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El festival de invierno

El Festival de Invierno es tanto una celebración de la época más oscura del año como la conmemoración del regreso de la luz. Durante los tres primeros días del festival, rendimos homenaje a la oscuridad. Los cuentos que se narran y los espectáculos de títeres que se representan giran en torno a momentos de ocio y tienen finales felices. Los platos consisten en pescados en salazón y carnes ahumadas, tubérculos y frutas recogidas el verano anterior. Luego, mediado el festival, se celebra una cacería. Se vierte sangre nueva para celebrar el punto de inflexión del año y se sirve carne fresca en la mesa, que se comerá acompañada de los cereales cosechados el año anterior. Los tres días siguientes miran hacia el verano que se aproxima. Los telares se cargan con hilos de brillantes colores y las hilanderas ocupan un rincón del Gran Salón para competir entre sí por ver quién ha conseguido el diseño más alegre y la tela más ligera. Las historias que se cuentan hablan de comienzos e inicios, de cómo serán las cosas que están aún por venir.

Intenté ver al rey aquella misma noche. Pese a todo lo ocurrido, no me había olvidado de la promesa que me había hecho a mí mismo. Wallace me impidió el paso, alegando que el rey Artimañas no se encontraba bien y no deseaba recibir a nadie. Sentí deseos de aporrear la puerta y llamar a voces al bufón para que obligara a Wallace a admitirme. Pero no lo hice. Ya no estaba tan seguro como antes de mi amistad con el bufón. No nos habíamos vuelto a ver desde que me dedicara aquella canción de burla. Pensar en él me trajo sus palabras a la cabeza, y cuando regresé a mi cuarto volví a hojear los manuscritos de Veraz.

Leer me produjo sueño. La dosis de valeriana, aun diluida, había sido potente. El letargo se adueñó de mis brazos y piernas. Dejé los pergaminos a un lado, sin haber averiguado nada más que antes de cogerlos. Mi mente vagó por otros derroteros. ¿Y si se anunciara un bando oficial durante el Festival de Invierno para que todos los habilitados, por ancianos y débiles que estuvieran, supieran que los estábamos buscando? ¿Convertiría eso en objetivos a quienes respondieran al llamamiento? Repasé la lista de candidatos evidentes. Los que habían estudiado conmigo. Ninguno de ellos sentía simpatía por mí, pero eso no significaba que no fueran leales a Veraz. Pervertidos quizá por las enseñanzas de Galeno, pero ¿acaso eso no tenía remedio? Descarté a Augusto de inmediato. Su última experiencia con la Habilidad en Jhaampe había destruido su talento. Se había retirado discretamente a alguna ciudad del río Vin, envejecido antes de tiempo, según los rumores. Pero había habido más. Ocho de nosotros habíamos sobrevivido al entrenamiento. Siete habíamos regresado de la prueba definitiva. Yo la había fallado y Augusto se había desentendido de todo. Quedaban cinco.

Menuda camarilla. Me pregunté si me odiarían todos tanto como Serena. Ésta me culpaba de la muerte de Galeno y no se esforzaba por ocultarlo. ¿Estarían los demás tan al corriente de lo acontecido? Intenté acordarme de todos. Justin. Pagado de sí mismo y demasiado orgulloso de su Habilidad. Carrod. Antes era un muchacho tranquilo y agradable. Las pocas veces que lo había visto desde que se convirtiera en miembro de la camarilla, sus ojos me habían parecido casi vacíos. Como si no quedara nada de lo que había sido. Burl había dejado que su fortaleza física se trocara en obesidad cuando empezó a habilitar en vez de trabajar la madera para ganarse la vida. Will nunca había sido alguien destacable. La Habilidad no lo había cambiado. Empero, todos ellos habían demostrado tener talento para la Habilidad. ¿No podría adiestrarlos Veraz? Tal vez. Pero ¿cuándo? ¿De dónde sacaría tiempo para una empresa así?

Alguien se acerca.

Me desperté. Estaba tendido boca abajo en mi cama, rodeado de pergaminos desordenados. No pretendía quedarme dormido, y rara vez dormía tan profundamente. De no haber estado empleando Ojos de Noche mis propios sentidos para velar por mí, me habrían cogido desprevenido por completo. Vi cómo se abría la puerta de mi habitación. El fuego casi se había consumido y había poca luz en la estancia. No había echado el pestillo; no esperaba quedarme dormido. Permanecí inmóvil, preguntándome quién se acercaba con tanto sigilo, esperando encontrarme desprevenido. ¿O sería alguien que esperaba hallar mi cuarto vacío, alguien que buscaba los pergaminos, quizás? Acerqué la mano al cuchillo de mi cinto y apresté los músculos para saltar. Una figura traspuso la puerta a hurtadillas y la cerró sin hacer ruido. Desenfundé el cuchillo.

Es tu hembra. En alguna parte, Ojos de Noche bostezó y se desperezó. Movió la cola con languidez. Inspiré hondo por la nariz.

Molly, confirmé con satisfacción para mí al percibir su dulce fragancia. Sentí una inesperada trepidación física. Permanecí muy quieto, con los ojos cerrados, y dejé que se acercara a la cama. Oí su apagada exclamación reprobatoria y luego el roce de papeles mientras recogía los pergaminos desperdigados y los depositaba con cuidado encima de la mesa. Vacilante, me tocó la mejilla.

—¿Nuevo?

No pude evitar la tentación de hacerme el dormido. Se sentó a mi lado y el colchón cedió suavemente con su cálido peso. Se inclinó sobre mí y, ante mi perfecta quietud, posó su dulce boca en la mía. Alargué los brazos y la atraje hacia mí, maravillado. Ayer era un hombre ignorante del contacto: la palmada de un amigo en el hombro, el empujón fortuito de una muchedumbre o, demasiado a menudo, alguna mano que pretendía propinarme un pescozón. Ésa había sido la extensión de mi contacto personal. Entonces, lo ocurrido anoche, y ahora esto. Concluyó el beso y se tumbó, colocándose con suavidad a mi lado. Inhalé una vaharada de su fragancia y me quedé quieto, saboreando los lugares donde su cuerpo tocaba el mío y me infundía calor. La sensación era comparable a una pompa de jabón que flota con el viento; temía respirar incluso, por miedo a que se desvaneciera.

Es agradable, convino Ojos de Noche. Aquí no se está tan solo. Se parece más a una manada.

Me envaré y me aparté un poco de Molly.

—¿Nuevo? ¿Qué ocurre?

Mío. Esto es mío, no para compartirlo contigo. ¿Lo entiendes?

Egoísta. Esto no es como la carne, que se reparte en mayor o menor cantidad.

—Espera un momento, Molly. Se me ha agarrotado un músculo.

