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Los Barcos de Veraz

Los buques de guerra de los Seis Ducados se hicieron a la mar durante el tercer verano de la Guerra de las Velas Rojas. Aunque eran cuatro nada más, representaban un importante cambio en la estrategia defensiva de nuestro reino. Nuestros enfrentamientos con los corsarios aquella primavera pronto nos enseñaron que habíamos olvidado mucho de nuestro pasado guerrero. Los corsarios tenían razón; nos habíamos convertido en una raza de campesinos. Pero éramos unos campesinos resueltos a plantar cara y pelear. No tardamos en descubrir que los corsarios eran un adversario salvaje y lleno de recursos. Hasta tal punto era cierto esto que ninguno de ellos se rindió nunca ni fue apresado con vida. Quizás eso debiera habernos facilitado la primera pista sobre la naturaleza de la forja y el enemigo al que nos enfrentábamos de verdad, pero por aquel entonces el indicio era demasiado sutil y estábamos demasiado ocupados intentando sobrevivir como para prestarle atención.

El resto de aquel invierno pasó tan deprisa como despacio había transcurrido la primera mitad. Las distintas partes de mi vida se convirtieron en cuentas aisladas, y yo en el hilo que las atravesaba todas. Creo que si en algún momento me hubiera parado a considerar la complejidad de todo lo que debía hacer para mantener separadas esas partes, me habría parecido imposible. Pero por aquel entonces era joven, mucho más joven de lo que imaginaba, y de alguna parte saqué las fuerzas y el tiempo para hacerlo y serlo todo.

Mis días comenzaban antes del amanecer, con mis clases con Veraz. Al menos dos veces a la semana se incluían Burrich y sus hachas, pero la mayor parte del tiempo éramos sólo Veraz y yo. Mi Rey a la Espera trabajaba en mi sentido de la Habilidad, pero no como lo había hecho Galeno. Tenía tareas específicas en mente para mí y me adiestraba para desempeñarlas. Aprendí a ver con sus ojos y a cederle el uso de los míos. Practicaba el ser consciente de la sutileza con que podía dirigir mi atención, y el mantener un comentario mental constante que lo mantuviera informado de todo lo que ocurría a nuestro alrededor. A tal fin yo abandonaba la torre y transportaba su presencia conmigo, como si fuese un halcón posado en mi muñeca, mientras me ocupaba del resto de mis quehaceres diarios. Al principio sólo podía sostener el lazo de la Habilidad unas pocas horas al día, pero con el paso del tiempo conseguí compartir mi mente con él durante días seguidos. El lazo seguía debilitándose con el tiempo, no obstante. No era una verdadera habilitación a Veraz por mi parte, sino un vínculo impuesto por el contacto que debía renovarse. Aun así, ser capaz aunque únicamente fuera de eso me seguía proporcionando una sensación de logro.

Dediqué una generosa cantidad de tiempo a visitar el Jardín de la reina para cambiar de sitio y luego recolocar de nuevo los bancos, las estatuas y los maceteros, hasta que Kettricken se dio por satisfecha finalmente con los arreglos. Durante esas horas me aseguraba siempre de que Veraz estuviera conmigo. Supuse que le vendría bien ver a su reina como la veían los demás, sobre todo cuando estaba entregada al entusiasmo que le inspiraba su jardín cubierto de nieve. Radiante, con las mejillas rosadas y el cabello de oro alborotado por el viento, llena de vida: así se la mostraba. Él la oía hablar a menudo y sin tapujos del placer que esperaba que ese jardín le proporcionara. ¿Estaría traicionando de esa forma la confianza que depositaba en mí Kettricken? Aparté firmemente esas dudas de mi cabeza. Lo llevaba conmigo cuando visitaba a Paciencia y a Cordonia.

Asimismo intentaba que Veraz se mezclara más con el pueblo. Desde que comenzara sus pesados ejercicios con la Habilidad, rara vez se lo veía entre sus súbditos como tanto le gustaba hacer antes. Lo llevaba a la cocina, a la sala de guardias, al establo y a las tabernas de la ciudad de Torre del Alce. Por su parte, me dirigía a los astilleros, donde contemplaba los ajustes finales de sus barcos. Después visitaría frecuentemente el muelle donde estaban amarradas las embarcaciones para conversar con los tripulantes mientras éstos se familiarizaban con sus veleros. Gracias a mí supo del malestar de los que consideraban una traición el que se hubiera permitido a algunos refugiados marginados alistarse en nuestros buques de guerra. Saltaba a la vista que esos hombres eran expertos en el manejo de los veloces veleros piratas y que su experiencia aumentaría la eficacia de nuestras naves. También saltaba a la vista que muchos marineros nativos de los Seis Ducados se sentían resentidos y desconfiaban del puñado de inmigrantes que había en su seno. No sabía si Veraz había tomado la decisión acertada empleándolos. Sin embargo, no dije nada de mis propias dudas y me limité a mostrarle el descontento de los hombres.

También estaba conmigo cuando me presentaba ante Artimañas. Aprendí a restringir mis visitas a la última hora de la mañana o la primera de la tarde. Wallace casi nunca me admitía sin oposición y parecía que siempre tuviera que haber alguien más en la habitación, criadas que no me sonaban, un trabajador reparando alguna puerta sin ninguna prisa, cuando llegaba yo. Aguardaba con impaciencia una oportunidad para hablar con él en privado acerca de mis planes de matrimonio. El bufón siempre estaba presente y mantenía su palabra de no mostrarme amistad delante de nadie. Sus burlas eran mordaces e hirientes, y aunque yo creía conocer su propósito, todavía lograba ruborizarme o irritarme. Lo único que me producía alguna satisfacción eran los cambios operados en la estancia. Alguien se había quejado a la señora Premura del estado de los aposentos del rey.

En pleno Festival de Invierno, se congregaba tal tropa de sirvientas y criados en la habitación que llevaban las festividades al rey. La señora Premura, con los puños en las caderas, se plantaba en el centro del cuarto y lo supervisaba todo al tiempo que recriminaba a Wallace el haber permitido que el desorden llegara hasta ese punto. Era evidente que le había asegurado que estaba ocupándose personalmente de que siguieran realizándose las labores de limpieza y lavandería en un intento por evitar que se interrumpiera el reposo del rey. Allí pasé una tarde sumamente agradable, pues la actividad despertó a Artimañas y no tardó en parecer que volvía a ser el de antes. Mandó callar a la señora Premura cuando ésta amonestó al servicio por su negligencia, y cogió el relevo para azuzar a los criados personalmente mientras fregaban los suelos, reponían las esteras de paja y barnizaban los muebles a conciencia con aceites perfumados. La señora Premura dejó una auténtica montaña de colchas encima del rey mientras ordenaba que se abrieran las ventanas y se oreara el dormitorio. También ella arrugó la nariz al ver la ceniza y los incensarios. Me apresuré a sugerir que sería Wallace el más capacitado para limpiarlos, dado que estaría más familiarizado con las cualidades de las hierbas que allí se quemaban. Era un hombre mucho más dócil y tratable cuando regresó con los recipientes. Me pregunté si sabría él mismo siquiera que efecto surtían sus humos en Artimañas. Pero si esos humos no eran obra suya, ¿entonces de quién? El bufón y yo cruzamos más de una mirada significativa.

No sólo se restregó la cámara de arriba abajo sino que se iluminó a su vez, con velas festivas y coronas de flores, con hojas perennes y ramas desnudas doradas cargadas de frutos secos pintados. Eso le volvió el color a las mejillas del rey. Sentí la muda aprobación de Veraz. Cuando el rey bajó aquella noche de sus aposentos privados para reunirse con nosotros en el Gran Salón, y llegó incluso a solicitar la presencia de sus músicos y cantantes favoritos, lo consideré una victoria personal.

Algunos momentos seguían siendo exclusivamente míos, naturalmente, y no sólo mis noches con Molly. Siempre que podía me escapaba del castillo para correr y cazar con mi lobo. Unidas como estaban nuestras mentes, nunca me aislaba por completo de él, pero una simple ligazón mental no me procuraba la honda satisfacción de compartir una cacería. Es difícil expresar la plenitud de dos seres que actúan como uno solo, con un único propósito. Esas ocasiones culminaban realmente nuestro vínculo. Pero aunque pasara días sin verlo físicamente, él seguía a mi lado. Su presencia era como un perfume en el que uno repara la primera vez que lo huele, aunque luego se convierta simplemente en parte del aire que respira. Sabía que estaba allí de muchas maneras. Mi olfato parecía agudizarse y lo atribuía a su pericia para interpretar lo que me acercaba el aire. Cobraba una mayor conciencia de quienes me rodeaban, como si él me estuviera guardando las espaldas, llamándome la atención sobre pequeñas pistas sensoriales que de lo contrario habría pasado por alto. La comida tenía más sabor, los olores eran más tangibles. Procuraba no extender esta lógica al apetito que sentía por la compañía de Molly. Sabía que él estaba allí pero, como había prometido, no hacía nada que me llamara la atención sobre él en esas ocasiones.

