Vetulus
El otoño del tercer año de la Guerra de las Velas Rojas fue sumamente amargo para el Rey a la Espera Veraz. Sus buques de guerra habían sido su sueño. Había depositado en ellos todas sus esperanzas. Había creído que podría limpiar sus costas de corsarios y tener tanto éxito que enviaría incursiones contra las orillas marginadas hostiles aun durante lo peor de las tormentas invernales. Pese a nuestras primeras victorias, los barcos nunca consiguieron el control de la costa que él había ambicionado, la llegada del invierno lo encontró con una flota de cinco naves, dos de las cuales habían sufrido serios desperfectos recientemente. Uno de los veleros intactos era la Vela Roja capturada que, tras algunas modificaciones, había sido encargada de colaborar en las labores de patrulla y escolta de los barcos mercantes. Cuando soplaron por fin los vientos fríos, sólo uno de sus capitanes expresaba la confianza necesaria en la habilidad de su tripulación y su embarcación como para acceder a realizar una incursión contra las costas marginadas. Los demás patrones solicitaron al menos un invierno de preparación vigilando nuestras accidentadas orillas y otro verano de prácticas de combate antes de emprender tan ambiciosa misión.
Veraz no estaba dispuesto a enviar a la guerra a nadie en contra de su voluntad, pero tampoco ocultó su desilusión. La expresó en el aprovisionamiento del barco que sí estaba dispuesto, el Venganza, nuevo nombre del velero corsario, que fue equipado sin reparar en gastos. La tripulación seleccionada personalmente por el capitán fue convenientemente aprovisionada a su vez con la armadura que eligió cada hombre y con armas nuevas de la mejor calidad posible. Su botadura fue toda una ceremonia a la que asistió incluso el rey Artimañas, pese a su delicada salud. La reina en persona colgó del palo del barco las plumas de gaviota que, según se dice, dotan a un velero de velocidad y aseguran que regrese a puerto sano y salvo. Se celebró con vítores el nombramiento del Venganza y aquella noche se brindó repetidas veces a la salud del capitán y su tripulación.
Un mes más tarde, para disgusto de Veraz, recibimos noticias de que un velero que encajaba con la descripción del Venganza pirateaba en las aguas tranquilas del sur de los Seis Ducados, cebándose en los comerciantes de los estados del Mitonar y Chalaza. Eso fue todo lo que volvimos a saber en Torre del Alce del capitán y la tripulación de aquel barco. Hubo quienes echaron la culpa a los marginados que viajaban a bordo, aunque éstos no superaban en número a los marineros de los Seis Ducados, y el capitán se había criado en la misma ciudad de Torre del Alce. Aquello supuso un duro golpe para el orgullo de Veraz y para el gobierno de su pueblo. Hay quienes opinan que fue entonces cuando decidió sacrificarse con la esperanza de encontrar una solución definitiva.
Creo que fue el bufón el que se lo había metido en la cabeza. Lo cierto era que había pasado muchas horas en el jardín del tejado de la torre junto a Kettricken y que su admiración por lo que había conseguido hacer ella era honesta. Se puede lograr una gran cantidad de buena voluntad con un halago sincero. Hacia el final del verano, Kettricken no sólo se reía de sus chistes cuando subía a entretenerla a ella y sus damas de compañía sino que se había dejado persuadir para visitar los aposentos del rey con asiduidad. Como Reina a la Espera era inmune a la renuencia de Wallace. Kettricken se ocupaba personalmente de preparar los tónicos del rey Artimañas y hubo una temporada en que el monarca pareció mejorar con sus cuidados y atenciones. Creo que el bufón se había propuesto conseguir con ella lo que no había logrado con Veraz y conmigo.
Fue una fría tarde de otoño cuando sacó el tema en mi presencia. Me encontraba con ella en el tejado de la torre, ayudándola a atar balas de paja alrededor de las plantas más jóvenes para que pudieran resistir mejor las nieves del invierno. Eso era algo que Paciencia había decretado que se debía hacer, y Cordonia y ella se afanaban en la misma tarea con un arriate de espuelitas a mi espalda. Paciencia se había convertido en frecuente consejera, aunque tímida, de la reina Kettricken en lo concerniente al cultivo de plantas. La pequeña Romero estaba a mi lado para darme el bramante que necesitaba. Se habían quedado dos o tres damas de compañía de Kettricken, bien abrigadas, pero estaban en la otra punta del jardín, conversando en voz baja. Había enviado a las demás de vuelta a sus chimeneas cuando vio cómo untaban y se soplaban los dedos. Yo tenía las manos desnudas entumecidas, igual que las orejas, pero Kettricken parecía perfectamente cómoda. Igual que Veraz, acomodado en algún rincón de mi cabeza. Me había insistido para que empezara a pasearlo de nuevo tras enterarse de que iba a volver a salir a cazar forjados en solitario. Apenas si percibía ya su presencia en mi mente, pero creo que sentí cómo se sobresaltaba cuando Kettricken me preguntó, mientras enrollaba una cuerda alrededor de la planta que yo tenía sujeta, qué sabía de los Vetulus.
—Poca cosa, mi reina —respondí con sinceridad.
Volví a prometerme echar un vistazo a los manuscritos y pergaminos que había descuidado durante tanto tiempo.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Bueno, la verdad es que se ha escrito muy poco. Creo que hubo un tiempo en que el conocimiento sobre ellos estaba tan generalizado que a nadie se le ocurrió ponerlo por escrito, y lo poco que sí se escribió se encuentra disperso por aquí y por allá, no recogido en un solo sitio. Haría falta un erudito para hallar la pista de todos los restos…
—¿Un erudito como el bufón? —me interrumpió—. Parece que sabe más sobre ellos que cualquier otra persona a la que se lo he preguntado.
—Bueno. Es muy aficionado a la lectura, ya sabéis, y…
—Basta de hablar del bufón. Quería hablar de los Vetulus contigo —dijo secamente.
Me sobresaltó el tono de su voz, pero descubrí sus ojos grises fijos de nuevo en el mar. No se había propuesto recriminarme nada ni ser tan brusca, era sólo que estaba absorta en su objetivo. Reflexioné que se había vuelto más segura durante mis meses de ausencia. Más regia.
—Sé un poco —aventuré, dubitativo.
—También yo. Veamos si coincide lo poco que sabemos los dos. Déjame que empiece.
—Como deseéis, alteza.
Carraspeó.
