21

Días Aciagos

El rey Eyod del Reino de las Montañas ocupaba el trono durante los años de la Guerra de las Velas Rojas. El fallecimiento de su primogénito, Rurisk, había dejado a su hija Kettricken como única heredera del trono de las montañas. Según dictaba su tradición, ella se convertiría en reina de las montañas, o «sacrificio», como lo denomina ese pueblo, a la muerte de su padre. Por consiguiente, su boda con Veraz garantizaba no sólo que contáramos con un aliado que nos guardara las espaldas durante esos años tan inestables, sino también la promesa de la eventual adhesión de un «séptimo ducado» al Reino de los Seis Ducados. El hecho de que el Reino de las Montañas lindara únicamente con los ducados terrales de Haza y Lumbrales propiciaba que a Kettricken le preocupara enormemente la posibilidad de un levantamiento civil de los Seis Ducados. Había sido educada para ser sacrificio. Su deber para con su pueblo era de extrema importancia en su vida. Al convertirse en Reina a la Espera de Veraz, el pueblo de los Seis Ducados se hizo suyo también. Pero nada más lejos de su pensamiento que, a la muerte de su padre, las gentes de las montañas reclamaran el regreso de su «sacrificio». ¿Cómo podría cumplir con esa obligación cuando Lumbrales y Haza se interponían entre su pueblo y ella, no como parte de los Seis Ducados, sino como nación hostil?

Al día siguiente estalló una violenta tormenta. Fue una bendición y una maldición al mismo tiempo. Nadie debía temer que los corsarios asolaran la costa en un día así, pero también obligaba a mantener hacinado a un grupo de soldados soliviantados y enfrentados. En el castillo, Osorno era tan visible como invisible era Regio. Cada vez que me aventuraba al Gran Salón, allí estaba el duque Mazas, deambulando inquieto o contemplando fríamente las llamas de alguna de las chimeneas encendidas. Sus hijas lo flanqueaban como vigilantes leonas de las nieves. Celeridad y Fe eran jóvenes todavía y la impaciencia y la rabia se reflejaban sin disimulo en sus semblantes. Mazas había solicitado una audiencia oficial con el rey. Cuanto más tuviera que esperar, mayor sería el insulto implícito al ignorar la importancia del asunto que lo había llevado hasta allí. Y la continuada presencia del duque en nuestro Gran Salón era un anuncio ostentoso para sus seguidores de que el rey aún no se había dignado verlo. Yo observaba cómo bullía lentamente el agua de esa tetera y me preguntaba quién saldría peor escaldado cuando se derramara.

Estaba realizando mi cuarto registro sigiloso de la estancia cuando apareció Kettricken. Se había vestido con ropas sencillas: una túnica larga y recta de color púrpura con un corpiño blanco cuyas voluminosas mangas le cubrían las manos. Llevaba el cabello largo y suelto sobre los hombros. Entró con su acostumbrada falta de ceremonia, precedida únicamente de Romero, su pequeña dama de compañía, seguida de lady Modestia y lady Esperanza. Ni siquiera ahora que se había vuelto más popular entre las damas de la corte olvidaba que esas dos habían sido las primeras en aliviar sus horas de soledad, y a menudo las honraba solicitando su compañía. No creo que el duque Mazas reconociera a su Reina a la Espera en aquella mujer ataviada tan discretamente que se le acercó sin aminorar el paso.

Sonrió y le estrechó la mano a modo de saludo. Era la sencilla manera que tenía la gente de las montañas de reconocer a sus amigos. Dudo que se diera cuenta del honor que le hacía, ni de lo mucho que hizo aquel simple gesto por mitigar las horas de espera de Mazas. Sólo yo vi el cansancio en el rostro de Kettricken, estoy seguro, y las tumescencias que aureolaban sus ojos. Fe y Celeridad sucumbieron enseguida a la amabilidad de aquella atención para con su padre. La voz cristalina de Kettricken llegaba a todos los rincones del Gran Salón, por lo que todas las personas reunidas alrededor de cualquier chimenea que quisieran escucharla sin duda la oyeron. Como era su intención.

—Esta mañana he llamado dos veces a nuestro rey. Lamentablemente se encontraba… indispuesto en ambas ocasiones. Espero que no os haya irritado la espera. Sé que querréis hablar directamente con el rey sobre vuestra tragedia y todo lo que debe hacerse para ayudar a nuestro pueblo. Pero de momento, mientras él descansa, he pensado que quizás os gustaría compartir un pequeño refrigerio conmigo.

—Os lo agradezco, alteza —respondió Osorno con cautela.

Kettricken había sabido alisar de nuevo sus plumas erizadas, pero Mazas no era un hombre que se dejara encandilar fácilmente.

—Será un placer —dijo Kettricken. Se giró y se agachó ligeramente para susurrar algo a Romero. La doncellita asintió con la cabeza y salió corriendo como una liebre. Todo el mundo la siguió con la mirada. Regresó en apenas unos instantes, esta vez a la cabeza de una procesión de criados. Se requisó una mesa que fue trasladada frente a la chimenea principal y cubierta con un mantel blanco como la nieve, sobre el que se puso a su vez un centro de flores cortadas de los jardines de la propia Kettricken. Una tropa de camareros desfiló para depositar bandejas, copas de vino, confituras y manzanas tardías en una fuente de madera. Todo estaba tan prodigiosamente orquestado que casi parecía magia. La mesa estuvo lista en cuestión de instantes, se sentaron los invitados y apareció Armonioso con su laúd, cantando aun antes de entrar en el Gran Salón. Kettricken invitó a sus damas de compañía a unirse al convite y, al reparar en mi presencia, me indicó que me acercara con un ademán. Eligió al azar más invitados a su mesa entre los reunidos frente a las distintas chimeneas; no según lo nobles o acaudalados que fueran, sino según lo interesantes que le parecían. Llamó entre otros a Virote, con sus historias de caza, y a Valvas, una jovencita de la misma edad que las hijas de Mazas. Kettricken se sentó a la derecha de Mazas y de nuevo creo que no se dio cuenta del honor que le hacía con su gesto.

