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El Rey a la Espera Veraz salió de Torre del Alce a comienzos del tercer invierno de la Guerra de las Velas Rojas. Se llevó consigo un pequeño grupo de partidarios designados a dedo que habrían de acompañarlo en su empresa, amén de su guardia personal, que viajaría con él hasta el Reino de las Montañas y se quedaría allí aguardando su regreso. Su razonamiento era que cuanto menos numerosa fuera la expedición menos equipaje transportarían, y cruzar las montañas en invierno requería aprovisionarse de todo el alimento posible. También había decidido que no deseaba presentar un aspecto marcial a los Vetulus. Pocas personas aparte de sus acompañantes conocían su verdadera misión. En principio se dirigía al Reino de las Montañas para solicitar al padre de su reina, el rey Eyod, un posible apoyo militar frente a los corsarios.
Entre aquellos a los que pidió que lo acompañaran destacan varios nombres. Capacho, maestra de armas de Torre del Alce, fue una de las primeras seleccionadas. Su conocimiento de la estrategia no tenía igual en todo el reino y su pericia con las armas no se había embotado con la edad. Charim, el sirviente personal de Veraz, llevaba tanto tiempo a su lado y lo había seguido en tantas campañas que era inimaginable que esta vez se quedara atrás. Alazán, zaino como indicaba su nombre, formaba parte de la guardia militar de Veraz desde hacía más de una década. Era tuerto y le faltaba la mayor parte de una oreja, pero a pesar de todo se mostraba el doble de alerta que cualquier otro hombre. Keef y Kef, gemelos y, al igual que Alazán, miembros de la guardia de honor de Veraz desde hacía años, se sumaron a la comitiva. Burrich, encargado de los establos de Torre del Mee, se unió al grupo por voluntad propia. Ante las protestas que suscitó la noticia de su marcha del castillo, señaló que dejaba las cuadras de Torre del Alce en buenas manos y que la expedición necesitaría a alguien que supiera de animales para que las bestias sobrevivieran al tránsito de las montañas en pleno invierno. Sus aptitudes para la medicina y su experiencia como Hombre del Rey al servicio del príncipe Hidalgo fueron asimismo argumentos que esgrimió, si bien esto último era algo que sólo unos pocos sabían.
La noche previa a la partida de Veraz, éste me convocó en su estudio.
—No apruebas nada de todo esto, ¿verdad? Piensas que es una pérdida de tiempo —dijo a modo de saludo.
Sonreí. Sin proponérselo, había expresado mi opinión exacta.
—Me temo que albergo serias dudas —convine, precavido.
—También yo. Pero ¿qué elección tengo? Así, al menos, tendré una oportunidad de hacer algo por mí mismo en vez de quedarme sentado en esa condenada torre y habilitar hasta la muerte.
Había empleado los últimos días en copiar minuciosamente el mapa de Kettricken. Vi cómo lo enrollaba con mimo y lo guardaba en un estuche de cuero. Me sorprendía la diferencia que se había operado en él en el transcurso de la última semana. Seguía teniendo la piel macilenta y el cuerpo maltratado y lamentablemente agarrotado tras tantos meses confinado en su silla, pero se movía con energía y tanto él como Kettricken habían honrado el Gran Salón con su presencia todas las noches desde que se fijara la fecha del viaje. Era un placer verlo comer con apetito y sostener de nuevo un vaso de vino en la mano mientras nos entretenía Armonioso o cualquier otro juglar. La renovada calidez que se apreciaba entre Kettricken y él era otro apetito que había recuperado. Los ojos de la reina rara vez se apartaban del semblante de su señor cuando compartían la mesa. Mientras cantaban los bardos, los dedos de ella siempre reposaban en el antebrazo de él. Kettricken resplandecía como la llama de una vela en presencia de Veraz. Por mucho que me cerrara, sabía demasiado bien cuánto disfrutaban de sus noches. Había intentado ocultarme de sus pasiones refugiándome en Molly. Terminé sintiéndome culpable por lo mucho que a ésta complacía mi renovado ardor. ¿Cómo se sentiría si supiera que mis apetitos no me pertenecían en exclusiva?
La Habilidad. Me habían advertido de sus ventajas y sus defectos, de cómo podía apoderarse de una persona y privarla de todo salvo del ansia por utilizarla. Ésta era una trampa sobre la que nadie me había dicho nada. En cierto modo, esperaba ansioso que Veraz se fuese para poder reclamar mi alma.
—Lo que haces en esa torre no es una tarea trivial. Si la gente pudiera entender cómo te consumes por ellos…
—Como tú entiendes más que de sobra. Este verano ha estrechado nuestros lazos, muchacho. Más de lo que hubiera creído posible. Más que con cualquier otra persona desde la muerte de tu padre.
Más incluso de lo que vos os imagináis, mi príncipe. Pero no pronuncié esas palabras.
—En efecto.
—Tengo que pedirte un favor. Dos, en realidad.
—Ya sabes que nunca te negaría nada.
—No digas eso tan a la ligera. El primero es que cuides de mi señora. Ha aprendido mucho sobre las costumbres de Torre del Alce, pero sigue siendo demasiado confiada. Mantenla a salvo hasta mi regreso.
—Por descontado, mi príncipe.
—Y el otro. —Cogió aliento, expiró—. Me gustaría intentar permanecer aquí. En tu mente. Todo el tiempo que pueda.
—Mi príncipe… —Vacilé. Tenía razón. No era ése un favor que estuviese encantado de hacerle. Pero ya había dicho que lo haría. Sabía que, por el bien del reino, era una medida prudente. Pero ¿y yo? Ya había sentido cómo se diluían los límites de mi ser frente a la fuerte presencia de Veraz. Ahora no estábamos hablando de un contacto de horas, ni de días, sino de semanas y probablemente meses. Me pregunté si era eso lo que les ocurría a los miembros de las camarillas, si con el tiempo dejaban de tener vidas separadas—. ¿Qué pasa con tu camarilla? —pregunté en voz baja.
