora va por ahí preguntando a la servidumbre si alguna vez ha habido fantasmas en Torre del Alce. Y lo he oído dando golpecitos en las paredes. Me parece que sospecha de la existencia de esta habitación. Tampoco debemos preocuparnos demasiado; se irá enseguida, estoy seguro. Pero no está de más ser precavidos.

Intuía que eso no era todo, pero si había algo que no quería contarme no ganaría nada interrogándolo. No obstante, formulé otra pregunta.

—Chade. ¿Todavía ves al rey una vez al día?

Se miró las manos y meneó la cabeza despacio.

—Creo que Regio sospecha de mi existencia. Lo admito. Algo sospecha, eso seguro, y siempre tiene a alguno de sus lacayos al acecho. Me complica la vida. Pero ya está bien de preocupaciones. Pensemos en cómo enderezar las cosas.

Y así empezó una larga discusión acerca de los Vetulus, basada en lo poco que sabíamos de ellos. Discutimos qué pasaría si Veraz tuviera éxito y especulamos sobre el tipo de ayuda que nos ofrecerían los Vetulus. Chade parecía hablar con mucha esperanza y sinceridad, con entusiasmo incluso. Yo intentaba compartirlo, pero en mi opinión la salvación de los Seis Ducados pasaba por eliminar a la víbora que anidaba en nuestro seno. No transcurrió mucho tiempo antes de que me enviara de vuelta a mi dormitorio. Me tumbé en la cama con la intención de descansar unos minutos antes de encarar el nuevo día, pero terminé sumiéndome en un profundo sueño.

Fuimos bendecidos con tormentas una temporada. Cada día que me despertaba con el viento y la lluvia repicando contra mis postigos era un día precioso. Intenté pasar inadvertido en el castillo, evitando a Regio aunque eso significara comer siempre en la sala de guardia, escurriéndome fuera de cualquier estancia en la que entraran Justin y Serena. También Will había vuelto de su puesto en la Torre Roja de Osorno. A veces lo veía en compañía de Serena y Justin. Por lo general holgazaneaba sentado en el salón, con los párpados pesados siempre a punto de cerrársele. El desprecio que sentía por mí distaba de asemejarse al profundo odio que me profesaban Justin y Serena, pero eso no me impedía evitarlo también. Me decía que era prudente, pero en el fondo me acusaba de cobardía. Visitaba a mi rey siempre que me dejaban. No lo suficiente.

Llegó una mañana en que me despertó alguien aporreando mi puerta y gritando mi nombre. Salté de la cama a trompicones y abrí la puerta de golpe. Un mozo de cuadra con el semblante demudado temblaba de pies a cabeza en el umbral.

—Dice Manos que vengas a los establos. ¡Enseguida!

No me dio tiempo a replicar nada a su imperioso mensaje; salió corriendo como si lo persiguieran siete tipos de demonios distintos.

Me puse la misma ropa del día anterior. Pensé en echarme agua por la cara, o recogerme el pelo en una coleta, pero esos pensamientos se me ocurrieron cuando ya había bajado la mitad de las escaleras. Mientras cruzaba el patio a la carrera pude oír voces airadas procedentes del establo. Sabía que Manos no me habría hecho llamar por una simple pelea entre mozos de cuadra. No lograba imaginarme a qué venía esa urgencia. Empujé las puertas del establo y me abrí paso entre un corro de caballerizos y mozos de cuadra hasta llegar al centro de la conmoción.

Era Burrich. Ya no estaba gritando. Cansado y sucio por el viaje, ahora había enmudecido. Manos estaba a su lado, pálido pero firme.

—No tuve elección —dijo en voz baja en respuesta a algo que debía de haberle preguntado Burrich—. Tú habrías hecho lo mismo.

Burrich tenía el semblante demudado. La conmoción había apagado el brillo de sus ojos.

—Ya lo sé —dijo, al cabo—. Ya lo sé. —Se giró hacia mí—. Traspié. Se han llevado mis caballos.

Se tambaleaba ligeramente.

