12

Tareas

Quizá la faceta más devastadora de nuestra guerra con los Corsarios de la Vela Roja fuese la sensación de impotencia que nos sobrecogía. Era como si una terrible parálisis atenazara al país y a sus regentes. Las tácticas de los corsarios eran tan incomprensibles que durante el primer año nos quedamos como petrificados. El segundo año de atropellos, intentamos defendernos. Pero nuestras Habilidades se habían oxidado; las habíamos empleado durante demasiado tiempo sólo contra los corsarios ocasionales, los oportunistas o desesperados. Contra aquellos piratas organizados que habían estudiado el perfil de nuestras costas, las posiciones de nuestras torres de vigilancia, nuestras mareas y corrientes, éramos como niños. Sólo la Habilidad del príncipe Veraz nos proporcionaba algún tipo de protección. A cuántas naves obligó a dar media vuelta, a cuántos timoneles enloqueció o a cuántos pilotos confundió, nunca lo sabremos. Como su pueblo no podía entender lo que hacía por ellos, era como si los Vatídico no hicieran nada. La gente sólo veía las incursiones que tenían éxito, nunca los barcos que se estrellaban contra las rocas o se desviaban demasiado hacia el sur empujados por una tormenta. La gente estaba desalentada. Los ducados terrales protestaban por los impuestos destinados a proteger una costa que no compartían; los ducados costeros se quejaban de unos impuestos que no parecían servir de nada. Por eso, si el entusiasmo por los buques de guerra de Veraz era veleidoso, algo que aumentaba y disminuía en función de la opinión que tuviera la gente de él, no podemos echar toda la culpa al pueblo. Fue el invierno más largo de mi vida.

Me dirigí del estudio de Veraz a los aposentos de la reina Kettricken. Llamé a su puerta y me abrió la misma doncella de antes. Con su carita risueña y sus rizos negros, Romero me recordaba a un hada traviesa. Una vez dentro, el ambiente de la estancia parecía apagado. Había varias damas de compañía de Kettricken, todas ellas sentadas en taburetes alrededor de un marco que sostenía una tela de lino blanco. Estaban hilando perfiles en ella, flores y hojas cosidas con hilos de vivos colores. Había presenciado proyectos parecidos en las dependencias de la señora Premura. Por lo general tales actividades parecían divertidas, las lenguas se entregaban a animadas conversaciones, las agujas centelleaban mientras arrastraban sus colas de hilo brillante por el fuerte paño. Pero allí imperaba un silencio casi absoluto. Las mujeres trabajaban con la cabeza agachada, con displicencia, con habilidad, pero sin risas. En cada esquina de la sala ardían velas perfumadas, rosas y verdes. Sus sutiles fragancias se mezclaban por encima del telar.

Kettricken presidía la tarea, con las manos tan ocupadas como las de cualquiera. Parecía ser ella el origen de aquella tranquilidad. Su semblante se veía compuesto, plácido incluso. Su autoconfinamiento resultaba tan evidente que casi me parecía ver los muros levantados a su alrededor. Su aspecto era agradable, amables sus ojos, pero yo no percibía su presencia. Era como un recipiente de agua fría y estancada. Se vestía con una sencilla túnica larga y verde, más próxima al estilo de las montañas que al de Torre del Alce. Había prescindido de alhajas. Levantó la cabeza y me dirigió una mirada inquisitiva. Me sentí como un intruso que se hubiera inmiscuido en la reunión de una maestra con sus aplicadas alumnas. De modo que en lugar de limitarme a saludarla, intenté justificar mi presencia. Hablé con formalidad, plenamente consciente de todas las mujeres que me observaban.

—Reina Kettricken. El Rey a la Espera Veraz me ha encargado que os transmita un mensaje.

Pareció aletear algo en sus ojos, aunque enseguida se apagaron de nuevo.

—Sí —respondió, con voz neutra.

Las agujas no cejaron en su baile sincopado, pero estaba seguro de que hasta el último oído estaba pendiente de lo que fuera que yo tuviese que decir.

—En lo alto de una torre hubo antaño un jardín llamado el Jardín de la Reina. Antes, dice el rey Veraz, había muchas macetas y estanques. Era un lugar lleno de plantas, de peces y campanillas. Pertenecía a su madre. Mi reina, desea que os hagáis cargo de él.

La quietud se volvió aún más profunda alrededor de la mesa. Los ojos de Kettricken doblaron su tamaño. Con cuidado, preguntó:

—¿Eso te ha dicho, estás seguro?

—Claro que sí, milady. —Su reacción me desconcertó—. Dijo que le supondría un inmenso placer verlo restaurado. Hablaba de él con mucho cariño, sobre todo al recordar los semilleros de tomillo en flor.

La alegría se extendió sobre el rostro de Kettricken como los pétalos de una flor. Se llevó una mano a la boca e inhaló una bocanada trémula entre sus dedos. La sangre acudió a sus pálidas mejillas, tiñéndolas de rubor. Sus ojos resplandecieron.

—Tengo que verlo —exclamó—. ¡Tengo que verlo ahora mismo! —Se levantó de pronto—. ¿Romero? Mi capa y mis guantes, por favor. —Contempló a sus damas de compañía con el rostro radiante—. ¿No queréis coger vuestras capas y guantes también, y acompañarme?

—Mi reina, hoy la tormenta ruge con furia… —empezó una, vacilante.

Pero otra, una mujer mayor cuyos rasgos tenían un aire maternal, lady Modestia, se incorporó despacio.

—Yo os acompaño a lo alto de la torre. ¡Pluck! —Un niño que sesteaba en un rincón se levantó de un salto—. Corre y tráeme la capa y los guantes. Y mi capucha. —Se volvió hacia Kettricken—. Recuerdo bien el jardín, de los días de la reina Constancia. Más de un rato agradable pasé allí en su compañía. Será una alegría verlo restaurado.

Se produjo una pausa mínima antes de que las demás damas imitaran su gesto. Cuando regresé con mi capa, todas estaban listas para salir. Me sentí decididamente peculiar mientras encabezaba aquella procesión de señoras por el castillo y subíamos luego la larga escalera que daba al Jardín de la Reina. Para entonces, contando a los pajes y los curiosos, debía de haber casi una decena de personas siguiéndonos a Kettricken y a mí. Mientras abría la marcha por los empinados escalones de piedra, llevaba a Kettricken pegada a mis talones. Los demás formaban una larga cola a nuestras espaldas. Cuando empujé la pesada puerta para obligarla a abrirse pese a la nieve apilada contra ella, la reina preguntó en voz baja:

—Me ha perdonado, ¿verdad?

Me detuve para recuperar el aliento. Abrir aquella puerta no le hacía ningún bien a la herida que tenía en el cuello. También mi antebrazo palpitaba con un latir sordo.

—¿Mi reina? —pregunté a modo de respuesta.

—Mi señor Veraz me ha perdonado y ésta es su forma de expresarlo. Oh, el jardín que haga será para los dos. No volveré a avergonzarlo.

