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Lobos Solitarios

El bufón siempre será uno de los grandes misterios de Torre del Alce. No sería descabellado decir que no se sabe nada a ciencia cierta sobre él. Su origen, edad, sexo y raza han sido objeto de conjetura. Lo más sorprendente es cómo conseguía mantener tal aura de intimidad un personaje tan público como él. Las preguntas sobre el bufón siempre serán más que las respuestas. ¿Poseía realmente algún poder místico, alguna presciencia, algún tipo de magia, o acaso su agudeza de ingenio y su afilada lengua bastaban para que pareciera que sabía todo cuanto iba a pasar antes de que pasara? Si no conocía el futuro, lo aparentaba, y con su serena asunción de clarividencia manipuló a muchos de nosotros para que lo ayudáramos a moldear el futuro según sus deseos.

Blanco sobre blanco. Tembló una oreja, y ese movimiento casi imperceptible lo traicionó todo.

¿Lo ves?, dije.

Lo huelo.

Yo lo veo. Apunté los ojos hacia la presa. Ni un solo movimiento de más. Fue suficiente.

¡Ya lo he visto! Saltó, el conejo dio un respingo y Lobezno corrió tras él. El conejo volaba casi sobre la nieve blanda, mientras que Lobezno tenía que arremeter, botar y brincar. El conejo era escurridizo, corría hacia allí, hacia allá, driblaba aquel árbol, sorteaba ese matorral, se adentraba en un zarzal. ¿Se había quedado allí? Lobezno arrimó el hocico esperanzado, pero la densidad de la muralla de espinas lo obligó a retirar el morro.

Se ha ido, le dije.

¿Estás seguro? ¿Por qué no me has ayudado?

No puedo perseguir a mis presas por la nieve. Tengo que acecharlas y saltar sobre ellas cuando sepa que basta con un solo salto.

Ah. Información. Consideración. Somos dos. Deberíamos cazar juntos. Podría asustar a la presa y dirigirla hacia ti. Podrías saltar sobre ella y partirle el cuello.

Negué despacio con la cabeza. Tienes que aprender a cazar solo, Lobezno. No voy a estar siempre a tu lado, ni en cuerpo ni en mente.

Los lobos no están hechos para cazar solos.

Puede que no. Pero muchos lo hacen. Como lo harás tú. Pero no creo que debas empezar con conejos. Vamos.

Empezó a caminar tras mis pasos, contento de cederme la iniciativa. Habíamos salido del castillo antes de que la luz invernal agrisara siquiera el firmamento. Ahora éste era azul y raso, limpio y frío sobre nuestras cabezas. El sendero que seguíamos no era más que un surco insinuado en la nieve profunda. A cada paso me hundía hasta la pantorrilla. A nuestro alrededor, el bosque era todo quietud, rota sólo por el vuelo ocasional de alguna avecilla o el graznido lejano de un cuervo. Era un bosque abierto, en su mayoría árboles jóvenes con algún que otro gigante, supervivientes del incendio que había arrasado aquella ladera. En verano constituía un buen pastizal para las cabras, cuyas afiladas pezuñas habían arado el surco que seguíamos ahora. Conducía a una sencilla cabaña de piedra con un corral desvencijado y un cercado para las cabras. Sólo se utilizaba en verano.

Lobezno se había entusiasmado cuando lo visité esa mañana. Me había enseñado el rodeo que daba para eludir a los guardias. Una vieja puerta para el ganado, cegada hacía tiempo, era su vía de escape. Un movimiento del terreno había perturbado el equilibrio de la piedra y el mortero, creando una grieta lo bastante amplia para permitirle el paso. La nieve apelmazada me indicaba que lo utilizaba a menudo. Una vez fuera de las murallas, nos habíamos alejado del castillo como dos sombras, al amparo de la penumbra que originaba el reflejo de la luna y las estrellas sobre la nieve. Cuando estuvimos a una distancia segura del castillo, Lobezno convirtió la expedición en un ejercicio de acoso. Se me adelantó a la carrera para aguardar al acecho y luego saltar sobre mí y señalarme con un zarpazo o un mordisco, antes de describir un amplio círculo y atacarme por la espalda. Lo había dejado jugar, agradeciendo el esfuerzo físico que me ayudaba a entrar en calor, además de la diversión pura que me producía retozar sin propósito fijo. Nos mantuvimos siempre en marcha, para que cuando nos encontraran el sol y la luz estuviéramos a kilómetros de Torre del Alce, en una zona poco frecuentada durante el invierno. Había sido mera casualidad que divisara al conejo blanco en medio del paraje nevado. Tenía en mente una presa aún más humilde para su primera cacería en solitario.

«¿Para qué venimos aquí?», quiso saber Lobezno «en cuanto llegamos a los alrededores de la cabaña…».

Para cazar, me limité a responder. Me detuve a cierta distancia del edificio. El cachorro se tendió a mi lado, expectante. Bueno, adelante, le dije. Ve y busca algún rastro.

Oh, menuda cacería esta. Husmear la madriguera de un hombre en busca de despojos. Desdeñoso.

Despojos no. Ve a mirar.

Se impulsó hacia delante y puso rumbo a la cabaña. Lo vi alejarse. Nuestras cacerías oníricas juntos le habían enseñado muchas cosas, pero ahora quería que cazara con absoluta independencia de mí. No dudaba de su capacidad. Me recriminé que exigir esa prueba no era sino otra dilación.

Se atuvo a los arbustos nevados todo lo que pudo. Se acercó a la choza con precaución, con los oídos alertas y el olfato activo. Antiguos olores. Humanos. Cabras. Frío y abandono. Se quedó petrificado un instante, antes de dar un cuidadoso paso adelante. Ahora sus movimientos eran precisos y calculados. ¡UN RATÓN! Brincó y lo atrapó. Sacudió la cabeza, se produjo un brusco chasquido y lanzó al animal por los aires. Volvió a atraparlo al vuelo. ¡Un ratón!, anunció regocijado. Arrojó su presa al aire y bailó tras él sobre sus cuartos traseros. Lo capturó de nuevo, con delicadeza, entre sus pequeños incisivos, y lo lanzó al vuelo otra vez. Yo me sentía embargado por el orgullo y la aprobación hacia él. Para cuando hubo acabado de jugar con su presa, el ratón era poco más que un jirón pulposo de piel. Lo engulló finalmente de un solo bocado y regresó a mi lado dando botes.