—Manos no tiene la culpa —respondí con voz queda. Luego pregunté—: ¿Dónde está el príncipe Veraz?

Arrugó el ceño y me observó con extrañeza.

—¿No me esperabas? —Se interrumpió y continuó, alzando la voz—: Se enviaron mensajes con antelación. ¿No los habéis recibido?

—No hemos oído nada. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué has vuelto?

Observó a los boquiabiertos mozos de cuadra y una parte del viejo Burrich regresó a su mirada.

—Si no lo sabéis todavía, no es algo que se deba discutir entre villanos. Debo ver al rey enseguida. —Irguió la espalda y volvió a mirar a su alrededor. La acostumbrada crispación de su voz se hizo sentir de nuevo cuando preguntó—: ¿Es que no tenéis nada que hacer? En cuanto vuelva del castillo quiero ver cómo os las habéis apañado en mi ausencia.

Igual que la niebla frente a los rayos del sol, el grupo de trabajadores se disipó. Burrich se giró hacia Manos.

—¿Quieres ocuparte de mi caballo? El pobre Rubí lo ha pasado mal estos días. Trátalo bien, ahora que ha vuelto a casa.

Manos asintió.

—Desde luego. ¿Mando llamar al curandero? Puedo pedirle que esté aquí esperándote para cuando regreses.

Burrich zangoloteó la cabeza.

—Lo que pueda hacerse por él lo haré yo mismo. Acércate, Traspié. Dame tu brazo.

Incrédulo, extendí el brazo y Burrich lo aceptó y se apoyó pesadamente en él. Por primera vez miré hacia abajo. Lo que en un principio había tomado por unas gruesas polainas de invierno era en realidad un aparatoso vendaje que le cubría la pierna mala. Evitaba cargar el peso sobre ella y se volcó sobre mí mientras avanzaba cojeando. Podía sentir el cansancio que palpitaba por todo su cuerpo. De cerca, olí en él el sudor del dolor. Tenía la ropa sucia y rota, tiznadas las manos y la cara. Su aspecto era lo menos parecido al suyo habitual que me podía imaginar.

—Por favor —musité mientras nos dirigíamos al castillo—. ¿Veraz está bien?

Esbozó la sombra de una sonrisa.

—¿Crees que nuestro príncipe podría estar muerto y yo todavía con vida? Me ofendes. Además, usa la cabeza. Ya lo sabrías si estuviera muerto. O herido. —Hizo una pausa y me estudió detenidamente—. ¿Verdad?

Era obvio a qué se refería. Compungido, admití:

—Nuestra conexión no es muy fiable. Algunas cosas están claras. Otras no. No sabía nada de esto. ¿Qué ha pasado?

Parecía pensativo.

—Veraz dijo que intentaría comunicarse a través de ti. Si no has informado de nada a Artimañas, esta información debería escucharla antes el rey.

No hice más preguntas.

Había olvidado cuánto hacía que no veía Burrich al rey Artimañas. La mañana no era el mejor momento del día para el monarca, pero cuando se lo mencioné a Burrich, dijo que prefería informar inmediatamente aunque fuese en mala hora que informar tarde. De modo que llamamos a la puerta y, para mi sorpresa, se nos permitió pasar. Una vez dentro, comprendí que había sido gracias a que Wallace no andaba por allí.

En cambio, al cruzar la puerta fue el bufón quien me preguntó de buen humor:

—¿Vuelves a por otro poquito de humo? —Cuando reparó en Burrich, la sonrisa burlona desapareció de su rostro. Me miró a los ojos—. ¿El príncipe?

—Burrich tiene que informar de algo al rey.

—Intentaré despertarlo. Aunque a juzgar por cómo está últimamente, tanto daría informarle despierto que dormido. Se iba a enterar de lo mismo.

Acostumbrado como estaba a las pullas del bufón, aquello me dolió. El sarcasmo no resultaba eficaz porque había demasiada resignación en su voz. Burrich me miró preocupado. Susurró:

—¿Qué le ocurre a mi rey?

Meneé la cabeza pidiéndole silencio e intenté convencerlo para que se sentara.