Transcurrido un mes del Festival de Invierno, me encontré inmerso en una nueva misión. Veraz me había dicho que deseaba verme a bordo de un barco. Un día fui llamado a la cubierta del Rurisk y se me asignó un puesto a los remos. El capitán del velero no disimuló su sorpresa al ver que le habían enviado un palillo enclenque cuando él había pedido un tronco robusto. No podía llevarle la contraria. Los hombres que me rodeaban eran en su mayoría tipos fornidos y curtidos en las artes del mar. La única posibilidad que tenía de demostrar mi valía pasaba por entregarme a mis faenas con cada ápice de energía que lograra reunir. Al menos tenía la satisfacción de saber que no estaba solo en mi inexperiencia. Aunque los demás hombres a bordo de la nave habían servido en uno u otro velero, todos salvo los marginados eran ajenos a ese nuevo estilo de barco.

Veraz había tenido que recurrir a los más ancianos de nuestros armadores para encontrar a alguien que supiera construir un buque de guerra. El Rurisk era el mayor de los cuatro veleros botados durante el Festival de Invierno. Las líneas del barco eran esbeltas y sinuosas y su poco calado le permitía deslizarse sobre el mar en calma como un insecto en una charca, o surcar cualquier marejada con la destreza de una gaviota. En dos de las naves, las tablas encajaban lado con lado en el armazón, pero el Rurisk y su hermana pequeña, la Constancia, eran barcos de tingladillo y sus planchas se superponían. El Rurisk había sido diseñado por Matafión y el tablaje estaba bien encajado, pero aún estaba por comprobar si resistía las embestidas de la mar embravecida. Sólo había hecho falta un mínimo de calafateado con cuerda embreada, tal era la pericia vertida en aquella nave. Su mástil de madera de pino sujetaba una vela de lino trenzado y reforzado con cuerda. El alce de Veraz adornaba el velamen del Rurisk.

Los barcos nuevos olían a virutas de madera y cuerda embreada. Sus cubiertas permanecían casi intactas y los remos se veían limpios de principio a fin. El Rurisk no tardaría en adquirir su propia personalidad; pasadores para que resultara más cómodo agarrar los remos, ayustes en los cabos, las mellas y hendeduras propias de una embarcación bien bregada. Pero por el momento el Rurisk estaba tan verde como su tripulación. Cuando echamos el barco a la mar fue como si un jinete inexperto montara un potro sin domar. Se alabeó, se encabritó y se alzó sobre las olas hasta que, cuando todos hubimos encontrado la cadencia adecuada, se estabilizó y cortó las aguas como un cuchillo engrasado.

Era voluntad de Veraz que me aplicara a mis nuevas tareas. Recibí un catre en el taller junto al resto de mis compañeros de tripulación. Aprendí a no ser un estorbo y a cumplir cualquier orden con entusiasmo. El patrón era oriundo de los Seis Ducados de los pies a la cabeza, pero el oficial de cubierta era un marginado y fue él quien nos enseñó de verdad a gobernar el Rurisk y a conocer las auténticas posibilidades de la nave. Había otros dos inmigrantes marginados a bordo, y cuando no estábamos aprendiendo a navegar, o realizando labores de mantenimiento, o durmiendo, se congregaban y conversaban en voz baja entre ellos. Me extrañaba que no se dieran cuenta de los comentarios que suscitaba su conducta entre los ciudadanos de los Seis Ducados. Mi catre caía cerca del suyo y a menudo, mientras intentaba conciliar el sueño, percibía que Veraz me instaba a prestar atención a las palabras musitadas en un idioma desconocido para mí. Así lo hacía, sabedor de que él comprendía aquellos sonidos mejor que yo. Transcurrido algún tiempo llegué a darme cuenta de que no era tan diferente de la lengua de los Ducados y de que podía entender frases sueltas por mí mismo. No descubrí trazas de traición ni amotinamiento en sus conversaciones. Sólo palabras tristes dedicadas a los seres queridos que habían perdido, forjados por sus propios compatriotas, y promesas amargas de venganza contra los suyos. No eran tan distintos de los hombres y mujeres de los Seis Ducados que componían la tripulación. Casi todo el mundo a bordo había perdido a alguien por culpa de la Forja. Sintiéndome culpable, me preguntaba cuántas de aquellas almas descarriadas habría enviado al olvido de la muerte con mis propias manos. Eso interponía una pequeña barrera entre mis compañeros de tripulación y yo.

A despecho de la furia de las tormentas invernales, hacíamos los barcos a la mar casi a diario. Librábamos combates simulados entre nosotros, practicando las técnicas de sujeción o de embestida contra otro barco, y también ensayábamos el salto para abordar el otro velero y no acabar en el agua entre ellos. Nuestro capitán se desvivía explicándonos todas las ventajas que teníamos a nuestro alcance. El enemigo al que íbamos a enfrentarnos estaría lejos de su hogar y cansado tras las semanas de navegación. Habrían vivido a bordo de sus naves, hacinados y castigados por el tiempo, mientras que nosotros comeríamos y dormiríamos bien a diario. Los rigores de su viaje exigirían que hasta el último remero fuese también un corsario, mientras que nosotros podríamos transportar combatientes adicionales que emplearían sus arcos y abordarían el otro barco sin que tuviéramos que desguarnecer nuestros remos. Más de una vez vi que aquellas palabras hacían que el oficial de cubierta meneara la cabeza. En privado, confiaba a sus camaradas que los rigores del viaje eran lo que prestaba ferocidad y resistencia a una tripulación. ¿Cómo esperaban superar unos granjeros fofos y ahítos de comida a los Corsarios de la Vela Roja, curtidos por el mar?

Tenía un día libre de cada diez y aprovechaba para regresar al castillo. Recuperaba pocas energías durante mis permisos. Informaba al rey Artimañas, detallando mis experiencias a bordo del Rurisk y disfrutando del interés que brillaba en sus ojos en tales ocasiones. Parecía encontrarse mejor, pero seguía sin ser el rey robusto que recordaba de mi juventud. Paciencia y Cordonia exigían mi visita a su vez, y también atendía rigurosamente a Kettricken. Un par de horas para Ojos de Noche, una escapada clandestina a los aposentos de Molly y luego los pretextos para correr de vuelta a mi habitación y pasar allí el resto de la noche, por si Chade requería mi presencia. Al alba, un breve informe a Veraz que, con un toque, renovaba nuestro vínculo de Habilidad. A menudo me sentía aliviado al regresar a los barracones de la tripulación para dormir toda una noche de un tirón.

Por fin, cuando el invierno tocaba a su término, quiso el azar que un buen día pudiera departir a solas con Artimañas. Había acudido a sus aposentos durante uno de mis permisos para informarle de los progresos de nuestra formación. Artimañas gozaba de mejor salud de lo habitual y estaba sentado en su silla junto a la chimenea. Wallace estaba ausente ese día. En su lugar había una joven que en principio se dedicaba a limpiar la cámara, aunque lo más seguro era que fuese una espía de Regio. También el bufón estaba allí, sentado como de costumbre a los pies del monarca, pasándoselo en grande incordiando a la muchacha. Me había criado con el bufón y siempre había aceptado su piel blanca y sus ojos incoloros como una parte natural de él. Era evidente que la doncella no opinaba lo mismo. Empezó, hay que reconocerlo, a mirar de reojo al bufón cuando pensaba que éste estaba distraído, pero en cuanto él se percataba le devolvía la mirada, cada vez con más lascivia. El nerviosismo de la joven fue en aumento y, cuando al fin se vio obligada a pasar por nuestro lado con su cubo y el bufón coló a Ratita bajo sus faldas para echar un vistazo, ella dio un respingo y soltó un grito, derramando el agua sucia sobre el suelo que acababa de fregar. Artimañas regañó al bufón, que se reía con tanta extravagancia como pocos remordimientos, y envió a la mujer a cambiarse la ropa que se había empapado con el accidente. Aproveché la ocasión sin pensármelo dos veces.

La criada apenas si había salido de la habitación cuando empecé a hablar.

—Alteza, hace tiempo que quería consultaros sobre un particular.

Algo en mi voz debió de alertar al bufón y al rey, pues me gané de inmediato su total atención. Fulminé con la mirada al bufón, que sabía sin lugar a dudas que yo quería que se retirara, pero en cambio se arrimó todavía más y llegó a apoyar la cabeza en la rodilla de Artimañas mientras me dedicaba una sonrisilla irritante. Me negué a permitir que me enervara y miré al rey con expresión implorante.

—Puedes hablar, Traspié Hidalgo —dijo con seriedad.

Cogí aliento.

—Mi señor, quería pediros permiso para contraer matrimonio.

La sorpresa desorbitó los ojos del bufón, pero mi rey sonrió con la misma indulgencia que podría prodigar a un chiquillo encaprichado de una confitura.

—Vaya. Por fin, ya iba siendo hora. Aunque pensarás cortejarla primero, espero.

El corazón se me había desbocado en el pecho. Mi rey parecía al corriente de todo. Pero complacido, muy complacido, pensé.

—Con vuestro permiso, me temo que ya he comenzado a cortejarla. Mas habéis de saber que no pretendía hacerlo con presuntuosidad. Es que… surgió.

Se rió de buen humor.

—Sí. A veces esas cosas pasan. Aunque, como no habías dicho nada todavía, empezaba a preguntarme cuáles eran tus intenciones y si no se habría engañado la muchacha.

Tenía la boca seca. Me costaba respirar. ¿Cuánto sabía? Sonrió al percibir mi terror.

