Interludios
Eran de piedra sus huesos, de la resplandeciente roca veteada de las montañas. Su carne se había formado con las rutilantes sales de la tierra. Mas sus corazones estaban hechos con los corazones de hombres sabios.
Venían de muy lejos, aquellos hombres, habían recorrido un camino largo y complicado. No dudaron en renunciar a la vida que se había convertido en una carga para ellos. Acabaron sus días y se volvieron eternos, dejaron a un lado la carne y se vistieron de piedra, soltaron sus armas y extendieron sus nuevas alas. Vetulus.
Cuando me llamó al fin el rey, acudí. Fiel a la promesa que me había hecho a mí mismo, no había regresado voluntariamente a sus aposentos desde aquella tarde. Me seguía corroyendo la amargura por su acuerdo con el duque Mazas en lo concerniente a Celeridad y a mí. Pero la llamada de tu Rey no es algo a lo que puedas hacer oídos sordos, daba igual la rabia que ardiera todavía en mi interior.
Me mandó llamar una mañana de otoño. Hacía al menos dos meses que no veía al rey Artimañas. Había ignorado las implorantes miradas que me dedicaba el bufón cuando me cruzaba con él, y había contestado con evasivas las ocasionales preguntas de Veraz sobre el motivo por el que no visitaba los aposentos reales. Me resultaba bastante fácil. Wallace seguía vigilando su puerta, al acecho como una serpiente enroscada en la chimenea, y la delicada salud del rey no era ningún secreto. Ya no permitía a nadie que entrara en sus dependencias antes del mediodía. Por eso me dije esa mañana que su invitación presagiaba algo importante.
Pensaba que dispondría de esa mañana para mí solo. Hacía dos días que se había desencadenado una tormenta otoñal inusitadamente temprana y violenta. El fuerte viento era implacable y la lluvia incesante auguraba que todo el que se hiciera a la mar en una embarcación descubierta estaría ocupado achicando agua. Había pasado la noche anterior en la taberna con el resto de la tripulación del Rurisk, brindando por la tormenta y deseándoles a los Corsarios de la Vela Roja que disfrutaran de ella. Había vuelto al castillo para desplomarme ebrio en la cama, convencido de que dormiría todo lo que quisiera al día siguiente. Pero un paje resuelto había aporreado mi puerta hasta ahuyentar mi sueño y me había comunicado la llamada oficial del monarca.
Me lavé, me afeité, me recogí el pelo en una coleta y me puse ropa limpia. Me hice fuerte para no traicionar mi ardiente resentimiento. Cuando estuve seguro de que era dueño de mí, salí de mi cámara. Me presenté ante la puerta del rey. Esperaba que Wallace torciera el gesto y me echara de allí, pero esa mañana se apresuró a abrirme en cuanto llamé. Su mirada seguía siendo desaprobatoria, pero me condujo inmediatamente a presencia del rey.
Artimañas estaba sentado frente a su hogar. En contra de mi voluntad, se me encogió el corazón al ver el modo en que se había consumido. Tenía la piel fina y traslúcida como el pergamino, los dedos huesudos. Tenía la piel del rostro flácida, colgante donde antes la carne la sostenía firme. Sus ojos oscuros se le habían hundido en la cara. Tenía las manos enlazadas sobre su regazo en un gesto que yo conocía de sobra. Así juntaba yo las manos para ocultar los temblores que me asaltaban todavía en ocasiones. En una mesita que había a su lado humeaba un incensario. Los vapores habían generado ya una neblina azul que rodeaba las vigas del techo. El bufón languidecía desconsolado a sus pies.
—Ha llegado Traspié Hidalgo, alteza —anunció Wallace.
El rey dio un respingo como si lo hubieran pinchado, antes de volver los ojos hacia mí. Me coloqué junto a su asiento.
—Traspié Hidalgo —me saludó.
No había fuerza en sus palabras, ninguna presencia en absoluto. La amargura que sentía aún era intensa, pero no lograba mitigar el dolor que me produjo verlo en ese estado. Seguía siendo mi soberano.
—Mi Rey, he venido como ordenasteis —dije con formalidad.
Intentaba conservar mi frialdad.
Me miró con ojos cansados. Torció la cabeza y tosió contra su hombro.
—Ya lo veo. Bien. —Me observó fijamente un instante. Inspiró una profunda bocanada que silbó en sus pulmones—. Anoche llegó un mensajero enviado por el duque Mazas de Osorno. Traía los informes de las cosechas y cosas así, principalmente noticias para Regio. Pero la hija de Mazas, Celeridad, envía también este pergamino. Para ti.