Cuando se hubo dado cuenta de parte de la comida y se hubo charlado de varios asuntos, Kettricken indicó a Armonioso que bajara la voz para cantar. Se volvió hacia Mazas y dijo sin rodeos:

—Sólo conocemos de oídas las nuevas que nos traéis. ¿Querríais compartir con nosotros lo acaecido en Ferry?

El duque vaciló un instante. Sus quejas eran para que las escuchara y actuara en consecuencia el monarca. Pero ¿cómo podría contrariar a la Reina a la Espera que tan graciosamente lo trataba? Bajó la mirada un momento y, cuando habló, su voz sonaba enronquecida por una emoción sincera.

—Alteza, hemos sido gravemente heridos —comenzó.

Todas las voces alrededor de la mesa enmudecieron de inmediato. Todos los ojos se clavaron en él. Percibí que todos los comensales elegidos por la reina eran además oyentes atentos. Desde el momento en que abordó su relato, no se produjo ni un sonido en la mesa, salvo contenidas exclamaciones de pesar o murmullos de rabia por lo que habían hecho los corsarios. Hizo una pausa en su historia, tomó visiblemente una decisión y prosiguió diciendo cómo habían solicitado ayuda y aguardado en vano cualquier respuesta. La reina lo escuchó sin interrumpirlo con objeciones ni negativas. Para cuando el duque hubo concluido su flébil relato, era evidente que se había quitado un peso de encima. Todos permanecimos callados durante un largo rato.

—Mucho de lo que contáis es nuevo para mis oídos —dijo por fin Kettricken—. Y nada de ello es bueno. No sé qué dirá nuestro rey de todo esto. Tendréis que esperar a que él os escuche. Pero por mi parte, por ahora, diré que mi corazón está lleno de dolor por mi pueblo. Y de rabia. Os prometo que, en lo que a mí respecta, estos atropellos no quedarán impunes. Como tampoco estará mi pueblo desguarecido frente a los rigores del invierno.

El duque Mazas de Osorno fijó la mirada en su plato y jugueteó con el dobladillo del mantel. Levantó la cabeza y había fuego en sus ojos, pero también pesar. Cuando habló, su voz era firme.

—Palabras. Eso sólo son palabras, mi reina. El pueblo de Ferry no puede alimentarse de palabras, ni cobijarse bajo ellas cuando cae la noche.

Kettricken le sostuvo la mirada sin inmutarse. Pareció tensarse algo dentro de ella.

—Bien sé que es cierto lo que decís. Pero palabras es lo único que puedo ofreceros en estos momentos. Cuando el rey se encuentre lo bastante bien para recibiros, veremos qué se puede hacer por Ferry.

Mazas se inclinó hacia ella.

—Tengo preguntas, alteza. Necesito las respuestas casi tanto como necesito hombres y dinero. ¿Por qué no se atendieron nuestras peticiones de auxilio? ¿Por qué se ordenó volver a puerto al barco que podría haber acudido en nuestra ayuda?

La voz de Kettricken tembló ligeramente.

—No tengo respuesta a esas preguntas, señor. Y me avergüenza admitirlo. No supe de vuestra situación hasta que llegó vuestro mensajero a caballo.

Me asaltaron fuertes temores ante aquellas palabras. ¿Debería admitir la reina algo así delante de Mazas? Quizá no, en aras de la prudencia política. Pero sabía que Kettricken anteponía la verdad a la política. Mazas sondeó su semblante intensamente y se pronunciaron las arrugas alrededor de sus labios.

—¿Acaso no sois la Reina a la Espera? —preguntó con osadía, aunque en voz baja.

Los ojos de Kettricken se tornaron grises como el acero mientras le sostenía la mirada.

—Así es. ¿Me estáis preguntando si miento?

Le tocó a Mazas apartar la mirada.

—No. No, mi reina, no era ésa mi intención.

El silencio se hizo insostenible. No sé si fue Kettricken la que hizo algún gesto sutil o si fue el instinto de Armonioso lo que lo impulsó a rasguear las cuerdas con más ímpetu. En un momento su voz entonó una canción de invierno, llena de notas estridentes y vigorosos estribillos.

Transcurrieron más de tres días antes de que Mazas fuera llamado por fin a los aposentos del rey. Kettricken intentaba proporcionarle divertimentos, pero era complicado entretener a un hombre que sólo pensaba en la vulnerabilidad de su ducado. Él se mostraba cortés, pero distraído. Fe, la segunda de sus hijas, no tardó en trabar amistad con Valvas y parecía olvidar sus penas en compañía de la joven. Celeridad, en cambio, estaba siempre al lado de su padre, y cuando sus oscuros ojos azules se cruzaban con los míos, eran como heridas. Esa mirada me hacía experimentar una extraña variedad de emociones. Me aliviaba que no intentara prodigarme sus atenciones a solas. Al mismo tiempo sabía que su distanciamiento hacia mí era un reflejo de lo que sentía su padre hacia toda Torre del Alce. Agradecía que no me hiciera caso; al mismo tiempo me molestaba, pues lo consideraba injusto. Cuando llegó finalmente la invitación y Mazas corrió a ver al rey, esperé que tocara a su fin aquella incómoda situación.

Estoy seguro de que no fui el único que reparó en el hecho de que la reina Kettricken no había sido invitada al consejo. Tampoco yo estuve presente, dado que tampoco había recibido invitación. Pero no es algo común que una reina sea relegada a la misma categoría social que un sobrino bastardo. Kettricken conservó su ecuanimidad y siguió enseñando a las hijas de Mazas y a Valvas una técnica que empleaban en las montañas para ensartar cuentas en los bordados. Yo curioseaba alrededor de la mesa, pero dudo que tuvieran la mente en sus labores más que yo, que no era demasiado.

No tuvimos que esperar mucho. En menos de una hora, el duque Mazas reapareció en el Gran Salón con el ímpetu y la furia de una ventisca.

—Recoge nuestras cosas —dijo a Fe. A Celeridad—: Di a nuestra guardia que esté lista para partir dentro de una hora. —Dedicó una reverencia forzada a la reina Kettricken—. Alteza, disculpad que me vaya. En vista de que la Casa de los Vatídico no piensa ofrecernos ayuda, Osorno debe ocuparse de sus propios asuntos.