Cuando me quedé mirando su sonrisa de júbilo, aplicó el hombro a la puerta con gesto casual y la abrió de un empujón. Mientras el frío y la luz de aquel día invernal me hacían parpadear, ella salió a lo alto de la torre. Se adentró en la nieve cuajada que le llegaba a la pantorrilla, sin importarle en absoluto. Miré alrededor del yermo tejado y me pregunté si había perdido el juicio. Allí no había nada, sólo la nieve densa y revuelta bajo el cielo plomizo. Se había adueñado de las estatuas abandonadas y los tiestos alineados contra una pared. Me preparé para afrontar la desilusión de Kettricken. En cambio, en el centro de la cima de la torre, mientras el viento arremolinaba a su alrededor los níveos copos, estiró los brazos y giró sobre los talones, riéndose como una niña.

—¡Es precioso! —exclamó.

Me atreví a salir tras sus pasos. Otros me siguieron. En un momento Kettricken llegó junto a los montones de estatuas, jarrones y tiestos que se apilaban a lo largo de una de las paredes. Limpió la nieve de la mejilla de un querubín con un gesto tan tierno como si fuese su madre. Retiró la nieve de un banco de piedra, levantó el querubín y lo posó encima. No era una estatua pequeña, pero Kettricken empleó su tamaño y su fuerza enérgicamente para rescatar varias piezas más de la nieve agolpada. Celebraba con exclamaciones cada nuevo hallazgo, insistiendo a sus mujeres para que se acercaran y los admirasen.

Me quedé un poco al margen. El viento frío que me azotaba reavivaba el dolor de mis heridas y me traía duros recuerdos. Allí había estado una vez, casi desnudo pese al frío, mientras Galeno intentaba inculcarme la Habilidad a golpes. Allí había estado, en aquel mismo sitio, mientras me apaleaba como si yo fuese un perro. Y allí me había enfrentado a él y, en la contienda, había consumido hasta el último ápice de Habilidad que hubiera podido tener. Seguía siendo un lugar amargo para mí. Me pregunté qué jardín, por plácido y paradisíaco que fuese, sería capaz de atraerme mientras estuviera sobre aquellas losas. Un muro bajo atraía mi atención. Sabía que si me acercaba a él y me asomaba vería los acantilados rocosos al fondo. No lo hice. El rápido final que me prometía aquella caída jamás volvería a tentarme. Aparté de mi mente la antigua insinuación de la Habilidad de Galeno. Me volví para observar a la reina.

Contra el fondo blanco de nieve y piedra, sus colores cobraban vida. Hay una flor llamada campanilla de invierno que a veces florece cuando todavía no han terminado de retirarse los bancos de nieve. Me recordó a una. Sus pálidos cabellos eran de repente dorados contra la capa verde que vestía, sus labios rojos, sus mejillas del color de las rosas que volverían a crecer allí. Sus ojos eran dos gemas azules que rutilaban mientras desenterraba y celebraba cada nuevo tesoro. Por el contrario, sus damas de compañía vestidas de oscuro, con los ojos negros o castaños, se embozaban y encogían en sus capas y capuchas para protegerse del viento helado. Se mostraban más comedidas, coincidían con su reina y disfrutaban de su alborozo, pero también se frotaban las manos heladas, o sujetaban sus capas con fuerza frente a las rachas de viento. Así, pensé, así debería verla Veraz, rebosante de vida y entusiasmo. Entonces no podría evitar quererla. Ardía de vitalidad, igual que él cuando salía a cazar o a montar. En el pasado.

—Es encantador, cierto es —se aventuró a decir una tal lady Ilusión—. Pero hace mucho frío. Y poco se podrá hacer hasta que se derrita la nieve y amainen los vientos.

—¡Oh, te equivocas! —exclamó la reina Kettricken. Reía en voz alta cuando irguió la espalda y caminó hasta el centro de la torre—. Los jardines nacen del corazón. Tengo que barrer mañana la nieve y el hielo del tejado de la torre. Y luego habrá que colocar estos bancos, las estatuas y las macetas. Pero ¿cómo? ¿Como los radios de una rueda? ¿Un laberinto de ensueño? ¿Por categorías, según su tamaño y temática? Hay miles de formas en que pueden ordenarse y tendré que experimentar. A menos que, tal vez, mi señor recuerde cómo estaba en su día. ¡Entonces lo restauraré para él, el jardín de su infancia!

—Mañana, reina Kettricken. Ahora anochece y arrecia el frío —aconsejó lady Modestia. Me daba cuenta de lo que padecía la anciana tras el ascenso y la exposición a la intemperie. Pero sonreía al hablar—. Quizás esta noche pueda contaros las cosas que recuerdo de este jardín.

—¿Lo harías? —exclamó Kettricken, y acogió las dos manos de la mujer entre las suyas.

La sonrisa que dedicó a lady Modestia era como una bendición.

—Será un placer.

Y con aquellas palabras empezamos a desfilar lentamente fuera del tejado. Fui el último en salir. Cerré la puerta a mi espalda y aguardé un instante a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad del interior de la torre. Abajo, el balanceo de las velas señalaba el descenso de los demás. Bendije al paje que hubiera tenido la ocurrencia de ir corriendo a buscarlas. Los seguí más despacio, pues me dolía el brazo entero desde el mordisco al tajo de la espada. Pensé en la alegría de Kettricken y me felicité, aunque con un tinte de culpabilidad al reflexionar que se sostenía sobre unos falsos cimientos. Veraz se había sentido aliviado cuando le sugerí entregar el jardín a Kettricken, pero el gesto no había significado tanto para él como para ella. La reina acometería aquella empresa como si fuese a construir un templo para su amor. Dudaba que Veraz recordara siquiera al día siguiente el regalo que le había hecho. Me sentía estúpido y traidor al mismo tiempo mientras bajaba los escalones.

Acudí a la cena pensando que me gustaría estar solo. Eludí el salón y me dirigí a la sala de guardia, frente a la cocina, donde encontré cenando a Burrich y a Manos. Cuando me invitaron a que me uniera a ellos no pude negarme, pero cuando me hube sentado fue como si no estuviera allí. No me excluyeron de su conversación, pero hablaban de una vida que yo ya no compartía. La inmensidad de ricos detalles de todo lo que acontecía en los establos y los barracones de las caballerizas ahora se me escapaba. Discutían sus problemas con la confianza y el ímpetu de quienes comparten un íntimo conocimiento de fondo. Cada vez más a menudo me encontraba asintiendo a sus palabras, pero sin aportar nada. Hacían buenas migas. Burrich no avasallaba a Manos, pero éste no ocultaba el respeto que sentía por alguien al que era evidente que consideraba su superior. Manos había aprendido mucho de Burrich en muy poco tiempo. Había salido de Torre del Alce el otoño pasado siendo un simple mozo de cuadra. Ahora hablaba competentemente de los halcones y perros, y formulaba sólidas preguntas relativas a los caballos de cría seleccionados por Burrich. Yo seguía comiendo cuando se levantaron para irse. Manos estaba preocupado por un perro que había recibido la coz de un caballo ese mismo día. Me dieron las buenas noches y seguían conversando animadamente cuando salieron por la puerta.

