20

Contratiempos

Durante los años que duraron las incursiones de los Corsarios de la Vela Roja, los Seis Ducados sufrieron considerablemente sus atrocidades. El pueblo de los Seis Ducados aprendió en aquella época a odiar a los marginados con más encono del que hubieran experimentado antes.

En tiempos de sus padres y sus abuelos, los marginados se habían dedicado al comercio y la piratería. Las incursiones eran llevadas a cabo por navíos solitarios. No nos enfrentábamos a una «guerra» de saqueos parecida desde los tiempos del rey Sapiencia. Aunque los ataques piratas no eran inusitados, seguían siendo menos infrecuentes que el acercamiento de barcos mercantes marginados a nuestras orillas. Los lazos de sangre de las familias nobles con los marginados se reconocían públicamente y más de una familia tenía algún «primo» en las Islas del Margen.

Pero después de las salvajes incursiones que precedieron a la Forja y las atrocidades del forjado, se interrumpieron todas las conversaciones de paz con las Islas del Margen. Sus naves siempre habían estado más dispuestas a visitar nuestras orillas que nuestros comerciantes a buscar sus puertos cuajados de hielo y las rápidas corrientes de sus canales. Ahora el comercio cesó por completo. Por consiguiente, nuestras gentes no supieron nada de sus parientes marginados mientras duró la plaga de las Velas Rojas. «Marginado» se convirtió en sinónimo de «corsario» y, en nuestra imaginación, todos los barcos marginados tenían las velas pintadas de rojo.

Pero hubo alguien, Chade Estrellafugaz, consejero personal del rey Artimañas, que asumió el riesgo de viajar a las Islas del Margen en aquellos días de tanto peligro. De sus viajes sabemos lo siguiente:

El nombre de Kebal Ganapán ni siquiera se conocía en los Seis Ducados. En las Islas del Margen era un nombre que no se pronunciaba en voz alta. Los habitantes independientes de las aldeas dispersas y aisladas de las Islas del Margen nunca habían debido vasallaje a ningún rey. No es que Kebal Ganapán fuera considerado un rey. Era más bien una fuerza destructiva, como el viento helado capaz de cubrir de hielo los aparejos de un barco de tal manera que termina yéndose a pique en menos de una hora.

Las pocas personas que encontré sin miedo a hablar me dijeron que Kebal había amasado su poder sojuzgando a los piratas y barcos corsarios individuales. Con ellos bajo su control, se volcó en el «reclutamiento» de los mejores navegantes, los capitanes más expertos y los guerreros más diestros que pudieran ofrecer las poblaciones dispersas. Quienes rehusaban su oferta veían a sus familias escrachadas, o forjadas, como hemos dado en llamarlo. Eran dejados con vida para que se las arreglaran con los fragmentos de sus vidas. La mayoría se veían obligados a ejecutar a miembros de su familia con sus propias manos; la tradición marginada es muy estricta en lo que respecta al deber del dueño de una casa de mantener el orden entre los miembros de su familia. Cuando se extendió el rumor de estos incidentes, las ofertas de Kebal Ganapán recibieron menos negativas. Unos pocos huyeron: los familiares que dejaron atrás pagaron el precio de la escracha. Otros eligieron suicidarse, pero también en esos casos padecieron las familias que dejaron atrás. Tales ejemplos acabaron con la resistencia frente a Ganapán y sus barcos.

Incluso hablar mal de él invitaba a la escracha. Por poco que averiguara en el transcurso de mi visita, recabar la información no estuvo exento de dificultades. También recogí algunos rumores, aunque tan dispersos como ovejas negras en un rebaño blanco. Los enumero a continuación. Se habla de un «navío blanco», un barco que aparece para separar las almas. No para llevárselas, ni para destruirlas: para separarlas. Se susurra asimismo acerca de una mujer pálida a la que incluso Kebal Ganapán teme y venera. Muchos relacionaban los tormentos de su tierra con el avance sin precedentes de las «ballenas blancas», o glaciares. Omnipresentes en las cotas más altas de sus angostos valles, ahora descendían más deprisa de lo que pudiera recordar cualquier marginado vivo. Cubrían a pasos agigantados el poco suelo cultivable que poseían las Islas del Margen y, de alguna manera que nadie pudo o quiso explicarme, provocaban un «cambio en el agua».

Nota: No se que quiere decir el Traductor con «Escrachadas» y «Escracha».

Esa noche fui a ver al rey, no sin inquietud por mi parte. No era probable que hubiera olvidado nuestra última conversación sobre Celeridad, como tampoco yo. Me recordé firmemente que esta visita no obedecía a motivos personales sino que estaba relacionada con Kettricken y Veraz. Llamé a la puerta y Wallace me admitió a regañadientes. El rey estaba sentado junto a la chimenea. Tenía al bufón a sus pies, contemplando las llamas en actitud pensativa. El rey Artimañas levantó la cabeza cuando entré. Me presenté y me dispensó una cálida bienvenida, antes de rogarme que me sentara y le contara qué tal me había ido el día. Lancé una fugaz mirada de desconcierto al bufón, que me respondió con una sonrisa amarga. Me acomodé en un taburete frente al bufón y aguardé.

El rey Artimañas me observaba con afabilidad.

—¿Y bien, muchacho? ¿Has tenido un buen día? Cuéntame.

—He tenido un día… atareado, majestad.

—Sí, ¿eh? Bueno, toma una taza de té. Apacigua los nervios que es una maravilla. Bufón, sírvele una taza de té al chaval.

—Encantado, mi rey. Obedeceré vuestra orden más encantado aún que si lo hiciera para vos. —Con una presteza sorprendente, el bufón se puso de pie de un salto. Había una robusta tetera de barro calentándose en los rescoldos a orillas del fuego. El bufón me sirvió una taza y me la entregó, deseándome—: Bebed profundamente como hace nuestro rey y ya veréis cómo compartís su serenidad.

Acepté la taza y me la acerqué a los labios. Inhalé los vapores antes de mojar la punta de la lengua en el líquido. El té estaba caliente y especiado, y producía un agradable cosquilleo. En vez de beber, bajé la taza con una sonrisa.

—Sabe bien este brebaje, pero ¿la alegrosa no es adictiva? —pregunté directamente al monarca.

Me dedicó una sonrisa.

—En cantidades tan pequeñas, no. Wallace me ha asegurado que le sentará bien a mis nervios, y que me ayudará a abrir el apetito.

—Sí, obra prodigios con el apetito —intervino el bufón—. Y es que cuanto más bebes, más quieres. Tómatelo rápido, Traspié, que enseguida tendrás compañía. Cuanto más bebas, menos tendrás que compartir.

Imitando un pétalo que se abre, el bufón indicó la puerta en el preciso instante en que ésta se abría para que entrara Regio.

—Ah, más visitas —rió complacido el rey Artimañas—. Qué velada más animada. Siéntate, hijo, siéntate. El Traspié nos estaba contando que ha tenido un día de lo más ajetreado. Así que le he ofrecido una taza de té para que se relaje.

—Seguro que le vendrá bien —convino amablemente Regio. Dirigió su sonrisa hacia mí—. ¿Un día ajetreado, Traspié?

—Mucho. Para empezar, el pequeño incidente en los establos. Había venido uno de los hombres del duque Carnero y afirmaba que su señor había comprado cuatro caballos. Uno de ellos Mogote, el semental que reservamos para las yeguas de tiro. Lo convencí de que debía de tratarse de una confusión, pues el rey no había firmado los papeles.

—¡Ah, ésos! —El rey volvió a soltar una risita—. Regio tenía que volver a traérmelos; se me había olvidado por completo que debía firmarlos. Pero ahora todo está arreglado y seguro que los caballos partirán mañana hacia Haza. Y buenos caballos que son, ya lo verá el duque Carnero. Ha hecho un buen negocio.

—Nunca pensé que llegaríamos a vender nuestros mejores animales lejos de Torre del Alce —musité, dirigiéndome a Regio.

—Yo tampoco. Pero con las arcas tan mermadas como están, hemos tenido que adoptar medidas drásticas. —Me observó fríamente un instante—. También habrá que vender reses y ovejas. De todos modos, no tenemos el grano necesario para alimentarlas durante el invierno. Mejor venderlas ahora que ver cómo se mueren de hambre cuando lleguen las nieves.

Me sentía ofendido.