—No tengo nada que objetar. Si te soy sincero, me complace enormemente tu elección…

La sonrisa que me iluminó el rostro encontró su gemela idéntica en el semblante del bufón. Exhalé una bocanada trémula, hasta que Artimañas continuó:

—Aunque su padre tiene algunos reparos. Me ha dicho que le gustaría posponer esto, al menos hasta que se hayan prometido las hermanas mayores de la joven.

—¿Qué?

Apenas si conseguí musitar la palabra. Era un remolino de confusión. Artimañas me dedicó una sonrisa benevolente.

—Tu señorita, según parece, hace honor a su nombre. Celeridad solicitó permiso a su padre para cortejarte el mismo día que partiste de vuelta a Torre del Alce. Creo que conquistaste su corazón al hablar a Virago con tanto aplomo. Pero Mazas se lo negó, por el motivo que te he explicado. Tengo entendido que la damita le montó un buen escándalo a su padre, pero Mazas es un hombre de convicciones firmes. Sin embargo, accedió a comunicarnos la noticia para que no nos sintiéramos agraviados. Es su deseo que sepamos que no se opone a la relación en sí, sólo a que ella se case antes que sus hermanas. Me parece bien. ¿Qué tiene, catorce años?

Me había quedado mudo.

—No pongas esa cara, chaval. Sois jóvenes y tendréis tiempo de sobra. Aunque Mazas haya decidido que el cortejo oficial no puede empezar todavía, estoy seguro de que no impedirá que os veáis.

El rey Artimañas me contemplaba con los ojos cargados de tolerancia y bondad, mientras los del bufón volaban de uno a otro como flechas. Me resultaba imposible interpretar la expresión de su rostro.

Hacía meses que no padecía los temblores que me asaltaron entonces. No podía permitir que aquello continuara, que la situación se complicara todavía más. Conseguí deshacer el nudo que tenía en la garganta y articular las palabras que se habían atravesado en ella.

—Majestad, ésa no es la dama en la que yo estaba pensando.

Se hizo el silencio. Miré a mi rey a los ojos y vi el cambio que se operó en ellos. De no haber estado tan desesperado, sé que habría vuelto el rostro ante su expresión de desagrado. En cambio lo observé suplicante, esperando que lo comprendiera. Cuando no dijo nada, lo intenté yo.

—Majestad, la mujer de la que os hablo es en estos momentos una criada del castillo, aunque no sea una sirvienta por derecho propio. Se trata de…

—Cállate.

No me habría dolido más si me hubiera abofeteado. Enmudecí.

Artimañas me miró de arriba abajo, muy despacio. Cuando habló, fue con la fuerza de toda su majestad. Creí sentir incluso el peso de la Habilidad en su voz.

—Ten por seguro lo que te digo, Traspié Hidalgo. Mazas es mi amigo, además de mi duque. Ni él ni su hija sufrirán ofensa o afrenta alguna por tu parte. En estos momentos no vas a cortejar a nadie. A nadie. Te sugiero que medites atentamente todo lo que te ofrece Mazas al considerarte un partido adecuado para Celeridad. No tiene en cuenta tu nacimiento. De pocos podrías esperar eso. Celeridad dispondrá de tierras y un título propio. Igual que tú, por mi parte, si eres lo bastante inteligente para aprovechar esta oportunidad y honrar a esa dama. Terminarás comprendiendo que es la elección más acertada. Ya te avisaré cuando puedas empezar a cortejarla.

Reuní todo el coraje que me quedaba.

—Majestad, por favor, me…

—¡Silencio, Hidalgo! Ya has oído lo que tengo que decir al respecto. ¡No se hable más!

Un rato después me despidió y regresé temblando a mis aposentos. No sé si era la furia o el desconsuelo la fuerza que alimentaba mis temblores. Volví a pensar en el modo en que me había llamado por el nombre de mi padre. Quizá, me dije despechado, era porque en el fondo sabía que yo haría lo mismo que había hecho mi padre. Me casaría por amor. Aunque tuviera que esperar hasta que el rey Artimañas estuviera en su tumba, pensé enardecido, pues Veraz cumpliría la promesa que me había hecho. Llegué a mi habitación. Llorar hubiera sido un alivio. Ni siquiera pude encontrar las lágrimas. Me quedé tumbado en la cama, con los ojos clavados en el techo. Me resultaba inimaginable explicarle a Molly lo que acababa de transpirar entre el rey y yo. Me propuse encontrar una forma de decírselo. Pero no enseguida. Llegaría el momento, me aseguré, un momento en el que podría explicárselo y ella lo entendería. Aguardaría ese momento. Hasta entonces no pensaría más en ello. Ni volvería a visitar a mi rey a menos que éste solicitase mi presencia, resolví con frialdad.

Mientras se acercaba la primavera, Veraz colocaba sus barcos y a sus hombres con la misma meticulosidad que si fueran fichas sobre un tablero. Las torres de vigilancia de la costa siempre estaban guarnecidas y sus señales de fuego estaban siempre listas para recibir una antorcha. El propósito de esas señales era alertar a la población del avistamiento de las Velas Rojas. Cogió a los miembros restantes de la camarilla de la Habilidad que había creado Galeno y los distribuyó entre las torres y los barcos. Serena, mi némesis y el corazón de la camarilla de Galeno, se quedó en Torre del Alce. En privado me preguntaba por qué la empleaba Veraz allí, como eje de la camarilla, en vez de hacer que cada uno de los miembros habilitara individualmente para él. Con Galeno muerto y Augusto obligado a abandonar la camarilla, Serena había ocupado el lugar de Galeno y parecía considerarse a sí misma Maestra de la Habilidad. En cierto modo, casi se convirtió en su antiguo mentor. No sólo porque se paseara por Torre del Alce en austero silencio y luciera siempre una mueca de desaprobación, sino porque parecía haber adquirido además la irascibilidad y la hosquedad de Galeno. Los criados ya se referían a ella con el mismo temor y desagrado que antes reservaban para Galeno. Al parecer, se había instalado en los antiguos aposentos de Galeno. La evitaba asiduamente los días que estaba en casa. Me habría sentido más aliviado si Veraz la hubiera enviado a cualquier otro sitio, pero yo no era quién para cuestionar las decisiones de mi Rey a la Espera.

Justin, un joven alto y desgarbado que me sacaba dos años de edad, fue asignado al Rurisk como miembro de la camarilla. Me había despreciado desde que estudiábamos juntos la Habilidad y yo fracasé tan estrepitosamente. Me mortificaba a la menor ocasión. Yo me mordía la lengua y hacía todo lo posible por no toparme con él, tarea harto complicada en los confines de un velero. No era una situación agradable.

Tras debatirlo consigo mismo y conmigo, Veraz destacó a Carrod a bordo de la Constancia, a Burl en la Torre de Bahía Pulcritud y a Will más al norte, en la Torre Roja de Osorno, que disfrutaba de una vista espléndida del mar además de las tierras del interior. Cuando distribuyó sus fichas sobre sus mapas, se puso de manifiesto la patética precariedad de nuestras defensas.

—Me recuerda al cuento del pordiosero que sólo tenía un sombrero para cubrir su desnudez —dije a Veraz.

Sonrió sin humor.

—Ojalá yo pudiera mover mis barcos tan deprisa como él su sombrero —contestó con acritud.

Dos de los barcos de Veraz entraron en funcionamiento como patrulleros itinerantes. Mantuvo en la reserva a los otros dos, uno fondeado en Torre del Alce, el Rurisk, mientras el Rebeco permanecía anclado en la Cala del Sur. Era una flota desoladoramente pequeña para proteger la asediada costa de los Seis Ducados. Se estaba construyendo un segundo contingente de naves, pero no se esperaba que las obras concluyeran a corto plazo. La mejor madera de la estación se había empleado en los primeros cuatro veleros, y los armadores de Veraz le advertían que sería mucho más prudente esperar que utilizar madera todavía verde. Pese a la contrariedad que eso le suponía, hizo caso de sus consejos.

El inicio de la primavera nos encontró enfrascados en ejercicios de maniobras. Los miembros de la camarilla, me contó Veraz en privado, funcionaban tan bien como palomas mensajeras a la hora de transmitirle noticias sencillas. Su situación conmigo era un poco más frustrante. Por motivos que sólo él conocía, había decidido no desvelar a nadie que me estaba entrenando en la Habilidad. Creo que disfrutaba de la ventaja de poder viajar conmigo y observar y escuchar sin ser visto la vida diaria de la ciudad de Torre del Alce. Tenía entendido que el patrón del Rurisk había recibido órdenes de obedecerme si yo solicitaba un cambio de rumbo repentino o anunciaba que necesitaban nuestra ayuda inmediata en cualquier localidad. Me temo que consideraba aquello más como una muestra de favoritismo hacia su sobrino bastardo por parte de Veraz que como otra cosa, pero acataba su voluntad.