Me quedé sentado en silencio. Había más personas a mi alrededor, guardias y soldados que comían, bebían y charlaban. Los agradables sonidos de la conversación, de las cucharas contra los platos, del cuchillo al cortar una cuña de queso eran música para mis oídos. La estancia olía a comida y a gente, a leña, a cerveza derramada y caldo sabroso. Tendría que haberme sentido contento, no inquieto. Ni melancólico. Ni solo.

¿Hermano?

Ya voy. Reúnete conmigo en la antigua porqueriza.

Ojos de Noche se había alejado para cazar. Fui el primero en llegar y lo esperé en la oscuridad. Había un tarro de ungüento en mi bolsa, y también llevaba otra llena de huesos. La nieve se arremolinaba a mi alrededor en un interminable baile de chispas blancas. Mis ojos escrutaban la penumbra. Lo presentí, sentí su proximidad, pero aun así se las apañó para sobresaltarme cuando apareció de un salto. Se apiadó de mí y sólo me prodigó un pellizco con los dientes y un suave meneo a mi muñeca ilesa. Entramos en la choza. Encendí un trozo de vela y le eché un vistazo a su hombro. La noche pasada yo estaba cansado, y dolorido, por lo que me alegró ver que había hecho un buen trabajo a pesar de todo. Había trasquilado la densa mata de pelo hasta la piel alrededor del corte y había lavado la herida con nieve. La costra que la cubría era oscura y gruesa. Vi que había sangrado un poco más ese día, pero no mucho. Apliqué sobre ella una gruesa capa de ungüento. Ojos de Noche se encogió un poco, pero soportó mis cuidados. Cuando hube terminado, volvió la cabeza y husmeó la zona con interés.

Grasa de oca, observó, y empezó a lamerla. Lo dejé hacer. La medicina no le haría ningún daño y su lengua la introduciría en la herida mucho mejor que mis dedos.

¿Tienes hambre?, pregunté.

No mucha, la verdad. Hay ratones en abundancia en la muralla vieja. Luego, mientras olisqueaba la bolsa que había traído: Aunque un poco de ternera o venado no estaría de más.

Volqué el montón de huesos en el suelo y se tendió junto a ellos sin dilación. Los olió y escogió un nudillo carnoso para roer. ¿Cazaremos pronto? Trazó la imagen de los forjados en su mente.

Dentro de un día o así. La próxima vez quiero ser capaz de empuñar una espada.

No te culpo. Los dientes de vaca no son gran cosa como arma. Pero no tardes demasiado.

¿Y eso?

Hoy he visto algunos. Enajenados. Habían encontrado un alce víctima del frío tirado a orillas de un arroyo y se lo estaban comiendo. La carne estaba podrida y apestaba, pero les dio igual. Aunque no los entretendrá mucho tiempo. Mañana se habrán acercado más.

Entonces saldremos de caza mañana. Enséñame dónde los has visto. Cerré los ojos y reconocí la orilla que recordó para mí. ¡No sabía que te aventuraras tan lejos! ¿Has recorrido hoy esa distancia, con el hombro herido?

No estaba tan lejos. Percibí un dejo de bravuconería en aquella respuesta. Además, sabía que íbamos a buscarlos. Puedo viajar mucho más rápido cuando estoy solo. Es más fácil que yo los encuentre y luego te lleve a ti hasta ellos para la cacería.

No es ninguna cacería, Ojos de Noche.

No. Pero es algo que hacemos por nuestra manada.

Permanecí un rato sentado junto a él en agradable silencio, viendo cómo roía los huesos que le había llevado. Había crecido mucho ese invierno. Entregado a una dieta adecuada y libre de los confines de una jaula, había ganado peso y músculos. La nieve podía cubrir su pelaje, pero las cerdas negras más gruesas intercaladas en su abrigo gris repelían los copos e impedían que la humedad llegara a su piel.

Olía a sano, además, no a la rancidez perruna de un can sobrealimentado y falto de ejercicio. Su esencia era limpia y salvaje. Ayer me salvaste la vida.

Tú me salvaste de morir enjaulado.

Creo que llevaba tanto tiempo solo que se me había olvidado lo que significa tener un amigo.

Dejó de roer su hueso y me dirigió una mirada no exenta de humorismo. ¿Amigo? Esa palabra se queda corta, hermano. Y apunta en la dirección equivocada. Sí, no me mires así. Seré para ti lo que eres tú para mí. Hermano y manada. Pero no soy todo lo que llegarás a necesitar. Siguió rumiando su hueso y yo me quedé rumiando lo que me acababa de decir.

Que duermas bien, hermano, me despedí.

Soltó un bufido. ¿Dormir? No lo creo. Aún puede asomar la luna entre las nubes y darme buena luz para cazar. Pero si no, dormiré.

Asentí y lo dejé con sus huesos. Mientras regresaba al castillo me sentí menos desamparado y solo que antes. Pero también sentí una punzada de remordimientos porque Ojos de Noche adaptara su vida y su voluntad a la mía de aquella manera. No me parecía que fuese adecuado que persiguiera forjados de ese modo.

Por la manada. Esto es por el bien de la manada. Los enajenados intentan invadir nuestro territorio. No podemos permitirlo. Parecía conforme con eso, y sorprendido de que a mí me preocupara. Asentí para ambos en la oscuridad y traspuse la puerta de la cocina, de vuelta a la luz amarilla y la calidez.

Subí las escaleras hasta mi cuarto, pensando en lo que había vivido en los últimos días. Me había decidido a dejar al cachorro en libertad y, en vez de eso, nos habíamos convertido en hermanos. No lo lamentaba. Había visitado a Veraz con la intención de advertirle de los forjados que se aproximaban a Torre del Alce. En cambio, había descubierto que él ya estaba al corriente, me había encargado la tarea de estudiar a los Vetulus e intentar descubrir más hábiles. Le había pedido que le diera el jardín a Kettricken para distraer la mente de ésta de sus preocupaciones. Con eso sólo había conseguido engañarla y afianzar el amor que sentía ella por Veraz. Me detuve en un rellano para recuperar el resuello. Quizá, reflexioné, bailábamos todos al son del bufón. ¿No era él mismo el que me había sugerido algunas de aquellas cosas?