¡Ratones! Ese sitio está plagado de ellos. Su olor y su rastro rodean toda la cabaña.

Me figuraba que habría muchos. Los pastores se quejan de ellos, de que los ratones invaden este sitio y echan a perder sus provisiones durante el verano. Supuse que anidarían también en invierno.

Estaba sorprendentemente gordo, para esta época del año, opinó Lobezno, y volvió a desaparecer de un salto. Cazó con un entusiasmo frenético, pero sólo hasta que hubo saciado su hambre. Luego fue mi turno de acercarme a la cabaña. La nieve se había agolpado sobre la desvencijada puerta de madera, pero la abrí empujando con el hombro. El interior era una ruina. Se había colado la nieve a través de las grietas del tejado y se amontonaba en franjas sobre el sucio suelo helado. Había una chimenea rudimentaria, con un gancho para colgar la tetera. Un taburete y un banco de madera constituían el único mobiliario. Quedaba todavía un poco de leña al lado del hogar, que empleé para alimentar un fuego prudente entre las piedras ennegrecidas. Hice que fuese pequeño, lo suficiente para entrar en calor y descongelar el pan y la carne que llevaba conmigo. Lobezno se acercó a probar un bocado, más por afán de compartir que por apetito de verdad. Exploró a su antojo el interior de la choza.

¡Hay un montón de ratones!

Lo sé. Vacilé, antes de obligarme a añadir: Aquí no te morirás de hambre.

Levantó el morro de golpe del rincón que estaba olisqueando. Dio unos pasos hacia mí antes de detenerse con las patas tiesas. Sus ojos buscaron los míos y se clavaron en ellos. La naturaleza salvaje habitaba en su negrura.

Piensas abandonarme aquí.

Sí. Hay comida en abundancia. Volveré de vez en cuando para asegurarme de que estés bien. Creo que éste es un buen sitio para ti. Aprenderás a cazar solo. Primero ratones, luego piezas mayores…

Me traicionas. Traicionas a la manada.

No. No somos una manada. Te estoy dejando en libertad, Lobezno. Estamos intimando demasiado. Eso no es bueno, ni para ti ni para mí. Te advertí, hace mucho tiempo, que no estaba dispuesto a forjar un vínculo. No podemos formar parte de la vida del otro. Será mejor para ti que te vayas, solo, para convertirte en lo que has nacido para ser.

Nací para ser miembro de una manada. Me sostuvo la mirada. ¿Vas a decirme que hay lobos cerca de aquí, que aceptarán a un intruso en su territorio y me harán parte de su manada?

Me vi obligado a torcer la cabeza.

No. Aquí no hay lobos. Habría que viajar muchos días para llegar a un lugar lo bastante inhóspito para que los lobos corran libremente.

Entonces, ¿qué me depara este sitio?

Comida. Libertad. Una vida propia, independiente de la mía.

Soledad. Me enseñó los dientes y se giró de repente. Me esquivó, dando un amplio rodeo mientras se acercaba a la puerta. Hombres. Sonrió sin humor. En verdad el hombre no sabe lo que es una manada. Se detuvo en la puerta para volver a mirarme. Hombres son los que creen que pueden regir las vidas de los demás sin establecer ningún lazo con ellos. ¿Piensas que la decisión de vincularse o no depende sólo de ti? Soy dueño de mi corazón. Lo entrego a voluntad. No pienso entregárselo a alguien que me expulsa de su lado. Tampoco pienso obedecer a quien reniega de la manada y su vínculo. ¿Crees que voy a quedarme aquí, husmeando por esta madriguera de hombre, para alimentarme de los ratones que han venido buscando sus desperdicios, para ser igual que los ratones, seres que viven de las sobras de los hombres? No. Si no somos una manada, no somos hermanos. No te debo nada, y mucho menos obediencia. No pienso quedarme aquí. Viviré como me plazca.

Había taimería en sus pensamientos. Ocultaba algo, aunque deduje lo que podía ser.

Haz lo que quieras, Lobezno, menos una cosa. No me sigas a Torre del Alce. Te lo prohíbo.

¿Me lo prohíbes? ¿Que tú me lo prohíbes? Prohíbe entonces al viento que azote tu morada de piedra, o a la hierba que crezca en la tierra que la rodea. Tienes el mismo derecho. Que tú me lo prohíbes.

Resopló y me dio la espalda. Me afiancé en mi propósito y volví a dirigirme a él.

—¡Lobezno! —dije con mi voz de hombre.

Se giró, sobresaltado. Replegó las orejas al escuchar mi tono. Casi me enseña los dientes. Pero antes de que pudiera, lo repelí. Era algo que siempre había sabido hacer, tan instintivamente como sabe uno que ha de apartar el dedo de la llama. Era una fuerza que había empleado en contadas ocasiones, pues Burrich la había esgrimido contra mí una vez y no siempre confiaba en ella. No era un empujón, como el que había usado con él cuando estaba enjaulado. Apliqué fuerza y la repulsa mental adquirió un tinte casi físico que lo obligó a retroceder ante mí. Saltó hacia atrás y afianzó las cuatro patas en el suelo, listo para luchar. Sus ojos delataban asombro.

—¡VETE! —le grité, palabra de hombre, voz de hombre, y al mismo tiempo lo repelí de nuevo con hasta el último ápice de Maña que poseía.

Huyó, no dignamente, sino saltando y resbalando en la nieve. Me retuve en mi interior, negándome a seguirlo con la mente para asegurarme de que no se detenía. No. Había renunciado a eso. La repulsa era la ruptura de ese lazo, no sólo mi alejamiento de él, sino de todo lo que lo unía a mí. Lo había cortado. Era mejor que lo dejara así. Pero cuando me quedé contemplando la franja de arbustos donde había desaparecido, sentí un vacío que era muy parecido al frío, al picor irritante de algo perdido, algo que echaba de menos. He oído a algunas personas hablar así de un miembro amputado. El anhelo físico de una parte de sí desaparecida para siempre.