Me lo ofreció. Un pergamino pequeño, atado con una cinta amarilla y sellado con una gota de cera verde. Lo cogí con renuencia.
—El mensajero de Mazas regresa a Osorno esta tarde. Estoy seguro de que para entonces ya habrás redactado una respuesta adecuada.
El tono de su voz daba a entender que no era una solicitud informal. Tosió de nuevo. El remolino de emociones que me inspiraba me revolvía el estómago.
—Con vuestro permiso. —Ante el silencio del rey, rompí el sello del pergamino y desaté la cinta. Lo desenrollé para descubrir un segundo pergamino enrollado en su interior. Eché un vistazo al primero. Celeridad escribía con letra firme y clara. Desenrollé el segundo y lo contemplé un instante. Levanté la cabeza para descubrir los ojos de Artimañas clavados en mí. Le sostuve la mirada sin emoción—. Escribe para transmitirme sus mejores deseos y para enviarme la copia de un pergamino que ha encontrado en las bibliotecas de Torre de la Onda. O, mejor dicho, una copia de lo que aún era legible. A juzgar por su envoltorio, cree que perteneció a los Vetulus. Supo de mi interés por ellos durante el transcurso de mi visita a Torre de la Onda. Parece que el escrito versa sobre filosofía, o sobre poesía tal vez.
Ofrecí los pergaminos de nuevo a Artimañas. Los cogió al cabo de un momento. Desenrolló el primero y lo sostuvo frente a su rostro con el brazo estirado. Frunció el ceño, le lanzó una mirada asesina y lo posó sobre su regazo.
—Se me nublan los ojos, a veces, de un tiempo a esta parte —dijo. Volvió a enrollar juntos los dos pergaminos, con cuidado, como si fuese una tarea delicada—. Escríbele una nota de agradecimiento como es debido.
—Sí, mi Rey. —Mi voz era calculadamente formal. Acepté de nuevo los pergaminos que me tendía. Después de permanecer plantado ante él otro momento mientras me traspasaba con la mirada, aventuré—: ¿Puedo retirarme, alteza?
—No. —Tosió de nuevo, más pesadamente esta vez. Inhaló otra bocanada larga y sibilante—. No puedes retirarte. Si hubiese querido que te fueras, te lo habría dicho hace años. Me habría ocupado de que crecieras en cualquier aldea recóndita, o de que no crecieras en absoluto. No, Traspié Hidalgo, no puedes retirarte. —Su voz recuperó una sombra de su antigua presencia—. Hace años hice un trato contigo. Has cumplido tu parte. La has cumplido bien. Sé cómo me sirves, aunque no te dignes informarme en persona. Sé cómo me sirves, aunque reboses de ira hacia mí. No podría pedir más de lo que ya me has dado. —Otro golpe de tos, repentina, seca. Cuando recuperó la voz, no habló conmigo—. Bufón, una copa de vino caliente, por favor. Y pídele a Wallace esas… hierbas para condimentarlo. —El bufón se levantó de inmediato, pero no vi ninguna buena disposición en su rostro. Al contrario, mientras pasaba por detrás de la silla del rey me lanzó una mirada asesina. El rey me indicó que esperara con un gesto. Se frotó los ojos y volvió a recoger las manos en su regazo—. Me he propuesto cumplir mi parte del trato —continuó—. Prometí cubrir tus necesidades. Me gustaría hacer algo más. Me gustaría que te casaras con una dama de alcurnia. Me gustaría que… ah. Gracias.
El bufón había regresado con el vino. No se me pasó por alto cómo llenaba la copa sólo a medias, ni cómo la cogía el rey con las dos manos. Percibí una vaharada de hierbas desconocidas mezclada con el penetrante aroma del vino. El borde de la copa repiqueteó dos veces contra los dientes de Artimañas antes de que éste lograra apresarlo entre los labios. Bebió un largo trago. Tragó y permaneció inmóvil un momento, con los ojos cerrados como si escuchara algo atentamente. Cuando abrió los ojos de nuevo para mirarme, pareció sorprenderse un poco. Tardó un instante en retomar el hilo de la conversación.
—Te concederé un título, y tierras que gobernar. —Levantó la copa y volvió a beber. Se quedó sujetándola, calentándose las manos con ella mientras me observaba—. Te recuerdo que no es asunto baladí el que Mazas te considere buen partido para su hija. Tus orígenes no lo echan para atrás. Celeridad se entregará a ti con su título y sus propiedades. Tu enlace me facilita la oportunidad de recompensarte igualmente. Sólo deseo lo mejor para ti. ¿Tanto te cuesta entenderlo?
