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El Cantar del Bufón

En época de paz, la enseñanza de la Habilidad se restringía a quienes tenían sangre real para preservar el carácter exclusivo de la magia y reducir las posibilidades de que fuese empleada contra el rey. Por eso, cuando Galeno se convirtió en el aprendiz de la Maestra de la Habilidad Solícita, su deber consistió en ayudar a completar la formación de Hidalgo y Veraz. Nadie más recibía instrucción en aquellos momentos. Regio, un niño delicado, era según su madre demasiado enfermizo para soportar los rigores del entrenamiento en la Habilidad. Por consiguiente, tras la anticipada muerte de Solícita, Galeno heredó el título de Maestro de la Habilidad sin sus plenas responsabilidades. Algunos, al menos, opinaban que el tiempo que había servido como aprendiz de Solícita resultaba insuficiente para forjar un auténtico Maestro de la Habilidad. Otros han llegado a asegurar que nunca poseyó la potencia con la Habilidad de un verdadero maestro. En cualquier caso, durante aquellos años no tuvo ocasión de demostrar su valía y desmentir las críticas. No hubo joven príncipe ni princesa que entrenar en los años de Galeno como Maestro de la Habilidad.

Sólo con los saqueos de los Corsarios de la Vela Roja se decidió que debía expandirse el círculo de pupilos de la Habilidad. Hacía años que no existía una camarilla en condiciones. La tradición nos cuenta que, en anteriores conflictos con los marginados, no era inusitado que existieran tres y hasta cuatro camarillas. Éstas solían comprender entre seis y ocho miembros, seleccionados mutuamente, acostumbrados a los lazos entre sí y con al menos un componente dotado de una fuerte afinidad con el monarca regente. Este miembro clave informaba directamente al monarca de todo lo que le confiaban los integrantes de su camarilla, si ésta se dedicaba a la comunicación o a la recopilación de información. Otras camarillas existían para acumular fuerza y extender al monarca sus recursos con la Habilidad. Los miembros destacados de tales camarillas a menudo recibían el apelativo de Hombre o Mujer del Rey o la Reina. Muy rara vez se daba alguien así independizado de toda camarilla o formación, pero sólo como alguien que tenía tanta afinidad con el monarca que éste podía compartir su fuerza, por lo general mediante el contacto físico. El monarca podía extraer toda la resistencia que necesitara de este miembro clave para potenciar un esfuerzo con la Habilidad. Por norma, cada camarilla recibía el nombre de su miembro clave. Así, tenemos ejemplos legendarios como la camarilla de Fuegocruzado.

Galeno decidió prescindir de toda tradición en la creación de su primera y única camarilla. La camarilla de Galeno fue bautizada con el nombre del Maestro de la Habilidad que la había creado, y conservó ese nombre incluso después de su muerte. En lugar de crear una reserva de Habilitados y permitir que surgiera una camarilla de ella, el propio Galeno seleccionó a sus integrantes. La camarilla carecía de la vinculación interna de los grupos legendarios, y su verdadera afinidad era para con el Maestro de la Habilidad antes que con el rey. De ahí que su miembro clave, que al principio fue Augusto, informara a Galeno tan a menudo como al rey Artimañas o al Rey a la Espera Veraz. Con la muerte de Galeno y la destrucción del sentido de la Habilidad de Augusto, Serena se erigió en miembro clave de la camarilla de Galeno. Los demás supervivientes del grupo fueron Justin, Will, Carrod y Burl.

Por las noches corría en forma de lobo.

La primera vez pensé que había tenido un sueño singularmente vívido. Lo ocupaban la vasta franja blanca de nieve con las negras sombras de los árboles, los esquivos olores en el viento frío, la ridícula diversión de brincar y excavar tras las musarañas que se aventuraban fuera de sus madrigueras de invierno. Me desperté con la mente despejada y de buen humor.

Pero a la noche siguiente volví a soñar lo mismo. Desperté sabiendo que, cuando bloqueaba los sueños de Molly para Veraz y, por ende, para mí mismo, me entregaba por completo a los pensamientos nocturnos del lobo. Allí había todo un reino en el que ni Veraz ni nadie versado en la Habilidad podría seguirme. Era un mundo libre de intrigas o conspiraciones palaciegas, de planes y preocupaciones. Mi lobo vivía el presente. Encontraba su mente limpia de la detallada interferencia de los recuerdos. Conservaba de un día para otro sólo lo necesario para su supervivencia. No recordaba cuántas musarañas había matado hacía dos noches, sólo apuntes más importantes, como en qué trochas había más conejos o qué tramo del río era lo bastante rápido para no helarse nunca.

Fue entonces cuando empecé a enseñarle a cazar. Al principio no se nos daba muy bien. Seguía levantándome temprano cada mañana para llevarle comida si hacía falta. Me decía a mí mismo que no era mas que una pequeña parcela de mi vida que guardaba para mí. Era como había dicho el lobo, no algo que hacía, sino algo que era. Además, me prometía, no iba a permitir que esa unión se convirtiera en un vínculo completo. Pronto, muy pronto, sería capaz de cazar por sí solo y lo enviaría lejos y en libertad. A veces me decía que sólo le permitía entrar en mis sueños para poder enseñarle a cazar, para dejarlo libre cuanto antes. Me negaba a considerar qué opinaría Burrich de aquello.