Sentí la llave de bronce en mi bolsillo. Ahora era tan buen momento como cualquier otro. Veraz no estaba en su antecámara, pero Charim sí. No tuvo reparos en permitirme la entrada y emplear la llave. Cogí un montón de los pergaminos que encontré allí; había más de los que esperaba. Me los llevé a mi habitación y los dejé encima del arcón. Encendí un fuego en la chimenea. Eché un vistazo al vendaje de mi cuello. Era un feo amasijo de trapos saturados de sangre. Sabía que tenía que cambiarlo. Me daba miedo aflojar la compresa. Enseguida. Eché más leña al fuego. Curioseé entre los pergaminos. Caligrafía diminuta de patas de araña, ilustraciones descoloridas. Levanté la cabeza y miré a mi alrededor.

Una cama. Un arcón. Una mesita de noche. Una jarra y una palangana para mi aseo. Un tapiz realmente feo en el que el rey Sapiencia parlamentaba con un Vetulus amarillento. Un ramo de velas sobre la repisa de la chimenea. El cuarto apenas si había cambiado en los años que llevaba viviendo allí, desde la primera noche que lo ocupé. Era un lugar parco y deprimente, sin imaginación. De pronto yo era una persona parca y deprimente, sin imaginación. Rastreaba, cazaba y mataba. Obedecía. Más perro que hombre. Y ni siquiera un perro predilecto al que acariciaran y halagaran. Era otro miembro esforzado de la manada. ¿Cuándo había hablado con Artimañas por última vez? O con Chade. Hasta el bufón se burlaba de mí. ¿Qué era yo ahora para todos más que una herramienta? ¿Quedaba alguien que se preocupara por mí, por mi persona? De repente se me antojó insoportable mi sola compañía. Solté el pergamino que había cogido y salí de la habitación.

Cuando llamé a la puerta del cuarto de Paciencia, se produjo una pausa.

—¿Quién es?

La voz de Cordonia.

—Traspié Hidalgo.

—¡Traspié Hidalgo!

Un tinte de sorpresa en la voz.

Era tarde para recibir mi visita. Solía venir durante el día. Me reconfortó oír el sonido de un cerrojo al correrse, un pestillo al soltarse. Había hecho caso de mis palabras, pensé. La puerta se abrió despacio y Cordonia dio un paso atrás para invitarme a pasar, con una sonrisa dubitativa.

Entré, saludé efusivamente a Cordonia y miré en rededor buscando a Paciencia. Supuse que estaría en la otra cámara. Pero en un rincón, con la cabeza inclinada sobre su labor de bordado, encontré a Molly. No me miró ni reconoció mi presencia en modo alguno. Llevaba el pelo recogido en un moño bajo una gorrita de punto. En cualquier otra mujer, su vestido azul podría haber parecido sencillo y modesto. En Molly resultaba elegante. Sus ojos estaban fijos en su quehacer. Miré a Cordonia de soslayo y la descubrí observándome fijamente. Volví a mirar a Molly y saltó algo en mi interior. Me hicieron falta cuatro pasos para cruzar la estancia y plantarme ante ella. Me arrodillé junto a su silla y, cuando se apartó de mí, le cogí la mano y me la acerqué a los labios.

—¡Traspié Hidalgo!

La voz de Paciencia a mi espalda sonaba ultrajada.

La vi enmarcada en el quicio de la puerta. La rabia convertía sus labios en una fina línea. Le volví la espalda.

Molly había torcido la cabeza para no mirarme. Le sostuve la mano y hablé en voz baja.

—Ya no puedo seguir así. Nadie podría. No puedo estar siempre lejos de ti.

Liberó su mano de la mía y la dejé para no hacerle daño en los dedos. Pero me agarré a su falda y tironeé de ella como un chiquillo obstinado.

—Dime algo al menos —supliqué, pero fue Paciencia la que habló.

—Traspié Hidalgo, esto es una indecencia. Para de una vez.

—Tampoco fue decente, ni sabio, ni apropiado que mi padre te cortejara como lo hizo, pero eso no lo arredró. Sospecho que sentía lo mismo que yo.

Seguía sin apartar los ojos de Molly.

Eso me consiguió un momento de sobresaltado silencio por parte de Paciencia. Pero fue Molly la que dejó su costura a un lado y se levantó. Se alejó, y cuando estuvo claro que debía soltarle la falda si no quería romper la tela, la liberé. Se apartó de mí.

—Con el permiso de milady Paciencia, me gustaría retirarme.

—Sin duda —replicó Paciencia, aunque era innegable que la duda anidaba en su voz.

—Si tú te vas no me quedará nada.

Sabía que mis palabras sonaban demasiado dramáticas. Seguía arrodillado junto a su silla.

—Aunque me quede, seguirás sin tener nada. —Molly hablaba tranquilamente mientras se quitaba el delantal y lo colgaba en una percha—. Soy una criada. Tú eres un joven noble, miembro de la familia real. Nunca podrá haber nada entre nosotros. Me he podido dar cuenta de eso en el transcurso de las últimas semanas.

—No. —Me incorporé y avancé hacia ella, resistiéndome a tocarla—. Tú eres Molly y yo el Nuevo.

—Antes, tal vez —concedió Molly. Suspiró—. Pero ya no. No me lo pongáis más difícil, sir. Debéis dejarme en paz. No tengo adonde ir; he de quedarme aquí y trabajar, al menos hasta que haya ahorrado lo suficiente… —Meneó la cabeza de repente—. Buenas noches, milady. Cordonia. Sir.

Me volvió la espalda. Cordonia guardaba silencio. Vi que no le abría la puerta a Molly, pero ésta no se detuvo allí. La puerta se cerró con firmeza a su espalda. Un silencio terrible invadió la estancia.

—Bueno —exhaló al fin Paciencia—. Me alegra ver que por lo menos uno de los dos tiene cabeza. ¿En qué diantre estabas pensando, Traspié Hidalgo, para irrumpir aquí de ese modo y agredir casi a mi doncella?

—Pensaba en lo mucho que la quiero —contesté bruscamente. Me desplomé en una silla y apoyé la cabeza en ambas manos—. Pensaba en lo harto que estoy de esta soledad.

—¿Por eso has venido?

Paciencia casi parecía ofendida.

—No. Venía a verte. No sabía que estaría ella aquí. Pero al verla se me echó todo encima. De verdad, Paciencia. No puedo seguir así.

—Bueno, pues vete haciendo a la idea, porque así vas a seguir.

Eran duras palabras, pero suspiró al pronunciarlas.

—¿Habla Molly de… de mí? Contigo. Tengo que saberlo. Por favor. —Intercambiamos miradas y rompí el silencio—. ¿De veras quiere que la deje en paz? ¿Tanto ha llegado a despreciarme? ¿Es que no he hecho todo lo que me dijiste? He esperado, Paciencia. La he esquivado, he tenido cuidado de no iniciar ninguna conversación. Pero ¿cuándo acabará todo esto? ¿O acaso era ése tu plan? Mantenernos apartados hasta que nos olvidemos el uno del otro. No puede funcionar. No soy un bebé y esto no es ninguna baratija que quieras esconder de mí, distrayéndome con otros juguetes. Ésta es mi Molly. La llevo en el corazón y no estoy dispuesto a perderla.