—Veré a mi rey de pie, hasta que él me dé permiso para sentarme —dijo con obstinación.

—Estás herido. Él lo entendería.

—Es mi rey. Eso es lo que entiendo yo.

Renuncié a disuadirlo. Esperamos un rato, y algo más que un rato. Al cabo salió el bufón del dormitorio del monarca.

—No se siente bien —nos previno—. He tardado en hacerle comprender quién ha venido. Pero dice que escuchará vuestro informe. En sus aposentos.

Burrich se apoyó en mí cuando nos adentramos en la penumbra cargada de humo de la habitación del rey. Vi que Burrich arrugaba la nariz con desagrado. Había varios incensarios pequeños encendidos y el acre tufo del humo lo impregnaba todo. El bufón había apartado los doseles de la cama y, cuando nos detuvimos, ahuecó y mulló cojines y almohadas tras la espalda del rey hasta que Artimañas le indicó que se retirara con un ademán.

Contemplé a nuestro monarca y me pregunté cómo era posible que no hubiera reparado en los indicios de su enfermedad. Eran evidentes si se fijaba uno. La demacración general de su cuerpo, el matiz cáustico de su sudor, el tinte amarillo en el blanco de sus ojos: al menos eso tendría que haberlo visto. La conmoción que se reflejó en la cara de Burrich me dijo claramente que el cambio operado en Artimañas desde la última vez que lo había visto era inmenso. Pero se sobrepuso y enderezó la espalda.

—Alteza, vengo a daros mi informe —dijo con formalidad.

Artimañas parpadeó muy despacio.

—Informe —dijo vagamente.

No sé si estaba dando una orden a Burrich o si se limitaba a repetir la palabra.

Burrich lo tomó como una orden. Fue tan conciso y exacto como siempre me pedía a mí que lo fuera. Apoyó su peso en mi hombro mientras relataba el viaje del príncipe Veraz en medio de las nieves del invierno, siempre con rumbo al Reino de las Montañas. Habló llanamente, sin escoger las palabras. El viaje había estado lleno de penurias. Pese a los mensajeros enviados por delante de la expedición de Veraz, la hospitalidad y la ayuda por el camino habían escaseado. Aquellos nobles cuyos hogares se contaban a lo largo de la ruta alegaban no estar al corriente de la venida de Veraz. En muchos casos, sólo encontraron criados para recibirlos, y la misma hospitalidad que se le habría ofrecido a cualquier viajero ordinario. Las provisiones y los caballos de refresco que deberían haber estado aguardándolos en los puntos asignados no estaban allí. Los caballos habían padecido más que los hombres. El tiempo había sido inclemente.

Mientras Burrich hablaba sentí que lo recorría algún escalofrío de vez en cuando. El hombre estaba al borde del agotamiento. Pero cada vez que tiritaba sentía que inspiraba hondo, sacaba fuerzas de flaqueza y proseguía.

Su voz sólo vaciló ligeramente cuando empezó a narrar la emboscada que habían sufrido en las llanuras de Lumbrales, antes de divisar el Lago Azul. Sin extraer conclusiones propias, se limitó a observar que los bandidos peleaban a la usanza militar. Aunque no lucían los colores de ningún duque, parecían bien vestidos y armados para tratarse de unos simples bandoleros. Y era evidente que Veraz era su objetivo. Cuando dos de los animales de carga se espantaron y huyeron, ninguno de los agresores partió en su persecución. Cualquier bandido preferiría dar caza a una bestia cargada de provisiones que enfrentarse a unos hombres armados. La compañía de Veraz encontró finalmente un lugar desde el que hacer frente y los habían resistido. Sus atacantes se dieron por vencidos cuando comprendieron que la guardia de Veraz preferiría morir, hasta el último hombre, antes de rendirse o claudicar. Se alejaron a caballo, abandonando a sus muertos en la nieve.