La pregunta me dio libertad para hablar. Cogí aliento e intenté apelar a sus sentimientos.
—Mi Rey, sé que me deseáis lo mejor. Soy consciente del honor que me hace el duque Mazas. Lady Celeridad es todo lo que podría esperar un hombre de una mujer. Pero no es la dama de mi elección.
Se ensombreció su expresión.
—Hablas igual que Veraz —dijo, malhumorado—. E igual que tu padre. Es como si los dos hubieran mamado la testarudez de sus madres. —Levantó la copa y la apuró. Se reclinó en su silla y meneó la cabeza—. Bufón. Por favor, más vino. He oído los rumores —prosiguió con esfuerzo cuando el bufón hubo cogido su copa—. Regio viene cargado de ellos y me los suelta como un pinche de cocina. Como si tuvieran alguna importancia. Las gallinas ponen huevos y los perros ladran. Así de importantes son.
Vi que el bufón rellenaba la copa obediente, aunque su reluctancia era evidente en la crispación de cada uno de los músculos de su esbelta figura. Apareció Wallace como por arte de magia. Echó más humo al incensario, avivó un rescoldo diminuto con los labios cuidadosamente fruncidos hasta que prendió el nuevo montoncito y desapareció. Artimañas se inclinó hacia delante para sumergir el rostro en los vapores. Inhaló, tosió débilmente e inspiró más humo. Volvió a apoyar la espalda en su asiento. Un silencioso bufón sostenía la copa de vino en sus manos.
—Regio afirma que te has enamorado de una camarera. Que la acosas día y noche. En fin, todos los hombres son jóvenes una vez en la vida. Como todas las mujeres.
Aceptó su copa y dio otro sorbo.
De pie ante él me mordía el interior de las mejillas, obligándome a mantener la mirada serena. Mis manos traidoras recuperaron los temblores que el cansancio físico había dejado de imprimirles. Contuve los deseos de cruzarme de brazos para contenerlos y dejé las manos inertes a los costados. Me concentré para no estrujar el pequeño pergamino que sujetaba.
El rey Artimañas posó su copa. La dejó en la mesa junto a su brazo y exhaló un hondo suspiro. Dejó que sus manos lasas se abrieran despacio en su regazo y apoyó la cabeza en los cojines de su silla.
—Traspié Hidalgo —dijo.
Esperé plantado frente a él. Vi cómo le pesaban los párpados, hasta que se cerraron. Los entreabrió. Su cabeza oscilaba ligeramente cuando volvió a hablar.
—Me gustaría poder hacer algo por ti —musitó.
Un ronquido escapó de sus labios abiertos un momento después. Seguía de pie ante él, contemplándolo. Contemplando a mi rey.
Cuando aparté por fin la mirada de él, vi lo único que podría haberme sumido en una mayor inquietud. El bufón se había ovillado a los pies de Artimañas, con expresión desconsolada, recogidas las rodillas contra su pecho. Me observaba con ojos furiosos, con los labios convertidos en una fina raya. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos incoloros.
Me escapé.
De vuelta en mi habitación, deambulé frente a la chimenea. Los sentimientos que batallaban en mi interior amenazaban con destrozarme. Me obligué a serenarme, me senté y cogí papel y pluma. Redacté una nota de agradecimiento tan breve como correcta para la hija del duque Mazas, la enrollé con cuidado y la sellé con cera. Me levanté, me alisé la camisa, me atusé el pelo y luego tiré el pergamino a las llamas.
Me senté otra vez frente a mis útiles de escritura. Escribí una carta a Celeridad, la niña tímida que había coqueteado conmigo en la mesa y me había acompañado a los acantilados un día de viento a la espera de un duelo que no llegaría a celebrarse. Le di las gracias por remitirme el pergamino y luego le hablé de mi verano. De cómo había estado remando en el Rurisk, un día sí y el otro también. De cómo mi torpeza con la espada había propiciado que adoptara el hacha como arma. Le hablé de nuestra primera batalla sin escatimar los detalles más cruentos y de lo asqueado que me había sentido después. Le hablé de cómo me había quedado sentado, paralizado sobre mi remo, mientras nos abordaba una Vela Roja. Omití mencionar la nave blanca que había visto. Terminé confiándole que seguía preocupado por los temblores ocasionales, secuela de mi larga convalecencia en las montañas. Repasé lo escrito. Complacido por haberme presentado como un simple remero, zoquete, cobarde e inválido, enrollé la carta y la até con la misma cinta amarilla que había utilizado ella. No la lacré. Me daba igual quién la leyera. En secreto esperaba que el duque Mazas echara un vistazo a esa carta dirigida a su hija y le prohibiera volver a mentar mi nombre.
