Guardias y lazos
A menudo comprendo y elogio el sueño de Cerica. Si de él dependiera, el papel sería tan común como el pan y todos los niños aprenderían las letras antes de cumplir los trece años. Mas aunque así sucediese, dudo que eso consiguiera que todas sus esperanzas se hiciesen realidad. Él se lamenta de la pérdida de los conocimientos que se van a la tumba con cada hombre que muere, aunque sea la más común de las personas. Habla de una época en que la forma que tiene el herrero de calzar los caballos o el talento de un estibador para manejar la azuela estarán plasmados sobre el papel para que todo el que sepa leer pueda aprenderlo a su vez. No creo que tal cosa llegue a ocurrir. Algunas habilidades pueden aprenderse en las palabras de una página, pero otras las aprenden antes el corazón y las manos del hombre, y luego su cabeza. Así lo creo desde que vi a Matafión colocar en el primer barco de Veraz el bloque de madera con forma de pez del que tomaba su nombre. Sus ojos habían visto el matafión antes de que éste existiera, y había puesto sus manos a trabajar en lo que su corazón sabía que tenía que hacer. No es esto algo que pueda aprenderse en las palabras de ninguna página. Quizá no pueda aprenderse en absoluto, sino que esté en nuestro interior; como la Habilidad o la Maña, legado de la sangre de nuestros antepasados.
Regresé a mis aposentos y me senté para contemplar los rescoldos casi apagados de mi chimenea, esperando a que se despertara el resto del castillo. Debería haberme sentido exhausto. En cambio, me estremecía casi con la energía que corría por mis venas. Me parecía que si me quedaba muy quieto, aún podría sentir el calor de los brazos de Molly a mi alrededor. Sabía exactamente dónde había tocado mi mejilla con la suya. Conservaba un rastro muy leve de su perfume en mi camisa desde nuestro breve abrazo, y me debatía sobre si dejarme puesta la prenda ese día, para llevar su esencia conmigo, o doblarla con cuidado en mi arcón para conservarla. No se me antojaba ni remotamente ridículo preocuparme tanto por algo así. Al volver la vista atrás sonrío, pero no por mi necedad, sino por mi sabiduría.
La mañana trajo fuertes vientos y nieve al castillo de Torre del Alce, pero para mí sólo conseguían que dentro todo resultase más acogedor. Quizás así pudiéramos tener ocasión de recuperarnos del día anterior. No quería pensar en aquellos pobres cuerpos ultrajados, ni en el lavado de aquellos rostros fríos e impasibles. Ni en las llamas rugientes y el calor que habían consumido el cadáver de Retinto. A todos nos vendría bien un día tranquilo entre las paredes del castillo. Quizá la noche nos encontrara a todos reunidos en torno a las chimeneas, escuchando cuentos, música y conversaciones. Así lo esperaba. Abandoné mis aposentos para reunirme con Paciencia y Cordonia.
Me atormentaba, sabiendo el momento preciso en que bajaría Molly las escaleras para buscar la bandeja del desayuno de Paciencia, y también cuándo remontaría las escaleras portándola. Podría estar en las escaleras o en el pasillo cuando apareciera. Sería un incidente sin importancia, una coincidencia. Pero no me cabía duda de que había quienes cobraban por vigilarme, y esas personas tomarían nota de tales «coincidencias» si se repetían con demasiada frecuencia. No. Tenía que seguir las recomendaciones del rey y Chade. Le demostraría a Molly que poseía el autocontrol y la dignidad de un adulto. Si debía esperar antes de poder cortejarla, esperaría.