—No nos derrotaron, pero tampoco salimos indemnes. Perdimos una buena porción de nuestros víveres. Siete hombres y nueve caballos perecieron en la escaramuza. Dos de nosotros sufrimos heridas graves. Las de otros tres revestían menos gravedad. El príncipe Veraz decidió enviar a los heridos de vuelta a Torre del Alce. Nos acompañaban dos hombres ilesos. Su plan era continuar con su empresa, llevar su guardia hasta el Reino de las Montañas y hacer que se quedara allí aguardando su retorno. Puso a Endecho al mando de los que debíamos regresar. Veraz le confió información manuscrita. No sé qué tipo de información. Endecho y los demás fueron asesinados hace cinco días. Nos emboscaron a la vista de la frontera con Gama, mientras seguíamos el curso del río Alce. Arqueros. Fue muy… rápido. Cuatro de los nuestros cayeron fulminados. Mi caballo resultó herido en el flanco. Rubí es un animal joven. Sucumbió al pánico. Se abalanzó terraplén abajo hasta el río, y yo con él. Las aguas eran profundas en ese punto, y la corriente era fuerte. Me agarré a Rubí y los dos fuimos arrastrados río abajo. Oí cómo gritaba Endecho a los demás que huyeran, que alguien debía alcanzar Torre del Alce. Pero ninguno lo hizo. Cuando Rubí y yo logramos salir del Alce, volvimos. Encontré los cadáveres. Los papeles que portaba Endecho habían desaparecido.

Se mantuvo firme mientras informaba con voz clara. Sus palabras eran sencillas. Su parte era una simple descripción de lo que había ocurrido. No mencionó lo que había sentido al ser enviado de vuelta, ni al saberse el único superviviente de la comitiva. Sospechaba que esa noche se emborracharía como una cuba. Me pregunté si le apetecería beber acompañado. Pero por ahora guardaba silencio, aguardando las preguntas de su rey. El silencio se prolongó demasiado.

—¿Majestad? —aventuró.

El rey Artimañas se agitó entre las sombras de su lecho.

—Me recuerda mis años mozos —dijo con voz ronca—. Cuando podía montar y empuñar una espada. Cuando un hombre pierde eso… en fin, si pierde eso, en realidad habrá perdido mucho más. Pero ¿tu caballo está bien?

Burrich arrugó el entrecejo.

—Hice lo que pude por él, majestad. No le quedarán secuelas.

—Bien. Por lo menos eso, sí. Por lo menos eso. —El rey Artimañas hizo una pausa. Escuchamos su respiración un momento. Parecía que le costara trabajo mantenerla constante—. Ve y duerme un poco, hombre —dijo por fin, malhumorado—. Tienes un aspecto terrible. Luego… —Se interrumpió e inspiró dos veces—. Te llamaré luego. Cuando hayas descansado. Seguro que hay cosas que preguntar…

Dejó la frase en el aire y se limitó a resollar. Sus hondas bocanadas eran las de alguien que sufre un dolor casi insoportable. Recordé cómo me había sentido aquella noche. Intenté imaginarme escuchando el informe de Burrich mientras sufría ese dolor. Esforzándome por ocultarlo. El bufón se inclinó sobre el rey para ver su cara. Luego nos miró y sacudió discretamente la cabeza.

—Vamos —musité a Burrich—. Tu rey te ha dado una orden.

Parecía que se apoyaba más en mí cuando salimos del dormitorio del monarca.

—Es como si no le importara —dijo Burrich con voz queda, con discreción, mientras cruzábamos trabajosamente el pasillo.

—Le importa. Confía en mí. Le importa mucho. —Habíamos llegado a la escalera. Vacilé. Un tramo de escalones más abajo, cruzar el vestíbulo, la cocina, el patio y, por fin, los establos. Escaleras arriba hasta el desván de Burrich. O dos tramos más arriba y hasta mi cuarto al final del pasillo—. Te voy a subir a mi habitación —le dije.

—No. Quiero ir a casa.

Sonaba asustado como un chiquillo enfermo.

—Enseguida. Cuando hayas descansado un poco —repliqué con firmeza.