—¿Por qué no hemos sabido de estas carencias hasta ahora? No he oído nada de que la cosecha haya sido floja. Son tiempos difíciles, sí, pero…

—No has oído nada porque no habrás estado escuchando. Mientras mi hermano y tú nadabais en la gloria de la guerra, yo os proporcionaba las monedas para sufragar vuestros costes. Y ahora la saca está casi vacía. Mañana me veré obligado a decir a los trabajadores de los astilleros que renuncien a construir los nuevos barcos o lo hagan por amor al arte. Ya no queda dinero con que pagar sus sueldos, ni para comprar los materiales necesarios para terminar las naves.

Concluyó su discurso y se reclinó, observándome.

Veraz se revolvió en mi interior. Miré al rey Artimañas.

—¿Es eso cierto, alteza? —pregunté.

El rey Artimañas se sobresaltó. Me miró y parpadeó varias veces.

—He firmado los papeles, ¿no? —Parecía desconcertado, y creo que su mente había retrocedido a una conversación anterior. No había seguido nuestra charla en absoluto. A sus pies, el bufón estaba extrañamente callado—. Pensaba que había firmado los papeles. En fin, pues tráemelos enseguida. A ver si acabamos con esto de inmediato y podemos continuar nuestra agradable velada.

—¿Qué vamos a hacer con la situación en Osorno? ¿Es cierto que los corsarios se han apoderado últimamente de algunas partes de las Islas Cercanas?

—La situación en Osorno —dijo.

Guardó silencio, meditabundo. Bebió otro sorbo de té.

—No se puede hacer nada con la situación en Osorno —dijo Regio, apesadumbrado. Enseguida añadió—: Ya va siendo hora de que Osorno se ocupe de sus propios problemas. No podemos pedir a todos los Seis Ducados que protejan una franja de costa estéril. Si los corsarios se han adueñado de un montón de rocas cubiertas de hielo, que les aproveche. Tenemos que preocuparnos de nuestro pueblo, hay aldeas que reconstruir.

Esperé en vano a que Artimañas se soliviantara y se pronunciara en defensa de Osorno. Al ver que permanecía callado, pregunté en voz baja:

—No puede decirse que la ciudad de Ferry sea un montón de rocas cubiertas de hielo. Al menos, no lo era cuando llegaron los corsarios. ¿Y cuándo ha dejado Osorno de formar parte de los Seis Ducados? —Miré a Artimañas, intenté que se cruzaran nuestros ojos—. Majestad, os lo ruego, ordenad que venga Serena. Haced que habilite con Veraz para resolver juntos este problema.

Regio se hartó de repente de jugar al gato y al ratón.

—¿Desde cuándo preocupan tanto los asuntos de política a un criador de perros? —preguntó con ferocidad—. ¿Por qué no te entra en la cabeza que el rey es capaz de tomar decisiones sin permiso del Rey a la Espera? ¿Acaso cuestionas las decisiones del rey, Traspié? ¿Se te ha olvidado cuál es tu sitio? Sabía que Veraz te había convertido en una especie de mascota, y a lo mejor tus correrías con el hacha se te han subido a la cabeza. Pero el príncipe Veraz ha creído oportuno partir en busca de una quimera y yo tengo el deber de proteger los Seis Ducados lo mejor que pueda.

—Estaba presente cuando apoyasteis la propuesta del Rey a la Espera Veraz de partir en busca de los Vetulus —señalé.

Parecía que el rey Artimañas seguía soñando despierto. Tenía la mirada fija en las llamas.

—Y todavía no entiendo cómo sucedió eso —replicó Regio, mordaz—. Me he dado cuenta de que has terminado por darte aires de grandeza. Te sientas a la mesa del rey y te vistes gracias a su generosidad y, no sé por qué, has llegado a creer que eso te da más privilegios que responsabilidades. Deja que te diga quién eres realmente, Traspié. —Regio hizo una pausa. Me pareció que observaba al rey, calculando hasta qué punto podía hablar sin peligro. Prosiguió bajando la voz, con voz dulce como la de un juglar—. Eres el bastardo mal engendrado de un principote que ni siquiera tuvo el valor necesario para convertirse en Rey a la Espera. Eres el nieto de una difunta reina cuya sangre plebeya se reflejó en la desventurada con la que se acostó su primogénito para concebirte. Tú, que te atreves a hacerte llamar Traspié Hidalgo Vatídico, sólo estás un paso por encima del criador de perros anónimo que siempre has sido. Da gracias que soporte tu presencia en el castillo en vez de mandarte de vuelta a los establos.

No sé qué sensación se adueñó de mí. Ojos de Moche gruñía ante el veneno que destilaban las palabras de Regio, mientras que Veraz habría sido capaz de cometer fratricidio en aquel preciso momento. Miré de soslayo al rey Artimañas. Sostenía su taza de té con ambas manos y contemplaba el fuego con expresión soñadora. Atisbé al bufón por el rabillo del ojo. Había miedo en sus ojos incoloros, un miedo que nunca antes había visto allí. Y no estaba mirando a Regio, sino a mí.

Me di cuenta de pronto de que me había puesto de pie y me había plantado delante de Regio. Me miraba con la barbilla alzada. Expectante. Había temor en sus ojos, pero también un destello triunfal. Sólo tenía que levantarle la mano y llamaría a los guardias. Sería traición. Me ahorcaría. Sentí cómo se tensaba la tela de mi camisa sobre mis hombros y mi pecho, tan henchido de rabia estaba. Intenté soltar el aliento, me obligué a abrir las manos que había convertido en puños. Tardé un momento. Chitan, les dije. Chitan o conseguiréis que me maten. Cuando hube recuperado el control de mi voz, dije:

—Esta noche me han quedado claras muchas cosas. —Me volví hacia el rey Artimañas—. Majestad, buenas noches. Solicito vuestro permiso para retirarme.

—¿Eh? ¿De modo que… has tenido un día atareado, muchacho?

—En efecto, alteza —respondí en voz baja.

Fijó sus ojos profundos en los míos cuando me erguí frente a él, esperando a que me despidiera. Sondeé el interior de su mirada. No estaba allí. No como solía estarlo en el pasado. Me observó, aturdido. Parpadeó varias veces.

—Bueno. Quizá sea mejor que descanses un poco. ¿Y yo, bufón? Bufón, ¿está lista mi cama? Caldéala un poco con la piedra caliente. Paso tanto frío por la noche estos días… ¡Ja! ¡Por la noche estos días! Ahí tienes una contradicción de las que a ti te gustan, bufón. ¿Cómo lo dirías tú para que tuviera sentido?

El bufón se incorporó de un brinco y ensayó una honda reverencia delante del rey.

—Yo diría que el frío de la muerte se siente últimamente de noche y de día, majestad. Es un frío que te congela los huesos. Se podría morir uno con este frío. Es sabido que más guarece la sombra de una estrella fugaz que la de un retoño engañoso.

El rey Artimañas soltó una risita.

—No entiendo nada de lo que dices, bufón. Como siempre. Buenas noches a todo el mundo, y a la cama, muchachos, los dos. Buenas noches, buenas noches.

Me fui mientras Regio se despedía más formalmente de su padre. Hube de reprimirme para pasar junto a Wallace sin borrarle la sonrisa de la cara de un puñetazo. Una vez en el pasillo, busqué enseguida mi habitación. Seguiría el consejo del bufón, pensé, y me guarecería en Chade Estrellafugaz en vez de seguir a la sombra engañosa del retoño del rey.

Pasé el resto de la noche solo en mi habitación. Sabía que a medida que pasaran las horas Molly se preguntaría por qué no llamaba a su puerta. Pero esa noche no me sentía con ánimos. No lograba reunir la energía necesaria para abandonar mi cuarto, subir las escaleras a hurtadillas y recorrer sigiloso los pasillos, siempre preocupado porque apareciera alguien de repente y me descubriera donde no me correspondía. Antes habría buscado la calidez y el afecto de Molly y habría encontrado un poco de paz en ella. Ya no era el caso. Ahora temía la furtividad y la ansiedad de nuestros encuentros, y las reservas que no desaparecían ni siquiera cuando ella cerraba su puerta a mi espalda. Pues Veraz viajaba a bordo de mí y debía procurar que lo que me hacía sentir y pensar Molly no trascendiera al vínculo que compartía con el Rey a la Espera.