¿Cuál? Con socarronería.

No, esto no es como la carne. La carne la compartiría siempre contigo, y el refugio, y siempre acudiré para combatir a tu lado si me necesitas. Siempre dejaré que me acompañes a cazar y siempre te ayudaré a cazar a ti. Pero esto, con mi… hembra. Esto tiene que ser mío. Sólo mío.

Ojos de Noche resopló, espantó una pulga. Siempre te marcas límites que no existen. La carne, la caza, la defensa del territorio, las hembras… todo eso es de la manada. Cuando tenga cachorros, ¿no iré a cazar para alimentarlos? ¿No los defenderé?

Ojos de Noche… No puedo explicártelo en estos momentos. Tendría que haber hablado antes contigo. ¿Me harás el favor de retirarte por ahora? Te prometo que lo discutiremos. Más tarde.

Esperé. Nada. Ni rastro de él. Uno menos, uno de sobra.

—¿Nuevo? ¿Te sientes mal?

—Estoy bien. Es que… dame un momento.

Creo que fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Molly estaba a mi lado, dubitativa de repente, a punto de apartarse de mí. Tenía que concentrarme en encontrar mis límites, en situar mi mente en el centro de mi ser y levantar barreras para mis pensamientos. Cogí aliento y lo solté despacio. Ciñendo los arneses. Eso era lo que me recordaba siempre, la imagen que siempre empleaba. Ni demasiado flojos, para que no se soltaran, ni demasiado prietos, para que no me asfixiaran. Confinándome a mi propio cuerpo para no despertar a Veraz.

—Oí los rumores —empezó Molly. Se detuvo—. Lo siento. No tendría que haber venido. Pensé que a lo mejor te hacía falta… pero quizá lo que necesitas es estar solo.

—No, Molly, por favor, Molly, vuelve, no te vayas.

Salté por encima de la cama tras ella y conseguí agarrarme al dobladillo de su falda cuando se puso de pie.

Se volvió hacia mí, todavía llena de incertidumbre.

—Tú serás siempre lo que necesito. Siempre.

Una sonrisa se asomó a sus labios y se sentó en el borde del colchón.

—Parecías tan distante…

—Lo estaba. A veces tengo que despejar mi cabeza.

Me callé, sin saber qué más decir sin engañarla. Estaba decidido a no seguir haciéndolo. Extendí un brazo y cogí su mano en la mía.

—Oh —dijo después de un momento. Se produjo una pausa incómoda cuando no añadí más explicaciones—. ¿Estás bien? —preguntó con cuidado cuando hubo transcurrido otro instante.

—Estoy bien. Hoy no he podido ver al rey. Lo intenté, pero se sentía indispuesto y…

—Tienes la cara llena de morados. Y de arañazos. Se rumorea…

Inspiré sin hacer ruido.

—¿Qué se rumorea?

Veraz había ordenado a sus hombres que guardaran silencio. Burrich no habría dicho nada, ni Filo. Quizá ninguno de ellos había hablado con nadie que no hubiera estado allí. Pero los hombres siempre discutirán lo que hayan presenciado juntos, y no pasaría mucho tiempo antes de que alguien escuchara su conversación.

—No juegues conmigo al gato y al ratón. Si no me lo quieres contar, dímelo.

—El Rey a la Espera nos pidió que no habláramos de ello. Eso no es lo mismo que no querértelo contar.

Molly lo consideró un momento.

—Supongo que no. Y no debería prestar atención a las habladurías, ya lo sé. Pero los rumores eran tan extraños… y han traído unos cuerpos al castillo, para su incineración. Y había una mujer de fuera que se ha pasado el día entero llorando en la cocina. Decía que los forjados se habían llevado a su hija y la habían asesinado. Y alguien dijo que tú te habías enfrentado a ellos para intentar rescatar a la pequeña y otros que no, que habías llegado cuando los atacaba un oso. O algo. Los rumores eran confusos. Unos decían que los habías matado a todos, y otro que había ayudado a quemar los cadáveres decía que al menos dos de ellos habían sido mutilados por un animal de algún tipo.

Se quedó callada y me miró. Yo no quería pensar en nada de eso. No quería engañarla, ni contarle la verdad. No podía confesarle toda la verdad a nadie. Así que me limité a mirarla a los ojos y desear que las cosas fueran más sencillas para nosotros.

—¿Traspié Hidalgo?

No conseguía acostumbrarme a escuchar ese nombre de sus labios. Suspiré.

—El rey nos pidió que no habláramos de ello. Pero… sí, los forjados mataron a una niña. Llegué tarde. Ha sido el espectáculo más triste y desagradable que he visto en mi vida.

—Lo siento. No pretendía inmiscuirme. Es que es tan difícil, no saber nada.

—Lo sé. —Le acaricié el cabello. Apoyó la cabeza en mi mano—. Te dije una vez que había soñado contigo, en la Bahía de los Sedimentos. Volví del Reino de las Montañas a Torre del Alce sin saber si habías sobrevivido. A veces pensaba que la casa en llamas se habría desplomado sobre el sótano; otras, que la mujer con la espada había acabado contigo…

Molly me miró a los ojos.

—Cuando se cayó la casa, un remolino de chispas y humo voló hacia nosotras. La cegó, pero yo estaba de espaldas. La… la maté con el hacha. —De repente empezó a temblar—. No se lo he contado a nadie. A nadie. ¿Cómo lo sabías?

—Lo soñé. —Tiré con delicadeza de su mano y se tumbó en la cama a mi lado. La abracé y sentí que aún se estremecía—. A veces tengo sueños reales. No muy a menudo —dije en voz baja.

Se apartó un poco de mí. Sus ojos estudiaron mi cara.

—No me mentirías sobre esto, ¿verdad, Nuevo?

La pregunta me hizo daño, pero me lo merecía.

—No. No es ninguna mentira. Te lo prometo. Y te prometo que nunca…

Sus dedos detuvieron mis labios.

—Espero pasar el resto de mi vida contigo. No hagas ninguna promesa que no puedas cumplir durante el resto de tus días.

Su otra mano buscó el lazo de mi camisa. Entonces fui yo el que se estremeció.

La besé en los dedos. Y en la boca. En algún momento Molly se levantó y trancó mi puerta. Recuerdo haber rezado fervientemente para que no fuera ésa la noche en que regresara Chade de su viaje. No lo fue. Aquella noche fui yo el que fue transportado muy lejos, a un lugar que estaba convirtiéndose cada vez más en familiar, aunque no menos prodigioso para mí.