No se resistió cuando lo conduje escaleras arriba. No creo que tuviera fuerzas. Se apoyó en la pared mientras abría mi puerta y, una vez hecho esto, lo ayudé a entrar. Intenté que se tumbara en mi cama pero insistió en sentarse en la silla que había junto a la chimenea. Una vez acomodado, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Cuando se relajó, todas las privaciones del viaje afloraron a su rostro. Los huesos se le marcaban contra la piel y tenía un color horrible.

Levantó la cabeza y miró a su alrededor como si nunca antes hubiera visto mi cuarto.

—¿Traspié? ¿Tienes algo de beber por aquí?

Sabía que no me estaba pidiendo una taza de té.

—¿Brandy?

—¿Ese brebaje de moras que tú bebes? Antes me tomaría un frasco de linimento para los caballos.

Me volví hacia él, sonriendo.

—Me parece que de eso sí que tengo.

No reaccionó. Era como si no me hubiera oído.

Encendí el fuego. Rebusqué entre la pequeña reserva de hierbas que guardaba en mi habitación. No había gran cosa. Se lo había dado casi todo al bufón.

—Burrich, voy a buscarte algo de comer y unas cosas. ¿Vale?

No hubo respuesta. Ya se había quedado dormido en el sitio. Me acerqué a él. Ni siquiera me hacía falta tocarle la frente para saber que ardía de fiebre. Me pregunté qué le habría pasado esta vez a su pierna. Una herida nueva encima de otra vieja y a seguir cabalgando. No iba a curarse pronto, eso estaba claro. Me apresuré a salir de mi cuarto.

Sara estaba preparando budín en la cocina. La interrumpí para comunicarle que Burrich estaba herido y enfermo en mi habitación. Mentí y le dije que se moría de hambre, y que hiciera el favor de enviar un muchacho con comida y unos cubos de agua caliente. Encargó de inmediato a otra persona que removiera el budín y empezó a remover bandejas, ollas y cubiertos. Pronto tendría bastante comida para organizar un pequeño banquete.

Corrí a los establos para informar a Manos de que Burrich estaba en mis aposentos y se quedaría allí algún tiempo. Luego subí la escalera hasta el cuarto de Burrich. Me proponía conseguir allí las hierbas y raíces que iba a necesitar. Abrí la puerta. Hacía frío en la estancia. La humedad había calado en las paredes. Tomé nota mental de encargar a alguien que acudiera para encender el fuego y para traer comida, agua y velas. Burrich esperaba pasar fuera todo el invierno. Como cabía esperar, había despejado su cuarto hasta rayar en la austeridad. Encontré unos tarros de hierbas balsámicas, pero no recién secadas. O bien se las había llevado consigo, o bien se las había dado a alguien antes de partir.

Me planté en el centro de la sala y miré a mi alrededor. Hacía meses que no iba allí. Los recuerdos de la infancia acudieron en tropel a mi mente. Las horas pasadas frente a la chimenea, remendando o ungiendo los arneses. Solía dormir en un catre delante del fuego. Morrón, el primer perro al que me vinculé. Burrich se lo había llevado para intentar impedirme que utilizara la Maña. Meneé la cabeza para resistir el torrente de emociones contradictorias y me apresuré a abandonar el cuarto.

La siguiente puerta a la que llamé fue la de Paciencia. Me abrió Cordonia que, al reparar en mi expresión, preguntó de inmediato:

—¿Qué ha ocurrido?

—Burrich ha vuelto. Está en mi habitación. Está malherido. No tengo muchas hierbas curativas…

—¿Has mandado llamar al curandero?

Vacilé.

—A Burrich siempre le ha gustado hacer las cosas a su manera.

—Cuánta razón tienes. —Era Paciencia, que entraba en la sala de estar—. ¿Qué le ha pasado ahora a ese botarate? ¿Está bien el príncipe Veraz?

—El príncipe y su guardia fueron atacados. El príncipe salió ileso y ha proseguido su viaje a las montañas. Envió de regreso a los heridos, con una escolta de dos hombres sanos. Burrich es el único que ha sobrevivido y ha podido llegar a casa.