Cuando volví a llamar a la puerta del rey Artimañas, Wallace me recibió con su acostumbrada hosquedad. Recogió el pergamino de mis manos como si estuviera sucio de algo y me cerró la puerta con fuerza en las narices. Mientras regresaba a mi cuarto pensé en qué tres venenos utilizaría con él si se presentara la ocasión. Era menos complicado que pensar en mi rey.
De nuevo en mi habitación, me tiré en la cama. Deseaba que esa noche fuese seguro visitar a Molly. Luego pensé en mis secretos e incluso esa agradable anticipación se desvaneció. Me levanté de un salto para abrir los postigos de la ventana de par en par a la tormenta, pero aun el clima me dejó en la estacada.
El manto de nubes se había resquebrajado y se filtraban unos acuosos rayos de sol. El banco de negros nubarrones que hervían y se acumulaban sobre el mar prometía que ese respiro no duraría mucho, pero el viento y la lluvia habían cesado por el momento. Se apreciaba incluso un aumento de temperatura en el aire.
Ojos de Noche acudió a mi mente de inmediato.
Está demasiado mojado para salir a cazar. Hasta la última brizna de hierba está empapada. Además, es de día. Sólo los hombres son tan estúpidos como para salir de caza a plena luz del día.
Chucho vago, lo regañé. Sabía que estaba hecho un ovillo en su madriguera, con la nariz reposada en la cola. Percibí la calidez de su estómago saciado.
A lo mejor esta noche, sugirió y volvió a dormirse.
Me aparté de él y cogí mi capa. Mi estado de ánimo contraindicaba pasar el día entre cuatro paredes. Salí del castillo y dirigí mis pasos hacia la ciudad de Torre del Alce. La rabia que me provocaba la decisión que había tomado Artimañas por mí se debatía con la desolación que me causaba el deterioro de sus fuerzas. Caminé con paso vivo, intentando escapar de las manos temblorosas de Artimañas, de su sueño narcotizado. ¡Maldito Wallace! Me había robado a mi rey. Mi rey me había robado mi vida. Me negué a seguir pensando.
A mi paso caían de los árboles gotas de agua y hojas ribeteadas de ocre. Los pájaros trinaban maravillados por el inesperado cese del aguacero. El sol cobraba fuerza y se reflejaba en cada gota de agua, levantando fragantes vapores de la tierra. La belleza del día me conmovió a pesar de mi desasosiego.
Los recientes chubascos habían limpiado la ciudad de Torre del Alce. Me encontré en el mercado, rodeado de una multitud ansiosa. Por todas partes la gente se apresuraba a hacer sus recados y volver luego a sus hogares antes de que la tormenta nos empapara de nuevo. El amigable bullicio y las charlas animadas contrastaban con mi mal humor y paseé taciturno por el mercado hasta que me llamó la atención una brillante capa roja con capucha. Me dio un vuelco el corazón. Molly vestía el azul propio de la servidumbre dentro del castillo, pero cuando bajaba a la ciudad seguía poniéndose su vieja capa de color rojo. Seguro que Paciencia le había encargado algún recado aprovechando que había dejado de llover. La observé sin llamar la atención mientras regateaba obstinadamente el precio de unos paquetes de té especiado procedente de Chalaza. Me enterneció la firmeza de su barbilla cuando negó al mercader con la cabeza. Me asaltó una repentina inspiración.
Tenía monedas en los bolsillos, mi sueldo de remero. Lo empleé en comprar cuatro manzanas dulces, dos bollos de grosella, una botella de vino y un poco de carne pimentada. Adquirí además una bolsa de red para transportarlo todo y una gruesa manta de lana. Roja. Me hizo falta hasta el último ápice de lo que me había enseñado Chade para hacer mis compras y no perder a Molly de vista sin que me descubriera. Más arduo todavía fue seguirla discretamente hasta la tienda del sombrerero, donde compró cinta de seda, y luego caminar tras sus pasos cuando emprendió el camino de vuelta al castillo de Torre del Alce.
Aproveché un recodo del camino guarecido por los árboles para darle alcance. Contuvo la respiración cuando me acerqué a hurtadillas por su espalda para levantarla en volandas sin previo aviso. La posé en el suelo y le di un sonoro beso. No sabría explicar por qué se me antojaba tan diferente besarla en la calle y bajo el sol radiante. Sólo sé que fue como si se esfumaran mis problemas.
Ensayé una honda reverencia ante ella.
—¿Acepta mi dama que la invite a almorzar?