Solté el pergamino que había intentado leer. De todos modos, ¿qué sentido tenía ya averiguar nada sobre los Vetulus? Veraz descubriría lo que tuviese que descubrir. Me tumbé en la cama y me quedé mirando el techo. Ni siquiera inmóvil y en silencio encontraba la paz. Mi vínculo con Veraz era como un anzuelo clavado en mi carne; así debía de sentirse el pez sacado del agua. Mis lazos con Ojos de Noche eran más profundos y sutiles, pero también él estaba allí siempre, sus rutilantes ojos verdes al acecho en un rincón de mi mente. Esas partes de mí nunca dormían, nunca descansaban, nunca se detenían del todo. Y yo empezaba a acusar esa tensión constante.

Horas más tarde, las velas casi se habían consumido por completo y el fuego ardía bajo en la chimenea. Un cambio en el aire de mi habitación me indicó que Chade había abierto su puerta silenciosa para mí. Me levanté y fui a verlo, pero a cada peldaño que subía en aquella escalera surcada por corrientes de aire, aumentaba mi ira. No era el tipo de rabia que desembocaba en trifulcas y peleas a puñetazos. Era una cólera nacida tanto de la fatiga y la frustración como del dolor. Era la clase de rabia que empujaba a una persona a abandonarlo todo, a decir simplemente:

—Ya no puedo seguir soportándolo.

—¿Qué no puedes seguir soportando? —me preguntó Chade.

Levantó la cabeza del rincón donde estaba encorvado sobre algún preparado que molía encima de su sucia mesa de piedra. Había genuina preocupación en su voz. Hizo que me detuviera y observara al hombre al que me dirigía. Un asesino viejo, alto y esquelético. Sembrado de cicatrices de la viruela. Con el pelo casi enteramente blanco. Vestido con su acostumbrada túnica de lana gris, siempre con los lamparones o con las pequeñas quemaduras que sufrían sus ropas cuando trabajaba. Me pregunté cuántos hombres habría matado por su rey, a una sola palabra o gesto de Artimañas. Sin hacer preguntas, fiel a su juramento. Pese a todas esas muertes, era un hombre amable. De repente me asaltó la curiosidad, una duda más acuciante que la respuesta a su pregunta.

—Chade, ¿alguna vez has matado a alguien por tu cuenta?

Pareció sobresaltarse.

—¿Por mi cuenta?

—Sí.

—¿Para defender mi vida?

—Sí. No me refiero a los encargos del rey. Hablo de matar a alguien para… hacer que tu vida fuese más fácil.

Soltó un bufido.

—Claro que no.

Me miró con extrañeza.

—¿Por qué no? —insistí.

Se mostraba incrédulo.

—Nadie va por ahí matando gente porque le convenga. Está mal. Se llama asesinato, muchacho.

—A menos que lo hagas por tu rey.

—A menos que lo hagas por tu rey —convino enseguida.

—Chade. ¿Dónde está la diferencia? ¿Qué más da hacerlo por ti o hacerlo por Artimañas?

Suspiró y dejó la mezcla que estaba preparando. Soslayó el extremo de la mesa y se sentó en un taburete alto.

—Recuerdo haberme hecho esas mismas preguntas. Pero a mí mismo, pues mi mentor ya había perecido cuando yo tenía tu edad. —Me miró firmemente a los ojos—. Todo se reduce a la fe, muchacho. ¿Crees en tu rey? Y tu rey tiene que significar para ti más que tu hermanastro, o que tu abuelo. Tiene que ser más que el bueno del anciano Artimañas, más que el honrado Veraz. Tiene que ser el rey. El corazón del reino, el eje de la rueda. Si es todo eso y si tienes fe en que vale la pena preservar los Seis Ducados, que el bienestar de todo nuestro pueblo depende de que dispensemos la justicia del rey, entonces está bien.

—Entonces puedes matar por él.

—Exacto.

—¿Alguna vez has matado en contra de tu opinión?

—Esta noche tienes muchas preguntas —me advirtió en voz baja.

—A lo mejor es que me has dejado solo demasiado tiempo y he podido pensar en ellas. Cuando nos veíamos casi cada noche, y hablábamos a menudo y estaba todo el rato ocupado, no pensaba tanto. Pero ahora sí.

Asintió despacio.

—Pensar tanto no siempre resulta… conveniente. Siempre es bueno, pero no conveniente. Sí. He matado en contra de mi opinión. Te repito que es una cuestión de fe. Tenía que creer que la gente que daba la orden sabía más que yo, que tenían una mejor perspectiva de la situación.

Permanecí callado un buen rato. Chade empezó a relajarse.

—Entra. No te quedes ahí plantado con esa corriente. Tómate un vaso de vino conmigo, que te quería hablar de…

—¿Alguna vez has matado siguiendo únicamente tu propio criterio? ¿Por el bien del reino?

Chade se limitó a observarme un momento, preocupado. Le sostuve la mirada. Él fue el primero en apartarla y fijarla en sus manos apergaminadas y blanquecinas, frotándoselas mientras se libraba de unas brillantes motas rojas.

—Yo no tomo esas decisiones. —Me miró de repente—. Nunca he aceptado esa carga, ni deseé hacerlo. No nos corresponde, muchacho. Esas decisiones ha de tomarlas el rey.

—Deja de llamarme «muchacho» —acoté, sorprendiéndome incluso a mí mismo—. Me llamo Traspié Hidalgo.

—Pues pon más énfasis en lo de «Traspié» —me espetó Chade—. Eres el hijo ilegítimo de un hombre que renunció al trono. Abdicó. Y con su abdicación renunció a la responsabilidad de tener que tomar decisiones. No eres rey, Traspié, ni siquiera eres el hijo de un auténtico rey. Somos asesinos.

—¿Por qué nos limitamos a cruzarnos de brazos mientras envenenan al Rey? —pregunté con brusquedad—. Yo lo sé, tú lo sabes. Lo engañan para ingerir hierbas que le embotan la mente y, cuando no puede pensar con claridad, lo engañan para ingerir otras que lo vuelven más estúpido todavía. Los dos conocemos el origen inmediato de esas hierbas y yo creo conocer su origen real. Aun así, nos quedamos mirando mientras se consume y se vuelve senil. ¿Por qué? ¿Dónde está la fe en eso?

Sus palabras me cortaron como navajas.

—No sé dónde está tu fe. Pensé que a lo mejor la tendrías en mí. En que yo sé más que tú y soy leal a mi rey.

Fue mi turno de apartar la vista. Al cabo, crucé la estancia despacio hasta la vitrina donde guardaba Chade el vino y los vasos. Cogí una bandeja y llené dos vasos con el contenido de una botella con el tapón de cristal. Acerqué la bandeja a la mesita que había junto a la chimenea. Como llevaba tantos años haciendo, me senté en las piedras del hogar. Mi maestro vino transcurrido un momento y ocupó su lugar en su silla mullida. Tomó su vaso de vino de la bandeja y probó un sorbo.

—Este año no ha sido fácil para ninguno de los dos.

—Casi no me has llamado. Y cuando lo haces, siempre estás lleno de secretos.

Intenté eliminar la acusación de mi voz, sin conseguirlo.

Chade soltó una risita seca.

—Y eso te molesta por tu carácter espontáneo y abierto, ¿no? —Volvió a reírse, ignorando mi expresión ofendida. Cuando acabó, volvió a mojarse los labios y me miró. En sus ojos oscuros brillaba aún una chispa de humor—. No me apuñales con los ojos, muchacho. Nunca te he exigido ni la mitad de lo que me exijo a mí mismo. Menos todavía. Opino que un maestro tiene derecho a esperar fe y confianza de su pupilo.

—Lo sé —respondí después de un momento—. Y tienes razón. También yo tengo mis secretos y espero que creas que son honrados. Pero mis secretos no te limitan como hacen los tuyos conmigo. Cada vez que visito los aposentos del rey veo lo que hacen con él los humos y las pociones de Wallace. Quiero matar a Wallace y devolver la cordura a mi rey. Y después de eso quiero… acabar el trabajo. Quiero eliminar el origen de los venenos.

—Así que me quieres matar.

Fue como si me hubiera echado un jarro de agua fría por encima.

—¿Tú proporcionas a Wallace los venenos que administra al rey?

Estaba convencido de haberlo entendido mal.

Asintió despacio.

