De Caza
La Habilidad, igual que cualquier otra disciplina, se puede enseñar de diversas maneras. Galeno, el Maestro de la Habilidad en tiempos del rey Artimañas, empleaba técnicas de privación y penurias forzadas para derribar los muros interiores del alumno. El estudiante, una vez reducido a un nivel de acobardada supervivencia, era receptivo a la invasión de su mente por parte de Galeno y aceptaba por fuerza las técnicas de la Habilidad de su maestro. Si bien los pupilos que sobrevivieron a su formación y llegaron a conformar su camarilla podían habilitar con garantías sin excepción, ninguno poseía un talento especialmente notable. Galeno se congratulaba abiertamente de aceptar alumnos con escaso talento y enseñarles a habilitar con maestría. Quizá fuera ése el caso. O quizás aceptara alumnos con un gran potencial a los que su formación convertía luego en meras herramientas útiles para sus propios fines.
Se podrían comparar las técnicas de Galeno con las de Solícita, Maestra de la Habilidad antes que él. Fue ella la que proporcionó su instrucción inicial a los por entonces jóvenes príncipes Veraz e Hidalgo. El recuerdo que guarda Veraz de su formación revela que Solícita alcanzaba grandes logros por medio de la sutileza, persuadiendo a sus alumnos para que bajaran sus barreras. Tanto Veraz como Hidalgo terminaron su aprendizaje como usuarios de la Habilidad fuertes y adeptos. La muerte sobrevino a Solícita, lamentablemente, antes de que se completara su instrucción y antes de que Galeno hubiera ascendido a su transitorio rango de instructor de la Habilidad. Cabe preguntarse cuántos conocimientos de la Habilidad se fueron a la tumba con Solícita y qué potencial de esta magia real permanecerá oculto para siempre.
Aquella mañana pasé poco tiempo en mi cuarto. El fuego se había apagado, pero el frío que sentía era algo más que el que cabría esperar en una habitación desguarecida. Ese cuarto era la cáscara vacía de una vida que pronto dejaría atrás. Parecía más desolador que nunca. Me desvestí de cintura para arriba y tirité mientras me lavaba con agua helada. Me acordé de cambiar los vendajes de mi cuello y mi brazo. Era una suerte que mis heridas estuvieran tan limpias como aparentaban. En cualquier caso, cicatrizaban a buen ritmo.
Me abrigué con una camisa acolchada de las montañas bajo un pesado jubón de cuero. Me cubrí los pantalones con unas robustas perneras de piel que me anudé a las piernas con tiras de cuero. Descolgué mi espada y me pertreché además con un puñal de hoja corta. De mi bolsa de trabajo saqué un tarro pequeño de polvo de hojas de arraclán. A pesar de todo, me sentía desprotegido y estúpido a partes iguales cuando abandoné mi estancia.
Me dirigí directamente a la torre de Veraz. Sabía que estaría esperándome para trabajar conmigo en la Habilidad. Tendría que convencerlo de alguna manera de que ese día era preciso que saliera a cazar forjados. Subí las escaleras presuroso, deseando que acabara aquel día. Toda mi vida se concentraba en esos momentos en el instante en que llamaría a la puerta del rey Artimañas para pedirle que me dejara casarme con Molly. Su mero recuerdo me embargaba de una combinación de sensaciones desconocidas tan extraña que mis pasos se demoraron en las escaleras mientras intentaba desentrañarlas todas. Acabé dándome por vencido.
—Molly —dije en voz baja, para mí.
Como si fuese una palabra mágica, fortaleció mi resolución y me animó a seguir. Me detuve frente a la puerta y llamé con fuerza.
Sentí más que escuché que Veraz me permitía la entrada. Abrí la puerta, entré y volví a cerrarla a mi espalda.
Físicamente, la habitación estaba en calma. Una fría brisa entraba por la ventana abierta, y Veraz estaba sentado frente a ella en su vieja silla. Sus manos descansaban ociosas en la repisa y sus ojos se clavaban en el lejano horizonte. Tenía las mejillas sonrosadas, el pelo negro alborotado por los dedos del viento. Salvo por la suave corriente de aire, en el cuarto imperaban la quietud y el silencio. Pero me sentía como si acabara de introducirme en un torbellino. La conciencia de Veraz cubrió la mía como una ola y me arrastró hacia el interior de su mente, la proyectó hacia el mar junto a sus pensamientos y su Habilidad. Me llevó con él en una vertiginosa visita a todos los barcos que estaban al alcance de su mente. Ora rozaba los pensamientos de un capitán mercante, «… si el precio es bueno, llenad las bodegas de aceite para el viaje de vuelta…», ora se posaba en una mujer que reparaba redes a toda prisa, con la aguja volando entre sus dedos, rezongando entre dientes mientras el capitán la instaba a ir más rápido. Encontramos a un piloto preocupado por la esposa embarazada que había dejado en casa, y a tres familias que recogían mejillones a la mortecina luz de la mañana antes de que la marea acudiera a cubrir las rocas. Visitamos a estas personas y a una decena más antes de que Veraz nos devolviera de repente a nuestros cuerpos. Me sentía igual de mareado que un chiquillo aupado a hombros de su padre un instante para divisar el caos de la feria antes de retornar al suelo, a su panorama infantil de pies y rodillas.
Me acerqué a la ventana para situarme junto a Veraz. Seguía contemplando fijamente el horizonte al otro lado de las aguas. Comprendí de repente sus mapas y por qué los había creado. La red de vidas que había tocado tan fugazmente para mí era como si hubiese abierto su mano para revelar un puñado de piedras preciosas. Gente. Su gente. No velaba por una extensión de costa rocosa o una rica tierra de pastos. Lo hacía por aquellas personas, aquellos brillantes retazos de otras vidas ajenas que él atesoraba. Ése era el reino de Veraz. Los límites geográficos trazados sobre el papel lo delimitaban para él. Por un momento compartí su incomprensión ante el hecho de que hubiera alguien que pudiera desear daño alguno a aquellas personas, y compartí asimismo su feroz determinación de que los Corsarios de la Vela Roja no se cobraran más vidas.