—¿Tan complicado ha resultado el viaje de vuelta? —preguntó Paciencia.

Cordonia deambulaba ya por la estancia, reuniendo hierbas, raíces y material para practicar vendajes.

—Frío y traicionero. Han recibido poca hospitalidad en el camino. Pero los hombres murieron porque los emboscaron unos arqueros justo al otro lado de la frontera de Gama. El caballo de Burrich se precipitó al río. La corriente los arrastró un trecho. Probablemente eso haya sido lo que lo salvó.

—¿Está muy malherido?

También Paciencia se había puesto en movimiento. Abrió un cajoncito y empezó a sacar bálsamos y tinturas preparadas.

—Su pierna. La misma. No lo sé con exactitud, todavía no le he echado un vistazo. Pero no soporta su peso, no puede caminar por sí solo. Y tiene fiebre.

Paciencia cogió una cesta y comenzó a llenarla de medicinas.

—Bueno, ¿qué haces ahí plantado? —me espetó—. Vuelve a tu cuarto y haz lo que puedas por él. Enseguida subimos con todo esto.

—No creo que os deje que le ayudéis —dije con brusquedad.

—Ya lo veremos —repuso tranquilamente Paciencia—. Ve y procura que haya agua caliente.

Los cubos de agua que había encargado me esperaban delante de mi puerta. Para cuando empezó a hervir el agua en mi olla, ya comenzaban a converger personas en mi habitación. Perol envió dos bandejas con comida, y leche templada además de té caliente. Paciencia llegó y empezó a ordenar sus hierbas encima de mi arcón. Pidió a Cordonia que le trajera una mesa y otras dos sillas. Burrich dormía profundamente en mi cama, sufriendo escalofríos ocasionales.

Con una familiaridad que me asombró, Paciencia le sintió la frente y le palpó la línea de la mandíbula en busca de hinchazones. Se agachó un poco para observar su rostro dormido.

—¿Burr? —llamó suavemente. Burrich ni siquiera pestañeó. Con dulzura, le acarició la cara—. Qué delgado estás, qué flaco —se lamentó Paciencia en voz baja. Humedeció un paño en agua tibia y le enjugó el rostro y las manos como si fuese un niño. Después quitó una manta de mi cama y se la echó con cuidado sobre los hombros. Me descubrió observándola fijamente y me fulminó con la mirada—. Necesito una palangana con agua caliente —espetó.

Mientras yo iba a buscar una, ella se acuclilló delante de él, sacó sus tijeras de plata y cortó el lateral de la venda que le cubría la pierna. El sucio vendaje tenía pinta de no haberse cambiado desde su inmersión en el río. Le subía por encima de la rodilla. Cuando Cordonia cogió la palangana con agua caliente y se arrodilló junto a ella, Paciencia abrió las vendas mugrientas como si fuese una cascara.

Burrich se despertó con un gruñido, hundiendo la cabeza en el pecho al tiempo que abría los ojos. Permaneció desorientado un momento. Me vio de pie frente a él y luego reparó en las dos mujeres agachadas a sus pies.

—¿Qué? —fue cuanto consiguió decir.

—Esto es un desastre —le dijo Paciencia. Se acomodó sobre los talones y lo miró como si acabara de pasearse por un suelo fregado con las botas llenas de barro—. ¿Por qué no has procurado mantenerlo limpio, al menos?

Burrich observó su pierna de reojo. La sangre reseca y el agua de río se habían unido en una costra sobre la fisura abotargada de su rodilla. Se encogió visiblemente ante la herida. Cuando replicó a Paciencia, lo hizo con voz baja y brusca.

—Cuando Rubí me sacó del río lo habíamos perdido todo. Vendas limpias, comida, todo. La podría haber descubierto, lavado, y luego dejar que se congelara. ¿Crees que ahora tendría mejor aspecto?

—La comida está aquí —intervine abruptamente.

Pensé que la única manera de evitar que discutieran era impedir que hablaran. Puse la mesita cargada con las bandejas de Perol al lado de su silla. Paciencia se incorporó para quitarse de en medio. Serví a Burrich un tazón de leche caliente y se lo puse en las manos. Empezaron a temblar ligeramente cuando se lo llevó a la boca. No me había dado cuenta de lo famélico que estaba.