—¿Qué pasa con ellos? —rechistó—. Por ahora los dejo en su sitio, en las torres de vigilancia y a bordo de mis naves. Cualquier mensaje que deban enviar, que se lo envíen a Serena. En mi ausencia, ella se los comunicará a Artimañas. Si consideran que debo enterarme de ello, pueden habilitarme. —Hizo una pausa—. Es otra clase de información la que buscaré a través de ti. Asuntos que prefiero mantener en privado.
Nuevas de su reina, pensé. Cómo utilizaba Regio sus poderes en ausencia de su hermano. Chismorreos e intrigas. En cierto sentido, trivialidades. Por otra parte, esos detalles aseguraban la posición de Veraz. Deseé por enésima vez ser capaz de habilitar con garantías por mí mismo. Si tuviera esa facultad, Veraz no necesitaría pedirme ese favor. Podría llegar hasta él en cualquier momento. Pero tal y como estaban cosas, el lazo de la Habilidad inducido por el contacto que habíamos practicado durante el verano era nuestro único recurso. Gracias a él podía saber qué transpiraba en Torre del Alce cuando quisiera, y yo podía recibir sus instrucciones. Vacilé, pero sabía de antemano que cedería. Por lealtad hacia él y hacia los Seis Ducados, me dije. No tanto por mi ansia de Habilidad. Lo miré a los ojos. —Lo haré.
—A sabiendas de que así se empieza —dijo. No era una pregunta. Hasta ese punto podíamos leer ya el uno en el otro. No se quedó esperando mi respuesta—. Seré todo lo discreto que pueda —prometió.
Me acerqué a él. Levantó una mano y la apoyó en mi hombro. Veraz volvía a estar conmigo, como no lo había estado conscientemente desde aquel día en su estudio, cuando me pidió que me escudara.
El día de la partida amaneció apacible, muy frío, pero el cielo lucía un prístino azul. Veraz, fiel a su palabra, había formado un séquito muy reducido. Se habían despachado jinetes a la mañana siguiente del consejo para adelantarse y organizar el alojamiento y las provisiones en las ciudades que atravesarían. Esto les permitiría atravesar veloces y ligeros gran parte de los Seis Ducados.
Cuando la expedición se fue aquella fría mañana fui yo solo, entre todos los presentes, el único que no dijo adiós a Veraz. Estaba acurrucado en mi mente, pequeño y callado como una semilla a la espera de la primavera. Tan inadvertido, casi, como Ojos de Noche. Kettricken había decidido presenciar la partida desde las almenas cubiertas de escarcha del Jardín de la Reina. Se había despedido de él con antelación esa mañana y había elegido aquella atalaya para que, si rompía a llorar, nadie malinterpretara sus lágrimas. Yo estaba a su lado y soportaba la resonancia de lo que habían llegado a compartir Veraz y ella en el transcurso de la última semana. Me alegraba por ella y al mismo tiempo me entristecía que lo que tan recientemente había encontrado tuviera que serle arrebatado tan pronto. Caballos y hombres, animales de carga y estandartes doblaron finalmente un conjunto de lomas y se perdieron de vista. Sentí entonces algo que me produjo escalofríos. Ella sondeaba tras él con la Maña. Muy débilmente, cierto, pero fue suficiente para que, en algún rincón de mi cabeza, Ojos de Noche se sentara con los ojos encendidos y preguntara: ¿Qué ocurre?
Nada. Nada que tenga que ver con nosotros, al menos —y añadí—: Pronto volveremos a cazar juntos, hermano, como no hemos cazado en mucho tiempo.
Durante algunos días tras la partida de la cabalgata, casi recuperé mi antigua vida. Me asustaba que Burrich acompañara a Veraz. Comprendía lo que lo impulsaba a seguir a su Rey a la Espera, pero me sentía incómodamente vulnerable con los dos lejos. Eso decía de mi más de lo que me hubiera gustado saber. Pero la otra cara de esa moneda era que con Burrich fuera y con la presencia de Veraz ovillado en mi mente, Ojos de Noche y yo por fin éramos libres de emplear la Maña tan abiertamente como quisiéramos. Casi cada mañana estaba con él, a millas del castillo. Cuando buscábamos forjados iba a lomos de Hollín, aunque ésta no se sentía del todo cómoda cerca del lobo. Al cabo del tiempo parecía que hubiera menos de ellos y que ya ninguno se acercara a la zona. Pudimos cazar de nuevo por diversión. Para eso viajaba a pie, pues podíamos disfrutar más de la mutua compañía de esa manera. Ojos de Noche aprobaba el desarrollo físico que se había operado en mí durante el verano. Aquel invierno, por vez primera desde que me envenenase Regio, volvía a sentirme dueño de mi cuerpo y mis fuerzas. Las vigorosas mañanas de cacerías y las hondas horas de la noche junto a Molly habrían bastado para llenar la vida de cualquier hombre. Las cosas sencillas como ésas poseen una cualidad completamente satisfactoria.
Supongo que quería que mi vida fuera siempre igual de simple y plena. Intentaba hacer caso omiso de los peligros. El prolongado buen tiempo, me decía, regalaría a Veraz un buen comienzo para su viaje. Aparté de mi mente la duda de que se pudiera producir alguna incursión de los corsarios mientras estuviéramos tan desprotegidos. Asimismo evitaba a Regio y la repentina concatenación de eventos sociales que llenaban Torre del Alce con sus seguidores y mantenían las antorchas encendidas hasta tarde en el Gran Salón. También la presencia de Serena y Justin era más palpable en Torre del Alce. Nunca entraba en una sala en la que estuvieran ellos, pero eso no me impedía sentir los dardos de su repulsa. Empecé a evitar los lugares comunes por la noche, donde podría encontrarme con ellos o con los invitados de Regio, que desbordaban nuestra corte de invierno.
