15

Secretos

El príncipe Veraz decidió desvelar su flota de buques de guerra a mediados del Festival de Invierno de aquel año decisivo. Si hubiera seguido los dictados de la tradición habría esperado a la llegada del buen tiempo y los habría botado el primer día del Festival de Primavera, considerado el momento más propicio para echar al agua un buque nuevo. Pero Veraz había exigido a los trabajadores de sus astilleros que tuvieran los cuatro veleros preparados para su botadura a mediados de invierno. Al escoger el día central del Festival de Invierno, se aseguraba un nutrido público, tanto para el lanzamiento de las naves como para sus palabras. Es asimismo tradicional que ese día se celebre una cacería, pues la carne conseguida se considera augurio de la bonanza por venir. Cuando hubo sacado los barcos de sus naves sobre sus rodaderos, anunció a la congregación que ésos eran sus cazadores y que las únicas presas que saciarían su sed de sangre serían los Corsarios de la Vela Roja. La reacción ante sus palabras fue discreta, y a todas luces no la que él esperaba. En mi opinión la gente quería apartar todo pensamiento de los corsarios de su cabeza, refugiarse en el invierno y fingir que la primavera no llegaría jamás. Pero Veraz les negó esa satisfacción. Aquel día se botaron los barcos y comenzó el adiestramiento de quienes habrían de ser sus tripulantes.

Ojos de Noche y yo pasamos la primera hora de la tarde cazando. Rezongó al respecto, arguyendo que era un momento del día ridículo para cazar, protestando porque yo había desperdiciado las primeras horas del día retozando con mi compañera de pajaza. Le dije que eso era algo natural, que seguiría siendo así durante varios días y probablemente más tiempo aún. No le hizo gracia. Pero a mí tampoco. Me molestaba, y no poco, que estuviera tan al corriente del modo en que empleaba yo mi tiempo aun cuando no fuese consciente de su contacto conmigo. ¿Se habría percatado Veraz de su presencia?

Se rió de mí. A veces me cuesta conseguir que me oigas. ¿Quieres que te zarandee para que sepas que estoy ahí y que luego aúlle para que se entere él también?

Nuestra cacería tuvo escaso éxito. Dos conejos, los dos bastante magros. Prometí llevarle los restos de la cocina al día siguiente. Menos éxito aún tuvo mi demanda de intimidad en determinadas ocasiones. No lograba hacerle entender por qué distinguía el apareamiento de otras actividades comunes de la manada, como cazar o aullar juntos. El apareamiento sugería camadas a corto plazo, y el cuidado de las camadas dependía de la manada. No puedo expresar con palabras la complejidad de nuestra discusión. Conversábamos con imágenes, con pensamientos compartidos, lo que no dejaba mucho sitio para la discreción. Su sinceridad me escandalizaba. Aseguraba compartir el placer que me producían mi compañera y nuestro apareamiento. Le rogué que dejara de hacerlo. Confusión. Por fin lo dejé devorando sus conejos. Parecía molesto porque yo no hubiera accedido a compartir la carne. Lo máximo que había conseguido arrancarle era su comprensión ante el hecho de que yo no quisiera saber que compartía a Molly conmigo. En realidad eso no era lo que yo quería, pero fue todo lo que pude sacar de él. La idea de que a veces deseara cortar nuestro lazo por completo no era algo que le entrara en la cabeza. No tenía sentido, decía. No era propio de la manada. Lo dejé preguntándome si volvería a tener alguna vez un momento de real y sincera intimidad.

Regresé al castillo y busqué la soledad de mi dormitorio. Aunque sólo fuera por un momento, necesitaba estar en algún sitio donde pudiera cerrar la puerta y quedarme solo. Físicamente, al menos. Como si se empeñaran en alimentar mi ansia de tranquilidad, los pasillos y las escaleras eran un hervidero de gente atareada. Los sirvientes retiraban las viejas esteras y extendían otras nuevas, se colocaban velas intactas en las abrazaderas y por todas partes se colgaban coronas y ramos de hojas perennes en festones y guirnaldas. El Festival de Invierno. No estaba de humor para eso.

Por fin llegué a mi puerta y entré en mi cuarto. La cerré con firmeza al pasar.

—¿Ya has vuelto?

El bufón me miró desde la chimenea, donde estaba en cuclillas frente a un semicírculo de pergaminos. Parecía que los estuviera dividiendo en grupos.

Lo observé fijamente sin disimular mi desmayo, que tardó un instante en convertirse en enfado.

—¿Por qué no me dijiste nada del estado del rey?

Estudió otro pergamino y, al cabo, lo dejó en un montón a su derecha.

—Pero si te lo dije. Una pregunta a cambio de la tuya: ¿Por qué no lo sabías ya?

Eso me desconcertó.

—Confieso que he descuidado mis visitas, pero…

—Ninguna de mis palabras te hubiera impactado tanto como verlo con tus propios ojos. Tampoco te has parado a pensar cómo sería si yo no me hubiera preocupado de ir allí todos los días para vaciar bacines, barrer, quitar el polvo, llevarme los platos sucios, peinarle el pelo y la barba…

De nuevo había conseguido dejarme sin palabras. Crucé la estancia y me senté pesadamente en mi arcón.

—No es el rey que yo recuerdo —dije con brusquedad—. Me asusta que pueda hundirse de ese modo, tan deprisa.

—¿A ti te asusta? A mí me aterra. Por lo menos tú tendrás otro rey cuando éste haya desaparecido.

El bufón puso otro pergamino en lo alto de una pila.

—Todos lo tendremos —señalé con cuidado.

—Algunos más que otros —dijo el bufón, lacónico.