De modo que permanecí sentado en mi cuarto hasta estar seguro de que ella había salido de los aposentos de Paciencia. Luego bajé y llamé a la puerta. Mientras esperaba a que la abriera Cordonia, reflexioné que redoblar mi vigilancia sobre ella y Paciencia era algo más fácil de decir que de hacer. Aunque tenía algunas ideas. Había empezado la noche anterior, arrancándole a Molly la promesa de que no subiría ningún plato que no hubiera preparado ella misma, o sacado de las cazuelas comunes. Eso la hizo soltar un bufido, pues venía tras una despedida sumamente fogosa. «Ahora hablas igual que Cordonia», me había regañado, cerrándome la puerta en la cara sin hacer ruido. La abrió un momento después, para encontrarme mirándola fijamente. «Acuéstate —ruborizándose, añadió—: Y sueña conmigo. Espero haber visitado tus sueños últimamente tanto como tú los míos.» Aquellas palabras me enviaron corriendo a mi dormitorio, y cada vez que las rememoraba volvía a sonrojarme.
Ahora, al entrar en la habitación de Paciencia, intenté apartar aquellos pensamientos de mi cabeza. Era la mía una cita de negocios, aunque Paciencia y Cordonia la tomaran por visita de placer. Debía concentrarme en mi trabajo. Eché un vistazo al cerrojo que había asegurado la puerta y lo encontré de mi agrado. Nadie podría correrlo con un cuchillo. En cuanto a la ventana, aun en el caso de que alguien trepara por el exterior de la pared, tendría que superar no sólo unos postigos de madera reforzados con bandas de acero sino además un tapiz, y sortear luego una balda tras otra de tiestos puestos en fila frente a la ventana cerrada. Era una ruta que ningún profesional elegiría a propósito. Cordonia se entretuvo con una labor de bordado mientras me recibía lady Paciencia, que parecía ociosa, sentada en la chimenea frente al hogar como si fuese una chiquilla. Removió un poco las brasas.
—¿Sabías —me preguntó de repente— que existe un amplio historial de reinas fuertes en Torre del Alce? Y no sólo de las nacidas Vatídico. Más de un príncipe Vatídico se ha casado con alguna mujer cuyo nombre llegó a empañar el de él a la hora de enumerar hazañas.
—¿Creéis que Kettricken será una de esas reinas? —pregunté educadamente.
No sabía adonde nos conduciría aquella conversación.
—No lo sé —respondió en voz baja. Volvió a remover los rescoldos con gesto indiferente—. Lo único que sé es que yo no me hubiera contado entre ellas. —Exhaló un hondo suspiro, antes de levantar la cabeza para añadir, disculpándose casi—: Es una de esas mañanas, Traspié, en que sólo puedo pensar en lo que podría haber sido y lo que podría haber ocurrido. Jamás debí permitir que abdicara. Apuesto a que aún seguiría con vida si no hubiera renunciado al trono.
No supe qué responder a aquel comentario. Volvió a suspirar y siguió revolviendo las brasas con el atizador sucio de ceniza.
—Hoy me asalta la añoranza, Traspié. Mientras todos se maravillaban ayer por las acciones de Kettricken, éstas despertaban en mí el mayor de los descontentos conmigo misma. De haber estado en su lugar, habría corrido a esconderme en mis aposentos. Lo mismo que hago ahora. Pero tu abuela no. Ella sí que era una reina. Kettricken y ella se parecen un poco. Constancia era una persona que sabía espolear a los demás. Sobre todo a las demás mujeres. Durante su reinado, la mitad de nuestra guardia estaba compuesta por mujeres. ¿Lo sabías? Pregúntale algún día por ella a Capacho. Tengo entendido que Capacho la acompañaba cuando vino Constancia para convertirse en la reina de Artimañas. —Paciencia guardó silencio. Por unos instantes estuvo tan callada que pensé que había acabado de hablar. Luego añadió en voz baja—: Le caía bien, a la reina Constancia. —Esbozó una sonrisa más bien tímida—. Sabía que no me gustaban las multitudes. Así que a veces me llamaba, a mí sola, para que fuese a ayudarla con su jardín. Y ni siquiera nos decíamos gran cosa, simplemente trabajábamos la tierra en silencio al aire libre. Aquellos momentos se cuentan entre mis recuerdos más agradables de Torre del Alce. —Me miró de repente—. Yo sólo era una cría por aquel entonces. Y tu padre sólo un niño, y ni siquiera nos conocíamos de verdad. Mis padres me traían a Torre del Alce cuando acudían al castillo, aunque sabían que a mí no me gustaba el bullicio de la vida en la corte. Menuda señora era la reina Constancia, que supo fijarse en una niña fea y reservada y le dedicó una parte de su tiempo. Pero ella era así. Torre del Alce era un lugar distinto por aquel entonces; una corte mucho más animada. Eran tiempos más seguros, todo era más estable. Pero luego Constancia murió, y con ella su hijita, víctima de una fiebre infantil. Y Artimañas volvió a casarse unos años después, y… —Hizo una pausa y suspiró con fuerza otra vez. Apretó los labios. Dio una palmada en las piedras de la chimenea—. Ven y siéntate aquí. Tenemos cosas que hablar.