Aún no hacía dos días que se había ido Veraz cuando oí rumores de que el verdadero propósito de su viaje era la búsqueda de los Vetulus. No podía atribuírselos a Regio. Los seleccionados por Veraz sabían cuál era su verdadera misión. Burrich lo había averiguado por si solo. Si él había podido, podrían otros, como podrían airearlo. Pero cuando escuché a dos mozos de las despensas reírse de «la locura del rey Artimañas y la ingenuidad del príncipe Veraz», sospeché que el artífice de las burlas era Regio. La Habilidad de Veraz lo había convertido en un recluso. La gente se preguntaba qué hacía tanto tiempo solo en su torre. Sí, sabían que habilitaba, pero eso no tenía el suficiente aliciente para los cotillas. Su mirada preocupada, sus extraños horarios de sueño y comida, su silencioso deambular por el castillo mientras los demás dormían era mejor trigo para ese molino. ¿Habría perdido la cabeza y se había ido empujado por la locura? La especulación había arraigado y Regio le proporcionaba suelo fértil. Encontraba excusas y pretextos para todo tipo de banquetes y reuniones de los nobles. El rey Artimañas rara vez se sentía lo bastante bien para asistir y Kettricken no disfrutaba en compañía de los bribones lenguaraces que adulaban a Regio. Yo era lo bastante prudente para mantenerme al margen. Sólo tenía a Chade para rezongar sobre el coste de esas fiestas cuando Regio había insistido en que apenas si había fondos para sufragar la expedición de Veraz. Chade se limitaba a sacudir la cabeza.
El anciano se había vuelto más reservado últimamente, incluso conmigo. Tenía la desagradable sensación de que Chade me ocultaba algo. Los secretos en sí no eran nada nuevo. El viejo asesino estaba rodeado de secretos. Era sólo que no lograba evitar la sensación de que ese secreto en concreto me atañía directamente. No podía preguntárselo sin más, pero lo vigilaba. Su banco de trabajo mostraba indicios de mucha actividad realizada en mi ausencia. Lo más curioso era que todo el desorden asociado con esa actividad se recogía meticulosamente antes de que yo apareciera. Eso era extraño. Me había pasado años limpiando sus trastos y sus «utensilios de cocina». El que ahora prefiriera poner orden por su cuenta se me antojaba o bien una reprimenda por mi labor o bien un intento por ocultarme lo que estuviera haciendo.
Sin poderlo remediar, lo observaba atentamente siempre que podía. No descubrí nada sobre su secreto, pero sí muchas cosas que antes había pasado por alto. Chade estaba envejeciendo. Las acogedoras veladas sentado frente a su chimenea ya no mitigaban la rigidez que imprimía el frío a sus huesos. Era el hermanastro mayor de Artimañas, bastardo igual que yo, y pese a su envaramiento seguía pareciendo el más joven de los dos. Pero ahora sostenía los pergaminos más lejos de su nariz cuando leía y evitaba alcanzar cualquier cosa que estuviera por encima de su cabeza. Apreciar esos cambios en él era tan doloroso como saber que me ocultaba un secreto.
Veintitrés días después de la marcha de Veraz, regresé de una mañana de caza con Ojos de Noche para encontrar Torre del Alce alborotada. Daba la sensación de ser un hormiguero enfebrecido, aunque su frenética actividad carecía de propósito. Busqué directamente a Perol y le pregunté qué ocurría. La cocina de cualquier castillo es el corazón de su fábrica de rumores, por detrás sólo de la sala de guardias. En Torre del Alce, las habladurías de la cocina solían ser más acertadas.
—Vino un jinete, con el caballo casi reventado. Dijo que han asaltado Ferry. El fuego ha arrasado casi toda la ciudad. Setenta personas forjadas. Cuántos muertos, se desconoce todavía. Y más que morirán, desguarecidos con este frío. Tres barcos cargados de corsarios, dijo el muchacho. Fue a ver directamente a Regio, sí señor, e informó. El príncipe Regio lo mandó aquí para que comiera algo; ahora está en la sala de guardias, dormido. —Bajó la voz—. El chaval ha recorrido toda esa distancia él solo. Conseguía caballos de repuesto en las ciudades que atravesaba, siguiendo la carretera de la costa, sin dejar que nadie más trajera este mensaje en su lugar. Me dijo que a cada tramo esperaba encontrarse con un contingente de ayuda en camino, que alguien le dijera que ya estaban enterados y que habían zarpado los barcos. Pero nada.
—¿Desde Ferry? Entonces habrán pasado al menos cinco días desde que ocurrió. ¿Por qué no se han encendido los fuegos de las torres de señales? —pregunté—. ¿Por qué no se han enviado aves mensajeras a Gaviotas y Sedimentos? El Rey a la Espera Veraz dejó un barco patrulla en esa zona. La patrullera habría visto la luz desde Gaviotas o Ferry. Y hay un miembro de la camarilla, Will, en la Torre Roja. Debería haber visto la hoguera de señales. Debería habernos avisado, avisar a Serena. ¿Cómo es posible que no nos enteráramos antes, que no supiéramos nada de todo esto?
Perol bajó aún más la voz y aplastó significativamente el puñado de masa que estaba aplastando.
—El chico dijo que las balizas estaban encendidas, en Ferry y en Ciudad del Hielo. Dice que se enviaron aves a Gaviotas. No acudió ningún barco.
—Entonces, ¿por qué no nos habíamos enterado? —Inspiré profundamente y dejé a un lado mi rabia inútil. En mi interior sentí una leve traza de preocupación de Veraz. Demasiado débil. El lazo de la Habilidad se estaba disolviendo, justo cuando yo deseaba que fuera más fuerte—. En fin, supongo que de nada sirve hacerse esas preguntas ahora. ¿Qué ha hecho Regio? ¿Ha enviado el Rurisk? Ojalá hubiera estado allí para acompañarlos.