Sin pensar, aseguré el alfiler prendido en mi jubón. Ese día casi lo había perdido. Eso me había hecho pensar en todo lo que había simbolizado durante todos aquellos años. La protección del rey, para un nieto bastardo del que otro hombre más despiadado se habría librado sin armar escándalo. Y ahora que era él el que necesitaba protección, ¿qué simbolizaba para mí?

—Bueno. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Tú y yo? Lo más parecido a nada. Yo soy un simple bufón y tú un bastardo.

Asentí a regañadientes.

—Ojalá estuviera aquí Chade. Ojalá supiera cuándo va a regresar.

Miré al bufón, preguntándome cuánto sabía.

—Chade es como una sombra, o eso he oído, así que supongo que volverá cuando salga el sol. —Siempre igual de evasivo—. Demasiado tarde para el rey, me figuro —añadió en voz baja.

—Entonces, ¿no podemos hacer nada?

—¿Tú y yo? Claro que sí. Lo que pasa es que podemos hacer demasiadas cosas. En estos casos, cuanto menos se haga más se consigue. Quizá tengas tazón, deberíamos consultar a los que puedan hacer algo. Y ahora… —Llegado a ese punto se incorporó e hizo como si se le sacudieran todas las extremidades, igual que una marioneta con las cuerdas enredadas. Repicó hasta el último de sus cascabeles. No pude reprimir una sonrisa—. Se acerca la mejor hora del día para tu rey. Y yo estaré allí, para hacer lo que pueda por él.

Salió con cuidado de su anillo de pergaminos y arcillas amontonadas. Bostezó.

—Adiós, Traspié.

—Hasta luego.

Se detuvo, dubitativo, en la puerta.

—¿No te importa que me vaya?

—Creo que lo que me importaba era que te quedaras.

—Nunca le lleves la contraria a un bufón. Pero ¿es que te has olvidado? Hicimos un trato. Un secreto a cambio de otro.

No me había olvidado. Pero de repente no estaba seguro de querer saberlo.

—¿De dónde viene el bufón, y por qué? —pregunté en voz baja.

—Ah. —Permaneció inmóvil un momento, antes de preguntar solemnemente—: ¿Seguro que quieres conocer la respuesta a esas preguntas?

—¿De dónde viene el bufón, y por qué? —repetí despacio.

Guardó silencio un instante. Entonces lo vi. Lo vi como hacía años que no lo veía, no como el bufón, todo ingenio y lengua afilada, hiriente como una navaja, sino como una persona menuda y esbelta, toda fragilidad, piel pálida, huesos de ave, incluso su cabello parecía más insustancial que el de otros mortales. Con su jubón negro y blanco ribeteado de cascabeles de plata y su ridículo cetro rata por toda armadura y espada en aquella corte de intrigas y traiciones. Y su misterio. El manto invisible de su misterio. Deseé fugazmente que no me hubiera ofrecido aquel trato y que mi curiosidad no hubiera sido tan. Arrolladora.

Suspiró. Paseó la mirada por mi cuarto, antes de acercarse al tapiz donde el rey Sapiencia saludaba al Vetulus. Levantó la vista hacia el y esbozó una sonrisa amarga, encontrando en la escena algún tipo de comicidad que a mí siempre se me había pasado por alto. Adoptó la postura de un poeta listo para recitar. Entonces se detuvo y volvió a mirarme fijamente a los ojos.

—¿Seguro que quieres saberlo, Traspié?

Como una letanía, repetí la pregunta.

—¿De dónde viene el bufón y por qué?

—¿De dónde? Ah, de dónde. —Juntó su nariz con la de Ratita un momento, formulando una respuesta a su propia pregunta. Luego me miró a la cara—. Ve al sur, Traspié. A las tierras que escapan de los márgenes de cualquier mapa que haya visto Veraz en su vida, y de los márgenes de los mapas trazados también en esos países. Ve al sur y luego al este, cruzando un mar para el que no tienes nombre. Terminarás por encontrar una península alargada, y en su serpenteante cabo encontrarás la aldea en que nació un bufón. Quizás encuentres incluso, todavía, a una madre que se acuerde de su bebé blanco como un gusano, que recuerde cómo me acunaba contra su pecho y cantaba. —Observó de soslayo mi rostro incrédulo, embobado, y soltó una risita—. Ni siquiera puedes imaginártelo, ¿verdad? Deja que te lo ponga un poco más difícil. Tenía el pelo largo, oscuro y rizado, y los ojos verdes. ¡Te imaginas! De esos ricos colores se nutría su transparencia. ¿Y los padres de la criatura incolora? Dos primos, pues tal era la costumbre de esa tierra. Uno robusto, fornido y presto a la risa, de labios rubicundos y ojos castaños, un granjero que olía a suelo fértil y aire libre. El otro tenía de enjuto lo que el uno de holgado, cabellos broncíneos teñidos de oro, poeta y juglar, azules sus ojos. Y, ¡oh, cómo me querían y se felicitaban por mí! Todos, los tres, y también la aldea entera. Cómo me querían. —Se le apagó la voz y permaneció callado un momento. Supe con toda certeza que estaba escuchando lo que nadie más había oído de sus labios. Recordé la vez que me había adentrado en su cuarto, y la exquisita muñeca en su cuna que había encontrado allí. Adorada como adorado había sido el bufón una vez. Esperé—. Cuando fui… lo bastante mayor, les dije adiós a todos. Partí dispuesto a encontrar mi lugar en la historia y escogí dónde desbaratarlo. Éste fue el sitio que elegí; el momento lo había dictado la hora de mi nacimiento. Llegué aquí y me entregué a Artimañas. Reuní los hilos que el destino había tenido a bien colocar en mis manos y empecé a enlazarlos y teñirlos como mejor pude, con la esperanza de desmadejar la tela que se extendía ante mí.