—Desde luego. Comprendo que tengáis prisa por iros —contestó solemnemente Kettricken—. Pero antes me gustaría invitaros a compartir un último almuerzo conmigo. No es bueno emprender un viaje con el estómago vacío. Decidme. ¿Os gustan los jardines?

Su pregunta iba dirigida a Osorno tanto como a sus dos hijas. Éstas miraron a su padre. Transcurrido un momento, el duque asintió sucinto.

Las dos muchachas confesaron con cautela a Kettricken que les gustaban los jardines. Pero su asombro era evidente. ¿Un jardín? ¿En invierno, en plena tormenta? Yo compartía sus recelos, y más que los compartí cuando Kettricken me llamó con un gesto.

—Traspié Hidalgo. Atiende a lo que te voy a pedir. Romero, ve a las cocinas con lord Traspié Hidalgo. Prepara la comida que él te indique y llévala al Jardín de la reina. Yo escoltaré hasta allí a nuestros huéspedes.

Desorbité los ojos, suplicando a Kettricken con la mirada. No. Allí no. El ascenso hasta la torre era de por sí agotador para muchos, por no hablar de tomar una taza de té en el tejado azotado por el viento. No lograba imaginarme qué pensaba que estaba haciendo. La sonrisa con que respondió a mi expresión de angustia fue la más franca y serena que había visto en mi vida. Tras coger el brazo del duque Mazas, lo condujo fuera del Gran Salón mientras las hijas seguían a las damas de la reina. Me giré hacia Romero y cambié sus órdenes.

—Ve a buscar ropa de abrigo para ellos y alcánzalos. Yo me encargo de la comida.

La niña se fue corriendo alegremente mientras yo me dirigía a la cocina. Informé bruscamente a Sara de nuestra imprevista necesidad y enseguida dispuso una bandeja de pastas calientes y vino especiado para mí.

—Llévate esto, que enseguida mando a un chico con más.

Sonreí para mí mientras tomaba la bandeja y me apresuraba a buscar los Jardines de la Reina. Quizá Kettricken se refiriera a mí como lord Traspié Hidalgo, pero Sara la cocinera nunca se lo pensaría dos veces antes de cargarme con una bandeja de comida. Resultaba curiosamente reconfortante.

Enfilé las escaleras tan deprisa como pude y me detuve para recuperar el resuello en el rellano del tejado. Me preparé para afrontar la lluvia y el viento y empujé la puerta. El tejado de la torre era todo lo desapacible que me esperaba. Las damas de la reina, las hijas de Mazas y Valvas se apiñaban en el escaso refugio que ofrecían dos paredes adyacentes y un trozo de lona tendido como parasol el verano anterior. Protegía de lo más recio del viento y guarecía asimismo de casi toda la lluvia helada. Había una mesita encajada en el centro de aquel patético refugio y allí deposité la bandeja. Romero, bien abrigada, sonrió con picardía mientras sustraía una pasta del borde de la bandeja. Lady Modestia presidió el reparto de los alimentos.

Tan aprisa como me fue posible, requisé dos tazas de vino caliente para la reina y el duque Mazas y, con la excusa de servírselas, me uní a ellos. Se encontraban al borde mismo del parapeto, contemplando el mar por encima de la muralla almenada. El viento removía las aguas y levantaba una espuma blanca mientras zarandeaba a las gaviotas de un lado para otro, impidiéndoles volar libremente. Cuando me acerqué vi que estaban conversando en voz baja, pero el rugido del viento me impidió escucharlos a hurtadillas. Deseé haber cogido una capa también para mí. Me había empapado casi al instante y el viento se llevaba el poco calor que pudiera generar mi cuerpo tiritando. Intenté sonreír pese al castañeteo de mis dientes y les ofrecí el vino.

—¿Conocíais ya a lord Traspié Hidalgo? —preguntó Kettricken a Mazas mientras cogían sus tazas.

—Así es, he tenido el placer de disfrutar de su compañía en mi mesa —la aseguró el duque.

La lluvia caía de sus pobladas cejas mientras el viento agitaba su coleta de guerrero.

—¿No os importará, entonces, que le pida que se una a nuestra conversación?

A despecho de la lluvia que la calaba, la reina hablaba con afabilidad, como si estuviera gozando del sol en primavera.

Me pregunté si comprendía que Mazas vería su pregunta como una orden velada.

—Estaré encantado de escuchar sus consejos, si pensáis que tiene sabiduría que aportar, alteza —convino Mazas.

—Esperaba que dijerais eso. Traspié Hidalgo. Sírvete un poco de vino y vuelve con nosotros, por favor.

—Como desee mi reina.

Hice una reverencia y me dispuse a obedecer. Mi contacto con Veraz se había atenuado cada vez más con cada día que se alejaba, pero en ese momento sentí su curiosidad. Me apresuré a regresar junto a mi reina.

—Es imposible deshacer lo hecho —estaba diciendo Kettricken cuando volví a reunirme con ellos—. Lamento que no hayamos podido proteger a nuestro pueblo. Pero ya que no puedo deshacer lo que ya han hecho los corsarios, quizá pueda ayudar a cobijar a los refugiados de las tormentas que se avecinan. Os ruego que les llevéis esto, de manos de su reina y de todo corazón.

Reparé de pasada en el hecho de que omitía mencionar la obvia negativa a actuar del rey Artimañas. La observé con atención. Se movía relajada y concienzudamente al mismo tiempo. La holgada manga blanca que retiró de su brazo chorreaba ya fría agua de lluvia. La ignoró mientras descubría su pálida piel y revelaba un brazalete de oro enroscado en su antebrazo, con oscuros ópalos de sus montañas incrustados aquí y allá en la espiral. Había visto antes el opaco fulgor de los ópalos de las montañas, pero nunca piedras de ese tamaño. Me ofreció su brazo para que desabrochara el cierre y, sin vacilación, apartó el tesoro de su brazo. De la otra manga sacó una bolsita de terciopelo. La sujeté mientras ella guardaba los brazaletes en su interior. Sonrió cálidamente al duque Mazas cuando la puso en su mano.