Regresé de una de mis madrugadoras expediciones para encontrar a dos soldados entrenando en el patio de la cocina. Iban armados con cayados y se prodigaban animados insultos mientras resoplaban, tintaban y daban palos al límpido raso. El hombre no me sonaba de nada, y por un momento pensé que los dos eran forasteros. Hasta que la mujer reparó en mi presencia.

—¡Ho! Traspié Hidalgo. ¡Ojos que te ven! —gritó, aunque sin retirar su vara.

La miré fijamente, intentando emplazarla. Su oponente ensayó una parada fallida y ella le propinó un sonoro topetazo con su cayado. Mientras el herido daba saltos de dolor ella bailoteaba y se reía con ganas, un silbido atiplado e inconfundible.

—¿Chifla? —pregunté con incredulidad.

La mujer a la que acababa de dirigirme mostró su célebre dentadura incompleta, dio un golpe tremendo al arma de su contrincante y reanudó su danza.

—¿Sí? —preguntó sin aliento. Su oponente, al verla ocupada, bajó su cayado por cortesía. Chifla lanzó el suyo contra él de inmediato. Con tanta destreza que podría confundirse casi con desidia, el palo del hombre saltó para interceptar el de ella, que se rió de nuevo y levantó una mano para señalar la tregua—. Sí —repitió, esta vez girándose hacia mí—. He venido… es decir, he decidido venir para pedirte un favor.

Indiqué las ropas que vestía.

—No lo entiendo. ¿Has abandonado la guardia de Veraz?

Se encogió de hombros, aunque me di cuenta de que la pregunta la deleitaba.

—Pero no me voy muy lejos. Guardia de la reina. Insignia Vulpina. ¿Ves?

Tiró de la pechera de la chaquetilla corta que llevaba puesta para tensar la tela. Tejido de lana, sencillo y de buena calidad, pude ver, como vi también el zorro blanco que enseñaba los dientes bordado sobre fondo morado. El púrpura hacia juego con el morado de sus pesados pantalones de lana, cuyas holgadas perneras llevaba recogidas por dentro de unas botas hasta la rodilla. El atuendo de su compañero era idéntico. La guardia de la reina. En vista de la aventura de Kettricken, el uniforme tenía sentido.

—¿Veraz ha decidido que necesita su propia guardia? —pregunté ilusionado.

La sonrisa se apagó un poco en el rostro de Chifla.

—No exactamente —evitó responder, y luego se puso firme como si estuviera informando ante mí—. Nosotros hemos decidido que era necesaria una guardia de la reina. Yo y otros que cabalgamos con ella el otro día. Nos dio por hablar de… todo, más tarde. De cómo se había comportado ahí fuera. Y luego aquí dentro. De cómo volvió sola. Dijimos entonces que alguien debería solicitar permiso para formar una guardia para ella. Pero ninguno de nosotros sabía muy bien cómo abordar el asunto. Sabíamos que era necesario, pero nadie más parecía prestar mucha atención… hasta que la semana pasada, en la puerta, oí que te acaloraste de lo lindo porque ella había salido sola y a pie, sin nadie que la escoltara. ¡Oye, que sí! ¡Que yo te oí, que estaba en la otra garita!

Me mordí la lengua, asentí bruscamente y Chifla continuó:

—Bueno. En fin, que lo hicimos. Los que opinábamos que queríamos vestir de blanco y morado lo dijimos sin más. Fue una división bastante pareja. Además, iba siendo hora de meter sangre nueva; casi todos los guardias de Veraz se echan ya demasiados años a la espalda. Y se están ablandando, con todo el tiempo que pasamos en el castillo. Así que nos reagrupamos, ascendimos de rango a quienes ya tendrían que haber ascendido hace mucho, si hubiera vacantes que rellenar, y reclutamos al resto. Salió todo a pedir de boca. Los recién llegados nos ayudarán a perfeccionar nuestras técnicas al tiempo que los adiestramos. La reina tendrá su propia guardia cuando la quiera. O la necesite.

—Ya veo. —Empezaba a apoderarse de mí una sensación incómoda—. ¿Y qué favor era ese que querías pedirme?

—Que se lo expliques a Veraz. Dile que la reina tiene su guardia.

Pronunció las palabras con sencillez, en voz baja.

—Esto raya en la deslealtad —dije, igual de lacónico—. Soldados de la propia guardia de Veraz renunciando a sus colores para adoptar los de la reina…

—Habrá quienes piensen así. Habrá quienes lo expresen así. —Me miró directamente a los ojos y la sonrisa se borró de su cara—. Pero tú sabes que no es así. Es algo necesario. Tu… Hidalgo se habría dado cuenta, habría organizado una guardia para ella incluso antes de que llegara aquí. Pero el Rey a la Espera Veraz… bueno, esto no es deslealtad hacia él. Lo hemos servido bien, porque lo queremos. Aún lo queremos. Esto es que los que siempre le hemos guardado las espaldas nos paramos a reflexionar y nos reorganizamos para seguir guardándoselas todavía mejor. Nada más. Tiene una buena reina, eso pensamos. No queremos ver cómo la pierde. Eso era todo. No hemos perdido nada de respeto a nuestro Rey a la Espera. Tú lo sabes.