Meneé la cabeza.

—No me he enterado de nada de eso último.

—Ah. —Sacudió la cabeza y tintinearon sus cascabeles—. Te ofrecí contarte mi secreto. No te prometí que lo comprenderías.

—No se habrá entregado un mensaje hasta que haya sido entendido —repliqué, citando a Chade.

El bufón se resistía a aceptarlo.

—Entiendes lo que te digo —me aseguró—. Es sólo que te niegas a aceptarlo. Nunca antes te he hablado con tanta franqueza. Quizá sea eso lo que te desconcierta.

Hablaba en serio. Volví a negar con la cabeza.

—¡No tiene sentido! ¿Fuiste a alguna parte para encontrar tu lugar en la historia? ¿Cómo puede ser eso? La historia es lo que dejamos atrás.

Zangoloteó la cabeza, esta vez más despacio.

—La historia es lo que hacemos a lo largo de nuestra vida. La creamos con cada paso que damos. —Ensayó una sonrisa enigmática—. El futuro es otro tipo de historia.

—Nadie puede conocer el futuro —convine.

Su sonrisa se ensanchó.

—¿Nadie? —preguntó con un susurro—. Es posible, Traspié, que en alguna parte esté escrito todo lo que ha de ocurrir en el futuro. No redactado por la mano de una persona, claro, pero si las premoniciones, las visiones, los augurios y los vaticinios de toda una raza se plasmaran sobre el papel, se contrastaran y relacionaran entre sí, ¿acaso no crearía ese pueblo un telar donde enmarcar el tapiz del futuro?

—Eso es absurdo —protesté—. ¿Cómo sabría nadie si algo de eso era cierto?

—Si se construyera ese telar, si se tejiera ese tapiz de predicciones, no en el transcurso de unos cuantos años, sino durante decenas de siglos, llegaría un momento en el que se demostraría que posee una capacidad premonitoria sorprendentemente exacta. Ten en cuenta que quienes conservan estos registros pertenecen a otra raza, una raza increíblemente longeva. Una raza pálida y adorable que en ocasiones cruza sus líneas de sangre con las de los hombres. ¡Y así! —Describió un giro, súbitamente vivaz, insufriblemente complacido consigo mismo—. Y así, cuando nacen ciertos bebés, unas criaturas señaladas con tanta claridad que la historia debe recordarlas, son llamados a emprender su camino, a encontrar el lugar que les corresponde en esa historia futura. Y luego se les podría exhortar aun a examinar ese lugar, esa conjunción de un centenar de hilos y, digamos, esos hilos, entiendes, ésos son los que he de desmadejar, y al desmadejarlos cambiaré el tapiz, deformaré el diseño, alteraré el color de lo que está por venir. Cambiaré el destino del mundo.

Se estaba burlando de mí. Ahora estaba seguro.

—Quizás una vez cada mil años surja un hombre capaz de cambiar el mundo de esa manera. Un rey poderoso, tal vez, o un filósofo que dicte el pensamiento de miles de personas. Pero ¿tú y yo, bufón? Somos peones. Ceros.

Sacudió la cabeza, apesadumbrado.

—Esto, más que cualquier otra cosa, es lo que nunca he logrado entender de vosotros. Podéis lanzar los dados y comprender que toda la partida dependa de un resultado caprichoso. Repartís las cartas y decís que toda la suerte de un hombre puede depender de una sola mano. Pero ante la vida entera de un hombre arrugáis la nariz y decís, cómo, esta medianía de humano, este pescador, este carpintero, este ladrón, este cocinero, qué, qué puede hacer él en el vasto mundo. Así que os conformáis con ver cómo se consumen vuestras vidas, como velas cerca de una corriente de aire.

—No todos los hombres están destinados a hacer grandes cosas —le recordé.

—¿Estás seguro, Traspié? ¿Estás seguro de eso? ¿De qué sirve vivir la vida si no ha de suponer ninguna diferencia para el devenir del mundo? Me cuesta imaginar algo más triste. ¿Por qué no iba a decirse una madre, si crío bien a esta niña, si la quiero y me preocupo de ella, vivirá una vida que reporte felicidad a quienes la rodeen y, así, yo habré cambiado el mundo? ¿Por qué no iba a decir a su vecino el granjero que planta una semilla, esta semilla que planto hoy dará de comer a alguien algún día, y así es como yo hoy cambio el mundo?

—Eso es filosofía, bufón. Nunca he tenido tiempo de estudiar esas cosas.

—No, Traspié, esto es la vida. Y nadie tiene tiempo de pensar en estas cosas. Todas las criaturas del mundo deberían considerar esto, siquiera durante un latido de su corazón. De lo contrario, ¿qué sentido tiene levantarse cada mañana?

—Bufón, esto me supera —declaré con incomodidad.

Nunca lo había visto tan apasionado, nunca lo había oído hablar con tanta franqueza. Era como si hubiera agitado unas brasas cubiertas de ceniza para descubrir de repente el rescoldo candente que refulgía en sus profundidades. Ardía con demasiada intensidad.

—No, Traspié. He llegado a creer que tú eres la clave. —Estiró el brazo y me dio un golpecito con Ratita—. La piedra angular. La puerta. La encrucijada. El catalizador. Cada vez que llego a un cruce de caminos, cada vez que creo que he perdido el rastro, cuando pego la nariz al suelo y husmeo, barrunto y olisqueo, encuentro siempre el mismo olor. El tuyo. Tú creas posibilidades. Mientras existas, se puede cambiar el futuro. He venido aquí por ti, Traspié. Tú eres el hilo que hilvano. Uno de ellos, al menos.