—Hace mucho tiempo, el rey Sapiencia sufría el feroz acoso de los corsarios. Cuando todo lo demás falló y se temía que el próximo verano de buen tiempo desencadenara el final de los Seis Ducados y la Casa de los Vatídico, decidió dedicar el invierno a la búsqueda de un pueblo legendario. Los Vetulus. ¿De acuerdo hasta ahí?
—Casi. Según tengo entendido, las leyendas no se referían a ningún pueblo sino a unos seres parecidos a los dioses, y los habitantes de los Seis Ducados siempre habían considerado a Sapiencia casi como un fanático religioso, algo así como un orate en lo tocante a esos asuntos.
—A menudo se tilda de locos a los hombres apasionados y visionarios —me informó con calma—. Continúo. Abandonó su castillo un otoño sin más información que la de que los Vetulus residían en los Territorios Pluviales más allá de las cumbres más altas del Reino de las Montañas. De alguna forma los encontró y se ganó su alianza. Regresó a Torre del Alce y juntos expulsaron a los invasores y los corsarios de las costas de los Seis Ducados. Se restablecieron la paz y el comercio y los Vetulus le juraron que, si alguna vez volvía a necesitar su ayuda, retornarían. ¿Seguimos estando de acuerdo?
—Casi, como antes. Muchos juglares afirman que ese final es el típico de todas las historias sobre héroes y hazañas. Siempre prometen que volverán cuando se los necesite de nuevo. Algunos juran regresar incluso de la tumba si hace falta.
—Lo cierto es que Sapiencia no volvió jamás a Torre del Alce —observó de repente Paciencia, balanceándose sobre sus talones—. Los Vetulus se presentaron ante su hija, la princesa Consciente, y a ella le juraron lealtad.
—¿De dónde has sacado eso? —quiso saber Kettricken.
Paciencia se encogió de hombros.
—Mi padre tenía un bardo que siempre la cantaba así.
Sin prestar más atención, siguió sujetando la paja con bramante alrededor de una planta.
Kettricken se quedó pensativa un momento. El viento se hizo con un largo mechón de su cabello y lo tendió como una red sobre su cara. Me miró a través de aquel velo pálido.
—Da igual lo que digan las historias sobre su regreso. Si un rey los buscó una vez y le dieron su ayuda, ¿no crees que podrían volver a hacerlo si se lo rogara otro rey? ¿O una reina?
—Es posible —dije a regañadientes. En el fondo me preguntaba si la reina echaba de menos su hogar y estaba dispuesta a utilizar cualquier excusa para visitarlo. La gente empezaba a murmurar sobre su ausencia de embarazo. Aunque ahora la atendían muchas damas de compañía, en realidad no tenía ninguna amiga sincera. Sospechaba que debía de sentirse sola—. Me parece… —empecé, parándome a considerar la mejor manera de disuadirla.
Dile que debería venir a verme y hablar de ello. Me gustaría saber qué más ha averiguado. El pensamiento de Veraz estaba cargado de emoción. Me intranquilizó.
—Me parece que deberíais compartir vuestras ideas con el Rey a la Espera y discutirlo con él —sugerí obediente.
Permaneció callada largo rato. Cuando habló, bajó mucho la voz, sólo para mis oídos.
—Mejor no. Lo tomará por otra de mis tonterías. Me escuchará un momento y luego empezará a estudiar los mapas de la pared o se pondrá a ordenar las cosas de su mesa mientras espera a que yo acabe para sonreír, asentir y echarme de su lado. Otra vez.
Enronqueció con las últimas palabras.
Se apartó el pelo de la cara y se frotó los ojos. Me dio la espalda para contemplar de nuevo el mar, tan distante como Veraz cuando habilitaba.
¿Está llorando?
No pude ocultar a Veraz que me molestaba su extrañeza.
Dile que venga a verme. ¡Enseguida!
—¿Mi reina?
—Un momento.
Kettricken seguía sin mirarme. Con el rostro vuelto, fingía estar rascándose la nariz. Sabía que estaba enjugando sus lágrimas.
—¿Kettricken? —Me atreví a recurrir a una confianza que hacía meses que no empleaba—. Vayamos a compartir esta idea con él. Ahora mismo. Te acompaño.
Habló dubitativa, sin dirigirme la mirada.
—¿No te parece una tontería?
Me recordé que no debía mentir.
—Me parece que, tal y como están las cosas, debemos tener en cuenta cualquier posible fuente de ayuda.
Mientras pronunciaba esas palabras descubrí que creía en ellas. ¿Acaso no me habían sugerido lo mismo Chade y el bufón? Quizá fuésemos Veraz y yo los miopes.
Inspiró con un estremecimiento.
—De acuerdo, vamos. Pero… deberás esperarme delante de mi cámara. Antes tengo que coger unos pergaminos que quiero enseñarle. Será un momento. —Se volvió hacia Paciencia y dijo más alto—: Lady Paciencia, ¿os importaría terminar con estas plantas en mi lugar? Me gustaría ocuparme de otro asunto.
—Claro que no, alteza. Será un placer.
Salimos del jardín y la seguí hasta sus aposentos. Cuando reapareció, su pequeña doncella Romero caminaba tras ella, insistiendo en cargar con los pergaminos. Kettricken se había lavado la tierra de las manos. Y se había cambiado de vestido, y se había echado perfume, y se había peinado y se había puesto las joyas que le había enviado Veraz para su pedida de mano. Me dedicó una sonrisa tímida mientras la observaba.
—Alteza, estáis deslumbrante.
—Eres igual de lisonjero que Regio —proclamó, y se apresuró a cruzar el vestíbulo, pero tenía las mejillas encendidas.
¿Se arregla tanto sólo para venir a verme?
Se arregla tanto para… atraeros. ¿Cómo podía desconocer tanto sobre las mujeres alguien que era capaz de comprender tan bien a los hombres?
Quizá nunca haya tenido demasiado tiempo para aprender sus costumbres.
Cerré mi mente sobre aquellos pensamientos y seguí los pasos de mi reina. Llegamos al estudio de Veraz a tiempo de ver salir a Charim, cargado con una brazada de ropa sucia. Experimenté un momento de incomodidad hasta que se nos invitó a entrar. Veraz estaba vestido con una camisa fina de lino azul claro y el aire estaba cargado con una mezcla de olor a cedro y lavanda. Me hizo pensar en el interior de un arcón. Acababa de arreglarse la barba y el cabello; bien sabía yo que su pelo nunca permanecía así más de unos minutos. Cuando Kettricken avanzó para saludar tímidamente a su señor, vi a Veraz como hacía meses que no lo veía. El verano de Habilidad lo había dejado demacrado de nuevo. La camisa le colgaba de los hombros y había la mitad de pelos canos en su melena. También había arrugas alrededor de los ojos y la boca en las que no me había fijado antes.