Una mañana, a comienzos de primavera, acudimos a nuestro barco para realizar otro simulacro. A esas alturas nos desenvolvíamos con soltura como tripulación para maniobrar la nave. El ejercicio consistiría en reunimos con la Constancia en un punto aún por determinar. Era un ejercicio de Habilidad que todavía no habíamos conseguido terminar con éxito. Todos estábamos resignados a soportar otra jornada de frustración, salvo Justin, que estaba empecinado en superar la prueba. De brazos cruzados, vestido de azul marino de pies a cabeza (creo que pensaba que la túnica azul le hacía parecer más hábil), se había plantado en el muelle y escrutaba la espesa cortina de niebla que cubría el océano. Tuve que pasar junto a él para subir a bordo un barril de agua.

—Para ti, bastardo, es una cortina opaca, pero para mí es tan cristalina como un espejo.

—Lo siento por ti —dije con amabilidad, ignorando su empleo de la palabra «bastardo». Ya casi había olvidado cuánto veneno se le podía inyectar a una palabra—. Preferiría ver la niebla antes que tu cara cada mañana.

Ruin, pero satisfactorio. Gocé de la satisfacción añadida de ver cómo se le enredaba la túnica entre las piernas al subir al barco. Yo había optado por un atuendo más práctico: polainas ceñidas, una camiseta de algodón y un jubón de cuero encima del conjunto. Había pensado en ponerme una cota de malla, pero Burrich había rechazado la idea. «Vale más morir limpiamente de una herida de arma que caer por la borda y ahogarse», me había aconsejado.

Veraz había sonreído al escuchar sus palabras. «No lo carguemos con un exceso de confianza», había dicho con ironía, e incluso Burrich había sonreído al cabo de un instante.

De modo que abandoné cualquier pretensión de ponerme armadura. En cualquier caso, ese día tocaba remar, y las ropas que llevaba eran cómodas para eso. Ni costuras en los hombros que me pudieran rozar, ni mangas que me entorpecieran los brazos. Me sentía desmesuradamente orgulloso del pecho y las espaldas que estaba desarrollando. Incluso Molly me había expresado su asombrada aprobación. Ocupé mi asiento y giré los hombros, sonriendo al pensar en ella. Últimamente tenía poco tiempo para verla. En fin, sólo el tiempo lo remediaría. Con el verano venían los corsarios. Cuanto más largos fueran los días menos tiempo podría compartir con Molly. Parecía que el otoño no fuese a llegar jamás.

Estábamos todos en nuestros sitios, un destacamento completo de remeros y guerreros. En un momento dado, cuando se soltaron los cabos, el timonel ocupó su puesto y los remos comenzaron su rítmica cadencia, nos convertimos en un solo animal. Era un fenómeno que ya había percibido con anterioridad. Quizá yo fuese más sensible a él al tener los nervios a flor de piel por la conexión que mantenía con Veraz mediante la Habilidad. Quizá se debiera a que todos los hombres y mujeres a bordo compartían un solo propósito, y a que para la mayoría ése fuera la venganza. Fuera lo que fuese, nos prestaba una unidad que nunca antes había visto en ningún otro grupo de gente. Quizá, pensé, eso fuera una sombra de lo que significaba pertenecer a una camarilla. Sentí una punzada de arrepentimiento por las oportunidades desperdiciadas.

Tú eres mi camarilla. Veraz, como un susurro a mi espalda. Y en alguna parte, procedente de las colinas lejanas, algo menos que un suspiro. ¿Acaso no somos una manada?

Os tengo a vosotros, pensé para ellos. Luego me concentré en lo que estaba haciendo. Los remos y nuestras espaldas bajaron y subieron al unísono y el Rurisk se adentró con osadía en la niebla. La vela colgaba inerte. En un momento nos convertimos en un mundo aparte. El sonido del agua, la rítmica unidad de nuestra respiración al remar. Un puñado de soldados conversaba en voz baja, apagadas por la bruma sus palabras y sus pensamientos. Justin se encontraba en la proa, de pie junto al capitán, escrutando la niebla. Tenía la frente surcada de arrugas, la mirada perdida, y supe que buscaba a Carrod a bordo de la Constancia. Casi sin proponérmelo, también yo sondeé para ver si podía sentir qué estaba habilitando.

¡No lo hagas!, me advirtió Veraz y me retiré, sintiéndome como si me hubiera dado un capirotazo. Aún no estoy preparado para que alguien empiece a sospechar de ti.

Había muchas implicaciones en esa advertencia, más de las que podía pararme a pensar en esos instantes. Como si lo que había estado a punto de hacer fuese una acción muy peligrosa. Me pregunté de qué tenía miedo Veraz, pero me concentré en la cadencia rítmica de los remos y dejé que mis ojos se clavaran en el gris infinito. Casi toda la mañana transcurrió en medio de la niebla. Justin pidió varias veces al patrón que dijera al timonel que cambiara el rumbo. No suponía ninguna diferencia apreciable, salvo para la longitud de las bogadas. El interior del banco de niebla era igual miraras donde mirases. El esfuerzo físico constante, la ausencia de un punto en el que fijar la vista, me sumieron en una ensoñación catártica.

Las voces del joven vigía me sacaron de mi trance.

—¡Traición! —exclamó, con su voz estridente amortiguada por la sangre—. ¡Nos atacan!

Salté de mi banco y miré frenético de un lado a otro. Niebla. Sólo mi remo pendía inerte y arañaba la superficie del agua, mientras mis compañeros me lanzaban miradas acusatorias por haber roto el ritmo.

—¡Tú, Traspié! ¿Qué mosca te ha picado? —quiso saber el capitán.

Justin seguía de pie a su lado, con aire indolente y santurrón.

—Me… me ha dado un tirón en la espalda. Lo siento.

Volví a encorvarme sobre mi remo.

—Quelpo, relévalo. Estírate y muévete un poco, muchacho, y vuelve después a tu sitio —dijo el oficial de cubierta con su marcado acento.

—A sus órdenes, señor.

Hice lo que me decían y me levanté para ceder mi puesto a Quelpo. Agradecí el descanso. Me triscaban los hombros al girarlos. Me froté los ojos y sacudí la cabeza, preguntándome qué pesadilla me habría asaltado con tanta fuerza. ¿Qué vigía? ¿Dónde?

En la Isla de los Antílopes. Llegaron al amparo de la niebla. Allí no hay ninguna ciudad, pero sí una torre de señales. Creo que pretenden asesinar a los vigías y luego hacer todo lo posible por derruir las torres. Una estrategia brillante. La Isla de los Antílopes es una de nuestras primeras líneas de defensa. La torre exterior da al mar y la interior transmite las señales a Torre del Alce y Bahía Pulcritud. Los pensamientos de Veraz, serenos casi con la misma firmeza que se apodera de uno cuando prepara su arma para atacar. Luego, transcurrido un momento: El muy mentecato está tan concentrado en llegar a Carrod que me impide el paso. Traspié. Busca al capitán. Dile que se dirija a la Isla de los Antílopes. Si entráis en el canal, la corriente os conducirá prácticamente volando hasta la cala donde se encuentra la torre. Los corsarios ya están allí, pero tendrán que luchar contra la corriente para volver a salir. Si vais ahora podéis cogerlos en la playa. ¡CORRE!

Era más fácil dar órdenes que obedecerlas, pensé, antes de salir corriendo.

—¿Señor?

Tuve que esperar una eternidad antes de que el capitán se dignara dar media vuelta y hablar conmigo, mientras el oficial de cubierta me fulminaba con la mirada por acudir directamente al patrón sin consultarlo antes a él.

—¿Remero? —dijo por fin el capitán.

—La Isla de los Antílopes. Si ponemos rumbo allí ahora mismo y cogemos la corriente del canal, volaremos prácticamente hasta la cala donde se encuentra la torre.

—Así es. ¿Es que sabes interpretar las corrientes, muchacho? Es un talento muy útil. Pensé que era el único a bordo que sabía dónde estamos realmente.

—No, señor. —Cogí aire. Era una orden de Veraz—. Deberíamos ir allí, señor. Enseguida.

Ese «enseguida» recibió varios ceños fruncidos por respuesta.

—¡Qué tontería es ésa! —exclamó Justin, furioso—. ¿Es que te has propuesto dejarme en ridículo? Has presentido que nos estábamos acercando, ¿verdad? ¿Por qué quieres que fracase? ¿Para no sentirte tan solo?

Me dieron ganas de matarlo. En cambio, recuperé la compostura y dije la verdad.

—Es una orden secreta del Rey a la Espera, señor. Debía comunicárosla en este preciso momento.

Me dirigía sólo al capitán. Me despidió con un gesto de asentimiento, regresé a mi banco y recuperé el remo de manos de Quelpo. El patrón escrutó la niebla de modo desapasionado.

—Jharck. Dile al timonel que vire y coja la corriente. Que lo adentre un poco más en el canal.

El oficial de cubierta asintió a regañadientes y en un instante cambiamos de rumbo. Nuestra vela se alabeó ligeramente y todo fue tal y como había predicho Veraz. La corriente combinada con nuestros golpes de remo nos propulsó veloces por el canal. El tiempo transcurre de forma extraña en la niebla, que distorsiona todos los sentidos. No sé durante cuánto tiempo remé, pero pronto Ojos de Noche me susurró que el aire traía un poso de humo, y casi al mismo tiempo oímos los gritos de hombres luchando, nítidos pero fantasmagóricos en medio de la bruma. Vi a Jharck, el oficial, cruzar la mirada con el capitán.

—¡Dejaos el espinazo en los remos! —rugió de repente—. Los corsarios están atacando nuestra torre.