—Algunos. Los que más te molestan, probablemente.

Se me congeló el corazón.

—Pero Chade, ¿por qué?

Me miró, con los labios fuertemente apretados. Transcurrido un instante abrió la boca y musitó:

—Los secretos de un rey sólo le atañen a él. No me corresponde a mí desvelarlos, da igual que confíe en el posible receptor. Pero sólo tienes que utilizar la cabeza como te he enseñado para desentrañar mis secretos, pues no te los he ocultado. Y una vez al corriente de mi secreto, sabrías deducir muchas más cosas.

Me giré para remover las brasas.

—Chade. Estoy muy cansado. Cansado de jugar a estos juegos. ¿No puedes contármelo sin más?

—Podría, claro que sí. Pero entonces quebrantaría la promesa que le hice a mi rey. Bastante he hecho ya.

—¡Le estás buscando tres pies al gato! —exclamé, enfadado.

—Es posible. Pero el gato es mío —repuso con ecuanimidad.

Su misma calma me enfurecía. Zangoloteé la cabeza violentamente, intenté apartarme un poco del rompecabezas.

—¿Para qué me has llamado esta noche? —pregunté con voz seca.

Eso arrojó una sombra de dolor sobre la serenidad de su mirada.

—A lo mejor sólo para verte. A lo mejor para impedir que cometas una estupidez irreparable. Sé que están ocurriendo muchas cosas que te preocupaban enormemente. Te garantizo que comparto tus temores. Pero por el momento debemos atenernos al camino que se nos ha trazado. Con fe. Supongo que crees que Veraz volverá antes de la primavera y lo arreglará todo.

—No lo sé —admití a regañadientes—. Me sorprendió que partiera en esa misión tan ridícula. Debería haberse quedado aquí y continuar con su plan original. Para cuando regrese, la mitad de su reino estará hundida en la miseria o habrá sido vendida, tal y como lleva las cosas Regio.

Chade me miró con seriedad.

—«Su» reino sigue siendo el reino del rey Artimañas. ¿Recuerdas? Quizá confíe en que su padre lo conserve intacto.

—No creo que el rey Artimañas pueda conservar intacta ni su propia cabeza, Chade. ¿No lo has visto últimamente?

La boca de Chade se convirtió en una fina raya.

—Sí. —Escupió la palabra—. Lo veo cuando no lo ve nadie más. Ya te he dicho que no es el idiota patético que piensas que es.

Meneé la cabeza despacio.

—Si lo hubieras visto hoy, Chade, comprenderías mi ansiedad.

—¿Por qué estás tan seguro de que no lo he visto?

Ahora Chade sonaba arisco.

No pretendía hacerle enfadar, pero parecía que todo me salía mal, daba igual lo que dijera. Me obligué a guardar silencio. En vez de hablar, bebí otro poco de vino. Contemplé el fuego.

—¿Son ciertos los rumores sobre las Islas Cercanas? —pregunté por fin.

Había recuperado la voz.

Chade suspiró y se frotó los ojos con sus manos nudosas.

—Como ocurre con todos los rumores, hay un germen de verdad. Podría ser cierto que los corsarios hayan establecido allí una base. No estamos seguros. Lo que está claro es que no les hemos entregado las Islas Cercanas. Como habrás observado, si tuvieran las Islas Cercanas asolarían nuestras costas tanto en invierno como en verano.

—El príncipe Regio parecía creer que podían rendirse. Que quizás esas islas y un trozo de la costa de Osorno fuese lo que buscaban realmente.

Me supuso un gran esfuerzo, pero mantuve un tono de voz respetuoso al referirme a Regio.

—Muchas personas esperan que diciendo un deseo en voz alta éste se haga realidad —respondió Chade, sin comprometerse—. Aunque sepan que eso es imposible —añadió más sobriamente.

—¿Tú qué crees que quieren los corsarios? —pregunté.

Contempló el fuego a mi espalda.

—Buena pregunta. ¿Qué quieren los corsarios? Así funciona nuestra mente, Traspié. Creemos que nos atacan porque quieren algo de nosotros. Pero lo cierto es que si quisieran algo ya nos lo habrían exigido. Saben el daño que nos están haciendo. Deben de saber que consideraríamos al menos sus demandas. Pero no piden nada. Se limitan a seguir saqueando.

—No tiene sentido —concluí la idea por él.

—No para nosotros —me corrigió—. Pero ¿y si nuestra suposición inicial estuviera equivocada?

Me limité a mirarlo sin decir nada.

—¿Y si no quieren nada, salvo lo que ya tienen? Una nación de víctimas. Ciudades que saquear, aldeas que arrasar, gente que torturar. ¿Y si eso es lo único que se proponen?

—Es una locura —musité.

—Quizá. Pero ¿y si fuera así?

—Nada podría detenerlos. A no ser que los destruyéramos.

Asintió despacio.

—Desarrolla esa idea.

—Ni siquiera tenemos barcos suficientes para frenarlos. —Cavilé un momento—. Más nos vale rezar para que sean ciertas las leyendas sobre los Vetulus. Porque me parece que ellos, o algo parecido a ellos, son nuestra única esperanza.

Chade asintió lentamente de nuevo.

—Exacto. Ahora entiendes por qué apruebo la decisión de Veraz.

—Porque es nuestra única esperanza de sobrevivir.

Nos quedamos sentados mucho rato, contemplando las llamas en silencio. Cuando por fin volví a mi cuarto, me asaltaron unas pesadillas en las que Veraz era atacado y peleaba por su vida mientras yo asistía a la escena de brazos cruzados. No podía matar a ninguno de sus asaltantes porque mi rey no me había dado permiso.

Doce días después llegó el duque Mazas de Osorno. Vino por la carretera de la costa, a la cabeza de un contingente de hombres lo bastante numeroso para resultar impresionante sin ofrecer una amenaza real. Había reunido toda la pompa y la panoplia que se podía permitir su ducado. Sus hijas cabalgaban a su lado, salvo la mayor, que se había quedado atrás para hacer todo lo posible por Ferry. Pasé casi toda la tarde primero en los establos y luego en la sala de guardia, escuchando las conversaciones de los integrantes más humildes del séquito. Manos supo componérselas para alojar y atender a todas las bestias y, como siempre, nuestras cocinas y barracones se convirtieron en acogedores lugares de reunión. Empero, abundaban las palabras duras entre los visitantes de Osorno. Hablaban sin rodeos de lo que habían visto en Ferry y de cómo se habían hecho oídos sordos a sus llamadas de auxilio. A nuestros soldados les avergonzaba lo poco que podían decir para defender la aparente decisión del rey Artimañas. Y cuando un soldado no puede defender los actos de su señor, o se suma a las críticas o encuentra otra manera de replicar. De modo que se produjeron peleas entre los hombres de Osorno y las tropas de Torre del Alce, incidentes aislados en su mayoría, desencadenados por diferencias triviales. Pero ese tipo de cosas no solían ocurrir bajo la disciplina de Torre del Alce, por lo que resultaban todavía más preocupantes. Hacía que me diera cuenta de la confusión que imperaba en el seno de nuestras tropas.

Elegí cuidadosamente la ropa para la cena de esa noche, sin saber con quién podría encontrarme ni qué podría esperarse de mí. Había visto a Celeridad en dos ocasiones ese día, y las dos veces escurrí el bulto antes de que ella pudiera reparar en mi presencia. Esperaba que se sentara a mi lado durante la cena y temía ese momento. No era la ocasión adecuada para ofender a nadie de Osorno, pero tampoco quería alimentar sus esperanzas. Podría haberme ahorrado las preocupaciones. Me encontré sentado al final de la mesa, entre los más jóvenes de los nobles de menor rango. Pasé una velada incómoda en calidad de novedad pasajera. Varias muchachas de mi entorno coquetearon conmigo. Era una experiencia nueva para mí y descubrí que no me agradaba especialmente. Hacía que me diera cuenta de la inmensa afluencia de gente que se había reunido en Torre del Alce ese invierno. Casi todos los invitados procedían de los ducados terrales, ávidos de las migajas del plato de Regio, pero como indicaban claramente aquellas jóvenes, se conformaban con arrimarse lo más posible a cualquier pizca de influencia política. El esfuerzo por prestar atención a sus pueriles exhibiciones de ingenio y responder con un nivel de al menos moderada educación hacía que me resultara imposible prestar atención a lo que ocurría en la Alta Mesa. Allí estaba el rey Artimañas, sentado entre la Reina a la Espera Kettricken y el príncipe Regio. El duque Mazas y sus hijas, Celeridad y Fe, se habían sentado cerca de ellos. El resto de la mesa estaba lleno a rebosar con las mascotas de Regio. El duque Carnero de Haza y su señora, Plácida, junto a sus dos hijos eran los más destacables. Lord Refuljo, primo de Regio, también estaba allí; el joven heredero del Ducado de Lumbrales visitaba la corte por vez primera.