Me dejó en plena noche, despertándome para insistir en que volviera a asegurar la puerta con el pestillo y la tranca cuando ella saliese. Quise vestirme y acompañarla a su cuarto, pero se negó indignada y dijo que era perfectamente capaz de subir unos pocos escalones, y que cuanto menos nos vieran juntos, mejor. Me rendí a su lógica a regañadientes. El sueño en el que me sumí después fue más profundo del que pudiera haberme inducido la valeriana.

Me despertaron unos truenos y gritos. Me incorporé de un salto, mareado y confuso. Un instante después los truenos se convirtieron en unos golpes en mi puerta. El griterío provenía de Burrich, que repetía mi nombre una y otra vez.

—¡Un momento! —conseguí responder. Me dolía todo. Me puse algo por encima y anduve tambaleando hasta la puerta. Mis dedos tardaron en entenderse con el pestillo—. ¿Qué pasa? —pregunté.

Burrich se limitó a mirarme fijamente. Se había lavado y vestido, se había peinado el pelo y la barba, y portaba dos hachas.

—Oh.

—A la sala de la torre de Veraz. Date prisa, ya llegamos tarde. Pero lávate antes. ¿A qué huele?

—Velas perfumadas —salté—. Se supone que ayudan a conciliar el sueño.

Burrich soltó un bufido.

—No sé qué clase de sueño se puede conciliar con ese olor. Apesta a almizcle, muchacho. Todo tu cuarto está impregnado. Reúnete conmigo en la torre.

Se fue, cruzando el pasillo a largas zancadas. Entré de nuevo en mi cuarto, comprendiendo aturdido que eso era lo que él entendía por la mañana temprano. Me lavé a conciencia con agua fría, sin disfrutarlo, pero sin tiempo de calentar nada. Busqué prendas limpias, y me estaba vistiendo cuando se reanudó el aporreamiento de mi puerta.

—Ya casi estoy —grité.

Los golpes no cesaron. Eso quería decir que Burrich estaba enfadado. Bueno, también yo. Seguro que entendía lo mucho que me dolía el cuerpo esa mañana. Abrí la puerta de golpe para encararme con él y el bufón se coló en mi habitación como una voluta de humo. Vestía un jubón nuevo de negro y blanco. Llevaba las mangas de su camisa bordadas con parras negras que se enroscaban como enredaderas en sus brazos. Sobre el cuello negro, su cara estaba tan pálida como la luna en invierno. El Festival de Invierno, pensé embotado. Esa noche era la primera del Festival de Invierno. Aquel invierno se prolongaba ya tanto como los cinco más largos que había conocido. Pero esa noche empezaríamos a señalar su punto de inflexión.

—¿Qué quieres? —pregunté.

No estaba de humor para soportar sus tonterías.

Inspiró hondo con gesto apreciativo.

—Un poco de lo que has disfrutado tú sería estupendo —sugirió. Retrocedió con un paso de baile ante la expresión de mi rostro. Me había enfurecido de inmediato. Llegó de un brinco al centro de mi cama revuelta y luego al otro lado, interponiéndola entre los dos. Me abalancé sobre ella en su dirección—, pero no de ti —exclamó con coquetería. Aleteó con las manos para reprenderme como una doncella ofendida antes de retirarse de nuevo.

—No tengo tiempo para ti —le dije disgustado—. Tengo una cita con Veraz y no puedo dejarlo esperando. —Bajé de la cama rodando y me alisé la ropa—. Sal de mi cuarto.

—Uy, pero qué tono. Érase una vez, había un Traspié que sabía encajar las bromas mucho mejor. —Cabrioló para llegar al centro de mi habitación y se detuvo de golpe—. ¿Estás enfadado conmigo de verdad? —preguntó sin ambages.

Me sorprendió oírlo hablar tan directamente. Sopesé la pregunta.

—Lo estaba —respondí con reservas, preguntándome si intentaba apaciguarme deliberadamente—. Ese día te burlaste de mí, con aquella canción, delante de toda esa gente.

Meneó la cabeza.

—No te des tanta importancia. Aquí, si alguien se burla de alguien, es de mí. Para que se burlen de él está el bufón. Sobre todo ese día, con aquella canción, delante de toda esa gente.

—Hiciste que dudara de nuestra amistad —dije con brusquedad.

—Ah, eso está bien. Pues no te quepa duda de que los demás deberán dudar siempre de nuestra amistad si queremos seguir siendo tan buenos amigos.

—Vale. Así que ésa fue tu manera de sembrar rumores de discordia entre nosotros. Entendido. Pero me tengo que ir.

—Pues adiós. Que te diviertas intercambiando hachazos con Burrich. Procura dar más que recibir.

Echó dos troncos a la chimenea casi apagada y se acomodó ostentosamente frente a ella.

—Bufón —empecé, incómodo—. Eres mi amigo, ya lo sé. Pero no me hace gracia que te quedes aquí solo, en mi cuarto, mientras yo estoy fuera.

—A mí tampoco me gusta que entre nadie en mis aposentos cuando no estoy —señaló con malicia.

Me ruboricé sin remedio.

—Eso fue hace mucho. Y te pedí disculpas por mi curiosidad. Te garantizo que no he vuelto a hacerlo.

—Yo tampoco volveré a hacerlo después de esta vez. Y cuando regreses te pediré disculpas. ¿Vale así?

Iba a llegar tarde. A Burrich no le haría ninguna gracia. Qué remedio. Me senté al borde de la cama desordenada. Molly y yo habíamos yacido allí. De pronto era un territorio personal. Intenté aparentar indiferencia mientras estiraba la colcha sobre las sábanas.

—¿Por qué te quieres quedar en mi cuarto? ¿Estás en peligro?

—Vivo en peligro, Traspié. Igual que tú. Todos estamos en peligro. Me gustaría quedarme aquí parte del día e intentar dilucidar una forma de salir de ese peligro. O de paliarlo, al menos.

Indicó el montón de pergaminos con un cabeceo.

—Veraz me los ha confiado a mí —dije, nervioso.

—Evidentemente porque considera que eres un hombre en cuyo buen juicio confía. Así que, tal vez, tú podrías juzgar seguro confiármelos a mí.

Una cosa es confiar a un amigo algo que es tuyo. Otra muy diferente entregarle algo que otro ha puesto en tus manos. Descubrí que no dudaba de mi confianza en el bufón. Pero…

—A lo mejor antes sería prudente consultar a Veraz —ofrecí.

—Cuanta menos conexión haya entre Veraz y yo, tanto mejor para ambos —contestó el bufón, tajante.

—¿No te importa Veraz?

Estaba boquiabierto.

—Soy el bufón del rey. Veraz es el Rey a la Espera. Que espere. Cuando sea rey, seré su bufón. Eso si antes no consigue que nos maten a todos.