—Me temo que debes hacerlo.

Paciencia dejó caer las palabras con pesadez.

—¿Por qué? ¿Ha elegido a otro?

Paciencia espantó mis palabras con la mano.

—No. No tiene un pelo de voluble, esa chica. Es lista, esmerada, ingeniosa y voluntariosa. Entiendo por qué te ha conquistado el corazón. Pero también tiene su orgullo. Ha sabido darse cuenta de lo que tú te niegas a ver. Que cada uno procede de orígenes tan distintos que es imposible que se crucen vuestros caminos. Aunque Artimañas consintiera vuestro enlace, lo que dudo mucho, ¿cómo viviríais? No puedes abandonar el castillo para mudarte a la ciudad de Torre del Alce y trabajar en una velería. Sabes que no puedes. ¿Y cuál sería su posición si la mantuvieras aquí? Pese a su valía, quienes no la conocieran tan bien sólo verían vuestra diferencia de rango. La considerarían un capricho tuyo. «Uy, el bastardo, que le echó el ojo a la doncella de su madrastra. Seguro que se la llevó al granero una vez de más y ahora le toca pagar el pato.» Ya sabes a qué tipo de habladurías me refiero.

Lo sabía.

—Me da igual lo que diga la gente.

—Tal vez tú podrías soportarlo. Pero ¿y Molly? ¿Y vuestros hijos?

Guardé silencio. Paciencia volvió el rostro hacia sus manos, recogidas en su regazo.

—Eres joven, Traspié Hidalgo —habló en voz muy baja, conciliadora—. Sé que ahora te cuesta creerlo, pero conocerás a otra. Una más próxima a tu estación. Y también ella. A lo mejor se merece esa oportunidad de ser feliz. A lo mejor harías bien retirándote. Date un año. Si al término de ese plazo tus sentimientos no han cambiado, en fin…

—Mis sentimientos no cambiarán nunca.

—Ni los suyos, me temo —replicó secamente Paciencia—. Te quería, Traspié. Cuando no sabía quién eras, te entregó su corazón. Ella misma lo ha dicho. No es mi deseo desvelar sus confidencias, pero si haces lo que te pide y la dejas en paz, nunca podrá decírtelo en persona. Así que te lo diré yo y espero que no me tengas en cuenta el daño que te pueda hacer. Ella sabe que esto no puede funcionar. No quiere ser la criada que se casa con un noble. No quiere que sus hijos sean los vástagos de una sirvienta del castillo. Por eso ahorra lo poco que le puedo pagar. Compra su cera y sus perfumes y sigue desempeñando su oficio como buenamente puede. Aspira a ahorrar lo suficiente para empezar de nuevo algún día, para recuperar su velería. No será mañana, pero ése es el objetivo que se ha fijado. —Paciencia hizo una pausa—. No ve lugar para ti en esa vida.

Permanecí sentado largo rato, pensativo. Ni Cordonia ni Paciencia dijeron nada. Cordonia deambulaba sigilosa en medio de nuestro silencio, preparando té. Me puso una taza en las manos. Levanté la cabeza e intenté sonreír. Dejé el té a un lado con delicadeza.

—¿Sabías desde el principio que esto acabaría así? —pregunté.

—Me lo temía —se limitó a responder Paciencia—. Pero también sabía que no podía hacer nada al respecto. Tampoco tú.

Dejé de pensar incluso. Debajo de la vieja cabaña, en una madriguera escarbada, Ojos de Noche dormitaba con el hocico encima de un hueso. Lo toqué suavemente, sin despertarlo siquiera. Su respiración serena era un ancla. La aproveché para no derrumbarme.

—¿Traspié? ¿Qué vas a hacer?

Las lágrimas me aguijoneaban los ojos. Parpadeé y las contuve.

—Lo que me digan —dije con voz ronca—. ¿Alguna vez he hecho otra cosa?

Paciencia se quedó callada mientras me levantaba despacio. La herida de mi cuello palpitaba. De pronto sólo quería dormir. Asintió cuando me excusé. Me detuve en la puerta.

—Por qué he venido esta noche. Aparte de para verte. La reina Kettricken se ha propuesto restaurar el Jardín de la Reina. El que está en lo alto de la torre. Mencionó que le gustaría saber cómo estaba dispuesto originalmente el jardín. En tiempos de la reina Constancia. Pensé que a lo mejor tú te acordabas.

Paciencia vaciló.

—Lo recuerdo. Muy bien. —Guardó silencio un instante, antes de animarse—. Puedo dibujártelo y explicártelo. Luego se lo puedes relatar a la reina.

La miré a los ojos.

—Creo que deberías ir a verla. Le haría mucha ilusión, pienso.

—Traspié, nunca se me ha dado bien la gente. —Le falló la voz—. Seguro que le parezco rara. Aburrida. No podría…

Dejó la frase inacabada.

—La reina Kettricken está muy sola —dije en voz baja—. Está rodeada de damas de compañía, pero me parece que no tiene ninguna amiga de verdad. Tú fuiste Reina a la Espera una vez. ¿No recuerdas cómo era?

—Muy diferente de lo que debe de ser para ella, supongo.

—Es probable —convine. Me di la vuelta—. Para empezar, tú tenías un marido que te quería y se ocupaba de ti. —A mi espalda, Paciencia emitió un ruidito de pasmo—. Y no creo que el príncipe Regio fuese tan… listo como ahora. Y contabas con el apoyo de Cordonia. Sí, lady Paciencia. Seguro que para ella es diferente. Muy diferente.

—¡Traspié Hidalgo!

Me detuve en la puerta.

—¿Sí, milady?

—¡Mírame cuando te hable!

Me di la vuelta lentamente y ella cruzó la distancia que nos separaba a largas zancadas.

—Qué bajo has caído. ¡Pretendes avergonzarme! ¿Crees que reniego de mis obligaciones? ¿Que no sé cuál es mi deber?

—¿Milady?

—Iré a verla mañana. Pensará que soy rara, alocada y torpe. Se aburrirá conmigo y desearé no haber ido nunca. Luego vendrás a pedirme disculpas por obligarme a hacerlo.

—Vos sabéis más que yo, milady.

—Lárgate con tus almibarados modales. Crío insufrible.

Volvió a dar un fuerte pisotón en el suelo, giró sobre sus talones y se refugió en su antecámara.

Cordonia me abrió la puerta. Tenía los labios apretados, estaba tensa.

—¿Sí? —pregunté al salir, sabiendo que tenía algo que decirme.

—Estaba pensando que eres igual que tu padre —observó Cordonia con voz tirante—. Aunque menos testarudo. Tu padre no se rendía tan fácilmente.

Cerró la puerta con fuerza en mi cara.

Me quedé mirando la puerta cerrada un instante, antes de emprender el regreso a mi habitación. Sabía que tenía que cambiar el vendaje de mi cuello. Subí el tramo de escaleras, con el brazo palpitando a cada paso. Me detuve en el rellano. Pasé un rato viendo cómo ardían las velas en sus abrazaderas. Afronté el siguiente trecho de escalones.