Salí de la cabaña y emprendí el camino a casa. Cuanto más andaba, más me dolía. No físicamente, pero es la única comparación que se me ocurre. Me sentía desollado y descarnado, despojado de piel y de carne. Era peor que cuando Burrich se había llevado a Morrón, pues lo había hecho yo mismo. El atardecer parecía más frío que la oscuridad previa al amanecer. Intenté convencerme de que no tenía motivos para avergonzarme. Había hecho lo que era preciso. Como con Virago. Aparté aquella idea de mi mente. No. Lobezno estaría bien. Le iría mejor que a mi lado. ¿Qué vida tendría esa criatura salvaje siempre escondida, siempre en peligro de ser descubierta por los perros del castillo, los cazadores o cualquiera que pudiera divisarlo? Quizás estuviera aislado, quizá se sintiera solo, pero estaría vivo. Nuestra conexión se había cortado. Sentía la insistente tentación de sondear a mi alrededor, de ver si aún podía sentirlo, de tantear y descubrir si su mente aún tocaba la mía. Me resistí con obstinación y sellé mis pensamientos contra los suyos con tanta firmeza como supe reunir. Fuera. No iba a seguirme. No después de haberlo repelido de ese modo. No. Aceleré el paso y me negué a mirar atrás.

De no haber estado tan sumido en mis pensamientos, tan concentrado en aislarme en mi interior, podría haberme percatado. Aunque lo dudo. La Maña nunca había sido de utilidad contra los forjados. No sé si me seguían, o si me adentré directamente en su escondrijo. Lo primero que supe fue que un peso me golpeó la espalda y caí de bruces en la nieve. Al principio pensé que era Lobezno, que volvía para desafiar mi decisión. Rodé y ya casi me había puesto de pie cuando me agarró otro del hombro. Forjados, tres varones, un joven, dos adultos y antaño musculosos. Mi mente lo registró todo rápidamente, clasificándolos pulcramente como si de uno de los ejercicios de Chade se tratara. Uno grande con un cuchillo, los otros con palos. Ropas andrajosas y mugrientas. Los rostros enrojecidos y agrietados por el frío, barbas sucias, cabello grasiento. Cortes y moratones en la cara. ¿Se habían peleado o habían atacado a alguien más antes que a mí?

Me deshice de la presa y salté hacia atrás, intentando distanciarme de ellos todo lo posible. Había un cuchillo en mi cinturón. No era una hoja larga, pero era lo único que tenía. No había previsto que fuese a necesitar un arma ese día; pensaba que ya no quedaban forjados cerca de Torre del Alce. Se desplegaron a mi alrededor, encerrándome en un anillo. Permitieron que desenvainara mi cuchillo. No parecía preocuparlos.

—¿Qué queréis? ¿Mi capa? —Abrí el broche y dejé que cayera al suelo. Uno de ellos la siguió con la mirada, pero ninguno saltó sobre ella como yo había esperado. Cambié de postura, girando, intentando vigilar a los tres a la vez, procurando que ninguno se situara a mi espalda. No era fácil—. ¿Manoplas?

Me las quité y se las lancé al que parecía más joven.

Dejó que cayeran a sus pies, sin dejar de mirarme. Nadie quería ser el primero en atacar. Sabían que tenía un cuchillo; quien diera el primer paso se toparía con el filo. Avancé un par de pasos hacia una abertura en el círculo. Se movieron para cerrarme el paso.

—¿Qué queréis? —rugí.

Giré en redondo, intentando mirarlos a todos, y por un momento mis ojos se cruzaron con los de uno de ellos. En ellos había menos de lo que había visto en los de Lobezno. Ni un atisbo de salvajismo puro, sólo la desolación de la carencia física y el anhelo. Le sostuve la mirada y parpadeó.

—Carne.

Gruñó como si yo le hubiera arrancado la palabra con unas tenazas.

—No tengo carne, ni otro tipo de comida. ¡De mí sólo obtendréis pelea!

—Tú —resopló otro, en una parodia de risa. Sin humor, sin corazón—. ¡Carne!

Me había entretenido demasiado tiempo, me había fijado demasiado en el mismo, lo que aprovechó otro para abalanzarse de repente sobre mi espalda. Me rodeó con los brazos, inmovilizando uno de los míos y, de improviso, con una velocidad escalofriante, sus dientes se hundieron en mi carne donde se unen el cuello y el hombro. Carne. Yo.

Un horror inimaginable se adueñó de mí y me debatí. Combatí igual que la primera vez que me había enfrentado a los forjados, con una brutalidad irracional que rivalizaba con la suya. Los elementos eran mi único aliado, pues el frío y el hambre habían hecho estragos en ellos. El frío entorpecía sus manos, y si a todos nos impulsaba el frenesí de la supervivencia, al menos para mí era una sensación nueva y fuerte mientras que la suya estaba embotada por la tortura de su existencia actual. Dejé que el primero me arrancara un bocado de carne, pero me liberé. Lo recuerdo. El resto no está tan claro. No consigo ordenar los sucesos. Clavé mi cuchillo en las costillas del joven. Recuerdo un pulgar hurgando en mi ojo, y el chasquido cuando disloqué el hueso. Mientras me enzarzaba en una lucha con uno, otro me azotó los hombros con su vara, hasta que conseguí interponer a su compañero entre los golpes y yo. No recuerdo haber sentido el dolor de aquel castigo. La carne desgarrada de mi cuello parecía simplemente un punto cálido por el que corría la sangre. No tenía conciencia del daño sufrido, nada amortiguaba mi deseo de matarlos a todos. No podía vencer. Eran demasiados. El joven estaba tirado en la nieve, tosiendo sangre, pero uno me estaba estrangulando mientras el tercero intentaba desclavar su espada de mi brazo. Yo pataleaba y hacía aspavientos, intentando en vano infligir algún tipo de daño a mis agresores mientras los confines del mundo se oscurecían y el cielo comenzaba a girar sobre mi cabeza.