Lo sabía. Pero aun así… Aparté la mirada de sus ojos suplicantes, zangoloteé la cabeza e intenté pensar. ¿Por qué yo?, se preguntaba enfadada una parte de mí. Supe entonces que, en el momento en que perdí los estribos y amonesté a la guardia por no proteger a su reina, había desencadenado aquello. Burrich me había advertido sobre las consecuencias de olvidar cuál era mi sitio.

—Hablaré con el Rey a la Espera Veraz. Y con la reina, si él aprueba esto.

Chifla me regaló de nuevo con su sonrisa mellada.

—Sabíamos que lo harías por nosotros. Gracias, Traspié.

Dicho lo cual me dio la espalda, cayado en ristre mientras brincaba en actitud amenazadora hacia su compañero, que cedió terreno a regañadientes. Con un suspiro, me alejé del patio. Se me había ocurrido que Molly estaría cogiendo agua a esa hora. Esperaba verla un momento. Pero no había aparecido y me sentía decepcionado. Sabía que no debería jugar a esos juegos, pero había días en que no podía resistir la tentación. Salí del patio.

Los últimos días se habían convertido en una forma especial de tortura para mí. Me negaba a permitirme volver a ver a Molly, pero no podía evitar seguirla a todas partes. De modo que llegaba a la cocina un momento después de que ella se hubiera ido, imaginándome que podía percibir aún el fantasma de su perfume en el aire. O me pasaba toda una noche clavado en el Gran Salón e intentaba ponerme donde pudiera verla sin que nadie se diera cuenta. Daba igual qué entretenimiento ofrecieran, juglares, poetas o titiriteros, daba igual la gente que hablara y practicase sus manualidades, mis ojos apuntaban siempre en dirección a Molly. Mostraba un aspecto sobrio y discreto con su blusa y sus faldas de azul oscuro, y nunca me dedicaba una sola mirada de soslayo. Conversaba sólo con las demás mujeres del castillo, o en las raras noches que Paciencia se dignaba bajar, se sentaba a su lado y la asistía con una concentración que negaba mi mera existencia. A veces pensaba que mi breve encuentro con ella había sido un sueño. Pero por la noche podía volver a mi cuarto y sacar la camisa que había escondido en el fondo de mi arcón, y si me la acercaba a la cara, me parecía que podía oler todavía una débil traza de perfume. Eso me ayudaba a soportarlo.

Habían pasado varios días desde que incineráramos a los forjados en la pira funeraria. Además de la formación de la guardia de la reina, se fraguaban más cambios dentro y fuera del castillo. Otros dos maestros constructores de barcos, sin invitación, habían venido voluntariamente para ofrecer su buen oficio a los astilleros. Veraz estaba encantado. Pero más conmovida aún se había sentido la reina Kettricken, pues a ella era a la que solicitaron audiencia, ella a la que expresaron sus deseos de prestar ayuda. Habían venido acompañados de sus aprendices para reforzar las filas de trabajadores en los astilleros. Ahora las lámparas ardían desde antes del amanecer hasta después del ocaso, y las obras avanzaban a marchas forzadas. Por eso Veraz pasaba más tiempo fuera, y Kettricken, cuando la visitaba, se mostraba más apagada que nunca. Yo la tentaba con libros o excursiones, en vano. Estaba la mayor parte de su tiempo sentada y de brazos cruzados, volviéndose más pálida y apática a cada día que pasaba. Su mal humor contagiaba a sus damas de compañía, por lo que visitar sus aposentos resultaba tan divertido como asistir a un velatorio.

No esperaba encontrar a Veraz en su estudio y no me sentí decepcionado. Había bajado a los astilleros, como siempre. Dejé a Charim el recado de que se me llamara en cuanto Veraz tuviera tiempo para verme. Luego, dispuesto a mantenerme ocupado y hacer lo que me había sugerido Chade, volví a mi habitación. Cogí dados y tarjas y me encaminé hacia los aposentos de la reina.

Me había propuesto enseñarle algunos de los juegos de azar que tanto éxito tenían entre la nobleza, con la esperanza de que ampliara su círculo de entretenimientos. También esperaba, con menos expectativas, que esos juegos pudieran impulsarla a hacer más vida social y depender menos de mi compañía. Su amohinamiento empezaba a antojárseme opresivo, hasta el punto de que a veces deseaba fervientemente alejarme de ella.

—Primero enséñale a hacer trampas. Dile que así se juega el juego, nada más. Dile que las reglas pueden burlarse. Un par de juegos de manos, fáciles de aprender, y podría limpiarle los bolsillos a Regio un par de veces antes de que éste sospeche de ella. ¿Y qué podría hacer luego? ¿Acusar a la reina de Torre del Alce de hacer trampas a los dados?

El bufón, naturalmente. Junto a mi codo, caminando amigablemente a mi lado, con su cetro rata ligeramente apoyado en el hombro. No di ningún respingo, pero él sabía que me había cogido por sorpresa una vez más. La risa brillaba en sus ojos.