Hice lo que me pedía y ocupé mi lugar sobre las piedras del hogar. Nunca había visto a Paciencia tan seria, ni tan concentrada. Todo aquello, presentía, conducía a algo. Era tan distinto de su acostumbrado parloteo inane que casi me amedrentaba. Cuando me hube acomodado, me indicó que me acercara más. Me arrimé hasta ponerme casi en su regazo. Se inclinó hacia delante y susurró:
—Hay asuntos que vale más no tratar. Pero a veces llega un momento en que no se pueden seguir ignorando. Traspié Hidalgo, tesoro, no pienses que soy mezquina, pero debo advertirte de que tu tío Regio no te aprecia tanto como te puedas imaginar.
No pude evitarlo. Me reí.
Paciencia se indignó de inmediato.
—¡Hazme caso! —susurró con apremio—. Sí, ya sé que es ingenioso, dicharachero y encantador. Sé cuan adulador puede llegar a ser y no se me ha pasado por alto que todas las jovencitas de la corte ahuecan las plumas cuando lo ven, o que todos los muchachos imitan su forma de vestir y sus manierismos. Pero debajo de esas ricas telas anida la ambición, y temo que también la suspicacia, y la envidia, además. Nunca te lo he dicho, pero se opuso fervientemente a mi iniciativa de instruirte, y a que aprendieras la Habilidad. A veces pienso que fue para bien que fracasaras en eso, pues de haber tenido éxito su envidia no conocería límites. —Hizo una pausa, vio que yo la escuchaba con gesto serio y continuó—: Corren tiempos difíciles, Traspié. No sólo por culpa de los corsarios que asolan nuestras costas. Corren tiempos en que cualquier nacido… como tú debería andarse con cuidado. Hay quienes quizá te sonrían, pero bien pudieran ser tus enemigos. Cuando vivía tu padre, confiaba en el hecho de que su influencia bastara para protegerte, pero después de su… muerte, comprendí que cuanto más crecieras, más peligro correrías al acercarte a la edad adulta. Por eso, con todo el decoro que supe reunir, me obligué a regresar a la corte para comprobar si la situación era tan grave. Lo era, y descubrí que eras digno de mi ayuda. Así que me propuse hacer cuanto estuviera en mi mano para educarte y protegerte. —Se permitió esbozar una breve sonrisa de satisfacción—. Yo diría que no lo he hecho nada mal hasta ahora. Pero —y se me acercó más— llegará el día en que ni siquiera yo pueda protegerte. Tienes que empezar a cuidar de ti mismo. Debes recordar las enseñanzas de Capacho y repasarlas con ella a menudo. Ten cuidado con lo que comas y bebas, y procura no ir solo a ningún sitio. Detesto inculcarte estos temores, Traspié Hidalgo. Pero ya casi eres un hombre y debo empezar a pensar en estas cosas.