¡Hermano!

Llegó como un ariete de dientes centelleantes para estrellar todo su peso contra el enredo de nuestros cuerpos. Caímos todos a la nieve y el impacto aflojó la presa del forjado lo suficiente para que yo pudiera meter un silbido de aire en los pulmones. Se me despejó la cabeza y de pronto recuperé las ganas de luchar, de ignorar el dolor y el daño, ¡de pelear! Juro que me vi con el rostro amoratado por la asfixia, la sangre preciada manando y empapando mis ropas, el olor tan enloquecedor que me hizo enseñar los dientes. Lobezno arrastró a mi asaltante lejos de mí. Atacó con una velocidad que ningún hombre podría igualar, mordiendo, rasgando y apartándose de un salto antes de que las manos como garras pudieran asir su pelaje. Volvió a la carga como una centella.

Sé que percibí cómo se cerraban las fauces de Lobezno alrededor de su garganta. Sentí su último estertor en mis mandíbulas y el brusco borbotar de sangre que me caló el hocico y me salpicó las mejillas. Meneé la cabeza, mis dientes desgarraron la carne, abriendo las puertas a la vida que huyó corriendo de aquel amasijo de harapos pestilentes.

Después de aquello, nada.

Estaba sentado en la nieve, con la espalda apoyada en un árbol. Lobezno yacía tumbado no muy lejos de mí. Tenía las patas delanteras empapadas de sangre. Se las estaba limpiando con la lengua, con lentos, meticulosos y delicados lametones.

Me llevé una manga a la boca y la barbilla. Enjugué sangre. No era mía. Me arrodillé de pronto en la nieve para escupir pelos de barba y luego vomité, pero ni siquiera el ácido sabor de la bilis podía eliminar el de la carne y la sangre del hombre muerto. Miré su cuerpo de soslayo, torcí la cabeza. Tenía la garganta desgarrada. Por un terrible instante pude recordar cómo había masticado los tendones de su cuello, tirantes contra mis dientes. Cerré los ojos con fuerza. Me quedé sentado, muy quieto.

Un hocico frío en mi mejilla. Abrí los ojos. Estaba sentado a mi lado, mirándome. Lobezno.

Ojos de Noche, me corrigió. Mi madre me llamaba Ojos de Noche. Fui el último de mi carnada en abrir los ojos. Resopló y soltó un estornudo. Miró a los hombres abatidos. Seguí su mirada contra mi voluntad. Mi cuchillo había acabado con el joven, pero no había tenido una muerte rápida. Los otros dos…

Los maté más deprisa, observó tranquilamente Ojos de Noche. Claro que yo no tengo los dientes de una vaca. Para ser de tu especie, lo hiciste bien. Se levantó y sacudió su pelaje. La sangre me salpicó el rostro, fría y cálida a un tiempo. Boqueé y me limpié, antes de comprender lo que significaba.

Estás sangrando.

Tú también. Te sacó la espada para clavármela a mí.

Deja que le eche un vistazo.

¿Por qué?

La pregunta se quedó flotando entre nosotros en el aire frío. Estaba a punto de alcanzarnos la noche. Sobre nuestras cabezas, las ramas se recortaban negras contra el cielo del crepúsculo. No me hacía falta la luz para verlo. Ni siquiera me hacía falta verlo. ¿Acaso hace falta verse la oreja para saber que forma parte de ti? Sería tan inútil negar esa parte de mi cuerpo como negar a Ojos de Noche.

Somos hermanos. Somos una manada, concedí.

¿De verdad?

Sentí un roce, un tanteo, un tirón de mi atención. Me permití recordar que había sentido lo mismo antes y lo había rechazado. Ahora no. Le entregué mi atención sin reservas. Ojos de Noche estaba allí, piel y dientes, carne y garras, y no lo rehuí. Supe cómo se había hundido la espada en su hombro y sentí cómo se había clavado entre dos grandes músculos. Tenía una pata doblada contra su pecho. Vacilé, y sentí su dolor ante mi vacilación. No me contuve más y me entregué a él como él se entregaba a mí. La confianza no es tal si no es incondicional. Estábamos tan próximos que no sé cuál de los dos pensó aquello. Por un instante fui doblemente consciente del mundo cuando las percepciones de Ojos de Noche se superpusieron a las mías, cómo olía los cuerpos, cómo oía a los zorros que se acercaban atraídos por la carroña, cómo veía sin dificultad a la tenue luz. Después desapareció la dualidad y sus sentidos fueron míos, y los míos suyos. Estábamos vinculados.

El frío se adueñaba de la tierra y de mis huesos. Encontramos mi capa, cubierta de escarcha, pero la sacudí y me la puse por encima. No intenté abrocharla, sino que la mantuve apartada del lugar donde me habían mordido. Conseguí recuperar mis manoplas pese a la herida de mi antebrazo.

—Será mejor que nos marchemos —le dije en voz baja—. Cuando lleguemos a casa, nos limpiaré y vendaré. Pero antes, tenemos que llegar allí y entrar en calor.

Sentí su asentimiento. Caminó a mi lado mientras regresábamos, no detrás de mí. Levantó el hocico una vez, para aspirar con fuerza el aire fresco. Se había levantado un viento frío. Empezaba a nevar. Eso era todo. Su olfato me transmitió la certeza de que no debía temer la presencia de más forjados. El aire estaba limpio salvo por el hedor de los que dejábamos atrás, y aun eso se diluía, convirtiéndose en la peste de la carroña, mezclada con el de los zorros que acudían a dar cuenta de ella.

Estabas equivocado, observó. A ninguno de los dos se nos da muy bien cazar solo. Ironía. A no ser que pienses que te las estabas apañando antes de que apareciera yo.

—Los lobos no están hechos para cazar en solitario —respondí.

Intentaba salvar mi dignidad.

Descolgó la lengua. No temas, hermanito. Yo siempre estaré ahí.