Perol soltó un bufido y dejó de amasar un instante.
—Pues corre y llegarás a tiempo. No se ha hecho nada, no se ha enviado a nadie, que yo sepa. Ni se ha enviado ni se va a enviar. Nadie. Ya sabes que no me gustan los chismes, Traspié, pero lo que se rumorea es que el príncipe Regio estaba al corriente. Cuando llegó el muchacho, oh, el príncipe se mostró tan amable, tan comprensivo que los corazones de las damas se derretían. Un plato caliente, un abrigo nuevo, unas monedas por las molestias. Pero dijo al chico que ya era demasiado tarde. Los corsarios se habrían ido hacía tiempo. No tenía sentido enviar un barco ahora, o soldados.
—Demasiado tarde para pelear con los corsarios, tal vez. ¿Pero qué hay de los quemados en Ferry? Un equipo de trabajadores que ayuden a reparar las casas, unos carros de alimentos…
—Dice que no hay dinero para eso. —Perol masticó cada palabra por separado. Empezó a desmenuzar la masa en rollitos y a prensarlos por separado para meterlos en el horno—. Dice que el tesoro se consumió en la construcción de los barcos y la contratación de sus tripulantes. Dice que Veraz empleó lo poco que quedaba para preparar su expedición en busca de los Vetulus. —Esa última palabra fue un pozo de desdén. Perol hizo una pausa para limpiarse las manos en el delantal—. Luego que lo sentía. Que lo sentía de veras.
Una rabia fría se revolvió en mi interior. Di una palmada en el hombro a Perol y le aseguré que todo iría bien. Aturdido, salí de la cocina y me dirigí al estudio de Veraz. Me detuve frente a la puerta, tanteando. Un atisbo nítido de lo que se proponía Veraz. Al fondo de un cajón encontraría un antiguo collar de esmeraldas engarzadas en oro. Había pertenecido a la madre de su madre. Bastaría para contratar hombres y comprar cereales que llevarían consigo. Abrí la puerta y me detuve en seco.
Veraz era un hombre desordenado y había preparado el equipaje con prisas. Charim se había ido con él; no había venido a limpiar tras su marcha. Pero aquello no era obra de ninguno de ellos. A los ojos de cualquier otra persona, probablemente todo estaría en su sitio. Pero yo veía la estancia con mis propios ojos y con los de Veraz. La habían registrado. Quienquiera que lo hubiera hecho no se había preocupado de ocultar sus huellas, o conocía muy bien a Veraz. Todos los cajones estaban cerrados, todos los armarios intactos. La silla estaba recogida junto a la mesa. Estaba demasiado ordenado. Sin demasiadas esperanzas, me dirigí al cajón y lo abrí. Quizás el mismo desorden de Veraz lo hubiera salvado. Yo no habría buscado un collar de esmeraldas debajo de un baturrillo formado por una espuela vieja, una hebilla de cinturón rota y un trozo de cornamenta parcialmente convertido en la empuñadura de un cuchillo. Pero estaba allí, envuelto en un trapo. Había varios objetos más, pequeños pero valiosos, que sacar de la habitación. Mientras los recogía me preguntaba: si no se los habían llevado, ¿qué sentido tenía el registro? Si no buscaban objetos de valor, ¿entonces qué?
Ordené metódicamente una decena de mapas de papel vitela y me dispuse a descolgar varios más de la pared. Mientras enrollaba uno con cuidado entró Kettricken sin hacer ruido. Mi Maña me había advertido de su presencia aun antes de que hubiera tocado la puerta, de modo que levanté la cabeza para mirarla a los ojos sin mostrar sorpresa. Resistí la oleada de emoción procedente de Veraz que me embargó. Su visión parecía fortalecerlo en mi interior. Estaba encantadora, pálida y grácil en su túnica de suave lana azul. Se me cortó la respiración y volví el rostro. Me observaba con expresión interrogante.
—Veraz quería que me llevara todo esto mientras él está fuera. La humedad puede estropearlos y esta habitación rara vez se caldea cuando no está —expliqué mientras terminaba de enrollar el mapa.
Asintió.
—Esta habitación parece tan vacía y tan fría sin él… No es sólo porque la chimenea esté apagada. Falta su aroma, su desorden…
—¿Habéis venido a limpiar?
Intenté formular la pregunta con indiferencia.
—¡No! —se rió—. Si lo intentara acabaría con el poco orden que mantiene él aquí. No, lo dejaré tal y como estaba cuando se fue, hasta que regrese. Quiero que vuelva a casa y encuentre cada cosa en su sitio. —Se puso seria—. Pero este cuarto es la menor de mis preocupaciones. Envié un paje a buscarte esta mañana, pero habías salido. ¿Te has enterado de lo de Ferry?
—Sólo de los rumores —respondí.
—Entonces sabes tanto como yo. No me han llamado —dijo con voz glacial. Cuando se volvió hacia mí, había dolor en sus ojos—. Me enteré de casi todo gracias a lady Modestia, que había oído al criado de Regio hablando con su doncella. Los guardias buscaron a Regio para informarle de la llegada del mensajero. ¿No deberían haberme buscado a mí? ¿Es que no me consideran su reina?
—Alteza —le recordé con amabilidad—. A todos los efectos, se tendría que haber comunicado el mensaje directamente a Artimañas. Sospecho que así fue, y los hombres de Regio, que vigilan la puerta del rey, lo avisaron a él en vez de a vos.
Irguió la cabeza.
—En tal caso, habrá que poner remedio a eso. Pueden jugar dos a ese estúpido juego.
—Me pregunto si se habrán extraviado más mensajes del mismo modo —especulé en voz alta.