—Ay, no podemos —respondió, pero le brillaban los ojos—. Nos verán.
Miré a nuestro alrededor con ostentación antes de coger su brazo y apartarla de la carretera. No había mucha maleza bajo los árboles. La guié deprisa bajo las ramas que goteaban, por encima de un tronco abatido y junto a un macizo de espinos que se aferraban mojados a nuestras piernas. Cuando llegamos al borde del acantilado que señoreaba sobre el ronco murmullo del océano, descendimos como chiquillos por las chimeneas de roca hasta llegar a una pequeña playa de arena.
Había madera de deriva apilada al azar en aquella cala de la bahía. Una cornisa de piedra natural mantenía casi seco un pequeño tramo de arena y esquisto pero no bloqueaba los rayos de sol, que nos bañaban con una calidez sorprendente. Molly me quitó la comida y la manta y me ordenó recoger leña para encender una fogata. Al final fue ella la que consiguió que ardiera la madera humedecida. La sal hacía que surgieran destellos verdes y azules entre las llamas y el fuego calentaba lo suficiente para permitirnos prescindir de nuestras capas y caperuzas. Era agradable estar sentado a su lado y contemplarla bajo el cielo abierto, con el sol radiante reflejado en sus cabellos y sus mejillas sonrosadas por el viento. Era estupendo reírse en voz alta, mezclar nuestras voces con los gritos de las gaviotas sin temor a despertar a alguien. Bebimos el vino de la botella y comimos con los dedos, y luego nos acercamos a la orilla del agua para desprendernos de la pegajosidad de nuestras manos.
Dedicamos un rato a merodear entre las rocas y la madera de deriva, en busca de tesoros arrastrados por la tormenta hasta la orilla. Me sentía yo mismo de nuevo, más que nunca desde mi vuelta de las montañas, y Molly era la viva imagen del marimacho travieso que recordaba de mi niñez. Se le deshizo la trenza y su cabello voló libre alrededor de su cara. Resbaló cuando la perseguía y se cayó en un charco de agua de mar. Regresamos a la manta, donde se quitó los zapatos y los dejó junto al fuego para que se secaran. Se tumbó en la manta y se estiró cuan larga era.
Quitarle la ropa me parecía de pronto una excelente idea.
Molly no compartía mi entusiasmo.
—Debajo de la manta hay casi tantas piedras como granos de arena. ¡No quiero volver con la espalda llena de moratones!
Me incliné hacia ella para darle un beso.
—¿Es que no valgo la pena? —pregunté persuasivo.
—¿Tú? ¡Claro que no! —Me dio un brusco empujón que me tiró de espaldas. Se encaramó encima de mí—. Pero yo sí.
El brillo salvaje de su mirada cuando clavó sus ojos en mí me cortó la respiración. Cuando hubo terminado de poseerme sin compasión descubrí que estaba en lo cierto acerca de las piedras y también de que valía la pena sufrir las magulladuras. Nunca había visto algo tan espectacular como aquel cielo azul atisbado entre la cascada de su pelo sobre mi rostro.
Más tarde se tendió con más de medio cuerpo encima de mí y nos quedamos adormilados, acariciados por el aire dulce y frío. Se sentó un rato después, tiritando, para volver a vestirse. Vi a regañadientes cómo se anudaba la blusa de nuevo. La oscuridad y la luz de las velas siempre me ocultaban demasiadas cosas. Reparó en mi expresión divertida, me sacó la lengua y se quedó quieta. Se me había soltado la coleta. Me ahuecó el pelo para enmarcarme el rostro con él y me tapó la frente con una banda de su capa roja. Meneó la cabeza.
—Habrías sido una chica bastante feúcha.
Resoplé.
—Pues sí que soy gran cosa como chico.
Pareció ofenderse.
—No estás tan mal. —Pasó un dedo por los músculos de mi pecho, con ademán especulativo—. El otro día, en el pilón, algunas decían que eras lo mejor que había salido de los establos después de Burrich. Creo que es por tu pelo. No es tan basto como el de casi todos los hombres de Gama.
Enredó unos mechones entre sus dedos.
—¡Burrich! —dije con un bufido—. ¡No me digas que tiene éxito con las mujeres!
Enarcó una ceja.
—¿Y por qué no iba a tenerlo? Tiene buenas hechuras, y además es limpio y educado. Tiene buenos dientes, ¡y qué ojos! Su mal genio amedrenta, pero no escasean las que estarían dispuestas a aligerarle el carácter. Las lavanderas decían que si se lo encontraran enredado en sus sábanas no se darían prisa en sacudírselo de encima.