—Me parece que nuestra Reina a la Espera podría tomarse a mal que la engañara de ese modo. ¿Por qué no me acompañas, mejor, para levantarle un poco el ánimo? Podría olvidarme de los dados mientras haces malabares para ella —sugerí.

—¿Que haga malabares para ella? Ay, Traspié, pero si no hago otra cosa en todo el día y tú te crees que son payasadas. Tú ves mis esfuerzos y te parecen juegos, mientras yo veo cómo te esfuerzas con ahínco en jugar los juegos de otros. Acepta mi consejo de bufón. No le enseñes a la reina a jugar a los dados, sino a resolver acertijos, y los dos saldréis ganando.

—¿Acertijos? En el Mitonar juegan a eso, ¿no?

—Últimamente se juega mucho también por aquí. A ver si resuelves éste. ¿Cómo se llama una cosa cuando nadie sabe cómo se llama?

—Nunca se me ha dado bien este juego, bufón.

—Ni a ti ni a nadie de tu linaje, por lo que tengo entendido. Respóndeme a esto. ¿Qué tiene alas en el pergamino de Artimañas, lengua de fuego en el libro de Veraz, ojos de plata en las Vitelas de Relian y escamas de oro en tu cuarto?

—¿Otro acertijo?

Me dedicó una mirada compasiva.

—No. Otro acertijo es lo que te acabo de preguntar. La respuesta es un Vetulus. Y el primer acertijo era, ¿cómo llamas a uno?

Aminoré el paso. Lo observé más directamente, pero siempre era difícil mirarlo a los ojos.

—¿Eso es un acertijo? ¿O una pregunta seria?

—Sí.

El bufón estaba serio.

Me detuve en seco, completamente desconcertado. Lo fulminé con la mirada. A modo de respuesta, pegó la nariz a la de su cetro rata. Los dos se sonrieron con afectación.

—Ya lo ves, Ratita, no tiene más idea que su tío o su abuelo. Nadie sabe cómo llamar un Vetulus.

—Con la Habilidad —dije impetuosamente.

El bufón me miró con extrañeza.

—¿Lo sabes?

—Lo sospecho.

—¿Por qué?

—No lo sé. Ahora que lo pienso, no me parece probable. El rey Sapiencia hizo un largo viaje para encontrar a los Vetulus. Si hubiera podido habilitarlos, ¿por qué no lo hizo?

—En efecto. Pero a veces la impetuosidad no está exenta de verdad. Entonces respóndeme a esto, muchacho. Vive un rey. Vive también un príncipe. Los dos tienen la Habilidad. Pero ¿dónde están los que entrenaron al lado del rey, o los que entrenaron antes que él? ¿Cómo hemos llegado a esto, a esta carencia de Hábiles cuando tanta falta nos hacen?

—Se adiestran pocos en tiempos de paz. Galeno no juzgó preciso enseñar a nadie, hasta el año pasado. Y la camarilla que creó…

Me callé de repente y, aunque el pasillo estaba vacío, sentí deseos de pronto de no seguir hablando de aquello. Siempre había guardado en secreto todo lo que me decía Veraz sobre la Habilidad.

El bufón se encaró conmigo de un brinco.

—Si el zapato es pequeño no te lo puedes calzar, da igual qué zapatero lo hiciera.

Asentí a regañadientes.

—Cierto.

—Y el zapatero ha desaparecido. Triste. Muy triste. Más triste que un plato caliente sin mesa y un vaso sin vino. Pero aquel zapatero calzaría los zapatos que le hizo otro.

—Solícita. Tampoco ella está ya.

—Ah. Pero Artimañas sí. Y Veraz. Cualquiera diría que si todavía quedan dos que visten y calzan, tendría que haber más. ¿Dónde están?

Me encogí de hombros.

—Se fueron. Son viejos. Están muertos. No lo sé. —Me obligué a contener mi impaciencia e intenté considerar su pregunta—. La hermana del rey Artimañas, Dichosa. La madre de Augusto. A lo mejor la entrenaron, pero falleció hace tiempo. El padre de Artimañas, el rey Generoso, me parece que fue el último que tuvo una camarilla. Pero muy pocas personas de esa generación siguen con vida.

Me mordí la lengua. Veraz me había dicho una vez que Solícita había entrenado en la Habilidad a tantos como pudo encontrar con talento. Seguro que vivían algunos todavía; debían de tener poco más de diez años más que Veraz…

—Muertos, demasiados, si me preguntas. Lo sé. —El bufón propuso una respuesta a mi pregunta sin formular. Lo observé con la mirada vacía. Me sacó la lengua y se apartó unos pasos de mí. Consideró su cetro y le rascó la barbilla a la rata con gesto afectuoso—. Ya lo ves, Ratita. Te lo dije. Nadie lo sabe. Nadie es lo bastante listo para preguntar.

—Bufón, ¿no puedes hablar claro? —exclamé, frustrado.

Se detuvo tan de repente como si lo hubiera golpeado. En mitad de una pirueta, apoyó los talones en el suelo y se quedó quieto como una estatua.

—¿Serviría de algo? —preguntó con seriedad—. ¿Me escucharías si me acercara a ti y no hablara con acertijos? ¿Conseguiría eso que te pararas a pensar y escucharas cada una de mis palabras, y meditaras sobre esas mismas palabras más tarde en tu cuarto? Entonces de acuerdo. Voy a intentarlo. ¿Conoces la rima «A Jhaampe fueron seis sabios»?