Sus ojos azules se tornaron grises y fríos.
—¿A qué te refieres?
—Las aves mensajeras, los fuegos de señalización. Un mensaje de Habilidad desde Will en la Torre Roja a Serena. Al menos una de esas cosas debería habernos servido para comunicarnos que Ferry estaba siendo atacada. Una puede fallar, ¿pero las tres?
Kettricken palideció y extrajo la conclusión lógica.
—El duque de Osorno creerá que hicimos caso omiso de su llamada de auxilio. —Se tapó la boca con una mano. Susurró entre sus dedos—: ¡Es una traición para difamar a Veraz! —Abrió mucho los ojos y siseó de pronto—: ¡No podemos consentirlo!
Dio media vuelta y corrió hacia la puerta. Cada uno de sus movimientos delataba la furia que sentía. Me costó interceptarla de un salto. Apoyé la espalda en la puerta y la mantuve cerrada.
—¡Milady, alteza, os lo ruego, esperad! ¡Esperad y pensad!
—¿Qué hay que pensar? ¿Cuál es la mejor manera de desvelar esta perfidia?
—En este caso no estamos en la posición más ventajosa. Pensad conmigo. Creéis, al igual que yo, que Regio debía de saber algo de esto y guardó silencio. Pero no tenemos pruebas. Ninguna en absoluto. Y puede que estemos equivocados. Tenemos que andarnos con cuidado, no sea que provoquemos disensiones innecesarias. La primera persona con la que debemos hablar es con el rey Artimañas. Veamos si estaba al corriente de algo de esto, si ha dado permiso a Regio para hablar en su nombre.
—¡Él no haría tal cosa! —declaró enfadada.
—A menudo no es el que era —le recordé—. Pero es él, y no vos, quien debe amonestar públicamente a Regio, si es que desea hacerlo en público. Si os pronunciáis en su contra y luego el rey lo apoya, los nobles verán a los Vatídico como una casa dividida. Ya hay demasiadas dudas y discordias sembradas entre ellos. No es éste el momento adecuado para poner a los ducados terrales en contra de los costeros, en ausencia de Veraz.
Se detuvo. Vi que todavía temblaba de rabia, pero al menos me estaba escuchando. Cogió aliento. Sentí que se tranquilizaba.
—Por eso te ha dejado aquí, Traspié. Para que me hagas ver las cosas.
—¿Cómo?
Fui yo el que se sobresaltó esta vez.
—Pensé que lo sabías. Te habrás preguntado por qué no te pidió que lo acompañaras. Fue porque yo le pregunté en quién debería confiar como consejero. Me dijo que confiara en ti.
¿Se había olvidado Veraz de la existencia de Chade? Al tiempo que me lo preguntaba comprendí que Kettricken no sabía nada de Chade. Debía de saber que yo haría de intermediario. Sentí en mi interior la aquiescencia de Veraz. Chade. Siempre en la sombra.
—Piensa conmigo otra vez —me rogó—. ¿Qué sucederá luego?
Tenía razón. Ésta no era una eventualidad aislada.
—Tendremos visita. El duque de Osorno y sus nobles. El duque Mazas no es alguien que envíe emisarios por un asunto como éste. Vendrá en persona y exigirá respuestas, y todos los ducados costeros escucharán lo que se le diga. Su costa es la más expuesta de todas, salvo la de Gama.
—En ese caso deberemos darle respuestas dignas de escucharse —declaró Kettricken. Cerró los ojos. Se llevó las manos a la frente un momento y luego se apretó las mejillas. Comprendí el enorme esfuerzo que hacía por mantener el control. Dignidad, se decía, calma y racionalidad. Inspiró y volvió a mirarme—. Voy a ver al rey Artimañas —anunció—. Le preguntaré acerca de todo esto. Toda esta situación. Le preguntaré qué piensa hacer. Es el rey. Tiene que reafirmar su posición.
—Me parece una sabia decisión —le dije.
—Debo ir sola. Si me acompañas, si estás siempre a mi lado, me hará parecer débil. Podría dar pie a rumores de cisma en el reino. ¿Lo comprendes?
—Desde luego.
Aunque anhelaba escuchar con mis propios oídos lo que le dijera Artimañas.
Indicó los mapas y objetos que había ordenado en una mesa.
—¿Tienes un lugar seguro para todo eso?
Los aposentos de Chade.
—Sí.
—Bien.
Hizo un ademán y me di cuenta de que seguía cerrándole el paso. Me hice a un lado. Cuando pasó a mi lado me envolvió por un momento su perfume de zumaque. Se me aflojaron las rodillas y maldije el destino que enviaba esmeraldas a reconstruir casas cuando deberían adornar aquel cuello tan esbelto. Pero también sabía, y me enorgullecía, que si se las pusiera en las manos en ese momento ella insistiría en que se emplearan en la reconstrucción de Ferry. Me las guardé en un bolsillo. Quizá lograra suscitar la ira del rey Artimañas y éste exprimiera las monedas de las bolsas de Regio. Quizá, cuando regresara, esas esmeraldas pudieran acariciar todavía aquella piel cálida.
Si Kettricken hubiera mirado atrás, habría visto al Traspié ruborizado por los pensamientos de su marido.
Bajé a los establos. Era un lugar que siempre me proporcionaba tranquilidad y, con Burrich lejos, me sentía un poco obligado a echarle un vistazo de vez en cuando. No es que Manos hubiera dado señales de necesitar mi ayuda. Pero cuando me acerqué a las cuadras esta vez había un grupo de hombres delante de ellas y se escuchaban voces airadas. Un caballerizo de corta edad se columpiaba de la brida de un inmenso caballo de tiro. Un joven algo mayor tironeaba de una anilla sujeta a las riendas del animal, intentando apartar al caballo del pequeño, ante la mirada de un hombre vestido con los colores de Haza. El animal, de natural plácido, se resentía de los tirones. Alguien iba a salir lastimado de un momento a otro.