El mundo se estabilizó a mi alrededor conforme remitía el vértigo y todo recuperó la calma en lo alto de la torre. Veraz habló sin dirigirme la mirada.
—Bueno. Así que hoy sales de caza.
Asentí, sin importarme que él no viera mi gesto. Daba igual.
—Sí. Los forjados están aún más cerca de lo que esperábamos.
—¿Crees que pelearás con ellos?
—Me dijiste que estuviera preparado. Probaré primero con el veneno. Aunque es posible que no estén demasiado dispuestos a engullirlo. También puede ser que me ataquen primero. Me llevo la espada, por si acaso.
—Ya me lo figuraba. Pero ten ésta, mejor. —Cogió una espada envainada que descansaba junto a su silla y la dejó en mis manos. Por un momento sólo pude mirarla. El cuero presentaba imaginativos brocados, la empuñadura poseía esa hermosa simplicidad propia de las armas y herramientas forjadas por un maestro. A una señal de Veraz, desenfundé el filo en su presencia. El metal resplandeció y rutiló, la fragua que había dotado de fuerza al acero se evidenciaba en la acuosa caricia de la luz sobre la hoja. Extendí el brazo y la sentí prendida de mi mano, expectante y liviana. Era una espada mucho mejor de lo que se merecían mis dotes de espadachín—. Debería entregártela con pompa y ceremonia, naturalmente, pero te la doy ahora por si su falta te impide volver más tarde. Durante el Festival de Invierno te la pediré de nuevo para poder hacerte entrega de ella como es debido.
La devolví a su funda y la extraje de nuevo, veloz como una exhalación. Jamás había poseído algo de tanta calidad.
—Tengo la sensación de que debería jurarte servicio o algo por el estilo —dije con torpeza.
Veraz se permitió esbozar una sonrisa.
—Seguro que Regio te exigiría algo así. En lo que a mí respecta, no creo que un hombre deba jurarme su espada cuando ya me ha jurado su vida.
Me asaltó el remordimiento. Cerré ambas manos en torno a mi coraje.
—Veraz, mi príncipe. En el día de hoy me dispongo a serviros como asesino.
Incluso Veraz se sintió sorprendido.
—Duras palabras —musitó con reservas.
—Creo que es el momento de decirlas. Así es como voy a servirte hoy. Pero mi corazón se ha cansado de esto. Te he jurado mi vida, como acabas de decir, y así seguirá siendo si me lo ordenas. Pero te ruego que me encuentres otra manera en que te pueda servir.
Veraz permaneció callado lo que me pareció un largo rato. Apoyó la barbilla en el puño y suspiró.
—Si fuese yo el único al que juraste fidelidad quizá pudiera responderte enseguida. Pero sólo soy el Rey a la Espera. Esta petición debes hacérsela a tu rey. Igual que debes pedirle a él el permiso para casarte.
El silencio en la estancia se tornó vasto y profundo, distanciándonos. Yo era incapaz de romperlo. Fue Veraz el que habló al fin.
—Te enseñé a guardar tus sueños, Traspié Hidalgo. Si renuncias a cerrar tu mente, no puedes culpar a los demás por enterarse de lo que tú divulgas.
Contuve mi ira y me la tragué.
—¿Cuánto? —pregunté fríamente.
—Lo menos posible, te lo aseguro. Estoy acostumbrado a guardar mis pensamientos, algo menos a bloquear los de los demás. Sobre todo los de alguien con una Habilidad tan fuerte, aunque errática, como la tuya. No era mi intención inmiscuirme en tus… planes.
Guardó silencio. No me atrevía a abrir la boca por miedo a lo que pudiera decir. No era sólo que mi intimidad hubiera sido invadida tan flagrantemente, se trataba de Molly. No lograba imaginar cómo podría explicarle nunca algo así. Y tampoco toleraba la idea de enmascarar con otro silencio una mentira más entre nosotros. Como siempre, Veraz era fiel a su nombre. El descuido había sido mío.
—La verdad sea dicha —comenzó Veraz, con voz muy queda—, te envidio, muchacho. Si de mí dependiera, te casarías hoy mismo. Si Artimañas no te concede su permiso, guarda esto en tu corazón y compártelo con tu lady Faldas Rojas: cuando yo sea rey, seréis libres de casaros cuándo y dónde decidáis. No os haré lo que me han hecho a mí.
Creo que fue entonces cuando comprendí todo lo que le habían arrebatado a Veraz. No es lo mismo compadecerse de un hombre casado con una esposa que él no ha elegido que salir del lecho de la mujer amada y darse cuenta de golpe de que alguien que te importa nunca conocerá la plenitud que yo había experimentado con Molly. Qué amargo debía de ser para él atisbar lo que compartíamos Molly y yo. Lo que a él se le había negado para siempre.
—Veraz. Gracias.
Me miró un instante a los ojos y me dedicó una leve sonrisa.
—Vale. Supongo. —Vaciló—. Esto no es una promesa, así que no te lo tomes como tal. Hay algo que quizá pueda hacer al otro respecto. Es posible que no te quede tiempo para ejercer de… diplomático, si tienes otras responsabilidades. Responsabilidades más importantes para nosotros.
—¿Como cuáles? —pregunté, precavido.
—Mis barcos crecen día a día, cobrando forma en manos de sus armadores. De nuevo se me niega lo que más deseo. No podré navegar en ellos. Es de sentido común. Desde aquí puedo supervisarlo y dirigirlo todo. Aquí mi vida no corre peligro de terminar por culpa de la violencia de los piratas de la Vela Roja. Desde aquí puedo coordinar los ataques de varias embarcaciones al mismo tiempo y enviar ayuda donde más la necesiten. —Carraspeó—. Por otro lado, tampoco sentiré el viento ni oiré el chasquido de las velas, nunca se me permitirá combatir a los corsarios como anhelo, con una espada en la mano, matando rápida y limpiamente, derramando sangre por sangre derramada. —Una fría rabia se adueñó de sus rasgos mientras hablaba. Tras un momento de pausa, prosiguió con más calma—: En fin. Para que esos barcos rindan al máximo tiene que haber alguien a bordo de cada uno de ellos capaz al menos de recibir mi información. Lo ideal sería que pudiera enviarme también informes detallados sobre lo que acontezca en la nave. Hoy has visto lo limitado que estoy. Puedo conocer los pensamientos de determinadas personas, sí, pero no puedo encauzar sus ideas. A veces consigo encontrar a alguien más susceptible a mi Habilidad e influyo en sus pensamientos, pero eso no es lo mismo que obtener una respuesta rápida a una petición directa. ¿Alguna vez has pensado en hacerte a la mar, Traspié Hidalgo?