Sentí un repentino escalofrío premonitorio. Dijera lo que dijese a continuación, no quería escucharlo. En alguna parte, a lo lejos, se alzó un ulular apagado. Un lobo aullaba en la inflexión del invierno. Me estremecí y se me erizó hasta el último vello del cuerpo.

—Ya me has tomado bastante el pelo —dije, riéndome con nerviosismo—. No sé cómo pude creer que me ibas a contar un secreto de verdad.

—Tú. O no tú. Pieza clave, ancla, nudo. He visto el fin del mundo, Traspié. Lo he visto tejido con la misma claridad que he visto mi nacimiento. Oh, no mientras vivas, ni siquiera mientras viva yo. Pero ¿habremos de conformarnos por vivir en el ocaso y no en la noche cerrada? ¿Habremos de regocijarnos por sufrir solamente, cuando serán tus hijos los que conozcan los tormentos de los condenados? ¿Será esto lo que nos impulse a no hacer nada?

—Bufón. No quiero oír más.

—Tuviste la oportunidad de impedírmelo. Pero me pediste que hablara en tres ocasiones, y ahora tienes que oírme. —Levantó su cetro como si fuese a ordenar una carga y habló como si se dirigiera al consejo en pleno de los Seis Ducados—. La caída del Reino de los Seis Ducados fue el guijarro que inició la avalancha. Los desalmados avanzaron a partir de ahí, extendiéndose como una mancha de sangre por la mejor camisa del mundo. Las tinieblas devoran y nunca habrán de saciarse hasta consumirse a sí mismas. Y todo porque la Casa de los Vatídico fracasó. Ése es el futuro que ya se ha tejido. ¡Pero aguarda! ¿Vatídico? —Ladeó la cabeza y me observó fijamente, contemplativo como un ave carroñera—. ¿Por qué te llaman así, Traspié? ¿Qué vaticinaron tus antepasados para merecerse ese nombre? ¿Quieres que te explique de dónde viene ese nombre? El mismo nombre de tu casa es el futuro que extiende los brazos en el tiempo hacia ti, otorgándote el nombre que algún día habrá de merecerse tu casa. Los Vatídico. Ésa fue la pista que me abrió los ojos. Que el futuro retrocediera hasta ti, hasta tu casa, hasta donde tu linaje se cruzaba con mi época para nombraros así. Vine aquí y ¿qué descubrí? Un Vatídico, sin nombre. Innominado en cualquier historia, pasada o futura. Pero te he visto adoptar un nombre, Traspié Hidalgo Vatídico, y veré cómo haces honor a él. —Se acercó a mí y me cogió por los hombros—. Estamos aquí, Traspié, tú y yo, para cambiar el futuro del mundo. Para extender la mano y contener en su sitio ese diminuto guijarro que podría desencadenar una avalancha.

—No. —Un frío espantoso me atenazaba las entrañas. Me estremecí. Me empezaron a castañetear los dientes y unas brillantes motas de luz invadieron la periferia de mi visión. Un ataque. Iba a sufrir otro ataque. Allí mismo, delante del bufón—. ¡Vete! —grité, incapaz de soportar la idea—. Márchate. ¡Vamos! Corre. ¡Corre!

Nunca antes había visto al bufón sorprendido. Se había quedado con la boca abierta, revelando sus diminutos dientes blancos y su pálida lengua. Me sujetó un instante más y luego me soltó. No me detuve a pensar lo que podría parecerle mi brusca expulsión. Abrí la puerta de golpe y la señalé, y desapareció. La cerré tras sus pasos, eché el pestillo y trastabillé hasta mi cama mientras me golpeaba una oleada tras otra de oscuridad. Me desplomé de bruces sobre la colcha.

—¡Molly! —grité—. ¡Molly, sálvame!

Pero sabía que no podía oírme y me hundí solo en las tinieblas.

El resplandor de un centenar de velas, guirnaldas de hojas perennes, coronas de acebo, ramas negras desnudadas por el invierno y cargadas de rutilantes caramelos de azúcar para complacer la vista y el gusto. El chasquido de las espadas de madera de los títeres y las entusiasmadas exclamaciones de los niños cuando la cabeza del príncipe Picazo salió disparada por encima de los espectadores. La boca de Armonioso abierta de par en par en una canción obscena mientras sus dedos brincaban a su aire sobre las cuerdas del arpa. Una racha de aire frío cuando se abrieron las grandes puertas del Gran Salón y se unió a nosotros otro grupo de parranderos. Poco a poco me hacía a la idea de que aquello ya no era un sueño, era el Festival de Invierno, y yo estaba deambulando plácidamente en medio de la celebración, sonriendo sin entusiasmo a todo el mundo y sin ver a nadie. Parpadeé despacio. No podía hacer nada deprisa. Estaba envuelto en lana suave, navegaba a la deriva como un bote sin remos en un mar en calma. Me embargaba una gloriosa somnolencia. Alguien me tocó el brazo. Me giré. Burrich, con el ceño fruncido, preguntándome algo. Su voz, siempre tan profunda, casi como un color que me teñía cuando hablaba.

—Todo va bien —le dije—. No te preocupes, todo va bien.

Me alejé flotando de él, surcando las corrientes de gente.