Otro momento y el tufo a humo fue claramente perceptible en la niebla, al igual que los gritos de batalla y los alaridos de los hombres. Me imbuyó una fuerza inesperada y a mi alrededor vi lo mismo, dientes apretados, músculos tensos y marcados mientras remábamos, incluso el sudor de mis compañeros parecía oler de otra forma. Si antes éramos una sola criatura, ahora formábamos parte de la misma bestia enfurecida. Sentí cómo prendía y se propagaba la chispa de la rabia incontenible. Era una traza de la Maña, un apasionamiento de los corazones a un nivel animal que nos inundaba de odio.

Impulsamos el Rurisk hacia delante hasta introducirlo por fin en las aguas poco profundas de la cala, y luego bajamos de un salto y corrimos hacia la playa como habíamos ensayado. La niebla era una aliada traicionera, pues nos ocultaba de los atacantes que iban a ser atacados a su vez, pero al mismo tiempo nos impedía ver el terreno y hacernos una idea precisa de la situación. Empuñamos las armas y avanzamos a la carrera hacia el sonido de la contienda. Justin se quedó en el Rurisk, con la mirada vuelta hacia Torre del Alce con avidez como si eso lo ayudara a habilitar la noticia a Serena.

La Vela Roja había atracado en la arena, igual que el Rurisk. No muy lejos de ella estaban las dos lanchas que servían para alcanzar la orilla. Ambas estaban rotas. Había habido hombres de los Seis Ducados en la playa cuando llegaron los corsarios. Algunos de ellos seguían allí. Era una carnicería. Pasamos junto a cadáveres contorsionados que empapaban la arena con su sangre. Todos ellos parecían de los nuestros. De pronto apareció sobre nosotros la silueta gris de la torre de la Isla de los Antílopes. En su cima ardía una hoguera de un amarillo espectral. La torre estaba sitiada. Los corsarios eran hombres morenos y musculosos, más nervudos que fortachones. La mayoría lucía barbas pobladas y sus negras melenas ondeaban salvajes sobre sus hombros. Vestían armaduras corporales de cuero trenzado y portaban hachas y espadas pesadas. Algunos tenían yelmos de metal. Sus brazos desnudos estaban surcados de anillos escarlatas, aunque no podía distinguir si estaban pintados o tatuados. Se mostraban confiados, envalentonados, risueños, hablaban entre sí como una cuadrilla de obreros a punto de rematar su faena. Los guardianes de la torre estaban acorralados; la estructura se había construido para servir de faro, no de muralla defensiva. Era cuestión de tiempo que todos aquellos hombres asediados murieran. Los marginados no volvieron la vista hacia nosotros cuando sorteamos la pendiente rocosa. Creían que no tenían nada que temer a sus espaldas. Una puerta de la torre colgaba de sus goznes, un racimo de hombres en su interior se parapetaba tras una barricada de cadáveres. Mientras proseguíamos nuestro avance dispararon una lluvia de flechas contra el círculo de corsarios. Ninguna dio en el blanco.

Proferí un grito a medio camino entre un alarido y un aullido. Un miedo espantoso y la emoción de la venganza se fundían en ese sonido. Las emociones de quienes corrían a mi lado me asaltaban y espoleaban. Los atacantes se giraron para vernos cuando ya nos echábamos sobre ellos.

Atrapamos a los corsarios entre dos frentes. La tripulación de nuestro barco era superior en número y, al vernos, los acosados defensores de la torre recuperaron el valor y se sumaron a nuestro ataque. Los cadáveres diseminados alrededor de la torre atestiguaban los varios intentos frustrados que habían llevado a cabo antes de nuestra llegada. El joven vigía seguía tumbado donde lo había visto caer en mi sueño. La sangre que había escapado entre sus labios le había empapado la camisa con brocados. Un puñal arrojado por la espalda le había costado la vida. Qué extraño que reparara en ese detalle mientras nos lanzábamos a la carga.

Allí no había estrategia, ni formación, ni plan de batalla. Solamente un grupo de hombres y mujeres a los que se les ofrecía de pronto la posibilidad de vengarse. Era más que suficiente.

Si antes pensaba que era uno con la tripulación, ahora estaba envuelto por ellos. Sus emociones me empujaban y lanzaban hacia delante. Nunca sabré cuántas ni qué sensaciones eran exclusivamente mías. Me abrumaban, y Traspié Hidalgo se perdió en ellas. Me convertí en el sentir de los tripulantes. Con el hacha en alto, rugiendo, abría camino. No ambicionaba la posición de la que me había apropiado, pero me impulsaba el deseo extremo de la tripulación de tener alguien a quien seguir. De repente quería matar a todos los corsarios que pudiera, tan deprisa como pudiera. Quería que mis músculos chascaran a cada mandoble, quería zambullirme en un mar de almas incorpóreas, arrollar los cadáveres de los corsarios abatidos. Y lo conseguí.

Conocía las leyendas que hablaban de guerreros enloquecidos. Los había considerado bestias embrutecidas, poseídas por su sed de sangre, insensibles al daño que infligían. Quizá, por el contrario, fuesen hipersensibles a él, incapaces de proteger sus mentes de las emociones que se conjuraban para espolearlas, de acatar las señales de dolor que recorrían sus cuerpos. No lo sé.

Conozco las historias que circulan sobre mí desde aquel día. Se ha llegado a escribir una canción. No recuerdo que bramara y expulsara espuma por la boca mientras luchaba, aunque tampoco recuerdo que no lo hiciera. En algún rincón de mi interior se encontraban Veraz y Ojos de Noche, pero también ellos sucumbieron a las pasiones de quienes me rodeaban. Sé que fui yo el que mató al primer corsario que cayó ante nuestra avalancha. También sé que fui yo el que derribó al último hombre en pie, en un combate que libramos hacha contra hacha. Según la canción, era el patrón del velero de la Vela Roja. Supongo que podría ser cierto. Su sobretodo de cuero era de buena calidad y estaba cubierto de sangre ajena. No recuerdo nada más sobre él salvo la forma en que mi hacha le hundió su yelmo en el cráneo, y cómo brotaba la sangre bajo el metal cuando se desplomó de rodillas.

Así concluyó la batalla y los defensores corrieron a abrazar a nuestra tripulación, prorrumpiendo en vítores y dándose palmadas en la espalda. El cambio fue demasiado para mí. Me quedé inmóvil, apoyado en mi hacha, preguntándome adonde se habían ido mis fuerzas. La rabia me había abandonado tan bruscamente como las semillas de carris a un adicto. Me sentía exhausto y desorientado, como si hubiera salido de un sueño para caer en otro. Podría haberme desplomado y quedarme dormido entre los cadáveres, tan absoluta era mi fatiga. Fue Nonge, uno de los marginados de la tripulación, el que me trajo agua y luego me condujo lejos de los cuerpos para que pudiera sentarme y beber, tras lo que se alejó vadeando la carnicería para sumarse al saqueo de los cadáveres. Cuando regresó un rato después, me ofreció un medallón ensangrentado. Era de oro batido, sujeto por una cadena de plata. Una luna creciente. Al ver que no hacía ademán de recogerlo, lo colgó de la sangrienta cabeza de mi hacha.

—Era de Harek —dijo, empleando las palabras de los Seis Ducados—. Luchaste bien con él. Murió bien. Él querría que lo tuvieras. Era un buen hombre antes de que los Korriks le quitaran el corazón.

Ni siquiera le pregunté cuál de todos había sido Harek. No quería ponerle nombre a ninguno.

Volví a sentirme vivo transcurridos unos momentos. Ayudé a despejar de cadáveres la puerta de la torre y luego el campo de batalla. Quemamos a los corsarios y tumbamos y cubrimos a los hombres de los Seis Ducados, a la espera de ser reclamados por sus familiares. Guardo extraños recuerdos de aquella tarde interminable. Cómo dejan surcos en la arena los talones de un hombre cuando lo arrastras. Cómo no estaba del todo muerto el joven vigía con la daga clavada cuando lo recogimos, aunque tampoco duró mucho más. Pronto fue otro cadáver más que añadir a una fila que ya era demasiado larga.

Dejamos nuestros guerreros con lo que quedaba de la guardia de la torre para que los ayudaran a cubrir los turnos hasta que pudieran enviarse más hombres. Admiramos el velero capturado. Veraz estaría complacido, pensé para mí. Otro barco. Y muy bien construido. Pensaba todas esas cosas, pero ninguna me inspiraba emoción alguna. Regresamos al Rurisk, donde nos esperaba un Justin muy pálido. En silencio botamos el Rurisk, ocupamos nuestros asientos frente a los remos y pusimos rumbo a Torre del Alce.

Encontramos otras embarcaciones a medio camino de nuestro destino. Había salido a recibirnos una flotilla de barcos de pesca organizada apresuradamente y cargada de soldados. Los enviaba el Rey a la Espera, siguiendo la petición habilitada con urgencia de Justin. Casi parecieron sentirse decepcionados al enterarse de que el combate había terminado, pero nuestro capitán les aseguró que serían bien recibidos en la torre. Creo que fue en ese momento cuando comprendí que ya no podía sentir a Veraz. Desde hacía rato. Sondeé inmediatamente en busca de Ojos de Noche, como podría palparse un hombre los bolsillos en busca de su monedero. Estaba allí. Aunque lejos. Exhausto, y sobrecogido. Nunca había olido tanta sangre junta, me dijo. Estaba de acuerdo con él. Todavía apestaba a ella.