—No tolero que se hable mal del príncipe Veraz —le advertí en voz baja.

—¿No? Pues últimamente debes de pasearte por ahí con unos buenos tapones en los oídos.

Me acerqué a la puerta y apoyé la mano en el pomo.

—Nos tenemos que ir ya, bufón. Llego tarde —mantuve la voz firme.

Su comentario sobre Veraz me había dolido tanto como si estuviera dirigido contra mí.

—No seas tonto, Traspié. Ése es mi papel. Piensa. Un hombre sólo puede servir a otro. No importa lo que digan tus labios, Veraz es tu rey. No te culpo por eso. ¿Me culpas tú a mí porque Artimañas sea el mío?

—No te culpo. Tampoco me burlo de él delante de ti.

—Como tampoco vas a visitarlo, por mucho que yo te insista.

—Me presenté ante su puerta ayer mismo. No me dejaron pasar. Dijeron que no se sentía bien.

—Y si eso hubiera ocurrido ante la puerta de Veraz, ¿te habrías dado por vencido tan fácilmente?

Aquello me dio que pensar.

—No. Supongo que no.

—¿Por qué renuncias a él con tanta facilidad? —El bufón hablaba en voz baja, apesadumbrado—. ¿Por qué no se interesa Veraz por su padre, en vez de atraer a los hombres de Artimañas a su bando?

—A mí no me han atraído a ningún bando. Diría más bien que Artimañas no ha considerado oportuno recibirme. En cuanto a Veraz, en fin, no puedo hablar por él. Pero todo el mundo sabe que si alguno de los hijos de Artimañas cuenta con el favor de su padre, ése es Regio.

—¿Eso lo sabe todo el mundo? Entonces también sabrá todo el mundo por quién late el corazón de Regio.

—Algunos —respondí, lacónico.

Esa conversación era peligrosa.

—Reflexiona. Los dos servimos al rey que más queremos. Luego hay otro al que queremos menos. No creo que tengamos ningún conflicto de lealtades, Traspié, siempre y cuando el rey al que queramos menos sea el mismo. Vamos. Confiesa que apenas si has tenido tiempo de echar un vistazo a esos pergaminos, y permite que te recuerde que el tiempo que no has tenido es tiempo perdido para todos nosotros. No es ésta una tarea que pueda demorarse a tu antojo.

Me debatí, indeciso. El bufón se me acercó de repente. Siempre resultaba complicado mirarlo a los ojos y leer en ellos, pero el rictus de su boca me mostró su desesperación.

—Te propongo un trato. Te ofrezco algo que no encontrarás en ninguna otra parte. Prometo contarte un secreto después de que me hayas dejado examinar los pergaminos en busca de otro secreto que a lo mejor ni siquiera está en ellos.

—¿Qué secreto? —pregunté a regañadientes.

—Mi secreto. —Me dio la espalda y contempló la pared—. El misterio del bufón. De dónde viene y por qué.

Me lanzó una mirada de soslayo y no dijo nada más.

La curiosidad de una docena de años saltó sobre mí.

—¿Me lo dirás porque sí? —pregunté.

—No. Es un trato, ya te lo he dicho.

Lo consideré. Luego:

—Te veré más tarde. Cierra la puerta al salir.

Me fui.

Había sirvientes deambulando por los pasillos. Iba a llegar muy tarde. Me obligué a emprender un trote y luego me lancé a la carrera. No aminoré el paso en las escaleras de la torre de Veraz, sino que las subí corriendo, llamé una vez a la puerta y entré.

Burrich se volvió para recibirme con el ceño fruncido. El espartano mobiliario del cuarto ya había sido apilado contra una pared, a excepción de la silla de Veraz, que ya ocupaba éste. El Rey a la Espera giró la cabeza hacia mí más despacio, con los ojos perdidos aún en la letanía. Su mirada y su boca ofrecían un aspecto drogado, una laxitud dolorosa de contemplar cuando se sabía lo que significaba. El ansia de la Habilidad lo devoraba. Temí que lo que deseaba enseñarme sólo consiguiera alimentarla y fortalecerla. Pero ¿cómo podríamos negarnos cualquiera de los dos? Yo aprendí algo ayer. No había sido una lección agradable pero, una vez aprendida, no la olvidaría jamás. Ahora sabía que debía hacer cuanto estuviera en mi mano por expulsar a los Corsarios de la Vela Roja de mi costa. Yo no era el rey ni nunca lo sería, pero el pueblo de los Seis Ducados era el mío, como era el de Chade. Ahora comprendía por qué Veraz se extenuaba sin cesar.

—Siento llegar tarde. Me han entretenido. Pero ya estoy listo.

—¿Cómo te encuentras?

La pregunta era de Burrich, formulada con genuina curiosidad.

Me volví hacia él para encontrarlo observándome con la misma severidad de antes, pero también algo dubitativo.

—Agarrotado, señor. Correr escaleras arriba me ha ayudado a entrar un poco en calor. Magullado por lo de ayer. Pero por lo demás estoy bien.

Una sombra de humorismo le cruzó el rostro.

—¿Nada de temblores, Traspié Hidalgo? ¿Bordes negros en tu campo de visión, mareos?

Lo pensé un momento.

—No.

—Que me aspen. —Burrich soltó un bufido a modo de risa—. Está claro que la cura consistía en sacarte el mal a palos. Lo tendré en cuenta la próxima vez que necesites un curandero.

Durante el transcurso de la hora siguiente parecía decidido a poner en práctica su nueva teoría curativa. Las cabezas de las hachas estaban embotadas y las había envuelto con trapos para la primera lección, pero eso no era ningún remedio para los moratones. Para ser sincero, casi todos me los gané con mi torpeza. Burrich no intentaba golpearme ese día, sino simplemente enseñarme a manejar el arma entera, no sólo su cabeza. Mantener a Veraz en mi interior no me supuso ningún esfuerzo, pues estaba en la misma habitación que nosotros. Ese día guardaba silencio en mi interior, sin ofrecer consejo, observaciones ni advertencias, limitándose a ver por mis ojos. Burrich me dijo que el hacha no era un arma sofisticada, pero sí satisfactoria si se sabía emplear. Al término de la sesión señaló que había sido considerado conmigo, pensando en las heridas que ya tenía. Veraz nos despidió y los dos bajamos las escaleras mucho más despacio de lo que yo las había subido.

—Procura llegar a tiempo mañana —me encargó Burrich cuando nos separamos en la puerta de la cocina, él de vuelta a los establos y yo en busca de mi desayuno.