—De parte de vuestro Rey a la Espera Veraz y también de la mía —dijo en voz baja.

Apenas si pude reprimir el impulso de Veraz en mi interior de arrojarse de rodillas a los pies de esa mujer y declararla demasiado noble para su insignificante cariño. Mazas se quedó tartamudeando palabras de agradecimiento y jurándole que no malgastaría ni un penique de su valor. En Ferry volverían a levantarse sólidos hogares y sus habitantes bendecirían a la reina por la calidez de sus techos.

Comprendí de pronto por qué se había elegido el Jardín de la Reina como escenario. Ese regalo era exclusivamente de Kettricken, independiente de lo que dijeran u opinaran Artimañas o Regio. El lugar seleccionado por la reina y la forma en que se lo había presentado a Mazas bastaban para dejárselo claro a él. Kettricken no le pidió que guardara el secreto; no era necesario.

Pensé en las esmeraldas ocultas en un rincón de mi baúl, pero Veraz guardó silencio en mi interior. No hice ademán de ir a buscarlas. Esperaba ver a Veraz rodeando el cuello de su reina con ellas algún día. Tampoco quería minimizar el significado del regalo que le había hecho a Mazas añadiendo otro de un bastardo. Pues así era como habría tenido que presentarlo. No, decidí. Que el obsequio de la reina y su presentación se conservaran en el recuerdo del duque.

Mazas apartó la vista de su reina y la fijó en mí.

—Alteza, se diría que tenéis a este jovencito en muy alta estima, para invitarlo a vuestros consejos.

—Así es —repuso con seriedad Kettricken—. Nunca ha traicionado mi confianza en él.

Mazas asintió, como si acabara de confirmar algo para sus adentros. Se permitió una pequeña sonrisa.

—Mi hija pequeña, Celeridad, se quedó un poco preocupada al recibir una misiva de lord Traspié Hidalgo. Sobre todo porque sus hermanas mayores la abrieron antes que ella y encontraron mucho material con el que tomarle el pelo. Pero cuando me confió sus recelos, le dije que es raro el hombre capaz de admitir tan cándidamente lo que podrían considerarse desventajas. Sólo un bravucón afirmaría acudir sin miedo a la batalla. Tampoco desearía depositar mi confianza en alguien capaz de matar sin sentir remordimientos después. En cuanto a su salud —me propinó una inesperada palmada en el hombro—, yo diría que todo un verano tirando de remo y blandiendo el hacha te han sentado bien. —Sus ojos de halcón traspasaron los míos—. No he cambiado de opinión respecto a ti, Traspié Hidalgo. Tampoco Celeridad. Quiero que eso lo tengas muy claro.

Dije las palabras que sabía que debía decir.

—Gracias, sir.

Se giró para mirar por encima del hombro. Seguí su mirada a través de la cortina de agua hasta el lugar desde el que nos observaba Celeridad. Su padre le hizo una seña con la cabeza y la sonrisa de la joven apareció igual que el sol detrás de una nube. Fe, que la vigilaba, dijo algo y Celeridad se ruborizó y le propinó un empellón. Se me helaron las entrañas cuando Mazas me dijo:

—Puedes ir a despedirte de mi hija, si lo deseas.

Había pocas cosas que deseara menos. Pero no iba a echar por tierra lo que tanto le había costado levantar a Kettricken. No podía. Así que hice una reverencia y me disculpé, y me obligué a cruzar el jardín azotado por la lluvia para presentarme ante Celeridad. Fe y Valvas se retiraron inmediatamente a una distancia no demasiado discreta para observarnos.

La saludé con absoluta cortesía.

—Lady Celeridad, debo agradeceros de nuevo que me enviarais aquel pergamino —dije con torpeza.

Tenía el corazón desbocado. Ella también, estaba convencido, aunque por motivos completamente distintos.

Me sonrió tras el velo de lluvia.

—Fue un placer enviároslo, y otro aún mayor recibir vuestra respuesta. Me la explicó mi padre. Espero que no os moleste que se la enseñara. No entendía por qué os menospreciabais de ese modo. «Aquel que debe alardear de sus méritos sabe que nadie más lo hará», me dijo. También me dijo que la mejor manera de conocer el mar pasa por empuñar el remo de un navío. Y que, en sus años mozos, el hacha también era su arma predilecta. Ha prometido regalarnos una arenera a mis hermanas y a mí el verano que viene, para que podamos salir a navegar cuando haga buen tiempo… —Se interrumpió de repente—. Hablo demasiado, ¿verdad?

—En absoluto, milady —le aseguré.

Prefería que condujera ella la conversación.

—Milady —repitió en voz baja, y se puso tan colorada como si acabara de besarla allí mismo.

Torcí la cabeza, sólo para encontrar los desorbitados ojos de Fe posados en nosotros, formando con los labios una O de escandalizado deleite. Imaginarme lo que ella debía de imaginarse que yo le había dicho a su hermana consiguió que el calor y el color acudieran también a mi rostro. Cuando me ruboricé, Valvas y ella rompieron a reír.

Me pareció que había pasado una eternidad antes de que abandonáramos el intempestivo Jardín de la Reina. Nuestros invitados se dirigieron a sus habitaciones para cambiarse la ropa mojada y preparar su viaje. Yo hice lo mismo, vistiéndome aprisa para no perderme ningún detalle de su partida.

Llegué al patio exterior a tiempo de ver ensillar a Mazas y su guardia. También la reina Kettricken estaba allí, ataviada con sus acostumbrados blancos y púrpuras, y acompañada de su guardia de honor. Se acercó al caballo de Mazas para decirle adiós y, antes de montar, el duque hincó una rodilla en el suelo y le besó la mano. Se produjo un breve intercambio de palabras, no sé cuáles, pero la reina sonreía mientras su cabello volaba enmarcándole el rostro. Mazas y sus tropas partieron hacia el grueso de la tormenta. Se percibía aún la ira en los hombros del duque, pero su deferencia para con la reina indicaba que no todo se había perdido.