Desopilante. Una auténtica farsa. Así podría haberlo visto, tener a aquella mujer solitaria y recluida hablándome con tanta vehemencia de las realidades de un mundo al que llevaba sobreviviendo desde que cumplí los seis años. En cambio, descubrí que las lágrimas me aguijoneaban las comisuras de los ojos. Siempre me había preguntado por qué habría vuelto Paciencia a Torre del Alce, a llevar una vida de ermitaña en el seno de una sociedad que obviamente no le importaba un pimiento. Ahora lo sabía. Había vuelto por mí, por mi bien. Para protegerme.
Burrich me había cuidado. Igual que Chade, e incluso Veraz a su manera. Y, claro está, Artimañas me había reclamado para sí desde mi muy temprana edad. Pero todos ellos, de una forma u otra, buscaban conseguir algo con mi supervivencia. Incluso Burrich hubiera considerado un grave insulto para su orgullo que alguien consiguiese matarme estando yo aún bajo su protección. Sólo esa mujer, que con todo el derecho del mundo debería aborrecerme, se había propuesto cobijarme única y exclusivamente por mi propio bien. A menudo era alocada y entrometida y, en ocasiones, sumamente enojosa. Pero al cruzarse nuestras miradas supe que ella había derribado la última pared que yo había alzado entre nosotros. Dudaba en gran medida que su presencia hubiera hecho nada por evitarme mal alguno; si acaso, su interés por mí debía de suponer para Regio un recordatorio constante de quién era mi progenitor. Pero no era el resultado, sino la intención, lo que me conmovía. Había renunciado a su vida tranquila, a sus huertos, jardines y bosques, por venir aquí, a un húmedo castillo de piedra levantado sobre un acantilado, a una corte llena de personas que no significaban nada para ella, para velar por el bastardo de su marido.
—Gracias —dije con un hilo de voz.
Se las di de todo corazón.
—Bueno. —Apartó rápidamente el rostro de mi escrutinio—. En fin. Verás, no se merecen.
—Ya. Pero lo cierto es que esta mañana he venido pensando que quizás alguien debería advertiros a Cordonia y a vos de que tenéis que andaros con cuidado también vosotras. Es un momento inestable, y se os podría considerar un… obstáculo.
Ahora fue Paciencia la que se rió en voz alta.
—¡Yo! ¿Yo? ¿La vieja chocha, estrafalaria, ridícula de Paciencia? ¿Paciencia, que es incapaz de concentrarse en una sola tarea más de diez minutos? ¿Paciencia, al borde de la locura por la muerte de su esposo? Mi niño, ya sé lo que dicen de mí. Nadie me considera una amenaza para nadie. Cómo, pero si soy el segundo bufón de la corte, el blanco de todos los chistes. Estoy a salvo, te lo aseguro. Pero, aunque no lo estuviera, tengo la práctica de toda una vida para protegerme. Y a Cordonia.
—¿Cordonia?
No pude impedir que asomara la incredulidad a mi voz y una sonrisa a mi rostro. Me di la vuelta para guiñarle un ojo a Cordonia. Ésta me fulminó con la mirada como si se sintiera insultada por mi sonrisa. Antes de que pudiera levantarme siquiera de la chimenea, Cordonia saltó de su mecedora. Una larga aguja, despojada de su sempiterno hilo de lana, me apretó la yugular mientras otra tanteaba un hueco concreto entre mis costillas. A punto estuve de mojarme los pantalones. Miré a aquella mujer a la que de repente no reconocía, y no me atreví a pronunciar palabra.
—Deja de fastidiar al chiquillo —la reprobó Paciencia con amabilidad—. Sí, Traspié, Cordonia. La mejor alumna que recuerda Capacho, aunque acudiera a ella siendo ya una mujer adulta.
Cordonia apartó sus armas de mi cuerpo mientras hablaba Paciencia. Se sentó de nuevo y volvió a aplicar las agujas a su labor. Juro que no perdió una sola puntada. Cuando acabó, me miró. Me guiñó un ojo. Y retomó su costura. Me acordé de volver a respirar.