Decir que me sorprendió su pregunta sería quedarme corto.
—Me… acabas de recordarme que mi talento para la Habilidad es errático, sir. Y ayer me recordaste que, en combate, soy más pendenciero que espadachín, pese al entrenamiento de Capacho…
—Y ahora te recuerdo que llegamos a mediados del invierno. Faltan pocos meses para que sea primavera. Te he dicho que es una posibilidad, nada más. Podré proporcionarte sólo la ayuda más básica con lo que necesites saber llegado el momento. Me temo que depende por entero de ti, Traspié Hidalgo. ¿Crees que sabrás manejar tu Habilidad y la espada llegada la primavera?
—Mi príncipe, como vos mismo habéis dicho, no os prometo nada. Pero pondré todo mi empeño.
—Bueno. —Veraz me observó fijamente durante bastante rato—. ¿Empezarás hoy?
—¿Hoy? Hoy tengo que salir de caza. No me atrevo a descuidar ese deber, ni siquiera por esto.
—Una cosa no excluye la otra. Llévame contigo.
Lo miré un momento sin saber qué decir, para luego asentir con la cabeza. Pensaba que se levantaría, que buscaría ropa de abrigo y cogería una espada. En lugar de eso, extendió la mano y la cerró en torno a mi antebrazo.
Cuando su presencia se vertió en mí, el instinto me empujó a oponerme a él. Ésa no era como otras veces, cuando había registrado mis pensamientos igual que ordena alguien los papeles revueltos encima de una mesa. Ésa era una verdadera ocupación de mi mente. No me invadían de aquel modo desde la brutal agresión de Galeno. Intenté zafarme de su presa, pero era como un grillete de hierro en mi muñeca. Todo se detuvo. Tienes que confiar en mí. ¿Estás preparado? Sudaba y me estremecía igual que un caballo con una serpiente en su cajón.
No lo sé.
Piénsalo, me pidió. Se retiró un poco.
Podía sentirlo todavía, a la espera, pero sabía que se mantenía al margen de mis pensamientos. Mi mente era un remolino de ideas. Había demasiadas cosas para tener en cuenta. Aquello era algo que debía hacer si quería escapar de mi vida como asesino. Era una oportunidad de convertir todos los secretos en viejos secretos, en vez de seguir excluyéndome de la confianza de Molly. Tenía que aprovecharla, pero ¿cómo hacerlo y ocultarle a Ojos de Noche y todo lo que compartíamos? Me proyecté hacia Ojos de Noche. Nuestro lazo es un secreto. Debe seguir siéndolo. Por eso hoy tengo que salir a cazar solo. ¿Lo comprendes?
No. Es estúpido y peligroso. Estaré allí, pero tienes que confiar en mi discreción.
—¿Qué es eso que acabas de hacer?
Era Veraz, hablando en voz alta. Tenía una mano apoyada en mi muñeca.
Lo miré a los ojos. No había brusquedad en su pregunta. La había formulado como podría habérsela hecho yo a un niño pequeño al que encontrara tallando un trozo de madera. Me quedé helado por dentro. Anhelaba soltar mi carga, tener a una persona en el mundo que lo supiera todo sobre mí, que supiera todo lo que yo era.
Tú ya lo sabes, objetó Ojos de Noche.
Era cierto. Y no podía ponerlo en peligro.
—También tú debes confiar en mí —me descubrí diciendo a mi Rey a la Espera. Cuando se quedó observándome, pensativo, pregunté—: Mi príncipe. ¿Confiáis en mí?
—Sí.
Con una sola palabra me entregó su confianza en que nada de lo que yo hubiera hecho suponía un peligro para él. Dicho así parece una cosa sencilla, pero el que un Rey a la Espera como él permitiera que su propio asesino le ocultara algún secreto era un acto de fe descomunal. Años atrás, su padre había comprado mi lealtad prometiéndome alimento, un techo y educación, y había sellado el trato con un alfiler de plata que prendió en mi pechera. El simple gesto de confianza de Veraz suponía para mí mucho más que todas esas cosas. El cariño que había sentido siempre por él de repente no conocía límites. ¿Cómo era posible que no me abriera a él?
Esbozó una tímida sonrisa.
—Puedes Habilitar cuando te lo propones.
Sin más dilación, volvió a entrar en mi mente. Mientras su mano permaneciera en mi muñeca, la fusión de pensamientos no supondría ningún esfuerzo. Sentí su curiosidad y un atisbo de temor reverencial cuando vio su propio rostro a través de mis ojos. El espejo es más amable. He envejecido.
Con él alojado en mi mente, hubiera resultado inútil negar la verdad que encerraban sus palabras. De modo que era un sacrificio necesario, convine.
Levantó la mano de mi muñeca. Por un momento experimenté una mareante visión doble, mirándome, mirándolo, hasta que remitió. Se giró lentamente para fijar la vista de nuevo en el horizonte y luego me bloqueó esa visión. Sin su contacto, aquella superposición de mentes era distinta. Salí de la estancia y bajé las escaleras tan despacio como si transportara una copa de vino llena hasta el borde. Exacto. Y en ambos casos, resulta más fácil hacerlo si no lo miras fijamente ni concentras tanto su pensamiento. Limítate a llevar la copa.
Me acerqué a las cocinas, donde di cuenta de un sólido desayuno e intenté comportarme con normalidad. Veraz tenía razón. Era más fácil mantener nuestro contacto si no me concentraba en ello. Mientras todo el mundo se ocupaba de sus respectivos quehaceres, conseguí guardar un plato de galletas en mi bolsa.