El rey Artimañas estaba sentado en su trono, pero ahora sabía que estaba hecho de papel. El bufón estaba sentado a sus pies y sujetaba su cetro rata igual que se agarra un bebé a su sonajero. Su lengua era una espada y, conforme se acercaban los enemigos del rey al trono, el bufón los abatía, los cortaba en pedazos y los alejaba del hombre de papel que ocupaba el trono.

Y allí estaban Veraz y Kettricken en otro estrado, tan bonitos los dos como la muñeca del bufón. Miré y vi que ambos estaban hechos de apetitos, como contenedores llenos de hueco. Qué pena me daba no poder llenarlos, con lo vacíos que estaban los dos. Regio se acercó a hablar con ellos y era un enorme pájaro negro, no un mirlo, no, nada tan alegre como un mirlo, ni un cuervo, no tenía la risueña sagacidad de un cuervo, no, era una miserable ave carroñera que daba vueltas y más vueltas, soñando que la pareja era carroña de la que podía alimentarse. Él sí que hedía a carroña. Me cubrí la boca y la nariz con una mano y me alejé de ellos.

Me senté en la repisa de una chimenea, al lado de una niña que se reía, contenta con sus faldas azules. Era dicharachera como una ardilla y le sonreí, y pronto se pegó a mí y empezó a cantar una divertida canción sobre tres lecheras. Había más personas sentadas y de pie alrededor de la chimenea y todas se sumaron a la canción. Todos nos reímos al final, aunque no sabía muy bien por qué. Qué cálida era su mano, apoyada en mi muslo.

Hermano, ¿te has vuelto loco? ¿Has comido raspas de pescado, tienes fiebre?

—¿Eh?

Tienes la mente empañada. Tus pensamientos son pálidos y macilentos. Te mueves como si fueras una presa.

—Me siento bien.

—¿Os sentís bien, señor? Entonces yo también.

Me sonrió. Carita regordeta, ojos oscuros, rizos que escapaban bajo su gorro. Ésta le gustaría a Veraz. Me dio una palmadita amistosa en la pierna. Más arriba que donde me había tocado antes.

—¡Traspié Hidalgo!

Levanté la cabeza despacio. Paciencia estaba de pie ante mí, con Cordonia a su lado. Sonreí al verla allí. Salía tan poco de su cuarto para hacer vida social… Sobre todo en invierno. El invierno era una época difícil para ella.

—Cómo deseo que llegue el verano para que podamos pasear juntos por los jardines —le dije.

Me observó un momento sin decir nada.

—Quiero subir una cosa a mis aposentos pero pesa mucho. ¿Puedas hacerme ese favor?

—Por supuesto. —Me levanté con cuidado—. Tengo que irme —dije a la pequeña criada—. Mi madre me necesita. Me ha gustado mucho tu canción.

—¡Adiós, señor! —trinó, y Cordonia la fulminó con la mirada.

Paciencia tenía las mejillas muy rojas. La seguí en medio de los empujones y achuchones de la gente. Llegamos al pie de las escaleras.

—Se me ha olvidado cómo se suben éstas —le dije—. ¿Y dónde está eso que tanto pesaba?

—¡Eso era una excusa para sacarte de ahí antes de que te pusieras aún más en ridículo! —siseó Paciencia—. ¿Qué mosca te ha picado? ¿Cómo has podido portarte tan mal? ¿Estás borracho?

Medité la respuesta.

Ojos de Noche dice que he comido raspas de pescado. Pero yo me siento bien.

Cordonia y Paciencia me miraron muy atentamente. Luego cada una me cogió de un brazo y me condujeron escaleras arriba. Paciencia preparó té. Yo hablé con Cordonia. Le dije cuánto quería a Molly y que iba a casarme con ella en cuanto el rey me diera su permiso. Me dio una palmadita en la mano, me tocó la frente y me preguntó qué había comido ese día y dónde. No me acordaba. Paciencia me dio el té. Vomité enseguida. Cordonia me dio agua fría. Paciencia me dio más té. Volví a vomitar. Dije que ya no quería más té. Paciencia y Cordonia tuvieron una discusión. Cordonia dijo que pensaba que yo me pondría bien si dormía un poco. Me llevó a mi cuarto.

Desperté incapaz de distinguir qué había sido un sueño y qué real, si es que algo había sido real. Todos mis recuerdos de la velada eran tan borrosos como los de algo que hubiera ocurrido hacía muchos años. A eso se añadía el hueco de la escalera abierto con su acogedora luz amarilla y su corriente de aire, que helaba mi habitación. Gateé fuera de la cama, me balanceé un momento cuando me sobrevino una oleada de vértigo y luego subí las escaleras despacio, con una mano pegada siempre a la fría pared de piedra para confirmar que era real. A medio camino, bajó Chade a mi encuentro.

—Ten, apóyate en mi brazo —ordenó, y yo obedecí.

Me rodeó los hombros con el brazo libre y subimos juntos las escaleras.

—Te he echado de menos —le dije. Cuando volví a coger aire, añadí—: El rey Artimañas está en peligro.

—Ya lo sé. El rey Artimañas siempre está en peligro.

Llegamos a lo alto de la escalera. Tenía la chimenea encendida y había comida en una bandeja. Me guió hacia las dos cosas.

—Me parece que hoy me han envenenado. —Sentí un escalofrío de repente y me estremecí de la cabeza a los pies. Cuando pasó, me sentí más alerta—. Parece que estoy despertando por fases. Me digo que estoy despierto y entonces lo veo todo más claro.

Chade asintió con gesto serio.

—Sospecho que fueron los residuos de ceniza. No te paraste a pensar mientras limpiabas la habitación del rey Artimañas. A menudo el residuo quemado de una hierba concentra la potencia de la misma. Te embadurnaste las manos y luego te pusiste a comer galletas. Poco podía hacer yo. Pensé que te quedarías dormido hasta que pasaran los efectos. ¿Por qué te dio por bajar al salón?