Celeridad y Fe me lanzaron sendas miradas mientras se alejaban, y la primera se atrevió a levantar una mano a modo de despedida. Le devolví el gesto. Me quedé allí plantado viendo cómo se iban, aterido, y no sólo por culpa de la lluvia. Ese día había apoyado a Veraz y a Kettricken, pero ¿a qué precio? ¿Qué iba a hacer con Celeridad? ¿Era posible que Molly tuviera razón en ese particular?

Aquella noche fui a presentar mis respetos al rey. No me había llamado. No me proponía discutir el problema de Celeridad con él. Fui, preguntándome si era Veraz el que me obligaba o si era mi corazón el que me advertía de que no debía abandonarlo. Wallace me dejó pasar a regañadientes, informándome secamente de que el rey no se sentía del todo bien y yo no debía agotarlo.

El rey Artimañas estaba sentado frente a su chimenea. El aire de la estancia estaba cargado de humo. El bufón, con la cara convertida aún en un interesante paisaje de morados y azules, se encontraba a los pies del monarca. Tenía la suerte de estar debajo del nivel más pestilente de la neblina. Suerte que yo no compartí cuando ocupé el taburete sin respaldo que Wallace fue tan considerado de acercarme.

Unos momentos después de que me hubiera presentado y acomodado, el rey se giró hacia mí. Me contempló con ojos legañosos durante un instante mientras le bailaba la cabeza encima del cuello.

—Ah, Traspié —me saludó el rey con retraso—. ¿Cómo van tus clases? ¿Está complacido maese Cerica con tus progresos?

Miré al bufón de soslayo, pero éste prefirió seguir removiendo los rescoldos del fuego en vez de darse por aludido.

—Sí —respondí en voz baja—. Dice que mi caligrafía es muy buena.

—Eso está bien. Una mano firme es algo de lo que cualquiera debería sentirse orgulloso. ¿Y qué hay de nuestro trato? ¿He mantenido la palabra que te di?

Era nuestra antigua letanía. Consideré de nuevo los términos que me había ofrecido. Él se ocuparía de mi alimentación, de vestirme y educarme, y a cambio contaría con mi lealtad absoluta. Sonreí al recordar esas palabras tan familiares, pero la decadencia del hombre que las había pronunciado y lo que habían llegado a costarme hicieron que se me formara un nudo en la garganta.

—Sí, majestad. La habéis mantenido —musité.

—Bien. Procura mantener también tú la tuya.

Se reclinó pesadamente en su silla.

—Lo haré, alteza —prometí.

Los ojos del bufón se cruzaron con los míos cuando fue testigo otra vez de aquella promesa.

La estancia permaneció en silencio unos instantes, roto tan sólo por el crepitar de las llamas. Luego el rey se irguió en su asiento como si lo hubiese sobresaltado algún ruido. Miró a su alrededor, confuso.

—¿Veraz? ¿Dónde está Veraz?

—Está cumpliendo una misión, mi rey. Para conseguir la ayuda de los Vetulus y expulsar a los corsarios de nuestras costas.

—Ah, sí. Claro. Es que por un momento me pareció…

Se recostó en su silla. Se me erizó todo el vello del cuerpo. Podía sentir cómo habilitaba vagamente, tanteando con desatino. Su mente tiraba de la mía como unas manos decrépitas intentando encontrar asidero. Creía que ya no podía habilitar, que había consumido su talento hacía años. Veraz me había contado que Artimañas utilizaba su Habilidad, pero muy rara vez. Había ignorado sus palabras por considerarlas un gesto de lealtad hacia su padre. Pero la fantasmagórica Habilidad pulsaba mis pensamientos como unos dedos torpes las cuerdas de un arpa. Sentí cómo se soliviantaba Ojos de Noche ante esa nueva invasión. Silencio, le advertí.

Se me cortó el aliento al ocurrirseme de repente una idea. ¿Generada por el Veraz de mi interior? Prescindí de toda cautela y me recordé que eso era lo que le había prometido a aquel hombre hacía tanto tiempo. Lealtad en todas las cosas.

—¿Majestad?

Solicité su permiso mientras acercaba mi taburete a su silla. Tomé su mano apergaminada en la mía.

Fue como si me tirara de cabeza a un río crecido por las lluvias.

—¡Ah, Veraz, hijo mío, estás ahí!

Por un momento atisbé a Veraz tal y como lo veía el rey Artimañas. Un muchacho gordito de unos ocho o nueve años, más amable que espabilado, no tan alto como su hermano mayor, Hidalgo. Pero también un príncipe cabal y simpático, un hijo segundo excelente, ni demasiado ambicioso ni demasiado inquisitivo. Luego, como si me alejara de la orilla del río, me sumergí en un tumultuoso y negro rápido de Habilidad. Me desorientó ver de pronto a través de los ojos de Artimañas. La periferia de su visión estaba empañada por una neblina. Por un momento vi a Veraz vadeando laboriosamente un campo de nieve.

¿Qué es esto? ¿Traspié? Fui arrastrado al corazón del dolor del rey Artimañas. Habilitado en lo más hondo de él, lejos de las hierbas y el humo que lo embotaban, me abrasó la agonía. Era un dolor que crecía paulatinamente, que trepaba por su columna hasta su cráneo, un asalto imperioso que no se podía ignorar. Tenía que elegir entre consumirse por la agonía que le impedía pensar y entontecer su cuerpo y su mente con hierbas y humos para esconderse de ella. Pero en el interior de su mente nublada habitaba aún un monarca furioso por su confinamiento. Su espíritu permanecía allí, peleando con el cuerpo que se negaba a obedecerlo y con el dolor que devoraba los últimos años de su vida. Juro que lo vi, un hombre joven, puede que un año mayor que yo. Su cabello era tan rebelde e indómito como el de Veraz, tenía los ojos abiertos y en alerta, y las únicas arrugas que surcaban su rostro eran las que dibujaba su amplia sonrisa. Ése era todavía, en su alma, ese hombre joven, atrapado y desesperado. Me agarró y me preguntó enloquecido:

—¿Dónde está la salida?