Desde mi asiento podía ver poco y escuchar aún menos. Sentía en mi interior la frustración de Veraz por la situación, pero yo no podía hacer nada al respecto. El rey parecía más cansado que aturdido esa noche, lo que consideré algo positivo. Kettricken, sentada a su lado, lucía casi incolora salvo por dos sombras rosas en sus mejillas. No parecía que estuviera comiendo gran cosa, y se veía más taciturna y reservada de lo habitual. El príncipe Regio, por contra, se mostraba conversador y jovial con el duque Carnero, lady Plácida y sus vástagos. No llegaba a ignorar a Mazas y sus hijas, pero era evidente que su buen humor ensombrecía el talante de las visitas.

El duque Mazas era un hombre corpulento y musculoso aun a pesar de su edad. Los mechones de canas que veteaban su negra coleta de guerrero daban fe de antiguas heridas de batalla, al igual que los dedos que le faltaban en una mano. Sus hijas, sentadas a su lado en la mesa, eran mujeres de ojos índigos cuyos prominentes pómulos hablaban de los orígenes islocerquenses de su difunta madre. Fe y Celeridad tenían el cabello muy corto y aceitado, a la usanza del norte, la rapidez con que movían la cabeza para observar a todos los comensales me hacía pensar en dos halcones posados en la muñeca del cetrero. No era la suya la edulcorada nobleza propia de los ducados terrales a la que Regio estaba acostumbrado. De todos los Seis Ducados, las gentes de Osorno eran las menos desarraigadas de su pasado guerrero.

Regio se arriesgaba a insultarlos minimizando sus tribulaciones. Sabía que no esperaban discutir el problema de los corsarios a la mesa, pero su tono festivo desentonaba con las circunstancias que los habían conducido hasta aquí. Me pregunté si sabría hasta qué punto estaba ofendiéndolos. Era evidente que Kettricken sí lo sabía. Más de una vez la vi apretar los dientes, o bajar la mirada ante alguna salida de Regio. Éste estaba bebiendo en demasía, además, y su embriaguez comenzaba a manifestarse en forma de extravagantes aspavientos y estentóreas carcajadas. Deseé desesperadamente poder escuchar qué era lo que encontraba tan divertido en sus propias palabras.

Parecía que la cena no fuese a terminar nunca. Celeridad no tardó en localizarme en la mesa. Después de aquello, me costó eludir las inquisitivas miradas que lanzaba en mi dirección. La saludé afablemente con la cabeza la primera vez que se cruzaron nuestros ojos; vi que la desconcertaba la silla que me habían adjudicado. No me atrevía a ignorar cada vistazo que me dedicaba. Regio estaba siendo lo bastante grosero sin necesidad de que yo pareciera desdeñar a la hija de Osorno a mi vez. Tenía la impresión de estar caminando sobre una cuerda floja. Me sentí aliviado cuando se levantó el rey Artimañas y la reina Kettricken insistió en ayudarlo a abandonar la sala. Regio arrugó el entrecejo al ver que la fiesta se dispersaba tan pronto, pero no hizo ningún esfuerzo por persuadir al duque Mazas y a sus hijas para que se quedaran en la mesa. Se disculparon con frialdad en cuanto hubo salido Artimañas. También alegué que me dolía la cabeza y cambié a mis risueños compañeros de mesa por la soledad de mi cuarto. Cuando abrí la puerta y entré en mi dormitorio, me sentía la persona más impotente de todo el castillo. Un auténtico criador de perros anónimo.

—Ya veo que la cena te ha resultado absolutamente fascinante —comentó el bufón.

Exhalé un suspiro. No le pregunté cómo había entrado. No tenía sentido hacer preguntas que se iban a quedar sin responder. Estaba sentado en mi chimenea, silueteado contra las alegres llamas del pequeño fuego que había encendido. Percibí una quietud peculiar en él, sin el tintineo de sus cascabeles ni el retumbar de sus chanzas.

—La cena ha sido insufrible —le dije. No me molesté en encender ninguna vela. Mi jaqueca no había sido una excusa completamente ficticia. Me senté en la cama y me tumbé con un suspiro—. No sé qué va a pasar con Torre del Alce, ni qué puedo hacer al respecto.

—A lo mejor basta con lo que has hecho ya —aventuró el bufón.

—Últimamente no he hecho nada digno de mención —le informé—. A menos que cuente para algo aprender cuándo morderme la lengua delante de Regio.

—Ah. Así que ésa es una habilidad que estamos aprendiendo bien todos —convino compungido. Recogió las rodillas bajo su barbilla y apoyó los brazos en ellas. Cogió aliento—. Entonces, ¿no tienes ninguna nueva que te gustaría compartir con el bufón? ¿Con un bufón muy discreto?

—No tengo ninguna nueva que compartir contigo que tú no conozcas ya, y seguramente desde antes que yo.

La penumbra de la habitación era relajante. Mi dolor de cabeza empezaba a remitir.

—Ah. —Hizo una pausa educada—. A lo mejor, entonces, te puedo hacer una pregunta. Puedes responder o no, como prefieras.

—Ahorra saliva y pregúntame lo que quieras. Ya sabes que lo vas a hacer tanto si te doy mi permiso como si no.

—En efecto, tienes toda la razón. Pues muy bien. La pregunta. Ah, me sorprendo a mí mismo, me estoy poniendo colorado. Traspié Hidalgo, ¿no habrás tenido también tú un pequeño traspié?

Me senté despacio en la cama y lo miré fijamente. No se movió ni se alteró.

—¿Qué me has preguntado? —inquirí en voz baja.

Respondió acoquinado, casi como si se disculpara.

—Debo saberlo. ¿Has dejado embarazada a Molly?

Me abalancé sobre él desde la cama, lo agarré por el pescuezo y lo puse de pie de un tirón. Levanté el puño, y me detuve, atónito ante lo que revelaban las llamas sobre su rostro.

—Pega sin miedo —musitó—. Los moratones nuevos no se notarán encima de los viejos. Puedo hacerme invisible unos cuantos días más.

Aparté mi mano de él. Qué extraño, cómo el acto que había estado a punto de cometer se me antojaba tan monstruoso ahora que descubría cómo lo había hecho ya otra persona. En cuanto lo solté se apartó de mí, como si le avergonzara su rostro descolorido e hinchado. Quizá la palidez de su piel y su frágil estructura ósea contribuyeran a aumentar mi horror. Era como si alguien hubiera apaleado a un chiquillo. Me arrodillé junto al fuego y empecé a avivarlo.

—¿No lo has visto bien? —preguntó el bufón, con mordacidad—. Te lo advierto, no mejora con la luz.

—Siéntate en mi arcón y quítate la camisa —le dije bruscamente.

No se movió. Lo ignoré. Tenía una pequeña tetera para calentar agua. La puse encima de las llamas. Encendí un manojo de velas y las posé encima de la mesa, para luego sacar mi provisión de hierbas. No guardaba muchas en mi habitación; deseé poder recurrir al almacén completo de Burrich, pero estaba seguro de que si salía para ir a los establos, cuando regresara el bufón no estaría allí. A pesar de todo, las hierbas que tenía en mi cuarto eran principalmente para tratar magulladuras, cortes y el tipo de heridas a las que me exponía demasiado a menudo mi otra profesión. Servirían.

Cuando el agua estuvo caliente, vertí un poco en mi palangana y añadí un generoso puñado de hierbas desmenuzadas. Cogí una camisa que se me había quedado pequeña de mi arcón y la rompí en tiras.

—Acércate a la luz. —Hice que sonara como una súplica. Me obedeció al cabo de un momento, aunque vacilante y con timidez. Lo miré brevemente y luego lo cogí por los hombros y lo senté encima de mi arcón—. ¿Qué te ha pasado? —pregunté, sobrecogido por el daño de su cara.