Asentí, más desconcertado que nunca.

—Recítamela.

—«A Jhaampe fueron seis sabios, subiendo una cuesta perdieron los labios, se convirtieron en piedra y se…» —De pronto se me resistía aquella vieja canción de guardería—. No me acuerdo de todo. Es una bobada, en cualquier caso, una de esas rimas que se te queda grabada pero no tiene ningún sentido.

—Será por eso que se incluye en los versos del conocimiento —concluyó el bufón.

—¡No lo sé! —espeté. Me sentía intolerablemente irritado—. Bufón, vuelves a hacerlo. ¡Sólo sabes decir acertijos! Afirmas hablar claro pero se me escapa la verdad a la que te refieres.

—Los acertijos, querido Traspié, supuestamente hacen que la gente piense. Que encuentre nuevas verdades en antiguos refranes. Pero ahora que lo dices… también a mí se me escapa tu cabeza. ¿Cómo podría alcanzarla? A lo mejor si te buscara de noche y cantara bajo tu ventana:

Principito bastardo, Traspié adorable,

que empleas tu tiempo en balde.

Mira que te esfuerzas por ponerte freno,

cuando tendrías que volcarte de pleno.

Había hincado una rodilla en el suelo y rasgueaba las inexistentes cuerdas de su cetro. Cantaba con bastante entusiasmo, e incluso con buena voz. La melodía pertenecía a una famosa balada de amor. Me miró, exhaló un suspiro teatral, se humedeció los labios y prosiguió con tristeza:

Ay, qué poco ve mi Vatídico,

cegado por su destino fatídico.

En peligro sus costas y su gente sin alegría,

y ante mis avisos, me gritan: ¡No todavía!

Principito bastardo, Traspié entrañable,

espera y espera a que le claven el sable.

Una criada que pasaba por allí se detuvo a escuchar, divertida. Un paje se acercó a la puerta de una habitación y se asomó al pasillo para observarnos, con una amplia sonrisa. Un lento rubor empezó a adueñarse de mis mejillas, pues la expresión del bufón era tierna y ardiente a un tiempo mientras me miraba. Intenté alejarme de él fingiendo indiferencia, pero me siguió arrastrando las rodillas, aferrado a mi manga. Me tuve que parar, por no enzarzarme en una pelea ridícula por liberarme. Me quedé quieto, sintiéndome como un idiota. Me dedicó una sonrisa afectada. El paje soltó una risita y pasillo abajo oí dos voces que cuchicheaban con humorismo. Me negué a levantar la cabeza para ver quién estaba disfrutando tanto con mi azoramiento. El bufón me lanzó un beso. Bajó la voz en un susurro de complicidad cuando siguió cantando:

¿Te seducirá la suerte a su voluntad?

No si te empeñas con toda tu Habilidad

Reúne aliados, busca entrenados,

consume lo que ahora has refrenado.

Levanta un futuro de dicha y beldad,

sobre los cimientos de tu fogosidad.

Emplea tu Maña para ganar,

y tus Ducados lo agradecerán.

Te lo ruega un bufón, de rodillas postrado,

atiende a mi súplica de muy buen grado.

No dejes que muera esta alianza,

cuando en ti la vida tiene confianza.

Hizo una pausa, antes de rematar jovialmente a voz en grito:

¡Si decides que esto te importa un bledo,

que no es más que de mi culo otro pedo,

he aquí mi regalo por tu buena fe,

algo que sólo pocos hombres ven!

Me soltó la manga de repente y se alejó de mí con una voltereta que, no sé cómo, concluyó con sus nalgas desnudas apuntadas hacia mí. Las tenía asombrosamente blancas y no pude ocultar mi perplejidad ni mi afrenta. El bufón cabrioló hasta ponerse de pie, de nuevo púdicamente vestido, y Ratita se inclinó con humildad desde su cetro ante todos los que se habían parado a presenciar mi humillación. Hubo risas generalizadas y no pocos aplausos. Su actuación me había dejado sin habla. Volví la cabeza e intenté pasar de largo, pero el bufón se interpuso en mi camino con una nueva pirueta. De pronto asumió una expresión severa y se dirigió a los divertidos espectadores.

—¡Vergüenza y sonrojo debiera daros a todos, reíros así! ¡Burlaros del corazón roto de un niño! ¿Es que no sabéis que Traspié ha perdido a un ser muy querido? Ah, oculta su dolor tras ese rubor, pero ahora ella está muerta y enterrada, sin saciar la pasión que sentía él por ella. Sabed que la más casta y flatulenta de las doncellas, la adorada lady Tomillo, ha fallecido. Asfixiada por su propio hedor, no me cabe duda, aunque maldigan que fue por comer carne podrida. Pero si la carne podrida, diréis, huele que apesta, para impedir que nadie la coma. Lo mismo podríamos decir de lady Tomillo, que quizá la oliera y quizá no, o quizá lo tomara por el perfume de sus dedos. No lloréis, pobre Traspié, que otra habrá de consolaros. ¡A tal empresa habré de entregarme a partir de este mismo día! Lo juro sobre la calavera de sir Ratita. Y ahora os ruego que no distraigáis más vuestros deberes, pues en verdad me he demorado yo demasiado en los míos. Adiós, pobre Traspié. ¡Valor, corazón afligido! ¡Afronta tu desolación con buena cara! ¡Pobre niño desconsolado! Ah, Traspié, pobre, pobre Traspié…