Seguimos caminando entre la nieve crujiente y los árboles negros. No falta mucho para llegar a casa, me reconfortó. Sentí su fuerza enlazada con la mía mientras renqueábamos sin detenernos.

Era casi mediodía cuando me presenté ante la puerta de la sala de mapas de Veraz. Ocultaba el antebrazo cómodamente vendado e invisible dentro de una manga voluminosa. La herida en sí no era grave, pero sí dolorosa. No resultaba tan sencillo ocultar el mordisco entre mi hombro y el cuello. Había perdido carne, y había sangrado profusamente. Al echarle un vistazo la noche anterior con ayuda de un espejo, me había sentido desfallecer. Al limpiarla había empezado a sangrar más todavía; me faltaba un pedazo. En fin, y si no hubiera intervenido Ojos de Noche, a ese bocado lo habrían seguido otros. No tengo palabras para expresar el malestar que me producía esa idea. Había conseguido tapar la herida con un apósito, pero éste no era muy bueno. Me había subido la camisa y la había asegurado en su sitio para ocultar el vendaje. Se me aplastaba dolorosamente contra la herida, pero la ocultaba. Con aprensión, llamé a la puerta. Estaba carraspeando cuando se abrió.

Charim me informó de que Veraz no se encontraba allí. Había una honda preocupación en sus ojos. Intenté no contagiarme de ella.

—Le es imposible dejar a los constructores de barcos trabajando a su aire, ¿eh?

Charim negó mi suposición con la cabeza.

—No. Ha subido a su torre —dijo el anciano sirviente sin dar más explicaciones.

Me di la vuelta mientras él cerraba la puerta despacio.

Bueno, Kettricken me lo había advertido. Había intentado olvidar esa parte de nuestra conversación. El temor se fue apoderando de mí mientras buscaba las escaleras de la torre. Veraz no tenía motivos para estar allí. Esa torre era el lugar desde el que habilitaba en verano, cuando hacía buen tiempo y los corsarios asolaban nuestras costas. No había razón para que subiera allí en invierno, y menos con el fuerte viento y la nevada que estaba cayendo ese día. No había más razón que la tremenda atracción de la misma Habilidad.

Yo había sentido su tentación, me recordé mientras apretaba los dientes y emprendía el largo ascenso a la cima. Durante algún tiempo había experimentado la embriagadora exuberancia de la Habilidad. Como el recuerdo cuajado de una antigua herida, volvieron a mí las palabras de Galeno, el Maestro de la Habilidad. «Si sois débiles —nos había amenazado—, si descuidáis la concentración y la disciplina, si pecáis de indulgentes y os rendís a los placeres de la carne, no dominaréis la Habilidad. Antes bien, la Habilidad os dominará a vosotros. Absteneos de practicar toda actividad obsequiosa, rechazad cualquier debilidad que os tiente. Entonces, cuando seáis como el acero, quizás estéis preparados para resistir el hechizo de la Habilidad y volverle la espalda. Si os rendís a ella, os convertiréis en un bebé con cuerpo de adulto, babeante y sin cerebro.» Así nos había aleccionado, a fuerza de privaciones y castigos que sobrepasaban el umbral de la cordura. Mas cuando conocí la dicha de la Habilidad, no me pareció el placer decadente que había sugerido Galeno. Era más bien como la aceleración de la sangre y el trepidar del corazón que me inspiraba a veces la música, o como el inesperado vuelo de un brillante faisán en un bosque en otoño, o incluso como el disfrute de conseguir que un caballo saltara limpiamente sobre un obstáculo especialmente difícil de salvar. Era como ese instante en el que todas las cosas encuentran su equilibrio y danzan juntas por un momento con la perfección de una bandada de aves. La Habilidad te daba eso, pero no sólo un instante. Se prolongaba durante tanto tiempo como pudieras conservarlo, y se tornaba más fuerte y puro conforme se refinaba tu dominio de la Habilidad. O eso pensaba. Mi talento para la Habilidad había resultado dañado de forma permanente en un duelo de voluntades con Galeno. Los muros defensivos que había erigido en mi mente eran tan fuertes que ni siquiera alguien con la Habilidad de Veraz podía llegar a mí siempre que quería. Mi propia capacidad para sondear lejos de mí se había convertido en una aptitud intermitente, asustadiza y rebelde como un caballo espantado.

Me detuve frente a la puerta de Veraz. Inhalé hondo y solté el aire despacio, negándome a permitir que se apoderara de mí el desánimo. Aquello era agua pasada, esos tiempos habían quedado atrás. No tenía sentido martirizarme con ello. Como tenía por costumbre, entré sin llamar para no romper la concentración de Veraz.

No debería estar habilitando. Pero lo estaba. Los postigos de la ventana estaban abiertos y él se apoyaba en la repisa. El viento y la nieve barrían la estancia, salpicándole el pelo negro, la camisa y el jubón de azul oscuro. Respiraba con inspiraciones lentas y profundas, una cadencia a medio camino entre la del sueño profundo y la del corredor que se detiene para recuperar el aliento. No parecía que hubiese reparado en mi presencia.

—¿Príncipe Veraz? —pregunté en voz baja.

Se volvió hacia mí y su mirada fue como el calor, como la luz, como el viento en mi cara. Habilitó en mi interior con tanta fuerza que me sentí arrancado de mi ser, su mente poseía la mía tan completamente que no dejaba sitio para mí. Por un momento me ahogué en Veraz y luego se fue, se retiró tan deprisa que me quedé tambaleante y jadeante como un pez arrojado a la orilla por una ola gigantesca. Llegó a mi lado de un solo paso, me agarró del codo y me mantuvo en pie.

—Perdona —se disculpó—. No te esperaba. Me has dado un susto.

—Debería haber llamado a la puerta, mi príncipe —contesté. Asentí para indicarle que podía tenerme en pie sin ayuda—. ¿Qué hay ahí fuera, que lo mirabais con tanta intensidad?

Desvió la mirada.

—Poca cosa. Unos chavales en los acantilados, contemplando un grupo de ballenas. Dos de nuestros barcos, pescando hipoglosos a pesar de este tiempo, aunque no están disfrutando.