Me metí en medio sin demora y arrebaté el bocado al sobresaltado muchacho al tiempo que sondeaba conciliador hacia la noble bestia. No me reconoció como habría hecho antaño, pero se serenó.
—¿Qué ocurre aquí? —pregunté al caballerizo.
—Llegaron y sacaron a Mogote de su cajón. Sin preguntar siquiera. Me ocupo de ese caballo todos los días, pero ni siquiera se molestaron en decirme qué estaban haciendo.
—Tengo órdenes… —empezó el hombre que se había limitado a hacer de espectador.
—Estoy hablando —lo atajé, y me volví hacia el muchacho—. ¿Te ha encargado Manos algo concreto con respecto a este caballo?
—Sólo lo de siempre.
El joven estaba al borde del llanto cuando llegué al escenario de la contienda. Ahora que tenía un aliado en potencia, hablaba con más confianza. Se enderezó y me miró a los ojos.
—Entonces está bien claro. Este caballo vuelve a su compartimiento hasta que Manos diga lo contrario. Ningún animal sale de las cuadras de Torre del Alce sin el consentimiento del maestro de caballerizas.
El muchacho no había soltado en ningún momento las correas de Mogote. Dejé las riendas en sus manos.
—Eso pensaba yo, sir —me dijo, contento. Giró sobre sus talones—. Gracias, sir. Vamos, Mogotillo.
El joven se fue con el enorme caballo caminando plácidamente tras él.
—Tengo órdenes de llevarme ese animal. El duque Carnero de Haza quiere que sea enviado río arriba de inmediato.
El hombre vestido con los colores de Haza se dirigía a mí resoplando con fuerza.
—Conque eso quiere, ¿verdad? ¿Y se lo ha comentado a nuestro maestro caballerizo?
Estaba seguro de que no.
—¿Qué está pasando?
Éste era Manos, que venía corriendo con las orejas y las mejillas sonrosadas. Resultaría cómico en cualquier otra persona. Tratándose de Manos, sabía que estaba enfadado.
El hombre de Haza se irguió.
—¡Este hombre, y uno de tus mozos de cuadra, se han entrometido cuando veníamos a sacar nuestra propiedad de los establos! —declaró con voz altanera.
—Mogote no es propiedad de Haza. Nació aquí mismo, en Torre del Alce. Hace seis años. Yo estaba presente en el parto —señalé.
El hombre me dirigió una mirada condescendiente.
—No hablaba contigo. Estoy hablando con él.
Señaló a Manos con el pulgar.
—Tengo nombre, sir —acotó Manos fríamente—. Manos. Represento la figura del maestro caballerizo mientras Burrich acompaña al Rey a la Espera Veraz. Él también tiene nombre. Traspié Hidalgo. Me echa una mano de vez en cuando. Está cualificado para opinar sobre los asuntos de mi establo. Al igual que mi mozo de cuadra. En cuanto a vos, si tenéis nombre, lo desconozco. Como desconozco por qué motivo deberíais estar en mi establo.
Burrich había aleccionado bien a Manos. Cruzamos una mirada. Al unísono, nos dimos la vuelta y nos encaminamos hacia la cuadra.
—Me llamo Chuzo, mozo de cuadra del duque Carnero. Ese caballo ha sido vendido a mi señor. Y no sólo él. También dos yeguas manchadas y un castrado. Tengo aquí los papeles.
Cuando nos giramos despacio el hombre de Haza sacó un pergamino. Se me encogió el corazón al ver un pegote de cera roja impreso con el sello de Gama. Parecía auténtico. Manos lo cogió con recelo. Me dirigió una mirada de reojo y me coloqué a su lado. No era del todo analfabeto, pero por lo general leer era una tarea ardua para él. Burrich había intentando enseñarle, pero las letras no le entraban en la cabeza con facilidad. Eché un vistazo por encima de su hombro cuando desenrolló el pergamino y empezó a estudiarlo.
—Está bastante claro —dijo el hombre de Haza. Tendió la mano hacia el pergamino—. ¿Queréis que os lo lea?
—No te molestes —le dije mientras Manos volvía a enrollar el documento—. Lo que hay ahí escrito está tan claro como lo que no. Lo firma el príncipe Regio. Pero Mogote no es su caballo. Él, igual que las yeguas y el castrado, son caballos de Torre del Alce. Sólo el rey podría venderlos.
—El Rey a la Espera Veraz está lejos. El príncipe Regio lo representa.
Apoyé una mano en el hombro de Manos para contenerlo.
—El Rey a la Espera Veraz está muy lejos, cierto. Pero el rey Artimañas no. Ni tampoco la Reina a la Espera Kettricken. Se requeriría la firma de cualquiera de ellos para vender un caballo de los establos de Torre del Alce.
Chuzo recuperó su pergamino y examinó la firma.
—Bueno, la firma del príncipe Regio tendría que bastaros, con Veraz ausente. A fin de cuentas, todo el mundo sabe que el viejo rey se pasa el día con la cabeza en las nubes. Y Kettricken, en fin… no es de la familia. No del todo. Así que, con Veraz lejos, Regio es…
—El príncipe —recalqué con voz seca—. Decir menos de él sería una traición. Como lo sería decir que es el rey. O la reina. Cuando no lo es.
Dejé que la amenaza implícita calara en su mente. No pensaba acusarlo directamente de traición, pues eso le costaría la vida. Ni siquiera un asno pomposo como Chuzo se merecía morir tan sólo por repetir lo que sin duda cacareaba su amo en voz alta. Vi cómo se desorbitaban sus ojos.
—No pretendía…
—No has hecho nada irreparable. Siempre y cuando recuerdes que no se puede comprar un caballo a quien no es su dueño. Estos caballos son de Torre del Alce y su dueño es el rey.