Comí como no lo hacía en días, con un hambre de lobo, y me pregunté por el origen de mi repentina vitalidad. Al contrario que Burrich, no la achacaba a ninguna paliza que me hubieran propinado. Molly, pensé, había curado con su roce lo que ni todas las hierbas ni el reposo de un año entero hubieran podido enmendar. El día se me antojó insoportablemente tedioso de repente, lleno de insoportables minutos y de horas interminables antes de que el anochecer y la bendita oscuridad nos permitieran estar juntos de nuevo.

Me propuse alejarla de mi pensamiento y resolví llenar el día de tareas. Me vinieron a la mente de inmediato una decena de ellas. Había descuidado a Paciencia. Me había comprometido a ayudar a Kettricken con su jardín. Le debía una explicación a mi hermano Ojos de Noche, y una visita al rey Artimañas. Intenté ordenarlas de mayor a menor importancia. Molly se aupaba siempre hasta el primer puesto de la lista.

Me obligué a dejarla para el final. El rey Artimañas, decidí. Recogí los platos de la mesa y los devolví a la cocina. El bullicio era ensordecedor. Me quedé desconcertado un momento, hasta que recordé que esa noche sería la primera del Festival de Invierno. La vieja Perol Sara levantó la cabeza del pan que estaba amasando y me indicó que me acercara. Fui y me puse a su lado como había hecho tantas veces de pequeño, admirando la destreza con que sus dedos moldeaban puñados de masa en rollos y los dejaba listos para hornear. Estaba embadurnada de harina hasta los codos, y también tenía un poco en una mejilla. La alharaca y el frenesí de la cocina creaban una extraña suerte de intimidad. Habló en voz baja en medio de aquel estrépito y tuve que hacer un esfuerzo para escucharla.

—Sólo quería que supieras —gruñó mientras doblaba y amasaba un nuevo trozo de masa— que sé reconocer un rumor sin sentido. Y así lo digo cuando alguien intenta propagarlo por mi cocina. Que murmuren lo que les dé la gana las lavanderas en el pilón, que hilvanen habladurías las costureras hasta que se cansen, pero en mi cocina nadie habla mal de ti. —Me miró de soslayo con sus agudos ojos negros. El miedo me paralizó el corazón. ¿Rumores? ¿De Molly y de mí?—. Has comido en mi mesa, y más veces que no te has quedado a mi lado y has revuelto un puchero mientras charlábamos cuando eras pequeño. Creo que te conozco mejor que la mayoría. Y los que dicen que peleas como una bestia porque eso es lo que eres, medio animal, sólo dicen sandeces malintencionadas. Esos cuerpos estaban desgarrados a conciencia, sí, pero he visto a hombres rabiosos hacer cosas peores. Cuando violaron a la hija de Sal Platija, fue ésta y le clavó su cuchillo de pescado a esa mala bestia, zas, zas, zas, ahí mismo en el mercado, como si estuviera troceando cebo para luego echarlo a la mar. Lo que hiciste tú no fue peor que eso.

Experimenté un instante de puro terror. Medio animal… No hacía tanto tiempo que quemaban viva a la gente dotada de la Maña.

—Gracias —dije, pugnando por serenar mi voz. Añadí un ápice de verdad—. No todo fue obra mía. Se estaban peleando por su… presa cuando los encontré.

—La hija de Ginna. No hace falta que te andes con rodeos conmigo, Traspié. Yo también tengo hijos, ya crecidos, pero si fuese alguien a hacerles daño, diantre, rezaría para que hubiese alguien como tú que los defendiera, me da igual cómo. O para vengarlos, si no se puede hacer otra cosa.

—Me temo que no se podía hacer nada más, Perol. —El escalofrío que me recorrió no era fingido. Vi de nuevo los riachos de sangre que surcaban un puño diminuto y gordezuelo. Parpadeé, pero la imagen se me quedó grabada—. Tengo que darme prisa. Hoy quiero ver al rey Artimañas.

—No me digas. Vaya, ésas sí que son buenas noticias. Hale, entonces, llévate esto contigo. —Se acercó pesadamente a un armario para coger una bandeja tapada con pastas cubiertas de queso fundido y grosellas. Dejó un cazo con té caliente a su lado y una taza limpia. Colocó las pastitas con mimo—. Y mira a ver si se las come, Traspié. Son sus preferidas, y si prueba una sola sé que se las acabará todas. Eso le vendrá bien.

Para mí también.

Di un respingo como si acabaran de pincharme con un alfiler. Intenté disimularlo con una tos, como si me hubiera atragantado de repente, pero aun así Perol me miró extrañada. Volví a toser y asentí con la cabeza.

—Seguro que le encantan —dije con voz estrangulada, y me llevé la bandeja de la cocina.

Varios pares de ojos me siguieron. Sonreí con amabilidad e intenté aparentar que desconocía el motivo.

No sabía que seguías conmigo, le dije a Veraz. Una parte diminuta de mí estaba repasando cada uno de mis pensamientos desde que saliera de su torre, y daba gracias a Eda por no haber decidido buscar primero a Ojos de Noche, al tiempo que arrinconaba esos pensamientos, sin saber cuan privados eran.

Ya lo sé. No era mi intención espiarte. Sólo quería demostrarte que cuando no te concentras tanto en esto, eres capaz de hacerlo.

Rastreé su Habilidad. Supone más esfuerzo para ti que para mí, señalé mientras subía las escaleras.

Te has enfadado conmigo. Perdona. A partir de ahora, me aseguraré de que sepas cuándo estoy contigo. ¿Quieres que te deje con tus asuntos?

Mi hosquedad me hacía sentir avergonzado. No. Todavía no. Acompáñame un poco más mientras visito al rey Artimañas. Veamos hasta dónde podemos llevar esto.

Sentí su aquiescencia. Me detuve ante la puerta de Artimañas e hice equilibrios con la bandeja en una mano mientras me apresuraba a atusarme el cabello y me alisaba el jubón. El pelo empezaba a ser un problema últimamente. Jonqui me lo había dejado muy corto durante un ataque de fiebre en las montañas. Ahora que lo tenía tan largo, no sabía si recogérmelo en una coleta como hacían Burrich y los guardias, o llevarlo suelto sobre los hombros como si todavía fuese un paje. Ya era demasiado mayor para sujetármelo en una media trenza como hacían los niños.

Hazte una coleta, muchacho. Yo diría que te has ganado el derecho a llevarlo como un guerrero, tanto como cualquier guardia. Procura tan sólo no empezar a obsesionarte con él y aceitarte los rizos como hace Regio.

Borré la sonrisa de mi cara y llamé a la puerta.

Esperé un poco y volví a llamar, más fuerte.

Anúnciate y ábrela, sugirió Veraz.

—Soy Traspié Hidalgo, majestad. Os traigo una cosa de parte de Perol.