—Entonces no habilitabais en busca de marginados…

—No se acercan en esta época del año. Pero vigilo por si acaso. —Dirigió una mirada de reojo a mi antebrazo, el que acababa de soltar, y cambió de tema—. ¿Qué te ha pasado?

—Por eso quería verte. Me atacaron unos forjados. Frente a la ladera, esa donde abundan las codornices pardas. Cerca de la cabaña de los cabreros.

Asintió enseguida. Sus cejas negras se tocaron.

—Conozco la zona. ¿Cuántos? Descríbelos.

Hice un rápido bosquejo de mis agresores para él y asintió sucinto, sin mostrar sorpresa.

—Hace cuatro días me llegó un informe sobre ellos. No deberían haberse acercado tanto a Torre del Alce en tan poco tiempo; no a menos que avanzaran en esta dirección de forma consistente, todos los días. ¿Han sido eliminados?

—Sí. ¿Te lo esperabas? —Estaba boquiabierto—. Pensaba que habíamos acabado con ellos.

—Acabamos con los que había entonces. Hay más, vienen hacia aquí. He seguido su pista gracias a los informes, pero no esperaba que se acercaran tanto tan pronto.

Me esforcé por controlar la voz.

—Mi príncipe, ¿por qué nos limitamos a seguirles la pista? ¿Por qué no… resolvemos este problema?

Veraz emitió un ruidito gutural y se volvió hacia su ventana.

—A veces uno tiene que esperar y dejar que el enemigo complete su movimiento para descubrir cuál es su estrategia. ¿Me entiendes?

—¿Los forjados siguen una estrategia? No lo creo, mi príncipe. Eran…

—Hazme un informe completo —me pidió Veraz sin mirarme. Vacilé un instante, antes de enfrascarme en un repaso completo a lo ocurrido. Hacia el final de la pelea, mi relato se volvió un poco incoherente. Dejé que las palabras murieran en mis labios—. Pero conseguí desembarazarme de ése. Los tres murieron allí.

No apartó la vista del mar.

—Deberías evitar las trifulcas, Traspié Hidalgo. Parece que siempre sales malparado de ellas.

—Lo sé, mi príncipe —admití con humildad—. Capacho me enseñó lo que pudo…

—Pero no fuiste entrenado para ser un soldado. Tienes otros talentos. Y ésos son los que deberías aprovechar para protegerte. Sí, eres un espadachín competente, pero te faltan los músculos y el peso de un púgil. Todavía, al menos. Y parece que siempre te limitas a utilizar los puños cuando peleas.

—No me dieron ocasión de elegir el arma —dije, no sin cierta tirantez, antes de añadir—: Mi príncipe.

—No. Ni te la darán nunca. —Parecía que hablase desde muy lejos. Una leve tensión en el aire me indicó que estaba habilitando al tiempo que hablábamos—. Aunque me temo que debo enviarte lejos de nuevo. Creo que puedes estar en lo cierto. Llevo mucho tiempo observando lo que ocurre. Los forjados convergen en Torre del Alce. No entiendo por qué, y quizá saberlo no sea tan importante como impedir que logren su objetivo. Te encargarás de resolver este problema de nuevo, Traspié. A lo mejor esta vez consigo evitar que se involucre mi señora. Tengo entendido que ahora, si desea salir a caballo, dispone de su propia escolta.

—Os han informado bien, sir —respondí, maldiciéndome por no haber acudido antes a hablarle de la guardia de la reina.

Se giró para mirarme fríamente.

—Se dice que fuiste tú el que autorizó la creación de dicha guardia. No quiero restarte mérito, pero cuando ese rumor llegó a mis oídos, dejé que se supusiera que habías actuado conforme a mis deseos. Lo que hiciste, supongo. De forma muy indirecta.

—Mi príncipe.

Tuve la sensatez de no añadir nada más.

—Bien. Si sale a pasear, al menos ahora tendrá quien la vigile. Aunque preferiría enormemente que no volviera a toparse con los forjados. Ojalá se me ocurriera algo para tenerla ocupada —remató con voz cansada.

—El Jardín de la Reina —sugerí, recordando que Paciencia lo había mencionado.

Veraz me miró de soslayo.

—El antiguo, en lo alto de la torre —expliqué—. Hace años que no se utiliza. Vi lo que quedaba de los jardines antes de que Galeno nos ordenara desmantelarlos y hacer sitio para nuestras clases de Habilidad. En el pasado debió de ser un lugar encantador. Grandes macetas llenas de plantas, estatuas, parras trepadoras.

Veraz sonrió para sí.

—Y estanques, también, con nenúfares flotando en el agua, y peces, y hasta ranas diminutas. Las aves acudían a menudo en verano para beber y refrescarse. Hidalgo y yo acostumbrábamos a jugar allí. Había campanillas colgadas de hilos, hechas de cristal y metal reluciente. Y cuando las agitaba el viento, tintineaban y rutilaban como joyas al sol. —Sentí que su recuerdo de aquella época y lugar me infundía calor—. Mi madre tenía una pequeña gata de presa, que se tumbaba en la piedra cálida cuando le daba el sol. Híspida, se llamaba. Tenía el pelo moteado y las orejas acopetadas. La hacíamos rabiar con cuerdas y penachos de plumas, y nos perseguía entre los grandes tiestos de flores. Mientras se suponía que estudiábamos arcillas de herboristería. Nunca aprendí mucho de plantas. Había demasiadas distracciones allí arriba. Menos el tomillo. Conocía todas las variedades de tomillo. Mi madre cultivaba todo tipo de tomillos. Y nébedas.

Sonreía.

—A Kettricken le encantaría ese sitio —le dije—. Era muy aficionada a la jardinería en las montañas.

—¿De verdad? —Parecía sorprendido—. Pensé que preferiría los pasatiempos más… físicos.

Sentí una punzada de enfado. No, de algo más que enfado. ¿Cómo era posible que yo conociera a su esposa mejor que él?

—Cuidaba de sus propios jardines —dije en voz baja—. Con muchas hierbas distintas, y conocía las aplicaciones de todas ellas. Yo mismo os he hablado de ellas.