—Desde luego —titubeó Chuzo—. A lo mejor es el papel equivocado. Seguro que se ha producido algún error. Informaré a mi señor.
—Sabia elección —dijo Manos, recuperando su autoridad.
—Bueno, pues andando.
Chuzo se volvió hacia su zagal y le propinó un empujón. El pequeño nos fulminó con la mirada mientras seguía los pasos de su señor. No podía culparlo. Chuzo era de los que tienen que dar rienda suelta a su mal genio de alguna manera.
—¿Tú crees que volverán? —me preguntó Manos en voz baja.
—O eso, o Regio tendrá que devolver su dinero a Carnero.
Consideramos en silencio cuántas posibilidades había de que ocurriera tal cosa.
—En fin. ¿Qué hago cuando aparezcan de nuevo?
—Si sólo trae la firma de Regio, nada. Si lo firma el Rey o la Reina a la Espera, dales los caballos.
—¡Una de esas yeguas está preñada! —protestó Manos—. Burrich tiene grandes planes para el potro. ¿Qué me dirá si vuelve y no están esos caballos?
—Tenemos que recordar siempre que esos caballos pertenecen al rey. No te culpará por haber obedecido una orden.
—Esto no me gusta. —Me miró con ojos ansiosos—. Creo que esto no pasaría si estuviera Burrich aquí todavía.
—Yo creo que sí, Manos. No te cargues las culpas. Dudo que esto sea lo peor que vayamos a ver antes de que acabe el invierno. Pero avísame si regresan.
Asintió con gesto serio y me fui, frustrada mi visita a los establos. No quería pasear por compartimientos y preguntarme cuántos de aquellos caballos seguirían allí cuando terminara el invierno.
Crucé el patio despacio, entré en el edificio y subí las escaleras en dirección a mi cuarto. Me detuve en el rellano. ¿Veraz? Nada. Yo podía sentir su presencia dentro de mí y él podía trasmitirme su voluntad y a veces incluso sus pensamientos. Pero aun así, cada vez que intentaba llegar hasta él, no encontraba nada. Me frustraba. Conque pudiera habilitar con seguridad, nada de eso estaría ocurriendo. Maldije a Galeno y todo lo que me había hecho. Tenía la Habilidad y él me la había arrancado de cuajo, dejándome con ese pequeño poso impredecible.
Pero ¿y Serena? O Justin, o cualquiera de los demás miembros de la camarilla. ¿Por qué no los empleaba Veraz para estar al día de lo que acontecía y hacer saber su voluntad?
Tuve un escalofrío. Las aves mensajeras de Osorno. Las balizas, los hábiles en las torres. Todas las líneas de comunicación dentro del reino y con el rey parecían funcionar con problemas. Eran lo que mantenía unidos a los Seis Ducados y nos convertía en un reino, y no en una simple alianza entre duques. Ahora, en tiempos de incertidumbre, las necesitábamos más que nunca. ¿Por qué estaban fallando?
Reservé la pregunta para planteársela a Chade y recé para que me llamara pronto. No me convocaba tan a menudo como antes y tenía la impresión de que me impartía menos consejos que en el pasado. Bueno, ¿acaso no lo había excluido también yo de mi vida? Quizá lo que sentía sólo fuese un reflejo de todos los secretos que le ocultaba. Quizá fuese el distanciamiento natural que se producía entre los asesinos.
Llegué a la puerta de mi cuarto en el preciso instante en que Romero acababa de llamar.
—¿Me buscabas? —le pregunté.
Ensayó una solemne reverencia.
—Su alteza, la Reina a la Espera Kettricken, requiere vuestra presencia con la mayor brevedad.
—Eso quiere decir que vaya corriendo, ¿no?
Intentaba arrancarle una sonrisa.
—No. —Me miró con el ceño fruncido—. He dicho «con la mayor brevedad», sir. ¿No es correcto?
—Sí que lo es. ¿Quién te ha estado enseñando tantos modales?
Exhaló un hondo suspiro.
—Cerica.
—¿Ya ha vuelto Cerica de sus viajes de verano?
—¡Volvió hace dos semanas, sir!
—¡Vaya, pero si no me entero de nada! La próxima vez que lo vea me aseguraré de decirle lo bien que te expresas.
—Gracias, sir.
Renunciando a su estudiado decoro, llegó patinando a lo alto de la escalera. Oí cómo bajaba los escalones al galope. Qué chiquilla más encantadora. No me extrañaría que Cerica estuviera adiestrándola para ejercer de mensajera. Era una de sus responsabilidades como escribano. Entré en mi cuarto un momento para ponerme una camisa limpia y luego me dirigí a los aposentos de Kettricken. Llamé a la puerta y me abrió Romero.
—Es toda la brevedad que pude encontrar —le dije, y esta vez me vi recompensado con los hoyuelos de su sonrisa.
—Adelante, sir. Le diré a mi señora que estáis aquí —me informó.
Señaló una silla y desapareció en la cámara interior. Oí un murmullo quedo de voces femeninas. A través de la puerta abierta las atisbé cosiendo y conversando. La reina Kettricken ladeó la cabeza para escuchar lo que le decía Romero y se disculpó para salir a recibirme.
La tuve ante mí en un momento. Por un instante me limité a contemplarla. El azul de su túnica hacía juego con el azul de sus ojos. La luz de finales de otoño que penetraba el cristal verticilado de las ventanas se reflejaba en sus cabellos dorados. Comprendí que me había quedado pasmado y agaché la cabeza. Me erguí de inmediato e hice una reverencia. No esperó a que terminara de incorporarme.
—¿Has ido a ver al rey hace poco? —preguntó sin preámbulos.
—Hace ya días que no, mi reina.
—Entonces te sugiero que vayas esta misma noche. Estoy muy preocupada por él.
—Como deseéis, mi reina.