Llamé con insistencia durante varios minutos. Una luz de vela amarilla salía por debajo de su puerta, pero se apagó de golpe mientras yo seguía aporreando. Saqué el cuchillo y manipulé el pestillo sin ningún disimulo. Lo había cambiado. Parecía que hubiese además una tranca, más pesada de lo que podía levantar con mi hoja. Desistí y me fui.

Bajar siempre es más fácil que subir. De hecho puede resultar demasiado fácil si se tiene un brazo lastimado. Vi a lo lejos las olas que rompían contra las rocas como encaje de espuma blanca. Ojos de Noche tenía razón. La luna había conseguido salir un poco. La cuerda resbaló un poco en mi mano enguantada y gruñí cuando mi brazo herido tuvo que sostener todo el peso de mi cuerpo. Sólo un poco más, me prometí. Descendí otros dos pasos.

La cornisa de la ventana de Molly era más estrecha de lo que esperaba. Dejé la cuerda enroscada en mi brazo mientras me balanceaba. La hoja del cuchillo se deslizó con facilidad en la rendija que separaba los postigos; no encajaban bien. El pestillo superior había cedido y me debatía con el de abajo cuando oí una voz procedente del interior.

—Como entres, grito. Vendrán los guardias.

—Pues vete haciendo té para ellos —repliqué obstinado. Volví a zarandear el pestillo inferior.

Molly abrió los postigos de golpe. Se quedó en el marco de la ventana, iluminada desde atrás por la veleidosa luz del fuego que ardía en su chimenea. Estaba en camisón, pero aún no se había recogido el cabello en sus trenzas. Lo llevaba suelto y lustroso, recién cepillado. Se cubría los hombros con un chal.

—Vete —me dijo con fiereza—. Largo de aquí.

—No puedo —jadeé—. No tengo fuerzas para subir ahora, y la cuerda no es lo bastante larga para llegar hasta el pie de la pared.

—No puedes entrar —repitió, testaruda.

—De acuerdo.

Me senté en el alféizar, con una pierna dentro del cuarto y la otra colgando fuera de la ventana. El viento soplaba a mi alrededor, acariciaba su camisón y avivaba las llamas. No dije nada. Empezó a tiritar enseguida.

—¿Qué quieres? —preguntó enfadada.

—A ti. Te quería decir que mañana voy a pedirle permiso al rey para casarme contigo.

Las palabras escaparon de mis labios sin previa planificación. Comprendí mareado que podía hacer y decir lo que quisiera. Todo lo que quisiera.

Molly se sobresaltó. Bajó la voz para decir:

—No quiero casarme contigo.

—No le contaré esa parte.

Me descubrí sonriendo.

—¡Estás insoportable!

—Sí. Y aterido. Por favor, deja que al menos me guarezca del frío.

No expresó su permiso en voz alta, pero se apartó de la ventana. Entré ágilmente de un salto, haciendo caso omiso de las protestas de mi brazo. Cerré y tranqué los postigos. Crucé la estancia. Me arrodillé junto a su chimenea y alimenté el fuego con leños para ahuyentar el frío de la habitación. Luego me puse de pie, con las manos tendidas hacia la lumbre. Molly no dijo una sola palabra. Estaba de pie, tiesa como una espada, con los brazos cruzados sobre el pecho. La miré de soslayo y sonreí.

Ella no.

—Tienes que irte.

Dejé que mi sonrisa se desvaneciera.

—Molly, por favor, sólo te pido que hables conmigo. Pensé, la última vez que nos vimos, que nos entendíamos mutuamente. Ahora no me diriges la palabra, me das la espalda… No sé qué ha cambiado, no entiendo lo que ocurre entre nosotros.

—Nada. —De repente parecía muy frágil—. Entre nosotros no ocurre nada. No puede ocurrir nada. Traspié Hidalgo —qué extraño sonaba ese nombre en sus labios—, he tenido tiempo para pensar. Si hubieras acudido a mí así hace una semana, o un mes, impetuoso y sonriente, sé que habría caído en tus brazos. —Se permitió esbozar el fantasma de una sonrisa. Como quien recuerda la forma en que saltaba a la comba un niño ya muerto un día de verano lejano—. Pero no viniste. Has sido práctico y correcto, has hecho todo lo que debías. Y aunque parezca una tontería, eso me ha dolido. Me decía que si me amaras con la pasión con que declaraste que me amabas, nada podría impedirte que me vieras, ni los muros, ni los modales, ni la reputación ni el protocolo. Aquella noche, cuando viniste, cuando… pero no cambió nada. No regresaste.

—Pero si lo hice por tu bien, por tu buen nombre… —empecé desesperado.

—Calla. Ya te dije que era una tontería. Pero los sentimientos, sentimientos son, nada tienen que ver con la inteligencia. El que tu me amaras no tenía nada de inteligente. Ni mi cariño por ti. Me he dado cuenta de eso, como me he dado cuenta de que la inteligencia debía imponerse a los sentimientos. —Suspiró—. Cómo me enfadé la primera vez que hablé con tu tío. Qué ultrajada me sentí. Hizo que me afianzara en mi desafianza, que resolviera quedarme aquí pese a todo lo que se interponía entre nosotros. Pero no soy de piedra. Aunque lo fuera, hasta las piedras terminan por erosionarse bajo el frío goteo del sentido común.

—¿Mi tío? ¿El príncipe Regio?

Me costaba creer tamaña traición.

Asintió lentamente.

—Quería que no le dijera nada a nadie de su visita. Dijo que no convenía que te enteraras. Actuaba movido por el bien de su familia. Me dijo que debería entenderlo, pero me puse furiosa. Sólo con el paso del tiempo me ha hecho ver que también era por mi bien.

Hizo una pausa y se frotó una mejilla con la mano. Estaba llorando. En silencio, lágrimas mudas que caían mientras hablaba.

Me acerqué a ella. Le abrí tentativamente los brazos. No se resistió y eso me sorprendió. La abracé con cuidado, como si fuese una mariposa quebradiza. Agachó la cabeza hasta apoyar la frente en mi hombro y habló dirigiéndose a mi pecho.

—Dentro de unos meses habré ahorrado lo suficiente para poder empezar de nuevo. No para abrir un negocio, pero alquilaré una habitación en alguna parte y buscaré trabajo para mantenerme. Entonces empezaré a ahorrar para montar una tienda. Ésos son mis planes. Lady Paciencia es muy amable y Cordonia se ha convertido en una buena amiga, pero no me gusta hacer de criada. No pienso seguir así más de lo necesario.

Calló y permaneció inmóvil entre mis brazos. Temblaba ligeramente, como si estuviera agotada. Parecía que se le hubieran terminado las palabras.

—¿Qué te dijo mi tío? —pregunté con cuidado.