—¿De caza? —me preguntó Perol al tiempo que se daba la vuelta. Asentí—. Bueno, pues ten cuidado. ¿Qué buscas?
—Jabalís —improvisé—. Pero sólo quiero localizar alguno, no tengo intención de abatirlo hoy. He pensado que sería una buena atracción para el Festival del Invierno.
—¿Para quién? ¿Para el príncipe Veraz? Chaval, a ése no hay quien lo saque del castillo. Pasa demasiado tiempo encerrado en sus aposentos, hazme caso, y el viejo rey Artimañas, el pobre, hace semanas que no come de verdad con nosotros. No sé por qué sigo cocinando sus platos favoritos si, total, la bandeja vuelve igual de llena que se fue. Ahora, el príncipe Regio, ése igual se anima, siempre que no se le vayan a deshacer los rizos.
Su comentario propició un cacareo de risas entre las cocineras. La osadía de Perol consiguió que me ruborizara. Tranquilo. No saben que estoy aquí, muchacho. No voy a echarles en cara nada de lo que te digan. No nos delates ahora. Percibí el humorismo de Veraz, así como su preocupación. Esbocé una sonrisa, agradecí a Perol la pasta que se empeñó en darme y abandoné la cocina del castillo.
Hollín estaba inquieta en su compartimiento, más que dispuesta a salir a dar un paseo. Burrich pasó por allí mientras la ensillaba. Sus ojos oscuros repararon en mis prendas de cuero, en la vaina labrada y en la excelente empuñadura de la espada. Carraspeó, pero no dijo nada. Nunca había conseguido decidir hasta qué punto exactamente estaba Burrich al tanto de mis actividades. En cierta ocasión, en las montañas, le había confiado mi formación como asesino. Aunque eso había sido antes de que recibiera un golpe en la cabeza intentando protegerme. Cuando se recuperó, afirmó haber perdido todos los recuerdos del día que lo precedió. A veces, no obstante, me lo preguntaba. Quizá se debiera a su sabia manera de guardar un secreto de forma que no pudieran discutirlo ni siquiera quienes estaban al corriente del mismo.
—Ten cuidado —dijo al cabo, refunfuñando—. No dejes que le pase nada a esa yegua.
—Tendremos cuidado —le prometí.
Pasé junto a él guiando a Hollín.
Pese a mis recados seguía siendo una hora temprana, con la luz invernal justa para que trotar resultara seguro. Guié a Hollín, permitiendo que fuese ella la que eligiera el paso y expresara su ánimo, que entrara en calor sin necesidad de empezar a sudar. El techo de nubes se había agrietado y el sol se filtraba entre los resquicios para acariciar los árboles y los bancos de nieve con sus dedos dorados. Azucé a Hollín, acelerando la marcha. Íbamos a dar un rodeo para llegar a la orilla del riachuelo. No quería abandonar los caminos transitados hasta que fuese estrictamente necesario.
Veraz me acompañaba a cada segundo. No era que conversásemos, pero estaba al corriente de mi diálogo interior. Disfrutaba del aire fresco de la mañana, de la solicitud de Hollín y de la juventud de mi propio cuerpo. Pero cuanto más nos alejábamos del castillo, más consciente era de mi presa sobre Veraz. Del contacto que me había impuesto en un principio, el contacto compartido se había convertido en un esfuerzo mutuo, como un pulso. Me pregunté si sería capaz de resistirlo. No pienses en ello. Limítate a hacerlo. Incluso respirar requiere esfuerzo si te concentras en tomar aliento. Parpadeé, consciente de pronto de que él estaba en su estudio, desempeñando sus quehaceres matutinos como de costumbre. Como el zumbido de un enjambre de abejas en la lejanía, oí cómo le preguntaba algo Charim.
No detectaba ni rastro de Ojos de Noche. Procuraba no pensar en él, ni buscarlo con la mirada, una negativa mental extenuante que era tan exigente como el hecho de conservar la conciencia de Veraz en mi interior. Me había acostumbrado tan deprisa a proyectarme hacia mi lobo y encontrarlo a la espera de mi contacto que me sentía aislado, tan desequilibrado como si faltara en mi cinturón mi cuchillo favorito. La única imagen que podía apartarlo por completo de mi mente era la de Molly, y también ésa era una en la que no quería solazarme. Veraz no me había amonestado por mi actuación de la noche anterior, pero sabía que le parecía poco menos que honorable. Tenía la incómoda impresión de que si me paraba a pensar con detenimiento en todo lo que había ocurrido, estaría de acuerdo con él. Como un cobarde, alejé mi mente también de eso.
Comprendí que estaba dedicando la mayor parte de mi esfuerzo mental a no pensar. Zangoloteé la cabeza y me abrí al día. La carretera que seguía no estaba muy transitada. Discurría entre las colinas que había detrás de Torre del Alce y la hollaban las cabras y las ovejas mucho más que los hombres. Hacía varias décadas que un rayo la había despojado de árboles. Los primeros en volver a nacer eran principalmente abedules y álamos, desnudos ahora salvo por su abrigo de nieve. El accidentado terreno no era idóneo para la agricultura y servía más que nada de pastizal en verano, pero de vez en cuando percibía una vaharada de humo y veía algún sendero que comunicaba la carretera con la cabaña de un leñador o la choza de un trampero. Era un área de hogares pequeños y aislados, ocupados por gentes de condición humilde.
La carretera se estrechó y los árboles cambiaron cuando me adentré en una parte más antigua del bosque. Aquí los oscuros macizos perennes eran aún densos y se agolpaban a orillas del camino. Sus troncos eran inmensos, y a la sombra de sus ramas la nieve se extendía en montículos irregulares sobre el lecho boscoso. Escaseaban los arbustos. Casi toda la nieve caída durante el año seguía en lo alto, apoyada en aquel espeso ramaje erizado de agujas. Fue fácil sacar a Hollín del camino en aquella parte. Avanzamos bajo el dosel cargado de nieve en medio de una luz agrisada. El día parecía apagarse en medio de los grandes árboles.