—Sí, me parece que sí. —Suspiró—. Tienes razón, Traspié. Ve a verla por mí y háblale del Jardín de la Reina. Estamos en invierno y probablemente podrá hacer poco con él. Pero en primavera, sería estupendo verlo restaurado…

—Quizá preferirías decírselo tú, mi príncipe —aventuré, pero negó con la cabeza.

—No tengo tiempo. Me fío de ti. Y ahora, abajo. A los mapas. Hay asuntos que quiero discutir contigo. —Me volví de inmediato hacia la puerta. Veraz me siguió más despacio. Le abrí la puerta y en el umbral se detuvo y miró por encima del hombro, hacia la ventana abierta—. Me llama —me confesó, con tranquilidad, con sencillez, como quien dice que le gustan las ciruelas—. Me llama cada vez que estoy sin hacer nada. Por eso debo hacer algo, Traspié. Debo mantenerme ocupado.

—Entiendo —dije despacio, sin estar seguro de que fuese verdad.

—No. No lo entiendes. —Veraz hablaba con gran seguridad—. Es como una inmensa soledad, muchacho. Puedo extender mi conciencia y llegar a los demás. A algunos con bastante facilidad. Pero nadie llega a mí. Cuando vivía Hidalgo… Todavía lo echo de menos, muchacho. A veces lo extraño con locura; es como ser el último de tu especie en el mundo. Como el último lobo, cazando en solitario.

Me asaltó un escalofrío.

—¿Y el rey Artimañas? —me atreví a preguntar.

Meneó la cabeza.

—Rara vez habilita ahora. Le quedan pocas fuerzas para eso, y le pasa factura a su cuerpo además de a su mente. —Bajó unos peldaños—. Tú y yo somos los únicos que lo sabemos —añadió en voz baja.

Asentí.

Descendimos lentamente la escalera.

—¿Te ha mirado ese brazo el sanador? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Burrich tampoco.

Lo expresó dándolo por hecho, sabiendo que era verdad.

Volví a sacudir la cabeza. Las marcas de los dientes de Ojos de Noche eran demasiado evidentes en mi piel, aunque me hubiera mordido jugando. No podía enseñarle las marcas de los forjados a Burrich sin delatar la existencia de mi lobo.

Veraz exhaló un suspiro.

—Bueno. Mantenía limpia. Supongo que sabes limpiar una herida tan bien como el que más. La próxima vez que salgas, acuérdate de esto y estate preparado. Siempre. Quizá no siempre pueda venir otro a rescatarte.

Aminoré el paso hasta detenerme. Veraz siguió descendiendo. Inhalé hondo.

—Veraz —pregunté con un hilo de voz—. ¿Qué es lo que sabes? Sobre… esto.

—Menos que tú —respondió jovialmente—. Pero más de lo que crees que sé.

—Hablas igual que el bufón —rezongué.

—Sí. A veces. Ése es otro que sabe mucho sobre la soledad y lo que ésta puede empujar a hacer a un hombre. —Cogió aliento y casi pensé que iba a decir que sabía lo que era yo, y que no me condenaba por ello. En cambio, continuó—: Me parece que el bufón tuvo unas palabras contigo hace unos días.

Lo seguía en silencio ahora, preguntándome cómo podía saber tanto sobre tantas cosas. La Habilidad, naturalmente. Llegamos a su estudio y entré tras él. Charim, como siempre, ya nos estaba esperando. Había dispuesto comida y vino especiado. Veraz se lanzó sobre los platos con gran apetito. Me senté frente a él para verlo comer, principalmente. No tenía mucha hambre, pero me abría el apetito ver cómo disfrutaba de aquella comida tan simple como robusta. Pensé que en ese sentido seguía siendo un soldado. Daba cuenta de aquel pequeño placer, de esa comida exquisita y bien preparada cuando tenía hambre, y la disfrutaba mientras podía. Me producía una enorme satisfacción verlo lleno de vida y apetito. Me pregunté cómo sería el verano siguiente, cuando tuviera que habilitar durante horas seguidas a diario, montando guardia frente a los corsarios, empleando los engaños de su mente para distraerlos al tiempo que alertaba a los nuestros. Recordé al Veraz del verano pasado en la época de la cosecha: demacrado, con el rostro surcado de arrugas, sin fuerzas para ingerir nada que no fueran los estimulantes que diluía Chade en su té. Su vida se había convertido en las horas que dedicaba a la Habilidad. Llegado el verano, su hambre de Habilidad reemplazaría cualquier otro apetito en su vida. Me pregunté cómo reaccionaría ante eso Kettricken.

Cuando hubo terminado de comer, Veraz repasó sus mapas conmigo. El patrón que emergía resultaba ya inconfundible. A despego de los obstáculos, bosques, ríos o extensiones heladas, los forjados avanzaban sobre Torre del Alce. No tenía sentido. Los que me había encontrado parecían estar fuera de sus cabales. Me costaba creer que cualquiera de ellos concibiera enfrentarse a un viaje así, sin pensar en las inclemencias, sólo para llegar a Torre del Alce.

—Y estos informes que guardas indican que todos lo hacen. Todos los forjados que has identificado se dirigían a Torre del Alce.

—¿Aún te cuesta verlo como un plan coordinado? —preguntó Veraz en voz baja.

—No entiendo cómo podrían tener ningún tipo de plan. ¿Cómo se han comunicado entre sí? Tampoco parece que sea un esfuerzo concertado. No se reúnen y viajan en bandas. Simplemente parece que todos y cada uno de ellos emprende su camino y algunos terminan encontrándose por azar.

—Como polillas atraídas por la llama de una vela —observó Veraz.

—O moscas por la carroña —añadí taciturno.

—Las unas fascinadas, las otras hambrientas —musitó Veraz—. Ojalá supiera qué es lo que atrae a los forjados hacia mí. Quizá sea Otra cosa completamente distinta.

—¿Por qué piensas que deberías conocer el motivo? ¿Crees que eres su objetivo?