Nada. —Tragó saliva y movió levemente el rostro contra mí. Creo que enjugó las lágrimas en mi camisa—. Sólo lo que esperarías escuchar. La primera vez que vino se mostró frío y altivo. Pensaría que era una… fulana callejera, supongo. Me advirtió severamente de que el rey no iba a tolerar más escándalos. Exigió saber si yo estaba embarazada. Me enfadé, naturalmente. Le dije que eso era imposible, que nosotros nunca habíamos… —Molly hizo una pausa y pude notar como la avergonzaba que alguien le hubiera hecho siquiera una insinuación—. Entonces me dijo que, si eso era cierto, bien estaba, y me preguntó qué compensación pensaba yo que me merecía por aquello.

Aquella palabra fue un puñal que se me clavó en las entrañas. La rabia que sentía se acumulaba, pero me obligué a guardar silencio para que ella pudiera completar su relato.

—Le dije que no esperaba nada. Que me había estado engañando misma tanto como tú me habías engañado a mí. Luego me ofreció dinero. Para que me fuese. Y para que nunca hablase de ti. Ni de lo que había ocurrido entre nosotros.

Tenía problemas para continuar. A cada frase, su voz subía de tono y se tornaba más tirante. Pugnaba por mantener una semblanza de calma que yo sabía que no sentía.

—Me ofreció lo suficiente para abrir una velería. Me enfadé. Le dije que no había dinero capaz de pagar mi desamor. Que si la oferta de dinero pudiera encender o apagar mi amor, entonces sí que sería una puta. Se enojó mucho, pero se marchó.

Soltó un sollozo estrangulado de repente, antes de quedarse muy quieta. Le acaricié los hombros con suavidad, liberando la tensión acumulada en ellos, y el pelo, más suave y lustroso que la crin de cualquier caballo. Había enmudecido.

—Regio es un embustero —me oí decir—. Pretende hacerme daño alejándote de mí. Avergonzarme hiriéndote. —Meneé la cabeza, sorprendido por mi propia estupidez—. Tenía que haber previsto algo así. No se me ocurría que podría murmurar contra ti, o arreglarlo de modo que resultaras herida de alguna manera. Pero Burrich estaba en lo cierto. Ese hombre no tiene moral, no sigue ninguna norma.

—Al principio se mostró frío, pero nunca abiertamente grosero. Decía venir sólo en calidad de portavoz del rey, que acudía él en persona para evitar escándalos, para que nadie supiera más de lo necesario. Su intención era impedir las habladurías, no alentarlas. Más tarde, cuando ya habíamos hablado varias veces, dijo que lamentaba verme en una situación tan comprometida y que informaría al rey de que yo no era responsable de nada. Llegó a comprarme velas e hizo correr la voz de que yo las vendía. Creo que intenta ayudar, Traspié Hidalgo. O así lo ve él.

Oírla defender a Regio me hizo más daño que cualquier insulto o reprimenda que pudiera lanzar contra mí. Se me enredaron los dedos en sus suaves cabellos y los desenmarañé con cuidado. Regio. Todas las semanas que había pasado solo, esquivándola, sin hablar con ella para no fomentar el escándalo. Dejándola sola para que Regio pudiera hacerle compañía. No para cortejarla, no, pero sí para ganársela con su practicado encanto y sus estudiadas palabras. Erosionando la imagen que tenía ella de mí mientras yo no estaba allí para contradecir ninguno de sus embustes. Haciéndose pasar por su aliado mientras yo renunciaba a mi voz para convertirme en el joven alocado, el villano desconsiderado. Me mordí la lengua antes de volver a hablar mal de él delante de ella. Así sólo conseguiría sonar como un crío enfurruñado, atacando al que pretendía oponerse a su capricho.

—¿Has hablado de las visitas de Regio con Paciencia o Cordonia? ¿Qué te han dicho de él?

Negó con la cabeza y el movimiento esparció la fragancia de sus cabellos.

—Me advirtió de que no dijera nada a nadie. «Las mujeres hablan», dijo, y es verdad. Ni siquiera tendría que habértelo dicho a ti. Me aseguró que Paciencia y Cordonia me respetarían más si parecía que había tomado esta decisión yo sola. También dijo… que tú no me dejarías marchar… si sospechabas que la decisión provenía de él. Que tenías que pensar que me alejaba de ti por voluntad propia.

—Hasta ese punto me conoce —admití.

—No debería haberte dicho nada —murmuró. Se apartó un poco de mí para mirarme a los ojos—. No sé por qué lo he hecho.

Sus ojos y su cabello reunían los colores de un bosque.

—¿A lo mejor porque no quieres que te deje partir? —aventuré.

—Debes hacerlo. Ambos sabemos que no tenemos ningún futuro juntos.

Todo fue quietud por un instante. El fuego crepitaba quedamente para sí. Ninguno de los dos nos movimos. Pero de algún modo me recluí en otro lugar, un sitio donde era dolorosamente consciente de cada fragancia y cada roce que emanaba de ella. Sus ojos y la esencia de hierbas en su piel y su pelo se fundían con la calidez y la tersura de su cuerpo bajo el suave camisón de lana. La experimentaba como si fuese un color nuevo revelado de repente para mis ojos. Todas las preocupaciones, aun todos los pensamientos, quedaron en suspenso en medio de aquella súbita toma de conciencia. Sé que me estremecí, pues me puso las manos en los hombros y me los apretó para reconfortarme. El calor procedente de sus dedos me traspasó. Me asomé a sus ojos y me desconcertó lo que vi en ellos.

Me besó.

Aquel gesto tan simple, el ofrecimiento de su boca a la mía, fue como la apertura de las compuertas de un dique. Lo que siguió fue una sucesión ininterrumpida de besos. No nos detuvimos a considerar la inteligencia o la moralidad, no vacilamos en ningún momento. El permiso que nos concedimos mutuamente era absoluto. Nos aventuramos juntos en aquella novedad y no logro imaginar una unión más profunda que la que nos deparó nuestro recíproco asombro. Los dos alcanzamos la plenitud aquella noche, libres de expectativas o recuerdos de otros. Yo tenía el mismo derecho sobre ella que ella sobre mí. Pero di y recibí y juro que nunca me arrepentiré. El recuerdo de la dulce torpeza de aquella noche es la posesión más preciada de mi alma. Mis dedos temblorosos convirtieron la cinta del cuello de su camisón en un nudo indisoluble. Molly parecía diestra y segura al tocarme, pero una brusca inspiración delató su sorpresa ante mi respuesta. Daba igual. Nuestra ignorancia dio paso a un conocimiento más antiguo que cualquiera de nosotros. Me esforcé por ser fuerte y delicado al mismo tiempo, pero acabé sorprendido al mismo tiempo por su fuerza y su delicadeza.