Estás buscando un lugar específico. ¿Tienes información precisa sobre el paradero de los forjados?
Los vieron a orillas de un arroyo, devorando un ciervo muerto de frío. Ayer. He pensado que podríamos seguir su rastro desde allí.
¿Quién los vio?
Vacilé. Un amigo mío. Es muy tímido con la gente. Pero yo me he ganado su confianza y a veces, si ve algo raro, acude a mí y me lo cuenta.
Hum. Podía sentir las reservas de Veraz mientras consideraba el porqué de mi renuencia. Está bien. No preguntaré más. Supongo que algunos secretos son necesarios. Me acuerdo de una niña tonta que acostumbraba a sentarse a los pies de mi madre, que se ocupaba de vestirla y alimentarla y le regalaba dulces y baratijas. Nadie le prestaba mucha atención. Pero una vez las sorprendí conversando y oí cómo le hablaba a mi madre de un hombre que había estado vendiendo collares y brazaletes en una taberna. Días después, la guardia del rey arrestó al bandolero Raudales en aquella misma taberna. La gente discreta se entera a menudo de muchas cosas.
Y tanto.
Seguimos cabalgando en amigable silencio. En ocasiones tenía que recordarme que Veraz no estaba conmigo en carne y hueso. Aunque empiezo a desear que así fuera. Ya hace mucho tiempo, muchacho, que no paseo a caballo por estas colinas por el mero placer de montar. Mi vida se ha anquilosado con mis responsabilidades. No sé cuándo fue la última vez que hice algo simplemente porque me apetecía hacerlo.
Asentía a ese pensamiento cuando un grito quebró el silencio del bosque. Era el alarido salvaje y truncado de una criatura joven, y antes de poder controlarme, me proyecté hacia él. Mi Maña encontró un pánico inarticulado, un miedo mortal y un súbito horror que emanaban de Ojos de Noche. Le cerré la mente, pero giré a Hollín en esa dirección y la urgí a correr. Encorvado sobre su cuello, la animaba a vadear el laberinto de nieve profunda, ramas caídas y tierra desnuda que era el suelo del bosque. Ascendimos una colina, sin alcanzar nunca la velocidad que yo ansiaba con desesperación. Cuando la coronamos, presencié una escena que jamás podré olvidar.
Eran tres, harapientos, barbudos y malolientes. Gruñían y farfullaban entre sí mientras peleaban. Mi Maña no detectaba señales de vida en ellos, pero los reconocí como los forjados que me había mostrado Ojos de Noche el día anterior. La niña era muy pequeña, tendría unos tres años, y la túnica de lana que llevaba era de un amarillo brillante, el fruto primoroso de las hacendosas manos de alguna madre. Reñían por ella como si fuese una liebre atrapada, tirando de las extremidades de su cuerpecito en un tira y afloja furioso, sin aprecio por la poca vida que residía aún en él. Rugí de furia al ver aquello y desenvainé mi espada en el preciso instante en que uno de los forjados propinaba un violento tirón al cuello de la pequeña y se hacía con su cuerpo. Al escuchar mi grito, uno de los hombres levantó la cabeza y se giró hacia mí, con la barba empapada de sangre. No había esperado a su muerte para empezar a devorarla.
Espoleé a Hollín y caímos sobre ellos como una tormenta de venganza. Surgido del bosque a mi izquierda, Ojos de Noche irrumpió en el escenario. Llegó a ellos antes que yo para abalanzarse sobre los hombros de uno y abrir las fauces de par en par. Sus dientes se hundieron en el cuello del hombre. Uno se encaró conmigo mientras yo descendía y alzó una mano inútil para protegerse de mi espada. Mi golpe fue tal que la excelente hoja nueva casi lo decapita antes de clavarse en su columna. Desenfundé el cuchillo de mi cinto y salté del lomo de Hollín para enzarzarme con el hombre que intentaba apuñalar a Ojos de Noche. El tercer forjado cogió el cuerpo de la niña y huyó con él hacia el bosque.
El hombre luchaba como un oso enfurecido, lanzándonos manotazos y cuchilladas aun después de que yo lo hubiera destripado. Sus vísceras le cubrían el cinturón y seguía tambaleándose en nuestra dirección. Ni siquiera tuve tiempo de asimilar el horror que me produjo. A sabiendas de que moriría, lo abandoné a su suerte y corrí en persecución del que se había dado a la fuga.
Ojos de Noche era un relámpago gris que cortaba la ladera, y maldije mis cortas piernas mientras corría tras él. El rastro era evidente: nieve prensada, sangre y el hediondo olor de la criatura. A mi mente le costaba trabajo hilvanar los hechos. Juro que mientras corría por aquella ladera pensé que, no sabía cómo, llegaría a tiempo de deshacer la muerte de la pequeña y traerla de vuelta, de hacer que nunca hubiese ocurrido. Me impulsaba un afán del todo ilógico.
Había vuelto sobre sus pasos. Se nos echó encima desde detrás de un grueso tocón, arrojando el cuerpo de la niña contra Ojos de Noche para luego lanzarse sobre mí. Era grande y musculoso como un herrero. Al contrario que otros forjados con los que me había encontrado, el tamaño y la fuerza de aquél lo habían mantenido bien alimentado y vestido. Su ira desatada era la de un animal acorralado. Me levantó en volandas, despegándome los pies del suelo con facilidad, y luego cayó sobre mí con un antebrazo nudoso incrustado en mi garganta. Aterrizó encima de mí con su torso inmenso pegado a mi espalda, inmovilizándome el pecho y un brazo contra la tierra bajo su peso. Lancé el otro brazo hacia atrás para hundirle mi cuchillo dos veces en un muslo carnoso. Rugió de rabia y aumentó la presión. Me aplastó el rostro contra el suelo helado. Unos puntos negros salpicaron mi vista y Ojos de Noche añadió su peso de repente a la carga que tenía que soportar. Pensé que se me iba a partir la espalda. Ojos de Noche clavó los colmillos en la espalda del hombre, pero el forjado se limitó a hundir la barbilla en el pecho y encogió los hombros frente al ataque. Sabía que me estaba estrangulando. Ya tendría tiempo de ocuparse del lobo cuando yo hubiera muerto.