—¡No te lo tragues todo de golpe! —objetó Paciencia.

Cordonia y yo le lanzamos sendas miradas de advertencia, pero parecía que la comida acaparaba la atención de Burrich. Posó el tazón y cogió un panecillo caliente que yo había untado con mantequilla. Se lo comió casi entero en el tiempo que tardé en rellenar su taza. Era extraño verlo temblar cuando tenía la comida en las manos. Me pregunté cómo había logrado contenerse hasta entonces.

—¿Qué le ha pasado a tu pierna? —preguntó Cordonia con delicadeza. Luego—: Aguanta —le advirtió, y le aplicó un paño caliente y chorreante sobre la rodilla.

Burrich se estremeció y palideció, pero no emitió sonido alguno. Bebió otro poco de leche.

—Una flecha —respondió al fin—. Perra suerte que se clavara donde se clavó. Justo en la herida que me hizo aquel jabalí tantos años atrás. Y se incrustó contra el hueso. Me la sacó Veraz. —Se reclinó de pronto en la silla, como si el recuerdo lo debilitara—. Justo encima de la vieja cicatriz —dijo débilmente—. Cada vez que doblaba la rodilla, se abría y sangraba un poco más.

—Deberías haber dejado la pierna quieta —observó Paciencia, inspirada. Los tres la miramos a la vez—. Oh, claro, supongo que no podías —se corrigió.

—Echémosle un vistazo ahora —sugirió Cordonia.

Tendió la mano hacia la compresa.

Burrich se lo impidió con un gesto.

—Déjalo. Ya me ocuparé yo cuando termine de comer.

—Cuando termines de comer te meterás en la cama —informó Paciencia—. Cordonia, por favor, hazte a un lado.

Para mi asombro, Burrich no rechistó. Cordonia se apartó y lady Paciencia se arrodilló delante del maestro caballerizo. Éste la observaba con una expresión extraña en el rostro mientras ella levantaba el paño. Mojó la punta de la compresa en agua limpia, la escurrió y lavó la herida con manos expertas. El paño caliente había desprendido la sangre encostrada. Limpia no ofrecía el aspecto malsano del principio. Seguía siendo una herida mala y las penurias que había tenido que soportar Burrich complicarían su cicatrización. La carne se había separado cuando tendría que haberse soldado, pero todos nos relajamos visiblemente mientras Paciencia limpiaba la herida. Un extremo estaba enrojecido, hinchado e infectado, pero no se apreciaban indicios de putrefacción ni se había ennegrecido la carne a su alrededor. Paciencia la estudió un momento.

—¿Qué te parece? —preguntó en voz alta, a nadie en concreto—. ¿Raíz de hierba hórrida, machacada y calentada? ¿Nos queda algo, Cordonia?

—Un poco, milady.

Cordonia se volvió hacia la cesta que habían traído consigo y empezó a rebuscar en ella.

Burrich se volvió hacia mí.

—¿Esos tarros son de mi cuarto?

Le indiqué que sí y asintió a su vez.

—Eso pensaba. El marrón achaparrado. Acércamelo.

Lo cogió de mis manos y lo destapó.

—Esto. Llevaba un poco cuando salí de Torre del Alce, pero se perdió con los animales de carga durante la primera emboscada.

—¿Qué es? —preguntó Paciencia.

Se acercó con la raíz de hierba hórrida para curiosear.

—Pamplina y hojas de llantén. Curadas en aceite y mezcladas con cera de abeja para formar una pomada.

—Eso debería dar resultado —concedió Paciencia—. Después del bálsamo de raíz.

Me preparé para escuchar su discusión, pero Burrich se limitó a asentir. De pronto parecía muy cansado. Se reclinó y se arropó mejor con la manta. Se le cerraban los ojos.

Llamaron a mi puerta. La abrí y apareció Kettricken acompañada de Romero.