Como asesino que había aprendido una buena lección de humildad, salí de sus aposentos. Mientras cruzaba el vestíbulo reflexioné que Chade me había advertido de que subestimaba a Cordonia. Me pregunté malhumorado si ésa era la idea que tenía él del humor, o de enseñarme a respetar a las personas en apariencia anodinas.
Los recuerdos de Molly se abrieron paso en mi cabeza. Me negaba con estoicismo a rendirme a ellos, pero no pude evitar el agachar la cabeza para percibir su tenue perfume en el hombro de mi camisa. Borré una sonrisa bobalicona de mi cara y me dispuse a buscar a Kettricken. Tenía responsabilidades.
Tengo hambre.
Aquel pensamiento me invadió sin previo aviso. Me sentí avergonzado. El día antes no había dado de comer a Lobezno. Me había olvidado de él por completo en el fragor de los acontecimientos del día.
Un día de ayuno no es nada. Además, encontré un nido de ratones debajo de un rincón de la cabaña. ¿Piensas que no sé cuidar de mí mismo? Pero algo más sustancioso sería de agradecer.
Pronto, le prometí. Antes tengo que hacer una cosa.
En la sala de estar de Kettricken sólo encontré dos pajes, limpiando a todas luces, aunque se estaban riendo por lo bajo cuando entré. Ninguno de ellos sabía nada. Miré a continuación en la sala de costura de la señora Premura, pues era una cámara cálida y acogedora donde se reunían muchas mujeres del castillo. Kettricken no, pero Premura estaba allí. Me informó de que su señora había dicho que tenía que hablar con el príncipe Veraz esa mañana. Quizás estuviera con él.
Pero Veraz no se encontraba en sus aposentos, ni en su sala de mapas. Allí encontré a Charim, no obstante, que estaba examinando láminas de vitela para separarlas según su calidad. Veraz, me dijo, había madrugado y había acudido directamente a los astilleros. Sí, Kettricken había estado allí esa mañana, pero después de que se fuera Veraz, y cuando Charim le dijo que él no estaba también ella se había marchado. ¿Adonde? No estaba seguro.
A esas alturas del día me moría de hambre, y disculpé mi incursión en las cocinas con la excusa de que allí era donde cobraban más fuerza los rumores. A lo mejor allí sabía alguien adonde se había ido nuestra Reina a la Espera. No estaba preocupado, me decía. Todavía no.
Las cocinas de Torre del Alce resultaban más acogedoras los días fríos y de viento. El vapor de los caldos burbujeantes se mezclaba con el rico aroma del pan cocido y la carne asada. Por allí pululaban los ateridos mozos de cuadra, conversando con los cocineros y afanando bollos recién horneados y cortezas de queso, catando las sopas y disipándose como hilachos de niebla si aparecía Burrich en la puerta. Me procuré un trozo de pastel de carne frío que había sobrado del desayuno y lo aderecé con miel y unas tiras de tocino que Perol reservaba para hacer chicharrones. Mientras comía escuché los distintos diálogos.
Como curiosidad, pocas personas hablaban directamente de lo acontecido el día anterior. Intuí que el castillo tardaría algún tiempo en asimilar todo lo que había pasado. Pero flotaba algo en el ambiente, una sensación casi de alivio. Lo había visto antes, en un hombre al que le amputan su pie deforme, o en la familia que encuentra por fin el cadáver de su hijo ahogado. Era el alivio de enfrentarse a lo peor, mirarlo a la cara y decir: «Te conozco. Me has hecho daño, casi me matas, pero sigo con vida. Y seguiré viviendo». Ésa era la sensación que emanaba de los pobladores del castillo. Todos habían reconocido por fin la gravedad de las heridas que nos infligían los corsarios de la Vela Roja. Vislumbrábamos ahora que esas heridas podrían restañarse, que podíamos responder a la agresión.
No quería preguntar directamente por el paradero de la reina. Tuve la suerte de que uno de los caballerizos estaba hablando de Paso Suave. Parte de la sangre que yo había visto en el hombro del caballo el día anterior era del propio animal, y los mozos hablaban de cómo había atacado el caballo a Burrich cuando éste intentó mirar la herida, y cómo habían hecho falta dos de ellos para sujetarle la cabeza. Me inmiscuí en la conversación.