Empujé la puerta. Estaba cerrada por dentro. Qué extraño. Mi padre no acostumbra a echar el pestillo. A poner algún hombre sí, pero nunca la deja cerrada e ignora las visitas. ¿Puedes colarte?

Seguramente. Pero antes deja que pruebe a llamar otra vez. Aporreé la puerta con insistencia.

—¡Ya va! ¡Ya va! —susurró alguien al otro lado. Pasó un rato considerable antes de que se descorrieran varios cerrojos y la puerta se abriera un palmo. Wallace se asomó igual que una rata en la grieta de una pared—. ¿Qué quieres? —preguntó en tono acusatorio—. Hablar con el rey.

—Está dormido. O lo estaba antes de que empezaras a dar golpes. Adiós.

—Un momento. —Interpuse una bota entre la puerta y el marco. Con la mano libre, levanté el cuello de mi jubón para revelar el alfiler con una piedra roja del que rara vez me separaba. La puerta me apretaba el pie con firmeza. Apliqué un hombro a la hoja y me apoyé todo lo que pude sin soltar la bandeja que sostenía todavía—. Esto me lo dio el rey Artimañas hace muchos años. Con él me dio también la promesa de que, siempre que lo mostrara, se me permitiría verlo.

—¿Aunque esté dormido? —inquirió despectivamente Wallace.

—No le puso ninguna limitación. ¿Tú sí?

Lo fulminé con la mirada a través de la rendija.

Vaciló un momento antes de apartarse de la puerta.

—Ya que tanto te empeñas, adelante, entra. Pasa a ver a tu rey dormido, intentando conseguir el reposo que tanto necesita en su estado. Pero si lo molestas, como su curandero que soy le pediré que te quite ese bonito alfiler para que no vuelvas a incordiarlo.

—Puedes recomendárselo si te place. Y si mi rey desea quitármelo, no me opondré.

Se apartó de mí con una elaborada reverencia. Me entraron unas ganas irresistibles de borrarle esa sonrisita sardónica de su cara, pero me contuve.

—Estupendo —dijo cuando pasé por su lado—. Pastas dulces para alterar su digestión y empeorar su estado. Qué chaval más considerado.

Me mordí la lengua. Artimañas no estaba en su salón. ¿El dormitorio?

—¿De verdad insistes en molestarlo allí? Claro, ¿por qué no? No has dado muestra de mejores modales, ¿por qué tendría que esperar un toque de educación ahora?

La voz de Wallace rebosaba condescendencia y sarcasmo.

Me mordí la lengua con más fuerza.

No consientas que te hable así. Plántale cara. Eso no era un consejo de Veraz, sino una orden. Dejé la bandeja con cuidado encima de una mesita. Cogí aire y me giré para encararme con Wallace.

—¿Es que te caigo mal? —pregunté sin rodeos.

Retrocedió un paso pero intentó mantener la sonrisa en su sitio.

—¿Caerme mal? ¿Por qué iba a importarme a mí, un curandero, que venga alguien a molestar a un enfermo que por fin ha conseguido conciliar el sueño?

—Esta habitación apesta a humo. ¿Por qué?

¿Humo?

Es una hierba que usan en las montañas. Rara vez se utiliza en medicina, salvo para combatir los dolores que no puede paliar ninguna otra cosa. Pero por lo general este humo se inhala por placer. Parecido al uso que hacemos de las semillas de carns en el Festival de Primavera. Tu hermano es muy aficionado a él.

Como lo era su madre. Si es que se trata de la misma hierba. Ella la llamaba meruéndano.

Las hojas son casi iguales, pero la planta de la montaña da unas hojas más altas y frescas. Y su humo es más denso.

Mi conversación con Veraz había tenido lugar en el tiempo que tarda un ojo en parpadear. La información se puede habilitar tan deprisa como se piensa. Wallace seguía con los labios fruncidos por mi pregunta.

—¿Ahora te las das de curandero? —respondió.

—No. Pero sí he trabajado con hierbas, y mis conocimientos me sugieren que el humo no es lo más conveniente para los aposentos de un enfermo.

Wallace permaneció callado un instante mientras elaboraba su respuesta.

—Bueno. Los placeres de un rey no son de la incumbencia de su curandero.

—Entonces quizá sean de mi incumbencia —contesté, y le di la espalda.

Cogí la bandeja y abrí la puerta del dormitorio del rey, tenuemente iluminado.

El olor a humo era más intenso allí, el aire estaba cargado y pegajoso. En la chimenea ardía un fuego exagerado, lo que convertía la habitación en un horno asfixiante. El ambiente estaba estancado, como si hiciera semanas que no entraba el aire fresco en la sala. Incluso el aliento parecía que se me condensara en los pulmones. El rey yacía inmóvil, respirando entre estertores bajo una montaña de colchas de plumas. Busqué un lugar donde soltar la bandeja de pastas. La mesita que había junto a la cama estaba atestada. Había un incensario para el humo, con la bandeja para la ceniza llena hasta los topes, aunque el quemador estaba apagado y frío. A su lado había una copa de vino tinto templado y un cuenco que contenía un desagradable grumo gris. Posé los recipientes en el suelo y limpié la mesa con la manga antes de dejar la bandeja. Cuando me acerqué al lecho del rey percibí un olor fétido y rancio que se intensificó al inclinarme sobre Artimañas.

Esto no es propio de Artimañas.

Veraz compartía mi desmayo. Últimamente no me llama a menudo, y yo he estado demasiado ocupado como para visitarlo a menos que él requiriera mi presencia. La última vez que lo vi fue en su salón, una tarde. Se quejaba de fuertes dolores de cabeza, pero esto…

El pensamiento flotó inconcluso entre nosotros. Aparté la mirada del rey para encontrar a Wallace asomado a la puerta, observándonos. Había algo en su cara; no sé si llamarlo satisfacción o confianza, pero despertó mi furia. Llegué a la puerta de dos zancadas. La cerré de golpe y obtuve la satisfacción de oírlo gritar cuando le pillé los dedos. Puse en su sitio una vieja tranca que seguramente no había sido utilizada en todos los años que tenía yo.

Me acerqué a la alta ventana, aparté de golpe los tapices que la cubrían y abrí de par en par los postigos de madera. La luz del sol y el aire frío y limpio inundaron la estancia.

Traspié, esto es una imprudencia.

No respondí. Recorrí la estancia, tirando un incensario tras otro de hierbas y cenizas por la ventana. Barrí con la mano la ceniza restante para expulsar el hedor del cuarto. En distintos puntos de la habitación reuní hasta media decena de copas pegajosas llenas de vino rancio y una bandeja cargada de cuencos y platos de comida intacta o inacabada. Lo dejé todo apilado junto a la puerta. Wallace la estaba aporreando y aullaba enfurecido. Me apoyé en la hoja y hablé a través de la rendija.