—Pero eso no es probable que ocurra —señalé.
—No —convino pensativa—. También en eso estaban todas de acuerdo. Sólo una dijo habérselo hecho con él una vez y admitió que estaba muy borracho. En un Festival de Primavera, me parece que dijo. —Molly me miró de soslayo y soltó la risa al ver mi expresión de incredulidad—. Dijo —continuó—: «Ha aprendido mucho rodeado de sementales. Las marcas de sus dientes en mi hombro me duraron una semana».
—Imposible —declaré. Tenía las orejas encendidas por Burrich—. Jamás maltrataría a una mujer, por muy borracho que estuviera.
—¡Qué tonto! —Molly sacudió la cabeza mientras sus ágiles dedos reconstruían su trenza—. Nadie a dicho que la maltratara. —Me miró de reojo, remilgada—. Ni que a ella no le gustase.
—Sigo sin creérmelo —declaré.
¿Burrich? ¿Y a la mujer le había gustado?
—¿Tiene una pequeña cicatriz, aquí, con forma de media luna?
Apoyó una mano en mi cadera y me observó desde debajo de sus pestañas.
Abrí la boca, volví a cerrarla.
—No me puedo creer que las mujeres chismorreen sobre cosas así —dije al fin.
—En el pilón no se habla de otra cosa —divulgó tranquilamente Molly.
Me mordí la lengua hasta que se impuso mi curiosidad.
—¿Qué dicen de Manos?
Cuando trabajábamos juntos en los establos, sus historias de faldas siempre me dejaban atónito.
—Que tiene los ojos bonitos, y las pestañas, pero que al resto le hace falta un buen lavado. Varios lavados.
Me reí de buena gana y reservé aquellas palabras para la próxima vez que se jactara en mi presencia.
¿Y de Regio? —la animé.
—Regio. Hum. —Esbozó una sonrisa encandilada y se rió cuando me vio fruncir el ceño—. No hablamos de los príncipes, cariño. Algunas formas hay que guardarlas.
La tumbé a mi lado y la besé. Pegó su cuerpo al mío y yacimos bajo la cúpula del cielo azul. Me embargó la paz que hacía tanto tiempo que me eludía. Sabía que nada podría separarnos jamás, ni los planes del rey ni los caprichos del destino. Me pareció que había llegado el momento adecuado para comentarle mis problemas con Artimañas y Celeridad. Permaneció abrazada a mí, escuchando en silencio mientras le relataba lo ridículo de los planes del rey y lo amargo de la posición tan delicada que me imponían. No se me ocurrió que estaba siendo un idiota hasta que sentí cómo resbalaba por mi cuello una lágrima cálida.
—¿Molly? —pregunté sorprendido. Me senté para mirarla—. ¿Qué te ocurre?
—¿Que qué me ocurre? —Acabó la frase alzando la voz. Inspiró aire con un estremecimiento—. Te tumbas a mi lado y cuentas que estás prometido con otra, ¿y me preguntas que qué me ocurre?
—Yo sólo estoy prometido contigo —dije con firmeza.
—No es tan fácil, Traspié Hidalgo. —Tenía los ojos muy abiertos y serios—. ¿Qué piensas hacer cuando el rey te diga que tienes que cortejarla?
—¿Dejar de bañarme? —contesté.
Esperaba que se riera. En cambio se apartó de mí. Me dirigió una mirada cargada de pesar.
—No tenemos ninguna posibilidad. Ninguna esperanza.
Como si se propusiera respaldar sus palabras, el cielo se ensombreció de pronto sobre nosotros y arreció el viento. Molly se incorporó de un salto, cogió su capa y le sacudió la arena.
—Me voy a calar de agua. Hace horas que debería haber vuelto al castillo.
Habló de forma lacónica, como si ésas fueran sus dos únicas preocupaciones.
—Molly, me tendrían que matar para apartarme de ti —dije enfadado.
Recogió sus compras.
—Traspié, pareces un crío —dijo en voz baja—. Un crío bobo y obstinado.
Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer como guijarros. Perforaban hoyuelos en la arena y formaban cortinas de agua. Sus palabras me habían dejado mudo. No se me ocurría nada peor que pudiera decirme.
Recogí la manta roja y sacudí la arena de ella. Molly se embozó en su capa para guarecerse del viento.
—Será mejor que no volvamos juntos —observó.
Se me acercó y se puso de puntillas para darme un beso en el mentón. No sabía con quién estaba más enfadado, con Artimañas por haber organizado aquel estropicio o con Molly por tomárselo tan a pecho. No le devolví el beso. No dijo nada y se alejó deprisa para trepar ágilmente por la chimenea de piedra y perderse de vista.