—¿No le convendrá mejor a la reina una montura menos temperamental? —sugerí.
—Ah, no. A nuestra reina le gustan el orgullo y el espíritu de Paso Suave. Me lo ha dicho ella misma esta mañana cuando bajó al establo. Se presentó en persona para ver a su caballo y preguntar cuándo podría volver a montarlo. Se dirigió a mí directamente, eso hizo. Así que le dije que ningún caballo soportaría que lo montaran en un día como éste, y menos con el hombro herido. La reina Kettricken asintió y nos quedamos allí charlando, y me preguntó cómo había perdido este diente.
—¡Y tú le dijiste que te había dado un cabezazo un caballo mientras lo adiestrabas! ¡Porque no querías que Burrich se enterara de que nos habíamos estado peleando en el pajar y caíste al cajón del potro gris!
—¡Cierra el pico! ¡Me empujaste tú, así que es culpa tuya tanto como mía!
Así siguieron, repartiéndose codazos y empellones, hasta que una voz de Perol los expulsó corriendo de la cocina. Pero ya tenía toda la información que necesitaba. Me dirigí a los establos.
Afuera encontré un día más gris y desapacible de lo que me esperaba. Aun en el interior de los establos, el viento encontraba cada rendija e irrumpía aullando cada vez que se abría una puerta. El aliento de los caballos se condensaba en el aire, y los mozos de cuadra trabajaban en estrecha compañía para procurarse calor mutuamente. Encontré a Manos y pregunté por Burrich.
—Ha salido a cortar leña —dijo en voz baja—. Para hacer una pira funeraria. También lleva bebiendo desde el amanecer.
Aquello casi hizo que me olvidara de mi misión. Nunca había escuchado tal cosa. Burrich bebía, pero de noche, acabadas las labores del día. Manos leyó en mi rostro.
—Fosca. Esa vieja perra suya. Murió anoche. Aunque en mi vida he oído que se incinere a los perros. Ahora estará detrás de la caseta de adiestramiento.
Me volví hacia la perrera.
—¡Traspié! —me previno Manos con preocupación.
—No pasa nada, Manos. Sé lo que significaba esa perra para él. La primera noche que tuvo que cuidar de mí, me dejó en un compartimiento con ella y le dijo que me protegiera. Había un cachorro con ella, Morrón…
Manos meneó la cabeza.
—Ha dicho que no quería ver a nadie. Que nadie le encargue nada hoy. Que nadie hable con él. Nunca me había ordenado nada parecido.
—De acuerdo —suspiré.
Manos mostraba un gesto de desaprobación.
—Con lo vieja que era, se lo podía haber esperado. Ya ni siquiera podía salir a cazar con él. Tendría que haberla reemplazado hace mucho tiempo.
Miré a Manos. Pese a lo mucho que se preocupaba por las bestias, pese a toda su amabilidad y su buen instinto, no podía saberlo realmente. En su día me sorprendió descubrir mi Maña como un sentido aislado. Enfrentarme ahora a la carencia absoluta que tenía Manos de ella era como descubrir su ceguera. Me limité a sacudir la cabeza y arrastré mi mente de vuelta a mi recado original.
—Manos, ¿has visto hoy a la reina?
—Sí, pero hace un rato ya. —Sus ojos estudiaron mi cara con ansiedad—. Vino a verme y me preguntó si el príncipe Veraz había sacado a Franco de los establos y había bajado a la ciudad. Le dije que no, que el príncipe había venido a ver su caballo pero hoy lo había dejado en la cuadra. Le dije que los adoquines de las calles estarían cubiertos de hielo. Veraz no se arriesgaría a que su caballo se rompiera una pata. Baja caminando a la ciudad de Torre del Alce muy a menudo últimamente, aunque se pasa por los establos casi a diario. Dice que es una excusa para salir y respirar aire fresco.