Veraz había estado ocupado. Apenas si acabábamos de abandonar el Rurisk cuando subió otra tripulación a bordo para dirigirlo de regreso a la Torre de la Isla de los Antílopes. Los soldados de vigilancia y otra remesa de remeros lo echaron pesadamente al mar. El trofeo de Veraz estaría amarrado en su muelle esa misma noche. Los seguía una barcaza, para traer a casa a nuestros caídos. El capitán, el oficial de cubierta y Justin partieron a caballo para informar directamente a Veraz. Para mí era un alivio que no se me hubiera ordenado presentarme a mi vez. Me fui con mis compañeros de tripulación. Más rápido de lo que hubiera creído posible, la noticia de la batalla y nuestro trofeo se propagó por toda la ciudad de Torre del Alce. No había taberna que no estuviera ansiosa por atiborrarnos de cerveza y escuchar nuestras hazañas. Era casi como un segundo frenesí de combate, pues allá donde íbamos, la gente se enardecía a nuestro alrededor con una satisfacción salvaje por lo que habíamos hecho. Me embriagué con las poderosas emociones de quienes me rodeaban mucho antes de que me hiciera efecto la cerveza. No es que hiciera nada por evitarlo. Relaté pocos detalles de lo que habíamos hecho, pero mi borrachera lo compensó de sobra. Vomité dos veces, una en un callejón y otra en la calle. Bebí más todavía para eliminar el sabor a bilis. En alguna parte de mi cabeza, Ojos de Noche estaba frenético. Veneno. Esa agua está envenenada. No logré formular ningún pensamiento para tranquilizarlo.

En algún momento previo al amanecer, Burrich me sacó a rastras de una taberna. Estaba completamente sobrio y en sus ojos brillaba una chispa de ansiedad. En la calle delante de la taberna, se detuvo junto a una antorcha que agonizaba sujeta a una pared.

—Todavía tienes la cara manchada de sangre —me dijo, y me sostuvo para que no me cayera.

Sacó su pañuelo, lo mojó en un barril lleno de agua de lluvia y me lavó la cara como no hacía desde que yo era un crío. Su contacto hizo que me balanceara. Lo miré a los ojos y me obligué a enfocar la mirada.

—Ya he matado antes —dije sin poderlo evitar—. ¿Por qué es tan diferente esta vez? ¿Por qué me siento tan asqueado?

—Porque sí —respondió en voz baja.

Me rodeó los hombros con un brazo y me sorprendió descubrir que teníamos la misma altura. El camino de vuelta al castillo fue empinado, largo y silencioso. Me envió a los baños y me dijo que luego me acostara.

Tendría que haberme quedado en mi cama, pero no fui lo bastante prudente. Por suerte el castillo era un hervidero de actividad, y otro borracho más subiendo las escaleras a trompicones no llamaba la atención. Como un idiota, fui al cuarto de Molly. Me dejó pasar, pero cuando intenté tocarla se apartó de mí.

—Estás borracho —me dijo, casi llorando—. Te dije que me había jurado no besar jamás a un borracho. Ni dejar que uno me besara.

—Pero si no es ese tipo de borrachera —insistí.

—Sólo existe un tipo de borrachera —me dijo.

Me echó de sus aposentos, sin dejarme que la abrazara siquiera.

Hacia el mediodía de la mañana siguiente, comprendí cuánto daño le había hecho al no acudir directamente a ella en busca de consuelo. Comprendía sus sentimientos. Pero también sabía que mi carga de la noche anterior no era algo que se pudiera llevar a casa, a la persona que amas. Quería explicárselo, pero llegó un muchacho corriendo para decirme que me necesitaban a bordo del Rurisk, y de inmediato. Le di un penique por las molestias y lo vi alejarse a toda prisa. Antaño era yo el crío que se ganaba así sus peniques. Me acordé de Retinto. Intenté recordarlo como un niño con un penique en la mano, corriendo a mi lado, pero ahora sería para siempre el forjado muerto tendido encima de una mesa. Nadie, me dije, había sido capturado ayer para su forja.

Me dirigí a los muelles. Por el camino me detuve en los establos. Dejé la luna creciente en manos de Burrich.

—Guárdame esto —le pedí—. Habrá más, la parte que me corresponda del saqueo. Quiero que te lo quedes… lo que gane con esto. Es para Molly. Si algún día no regreso, asegúrate de dárselo. No le gusta ser una criada.

Hacía mucho tiempo que no le hablaba tan directamente a Burrich de ella. Una arruga surcó su frente, pero aceptó la luna ensangrentada.

—¿Qué pensaría tu padre de mí? —se preguntó en voz alta cuando empezaba a darle la espalda.

—No lo sé —dije con brusquedad—. Yo nunca lo conocí. Tú sí.

—Traspié Hidalgo.

Me encaré de nuevo con él. Burrich habló mirándome a los ojos.

—No sé qué pensaría él de mí, pero te puedo decir lo que pensaría de ti, lo que te diría él. Me siento orgulloso de ti. Un hombre no se enorgullece de lo que haga o deje de hacer. Se enorgullecerá de la forma en que lo haga. Siéntete orgulloso de ti.

—Lo intentaré —musité.

Volví a mi barco.

Nuestro siguiente enfrentamiento con los corsarios nos deparó una victoria menos decisiva. Los encontramos en alta mar y no por sorpresa, pues nos habían avistado. Nuestro capitán mantuvo el rumbo y creo que sí se sorprendieron cuando iniciamos la escaramuza embistiéndolos. Destrozamos varios de sus remos, pero no el del timón, que era nuestro objetivo. Su casco no sufrió apenas desperfectos; las Velas Rojas eran flexibles como peces. Volaron nuestras abrazaderas. Los superábamos en número y el capitán pretendía aprovechar esa ventaja. Nuestros guerreros los abordaron y la mitad de nuestros remeros perdieron la cabeza y se sumaron a la reyerta, originando un caos que no tardó en propagarse a nuestra cubierta. Necesité hasta el último ápice de fuerza de voluntad que pude reunir para resistirme al vórtice de emociones que nos envolvía, pero permanecí pegado a mi remo tal y como me habían ordenado. Nonge, en su banco, me observaba con expresión extraña. Agarré mi remo con fuerza y apreté los dientes hasta volver en mí. Mascullé una maldición cuando descubrí que había vuelto a perder a Veraz.

Creo que nuestros guerreros perdieron un poco de ímpetu cuando se dieron cuenta de que habían mermado la tripulación del enemigo hasta el punto en que ya no podrían gobernar su nave. Fue un error. Uno de los corsarios prendió fuego a su propia vela mientras un segundo intentaba practicar un boquete en su casco. Supongo que esperaban que el fuego se extendiera y que los dos barcos se hundieran juntos. Lo cierto es que al final luchaban sin reparar en el daño que sufrían su embarcación y sus cuerpos. Nuestros soldados terminaron por acabar con ellos y sofocamos el incendio, pero el trofeo que remolcamos hasta Torre del Alce era un cascarón humeante y, hombre por hombre, habíamos perdido más vidas que ellos. Empero, seguía siendo una victoria, nos decíamos. En esa ocasión, cuando los demás fueron a emborracharse, tuve el acierto de buscar a Molly, y a la madrugada siguiente reservé un par de horas para Ojos de Noche. Salimos a cazar juntos, una muerte justa y limpia, e intentó persuadirme para que me escapara con él. Cometí el error de decirle que podía irse si quería, pensando sólo en lo mejor para él, y herí sus sentimientos. Tardé otra hora en hacerle entender lo que había querido expresar. Regresé a mi barco preguntándome si mis lazos merecían el esfuerzo que me requería conservarlos intactos. Ojos de Noche me aseguró que lo merecían.

Ésa fue la última victoria contundente del Rurisk. Distaba de ser la última batalla que libraríamos aquel verano. No, los plácidos días de buen tiempo se extendían interminables ante nosotros, y cada día de sol era un día en que podría matar a alguien. Intentaba no pensar en ellos como días en que alguien podría matarme. Tuvimos muchas escaramuzas e hicimos muchas persecuciones, y parecía que los intentos de saqueo habían disminuido en la zona que patrullábamos con regularidad. De alguna manera, eso sólo conseguía que todo resultara más frustrante. Y los corsarios de la Vela Roja seguían realizando incursiones con éxito, pues a veces llegábamos a una ciudad una hora después de que ellos se hubieran ido y no podíamos hacer otra cosa que amontonar cadáveres o sofocar incendios. En esas ocasiones Veraz rugía y maldecía en mi mente por no ser capaz de recibir mensajes más rápido, porque no había barcos ni torres de vigilancia suficientes. Prefería enfrentarme a la furia de la batalla que a la salvaje frustración que desencadenaba Veraz dentro de mi cabeza. No se vislumbraba el final de aquella situación, salvo por el respiro que nos concedería la llegada del mal tiempo. Ni siquiera podíamos calcular el número exacto de Velas Rojas que nos hostigaban, pues todos sus barcos estaban pintados del mismo modo y eran idénticos como guisantes en una vaina. O como gotas de sangre en la arena.