—Una de mis doncellas me ha dicho que se rumorea que Burrich ha regresado —empezó. Entonces se fijó en la escena por encima de mi hombro—. Así que es cierto. ¿Y está herido? Y mi señor, oh, ¿qué le ha pasado a Veraz?

De repente palideció más de lo que yo hubiera creído posible.

—Se encuentra bien —le aseguré—. Adelante.

Me maldije por mi falta de previsión. Tendría que haberla informado inmediatamente del regreso de Burrich y de las nuevas que traía. Tendría que haber sabido que no se enteraría de otro modo.

Cuando entró, Paciencia y Cordonia levantaron la cabeza de la raíz de hierba hórrida que estaban vaporizando para saludarla con sendas reverencias y murmullos de bienvenida.

—¿Qué le ha pasado? —quiso saber Kettricken. Se lo dije, y también le conté todo lo que había dicho Burrich al rey Artimañas, pues pensé que tenía el mismo derecho a saber de su marido que el monarca a saber de su hijo. Palideció de nuevo cuando mencioné el atentado contra Veraz, pero guardó silencio hasta que hube concluido mi relato—. Gracias a los dioses que ya está cerca de mis montañas. Allí estará a salvo, de los hombres al menos. —Dicho aquello, se acercó a Paciencia y Cordonia. Habían ablandado la raíz lo suficiente para triturarla en un amasijo untuoso y estaban dejando que se enfriara antes de aplicarla a la infección—. Las yemas de fresno de la montaña limpian estupendamente ese tipo de heridas —sugirió en voz alta.

Paciencia le dirigió un tímido vistazo.

—Eso tengo entendido. Pero esta raíz tibia ayudará a eliminar la infección de la herida. Otra pomada excelente para la carne viva se hace con hoja de frambuesa y mucílago de olmo. También se aplica en forma de bálsamo.

—No tenemos hojas de frambuesa —recordó Cordonia a Paciencia—. No sé cómo se humedecieron y se han podrido.

—Yo tengo hojas de frambuesa si las necesitáis —se ofreció en voz baja Kettricken—. Preparo el té del desayuno con ellas. Es un remedio que me enseñó mi tía.

Agachó la cabeza y esbozó una sonrisa cohibida.

—¿Oh? —inquirió Cordonia, súbitamente interesada.

—Oh, cielos —exclamó de pronto Paciencia. Cogió a Kettricken de la mano con una confianza inusitada—. ¿Estás segura?

—Sí. Al principio pensé que sería… Pero luego empezaron los otros síntomas. Algunas mañanas, hasta el olor del té me revuelve el estómago. Y sólo me apetece quedarme en la cama.

—Pero si eso es lo que tendrías que hacer —exclamó Cordonia entre risas—. En cuanto a los mareos, pasan después de los primeros meses.

Me había quedado petrificado, excluido, olvidado. Las tres mujeres empezaron a reír a la vez.

—No me extraña que estés tan ansiosa por saber de tu marido. ¿Lo sabía él cuando se fue?

—Entonces yo ni siquiera lo sospechaba. Tengo tantas ganas de decírselo, de ver su cara…

—Estás embarazada —dije como un cretino.

Todas se giraron para mirarme y volvieron a reírse.

—Todavía es un secreto —me advirtió Kettricken—. No quiero que se corra el rumor antes de que lo sepa el rey. Quiero decírselo personalmente.

—Claro que no —le aseguré.

No le dije que el bufón ya lo sabía, y desde hacía días.

El hijo de Veraz, pensé. Un escalofrío repentino me recorrió la espalda. La bifurcación del camino que había previsto el bufón, la repentina multiplicidad de posibilidades. Un factor se imponía a todos los demás: la anulación de Regio, su alejamiento del trono. Otra pequeña vida se interponía entre él y el poder que anhelaba. Cuan poco le importaría.

—Desde luego que no —repetí con más convicción—. Lo mejor será que esta noticia sea un absoluto secreto.

Pues cuando se conociera, estaba seguro de que la vida de Kettricken correría tanto peligro como la de su esposo.