Me dio un vuelco el corazón. Con la certeza propia de una visión, supe que Kettricken había seguido a Veraz a la ciudad de Torre del Alce. ¿A pie? ¿Sin compañía alguna? ¿Con ese tiempo espantoso? Mientras Manos se lamentaba por no haber sabido intuir las intenciones de la reina, saqué de su establo a Librecoz, una mula que hacía honor a su nombre pero caminaba con pie seguro. No me atrevía a perder el tiempo yendo a mi cuarto en busca de ropa de abrigo, de modo que le pedí prestada su capa a Manos para complementar la mía y saqué a rastras de los establos al renuente animal, a la nevada y los vientos.
¿Ya vienes?
Todavía no, pronto. Tengo que encargarme de una cosa.
¿Puedo ir también yo?
No. No es seguro. Ahora cállate y sal de mis pensamientos.
Me detuve en la puerta para interrogar al guardia sin miramientos. Sí, esa mañana había pasado por allí una mujer a pie. Varias, pues había algunas cuyo trabajo hacía necesario el trayecto, sin importar el tiempo que hiciera. ¿La reina? Los hombres de la puerta intercambiaron las miradas. No respondió nadie. ¿Podría haber salido una mujer embozada en una capa, con la cabeza cubierta? ¿Con un ribete de piel en la capucha? Un joven guardia asintió. ¿Bordados en la capa, blancos y púrpuras en el dobladillo? Volvieron a cruzar la mirada, con incomodidad. Había salido una mujer así. No se dieron cuenta de su identidad, pero ahora que les sugería esos colores, tendrían que haber sabido…
Con voz calmada pero impasible los tildé de necios y mentecatos. ¿Cruzaban nuestras puertas gentes desconocidas sin que nadie les hiciera preguntas? ¿Se habían fijado en los bordados púrpuras y la piel blanca y no se les había pasado por la cabeza que podía tratarse de la reina? ¿Nadie había considerado oportuno acompañarla? ¿Nadie había decidido escoltarla? ¿Ni siquiera después de lo ocurrido el día anterior? Bonito lugar estaba hecho Torre del Alce, cuando nuestra reina no contaba ni siquiera con un soldado raso que la vigilara cuando se adentraba en una ventisca camino de la ciudad. Hinqué los talones en Librecoz y los dejé echándose la culpa unos a otros.
La excursión fue terrible. El viento se había levantado veleidoso ese día, y cambiaba de dirección en cuanto yo encontraba la manera de bloquearlo con mi capa. La nieve no se limitaba a caer, sino que el viento recogía los cristales helados del suelo y me los lanzaba a la menor ocasión. Librecoz no estaba contenta, pero vadeaba con paso cansino. Debajo de la nieve, el sinuoso camino que bajaba a la ciudad era un tobogán de hielo traicionero. La muía se había resignado a mi empecinamiento y marchaba desconsolada. Yo parpadeaba para espantar los tenaces copos de mis pestañas y urgía al animal. Se agolpaban en mi mente imágenes de la reina tirada en la nieve, cubierta de copos arremolinados. ¡Memeces!, me dije con firmeza. Memeces.
Había llegado a las afueras de la ciudad de Torre del Alce antes de darle alcance. La reconocí de espaldas, la habría reconocido aunque no fuese vestida de púrpura y blanco. Caminaba sobre la nieve blanda con delicada indiferencia, tan inmune al frío su piel curtida en las montañas como la mía a la humedad y la brisa marina.
—¡Reina Kettricken! ¡Mi señora! ¡Por favor, esperadme!
Se giró y, al verme, sonrió y se detuvo. Bajé de Librecoz al llegar a su lado. No me di cuenta de lo preocupado que estaba hasta que, al verla ilesa, me inundó el alivio.
—¿Qué hacéis aquí sola, con esta tormenta? —pregunté, y a la postre—: Milady.