Aquel verano que pasé como remero a bordo del Rurisk tuvimos otro encuentro con las Velas Rojas que es digno de mención por su peculiaridad. Una noche clara de verano, habíamos saltado de nuestros catres en el barracón de los astilleros y habíamos acudido corriendo a nuestro barco. Veraz había presentido que una Vela Roja acechaba Punta de Gama. Quería que la abordáramos al amparo de la oscuridad.

Justin se encontraba a proa, vinculado a Serena por la Habilidad en la torre de Veraz, que yo sentía como un mascullar inarticulado dentro de mi cabeza mientras trazaba mentalmente el camino hacia el barco enemigo. ¿Había algo más? Lo podía sentir palpando más allá de la Vela Roja, como un hombre que avanza a tientas en la oscuridad. Percibía su intranquilidad. Se nos había prohibido hablar y nuestros remos cesaron en su chapoteo cuando nos aproximamos. Ojos de Noche me susurró que los había olido y divisado. La Vela Roja, un barco alargado, bajo y oscuro, surcaba las aguas frente a nosotros. Un grito repentino provino de su cubierta; nos habían visto. Nuestro capitán nos ordenó permanecer en los remos pero, aunque obedecimos, una oleada de temor me envolvía. Mi corazón empezó a martillar, me temblaban las manos. El terror que se apoderó de mí era el miedo sin nombre de un niño que teme lo que acecha en la oscuridad, un miedo insoportable. Me aferré a mi remo, sin fuerzas para manejarlo.

—Korrikska —oí que rezongaba un hombre con un marcado acento marginado.

Creo que era Nonge.

Me di cuenta de que yo no era el único que había dejado de bogar. Nuestras paladas carecían de ritmo. Algunos remeros estaban sentados con la cabeza apoyada en los palos mientras otros bregaban esforzadamente pero sin cadencia, con las palas de los remos patinando y chapoteando en el agua. Navegábamos a la deriva como un mosquito cojo en un charco mientras la Vela Roja nos forjaba a conciencia. Levanté la cabeza y vi cómo acudía la muerte a mi encuentro. La sangre trepidaba en mis oídos de tal manera que ni siquiera podía escuchar los gritos de los marineros aterrorizados a mi alrededor. No podía ni coger aliento. Alcé la vista a los cielos.

Más allá de la Vela Roja, refulgiendo casi sobre las negras aguas, había un barco de color blanco. No era un velero corsario; era una nave tres veces mayor que cualquier Vela Roja, con sus dos velas plegadas, anclada en las aguas tranquilas. Su cubierta estaba poblada de fantasmas, o forjados. Aunque no sentía sombra de vida en ellos se movían metódicamente, preparando una lancha para bajarla por la borda. Había un hombre erguido en la cubierta de popa. No pude apartar la mirada de él desde el mismo momento en que le puse los ojos encima.

Estaba embozado en la penumbra, pese a que lo veía perfilado contra el cielo oscuro con claridad, como si lo iluminara una lámpara. Juro que podía ver sus ojos, la curva de su nariz, la barba negra y rizada que le enmarcaba los labios. Se rió de mí.

—¡Ahí viene uno! —dijo a alguien, y levantó una mano.

Señalaba hacia mí. Se volvió a reír y se me encogió el corazón en el pecho. Me observaba con una fijación espantosa, como si fuera yo, entre todos los tripulantes de nuestra nave, la presa que buscaba. Lo miraba a mi vez, y lo veía, pero no podía sentirlo. ¡Ahí! ¡Ahí! Pronuncie la palabra en voz alta, o quizá fuese la Habilidad que nunca podía controlar lo que la hizo resonar entre las paredes de mi cráneo. No respondió nadie. Ni Veraz, ni Ojos de Noche, nadie, nada. Estaba solo. El mundo entero se había quedado mudo y paralizado. A mi alrededor, mis compañeros de tripulación temblaban aterrorizados y se deshacían en alaridos, pero yo no sentía nada. Ya no estaban allí. Allí no había nadie. Ni gaviotas, ni peces en el mar, no había vida de ningún tipo al alcance de mi sentido interior. La figura embozada del otro barco se inclinó sobre la barandilla, apuntándome con su dedo acusatorio. Se reía. Yo estaba solo. Era una soledad demasiado inmensa para poderla soportar. Me envolvía, me asfixiaba, me ahogaba y empezaba a consumirme.

La repelí.

En un acto reflejo que no sabía que poseyera utilicé la Maña para alejarme de ella todo lo que pude. Físicamente fui yo el que salió disparado de espaldas y aterricé sobre los bancos, despatarrado a los pies de los otros remeros. Vi que la figura del barco enemigo trastabillaba, se encorvaba y caía por la borda. El chapoteo no fue estruendoso, pero sólo hubo uno. Si llegó a salir a la superficie, yo no lo vi.

Tampoco es que tuviera tiempo para buscarlo. La Vela Roja se estrelló en medio de nuestro barco, destrozando los remos y lanzando por los aires a los tripulantes. Los marginados vociferaban confiados, burlándose de nosotros mientras saltaban de su nave a la nuestra. Me puse de pie y corrí hasta mi banco, en busca de mi hacha. A mi alrededor, los demás comenzaban a recuperarse igualmente. No estábamos preparados para combatir, pero tampoco seguíamos paralizados por el miedo. Recibimos a nuestros asaltantes con acero y trabamos batalla con ellos.

No hay lugar más oscuro que el mar por la noche. La oscuridad hacía que mis camaradas y mis enemigos fueran indistinguibles. Un hombre saltó sobre mí; prendí el cuero de sus arreos extranjeros, lo derribé y lo estrangulé. Tras la parálisis que se había adueñado de mí por un momento, su terror me produjo una suerte de alivio salvaje. Creo que ocurrió deprisa. Cuando me enderecé, el otro barco se alejaba de nosotros. Lo gobernaba sólo la mitad de sus remeros y el combate proseguía en nuestra cubierta, pero estaba abandonando a sus hombres. Nuestro capitán nos ordenaba dar cuenta de ellos y perseguir a la Vela Roja. Era una orden inútil. Para cuando los hubimos matado y arrojado por la cubierta, el otro barco se había perdido en la oscuridad. Justin estaba abajo, magullado y sobrecogido, vivo pero incapaz de habilitar con Veraz en ese momento. De todos modos, una de nuestras hileras de bancos había quedado reducida a astillas. Nuestro patrón nos maldijo a todos airadamente mientras se redistribuían los remos y zarpábamos, pero ya era demasiado tarde. Nos ordenó guardar silencio, pero no conseguimos oír ni ver nada. Me subí a mi banco y describí un giro completo, despacio. Negras aguas vacías. Del velero, ni rastro. Pero más extraño todavía para mí fue lo que dije en voz alta.

—La nave blanca tenía echada el ancla, pero también se ha ido.

A mi alrededor, las cabezas se giraron para observarme.

—¿Qué nave blanca?

—¿Estás bien, Traspié?

—El barco era rojo, muchacho, nos enfrentamos a una Vela Roja.

—No mientes los barcos blancos. Ver un barco blanco es ver tu muerte. Trae mala suerte.

Esto me lo siseó Nonge.

Abrí la boca para objetar que había visto un barco de verdad, no un desastre augurado. Negó la cabeza sin apartar la vista de mí y luego la torció para asomarse a las aguas vacías. Cerré la boca y me senté despacio. Nadie más lo había visto. Tampoco habló nadie del terror espantoso que nos había sobrecogido y transformado nuestros planes de batalla en ciego pánico. Cuando regresamos a la ciudad aquella noche, lo que se contó en las tabernas fue que habíamos encontrado el barco, habíamos peleado y habíamos puesto en fuga a los corsarios. No quedaban más pruebas del encuentro que algunos remos rotos, algunos heridos y un poco de sangre marginada en nuestra cubierta.

Cuando hablé en privado con Veraz y Ojos de Noche, ninguno había visto nada. Veraz me dijo que lo había excluido en cuanto avistamos el otro velero. Ojos de Noche admitió molesto que me había cerrado también a él. Nonge no volvió a decirme nada acerca de los barcos blancos; no era dado a conversar sobre nada. Más tarde encontré una mención a la nave blanca en un pergamino que versaba sobre antiguas leyendas. Decía que era un barco maldito donde las almas de los marineros ahogados que eran indignos del mar se veían obligadas a trabajar eternamente a las órdenes de un capitán despiadado. Me vi obligado a guardar silencio sobre ese tema por miedo a que me tomaran por loco.

Las Velas Rojas evitaron al Rurisk durante el resto de aquel verano. A veces avistábamos algún barco y lo perseguíamos, pero nunca conseguíamos alcanzarlo. En cierta ocasión tuvimos la suerte de dar caza a uno que acababa de saquear una población. Arrojaron sus cautivos por la borda para aligerar la carga y escaparon. De las doce personas que lanzaron al agua, rescatamos a nueve y las devolvimos sin forjar a su aldea. Se lloró la pérdida de los tres ahogados antes de que pudiéramos salvarlos, pero todo el mundo convino que ese destino era mejor que la Forja.