¿Tan mal aspecto tengo?
Para ella no, le recordé.
Mientras Veraz la cogía de la mano y la atraía para que se sentara a su lado en un banco cerca de la chimenea, Kettricken lo observaba con un ansia tan honda como su afán de Habilidad. Los dedos de ella se demoraron en su mano y aparté la mirada cuando él se los acercó a los labios para besarlos. Puede que Veraz tuviera razón acerca de mi sensibilidad a la Habilidad. Los sentimientos de Kettricken me embargaban con la misma fuerza que la furia de mis compañeros de tripulación en la batalla.
Percibí un atisbo de asombro procedente de Veraz. Luego: Ciérrate, me ordenó secamente y de pronto me quedé solo dentro de mi cabeza. Me quedé paralizado un momento, mareado por la brusquedad de su partida. Era cierto, no tenía ni idea, me descubrí pensando, y me alegré por poder guardar aquel pensamiento para mí.
—Milord, vengo a pediros un poco de vuestro tiempo para… algo que se me ha ocurrido.
Los ojos de Kettricken sondeaban su semblante mientras hablaba con voz queda.
—Naturalmente —convino Veraz. Me miró de soslayo—. Traspié Hidalgo, ¿quieres unirte a nosotros?
—Si vos lo deseáis, milord.
Me acomodé en un taburete al otro lado de la chimenea. Romero se situó a mi vera con su carga de pergaminos. Sospechaba que el bufón los había sustraído de mi habitación, pero cuando Kettricken empezó a hablar a Veraz fue cogiendo los pergaminos uno a uno para ilustrar cada una de sus ideas. Todos sin excepción eran pergaminos que versaban no sobre los Vetulus, sino sobre el Reino de las Montañas.
—El rey Sapiencia, como recordaréis, fue el primer noble de los Seis Ducados que visitó nuestras tierras… las tierras del Reino de las Montañas, con otra intención que la de luchar con nosotros. Por eso es bien recordado en nuestras historias. Estos pergaminos, copias de los redactados en su época, hablan de sus viajes y gestas en el Reino de las Montañas y, por consiguiente, mencionan indirectamente a los Vetulus. —Desenrolló el último pergamino. Veraz y yo nos inclinamos sobre él, asombrados. Un mapa. Descolorido por el paso del tiempo, una copia de mala calidad probablemente, pero un mapa al fin y al cabo. Del Reino de las Montañas, con sus pasos y carreteras. Y un puñado de líneas que serpenteaban hacia las tierras del otro lado—. Uno de estos caminos, señalado aquí, debe de conducir hasta los Vetulus. Conozco las carreteras de las montañas y éstas no son rutas comerciales, ni llevan a ninguna aldea que yo sepa. Tampoco equivalen a los caminos actuales. Se trata de sendas y vías más antiguas, y ¿por qué iban a aparecer aquí sino para ilustrar el camino que siguió el rey Sapiencia?
—¿Es posible que sea así de sencillo?
Veraz se levantó rápidamente para volver con un puñado de velas y alumbrar mejor el mapa. Alisó la vitela con delicadeza y se agachó para observarlo de cerca.
—Hay varias sendas marcadas que se pierden en los Territorios Pluviales. Si eso es lo que representa esa mancha verde. No parece que ninguna lleve a ninguna parte. ¿Cómo sabríamos cuál seguir? —objeté.
—Quizá todas conduzcan a los Vetulus —aventuró Kettricken—. ¿Por qué habrían de residir en un solo sitio?
—¡No! —Veraz se enderezó de golpe—. Al menos dos de ellas terminaban en alguna parte. O tenían algo. La dichosa tinta se ha borrado, pero ahí había algo. Tengo que descubrir qué.
Incluso Kettricken parecía desconcertada por el entusiasmo que destilaba su voz. Yo estaba atónito. Esperaba que él la escuchara por compromiso, no que se volcara de lleno en su plan.
Veraz se levantó de pronto y deambuló por la estancia a largas zancadas. La energía de la Habilidad emanaba de él igual que el calor de una chimenea.
—Las tormentas de invierno se ciernen ya sobre la costa. Descargarán de un momento a otro. Si parto enseguida, en los próximos días, llegaré al Reino de las Montañas antes de que se cierren los pasos. Puedo abrirme camino hasta… lo que haya ahí y volver para la primavera. Quizá con la ayuda que necesitamos.
Me había quedado sin palabras. Kettricken empeoró las cosas.
—Milord, no era mi intención que fuerais vos. Deberíais quedaros aquí. Iré yo. Conozco las montañas; me he criado según sus costumbres. Puede que no sobrevivierais allí. Esta vez debería ser yo el sacrificio.
Fue un alivio ver a Veraz tan perplejo como me sentía yo. Puede que, al escucharlo de labios de ella, comprendiera la imposibilidad de aquella empresa. Meneó la cabeza despacio. Le cogió ambas manos entre las suyas y la miró con expresión solemne.
—Mi Reina a la Espera. —Suspiró—. Debo hacerlo yo. Yo. He fallado demasiadas veces a los Seis Ducados. Y a vos. Cuando llegasteis aquí como reina no presté atención a vuestras palabras sobre el sacrificio. Lo consideraba una fantasía idealista. Pero no lo es. Aquí no lo expresamos de esa manera, pero es lo que se siente. Es lo que aprendí de mis padres. Anteponer siempre los Seis Ducados a mí mismo. He intentado hacerlo, pero ahora me doy cuenta de que siempre he enviado a otros en mi lugar. Me siento y habilito, sí, y sabes lo que eso me cuesta. Pero son las vidas de marineros y soldados las que he sacrificado por los Seis Ducados. Hasta mi propio sobrino me hace el trabajo sucio y se mancha las manos de sangre por mí. Y a pesar de todos los que se han sacrificado por mí, nuestra costa sigue en peligro. Ahora todo se reduce a esta última oportunidad, esta última prueba. ¿Cómo podría enviar a mi reina en mi lugar?
—A lo mejor… —La voz de Kettricken se había apagado con la incertidumbre. Dirigió la mirada hacia el fuego cuando sugirió—: A lo mejor podemos ir juntos.
Veraz lo consideró. Lo consideró largo rato y vi que Kettricken comprendía que se tomaba en serio su solicitud. Empezó a esbozar una sonrisa, pero ésta se marchitó cuando él negó despacio con la cabeza.