Lo he oído llamar baile, lo he oído llamar batalla. Algunos hablan de ello con una sonrisa de complicidad, otros con una mueca de socarronería. He oído a las robustas mujeres del mercado cacarear sobre ello igual que gallinas en torno a un puñado de migas de pan; se me han arrimado alcahuetas que anunciaban sus mercancías con el desparpajo de pescaderas ambulantes. Por lo que a mí respecta, creo que hay cosas que están más allá de las palabras. El color azul sólo se puede experimentar, igual que la fragancia del jazmín o el sonido de una flauta. La curva de un cálido hombro desnudo, la tersura exclusivamente femenina de un seno, el sobresalto que escapa de la garganta cuando se traspasan de repente todas las barreras, el perfume de su garganta, el sabor de su piel no son sino partes y, por dulces que sean, no comprenden el todo. Ni con un millar de detalles semejantes conseguiría ilustrarlo.

Los troncos de la chimenea se redujeron a rescoldos negros y rojos. Las velas se habían consumido hacía rato. Era como si estuviéramos en un lugar en el que hubiéramos entrado siendo forasteros para descubrir que era nuestro hogar. Creo que hubiera sido capaz de renunciar al resto del mundo con tal de permanecer en aquel acogedor nido de sábanas revueltas y colchas de plumas, respirando su cálida quietud.

Hermano, esto sí que es bueno.

Salté como un pez fuera del agua, sacando a Molly de su somnoliento ensimismamiento.

—¿Qué pasa?

—Un calambre en la pantorrilla —mentí, y ella se rió, creyéndome.

Era una mentirijilla inocente, pero de improviso me sentía avergonzado por el embuste, por todas las mentiras que había dicho y todas las verdades que había convertido en falsedades con mi silencio. Abrí los labios para confesarlo todo. Que era el asesino real, el arma del rey. Que mi hermano lobo compartía conmigo todos los secretos que había compartido ella conmigo esa noche. Que se había rendido libremente a un hombre que mataba a otros hombres y compartía su vida con un animal.

Era inconcebible. Decir aquellas cosas la avergonzaría y le haría daño. Cargaría siempre con la mancha de lo que habíamos compartido. Me dije que podía soportar que ella me despreciara, pero no que se despreciara a sí misma. Me dije que si apretaba los dientes era porque eso era lo más noble que podía hacer, guardar aquellos secretos para mí era mejor que permitir que la destruyera la verdad. ¿Me engañaba a mí mismo?

¿Acaso no lo hacemos todos?

Me quedé allí tendido, envuelto en sus brazos, con toda la longitud de su cuerpo extendida a mi costado, y me prometí que cambiaría. Dejaría de ser todas aquellas cosas y así jamás tendría que decírselo. Mañana, me prometí, diría a Chade y Artimañas que no pensaba seguir asesinando para ellos. Mañana haría entender a Ojos de Noche por qué tenía que cortar mi lazo con él. Mañana.

Pero esa noche, ese día que empezaba a despuntar, tenía que salir al campo con el lobo a mi lado para dar caza a los forjados y exterminarlos. Porque quería presentarme ante Artimañas con un triunfo reciente para que me concediera de mejor grado el favor que iba a pedirle. Esa misma noche, cuando hubieran acabado mis asesinatos, le pediría permiso para casarme con Molly. Me prometí que su venia señalaría el comienzo de mi nueva vida como alguien que ya no tendría que ocultar ningún secreto a su amada. Le di un beso en la frente y aparté sus brazos de mi cuerpo con delicadeza.

—Tengo que dejarte —susurré cuando se agitó—. Aunque espero que no por mucho tiempo. Hoy voy a ver a Artimañas para pedirle que me deje casarme contigo.

Se revolvió y abrió los ojos. Me observó extrañada mientras me alejaba desnudo de su cama. Eché más leña al fuego y eludí su mirada mientras reunía mis prendas esparcidas y me las ponía. No era tímida, pues cuando me abroché el cinturón y levanté por fin la cabeza, la encontré con los ojos clavados en mí, sonriendo. Me ruboricé.

—Me siento como si ya estuviéramos casados —susurró—. No logro imaginar cómo podría unirnos más todavía el pronunciamiento de unos votos.

—Yo tampoco. —Me senté al filo de su cama para volver a tomar sus manos entre las mías—. Pero me producirá una inmensa satisfacción dejar que todos lo sepan. Y para eso, milady, es precisa una boda. Y un anuncio público de todo lo que ya te ha dicho mi corazón. Pero ahora, debo irme.

—Todavía no. Quédate un poco más. Seguro que tenemos un ratito más antes de que empiecen a despertarse los demás.

Me incliné sobre ella para besarla.

—Tengo que irme ahora para retirar cierta cuerda que cuelga desde las almenas hasta la ventana de milady. Si no, se desatarán los rumores.

—Por lo menos quédate lo suficiente para que te cambie las vendas del brazo y el cuello. ¿Cómo te has hecho esas heridas? Pensaba preguntártelo anoche, pero…

Sonreí.

—Lo sé. Había asuntos más interesantes que tratar. No, cariño. Pero te prometo que les echaré un vistazo esta mañana, en mi cuarto. —Llamarla «cariño» me hizo sentir más hombre que cualquier otra palabra que hubiera pronunciado jamás. La besé, prometiéndome que me iría inmediatamente después, pero me encontré demorándome cuando me acarició el cuello. Suspiré—. De verdad tengo que irme.

—Ya lo sé. Pero no me has contado cómo te hiciste esas heridas.

Percibía en su voz que no pensaba que mis heridas revistieran gravedad, simplemente se valía de aquella excusa para retenerme a su lado. Pero seguía avergonzándome e intenté formular la mentira más inocua posible.

—Mordiscos de perro. En el establo, una perra con crías. Supongo que no la conocía tan bien como pensaba. Me agaché para coger a uno de sus cachorros y se me echó encima.

—Pobrecito. Vale. ¿Seguro que las has limpiado bien? Los mordiscos de animales se infectan enseguida.

—Volveré a limpiarlas cuando cambie las vendas. Ea. Me voy. —Le eché por encima la colcha de plumas, aunque no sin lamentar el alejarme de su calidez—. Duerme lo que puedas antes de que salga el sol.

—¡Traspié Hidalgo!

Me detuve en la puerta y di media vuelta.

—¿Sí?

—Ven a verme esta noche. Sea cual sea la respuesta del rey.

Abrí la boca para protestar.

—¡Prométemelo! De lo contrario, no sobreviviré a este día. Prométeme que volverás a mí. Porque da igual lo que diga el rey, una cosa es cierta: ahora soy tu mujer. Y siempre lo seré. Siempre.

Se me paralizó el corazón al recibir ese obsequio y sólo pude asentir, consternado. Mi expresión debió de parecerle suficiente, pues la sonrisa que me dedicó era dorada y radiante como un mediodía de verano. Levanté la tranca y desenganché el pestillo de la puerta. La abrí y me asomé a la penumbra del pasillo.

—Asegúrate de cerrar bien cuando me vaya —susurré, antes de despedirme de ella para adentrarme en lo que quedaba de noche.