—¡Chis! —dije con voz dulce—. Que vas a despertar al rey.

Ordena a un criado que traiga jarras de agua tibia. Y dile a la señora Premura que hacen falta sábanas nuevas para la cama del rey, pedí a Veraz.

Yo no puedo dar esas órdenes. Pausa. No pierdas el tiempo enfadándote. Piensa un poco y verás que tengo razón.

Sabía que la tenía, pero también sabía que no podía dejar a Artimañas encerrado en aquel cuarto desastrado y apestoso, como no podría abandonarlo en un calabozo. Había una escancia medio llena de agua, estancada, pero casi limpia. La dejé junto al hogar para que se calentara. Quité la ceniza de la mesita y dejé encima de ella la bandeja con el té y las pastas. Me atreví a registrar el arcón del rey y encontré un camisón limpio y hierbas de baño. Restos, sin duda, de los tiempos de Cheffers. Nunca hubiera imaginado que podría extrañar tanto a un ayuda de cámara.

Cesaron los golpes de Wallace. No los eché de menos. Cogí el agua templada con las hierbas y un paño y lo dejé todo junto a la cama del rey.

—Rey Artimañas —dije en voz baja.

Se agitó un poco. Tenía los bordes de los ojos enrojecidos, las pestañas pegadas. Cuando abrió los párpados, enseguida los entornó para proteger de la luz sus ojos enramados.

—¿Chico? —Paseó la mirada por toda la habitación—. ¿Dónde está Wallace?

—Ha salido un momento. Os he traído agua para que os lavéis y pastas frescas de la cocina. Y té caliente.

—No… no sé. La ventana está abierta. ¿Por qué está abierta la ventana? Wallace me ha advertido que podría coger frío.

—La he abierto para airear el cuarto. Pero la cerraré si lo deseáis.

—Huelo el mar. El cielo está raso, ¿verdad? Mira cómo chillan las gaviotas anunciando una tormenta… No. No, cierra la ventana, muchacho. No me atrevo a enfriarme, no con lo enfermo que estoy ya.

Me acerqué despacio a la ventana para cerrar los postigos de madera.

—¿Hace mucho que está enfermo su majestad? No se habla mucho de ello en el palacio.

—Demasiado tiempo. Desde siempre, parece. No es que esté mal, es que nunca estoy bien. Enfermo y luego mejoro un poco, pero en cuanto intento hacer algo recaigo y es peor que antes. Estoy harto de esta enfermedad, chico. Harto de este cansancio.

—Venid, sir. Esto os hará sentir mejor. —Humedecí el paño y le lavé la cara con delicadeza. Se recuperó lo suficiente para indicarme que podía utilizar las manos y se volvió a frotar el rostro con más vigor. Me sorprendió lo turbia que quedó el agua cuando hubo acabado—. Os he encontrado un camisón limpio. ¿Queréis que os ayude a ponéroslo? ¿O preferís que mande buscar un criado para que traiga un baño y agua caliente? Os cambiaría las sábanas mientras os bañáis.

—No, oh, no tengo fuerzas, muchacho. ¿Dónde está ese Wallace? Sabe que no puedo valerme solo. ¿Cómo le habrá dado por dejarme solo?

—Un baño caliente os ayudaría a descansar —intenté persuadirlo.

A tan corta distancia, el anciano apestaba. Artimañas siempre había sido un hombre aseado; creo que su suciedad me preocupaba más que cualquier otra cosa.

—Pero puedo coger frío si me baño. Eso dice Wallace. Piel mojada, viento frío, y hale, estoy listo. O eso dice.

¿De veras se había convertido Artimañas en ese anciano asustadizo? Me costaba creer lo que estaba oyendo.

—Bueno, en ese caso, a lo mejor sólo una taza de té caliente. Y una pasta. Dice Perol Sara que son vuestras preferidas.

Serví el té humeante en una taza y vi que arrugaba la nariz con agrado. Dio un par de sorbos y luego se sentó para contemplar las ordenadas pastitas. Me pidió que lo acompañara y comí una con él, chupando el sabroso relleno que se me quedó pegado a los dedos. No me extrañaba que fuesen sus favoritas. Iba a dar cuenta de la segunda cuando se escucharon tres sólidos golpes en la puerta.

—Ábrela, bastardo. O la echarán abajo los hombres que traigo. Como le hayas hecho algo a mi padre, morirás en el sitio.

Regio no parecía nada complacido conmigo.

—¿Qué es esto, chico? ¿Has trancado la puerta? ¿Qué está pasando aquí? Regio, ¿qué está pasando aquí?

Me dolió oír cómo se quebraba la voz del rey.

Crucé la estancia y desatranqué la puerta. Se abrió de golpe antes de que pudiera tocar la manilla y me prendieron dos de los guardias más fornidos de Regio. Lucían sus satenes de colores como perros de presa con cintas en el cuello. No ofrecí resistencia, por lo que no tenían ninguna excusa para estrellarme contra la pared, pero lo hicieron de todos modos. Se me despertaron todos los dolores que conservaba del día anterior. Me retuvieron allí mientras entraba Wallace, protestando por el frío que hacía en la habitación y, pero cómo, comiendo dulces, poco menos que veneno para un hombre en el estado del rey Artimañas. Regio se había plantado con las manos en las caderas, la viva imagen de una persona al mando de la situación, y me observaba con los ojos entornados.

Una imprudencia, muchacho. Mucho me temo que hemos abusado de nuestra suerte.

—¿Y bien, bastardo? ¿Qué tienes que decir en tu defensa? ¿Qué te proponías hacer, exactamente? —inquirió Regio mientras Wallace proseguía con su letanía.

Incluso llegó a echar otro leño a la chimenea, pese a que el ambiente ya era asfixiante, y arrebató al rey la pasta que había empezado a mordisquear.

—Vine para informar. Al ver al rey mal atendido, me propuse poner remedio a la situación.

Estaba sudando, más por culpa del dolor que a causa de los nervios. Detestaba que Regio se sonriera al verme sufrir.

—¿Mal atendido? ¿Qué insinúas? —me acusó.

Inspiré hondo para reunir coraje. La verdad.

—Encontré su dormitorio desordenado y pestilente. Había platos sucios por todas partes. No se habían cambiado las sábanas…

—¿Cómo te atreves a decir algo así? —siseó Regio.

—Me atrevo porque digo la verdad por mi rey, como he hecho siempre. Permitidle que eche un vistazo con sus propios ojos y veamos si miento.

Algo en el enfrentamiento había reavivado un poco a Artimañas. Se incorporó en la cama y miró en rededor.