—No me atrevo —musitó Veraz—. Alguien debe quedarse aquí. Alguien de confianza. El rey Artimañas… mi padre no se encuentra bien. Temo por él. Por su salud. Conmigo lejos y mi padre enfermo, alguien debe quedarse en mi lugar.
Kettricken volvió el rostro.
—Preferiría acompañarte —dijo, apasionada.
Miré hacia otro lado cuando él le sujetó la barbilla con los dedos y le levantó la cabeza para poder asomarse a sus ojos.
—Ya lo sé —dijo sin alterarse—. Ese es el sacrificio que te pido que hagas. Quedarte cuando preferirías irte. Quedarte sola de nuevo. Por los Seis Ducados.
Algo se rompió en el interior de Kettricken. Se le hundieron los hombros cuando inclinó la cabeza ante la voluntad de su esposo. Me levanté sin hacer ruido mientras Veraz la abrazaba, cogí a Romero y los dejamos a solas.
Me encontraba en mi cuarto, echando un vistazo por fin a los pergaminos y arcillas, cuando apareció un paje a mi puerta esa misma tarde.
—Se ruega vuestra presencia en los aposentos del rey una hora después de cenar —fue el único mensaje que me entregó.
Me sentí desfallecer. Hacía dos semanas que no visitaba su cámara. No me apetecía volver a enfrentarme al Rey. Si me llamaba para decir que esperaba que comenzara a cortejar a Celeridad, no sabía qué iba a decir o hacer. Temía perder el control. Desenrollé resueltamente uno de los pergaminos sobre los Vetulus e intenté estudiarlo. Era inútil. Sólo veía a Molly.
En las pocas noches que habíamos compartido desde nuestro día juntos en la playa, Molly se había negado a volver a hablar del asunto de Celeridad. En cierto modo era un alivio. Pero también había dejado de bromear sobre todo lo que esperaría de mí cuando fuese de verdad su marido y sobre la cantidad de niños que íbamos a tener. En su interior había renunciado a toda esperanza de vernos casados algún día. Si me paraba a pensarlo, me entristecía hasta el filo de la locura. Ella no me reprochaba nada, como si supiera que no dependía de mí. Ni siquiera me preguntaba qué iba a ser de nosotros. Parecía que sólo viviera el presente, igual que Ojos de Noche. Aceptaba cada noche de intimidad que compartíamos como algo completo y no preguntaba si habría otra. Lo que percibía en ella no era desesperación sino contención, la feroz resolución de no perder lo que teníamos ahora por lo que no podríamos tener mañana. No me merecía la devoción de un corazón tan fiel como el suyo.
Cuando dormitaba a su lado en su cama, a salvo y abrigado por el perfume de su cuerpo y sus hierbas, era su fuerza la que nos protegía. No habilitaba, no tenía Maña. Su magia era más poderosa y la conjuraba con su mera fuerza de voluntad. Cuando cerraba y trancaba su puerta a mi espalda en plena noche, creaba en el interior de su cámara un mundo y un tiempo que nos pertenecían sólo a nosotros.
Si hubiera depositado ciegamente su vida y su felicidad en mis manos, habría sido intolerable. Pero esto era aún peor. Creía que llegaría el momento de pagar un precio terrible por su devoción hacia mí y aun así se negaba a repudiarme. Y yo no era lo bastante hombre para darle la espalda y dejar que buscara una vida mejor. Durante mis horas de soledad, cuando recorría las carreteras que rodeaban Torre del Alce con las alforjas llenas de pan envenenado, reconocía que era un cobarde, peor que cualquier ladrón. En cierta ocasión le había dicho a Veraz que sería incapaz de drenar la fuerza de otra persona para aumentar la mía, que no estaría dispuesto a hacer algo así. Y sin embargo era precisamente eso lo que hacía con Molly. El pergamino de los Vetulus resbaló entre mis dedos debilitados. Mi habitación se había vuelto asfixiante de pronto. Dejé a un lado las arcillas y los pergaminos que me había propuesto estudiar. Una hora antes de la cena, acudí a los aposentos de Paciencia.
Hacía algún tiempo que no la visitaba pero era como si su sala de estar no cambiara nunca, salvo por la capa superior de trastos que reflejaban su última pasión. Ese día no era ninguna excepción. Por todas partes había hierbas recogidas en otoño puestas a secar que llenaban la estancia con sus fragancias. Me sentía como si deambulara por una pradera invertida, con la cabeza agachada para esquivar el follaje colgante.
—Las has tendido muy bajo —me quejé cuando entró Paciencia.
—No. Es que tú has crecido demasiado. Deja que te mire.
Obedecí, aunque me quedé con un racimo de nébeda posado en la cabeza.
—Bueno. Por lo menos pasarte el verano entero remando y matando personas ha robustecido tu salud. Estás mucho mejor que el muchacho enfermizo que volvió a casa el invierno pasado. Ya te dije que esos tónicos darían resultado. Ya que ahora eres tan alto, podrías ayudarme a colgar estos manojos.
A falta de otra cosa que hacer, me dediqué a tender cuerdas desde los candelabros de pared a los postes de la cama y cualquier otra parte donde se pudiera hacer un nudo, para luego colgar de ellas racimos de hierbas. Estaba con los brazos extendidos, subido a una silla mientras intentaba sujetar un puñado de bálsamo, cuando me preguntó:
—¿Por qué ya no vienes a quejarte de lo mucho que echas de menos a Molly?
—¿Serviría de algo? —pregunté a mi vez, con voz queda, transcurrido un momento.
Hice lo que pude por parecer resignado.
—No. —Se detuvo un instante como si estuviera pensando. Me alcanzó otro racimo de hojas—. Éstas —me informó mientras las colgaba— son puntisecas. Muy amargas. Hay quien dice que impiden que una mujer se quede embarazada. No es verdad. No del todo, al menos. Pero si una mujer las ingiere reiteradamente, puede caer enferma. —Meditó otro momento—. Es posible que una mujer enferma no conciba tan fácilmente. Aunque yo no se las recomendaría a nadie, y mucho menos a alguien que me importara.
Tragué saliva, cogí aliento.
—Entonces, ¿por qué las pones a secar?
—Si preparas una infusión con ellas y haces gárgaras, alivia las inflamaciones de garganta. Eso me dijo Molly Candelaria cuando me la encontré recogiéndolas en el jardín de las mujeres.
—Ya veo.