Y así se alejó de mí, sacudiendo la cabeza apesadumbrado, discutiendo con Ratita qué anciana viuda debería cortejar en mi nombre. Lo vi marcharse con incredulidad. Me sentía traicionado por él, por hacer escarnio de mí delante de todos. Por lenguaraz y estrafalario que fuese el bufón, nunca hubiera esperado de él que me convirtiese en blanco público de una de sus trastadas. Seguí esperando a que se diera la vuelta y añadiera una última frase que me ayudara a comprender lo que acababa de ocurrir. En vano. Cuando dobló la esquina comprendí que mi suplicio había tocado a su fin. Crucé el vestíbulo, abochornado y patidifuso al mismo tiempo. El soniquete de sus rimas había grabado sus palabras en mi cabeza, y supe que daría muchas vueltas a su canción de amor en los días por venir, para intentar desentrañar cualquier posible significado oculto. Pero ¿lady Tomillo? Estaba claro que no diría algo así de no ser «verdad», pero ¿por qué iba a permitir Chade que su alias público muriera de esa manera? ¿El cadáver de qué desdichada sería presentado como el de lady Tomillo, sin duda para ser enviada a unos parientes lejanos que dispondrían su entierro? ¿Era ésa su forma de empezar un viaje, un truco para salir de Torre del Alce sin ser visto? Pero de nuevo, ¿por qué matarla? ¿Para que Regio creyera que su intento de envenenamiento había tenido éxito? ¿Con qué propósito?

En esas cavilaciones llegué finalmente ante la puerta de la cámara de Kettricken. Me quedé un rato en el umbral para recuperar el aplomo y recomponer el gesto. De repente se abrió la puerta al otro lado del pasillo y Regio se lanzó sobre mí a largas zancadas. Su impulso me empujó a un lado y, antes de que pudiera sobreponerme, dijo con grandilocuencia:

—No te preocupes, Traspié. Comprendo que estés demasiado afligido para disculparte. —Se quedó en el pasillo, enderezando su jubón mientras los jóvenes que lo seguían salían de su habitación, murmurando entre risas. Les dedicó una sonrisa a todos ellos y luego se me acercó para preguntar, en voz baja y malintencionada—: ¿De qué teta vas a mamar ahora que ha muerto esa puta vieja? Ah, en fin. Seguro que encuentras otra gallina que te acoja bajo su ala. ¿O te dará ahora por arrimarte a alguna pollita?

Se atrevió a sonreírme antes de girar sobre sus talones y desaparecer en medio de un suntuoso remolino de mangas, seguido de sus tres sicofantes.

El insulto a la reina me llenó de una rabia ciega. La sentí con una brusquedad que no había experimentado nunca antes. Sentí que se me agolpaba en el pecho y el cuello. Una fuerza tremenda corrió por mis venas; sé que levanté el labio superior en un gruñido. A lo lejos sentí: ¿Qué? ¿Qué pasa? ¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo! Di un paso, el siguiente hubiera sido un salto, y sé que mis dientes se habrían hundido en el punto donde se unen hombro y garganta. Pero:

—Traspié Hidalgo —dijo una voz, llena de sorpresa.

¡La voz de Molly! Me giré hacia ella. Mis emociones pasaron de la rabia al deleite cuando la vi. Pero igual de rápido me volvió ella la cara, diciendo:

—Os ruego perdón, milord. —Y pasó a mi lado.

Con la mirada baja, con los modales de una sirvienta.

—¿Molly? —llamé, yendo tras ella.

Se detuvo. Cuando volvió a mirarme, su rostro estaba desprovisto de emoción, neutra su voz.

—¿Señor? ¿Puedo ayudaros en algo?

—¿Ayudarme? —Claro. Miré a nuestro alrededor, pero el pasillo estaba vacío. Di un paso hacia ella, bajando la voz sólo para sus oídos—. No. Es que te he echado mucho de menos. Molly, me…

—Esto es improcedente, sir. Os ruego que me disculpéis.

Se giró, orgullosa, serena, y se alejó de mí.

—Pero ¿yo qué te he hecho? —pregunté con indignada consternación.

En realidad no esperaba respuesta. Pero se detuvo. Su espalda cubierta de azul estaba recta, erguida su cabeza bajo su pañuelo de encaje. No se volvió hacia mí, pero dijo en voz baja, al pasillo:

—Nada. No habéis hecho nada, milord. Absolutamente nada.

—¡Molly! —protesté, pero dobló la esquina y desapareció.

Me quedé mirando el lugar que había ocupado. Al cabo reparé en que estaba emitiendo un sonido a caballo entre un gañido y sus gruñidos.

Mejor salimos a cazar.

Quizá, me descubrí asintiendo, eso sería lo mejor. Cazar, matar, comer, dormir. Y no hacer nada más.

¿Por qué no ahora?

La verdad, no lo sé.