Tenía los labios partidos e inflamados, y un ojo casi cerrado por la hinchazón.

—Me he pasado la noche deambulando por el castillo, preguntando a individuos malhumorados si habían engendrado algún bastardo últimamente.

Su ojo sano sostuvo la mirada asesina que le lancé. El blanco estaba enramado de vetas rojas. Descubrí que no podía enfadarme con él, ni reírme.

—Deberías saber lo suficiente de medicina como para tratar mejor algo así. Ahora estáte quieto. —Convertí el trapo en una compresa y la apreté con suavidad pero con firmeza contra su cara. Se relajó después de un momento. Enjugué parte de la sangre seca. No había mucha; estaba claro que se había lavado después de la paliza, aunque había seguido manando sangre de algunos cortes. Tanteé la línea de su mandíbula y alrededor de las cuencas de sus ojos. Al menos no parecía que tuviese ningún hueso roto—. ¿Quién te ha hecho esto?

—Me he tropezado con una serie de puertas. O varias veces con la misma. Depende de la puerta por la que preguntes.

Ni siquiera con los labios partidos era capaz de renunciar a sus galimatías.

—Era una pregunta seria.

—La mía también.

Lo fulminé con la mirada y agachó la cabeza. Por un momento ninguno de los dos habló mientras yo buscaba un tarro de bálsamo que me había dado Burrich para los cortes y arañazos.

—Me gustaría conocer la respuesta —le recordé mientras destapaba el frasco.

La conocida y penetrante fragancia me inundó la nariz y de pronto eché de menos a Burrich con una intensidad asombrosa.

—También a mí.

Se encogió ligeramente cuando le apliqué el ungüento. Sabía que escocía. También sabía que era eficaz.

—¿Por qué me preguntas algo así? —inquirí finalmente.

Lo pensó un momento.

—Porque es más fácil preguntártelo a ti que preguntarle a Kettricken si está embarazada de Veraz. Hasta donde yo sé, Regio sólo se prodiga sus favores a sí mismo de un tiempo a esta parte, lo que lo deja fuera. De modo que el padre tiene que ser Veraz, o tú.

Lo miré sin saber qué decir. Meneó la cabeza entristecido por mí.

—¿Es que no lo sientes? —preguntó casi con un susurro. Su mirada se extravió teatralmente en la distancia—. Cambian las fuerzas. Oscilan las sombras. Una onda rompe la superficie del mar de posibilidades. Se reordenan los futuros, se multiplican los destinos. Todas las sendas se bifurcan, y se vuelven a bifurcar. —Me miró de nuevo. Sonreí, creyendo que bromeaba, pero su expresión era seria—. Hay un heredero en el linaje de los Vatídico —musitó—. Estoy seguro. ¿Alguna vez has dado un paso en falso en la oscuridad? Esa brusca sensación de encontrarte al filo de un abismo, sin saber cuánto durará la caída.

—No he engendrado ningún niño —dije, con demasiada firmeza.

El bufón me observó con escepticismo.

—Ah —dijo, con falso entusiasmo—. Claro que no. Entonces la embarazada debe de ser Kettricken.

—Debe de ser ella —convine, aunque tenía el corazón encogido. Si Kettricken estuviera embarazada, no tendría motivos para ocultarlo. Molly, en cambio, sí. Y hacía algunas noches que no la veía. Quizá tuviera alguna noticia que darme. Me sentí mareado de repente, pero me obligué a inspirar profundamente y tranquilizarme—. Quítate la camisa —dije al bufón—. Quiero verte el pecho.

—Ya me lo he visto yo, gracias, y te aseguro que está bien. Cuando me echaron la bolsa por la cabeza, supongo que fue para tener donde apuntar. Se cuidaron mucho de no pegarme en ningún otro sitio.

La brutalidad de lo que le habían hecho me dejaba sin palabras.

—¿Quién? —conseguí preguntar finalmente.

—¿Con la cabeza tapada? Vamos. ¿Tú puedes ver a través de las bolsas?

—No. Pero sospecharás de alguien.

Ladeó la cabeza y me observó con expresión incrédula.

—Si no sabes ya hacia dónde apuntan mis sospechas, el que tiene la cabeza metida dentro de una bolsa eres tú. Voy a hacerte un agujerito. «Sabemos que engañas al rey, que espías para Veraz el usurpador. Deja de enviarle mensajes, porque si lo haces, nos enteraremos».

Se giró para contemplar las llamas y balanceó brevemente sus talones, chack, chack, chack, contra mi arcón.

—¿Veraz el usurpador? —pregunté ofendido.

—No lo digo yo. Lo dijeron ellos —acotó.

Me obligué a contener mi ira, a pensar.

—¿Por qué iban a sospechar que espías para Veraz? ¿Le has enviado algún mensaje?

—Tengo un rey —respondió en voz baja—. Aunque él no siempre recuerde que es mi rey. Debes cuidar de tu rey. Como estoy seguro que haces.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Lo que siempre he hecho. ¿Qué otra cosa? No puedo dejar de hacer lo que me han ordenado que deje de hacer porque ni siquiera había empezado a hacerlo.

Una certidumbre escalofriante me recorrió la espalda.

—¿Y si actúan de nuevo?

Soltó una risita desprovista de humor.

—De nada sirve que me preocupe de eso, pues no puedo hacer nada para evitarlo. Eso no significa que lo espere ansioso. Esto… —dijo, señalándose el rostro—. Esto se curará. Tardaré más tiempo en reparar mi cuarto. Pasarán semanas hasta que haya terminado de poner orden en ese estropicio.

Sus palabras aligeraban su dolor. Sentí cómo crecía en mi interior un tremendo vacío. Había estado en la cámara del bufón una vez. Había tenido que subir mucho tiempo por una escalera en desuso, en medio del polvo y los desechos acumulados durante años, hasta llegar a una sala con vistas a las almenas que contenía un jardín de prodigios. Pensé en los peces de brillantes colores que nadaban en grandes recipientes, los jardines de musgo en sus contenedores, el diminuto bebé de cerámica en su cuna, tan meticulosamente mimado. Cerró los ojos cuando añadió para las llamas:

—Han sido de lo más concienzudos. Tonto de mí. Pensar que había cabida para un lugar seguro en este mundo.

No podía mirarlo. Salvo por su afilada lengua, era una persona indefensa cuya única motivación era servir a su rey. Y salvar el mundo. Pero alguien había aplastado su mundo. Peor aún, sospechaba que la paliza que había recibido era en represalia por algo que había hecho yo.

—Podría ayudarte a recomponerlo —me ofrecí.

Sacudió la cabeza dos veces, deprisa, en tensión.

—Mejor no —dijo. Con voz más normal, añadió—: No te ofendas.

—No me ofendo.

Reuní las hierbas curativas, el tarro de bálsamo y los harapos de mi camisa. Bajó de mi arcón de un salto. Cuando le ofrecí el montón, lo aceptó con gesto solemne. Se dirigió a la puerta, envarado pese a afirmar que sólo lo habían golpeado en la cara. Se giró en el umbral.

—Cuando lo sepas a ciencia cierta, ¿me lo dirás? —Hizo una pausa significativa. Bajó la voz—. A fin de cuentas, si esto es lo que hacen con el bufón del rey, ¿qué no harían a una mujer que lleve en su seno al heredero del Rey a la Espera?

—No se atreverían —dije con ferocidad.

Soltó un bufido desdeñoso.

—¿Que no? Ya no sé qué se atreverían o dejarían de atreverse a hacer, Traspié Hidalgo. Y tú tampoco. Buscaría la manera de asegurar mejor mi puerta, en tu lugar. A menos que quieras verte con la cabeza dentro de una bolsa también.

Ensayó una sonrisa que no era ni la sombra de su acostumbrada mueca burlona y salió. Me acerqué a la puerta cuando se hubo ido y puse la tranca en su lugar. Apoyé la espalda en ella y suspiré.

—A los demás les parece estupendo, Veraz —dije en voz alta para la sala vacía—. Pero si por mí fuera, darías media vuelta ahora mismo y regresarías a casa. Los Corsarios de la Vela Roja no son nuestra única preocupación y, no sé por qué, me extrañaría que los Vetulus pudieran ser de gran ayuda frente a las otras amenazas a las que nos enfrentamos.