—El bufón se ha quejado de lo mismo, con su acidez característica… —comenzó.

Wallace se atrevió a interrumpirlo.

—Mi señor, vuestro estado de salud ha sido muy delicado. A veces es más importante descansar sin interrupción que no sacaros de la cama para cambiar una colcha o una sábana. Y un par de platos amontonados suponen menos molestia que la cháchara incesante del paje que venga a limpiar.

El rey Artimañas parecía inseguro de pronto. Se me encogió el corazón. Eso era lo que quería el bufón que yo viera, por eso había insistido tanto en que debía visitar al rey. ¿Por qué no había sido más claro? Aunque, bien mirado, ¿cuándo hablaba claro el bufón? Me sentía abochornado. Aquél era mi rey, el rey al que había jurado fidelidad. Quería a Veraz, y mi lealtad hacia él era incuestionable. Pero había abandonado a mi rey en el preciso instante en que más me necesitaba. Chade se había ido, no sabía hasta cuándo. Había dejado al rey Artimañas sin más protección que la del bufón. Aunque ¿cuándo había necesitado el rey Artimañas a nadie que lo protegiera? Aquel anciano siempre había sido más que capaz de valerse por sí solo. Me recriminé el no haber enfatizado a Chade lo suficiente los cambios que había notado a mi regreso al castillo. Tendría que haber prestado más atención a mi soberano.

—¿Cómo consiguió entrar aquí? —preguntó Regio de repente, fulminándome con la mirada.

—Mi príncipe, tenía un símbolo del propio rey, o eso afirmó. Dijo que el rey había prometido recibirlo siempre que enseñara ese alfiler…

—¡Qué patraña! ¿Cómo pudiste creer tamaña necedad?

—Príncipe Regio, sabéis que es cierto. Estabais presente cuando me lo dio el rey Artimañas.

Hablé en voz baja pero con claridad.

En mi interior, Veraz guardaba silencio, expectante y vigilante, enterándose de muchas cosas. A mi costa, pensé con amargura, y luego deseé poder retirar ese pensamiento.

Con gestos tranquilos, inofensivos, zafé una muñeca de la mano de uno de los perros de presa. Alcé el cuello de mi jubón y desprendí el alfiler. Lo levanté para que todos lo vieran.

—No recuerdo nada por el estilo —espetó Regio, pero Artimañas irguió la espalda.

—Acércate, chico —me pidió.

Me desembaracé de los guardias y me alisé la ropa. Llevé el alfiler hasta la cama de Artimañas. Muy despacio, el rey alargó la mano. Me quitó el alfiler. El corazón me dio un vuelco en el pecho.

—Padre, esto es… —empezó Regio, enojado, pero Artimañas lo interrumpió.

—Regio. Tú estabas allí. Te acuerdas, o deberías. —Los ojos oscuros del rey se veían brillantes y alertas como yo los recordaba, pero también eran evidentes las marcas del dolor en esos ojos y en la comisura de sus labios. El rey Artimañas pugnaba por conservar su lucidez. Sostuvo el alfiler en alto y dedicó a Regio una sombra de su antigua mirada calculadora—. Di este alfiler al muchacho. Y mi palabra, a cambio de la suya.

—Entonces sugiero que retires ambas cosas, palabra y alfiler. Nunca te recuperarás con este tipo de intromisiones en tus aposentos.

De nuevo, aquel dejo imperioso que impregnaba la voz de Regio. Esperé, callado.

El rey se frotó la cara y los ojos con una mano temblorosa.

—Yo le di esas cosas —dijo, y aunque las palabras eran firmes, la fuerza abandonaba su voz—. Un hombre que da su palabra ya no puede retirarla, pues ha dejado de ser suya. ¿Tengo razón en esto, Traspié Hidalgo? ¿Estás de acuerdo conmigo en que un hombre no puede retirar la palabra que ha dado?

Esa pregunta entrañaba la vieja prueba.

—Como siempre, mi rey, estoy de acuerdo con vos. Cuando un hombre da su palabra, ya no puede echarse atrás. Debe cumplir lo que prometió.

—Pues muy bien. Arreglado. Todo está arreglado.

Me ofreció el alfiler. Lo cogí de su mano sintiendo un alivio tan inmenso que me sentí mareado. Se reclinó en sus almohadas. Experimenté otro momento de vértigo. Conocía esas almohadas, esa cama. Yo había yacido en ella y había contemplado el saqueo de los Sedimentos junto al bufón. Me había quemado los dedos en aquella chimenea…

El rey exhaló un pesado suspiro. Había fatiga en él. Se quedaría dormido de un momento a otro.

—Prohíbele que venga a molestarte de nuevo a menos que requieras su presencia —ordenó Regio.

El rey Artimañas entreabrió los ojos de nuevo.

—Traspié. Ven aquí, muchacho.

Como si fuese un perro, me acerqué a él. Me arrodillé junto a su cama. Levantó una mano enflaquecida y me dio una palmadita torpe.

—Tú y yo, muchacho, nos entendemos, ¿no es así? —Era una pregunta sincera. Asentí—. Buen chico. Buen chico. Yo he cumplido mi palabra. Ahora procura cumplir tú la tuya. Pero —miró a Regio, y eso me dolió— sería mejor que vinieras a verme por las tardes. Por la tarde tengo más fuerzas.

El sueño empezaba a apoderarse de él.

—¿Puedo volver esta tarde, majestad? —me apresuré a preguntar.

Levantó una mano y la agitó en una vaga negativa.

—Mañana. O pasado mañana.

Se le cerraron los ojos y exhaló un suspiro tan profundo como si no fuese a volver a respirar jamás.

—Como deseéis, milord —respondí. Realicé una honda reverencia protocolaria. Cuando me incorporé, devolví con cuidado el alfiler a la solapa de mi jubón. Dejé que transcurriera un instante mientras todos me miraban, y luego—: Si me disculpáis, mi príncipe —solicité con formalidad.

—Largo de aquí —gruñó Regio.

A él le dediqué una reverencia menos formal, me di la vuelta despacio y me fui. Sus guardias vigilaron mi salida. Había salido de la habitación antes de darme cuenta de que se me había olvidado proponer el asunto de mi matrimonio con Molly. Ahora parecía poco probable que fuese a gozar de otra ocasión en bastante tiempo. Sabía que en las próximas tardes encontraría a Regio, a Wallace o a cualquiera de sus espías siempre al lado del rey Artimañas. No me apetecía abordar ese tema delante de nadie que no fuese mi rey.

¿Traspié?

En estos momentos quisiera estar solo, mi príncipe. Si no os importa.

Desapareció de mi mente como una pompa de jabón al explotar. Cabizbajo, emprendí el descenso de las escaleras.