Sujeté las hojas a la cuerda. Colgaban como un cuerpo en el patíbulo. Incluso su olor era amargo. ¿Me había preguntado antes cómo era posible que Veraz no se diera cuenta de lo que ocurría delante de sus narices? ¿Por qué nunca había pensado en eso? ¿Cómo debía de ser para ella temer lo que anhelaría una mujer debidamente casada? ¿Lo que había anhelado Paciencia en vano?
—¿… algas, Traspié Hidalgo?
Me sobresalté.
—¿Perdona?
—Digo que si me puedes recoger unas algas cuando tengas una tarde libre. De las negras, crujientes. En esta época del año son más sabrosas.
—Lo intentaré —respondí distraído.
¿Durante cuántos años tendría que preocuparse Molly? ¿Cuánta amargura debería tragar?
—¿Qué miras? —preguntó Paciencia.
—Nada. ¿Por qué?
—Porque ya te he pedido dos veces que bajes de la silla para que podamos moverla. Quedan muchos paquetes por colgar, sabes.
—Disculpa. Esta noche no he dormido mucho y tengo la cabeza en otro sitio.
—Estoy de acuerdo. Deberías empezar a dormir más por las noches —pronunció las palabras con cierta brusquedad—. Venga, baja ya y pon ahí la silla para colgar estas hojas de menta.
No cené gran cosa. Regio estaba solo en el estrado elevado, con aspecto de malhumorado. Su habitual corro de aduladores se apiñaba en una mesa justo debajo de él. No entendía por qué prefería cenar aparte. Estaba claro que su rango se lo permitía, pero ¿por qué escoger aquel aislamiento? Llamó a uno de los bardos más lisonjeros que había importado recientemente a Torre del Alce. Casi todos ellos procedían de Lumbrales. Todos afectaban la entonación nasal propia de esa región y se decantaban por el estilo prolijo y musical de los cantares épicos. Éste en cuestión abordó una extensa balada que narraba alguna aventura del abuelo materno de Regio. Presté la menor atención posible; parecía tener algo que ver con cabalgar hasta reventar un caballo para conseguir abatir cierto venado que había sobrevivido a una generación de cazadores. Ensalzaba desmesuradamente a la voluntariosa montura que había muerto para cumplir la voluntad de su amo. No decía nada de la estupidez del jinete, que había sacrificado a tan espléndido animal a cambio de unas tajadas de carne correosa y una cornamenta colgada en su pared.
—Tienes mala cara —observó Burrich, que se detuvo a mi lado.
Me levanté de la mesa y crucé el salón en su compañía.
—Tengo demasiadas cosas en la cabeza. Demasiadas direcciones para pensar en todas a la vez. A veces pienso que si tuviera tiempo para concentrarme en un solo problema, lo resolvería y luego me preocuparía de solucionar los demás.
—Todo el mundo piensa lo mismo. No es verdad. Acaba con los que tengas más a mano y con el tiempo te acostumbrarás a los que no tienen solución.
—¿Como por ejemplo?
Se encogió de hombros y señaló hacia bajo.
—Por ejemplo, tener una pierna coja. O haber nacido bastardo. Todos acabamos acostumbrándonos a cosas con las que juramos que no podríamos vivir. ¿Qué es lo que te carcome esta vez?
—Nada que te pueda contar ahora. Por lo menos, aquí no.
—Ah. Más de lo mismo, ¿eh? —Meneó la cabeza—. No te envidio, Traspié. A veces lo que uno necesita es descargar sus problemas en otra persona. A ti te han negado hasta eso. Pero anímate. Estoy seguro de que podrás resolverlos aunque tú creas que no.
Me dio una palmadita en la espalda y traspuso la puerta de la calle envuelto en una ráfaga de aire frío. Veraz tenía razón. Se aproximaban las tormentas de invierno, si es que el viento de esa noche indicaba algo. Me encontraba en mitad de las escaleras cuando reflexioné que ahora Burrich hablaba conmigo de tú a tú. Por fin me consideraba un adulto. En fin, puede que me fuera mejor si yo también empezaba a considerarme así. Enderecé los hombros y subí a mi cuarto.
Hacía mucho tiempo que no me tomaba tantas molestias para vestirme. Mientras lo hacía, pensé en cómo se había apresurado Veraz a cambiarse de camisa para Kettricken. ¿Cómo podía haber estado tan ciego con ella? ¿Y yo con Molly? ¿Qué más hacía Molly por nuestro bien sin que yo lo sospechara siquiera? Regresó mi desconsuelo, más fuerte que nunca. Esa noche. Esa misma noche, después de hablar con Artimañas. No podía permitir que ella siguiera sacrificándose. Por el momento, lo único que podía hacer era apartar el asunto de mi mente. Me recogí el pelo en la coleta de guerrero que ya consideraba más que merecida y alisé la pechera de mi jubón azul. Me quedaba un poco ajustado en los hombros, pero últimamente me pasaba lo mismo con todas mis prendas. Salí de mi habitación.
En el pasillo, frente a los aposentos del rey Artimañas, me encontré con Veraz y Kettricken cogidos del brazo. Nunca los había visto presentados de esa manera. Allí, de repente, estaban el Rey a la Espera y su reina. Veraz llevaba una larga túnica oficial de un verde oscuro agreste. Una banda bordada con alces estilizados le adornaba las mangas y el dobladillo. Ostentaba sobre la frente la diadema de plata con la gema azul que señalaba al Rey a la Espera. Hacía mucho tiempo que no se la ponía. Kettricken se había vestido con los colores púrpura y blanco que tan a menudo elegía. Su vestido púrpura era muy sencillo, con las mangas cortas y amplias para revelar debajo otras blancas, más largas y estrechas. Lucía las joyas que le había regalado Veraz y se había adornado el largo cabello rubio con una red de hilo de plata punteada de amatistas. Me detuve al verlos. Tenían el semblante serio. No podían estar allí más que para ver al rey Artimañas.
Me presenté educadamente ante ellos e informé a Veraz de que el rey me había convocado.
—No —negó con delicadeza—. Te he convocado yo para que te presentes ante el rey Artimañas con Kettricken y conmigo. Quería que fueras testigo de esto.
Me embargó el alivio. Así que aquello no tenía nada que ver con Celeridad.
—¿Testigo de qué, mi príncipe? —conseguí preguntar.
Me miró como si fuese memo.
—Voy a pedirle permiso al rey para partir en una misión. Para buscar a los Vetulus y conseguir la ayuda que necesitamos tan desesperadamente.
—Ah.
Tendría que haberme fijado antes en el silencioso paje, vestido todo de negro, que cargaba con una brazada de pergaminos y arcillas.