Esperé. Sin duda no era eso por lo que me había ordenado llamar.
Al cabo, suspiró.
—Traspié. Aquí me siento más sola que nunca. ¿No puedes llamarme Kettricken y tratarme como a una persona normal por un momento?
Su súbito cambio de tono me pilló desprevenido.
—Naturalmente —repliqué, aunque mi voz era demasiado seria.
Peligro, susurró Ojos de Noche.
¿Peligro? ¿Cómo?
No es tu hembra. Es la hembra del líder.
Era como palpar con la lengua un diente cariado. Aquella certidumbre me estremeció. Había peligro, sí, y haría bien en guardarme. Era mi reina, pero yo no era Veraz y ella no era mi amor, no importaba cuánto se me acelerara el corazón al verla.
Pero sí era mi amiga. Me lo había demostrado en el Reino de las Montañas. Le debía el consuelo que se deben los amigos.
—Fui a ver al rey —me contó. Me indicó que me sentara y se acomodó frente a mí delante de la chimenea. Romero cogió su taburete en miniatura para sentarse a los pies de Kettricken. Aunque estábamos solos en la estancia, la reina bajó la voz y se inclinó hacia mí para hablar—. Le pregunté directamente por qué no se me había informado de la llegada del jinete. Pareció sorprenderse ante mi pregunta. Pero antes de que pudiera responder nada, entró Regio. Era evidente que había venido corriendo. Como si alguien se hubiera apresurado a decirle que yo estaba allí y él hubiese dejado lo que tenía entre manos para interrumpirnos.
Asentí con el rostro serio.
—Me impidió hablar con el rey e insistió en explicármelo todo a mí. Afirmaba que el jinete había sido conducido directamente a la cámara del rey y que él se había encontrado con el mensajero cuando venía a visitar a su padre. Envió al muchacho a descansar mientras él hablaba con el rey. Y juntos decidieron que ahora no era el momento de hacer nada. Luego Artimañas le encargó anunciar la decisión al muchacho y a los nobles reunidos, y explicarles el estado de las arcas reales. Según Regio, estamos casi al borde de la ruina y hay que mirar hasta el último penique. Osorno debe ocuparse de los osornenses, me dijo. Y cuando le pregunté si los osornenses no eran ciudadanos de los Seis Ducados, respondió que Osorno siempre había sido más o menos independiente. No era lógico, dijo, esperar que Gama vigilara una costa que queda tan al norte y es tan larga. Traspié, ¿sabías que las Islas Cercanas han sido cedidas recientemente a los corsarios?
Me puse de pie como una exhalación.
—¡Sé que eso es mentira! —exclamé indignado.
—Regio afirma que es cierto —continuó Kettricken, implacable—. Dice que Veraz había decidido antes de partir que no había ninguna esperanza de mantenerlas a salvo de los corsarios. Y que por eso ordenó regresar a la Constancia. Dice que Veraz habilitó a Carrod, el miembro de la camarilla a bordo del barco, para ordenar que la nave regresara a puerto y se iniciaran sus labores de reparación.
—Ese barco se reparó justo después de la cosecha. Luego zarpó para patrullar la costa entre la Bahía de los Sedimentos y Gaviotas, y para estar preparado en caso de que las Islas Cercanas reclamaran su ayuda. Es lo que había pedido su capitán; más tiempo para practicar la navegación en aguas de invierno. Veraz no dejaría esa franja de costa sin vigilancia. Si los corsarios se hacen fuertes en las Islas Cercanas, jamás nos libraremos de ellos. Podrán saquear en invierno igual que en verano desde allí.
—Regio asegura que eso es precisamente lo que ya están haciendo. Dice que nuestra única esperanza consiste en pactar con ellos.
Sus ojos azules escrutaron mi rostro.
Volví a sentarme despacio, casi aturdido. ¿Podía ser cierto algo de todo aquello? ¿Cómo era posible que no me hubiera enterado de nada? La presencia de Veraz en mi interior era un reflejo de mi turbación. Tampoco él estaba al corriente.
—No creo que el Rey a la Espera tendiera jamás la mano a los corsarios. Salvo que en ella empuñara su espada.
—Entonces, ¿seguro que no es un secreto que se me había ocultado para no preocuparme? Eso era lo que dio a entender Regio, que Veraz me ocultaría esos secretos por considerar que yo sería incapaz de comprenderlos.
Había un temblor en su voz. El hecho de que las Islas Cercanas hubieran podido rendirse a los corsarios sobrepasaba su ira y se adentraba en el dolor personal que le infligía pensar que su marido pudiera considerarla indigna de su confianza. Anhelaba abrazarla y consolarla con tanta intensidad que se me encogían las entrañas.
—Milady —dije con voz ronca—. Aceptad esta verdad de mis labios como si saliera de boca de Veraz. Todo esto es tan falso como vos noble. Encontraré el fondo de esta red de mentiras y lo desgarraré. Ya veremos qué tipo de pescado aparece.
—¿Puedo tener la seguridad de que llevarás esto a cabo con discreción, Traspié?
—Milady, sois una de las pocas personas que sabe hasta qué punto se me ha entrenado para este tipo de misiones encubiertas.
Asintió solemnemente.
—El rey, entiéndelo, no negó nada. Pero tampoco parecía seguir el hilo de lo que decía Regio. Era… como un niño escuchando la conversación de los mayores, asentía pero comprendía poco…
Dedicó una mirada cariñosa a Romero, sentada a sus pies.
—Iré a ver también al rey. Os prometo que pronto tendré respuestas para vos.
—Antes de que llegue el duque Osorno —me advirtió—. Debo conocer la verdad para ese momento. Le debo eso al menos.
—Le daremos algo más que la verdad, alteza —le prometí.
Las esmeraldas pesaban en mi bolsa. Sabía que a Kettricken no le daría pena desprenderse de ellas.