Aguardé, esperando percibir algún tipo de aquiescencia o reconocimiento por su parte. Nada. Mis frustraciones se arremolinaban en mi interior. Rara vez estaba seguro de cuándo era consciente Veraz de mis pensamientos, y nunca de si recibía las impresiones que intentaba enviarle. Volví a preguntarme por qué no impartía sus instrucciones a Serena. Había habilitado con ella durante todo el verano frente a los Corsarios; ¿por qué estaba tan callado ahora? ¿La habría habilitado ya y ella lo ocultaba? O quizá sólo se lo revelase a Regio, reflexioné. Quila las magulladuras del rostro del bufón reflejaran la contrariedad de Regio al descubrir que Veraz estaba al corriente de lo que ocurría en su ausencia. Por qué había decidido hacer pagar las culpas al bufón, no lo sabía. A lo mejor sólo lo había escogido para dar rienda suelta a su rabia. El bufón nunca se había privado de ofender a Regio. Ni a nadie.

Más tarde fui a ver a Molly. Era un momento arriesgado para visitarla, pues el castillo bullía con los invitados y los criados que los atendían. Pero mis sospechas me impedían quedarme en mi cuarto. Cuando llamé a su puerta esa noche, Molly preguntó:

—¿Quién es?

—Soy yo —respondí, incrédulo.

Era la primera vez que lo preguntaba.

—Oh —replicó, y abrió la puerta.

Entré y la cerré a mi espalda mientras ella se acercaba a la chimenea. Se arrodilló frente a ella para echar unos troncos innecesarios, sin mirarme. Estaba vestida con sus ropas azules de sirvienta y todavía llevaba el pelo recogido. Hasta la última línea de su cuerpo me prevenía. Volvía a tener problemas.

—Lamento no haber venido antes.

—También yo —contestó secamente.

No me estaba facilitando la tarea de romper el hielo.

—Han pasado muchas cosas y me han tenido muy ocupado.

—¿Con qué?

Suspiré. Sabía adonde conducía esa conversación.

—Con cosas de las que no puedo hablarte.

—Claro.

Pese a toda la calma y frialdad de su voz, sabía que su rabia hervía justo debajo de la superficie. El menor desliz podía desencadenarla. Lo mismo que no decir nada. De modo que daría igual si planteaba mi pregunta sin rodeos.

—Molly, el motivo por el que he venido esta noche…

—Oh, ya sabía yo que tenía que haber alguna razón especial para que te dignaras venir a verme. Soy yo la que me sorprendo. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué corro a mi habitación todos los días al acabar la jornada y me quedo esperando, por si diera la casualidad de que aparecieses? Podría estar haciendo otras cosas. Últimamente hay un montón de espectáculos de marionetas y juglares. El príncipe Regio se ocupa de eso. Podría estar sentada alrededor de alguna de las chimeneas de la planta baja, con el resto de la servidumbre, disfrutando de su compañía. En vez de estar aquí arriba, sola. O podría ir adelantando trabajo. Perol me permite utilizar la cocina cuando no hay mucho jaleo. Tengo hierbas, sebo y mechas; debería fabricar las velas ahora que las hierbas conservan todo su perfume. Pero no, estoy aquí arriba, pendiente de que te acuerdes de mí y te apetezca pasar un rato conmigo.

Soporté como una roca el violento oleaje de sus palabras. No podía hacer otra cosa. Todo lo que decía era cierto. Me miré los pies mientras ella recuperaba el aliento. Cuando habló de nuevo, la ira había desaparecido de su voz, reemplazada por algo peor. Miseria y desolación.

—Traspié, es tan difícil… Cada vez que pienso que me he hecho a la idea, tuerzo una esquina y me encuentro esperanzada de nuevo. Pero nunca vamos a tener nada, ¿verdad? Nunca tendremos un momento que nos pertenezca realmente, ni un lugar que sea exclusivamente nuestro. —Hizo una pausa. Agachó la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Cuando volvió a hablar, le temblaba la voz—. He visto a Celeridad. Es muy guapa. Incluso encontré una excusa para hablar con ella… Le pregunté si necesitaban más velas en sus aposentos… Me respondió con timidez, pero con cortesía. Hasta me dio las gracias por ser tan considerada, algo que muy pocos hacen aquí. Es… es muy simpática. Una dama. Oh, nunca te darán permiso para casarte conmigo. ¿Por qué querrías casarte con una criada?

—Para mí no eres una criada —dije con un hilo de voz—. Yo nunca te veo así.

—¿Entonces qué soy? Tú esposa no —señaló en voz baja.

—En el fondo de mi corazón, lo eres —dije apenado. Era un consuelo patético el que le ofrecía. Me avergonzó que lo aceptara y apoyara su frente en mi hombro. La abracé con ternura durante unos instantes, antes de estrecharla aún con más fuerza. Cuando se acurrucó entre mis brazos, hablé en voz baja para su cabello—. Tengo que preguntarte una cosa.

—¿Cuál?

—¿Estás… estás embarazada?

—¿Cómo?

Se apartó de mí y me miró a la cara.

—¿Te has quedado embarazada?

—Me… no. No, no me he quedado embarazada. —Una pausa—. ¿Qué te ha dado para preguntarme eso tan de repente?

—Se me había ocurrido, sin más. Eso es todo. Quiero decir…

—Ya sé lo que quieres decir. Si estuviéramos casados y yo no me hubiera quedado embarazada todavía, los vecinos empezarían a murmurar sobre nosotros.

—¿De verdad?

Nunca antes se me había pasado tal cosa por la cabeza. Sabía que algunas personas se preguntaban si Kettricken sería estéril, pues no había concebido en más de un año de matrimonio, pero su maternidad era un asunto de interés público. Nunca hubiera pensado que los vecinos vigilaban expectantes a los recién casados.

—Pues claro. A estas alturas ya me habría ofrecido alguien alguna receta de té heredada de su madre. O polvo de colmillos de jabalí para que te los echara en la cerveza por la noche.

—Oh, ¿en serio?

La arrimé a mí, sonriendo como un bobo.

—Hum. —Me devolvió la sonrisa, pero ésta se fue apagando despacio—. Así las cosas —musitó—, son otras hierbas las que tomo. Para asegurarme de no quedar embarazada.

Ya casi se me había olvidado la reprimenda que me echara Paciencia aquel día.

—Tengo entendido que algunas de esas hierbas pueden conseguir que la mujer enferme si las ingiere durante mucho tiempo.

—Sé lo que me hago —dijo, lacónica—. Además, ¿cuál sería la alternativa? —añadió con menos apasionamiento.

—El desastre —admití.

Asintió con la cabeza pegada a mi cuerpo.

—Traspié. Si esta noche te hubiera dicho que sí, si estuviera embarazada… ¿qué habrías hecho?

—No lo sé. No me había parado a pensarlo.

—Piénsalo ahora —me rogó.

Hablé despacio.

—Supongo que… buscaría un lugar para ti, no sé, en alguna parte. —Acudiría a Chade, acudiría a Burrich, y suplicaría ayuda. Palidecí por dentro al pensar en ello—. Un lugar seguro. Lejos de Torre del Alce. Río arriba, tal vez. Iría a verte cuando pudiera. De alguna manera, me ocuparía de ti.

—Me dejarías a un lado, eso es. A mí y a mi… hijo.

—¡No! Te pondría a salvo, donde nadie pudiera avergonzarte ni burlarse de ti por tener un bebé sola. Y cuando pudiera, iría a veros a ti y a nuestro hijo.

—¿Alguna vez has considerado la posibilidad de que podrías acompañarnos? ¿De que podríamos abandonar Torre del Alce, tú y yo, e ir río arriba ahora mismo?

—No puedo irme de Torre del Alce. Ya te lo he explicado de todas las formas que sé.

—Sé que lo has hecho. He intentado comprenderlo. Pero sigo sin entender por qué.

—El trabajo que desempeño para el rey es tal que…

—Déjalo. Que lo haga otro. Fúgate conmigo, busquemos nuestra propia vida.

—No puedo. No es tan sencillo. No se me permitiría marchar así como así.

No sé cómo, nos habíamos separado. Ahora ella cruzó los brazos sobre su pecho.