Los forcejeos reabrieron la herida de mi cuello y mi sangre cálida se derramó. El dolor añadido supuso un diminuto acicate para mis esfuerzos. Sacudí la cabeza como un poseso entre sus brazos y la untuosidad de mi propia sangre bastó para permitirme torcer un poco el cuello. Inhalé una desesperada bocanada de aire antes de que el gigante reforzara su presa sobre mí. Empezó a echarme la cabeza hacia atrás. Ya que no podía estrangularme, se conformaría con partirme el cuello. Tenía los músculos necesarios.
Ojos de Noche cambió de estrategia. No podía abrir las fauces lo suficiente para atrapar la cabeza del hombre entre ellas, pero sus afilados colmillos lograron arrancarle un trozo de cuero cabelludo. Hincó los dientes en la carne viva y tiró. Me bañé de sangre mientras el forjado vociferaba y me propinaba un rodillazo en la cintura. Soltó un brazo para amenazar a Ojos de Noche. Me contorsioné bajo su peso para conectar una rodilla con su entrepierna y logré clavarle una puñalada certera en el costado. El dolor debía de ser increíble, pero no me soltó. Impacto su cabeza contra la mía en un destello de negrura y enroscó sus enormes brazos a mi alrededor, inmovilizándome al tiempo que empezaba a triturarme las costillas.
Ésa es la parte de la refriega que puedo recordar con coherencia. No sé qué se apoderó de mí a continuación; quizá fuese la furia mortal que mencionan algunas leyendas. Lo combatí con cuchillo, uñas y dientes, arrancándole la carne del cuerpo allí donde conseguía alcanzarlo. De todos modos, sé que no habría sido suficiente si Ojos de Noche no hubiera atacado a su vez con la misma rabia asesina. Un rato después gateé para escapar del peso muerto del hombre. Tenía un asqueroso sabor a cobre en la boca y escupí sangre y pelo sucio. Me limpié las manos en los pantalones y me las froté con nieve limpia, pero nada podía limpiarlas.
¿Estás bien? Ojos de Noche yacía jadeante en la nieve a un par de metros. También tenía el morro lleno de sangre. Ante mis ojos engulló un enorme bocado de nieve y siguió jadeando. Me levanté y di unos pasos tambaleantes hacia él. Entonces vi el cuerpo de la niña y me desplomé a su lado en la nieve. Creo que fue entonces cuando comprendí que era demasiado tarde, que había sido demasiado tarde desde el instante en que los divisé.
Era muy pequeña. Cabello negro y lustroso, ojos oscuros. Lo más espantoso era que su cuerpecito conservaba aún su calor y elasticidad. La posé en mi regazo y le aparté el cabello del rostro. Tenía una cara diminuta, los dientes de leche. Las mejillas redondas. La muerte todavía no le había empañado la mirada; los ojos que se clavaban en los míos parecían perdidos en un rompecabezas que escapaba a su comprensión. Tenía las manitas gordezuelas, suaves y manchadas con la sangre que había escapado de los mordiscos de sus brazos. Me quedé sentado en la nieve con la niña muerta en mi regazo. Así que eso era lo que se sentía al acunar a un bebé. Tan pequeña, tan cálida antes. Tan quieta. Apoyé la cabeza en su pelo negro y lloré. Unos temblores incontrolables se apoderaron de mí sin poderlo evitar. Ojos de Noche me acarició la mejilla con su hocico y gañó. Apoyó una pata con insistencia en mi hombro y comprendí de pronto que lo había bloqueado. Lo acaricié con una mano conciliadora pero no le abrí mi mente, ni a él ni a nada. Gañó de nuevo y oí por fin el sonido de los cascos. Me lamió la mejilla a modo de despedida antes de perderse en el bosque.
Me puse en pie con dificultad, sosteniendo aún a mi pequeña. Los jinetes coronaron la colina sobre mí. Veraz iba al frente, a lomos de su corcel negro, con Burrich a su espalda, y Filo, y media decena más. Para mi horror había una mujer, mal vestida, a lomos del mismo caballo que el sargento Filo. Chilló al verme y saltó de la grupa del animal para correr hacia mí con las manos tendidas hacia la niña. No soportaba la terrible luz de esperanza y alegría que irradiaba su cara. Sus ojos se fijaron en los míos un instante y vi que aquella luz se apagaba en su rostro. Me arrebató a la pequeña de los brazos, asió la cara fría sobre el cuello partido y empezó a llorar. La desolación de su dolor me cubrió como una ola, derribando mis murallas y arrastrándome con ella. El llanto era inagotable.
Horas después, sentado en el estudio de Veraz, aún podía oírlo. Su sonido me hacía estremecer, largos escalofríos que me sacudían de forma incontrolable. Estaba desnudo hasta la cintura, sentado en un taburete frente a la chimenea. El curandero avivaba el fuego mientras, a mi espalda, un Burrich asombrosamente callado me limpiaba el cuello de agujas de pino y tierra.
—Ésta y ésta no son heridas recientes —observó en un momento dado, señalándome el hombro y el antebrazo. No dije nada. Las palabras me habían abandonado. En una palangana de agua caliente, a su lado, se desleían pétalos secos de flores de iris con hojas de arrayán flotando junto a ellas. Humedeció un paño en el agua y lo aplicó sobre los moratones de mi garganta—. El herrero tenía las manos grandes —comentó en voz alta.
—¿Lo conocías? —preguntó el curandero mientras se giraba para mirar a Burrich.
—No había hablado con él. Sólo de vista, un par de veces en el Festival de Primavera, cuando algunos comerciantes de las afueras llegan a la ciudad con sus mercancías. Traía bonitos adornos de plata para los arneses.