—No lo sé. —Luego—: ¿Cómo es que siempre sabes tantas cosas? —pregunté malhumorado mientras me depositaba en su vieja silla.

Él ocupó mi asiento de costumbre sobre la chimenea. Incluso a pesar de mi aturdimiento reparé en la fluidez con que se movía, como si de alguna manera se hubiera desembarazado de los dolores y achaques propios del cuerpo de un anciano. Su rostro había adquirido un tinte ebúrneo y también sus brazos, donde el bronceado disimulaba los estigmas de sus picaduras. En cierta ocasión me había percatado de su parecido con Artimañas. Ahora además veía a Veraz en su rostro.

—Tengo mis trucos para averiguar según qué cosas. —Me dedicó una sonrisa lobuna—. ¿Qué recuerdas del Festival de Invierno de esta noche?

Torcí el gesto mientras pensaba la respuesta.

—Lo suficiente para saber que mañana va a ser un día muy complicado.

De repente me vino a la mente la pequeña criada. Apoyada en mi hombro, con la mano en mi muslo. Molly. Tenía que hablar con Molly esta noche y darle alguna explicación. Si se presentaba en mi habitación sin que yo estuviera allí para abrirle la puerta… Di un respingo en la silla pero me recorrió otro escalofrío. Me sentía como si me estuvieran arrancando la piel a tiras.

—Ten. Come algo. Echar las tripas por la boca no era lo que más te convenía, pero estoy seguro de que Paciencia lo hizo con buena intención y, en otras circunstancias, podría haberte salvado la vida. No, idiota, lávate las manos primero. ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho?

Reparé entonces en el agua con vinagre que había al lado de la comida. Me lavé las manos con cuidado para eliminar hasta la última traza de lo que fuera que se había adherido a ellas y luego la cara, sorprendido al comprobar lo alerta que me sentí de repente.

—Ha sido como un sueño prolongado, todo el día… ¿Esto es lo que siente Artimañas?

—No tengo ni idea. Es posible que no todas esas hierbas que queman ahí abajo sean lo que yo creo que son. Era uno de los asuntos que quería comentar contigo esta noche. ¿Qué ha pasado con Artimañas? ¿Tan repentina ha sido su enfermedad? ¿Cuánto tiempo lleva Wallace haciéndose pasar por curandero?

—No lo sé.

Agaché la cabeza, avergonzado. Me obligué a informar a Chade de lo negligente y estúpido que había sido en su ausencia. Cuando terminé, se mostró de acuerdo conmigo.

—En fin —suspiró—. No podemos remediarlo, habrá que conformarse con salvar tanto como sea posible. Están ocurriendo demasiadas cosas como para resolverlas todas de una sentada. —Me observó pensativo—. Varias cosas de las que me cuentas no me sorprenden. Los forjados que se aproximan a Torre del Alce, la pertinaz enfermedad de Artimañas. Pero la salud de Artimañas se ha deteriorado mucho más deprisa de lo que esperaba, y no le encuentro ningún sentido a la suciedad de sus aposentos. A no ser… —No concluyó el pensamiento—. Quizá piensen que lady Tomillo era su única defensora. Quizá crean que ya no nos importa; quizá les parezca que es un anciano aislado, un obstáculo para eliminar. Tu negligencia los ha sacado a la luz, al menos. Y ahora que han asomado la cabeza, quizá podamos cortársela. —Suspiró—. Pensé que podría utilizar a Wallace, manipularlo con sutileza mediante el consejo de otros. Sabe poco de hierbas; ese hombre es un charlatán. Pero es posible que sea otro el que se haya aprovechado de la herramienta que con tanto descuido dejé abandonada. Ya veremos. Bueno. Hay formas de solucionar esto.

Me mordí la lengua antes de que se me escapara el nombre de Regio.

—¿Cómo? —pregunté.

Chade sonrió.

—¿Cómo anularon tu eficacia como asesino en el Reino de las Montañas?

El recuerdo me hizo fruncir los labios.

—Regio desveló mis intenciones a Kettricken.

—Exacto. Vamos a arrojar un poco de luz sobre lo que transpira en los aposentos del rey. Come mientras hablamos.

Y eso hice, escuchándolo mientras perfilaba mis quehaceres para el día siguiente, pero tomando nota también de los platos que me había preparado. Predominaba el sabor a ajo y sabía de su confianza en sus propiedades purificadoras. Seguía preguntándome qué habría ingerido, y también hasta qué punto deformaba mis recuerdos de la conversación que había mantenido con el bufón. Me encogí al rememorar la brusquedad con que lo había expulsado de mi cuarto. Otra persona a la que tendría que buscar mañana. Chade percibió mi preocupación.

—A veces —comentó veladamente— tienes que confiar en la gente para darte cuenta de que no eres perfecto.

Asentí, y de pronto se me escapó un sonoro bostezo.

—Perdona —musité. De repente me pesaban tanto los párpados que me costaba mantener la cabeza erguida—. ¿Decías?

—Nada, nada. Acuéstate. Duerme. El sueño es la mejor medicina.

—Pero si ni siquiera te he preguntado dónde has estado. Ni lo que has estado haciendo. Te mueves y actúas como si hubieras rejuvenecido diez años.

Chade arrugó los labios.