—Veraz se ha ido. Casi nadie cree que vaya a volver. El rey Artimañas está más senil cada día y Regio se prepara para heredar el trono. Si la mitad de lo que dices que siente Regio por ti es verdad, ¿por qué demonios querrías quedarte aquí con él de rey? ¿Por qué iba a querer él que te quedaras? Traspié, ¿es que no ves que todo se desmorona? Las Islas Cercanas y Ferry son sólo el principio. Los corsarios no se detendrán ahí.

—Con más razón debo quedarme. Para trabajar y, si es preciso, luchar por nuestro pueblo.

—Un hombre solo no puede pararlos —señaló Molly—. Ni siquiera un hombre tan obstinado como tú. ¿Por qué no aprovechas esa testarudez para luchar por nosotros? ¿Por qué no huimos, río arriba y tierra adentro, lejos de los corsarios, en busca de nuestra propia vida? ¿Por qué tenemos que renunciar a todo por una causa perdida?

No me podía creer lo que estaba escuchando. Si lo hubiera dicho yo, habría sido traición. Pero ella lo decía como si fuese lo más lógico del mundo. Como si ella, yo y el bebé que aún no existía fuéramos más importantes que el rey y los Seis Ducados juntos. Se lo dije.

—Bueno —respondió, mirándome a la cara—. Es que es verdad. Para mí, por lo menos. Si fueses mi marido y yo estuviera embarazada, seríais así de importantes para mí. Más importantes que el resto del mundo.

¿Y qué esperaba que dijera yo a eso? Me decidí por la verdad, a sabiendas de que no la satisfaría.

—Tú también serías así de importante. Ya lo eres. Pero por eso mismo tengo que quedarme. Porque algo así de importante no es algo con lo que puedas fugarte y esconderte. Es algo por lo que tienes que ser fuerte y pelear.

—¿Pelear? —alzó un poco la voz—. ¿Cuándo te darás cuenta de que no somos lo bastante fuertes para pelear? Me he visto entre los corsarios y unos niños de mi propia sangre y apenas si conseguí sobrevivir. ¡Cuando tú hayas hecho lo mismo podrás hablarme de pelear!

Guardé silencio. No sólo por el daño que me habían hecho sus palabras. Me dolían, y mucho. Pero también me traían a la memoria la niña que sostuve en mis brazos mientras estudiaba la sangre que resbalaba por su brazo frío. No podía soportar la idea de volver a hacer algo parecido. Pero no podía escapar de ella.

—No hay escapatoria posible, Molly. O nos quedamos y luchamos aquí, o moriremos cuando nos alcance la lucha.

—¿De verdad? —preguntó fríamente—. ¿No será que prefieres anteponer tu lealtad hacia el rey a lo que tenemos? —No podía mirarla a los ojos. Resopló—. Eres igual que Burrich. ¡Ni siquiera te das cuenta de cómo te pareces a él!

—¿Como Burrich?

Estaba desconcertado. Me extrañaba que hubiera dicho aquello, y más que lo hubiera dicho como si fuese un defecto.

—Sí.

Tajante.

—¿Porque soy leal a mi rey?

Seguía sin comprender sus palabras.

—¡No! Porque prefieres a tu rey antes que a tu mujer… o a tu amor, o a tu propia vida.

—¡No sé de qué me hablas!

—¡Claro! ¡Lo ves! Claro que no lo sabes. Pero andas por ahí, comportándote como si supieras un montón de secretos y misterios y hasta la última cosa importante que haya podido ocurrir jamás. Entonces respóndeme a esto. ¿Por qué odia Paciencia a Burrich?

Ahora sí que estaba perdido. No tenía ni idea de la posible relación que pudiera tener aquello con mi supuesto problema. Pero sabía que, de alguna manera, Molly establecería una conexión.

—Lo odia por mi culpa —propuse, con cautela—. Porque cree que Burrich llevó a Hidalgo por el mal camino… y así es como nací yo.

—Ahí. Fíjate. Pero mira que eres idiota. No tiene nada que ver con eso. Cordonia me lo contó una noche. Habíamos bebido un vaso de vino de saúco más de la cuenta, yo estaba hablando de ti y ella de Burrich y Paciencia. Al principio Paciencia estaba enamorada de Burrich, imbécil. Pero él se negaba a aceptarla. Decía que la quería, pero que no iba a casarse con ella, ni siquiera aunque su padre accediera a entregar su mano a un hombre de condición inferior. Porque él ya estaba comprometido, había jurado entregar su vida y su espada a su señor y no creía que pudiera hacerles justicia a los dos. Sí, decía que ojalá fuese libre de casarse con ella, que ojalá no hubiera dado ya su palabra antes de conocerla. Pero también le dijo que no era libre de casarse con ella en ese momento. Le dijo alguna tontería sobre cómo daba igual lo mucho que lo intente el caballo, que sólo podrá llevar una silla. Así que ella le dijo que bien, de acuerdo, que siguiera a ese señor que era más importante que ellos dos. Y eso hizo él. Lo mismo que harías tú si yo te diera a elegir.

Había dos rosas encendidas en sus mejillas. Agachó la cabeza al tiempo que me volvía la espalda.

Así que ésa era la conexión con mi culpa. Pero me daba vueltas la cabeza mientras encajaban de pronto en su sitio los distintos fragmentos de historias y trozos de comentarios. Cómo había conocido Burrich a Paciencia. Ella estaba sentada en un manzano y le había pedido que le sacara una astilla del pie. No era algo que una mujer pudiera pedirle al criado de su señor, sino más bien algo que una doncella atrevida le pediría al mozo que le había llamado la atención. Y su reacción la noche que le había hablado sobre Molly y Paciencia, cuando le repetí las palabras de Paciencia sobre las sillas de montar y los caballos.

—¿Hidalgo sabía algo de todo esto? —pregunté. Molly giró en redondo. Era evidente que ésa no era la pregunta que esperaba que le hiciera. Pero tampoco podía resistirse a completar la historia.

—No. Al principio no. Cuando Paciencia y él se conocieron, ella no tenía ni idea de que fuese el amo de Burrich. Éste nunca le había dicho a qué señor le había jurado fidelidad. Al principio Paciencia no quiso nada con Hidalgo. Entiéndelo, aún guardaba a Burrich en su corazón. Pero Hidalgo era obstinado. Por lo que dice Cordonia, terminó distrayéndola. Conquistó su corazón. No fue hasta después de que ella le diera el sí, cuando se hubo casado con él, que descubrió que era amo de Burrich. Y sólo porque Hidalgo envió a Burrich para entregarle un caballo especial.

Me acordé de pronto de Burrich en el establo, contemplando la montura de Paciencia y diciendo: «Yo adiestré a ese caballo». Me pregunté si habría domesticado a Seda sabiendo que la yegua iba a ser un regalo para la mujer que había amado él, un obsequio de parte del hombre con el que se había casado. Apostaría a que sí lo sabía. Siempre había pensado que el desprecio que mostraba Paciencia por Burrich obedecía a los celos, a que Hidalgo se preocupara tanto por él. Ahora el triángulo se tornaba aún más extraño. E infinitamente más doloroso. Cerré los ojos y meneé la cabeza, abrumado por la injusticia del mundo.

—Nunca puede haber nada bueno y sencillo —dije para mí—. Siempre tiene que haber una cascara amarga, una pepita agria en alguna parte.

—Sí.

La rabia de Molly parecía haberse agotado de repente. Se sentó en su cama y yo me acerqué y me senté a su lado. No me apartó. Cogí su mano y la estreché. Un millar de ideas se agolpaban en mi mente. Cómo detestaba Paciencia que Burrich bebiera. Cómo se acordaba Burrich del perrito faldero de ella, y cómo lo paseaba ella siempre en una cesta. El cuidado que ponía él siempre en su aspecto y su conducta. «Que no puedas ver a una mujer no significa que ella no pueda verte a ti.» Oh, Burrich. El trabajo añadido que realizaba, ocupándose de un caballo que ella ya nunca montaba. Al menos Paciencia se había casado con un hombre al que amaba y había disfrutado de unos años de felicidad, pese a todas las complicaciones de las intrigas políticas. Pero había tenido sus años felices, en cualquier caso. ¿A qué podíamos aspirar Molly y yo? ¿A lo mismo que tenía Burrich ahora?

Se reclinó contra mí y la abracé durante un largo rato. Eso fue todo. Pero de algún modo, en medio de la melancolía que se había adueñado de esa noche, nos sentimos tan unidos el uno al otro como hacía mucho tiempo que no nos sentíamos.