La tarde había perdido todo su encanto. Lo que había sido tan perfecto como una concha resplandeciente yacía ahora hecho añicos a mis pies. Volví a casa desconsolado en medio de los fuertes vientos y la densa lluvia. No había vuelto a recogerme el pelo y me azotaba la cara con mechones lacios. La manta mojada apestaba como sólo puede apestar la lana, y me teñía las manos de tinte rojo. Subí a mí habitación y me sequé, antes de entretenerme preparando con minuciosidad el veneno perfecto para Wallace. Se le saldrían las entrañas del cuerpo antes de morir. Cuando hube desmenuzado el polvo y lo hube guardado en un pliegue de papel, lo dejé encima de la mesa y lo observé. Por un momento sopesé la posibilidad de ingerirlo yo. En vez de eso cogí aguja e hilo e ingenié un bolsillo en el interior de mi manga para transportarlo. Me pregunté si llegaría a usarlo algún día. La duda me hizo sentir más cobarde que nunca.
No bajé a cenar. No subí a ver a Molly. Abrí los postigos de la ventana y dejé que la lluvia entrara en mi cuarto. Dejé que se apagara el fuego de la chimenea y me negué a encender ninguna vela. Me parecía el momento adecuado para gestos así. Cuando Chade abrió la entrada de su pasadizo, lo ignoré. Me quedé sentado al pie de mi cama, contemplando fijamente la lluvia.
Al cabo de un rato oí unos pasos que bajaban vacilantes la escalera. Chade apareció en mi habitación en penumbra como un espectro. Me lanzó una mirada asesina antes de acercarse a la ventana y cerrar los postigos de golpe. Mientras echaba el pestillo me preguntó enfadado:
—¿Te imaginas la corriente que sube a mis aposentos? —Como no repliqué levantó la cabeza y olfateó el aire como si fuese un lobo—. ¿Has estado manipulando hoja acerina aquí dentro? —preguntó de repente. Se plantó delante de mí—. Traspié, no habrás hecho ninguna tontería, ¿verdad?
—¿Tonterías? ¿Yo?
Me reí entrecortadamente.
Chade se agachó para mirarme a la cara.
—Sube a mi cámara —dijo, casi con amabilidad.
Me cogió del brazo y me dejé conducir.
La habitación acogedora, el fuego encendido, la fruta de otoño en un cuenco; todo aquello contrastaba con mis sentimientos de tal manera que me dieron ganas de romper algo. Me contuve y pregunté a Chade:
—¿Hay algo peor que enojarte con las personas que quieres?
Tardó en responder.
—Ver morir a alguien que quieres. Y estar enfadado, pero sin saber con quién. Creo que eso es peor.
Me desplomé en una silla y estiré las piernas.
—Artimañas ha adquirido los vicios de Regio. Humo. Meruéndano. Sabrá El qué más hay en su vino. Esta mañana, sin sus drogas, empezó a temblar y luego las bebió mezcladas con el vino, inhaló un incensario de humo y se quedó dormido delante de mí. Después de decirme, otra vez, que tengo que cortejar a Celeridad y casarme con ella, por mi propio bien.
Las palabras escapaban de mi garganta. No me cabía ninguna duda de que Chade ya estaba al corriente de todo lo que le contaba.
Clavé mis ojos en él.
—Quiero a Molly —le dije, tajante—. Ya le he explicado a Artimañas que estoy enamorado de otra persona, pero se empeña en emparejarme con Celeridad. Le extraña que no me dé cuenta de que lo hace por mi bien. ¿Cómo le cuesta tanto a él comprender que quiero casarme por amor?
Chade parecía pensativo.
—¿Has hablado de esto con Veraz?
—¿De qué serviría? Si ni siquiera pudo evitar casarse él mismo con una mujer a la que no deseaba.
Me sentí desleal a Kettricken por decir aquello, pero sabía que era verdad.
—¿Te apetece un vaso de vino? —me ofreció Chade—. Seguro que te calmará.
—No.
Arqueó las cejas.
—No. Gracias. Después de ver cómo se «calmaba» Artimañas con vino esta mañana… —Dejé mi protesta inconclusa—. ¿Es que él nunca ha sido joven?
—Fue muy joven, hace tiempo. —Chade se permitió esbozar una sonrisita—. Quizá recuerde que Constancia fue la mujer que eligieron sus padres para él. No la cortejó por voluntad propia ni se casó con ella con ilusión. Constancia tuvo que morirse para que él comprendiese cuánto la amaba. Deseo, en cambio, fue la mujer que escogió presa de la pasión que se había adueñado de él. —Hizo una pausa—. No quiero hablar mal de los difuntos.