Sentí que me hundía en su presa.

Entonces, como dos ríos que convergen, otra fuerza se estrelló contra mí y sucumbí a su corriente. ¡Muchacho! Contente. Fue como si unas manos fuertes me sujetaran y me definieran como una hebra aislada de la cuerda que estábamos trenzando. Padre. Aquí estoy. ¿Me necesitas?

No. No. Todo sigue como siempre. Pero Veraz…

Sí. Estoy aquí.

Osorno ya no es nuestro. Mazas acoge allí Velas Rojas a cambio de la protección de sus aldeas. Se ha vuelto contra nosotros. Cuando vuelvas a casa, debes…

La idea se quedó inconclusa, perdidas las fuerzas.

Padre. ¿De dónde procede esa información? Percibí la súbita desesperación de Veraz. Si lo que decía Artimañas era cierto, Torre del Alce no tenía ninguna esperanza de sobrevivir al invierno.

Regio tiene espías, le transmiten la información y él me la comunica a mí. Debemos guardar esto en secreto, durante algún tiempo, hasta que hayamos reunido la fuerza necesaria para atacar a Mazas. O hasta que decidamos abandonarlo a su suerte con sus amigos corsarios. Sí. Ése es el plan de Regio. Mantener las Velas Rojas lejos de Gama hasta que se vuelvan contra Mazas y lo castiguen por nosotros. Mazas llegó a enviar una falsa petición de auxilio, con la esperanza de atraer a nuestros barcos a su destrucción.

¿Es posible algo así?

Todos los espías de Regio lo confirman. Y me temo que ya no podemos confiar en tu esposa extranjera. Mientras Mazas estaba aquí, Regio se dio cuenta de cómo lo agasajaba ella y buscaba cualquier excusa para hablar con él en privado. Teme que conspire con nuestros enemigos para apropiarse del trono.

¡ESO ES MENTIRA! La fuerza de su negativa me atravesó como la punta de una espada. Por un instante volví a sentir que me ahogaba, perdido, inconsciente, en el torrente de Habilidad que me traspasaba. Veraz se dio cuenta y me rescató de nuevo. Debemos tener cuidado con el muchacho. No tiene la fuerza necesaria para ser utilizado de esta manera. Padre, os lo ruego. Confiad en mi reina. Sé que no es falsa. Y desconfiad de lo que os digan los espías de Regio. Poned espías a los espías antes de actuar de acuerdo con sus informes. Consultad a Chade. Prometédmelo.

No soy idiota, Veraz. Sé cómo proteger mi trono.

Bien. De acuerdo. Procurad que atiendan al chico. No está entrenado para esto.

Alguien me cogió la mano en ese momento, como si me la retirara de una estufa encendida. Me doblé sobre mí mismo y hundí la cabeza entre las rodillas mientras el mundo giraba a mi alrededor. A mi lado, el rey Artimañas jadeaba como si acabara de echar una carrera. El bufón me puso un vaso de vino en la mano y se apresuró a obligar a beber unos sorbos al Rey. Y por encima de todo, de repente, la voz de Wallace, inquiriendo:

—¿Qué le habéis hecho al Rey?

—¡Los dos están mal! —Había una estridente nota de temor en la voz del bufón—. ¡Estaban conversando tranquilamente y de pronto se han puesto así! ¡Llévate esos condenados incensarios! ¡Vas a conseguir que se mueran!

—¡Silencio, bufón! ¡No culpes de esto a mi medicina!

Pero percibí la precipitación en los pasos de Wallace mientras recorría la estancia, apagando con los dedos las ramas encendidas en cada incensario o tapándolas con copas de bronce.

En un momento se abrieron de par en par las ventanas a la fría noche invernal. El aire helado me despejó la cabeza. Conseguí sentarme erguido y dar un sorbo de vino. Fui recuperando gradualmente los sentidos. Aun así, todavía estaba sentado cuando irrumpió Regio en la sala, exigiendo saber qué había sucedido. Me formuló a mí la pregunta, pues el bufón estaba atareado ayudando a Wallace a acostar al monarca.

Meneé la cabeza, entontecido, y mi aturdimiento no era del todo ficticio.

—¿Cómo está el rey? ¿Se recuperará? —preguntó a su esbirro.

Wallace se apresuró a llegar corriendo al lado de Regio.

—Parece que se está reponiendo, príncipe Regio. No sé qué habrá podido pasarle. No había indicios de lucha, pero está tan agotado como si acabara de correr una larga distancia. Su salud no resistirá este tipo de emociones, mi príncipe.

Regio volcó una mirada calculadora sobre mí.

—¿Qué le has hecho a mi padre? —gruñó.

—¿Yo? Nada. —Al menos eso era verdad. Lo que fuese que había ocurrido, había tenido lugar entre Artimañas y Veraz—. Estábamos hablando tranquilamente. De repente me sentí indispuesto. Mareado. Débil. A punto de desmayarme. —Miré a Wallace—. ¿Sería el humo?

—Es posible —concedió con renuencia. Observó inquieto el furibundo semblante de Regio—. Bueno, es que cada día tengo que prepararlo más fuerte, o no surte ningún efecto. Y todavía se queja de…

—¡SILENCIO! —lo interrumpió Regio con un rugido. Me señaló como si yo fuera un montón de excrementos—. Sácalo de aquí. Luego regresa para atender al rey.

En ese momento Artimañas gimió en sueños y sentí de nuevo el delicado roce de su Habilidad en mis sentidos. Se me puso la piel de gallina.

—No. Ocúpate enseguida del rey, Wallace. Bufón. Llévate al bastardo de aquí. Y procura que los criados no empiecen a murmurar sobre esto. Me enteraré si se desobedecen mis órdenes. Largo, enseguida. Mi padre no se encuentra bien.

Pensé que podría incorporarme yo solo y salir por mi propio pie, pero descubrí que necesitaba la ayuda del bufón, al menos para levantarme. Una vez erguido, me tambaleé en precario equilibrio, como si caminara sobre zancos. Las paredes parecían cernirse sobre mí y luego alejarse de nuevo, el suelo se balanceaba suavemente bajo mis pies como la cubierta de un barco que surca un débil oleaje.