Volvieron a guardar silencio. Burrich reanudó su trabajo. La sangre que tenía el agua no era mía, en su mayor parte. Aparte de un montón de magulladuras y músculos doloridos, había escapado más que nada con arañazos y rasguños, y con un enorme chichón en la frente. De alguna manera me avergonzaba no haber resultado herido La niña había muerto; yo debería estar herido, al menos. No sé por qué me parecía que esa idea tenía sentido. Vi cómo Burrich preparaba un pulcro cabestrillo con vendas para mi antebrazo. El curandero me trajo una taza de té. Burrich la cogió, la olisqueó a conciencia y me la entregó.
—Yo le habría echado menos valeriana —fue todo lo que le dijo al hombre.
El curandero se retiró y fue a sentarse junto a la chimenea.
Llegó Charim con una bandeja de comida. Despejó una mesita y empezó a colocar los platos. Un momento después entró Veraz en el cuarto. Se quitó la capa y la colgó en el respaldo de una silla.
—He encontrado al marido en el mercado —dijo—. Ahora está con ella. La mujer había dejado a la niña jugando en el umbral de su casa mientras ella iba al arroyo en busca de agua. Cuando volvió, la pequeña había desaparecido. —Me observó de soslayo, pero fui incapaz de mirarlo a los ojos—. La encontramos llamando a voces a su hija en el bosque. Sabía… —Reparó de pronto en el curandero—. Gracias, Dem. Si has terminado ya con Traspié Hidalgo, puedes retirarte.
—Ni siquiera le he echado un vistazo a…
—Está bien.
Burrich me había pasado una venda por el pecho y por debajo de mi otro brazo en un intento por sostener el emplasto de mi cuello en su sitio. Era inútil. El mordisco estaba justo encima del músculo entre mi hombro y el cuello. Intenté encontrar divertida la mirada de irritación que lanzó el curandero a Burrich antes de irse. Burrich ni siquiera se dio por aludido.
Veraz arrastró una silla hasta dejarla delante de mí. Empecé a llevarme la taza a los labios, pero Burrich estiró el brazo y me la quitó de las manos.
—Cuando hayáis hablado. Eso tiene valeriana suficiente para tumbarte en el sitio.
Se fue con la taza y, al llegar a la chimenea, vi cómo derramaba la mitad del té y diluía lo que quedaba con más agua caliente. Hecho eso, se cruzó de brazos y se apoyó en la repisa de la chimenea, observándonos.
Miré a Veraz y esperé a que dijera algo.
Suspiró.
—Vi a la niña contigo. Los vi pelearse por ella. Luego desapareciste de repente. Perdimos nuestra conexión y no pude volver a encontrarte, ni aun intentándolo con todas mis fuerzas. Sabía que estabas en apuros y partí en tu búsqueda en cuanto pude. Siento no haber llegado antes.
Me moría por sincerarme y contárselo todo a Veraz. Pero sería demasiado revelador. Poseer los secretos de un príncipe no le da a uno derecho a divulgarlos. Miré a Burrich de reojo. Tenía la vista fija en la pared. Hablé con formalidad.
—Gracias, mi príncipe. Era imposible que llegarais antes. Y aunque así fuese, habría sido demasiado tarde. Murió casi al mismo tiempo que la vi.
Veraz se miró las manos.
—Ya lo sabía. Creo que lo supe antes que tú. El que me preocupaba eras tú. —Levantó la cabeza e intentó sonreír—. Lo más destacado de tu estilo de lucha es esa manera tan asombrosa que tienes de sobrevivir a él.
Vi por el rabillo del ojo que Burrich cambiaba de postura, abría la boca para decir algo y volvía a cerrarla. Me atenazó las tripas un frío temor. Había visto los cadáveres de los forjados, había visto las huellas. Sabía que no me había enfrentado solo a ellos. Era lo único que podía empeorar el día aún más. Me sentía como si se me hubiera congelado el corazón en el pecho. El que Burrich no lo hubiera mencionado todavía, el que estuviera reservando sus acusaciones para otro momento sólo lo hacía aún peor.
—¿Traspié Hidalgo?
Veraz reclamó mi atención.
Me sobresalté.
—Os ruego que me perdonéis, mi príncipe.
Se rió, casi, un abrupto ronquido.
—Ya está bien de «mi príncipe». Puedes estar seguro de que no espero que respetes las formas en estos momentos, y tampoco Burrich. Él y yo tenemos la suficiente confianza; él no se refería a mi hermano como «mi príncipe» en momentos como éste. Recuerda que era el hombre del rey para mi hermano. Hidalgo extraía fuerzas de él, y no siempre con delicadeza. Estoy seguro de que Burrich sabe que te he utilizado del mismo modo. Como sabe que hoy he cabalgado con tus ojos, al menos hasta la cima de esa colina.
Miré a Burrich, que asintió despacio. Ninguno de los dos sabía muy bien por qué lo habían incluido en esa situación.
—Perdí el contacto contigo cuando se adueñó de ti el frenesí de la batalla. Si voy a utilizarte como deseo, eso no puede ocurrir. —Veraz tamborileó suavemente con los dedos sobre sus muslos por un momento, pensativo—. La única forma que se me ocurre para que aprendas estas cosas es por medio de la práctica. Burrich, Hidalgo me dijo una vez que, en apuros, se te daba mejor el hacha que la espada.
Burrich parecía sorprendido. Era evidente que no esperaba que Veraz supiera eso de él. Volvió a asentir lentamente.
—Solía burlarse de mí por eso. Decía que era un arma de marrulleros, no de caballeros.
Veraz se permitió esbozar una sonrisa tirante.
—Apropiada para el estilo de Traspié, en ese caso. Enséñale a manejar el hacha. No creo que eso sea algo que enseñe Capacho, por lo general. Aunque sin duda podría hacerlo si se lo pidiera. Pero preferiría que te ocuparas tú, porque quiero que Traspié aprenda a tenerme dentro mientras practica. Si conseguimos aunar ambas lecciones, quizá consiga dominar las dos disciplinas a la vez. Y si eres tú el maestro, no se distraerá tanto intentando mantener mi presencia en secreto. ¿Puedes hacerlo?
Burrich no logró ocultar por completo el abatimiento que se cernió sobre él.
—Puedo hacerlo, mi príncipe.