—Esto es distinto —dije.
—¿Por qué?
—Porque yo no soy el rey. Con quién me case es algo que sólo me atañe a mí.
—Ojalá fuera así de simple —musitó Chade—. ¿Crees que puedes rechazar el cortejo de Celeridad sin ofender a Mazas? ¿En estos momentos, cuando los Seis Ducados necesitan hasta el último ápice de unidad?
—Estoy convencido de que puedo hacer que ella decida que no me quiere.
—¿Cómo? ¿Comportándote como un botarate? ¿Dejando en ridículo a Artimañas?
Me sentía enjaulado. Intentaba pensar en alguna solución pero sólo encontraba una salida.
—No voy a casarme con nadie que no sea Molly. —Decir aquello en voz alta hizo que me sintiera mejor. Miré a Chade a los ojos.
Meneó la cabeza.
—En ese caso no te casarás con nadie —señaló.
—Puede que no —admití—. Puede que nunca formemos un matrimonio de nombre, pero tendremos una vida juntos…
—E hijitos bastardos.
Me puse de pie con un estremecimiento, cerrando los puños sin proponérmelo.
—No digas eso —advertí a Chade.
Le di la espalda y clavé la mirada en la chimenea.
—Si no lo digo yo lo dirán otros. —Suspiró—. Traspié, Traspié, Traspié. —Se acercó a mí y me colocó las manos en los hombros. Con mucha delicadeza, dijo—: Sería mejor que te olvidaras de ella.
Su contacto y su bondad habían disipado mi ira. Levanté las manos para taparme el rostro.
—No puedo —dije entre mis dedos—. La necesito.
—¿Qué necesita Molly?
Una pequeña velería con colmenas en el patio trasero. Hijos. Un marido legítimo.
—Haces esto por Artimañas. Para que acate sus deseos —acusé a Chade.
Apartó las manos de mis hombros. Escuché cómo se retiraba, cómo vertía vino en una sola copa. Acercó el vino hasta una silla y se sentó delante del fuego.
—Perdona.
Me miró.
—Algún día, Traspié —me advirtió—, esa palabra no será suficiente. A veces resulta más fácil desclavar un cuchillo de un hombre que pedirle que perdone tus palabras. Aunque esas palabras hayan nacida de la rabia.
—Lo siento.
—También yo.
Transcurrido un momento pregunté con humildad:
—¿Por qué querías verme esta noche?
Suspiró.
—Forjados. Al suroeste de Torre del Alce.
Me sentí mareado.
—Pensaba que ya no tendría que volver a hacer eso —dije despacio—. Cuando Veraz me puso a bordo de su barco para que habilitara para él, dijo que a lo mejor…
—La orden no proviene de Veraz. Informaron a Artimañas y es él quien desea eliminar la amenaza. Veraz ya tiene demasiadas… responsabilidades. No queremos distraerlo en estos momentos.
Apoyé la cabeza en las manos.
—¿No hay nadie más que pueda ocuparse de esto? —le supliqué.
—Sólo tú y yo estamos entrenados para esto.
—No me refería a ti —dije con tiento—. No espero que vuelvas a hacer esa clase de trabajos.
—Conque no, ¿eh? —Lo miré para descubrir el enfado de nuevo en sus ojos—. ¡Cachorro arrogante! ¿Quién crees que los ha mantenido lejos de Torre del Alce durante todo el verano mientras tú navegabas en el Rurisk? ¿Pensabas que, como deseabas eludir una tarea, desaparecía la necesidad de ésta?
En ese instante me sentí más avergonzado que nunca en mi vida. Aparté la cara de su ira.
—Oh, Chade. Lo siento.
—¿Qué sientes? ¿Haberte librado del trabajo? ¿O creerme incapaz de seguir realizándolo?
—Las dos cosas. Todo. —De repente estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa—. Por favor, Chade, si se enfada conmigo otra persona que aprecio no creo que pueda soportarlo.
Levanté la cabeza y lo miré fijamente hasta que se encontraron nuestros ojos.
Se rascó la barba.
—Ha sido un verano muy largo para los dos. Recemos a El para que las tormentas alejen para siempre a los Corsarios de la Vela Roja.
Permanecimos un momento sentados en silencio.
—A veces —observó Chade— sería mucho más fácil morir por un Rey que entregarle la vida.
Asentí con la cabeza. Pasamos el resto de la noche preparando los venenos que iban a hacerme falta para empezar a matar de nuevo por mi soberano.