El muchacho estaba pálido y agarrotado. Apostaría a que era la primera vez que hacía algo más oficial que encerar las botas de Veraz. Romero, recién bañada y vestida con los mismos colores que Kettricken, parecía un tulipán blanco y morado. Sonreí a la pequeña, pero ésta se limitó a mirarme con expresión seria.
Sin más preámbulos, Veraz llamó una vez a la puerta del rey Artimañas.
—¡Un momento! —respondió una voz. La de Wallace. Entreabrió la puerta, lanzó una mirada furibunda y vio que era Veraz al que estaba cerrando el paso. Tardó un instante de evidente vacilación en abrir la puerta de par en par—. Sir —tartamudeó—. No os esperaba. Es decir, no estaba al corriente de que el rey hubiera…
—No es preciso que te quedes. Puedes retirarte.
Veraz no solía despedir a ningún paje con tanta frialdad.
—Pero… el rey me podría necesitar…
Los ojos del hombre saltaban frenéticos de un lado a otro. Le atemorizaba algo.
Veraz entornó los párpados.
—Si te necesita, te haré llamar. De hecho, puedes quedarte esperando. En el pasillo. Procura estar presente si te llamo.
Tras un instante de pausa Wallace cruzó la puerta y se quedó junto al marco. Entramos en los aposentos del rey. Veraz en persona se encargó de cerrar la puerta.
—No me gusta ese hombre —comentó, lo bastante alto como para que se oyeran sus palabras a través de la madera—. Lacayo entrometido y servil adulador. Una mala combinación.
El rey no se encontraba en su sala de estar. Mientras Veraz cruzaba la estancia el bufón apareció de pronto en el umbral del dormitorio de Artimañas. Nos observó con ojos desorbitados, ensayó una enorme sonrisa de júbilo y nos saludó con una honda reverencia.
—¡Majestad! ¡Despertad! ¡Como predije, han llegado los juglares!
—Bufón —gruñó Veraz, aunque de buen humor.
Pasó junto al bufón, esquivando sus burlescos intentos por besarle el dobladillo de la túnica. Kettricken ocultó su sonrisa con una mano y siguió a Veraz. El bufón estuvo a punto de echarme la zancadilla estirando una pierna de repente. Lo evité, pero hice una torpe entrada y casi tropiezo con Kettricken. El bufón se sonrió con afectación y cabrioló hasta colocarse junto a la cama de Artimañas. Cogió la mano del anciano y le dio una palmadita extraordinariamente delicada.
—¿Majestad? ¿Majestad? Tenéis visita.
En su lecho, Artimañas se agitó e inspiró profundamente.
—¿Qué ocurre? ¿Quién es? ¿Veraz? Abre las cortinas, bufón, que casi no veo quién ha venido. ¿Reina Kettricken? ¿Qué es todo esto? ¡El Traspié! ¿Qué sucede? —Su voz no era fuerte y había una nota quejumbrosa en ella pero, así y todo, tenía mejor aspecto del que me esperaba. Cuando el bufón hubo retirado los doseles de la cama y puesto unos cojines debajo del rey, me encontré contemplando a un hombre que parecía mayor que Chade. La similitud entre ambos parecía acentuarse conforme envejecía Artimañas. El rostro del rey se había suavizado para revelar el mismo mentón y las mismas mejillas de su hermano bastardo. Los ojos bajo aquellas cejas se veían atentos, aunque cansados. Tenía mejor aspecto que la última vez que lo había visitado. Se irguió un poco más para dirigirse a nosotros—. Bueno, ¿a qué viene todo esto? —quiso saber.
Paseó la mirada por el círculo que habíamos formado.
Veraz hizo una reverencia, formal, y Kettricken lo imitó. Yo hice lo que me correspondía: apoyé una rodilla en el suelo y me quedé así, con la cabeza inclinada. Eché un vistazo de soslayo cuando habló Veraz.
—Rey Artimañas. Padre. Vengo a solicitar vuestro permiso para una empresa.
—¿Qué es? —preguntó el rey con irritación.
Veraz miró a su padre a los ojos.
—Me propongo salir de Torre del Alce con una banda de hombres selectos para intentar seguir los pasos que dio el rey Sapiencia hace mucho tiempo. Quiero partir este invierno en dirección a los Territorios Pluviales que se encuentran al otro lado del Reino de las Montañas, para encontrar a los Vetulus y pedirles que mantengan la palabra que dieron a nuestro antepasado.
Una expresión de incredulidad cruzó fugazmente el rostro de Artimañas. Se incorporó en la cama y sacó sus piernas enflaquecidas.
—Bufón. Acerca el vino. Traspié, levántate y échale una mano. Kettricken, cielo, déjame tu brazo si eres tan amable para que pueda sentarme en esa silla que hay junto a la chimenea. Veraz, trae la mesilla que hay debajo de la ventana. Por favor.
Con aquel puñado de órdenes, Artimañas rompió la burbuja de la formalidad. Kettricken lo ayudó con una confianza que me indicó que estaba ligada sinceramente al anciano. El bufón fue brincando hasta la alacena del salón para coger unos vasos mientras yo seleccionaba una botella de vino de la pequeña reserva que tenía Artimañas en sus aposentos. Las botellas estaban cubiertas de polvo, como si hiciera mucho tiempo que no cataba esos caldos. Me pregunté, suspicaz, de dónde salía el vino que le daba Wallace. Por lo menos el resto de la habitación estaba en orden, como pude observar. Mucho mejor que antes del Festival de Invierno. Los incensarios de humo que tanto me preocupaban se amontonaban apagados en un rincón. Y esa noche el monarca parecía conservar aún su sano juicio.
El bufón ayudó al rey a abrigarse con una gruesa túnica de lana y se arrodilló para ponerle las zapatillas. Artimañas se acomodó en su silla junto al fuego y dejó el vaso de vino a su lado encima de la mesa. Mayor. Muy mayor. Pero el rey al que tantas veces había informado en mis años mozos se encontraba de nuevo ante mí. De pronto deseé ser yo el que hablara con él esa noche. Aquel anciano de mirada penetrante podría atender mis motivos para querer casarme con Molly. Sentí una nueva oleada de rabia contra Wallace por los vicios que había inculcado a mi rey.
Pero no era ése mi momento. Pese a la informalidad del rey, Veraz y Kettricken estaban tensos como cuerdas de arco. El bufón y yo les acercamos sendas sillas para que se sentaran uno a cada lado de Artimañas. Me situé detrás de Veraz y aguardé.