—Ya me las apaño yo desde aquí —dije al bufón cuando cruzamos la puerta.

Sacudió la cabeza.

—En estos momentos eres demasiado vulnerable como para quedarte solo —me dijo en voz baja.

Enganchó su brazo en el mío e inició una retahíla sin sentido. Hizo un excelente trabajo de camaradería ayudándome a subir las escaleras y llevándome luego hasta mi puerta. Esperó, parloteando sin cesar, mientras abría la cerradura. Entró conmigo.

—Ya te he dicho que estoy bien —dije, no sin cierto enojo.

Lo único que me apetecía era tumbarme.

—¿Estás bien? ¿Y cómo está mi rey? ¿Qué le has hecho?

—¡Yo no he hecho nada! —espeté mientras me sentaba en la cama.

Empezaba a dolerme la cabeza. Té de corteza feérica. Eso era lo que necesitaba en ese momento. No me quedaba nada.

—¡Sí que has hecho algo! Le pediste permiso y le cogiste la mano. Y al instante siguiente los dos estabais boqueando como peces fuera del agua.

—¿Al instante?

Para mí era como si hubieran pasado horas. Creía que la noche debía de estar tocando a su fin.

—No más de tres latidos.

—Ooh. —Me llevé las manos a las sienes e intenté recomponer los distintos fragmentos de mi cráneo. ¿Por qué tenía que haberse ido Burrich justo ahora? Sabía que él tendría corteza feérica. El dolor exigía que hiciera la prueba—. ¿No tendrás un poco de corteza feérica? ¿Para preparar una infusión?

—¿Encima? No. Pero podría pedirle un poco a Cordonia. Tiene todo un surtido de hierbas.

—¿Serías tan amable?

—¿Qué le has hecho al rey?

El trato que me ofrecía era evidente.

La presión sobre mi cabeza aumentaba, estrujándome los ojos.

—Nada —jadeé—. Y lo que me haya hecho él a mí le corresponde decirlo a él. Si quiere. ¿Te ha quedado claro?

Silencio.

—A lo mejor. ¿De verdad te duele tanto?

Me tendí muy despacio en mi cama. Hasta apoyar la cabeza era un suplicio.

—Vuelvo enseguida —ofreció.

Oí cómo se abría y cerraba la puerta de mi cuarto. Me quedé tumbado, con los ojos cerrados. Poco a poco empezó a cobrar sentido en mi mente la información que había escuchado a hurtadillas. Pese al dolor que sentía, tamicé la información. Regio tenía espías. O afirmaba tenerlos. Mazas era un traidor. O eso aseguraba Regio que le habían dicho sus supuestos espías. Sospechaba que Mazas era tan traidor como Kettricken. Oh, el veneno imparable. Y el dolor. De pronto recordé el dolor. ¿No me había pedido Chade que me limitara a observar cómo él me había enseñado para encontrar una respuesta a mi pregunta? La había tenido delante de las narices todo ese tiempo, pero me había dejado cegar por el miedo, los traidores, los complots y los venenos.

Una enfermedad consumía al rey Artimañas, lo corroía por dentro. Se drogaba para soportar el dolor. En un esfuerzo por reservar un rincón de su mente para sí, un lugar donde el dolor no pudiera privarlo de su sentido. Si alguien me lo hubiera dicho hacía tan sólo unas horas, me habría echado a reír. Ahora, tendido en la cama, intentando respirar despacio porque el menor movimiento desencadenaba otra oleada de agonía, lo comprendía. Dolor. Solamente lo había resistido unos minutos y ya había enviado corriendo al bufón en busca de corteza feérica. Otra consideración se abrió paso en mi cabeza. Esperaba que ese dolor pasara, que mañana pudiera levantarme sin acordarme de él. ¿Y si tuviera que afrontarlo cada momento del resto de mi vida, con la certeza de que estaba devorando las horas que me quedaban? No era de extrañar que Artimañas prefiriera sedarse.

Oí que mi puerta se abría y cerraba sigilosamente. Al no escuchar al bufón empezando a preparar el té, me obligué a abrir los ojos. Justin y Serena se encontraban en el umbral de mi habitación. Estaban paralizados, como si hubieran entrado en la guarida de alguna bestia salvaje. Cuando torcí la cabeza ligeramente para verlos mejor, Serena replegó los labios en un rugido silencioso. Dentro de mí, Ojos de Noche respondió a su desafío. La cadencia de mis latidos aumentó de repente. Peligro. Intenté relajar los músculos, prepararme para emprender cualquier acción. Pero el dolor que me aporreaba la cabeza me urgía a permanecer inmóvil, muy inmóvil.

—No os he oído llamar —conseguí decir.

Cada palabra despertó ecos de fuego en mi cráneo.

—No hemos llamado —repuso bruscamente Serena.

Sus palabras, nítidamente pronunciadas, eran como mazazos para mí. Recé para que no se diera cuenta de la ventaja que tenía sobre mí en esos momentos. Recé para que regresara el bufón. Intenté componer una fachada de indolencia, como si no me levantara de la cama únicamente porque juzgaba que la visita de Serena no era nada importante.

—¿Queríais algo de mí? —Soné brusco.

En realidad, cada palabra me costaba tanto esfuerzo que no podía permitirme el lujo de malgastarlas.

—¿De ti? Nunca —resopló Serena.

Un tirón de la Habilidad. Torpe. Justin, tanteándome. No pude reprimir el escalofrío que me recorrió. El uso que había hecho el monarca de mí me había dejado la mente tan en carne viva como una herida abierta. Los toscos intentos de Justin eran como las uñas de un gato clavadas en mi cerebro.

Escúdate. Veraz era un susurro. Intenté levantar mis barreras, pero no logré encontrar los arrestos necesarios. Serena sonreía.

Justin estaba entrando en mi mente como una mano que aplasta una tarta. Mis sentidos se revolvieron de pronto. Hedía en mi cabeza, se veía de un repugnante verde amarillento y pútrido y sonaba igual que el tintineo de unas espuelas. Escúdate, me rogó Veraz. Sonaba desesperado, débil, y supe que estaba haciendo cuanto podía por mantener unidos los jirones de mi conciencia. Va a matarte a fuerza de pura estupidez. Ni siquiera sabe lo que está haciendo.