Recuperé la compostura y llamé a la puerta de Kettricken. La abrió Romero, que me regaló con los hoyuelos de su sonrisa mientras me invitaba a pasar. Una vez dentro, lo que había llevado allí a Molly se hizo evidente. Kettricken sostenía una gruesa vela verde bajo su nariz. En la mesa había varias más.

—Laurel —observé.

Kettricken levantó la cabeza con una sonrisa.

—Traspié Hidalgo. Bienvenido. Entra y siéntate. ¿Te apetece comer algo? ¿Un poco de vino?

Me quedé de pie, mirándola. Había cambiado la marea. Sentí su fuerza, supe que estaba en paz consigo misma. Se cubría con una suave túnica y mallas grises. Se había recogido el cabello a su manera habitual. Sus galas eran sencillas, una simple gargantilla de cuentas verdes y azules. Pero ésa no era la mujer que había llevado de vuelta a Torre del Alce hacía unos días. Aquella mujer estaba preocupada, enfadada, dolida y confundida. Esta Kettricken era un remanso de serenidad.

—Mi reina —empecé, inseguro.

—Kettricken —me corrigió con tranquilidad.

Se paseó por la estancia, colocando algunas velas en los estantes. Resultaba casi desafiante que no añadiera nada más.

Me adentré en su salón. Romero y ella eran sus únicas ocupantes. Veraz se había quejado en cierta ocasión de que sus aposentos eran tan ordenados como un campamento militar. No exageraba. El modesto mobiliario estaba inmaculadamente limpio. Los pesados tapices y alfombras que adornaban casi todo el castillo estaban ausentes. En el suelo había unas sencillas esteras de paja, y los marcos que colgaban de las paredes contenían pergaminos pintados con delicadas ilustraciones de flores y árboles. No había ningún trasto. En aquella habitación se usaba todo para recogerlo después o no se tocaba. No puedo describir de otra forma la quietud que allí imperaba.

Había acudido inmerso en un remolino de emociones encontradas. Ahora estaba inmóvil y callado, mi respiración se acompasaba y se sofrenaba mi corazón. Una esquina de la cámara se había reconvertido en una alcoba empapelada con aquellos pergaminos ilustrados. Allí había una alfombra de lana verde en el suelo, y bancos bajos y acolchados como los que había visto en las montañas. Kettricken dejó la vela de laurel detrás de una de las pantallas. La encendió con una llama de la chimenea. La luz que bailaba tras la pantalla imprimió la vida y calidez de un amanecer al escenario pintado. Kettricken dio un rodeo para sentarse en uno de los bancos de la alcoba. Me indicó que ocupara el que estaba frente al suyo.

—¿Quieres acompañarme?

Así lo hice. La pantalla suavemente iluminada, la ilusión de una pequeña sala privada y el dulce olor a laurel me envolvieron. El banco bajo era sumamente cómodo. Tardé un momento en recordar el motivo de mi visita.

—Mi reina, he pensado que a lo mejor os gustaría aprender algunos de los juegos de azar que jugamos en Torre del Alce. Para que podáis sumaros a alguna partida.

—Quizás en otra ocasión —dijo con amabilidad—. Si a ti y a mí nos apetece entretenernos, y si a ti te apetece enseñarme a jugar. Pero sólo por esas razones. He descubierto que los viejos proverbios tienen razón. Cuando uno se aleja demasiado de su verdadero yo, la cuerda se rompe o te lleva de vuelta. He tenido suerte. He vuelto. Camino de nuevo a la par de mi verdadero yo, Traspié Hidalgo. Eso es lo que sientes hoy.

—No lo comprendo.

Sonrió.

—No hace falta que lo comprendas.

Volvió a guardar silencio. La pequeña Romero había ido a sentarse junto a la chimenea. Cogió su pizarra y una tiza con intención de entretenerse. Incluso la acostumbrada vivacidad de la niña parecía plácida ese día. Me giré hacia Kettricken y aguardé. Pero ella se limitó a devolverme la mirada, con una sonrisa divertida en el rostro.

Al cabo, pregunté:

—¿Qué estamos haciendo?

—Nada —respondió Kettricken.

Imité su silencio. Pasado un buen rato, observó:

—Nuestras propias ambiciones y las tareas que nos imponemos, el marco al que intentamos ceñir el mundo, no son más que la sombra de un árbol sobre la nieve. Cambiará cuando se mueva el sol, se la tragará la noche, temblará con el viento y, cuando se derrita la nieve, yacerá distorsionada sobre el piso irregular. Pero el árbol seguirá allí. ¿Lo entiendes?

Se inclinó ligeramente hacia delante para mirarme a la cara. Su mirada era amable.

—Creo que sí —dije, inseguro.

Sus ojos se apiadaron de mí.

—Lo entenderías si dejaras de intentar entenderlo, si dejaras de preocuparte sobre el por qué es importante para mí e intentaras verlo simplemente como una idea valiosa para tu vida. Pero no te pido que hagas eso. No te estoy pidiendo que hagas nada.