—Explícamelo en pocas palabras —pidió Artimañas a Veraz, y éste así lo hizo.
Los pergaminos de Kettricken fueron desenrollándose de uno en uno y Veraz leyó en voz alta los pasajes pertinentes. Se estudió atentamente el viejo mapa. Al principio Artimañas se limitó a formular preguntas, sin hacer comentarios ni emitir ningún juicio hasta estar seguro de contar con toda la información. El bufón, a su lado, dividía su atención entre dedicarme radiantes sonrisas y hacer muecas grotescas al paje de Veraz en un intento por conseguir que el petrificado muchacho sonriera al menos. Creo que lo más probable es que aterrorizara al chaval. Romero se olvidó por completo de dónde estaba y se fue a jugar con las borlas de los doseles.
Cuando Veraz terminó de hablar y Kettricken hubo añadido sus comentarios, el rey se reclinó en su silla. Apuró el poco vino que quedaba en su vaso y se lo ofreció al bufón para que lo rellenara. Dio un sorbo, suspiró y sacudió la cabeza.
—No. Hay demasiados puntos oscuros y demasiadas historias infantiles implicadas como para permitir que te arriesgues a emprender esa aventura en estos momentos, Veraz. Lo que me has enseñado basta para convencerme de que merecería la pena enviar un emisario. Alguien de tu elección, con el debido séquito, obsequios y cartas firmadas por ti y por mí que confirmen que viaja a petición nuestra. Pero ¿tú en persona, el Rey a la Espera? No. Ahora mismo no andamos sobrados de recursos. Regio ha venido antes a verme para quejarse del elevado coste de los barcos que se están construyendo y la fortificación de las torres de la Isla de los Antílopes. Empieza a escasear el dinero. Y el hecho de que abandones la ciudad no contribuirá a que la gente se sienta más segura.
—No huyo, parto en una misión. Una empresa cuyo objetivo es el bienestar de mi pueblo. Y dejaría aquí a mi Reina a la Espera para que me represente en mi ausencia. No estaba pensando en organizar una excursión con bardos, cocineros y carrozas engalanadas, alteza. Transitaríamos carreteras cubiertas de nieve para adentrarnos en el corazón del mismo invierno. Me acompañaría un contingente militar y viajaríamos como hacen los soldados. Como siempre he hecho.
—¿Y crees que eso impresionaría a los Vetulus? Si es que los encuentras. Si es que existen siquiera.
—Cuenta la leyenda que el rey Sapiencia viajó solo. Creo que los Vetulus existían y que él los encontró. Si fracaso, regresaré para seguir con mi Habilidad y mis buques de guerra. ¿Qué habremos perdido? Si tengo éxito, volveré con un poderoso aliado.
—¿Y si mueres en la empresa? —preguntó secamente Artimañas.
Veraz abrió la boca para replicar, pero antes de que pudiera decir nada se abrió de golpe la puerta del salón y Regio irrumpió en la estancia. Tenía el rostro congestionado.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué no se me informó de este consejo?
Me lanzó una mirada envenenada. A su espalda, Wallace espiaba detrás del marco de la puerta.
Veraz se permitió esbozar una pequeña sonrisa.
—Si no te informaron tus espías, ¿cómo es que ahora estás aquí? Échales la culpa a ellos por no haberte enterado antes, no a mí.
La cabeza de Wallace se perdió de vista.
—¡Padre, exijo saber lo que ocurre!
Regio parecía contenerse para no pisotear el suelo.
Detrás de Artimañas, el bufón imitaba los gestos de Regio. Así consiguió que sonriera por fin el paje de Veraz, pero luego abrió mucho los ojos y recuperó la compostura.
El rey Artimañas prefirió dirigirse a Veraz.
—¿Hay algún motivo por el que quisieras excluir al príncipe Regio de este debate?
—No me pareció que fuese de su incumbencia. —Hizo una pausa—. Y quería estar seguro de que la decisión alcanzada fuese exclusivamente suya.
Veraz, fiel a su nombre.
Regio se erizó y bufó como un toro, pero Artimañas levantó una mano para apaciguarlo. De nuevo habló sólo con Veraz.
—¿No es de su incumbencia? Pero ¿sobre quién recaería el manto de la autoridad mientras tú estuvieras fuera?
La mirada de Veraz se tornó gélida.
—La Reina a la Espera sería mi representante, naturalmente. El manto de la autoridad sigue recayendo sobre vos, alteza.
—Pero ¿y si no regresaras…?
—Estoy seguro de que mi hermano podría adaptarse a esa situación si se diera el caso.
Veraz no se molestó en enmascarar el desagrado de su voz. Supe en ese momento cuan hondo había calado el veneno de las traiciones cometidas por Regio. Cualquier lazo fraternal que hubieran podido compartir se había desintegrado. Ahora eran únicamente rivales. Artimañas lo comprendió también, no me cabe duda. Me pregunté si lo sorprendía. De ser así, lo disimuló muy bien.
En cuanto a Regio, había atiesado las orejas ante la mención de la partida de Veraz. Ahora se mostraba tan avariciosamente alerta como un perro hambriento debajo de una mesa. Habló un instante demasiado pronto como para imprimir sinceridad a su voz.
—Sí alguien tuviera la amabilidad de explicarme adonde va Veraz, quizá me podría pronunciar sobre lo que estaría dispuesto a asumir.
Veraz se mordió la lengua. Impertérrito y silencioso, miró a su padre.
—Tu hermano —esa frase me sonó un poco tajante— me ha solicitado permiso para emprender una misión. Quiere partir, y pronto, a los Territorios Pluviales de más allá del Reino de las Montañas. Para buscar a los Vetulus y obtener de ellos la ayuda que nos prometieron en el pasado.
Regio abrió los ojos como una lechuza. No sé si le costaba creer en la existencia de los Vetulus, o si no daba crédito a la cantidad de buena suerte que acababa de caer en sus manos. Se relamió.
—Yo, naturalmente, le he dicho que no.
Artimañas no perdía de vista a Regio mientras hablaba.
—Pero ¿por qué? —preguntó Regio—. Está claro que debemos tener en cuenta todas las posibilidades…
—Los gastos son prohibitivos. ¿No me informaste tú mismo, hace apenas un momento, de que la construcción de los buques de guerra, su tripulación y su abastecimiento, han acabado casi con nuestras reservas?
Los ojos de Regio parpadearon veloces como la lengua de una serpiente.
—Pero acabo de recibir los informes relativos a las cosechas, padre. No me esperaba que fueran tan halagüeños. Se pueden conseguir fondos. Siempre y cuando estuviera dispuesto a viajar sin ostentaciones.