¡Ayúdame!

De Veraz, nada. Nuestra conexión se disolvía como el perfume al viento conforme se apagaban mis fuerzas.

¡SOMOS UNA MANADA!

Justin se estrelló contra la puerta de mi habitación con tanta fuerza que su cabeza rebotó. Fue más que una simple repulsión. No tenía palabras para describir lo que había hecho Ojos de Noche en el interior de la mente de Justin. Era una magia híbrida, con Ojos de Noche empleando la Maña mediante el puente tendido por la Habilidad.

Atacaba el cuerpo de Justin desde el interior de la mente de Justin. Las manos del muchacho saltaron a su garganta para protegerse de unas fauces intangibles. Unas zarpas hendieron su carne y trazaron rojos verdugones en la piel que cubría la elegante túnica de Justin. Serena gritó, una espada de sonido que me traspasó. Se abalanzó sobre Justin en un intento por ayudarlo.

¡No lo mates! ¡No lo mates! ¡NO LO MATES!

Ojos de Noche me escuchó al fin. Soltó a Justin, arrojándolo a un lado como si fuera una rata. Regresó a mí y se plantó a horcajadas sobre mi ser, protegiéndome. Casi podía oír su respiración jadeante, sentir el calor de su pelaje. No tenía fuerzas para preguntar qué había ocurrido. Me ovillé en mi interior como un cachorro desvalido, a salvo debajo de él. Sabía que nadie podría traspasar las defensas de Ojos de Noche.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso? —Serena estaba gritando como una histérica. Asió a Justin por la pechera de su camisa y tiró para ponerlo de pie. Había señales lívidas en su cuello y su pecho, pero con los ojos entreabiertos vi que estaban desapareciendo rápidamente. Pronto no quedaría ningún indicio del ataque de Ojos de Noche salvo la mancha de humedad que se propagaba por los pantalones de Justin. Tenía los ojos cerrados, abatido. Serena lo zarandeó como a un pelele—. ¡Justin! Abre los ojos. ¡Justin!

—¿Qué le haces al muchacho? —La voz teatral del bufón, imitación de rabia y sorpresa, inundó mi cuarto. A su espalda, mi puerta estaba abierta de par en par. Una criada que pasaba por allí cargada con una brazada de camisas se asomó, se sobresaltó y se detuvo para observar la escena. La joven que transportaba una cesta detrás de ella vino corriendo para espiar desde el quicio. El bufón depositó en el suelo la bandeja que llevaba en las manos y se adentró en mi habitación—. ¿Qué significa esto?

—Ha atacado a Justin —sollozó Serena.

La incredulidad se adueñó del semblante del bufón.

—¿Él? Tiene pinta de no poder atacar ni a una almohada. En cambio a ti te he visto acosando a ese chico.

Serena soltó la camisa de Justin, que se desplomó como un guiñapo a sus pies. El bufón lo observó con gesto de conmiseración.

—¡Pobrecito! ¿Ha intentado abusar de ti?

—¡No seas ridículo! —Serena estaba ofendida—. ¡Era él!

Me señaló con el dedo.

El bufón me contempló, caviloso.

—Ésa es una acusación muy seria. Sé sincero, bastardo. ¿De verdad intentaba abusar de ti esa joven?

—No. —Mi voz surgió tal y como me sentía yo. Enferma, agotada y aturdida—. Estaba durmiendo. Entraron en mi cuarto sin hacer ruido. Luego… —Fruncí el ceño y dejé la frase sin terminar—. Me parece que esta noche he inhalado demasiado humo.

—¡Y tú que lo digas! —Había una fina nota de desdén en la voz del bufón—. ¡En mi vida había visto tal ejercicio de iniquidad! —Giró de repente sobre sus talones para encararse con las dos criadas curiosas—. ¡Qué vergüenza para toda Torre del Alce! Nuestros hábiles, comportándose como gallinas en celo. Os encomiendo la tarea de no decírselo a nadie. Que no nos inunden las habladurías.

Se volvió de golpe hacia Justin y Serena. El rostro de ésta se había vuelto rojo como la grana y ella se había quedado boquiabierta de rabia. Justin se sentó a sus pies y allí se quedó, tambaleándose. Se aferró a sus faldas como un bebé que intentara ponerse de pie.

—Ni deseo a este hombre —dijo Serena con voz fría y clara— ni lo he agredido.

—¡Bueno, lo que fuera que estuvieseis haciendo, sería mejor que lo reservarais para vuestros aposentos! —la atajó inflexible el bufón.

Sin dirigirle siquiera otra mirada, se giró, recogió su bandeja y se fue por el pasillo. No pude reprimir un gruñido de desesperación al ver cómo se alejaba la infusión de corteza feérica. Serena se volvió hacia mí con una mueca en los labios.

—¡Pienso llegar al fondo de todo esto! —rugió.

Cogí aliento.

—Pero que sea en tus aposentos, por favor.

Conseguí levantar una mano e indicar la puerta abierta. Salió como una exhalación, con Justin trastabillando tras sus pasos. Las dos criadas se apartaron de ellos repugnadas cuando pasaron a su lado. La puerta de mi cuarto se quedó entreabierta. Me costó un esfuerzo inmenso levantarme para cerrarla. Era como si mi cabeza fuese algo que tuviera que mantener en equilibrio sobre los hombros. Una vez cerrada la puerta, ni siquiera intenté volver a acostarme. Me dejé resbalar por la pared hasta sentarme con la espalda apoyada en la puerta. Me sentía como si me hubieran desollado vivo.

Hermano. ¿Te vas a morir?

No. Pero me duele mucho.

Duerme. Yo montaré guardia.

No puedo explicar qué ocurrió a continuación. Solté algo, algo a lo que llevaba aferrándome toda mi vida sin darme cuenta. Me zambullí en una oscuridad suave y cálida, en un lugar seguro, mientras un lobo velaba por mí a través de mis ojos.