—¿Eso era un cumplido? Da igual. Esas preguntas serían inútiles de todos modos, así que puedes ahorrártelas para otra ocasión y sentirte frustrado entonces cuando me niegue a contestarlas. En cuanto a mi condición… bueno, cuanto más cosas obliga uno a hacer a su cuerpo, más hace. No ha sido un viaje fácil. Pero creo que todas las penalidades han estado bien empleadas. —Levantó una mano con gesto admonitorio cuando abrí la boca—. Y no pienso decir nada más. Ahora a la cama, Traspié. A la cama.

Volví a bostezar mientras me levantaba y me desperecé hasta que me crujieron todas las articulaciones.

—Has pegado otro estirón —se admiró Chade—. A este ritmo, llegarás a ser más alto incluso que tu padre.

—Te he echado de menos —musité mientras me acercaba a la escalera.

—Y yo a ti. Pero ya tendremos tiempo de ponernos al día mañana por la noche. De momento, es hora de que te acuestes.

Bajé las escaleras con la sincera intención de seguir su consejo. Como hacía siempre, el hueco de la escalera se cerró sólo momentos después de que yo saliera, por medio de un mecanismo que aún no había conseguido descubrir. Eché tres troncos más al fuego que ya agonizaba y me acerqué a la cama. Me senté encima para quitarme la camisa. Estaba agotado. Pero no tanto como para no percibir una tenue traza del perfume de Molly en mi piel al desnudarme. Me quedé sentado otro momento, sosteniendo la camisa en mis manos. Me la volví a poner y me levanté. Fui a la puerta y salí al pasillo con sigilo.

Era tarde, según los estándares de cualquier otra noche. Mas ésa era la primera noche del Festival de Invierno. Abajo había muchas personas que no se acordarían de sus camas hasta que despuntara el sol sobre el horizonte. Otros no dormirían en sus habitaciones. Sonreí de pronto al darme cuenta de que me proponía formar parte de ese segundo grupo.

Había gente en los salones y en las escaleras esa noche. La mayoría estaban demasiado ebrios o atareados como para fijarse en mí. En cuanto a los demás, resolví utilizar el Festival de Invierno como pretexto para cualquier pregunta que me hicieran al día siguiente. Aun así, tuve la prudencia de asegurarme de que el pasillo estaba despejado antes de llamar a su puerta. No oí ninguna respuesta. Me disponía a llamar de nuevo cuando la puerta se abrió sin hacer ruido a la oscuridad.

Me asusté. En ese instante me convencí de que le había ocurrido algún daño, de que alguien había estado allí y la había herido y la había abandonado a oscuras. Entré de un salto, gritando su nombre. La puerta se cerró a mi paso y, «¡Chitón!», me ordenó.

Me giré para encontrarla, pero mis ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la oscuridad. La luz del fuego de la chimenea era la única iluminación del cuarto y estaba a mi espalda. Cuando mi vista penetró las tinieblas, sentí que me costaba respirar.

—¿Me esperabas? —conseguí preguntar al fin.

Con una vocecilla felina, respondió:

—No, desde hace horas nada más.

—Pensé que estarías disfrutando de la fiesta en el Gran Salón.

Comprendí muy despacio que no la había visto allí.

—Sabía que no me echarían en falta. Salvo una persona. Y pensé que a lo mejor a esa persona se le ocurriría venir aquí a buscarme.

Me quedé inmóvil y la observé. Llevaba una corona de acebo sobre su mata de cabello. Por toda indumentaria. Y seguía apoyada en la puerta, de pie, deseosa de que yo la admirara. ¿Cómo podría explicar el límite que había sido traspasado? Antes nos habíamos aventurado en esto juntos, explorando, inquisitivos. Pero eso era diferente. Ésa era la franca invitación de una mujer. ¿Puede haber algo tan irresistible como la certeza de que una mujer te desea? Me abrumaba, me bendecía y de algún modo me redimía de todas las estupideces que había cometido en mi vida.

El Festival de Invierno.

El secreto del corazón de la noche.

Sí.

Me despertó antes de que amaneciera y me sacó de sus aposentos. El beso de despedida que me dio antes de empujarme al pasillo fue tan intenso que me quedé plantado ante su puerta, intentando convencerme de que el alba no estaba tan próxima. Transcurrido un momento recordé que era indispensable guardar las formas y borré la sonrisa bobalicona de mi cara. Alisé mi camisa arrugada y me encaminé hacia las escaleras.

Una vez de vuelta en mi cuarto se apoderó de mí un cansancio casi mareante. ¿Cuánto hacía que no dormía toda una noche de un tirón? Me senté en la cama y me quité la camisa. La tiré al suelo. Me dejé caer de espaldas y cerré los ojos.

Un golpecito en mi puerta me hizo incorporarme de un salto. Crucé la estancia, sonriendo para mí. Aún sonreía cuando abrí la puerta de par en par.

—¡Estupendo, ya estás arriba! Y casi vestido. Por el aspecto que tenías anoche, temía que te tuviera que agarrar del pescuezo y sacarte a rastras de la cama.

Era Burrich, recién aseado y peinado. Las líneas que le surcaban la frente eran los únicos indicios visibles de la juerga de la noche anterior. Gracias a mis años de convivencia con él sabía que, por feroz que fuese su resaca, siempre madrugaba para desempeñar sus tareas. Suspiré. De nada serviría pedir cuartel, porque no me lo iba a dar. Así que me dirigí al arcón donde guardaba la ropa, me puse una camisa limpia y lo seguí a la torre de Veraz.