Apoyó la espalda en su asiento, una sutil relajación que hizo que pareciera que mantener la espalda tan recta no le suponía ningún esfuerzo, que estaba cómoda así. De nuevo guardó silencio. Se limitó a quedarse sentada frente a mí, desplegándose. Sentí que su vitalidad me rozaba y fluía a mi alrededor. Fue un contacto apenas perceptible, y de no haber experimentado ya tanto la Maña como la Habilidad, dudo que me hubiera dado cuenta. Con cuidado, como si estuviese cruzando un puente hecho de tela de araña, superpuse mis sentidos a los suyos.

Sondeaba. No como hacía yo, hacia una bestia específica, ni para detectar lo que pudiera haber en las proximidades. Descarté la palabra que había dado siempre a mi intuición. Kettricken no buscaba nada con su Maña. Era como ella decía, simplemente ser, pero ser parte del todo. Mientras se componía consideraba todas las maneras en que la tocaba la gran red, y se sentía complacida. Era algo tenue y delicado y me maravillé ante ello. Por un instante, también yo me relajé. Exhalé. Me abrí, extendí mi Maña a todas las cosas. Prescindí de toda cautela, del temor a que me descubriera Burrich. Nunca había hecho nada comparable a aquello. El alcance de Kettricken era tan delicado como las gotas de rocío que resbalan por el hilo de una telaraña. Yo era como un torrente contenido por un dique, abierto de repente para permitirme rebosar por antiguos canales y enviar exploradores dedos de agua a los confines de los humedales.

¡Cacemos! El Lobo, encantado.

En los establos, Burrich dejó de limpiar una pezuña para fruncir el ceño a la nada. Hollín se agitó en su compartimiento. Molly se encogió de hombros y se atusó el cabello. Frente a mí, Kettricken se sobresaltó y me miró como si yo hubiera dicho algo en voz alta. Permanecí otro instante prendido, sujeto por mil sitios, tensado y expandido, iluminado sin piedad. Lo sentía todo, no sólo las personas que iban y venían, sino las palomas que arrullaban en los aleros, los ratones que se paseaban desapercibidos tras las cubas de vino, cada mota de vida, lo que no era ni había sido nunca una mota, sino un nódulo de la red de la vida. Nada solo, nada olvidado, nada sin sentido, nada insignificante y nada importante. En alguna parte, alguien cantaba, y se calló. Comenzó un coro tras ese solo, más voces, distantes y apagadas, que decían: ¿Cómo? ¿Perdona? ¿Has llamado? ¿Estás ahí? ¿Estoy soñando? Tiraban de mí, como tiran los mendigos de las mangas de los desconocidos, y sentí de repente que si no me retiraba podría terminar deshilachado como un trozo de tela. Parpadeé, volví a parapetarme en mi interior. Inhalé.

No había pasado el tiempo. Un solo aliento, el parpadeo de un ojo. Kettricken me observaba de reojo. Fingí no darme cuenta. Me rasqué la nariz. Cambié de postura.

Volví a asentarme con firmeza. Dejé que pasaran algunos minutos más antes de suspirar y encogerme de hombros, disculpándome.

—Me temo que no entiendo este juego.

Había conseguido enojarla.

—Esto no es ningún juego. No tienes que entenderlo, ni «hacer» nada. Sólo tienes que olvidarte de todo lo demás y ser.

Aparenté hacer otro esfuerzo. Permanecí sentado, inmóvil, bastante tiempo y luego jugueteé distraído con el puño de mi camisa hasta que me descubrió. Agaché la cabeza como si estuviera compungido.

—La vela huele muy bien —la halagué. Kettricken suspiró y me dio por imposible.

—La chica que las hace tiene mucho talento para los perfumes. Casi puede traerme mis jardines y rodearme con sus fragancias. Regio me trajo una de sus velas de madreselva y eso me animó a buscarla. Es una de las criadas del castillo y no tiene tiempo ni recursos para fabricar muchas velas. Por eso me considero afortunada cuando viene a ofrecerme alguna.

—Regio —repetí. Regio hablando con Molly. Regio conociéndola lo bastante para saber de su talento. Se me encogieron las entrañas con un mal presentimiento—. Mi reina, me parece que os estoy distrayendo de lo que queríais hacer. Nada más lejos de mi intención. ¿Os importa que me vaya y regrese cuando deseéis compañía?

—Este ejercicio no excluye la compañía, Traspié Hidalgo. —Me miró entristecida—. ¿No quieres intentarlo de nuevo? Por un momento me pareció… ¿No? Ah, bien, puedes retirarte.

Oí soledad y pesar en su voz. Se enderezó. Cogió aire y lo expulsó despacio. Volví a sentir su conciencia pulsando en la red. Tiene la Maña, me dije. No es muy fuerte, pero la tiene.

Salí de su habitación en silencio. Me entretuve pensando qué opinaría Burrich si se enterara. Menos entretenido fue recordar cómo se había percatado de mi sondeo con la Maña. Pensé en mis noches de caza con el lobo. ¿Empezaría a quejarse pronto la reina de soñar cosas extrañas?

Una fría certeza anidó en mi interior. Iban a descubrirme. Había sido demasiado descuidado, demasiado tiempo. Sabía que Burrich podía sentir cuándo empleaba mi Maña. ¿Y si había otros? Podrían acusarme de practicar la magia de las bestias. Reuní valor y me decidí a afrontarlo. Al día siguiente, tomaría medidas.