—No lo sé. Pero si lo descubro, tal vez comprenda a mi enemigo. No me parece cosa de azar que todos los forjados se dirijan a Torre del Alce. Creo que se mueven contra mí, Traspié. Tal vez no por propia iniciativa, pero contra mí. Tengo que comprender por qué.

—Para comprenderlos tienes que convertirte en ellos.

—Oh. —No parecía divertido—. ¿Ahora quién habla como el bufón?

La pregunta me intranquilizó y la pasé por alto.

—Mi príncipe, cuando el bufón se burló de mí el otro día… —Vacilé, zaherido aún por el recuerdo. Siempre había pensado que el bufón era mi amigo. Intenté apartar aquella emoción—. Plantó ideas en mi mente. A su excéntrica manera. Dijo, si he resuelto sus acertijos correctamente, que debería buscar más hábiles. Hombres y mujeres de la generación de tu príncipe, entrenados por Solícita antes de que Galeno se convirtiera en Maestro de la Habilidad. Y parecía decir también que debería averiguar más cosas sobre los Vetulus. Cómo se los llama, qué hacen. Qué son.

Veraz se reclinó en su silla y juntó los dedos sobre su pecho.

—Cualquiera de esas empresas daría trabajo suficiente a una decena de hombres y, al mismo tiempo, ninguna de ellas merece que pierda su tiempo ni uno solo, tan escasas son las respuestas a cada pregunta. En cuanto a lo primero, sí, debería haber hábiles entre nosotros, personas más ancianas aun que mi padre, adiestradas para las antiguas guerras contra los marginados. Las identidades de esos pupilos no serían de dominio público. La formación se llevaba a cabo en privado, e incluso los miembros de una camarilla podrían conocer a pocos más fuera de su círculo. Aunque habrá archivos. Seguro que los hubo, en su día. Ahora bien, qué habrá sido de ellos, nadie lo sabe. Supongo que Solícita se los cedió a Galeno. Pero no se encontraron en su cuarto ni entre sus pertenencias después de que… falleciera.

Fue Veraz el que hizo ahora una pausa. Los dos sabíamos cómo había muerto Galeno, en cierto modo ambos habíamos estado allí, aunque nunca habíamos hablado mucho de ello. Galeno había muerto siendo un traidor, intentando drenar la fuerza de Veraz con su Habilidad para asesinarlo. En cambio, Veraz había recurrido a mi fuerza para drenar a Galeno. No era un recuerdo agradable para ninguno de los dos. Pero hablé con aplomo, intentando eliminar todo rastro de emoción de mi voz.

—¿Crees que Regio sabrá dónde están esos archivos?

—Si lo sabe, no ha dicho nada al respecto. —La voz de Veraz, tan monótona como la mía, puso fin a ese asunto—. Aunque he tenido algo de éxito a la hora de descubrir a algunos hábiles. Sus nombres, al menos. En cualquier caso, los que he logrado descubrir ya están muertos o se desconoce su paradero actual.

—Hum. —Recordaba haber escuchado algo al respecto en boca de Chade hacía algún tiempo—. ¿Cómo conseguiste sus nombres?

—Algunos los recordaba mi padre. Los de los miembros de la última camarilla, al servicio del rey Generoso. A otros los conocí vagamente cuando era pequeño. Descubrí unos pocos más hablando con los sirvientes más ancianos del castillo, pidiéndoles que recordaran los rumores que pudieran sobre posibles alumnos de la Habilidad. Aunque, claro está, no les di tantas explicaciones. No quería, ni quiero, que se sepa de mi empresa.

—¿Puedo preguntar el motivo?

Frunció el ceño e indicó sus mapas con la cabeza.

—No soy tan brillante como lo era tu padre, muchacho. Hidalgo era capaz de dar saltos intuitivos que rayaban en lo mágico. Yo descubro patrones. ¿Te parece probable que todos los habilitados que puedo encontrar estén muertos o en paradero desconocido? Se me antoja que si encuentro uno y su nombre se relaciona con la Habilidad, quizá no sea beneficioso para su salud.

Permanecimos un momento sentados en silencio. Estaba dejando que yo sacara mis propias conclusiones. Fui lo bastante prudente como para no expresarlas en voz alta.

—¿Y los Vetulus? —pregunté al cabo.

—Otro enigma. Cuando se escribía sobre ellos, todo el mundo sabía lo que eran. O eso creo. Sería lo mismo que encontrar un pergamino que explicara exactamente qué es un caballo. Encontrarás muchas menciones de pasada, y algunas directamente relacionadas con su herraje, o con el linaje de un semental, pero ¿quién de nosotros vería la necesidad de dedicar tiempo y esfuerzo a explicar con pelos y señales qué es un caballo?

—Entiendo.

—De modo que, una vez más, me faltan los detalles. No he tenido tiempo de dedicarme a esa tarea. —Se quedó un momento sentado, mirándome. Luego abrió una cajita de piedra de su escritorio y sacó una llave—. Hay una vitrina en mi dormitorio —dijo despacio—. He guardado allí todos los pergaminos que he podido reunir que mencionen a los Vetulus, siquiera de pasada. También hay algunos relativos a la Habilidad. Te doy permiso para que les eches un vistazo. Pídele papel bueno a Cerica y toma nota de lo que descubras. Busca patrones en esos apuntes. Y tráemelos dentro de un mes más o menos.

Cogí la pequeña llave de bronce. Parecía que pesara más de lo debido, como si estuviera cargada con la tarea que el bufón me había sugerido y Veraz había confirmado. Que buscara patrones, me sugería Veraz. De repente vi uno, una red extendida de mí al bufón, de éste a Veraz y de Veraz a mí de nuevo. Como los demás patrones del príncipe, no parecía algo accidental. Me pregunté quién había originado aquél. Miré a Veraz de soslayo, pero sus pensamientos estaban lejos de allí. Me levanté sin hacer ruido para marcharme.

Cuando llegaba a la puerta me habló.

—Ven a verme. Mañana, muy temprano. A la torre. A lo mejor encontramos todavía a otro hábil, oculto entre nosotros.