Hay una especie de umbral, tanto mental como físico. Han sido pocas las veces en mi vida que me he visto empujado a cruzarlo, pero en cada una de esas ocasiones ocurrió algo extraordinario. Aquella mañana fue una de tales ocasiones. Transcurrida aproximadamente una hora, estaba en la sala de la torre de Veraz, descamisado y sudoroso. Las ventanas estaban abiertas para permitir la entrada del viento invernal, pero no tenía frío. El hacha almohadillada que me había dado Burrich pesaba poco menos que el mundo entero, y la carga de la presencia de Veraz en mi mente conseguía que me sintiera como si se me fuera a salir el cerebro por los ojos. Ya no podía mantener el hacha en alto para protegerme. Burrich cargó sobre mí de nuevo y me defendí con una parada meramente testimonial. La eludió con facilidad y avanzó rápidamente, uno, dos golpes, no muy fuertes pero tampoco suaves.

—Estás muerto —me dijo, y se retiró.

Dejó que la cabeza de su hacha apuntara al suelo y se quedó apoyado en el arma, jadeando. Solté mi hacha sin más fuerzas para sostenerla. Rendido.

Dentro de mi cabeza, Veraz estaba muy quieto. Miré de soslayo al lugar donde estaba sentado, contemplando por la ventana el mar que se extendía hasta el horizonte. La luz de la mañana resplandecía en las arrugas de su rostro y las canas de su cabello. Tenía los hombros echados hacia delante. Su postura era la viva estampa de mi estado de ánimo. Cerré los ojos un momento, demasiado agotado para hacer otra cosa. Y de pronto nos fundimos. Vi los horizontes de nuestro futuro. Éramos un país sitiado por un enemigo despiadado que se cernía sobre nosotros para mutilarnos y matarnos. Ése era su único objetivo. No tenían campos que cultivar, ni hijos que defender, ni ganado que atender. Nada los distraía de sus incursiones. Pero nosotros intentábamos proseguir con nuestras vidas al tiempo que procurábamos defendernos de su destrucción. Para los Corsarios de la Vela Roja, las incursiones eran su vida. Esa resolución era cuanto necesitaban para destruirnos. No éramos guerreros; hacía generaciones que habíamos dejado de serlo. No pensábamos como guerreros. Aun aquellos de nosotros que éramos soldados habíamos sido entrenados para enfrentarnos a un adversario racional. ¿Cómo podríamos resistir el asalto de una horda de dementes? ¿Qué armas teníamos? Miré a mi alrededor. Yo. Yo como Veraz.

Un hombre. Un solo hombre, envejeciendo mientras se debatía entre defender a su pueblo y dejarse arrastrar por el éxtasis adictivo de la Habilidad. Un hombre que intentaba alentarnos, animarnos a defendernos por nosotros mismos. Un hombre con la mirada perdida en la lejanía mientras reñíamos, tramábamos y conspirábamos en las habitaciones bajo sus pies. Era inútil. Estábamos abocados al fracaso.

Una oleada de desesperación me cubrió y amenazó con derribarme. Se arremolinó a mi alrededor pero, de pronto, en medio de ella, encontré un asidero. Un lugar donde la misma futilidad de todo aquello resultaba graciosa. Espantosamente graciosa. Cuatro barquitos de guerra, aún sin terminar, dotados con tripulaciones inexpertas. Torres de vigilancia y señales de fuego para llamar a los ineptos defensores a la matanza. Burrich con su hacha y yo aterido de frío. Veraz asomado a la ventana mientras, abajo, Regio atiborraba de drogas a su propio padre. Con la esperanza de nublarle el sentido y heredar aquel desastre, sin duda. Todo aquello era una completa pérdida de tiempo y, a la vez, la rendición resultaba inimaginable. Una carcajada brotó en mi interior y fui incapaz de contenerla. Me apoyé en mi hacha y me reí como si el mundo fuese la cosa más graciosa que me hubiera echado jamás a la cara, mientras Burrich y Veraz me observaban fijamente. Una leve sonrisa curvó las comisuras de los labios de Veraz; en sus ojos brillaba una luz, reflejo de mi locura.

—¿Chaval? ¿Estás bien? —me preguntó Burrich.

—Bien. Estoy genial —les dije a los dos cuando terminó mi ataque de risa.

Enderecé la espalda. Meneé la cabeza y juro que me pareció sentir cómo se asentaba mi cerebro.

—Veraz —dije, y abracé su conciencia con la mía. Era fácil; siempre lo había sido, pero antes pensaba que había algo que perder al hacerlo. No nos fundimos en una sola persona sino que encajamos como dos cuencos apilados en una alacena. Lo transportaba con facilidad, como una carga bien distribuida. Cogí aliento y levanté mi hacha—. Otra vez —dije a Burrich.

Cuando me atacó dejé de permitirle que siguiera siendo Burrich.

Era un hombre armado con un hacha que intentaba matar a Veraz, y antes de que pudiera frenar mi impulso lo había tumbado en el suelo. Se levantó, sacudiendo la cabeza, y vi una sombra de ira en su rostro. De nuevo chocamos, y de nuevo dio con sus huesos en el suelo.

—A la tercera —me dijo, y su sonrisa de batalla iluminó su cara empapada de sudor.

Nos enzarzamos otra vez, solazándonos en la contienda, y lo superé ampliamente.

Nos batimos en otras dos ocasiones antes de que Burrich esquivara de pronto uno de mis golpes. Bajó su hacha y se irguió, algo inclinado hacia delante hasta que hubo recuperado el resuello. Terminó de enderezarse y miró a Veraz.

—Ya está —dijo, lacónico—. Ya le ha cogido el tranquillo. Aún tiene que depurar la técnica, el entrenamiento se encargará de eso, pero habéis elegido bien para él. El hacha es su arma.

Veraz asintió despacio.

—Y él es la mía.