Los demás barcos tuvieron una suerte parecida. La Constancia cayó sobre unos corsarios en pleno saqueo de una aldea. No consiguieron una victoria rápida, pero tuvieron la precaución de dañar la Vela Roja varada en la playa para impedir que los corsarios lograran escapar con facilidad. Se tardó días en darles caza a todos, pues se refugiaron en los bosques cuando vieron lo que había ocurrido con su nave. Los demás veleros vivieron experiencias similares; perseguíamos a los corsarios, los ahuyentábamos. Los otros barcos tuvieron éxito incluso a la hora de hundir algún velero corsario, pero aquel verano no capturamos más naves intactas.

De modo que se redujeron las forjas, y cada vez que hundíamos un barco nos decíamos que era uno menos. Pero no parecía que su número se redujese. Por una parte, devolvíamos la esperanza a los habitantes de los Seis Ducados. Por otra, aumentábamos su desconsuelo pues, pese a todos nuestros esfuerzos, no conseguíamos eliminar la amenaza de las Velas Rojas de nuestras costas.

Para mí, aquel largo verano fue una época de terrible aislamiento e increíble proximidad. Veraz estaba conmigo a menudo, pero parecía que yo fuese incapaz de mantener el contacto una vez comenzaba el combate. El mismo Veraz era consciente de la vorágine de emociones que amenazaba con aplastarme cada vez que nuestra tripulación trababa batalla. Propuso la teoría de que al intentar defenderme de los pensamientos y los sentimientos de los demás, fortalecía mis murallas mentales hasta tal punto que ni siquiera él podía traspasarlas. También sugirió que eso podría significar que yo era fuerte con la Habilidad, más fuerte incluso que él, pero que estaba tan sensibilizado que bajar mis defensas en combate me sumía en la conciencia de todos los que me rodeaban. Era una teoría interesante, pero no ofrecía ninguna solución práctica al problema. Aun así, cuando transportaba a Veraz en mi interior, desarrollé una afinidad con él como no sentía por nadie más, salvo quizá Burrich. Con una familiaridad escalofriante, sabía cómo lo devoraba el hambre de la Habilidad.

Cuando era pequeño, Retinto y yo escalamos un día un acantilado que daba al océano. Cuando llegamos a la cima y nos asomamos al borde, me confesó que sentía un impulso casi irresistible de arrojarse al vacío. Creo que Veraz sentía algo parecido. El placer de la Habilidad lo tentaba y ansiaba abandonarse a él, lanzar a su red hasta el último ápice de su ser. Su estrecho contacto conmigo sólo la alimentaba. Pero éramos demasiado útiles para los Seis Ducados como para que se rindiera, aun cuando la Habilidad lo estuviese corroyendo por dentro. Por fuerza compartía con él muchas de las horas solitarias que pasaba frente a la ventana de su torre, la incómoda silla en que se sentaba, la fatiga que anulaba su apetito, aun el dolor de huesos causado por la inactividad. Era testigo de su consunción.

No sé si es bueno conocer tan bien a alguien. Ojos de Noche estaba celoso y no se molestaba en disimularlo. Al menos él expresaba la rabia que sentía ante lo que consideraba una afrenta. No resultaba tan sencillo con Molly.

Ella no entendía por qué debía pasar tanto tiempo fuera. ¿Por qué tenía que ser precisamente yo el tripulante de uno de los buques de guerra? El motivo que podía darle, que Veraz así lo deseaba, no la satisfacía en absoluto. Las pocas ocasiones que podíamos compartir empezaron a adquirir un cariz predecible. Nos entregábamos a una tormenta de pasión, nos solazábamos fugazmente el uno en el otro y luego reñíamos por cualquier cosa. Estaba sola, detestaba ser una criada, el poco dinero que conseguía ahorrar tardaba horrores en acumularse, me echaba de menos, por qué tenía que estar yo tanto tiempo fuera cuando era lo único que hacía que su vida fuese tolerable. Un día le propuse entregarle todo el dinero que había ganado a bordo del barco, pero se opuso como si acabara de llamarla puta. No pensaba aceptar nada de mí hasta que nos hubiéramos unido en matrimonio a la vista de todos. Y yo no podía ofrecerle ninguna garantía sobre cuándo ocurriría eso. Aún no había encontrado el momento adecuado para revelar los planes que tenía reservados Artimañas para Celeridad y para mí. Estábamos tan distanciados que habíamos perdido el hilo del día a día del otro, y cuando nos reuníamos siempre terminábamos rumiando las amarguras de las mismas quejas una y otra vez.

Una noche, cuando la visité, la encontré con el cabello recogido con cintas rojas y con pendientes de plata en forma de hojas de sauce acariciándole el cuello desnudo. Vestida como estaba con su sencillo camisón blanco, al verla me quedé sin respiración. Más tarde, aprovechando un momento de calma en el que pude recuperar el aliento para hablar, hice un comentario elogioso a propósito de sus pendientes. Sin ambages, me dijo que la última vez que había venido el príncipe Regio a comprar velas se los había regalado, pues estaba tan complacido con sus productos que le parecía que no le pagaba lo suficiente por aquellas velas tan exquisitamente perfumadas. Sonreía orgullosa mientras me lo contaba, jugueteando con mi coleta de guerrero mientras sus cabellos y sus cintas se derramaban sobre las almohadas. No sé qué vio en mi rostro, pero abrió mucho los ojos y se apartó de mí.

—¿Aceptas regalos de Regio? —pregunté con voz glacial—. No quieres coger las monedas que gano honradamente pero sí las joyas de ese…

Me detuve al filo de la traición, pero no lograba encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que pensaba de él.

Molly entornó los párpados y me tocó a mí retirarme.

—¿Qué querías que le dijera, «No, señor, no puedo aceptar vuestra generosidad hasta que os hayáis casado conmigo»? Entre Regio y yo no existe lo mismo que entre nosotros. Esto es el obsequio de un cliente que aprecia la calidad de mi trabajo. ¿Por qué pensabas que me los había dado? ¿A cambio de mis favores?

Nos quedamos mirándonos fijamente y, transcurrido un instante, conseguí musitar lo que ella estaba dispuesta a aceptar como una disculpa. Pero luego cometí el error de sugerir que tal vez sólo se lo había regalado porque sabía que yo me sentiría ofendido, y ella quiso saber cómo podría saber Regio lo que había entre nosotros y si opinaba que la calidad de su trabajo era tan baja que no se merecía unos pendientes así de lujosos. Baste decir que dirimimos nuestras diferencias como mejor pudimos en el poco tiempo que nos quedaba juntos. Pero una cazuela agrietada no cuece igual que una intacta y regresé al barco sintiéndome tan solo como si no hubiera pasado ningún tiempo con ella.

Las veces en que me inclinaba sobre mi remo, conseguía mantener una cadencia perfecta e intentaba no pensar absolutamente en nada, a menudo me descubría echando de menos a Cordonia, a Chade, a Kettricken e incluso a Burrich. Las pocas ocasiones en que conseguí ver a nuestra Reina a la Espera aquel verano fueron siempre en el jardín del tejado de la torre. Era un lugar hermoso pero, pese a sus esfuerzos, no era comparable a los demás jardines que había conocido Torre del Alce. Había demasiado de las montañas en ella como para que se convirtiera por completo a nuestras costumbres. La simplicidad con que colocaba y cultivaba las plantas hacía gala de una agudeza especial. Se habían añadido piedras sencillas y también ramas recogidas en la playa, retorcidas y pulidas por el mar, que descansaban sobre las rocas para producir un agradable contraste. Allí podría haber meditado en calma, pero no era un lugar apropiado para repantigarse al cálido viento estival, y sospechaba que así era como lo recordaba Veraz. Kettricken se mantenía ocupada allí arriba, y le gustaba, pero no la unía a Veraz tanto como se suponía. Estaba más bella que nunca, pero sus ojos azules siempre estaban cubiertos por el velo gris de la preocupación. Fruncía el ceño tan a menudo que cuando relajaba por fin el rostro se podían apreciar líneas pálidas sobre la piel, allí donde nunca la acariciaba el sol. En los momentos que pasaba allí con ella, a menudo despedía a casi todas sus damas de compañía y me interrogaba sobre las actividades del Rurisk, con tanta meticulosidad como si se tratara del mismo Veraz. Cuando concluía mis informes, solía apretar los labios en una línea delgada y se acercaba al muro de la torre para asomarse al mar que tocaba el filo del cielo. Hacia el final del verano, mientras contemplaba el horizonte de esa manera, me acerqué a ella para despedirme con el pretexto de que me esperaban en el barco. Apenas si pareció escuchar lo que le había dicho. En cambio, musitó:

—Tiene que haber una solución definitiva. Nada, nadie puede seguir así. Tiene que haber una forma de acabar con esto.

—Pronto llegarán las tormentas de otoño, alteza. Ved cómo la escarcha se ha cobrado ya algunas de vuestras parras. Las tormentas nunca están lejos de las primeras heladas, y con ellas llegará la paz para nosotros.

—¿Paz? Ja. —Soltó un bufido de incredulidad—. ¿Llamas paz a no dormir por las noches preguntándote quién será el siguiente en morir, dónde atacarán el año que viene? Eso no es paz. Es una tortura. Tiene que haber una manera de acabar con los Corsarios de la Vela Roja. Y me propongo encontrarla.

Había conseguido que sus palabras sonaran prácticamente como una amenaza.