Veraz resopló.
—Gracias por tu consideración, Regio. No sabía que este tipo de decisiones dependiera de ti.
—Me limito a aconsejar al rey, igual que tú —se apresuró a señalar Regio.
—¿No te parece que enviar un emisario sería lo más sensato? —tanteó Artimañas—. ¿Qué pensaría el pueblo si su Rey a la Espera abandonara Torre del Alce en estos momentos, y en esa misión?
—¿Un emisario? —Regio pareció considerarlo—. Creo que no. No con todo lo que debemos pedir. ¿No dicen las leyendas que el rey Sapiencia fue en persona? ¿Qué sabemos de esos Vetulus? ¿Podemos correr el riesgo de enviar un vasallo y ofenderlos? En absoluto. Creo que hace falta el hijo de un rey. En cuanto a lo de abandonar Torre del Alce… en fin, vos sois el rey, y seguiréis estando aquí. Igual que su esposa.
—Mi reina —gruñó Veraz, pero Regio continuó hablando.
—E igual que yo. Torre del Alce no quedaría abandonada. ¿Y la misión en sí? Podría espolear la imaginación de la gente. Aunque, si se prefiere, el motivo de su viaje podría mantenerse en secreto. Se podría considerar una simple visita a nuestros aliados de las montañas. Sobre todo si lo acompañara su esposa.
—Mi reina se quedará aquí. —Veraz recalcó el título de Kettricken—. Para representar mi reinado. Y para proteger mis intereses.
—¿No confías en que pueda hacerlo nuestro padre? —preguntó Regio con voz meliflua.
Veraz volvió a morderse la lengua y miró al anciano sentado junto al fuego. La pregunta implícita en esa mirada era evidente para cualquiera que tuviese ojos. ¿Puedo confiar en ti?, preguntaba. Pero Artimañas, también fiel a su nombre, respondió con otra pregunta.
—Ya has oído lo que opina el príncipe Regio de esta empresa. Y lo que opino yo. Conoces tu propia opinión. Dados estos consejos, ¿qué piensas hacer ahora?
Bendije a Veraz, pues se giró para mirar solamente a Kettricken. No cruzaron ningún gesto ni susurro, pero habían llegado a un acuerdo cuando el volvió a dirigirse a su padre.
—Quiero ir a los Territorios Pluviales que hay al otro lado del Reino de las Montañas. Y quiero partir lo antes posible.
Cuando el rey Artimañas asintió despacio, noté un vacío en la boca del estómago. Pero detrás de su silla, el bufón cruzó la estancia dando volteretas de espaldas y regresó haciendo la rueda para recuperar su sitio como si nunca se hubiera movido. Su gesto enervó a Regio. Pero cuando Veraz se arrodilló para besar la mano del rey Artimañas y darle las gracias por su permiso, la sonrisa que se extendió por el semblante de Regio era tan amplia como la de un tiburón.
Se trataron pocos asuntos más en aquel consejo. Veraz deseaba partir dentro de siete días. Artimañas lo aceptó. Quería elegir su séquito personalmente. Artimañas se lo concedió, aunque Regio parecía albergar dudas. No me hizo gracia, cuando el rey por fin nos despidió a todos, ver cómo se demoraba Regio para conversar con Wallace en la sala de estar mientras los demás desfilábamos por la puerta. Me descubrí preguntándome si Chade me permitiría matar a Wallace. Ya me había prohibido solucionar el problema de Regio de esa manera y desde entonces le había prometido a mi Rey que no lo haría. Pero Wallace no gozaba de la misma inmunidad.
En el pasillo, Veraz se detuvo para darme las gracias. Le pregunté por qué había querido que yo estuviera presente.
—Para que fueses testigo —contestó—. Presenciar una cosa no es lo mismo que oír hablar luego de ella. Para que almacenes en tu memoria cada palabra que se ha pronunciado… para que ninguna caiga en el olvido.
Supe entonces que esa noche recibiría una llamada de Chade.
Pero no podía resistirme a visitar a Molly. Ver que el rey volvía a ser el mismo de antes reavivaba mis moribundas esperanzas. Me prometí que sería una visita breve, lo justo para hablar con ella, para que supiera cuánto apreciaba todo lo que hacía. Regresaría a mis aposentos antes de las horas intempestivas que prefería Chade para nuestras conferencias.
Llamé a su puerta a escondidas; me dejó pasar de inmediato. Debió de percibir mi agitación, pues se echó inmediatamente en mis brazos, sin preguntas ni reparos. Le acaricié sus brillantes cabellos y la miré a los ojos. La pasión que se apoderó de mí de repente fue como un torrente que inundara violentamente un arroyo en primavera y arrastrara todos los escombros acumulados durante el invierno. Todos mis planes de hablar con ella desaparecieron corriente abajo. Molly boqueó cuando la atraje con fuerza y se entregó a mí sin condiciones.
Parecía que hiciese meses y no días desde la última vez que habíamos estado juntos. Cuando me besó con avidez me sentí torpe de improviso, inseguro de sus motivos para desearme. Era tan joven y hermosa… Creer que podía querer a alguien tan maltratado y estropeado como yo se me antojaba un gesto de vanidad. No permitió que me regodeara en mis dudas y me lancé sobre ella sin vacilaciones. En lo hondo de aquella comunión reconocí al fin la realidad del amor que anidaba en sus ojos. Me solacé en el apasionamiento con que me apretaba contra ella y me aprisionaba entre sus brazos pálidos y fuertes. Más tarde recordaría destellos de pelo dorado sobre una almohada, los perfumes de la vinca y el zumaque en su piel, aun el modo en que echaba su cabeza hacia atrás y expresaba su fervor con voz contenida.
Molly susurró luego, asombrada, que mi intensidad me hacía parecer un hombre distinto. Su cabeza reposaba en mi pecho. Guardé silencio y le acaricié el cabello oscuro que siempre olía a sus hierbas. Tomillo y lavanda. Cerré los ojos. Sabía que había protegido bien mis pensamientos. Hacía tiempo que lo había convertido en una costumbre cuando estaba con Molly.
Así que el descuido había sido de Veraz.
Lo ocurrido no era culpa mía. Dudaba que alguien tuviera la culpa. Quizás, esperé, era yo el único que lo había sentido. Entonces nadie saldría perjudicado, siempre y cuando no lo mencionara jamás. Siempre y cuando pudiera borrar de mi mente para siempre la dulzura de los labios de Kettricken y la tersura de su piel tan, tan pálida.