—En tal caso, hazlo, por favor. Empezaremos mañana. Temprano me viene mejor a mí. Sé que tú también tienes responsabilidades y horas de menos para cumplirlas. No dudes en delegar algunas en Manos mientras te ocupas de esto. Parece un muchacho muy capaz.
—Lo es —convino Burrich. Con reservas.
Otra migaja de información que había llegado a manos de Veraz.
—Excelente. —Veraz se reclinó en su silla. Nos observó a los dos como si estuviera pasando revista a todo un destacamento—. ¿Alguien tiene alguna duda?
Entendí la pregunta como una forma educada de zanjar la situación.
—¿Sir? —dijo Burrich. Su voz, siempre tan profunda, sonaba apagada e insegura—. Si se me permite… No quisiera… No pretendo cuestionar la decisión de mi príncipe, pero…
Contuve la respiración. Ahí estaba. La Maña.
—Suéltalo ya, Burrich. Creía que había quedado claro que aquí los «mi príncipe» están de más. ¿Qué te preocupa?
Burrich se enderezó y miró a los ojos al Rey a la Espera.
—¿Esto es… adecuado? Bastardo o no, sigue siendo hijo de Hidalgo. Lo que he visto hoy allí arriba… —Una vez en marcha, las palabras brotaban de Burrich. Pugnaba por ocultar la rabia de su voz—. Lo enviasteis… Se metió en una auténtica carnicería, él solo. Cualquier otro muchacho de su edad estaría muerto a estas alturas. No… no pretendo inmiscuirme en lo que no me concierne. Sé que se puede servir al rey de muchas maneras, y que algunas son menos agradables que otras. Pero primero en las montañas… y ahora lo que he visto hoy. ¿No hay nadie más aparte del hijo de tu hermano que pueda ocuparse de esto?
Lancé una mirada de soslayo a Veraz. Por primera vez en mi vida vi la rabia incontenible en su rostro. No expresada en un rictus de los labios o un fruncimiento del ceño, sino simplemente como dos chispas abrasadoras en sus ojos oscuros. Su boca era una fina línea. Pero habló con voz serena.
—Mira otra vez, Burrich. El que ves ahí sentado no es ningún crío. Y recapacita. No lo envié solo. Yo lo acompañaba, en una situación que esperábamos que fuese de seguimiento y emboscada, no de confrontación directa. Resultó no ser así. Pero sobrevivió. Como ha sobrevivido a trances similares en el pasado. Y como volverá a sobrevivir en el futuro, probablemente. —Veraz se puso de pie de repente. Todo el ambiente de la estancia se alteró de golpe para mis sentidos, bullendo con la emoción. Hasta Burrich parecía haberse percatado, pues me miró de reojo y luego se obligó a permanecer firme como un soldado mientras Veraz deambulaba por la habitación—. No. Esto no es lo que elegiría para él. No es lo que elegiría para mí. ¡Ojalá hubiera nacido en tiempos mejores! ¡Ojalá hubiera nacido en una cama de matrimonio y mi hermano siguiera sentado en el trono! Pero no es ésa la situación que nos ha tocado vivir, ni a él ni a mí. ¡Ni a ti! Por eso sirve, igual que yo. Maldita sea mi alma, pero Kettricken tenía razón desde el principio. Un rey es el sacrificio de su pueblo. Igual que su sobrino. Lo de hoy ha sido una carnicería, sí. Sé a qué te refieres; vi cómo se alejaba Filo para vomitar tras ver el cadáver, vi cómo evitaba a Traspié. No sé cómo el muchacho… cómo sobrevivió este hombre. Haciendo lo que pudo, supongo. Así que ¿qué puedo hacer yo, Burrich? ¿Qué puedo hacer? Lo necesito. Lo necesito para esta guerra sucia y secreta porque es el único equipado y entrenado para ella. Igual que me encierra mi padre en esa torre y me pide que me queme la mente espiando, asesinando a traición. Todo lo que pueda hacer Traspié, cualquier talento al que pueda recurrir (se me paró el corazón, el aire se me congeló en los pulmones) estará bien empleado. Porque de eso se trata ahora. De sobrevivir. Porque…
—Es mi pueblo. —No me di cuenta de que había hablado en voz alta hasta que los dos se volvieron hacia mí. Se hizo el silencio en la habitación. Cogí aliento—. Hace mucho tiempo, un anciano me dijo que algún día comprendería una cosa. Dijo que el pueblo de los Seis Ducados era mi pueblo, que llevaba en la sangre el preocuparme de él, sentir su dolor como si fuera mío. —Parpadeé para borrar a Chade y aquel día en la Forja de mi vista—. Tenía razón —conseguí decir, al cabo—. Hoy han matado a mi hija, Burrich. Y a mi herrero, y a otros dos hombres. No los forjados. Los Corsarios de la Vela Roja. Y debo cobrarme su sangre a cambio, debo expulsarlos de mi costa. Ahora es algo tan sencillo como comer o respirar. Es algo que tengo que hacer.
Sus miradas se cruzaron sobre mi cabeza.
—Lo lleva en la sangre —observó Veraz con voz queda.
Pero había fiereza al mismo tiempo en sus palabras, y un orgullo que sofocó los temblores que llevaban todo el día martirizándome el cuerpo. Se apoderó de mí una profunda calma. Ese día había hecho lo correcto. Lo supe de repente como si fuera un hecho físico. Era un trabajo sucio, degradante, pero era mío y lo había hecho bien. Por mi pueblo. Me giré hacia Burrich, que me observaba con esa mirada valorativa que solía reservar para el cachorro más prometedor de una carnada.
—Le enseñaré —prometió a Veraz—. Los pocos trucos que conozco con el hacha. Y alguna cosa más. ¿Empezamos mañana, antes de que rompa el alba?
—De acuerdo —convino Veraz antes de que yo pudiera objetar nada—. Cenemos algo ahora.
Me moría de hambre de repente. Me levanté para ir a la mesa, pero Burrich se plantó a mi lado.
—Lávate la cara y las manos, Traspié —me recordó con amabilidad.
Cuando hube terminado de asearme, el agua perfumada de la palangana de Veraz se había teñido con la sangre del herrero.