Miró a su alrededor como si reparara por primera vez en la nieve y el viento, para luego dirigirme una sonrisa compungida. No se sentía incómoda en absoluto. Al contrario, el paseo le había sonrosado las mejillas, y el pelo blanco que enmarcaba su rostro resaltaba su cabello rubio y sus ojos azules. Ahí, en medio de aquella blancura, no lucía pálida y descolorida, sino rubicunda y leonada, rutilante el azul de su mirada. Desprendía una vitalidad que hacía días que no veía en ella. Ayer había sido la Muerte a lomos de su caballo y el Dolor lavando los cuerpos de sus víctimas. Pero hoy, allí, a la intemperie, era una muchacha jovial que se había fugado del castillo y de su puesto para pasear por la nieve.
—Voy a buscar a mi marido.
—¿Sola? ¿Sabe él que venís, y así, a pie?
Pareció sobresaltarse. Luego levantó la barbilla y se obstinó igual que mi muía.
—¿Acaso no es mi esposo? ¿Tengo que pedir cita para verlo? ¿Por qué no iba a salir sola y a pie? ¿Tan incompetente te parezco que crees que me podría extraviar entre el castillo y la ciudad?
Reemprendió la marcha y hube de esforzarme para mantenerme a su par. Arrastré la muía conmigo. Librecoz no parecía nada contenta.
—Reina Kettricken —empecé, pero me interrumpió.
—Empiezo a hartarme de esto. —Se detuvo de golpe y se encaró conmigo—. Ayer, por primera vez en muchos días, me sentí con vida y voluntad propias. No estoy dispuesta a permitir que me arrebaten esa sensación. Si me apetece visitar a mi marido en su trabajo, lo haré. De sobra sé que ninguna de mis damas de compañía querría acompañarme en esta salida, con este tiempo y a pie, ni de otro modo. Así que estoy sola. Y mi caballo resultó herido ayer y, de todos modos, este camino no es seguro para ningún animal. Así que camino. Todo esto es perfectamente lógico. ¿Por qué me has seguido y a qué viene este interrogatorio?
Había elegido la franqueza como arma, de modo que decidí hacer lo propio. Pero cogí aire y atemperé la voz antes de responder.
—Alteza, os he seguido para asegurarme de que no sufrís ningún daño. Aquí, con esta mula como único testigo, os voy a ser franco. ¿Tan pronto habéis olvidado quién intentó derrocar a Veraz del trono en vuestro Reino de las Montañas? ¿Creéis que tendrá reparos en conspirar también aquí? Yo creo que no. ¿Pensáis que fue por accidente que os perdisteis en el bosque hace dos noches? Yo no. ¿Y os parece que vuestro gesto de ayer le agradó? Todo lo contrario. Lo que hagáis por el bien de vuestro pueblo, él lo ve como un complot para haceros con el poder. Así que rabia y masculla y decide que sois una amenaza mayor que antes. Debéis saber todo esto. Entonces ¿por qué os convertís en un blanco tan fácil aquí, donde podrían encontraros con tanta facilidad un cuchillo o una flecha, y sin testigos?
—No soy un blanco tan fácil —me desafió—. Tendría que ser un arquero excelente el que pudiera disparar una flecha con algo de puntería con este viento. En cuanto al cuchillo, bueno, yo también tengo uno. El que quisiera clavármelo tendría que acercarse al alcance de mi brazo.
Dio media vuelta y empezó a caminar de nuevo.
La seguí sin darme por vencido.
—¿Y en qué acabaría eso? Habríais matado a un hombre. Todo el castillo se llevaría las manos a la cabeza y Veraz castigaría a su guardia por permitir que corrierais peligro. ¿Y si el asesino manejara el cuchillo mejor que vos? ¿Qué consecuencias tendría para los Seis Ducados que ahora yo estuviera levantando vuestro cadáver de la nieve? —tragué saliva y añadí—: Mi reina.
Aminoró el paso, pero no bajó la barbilla cuando preguntó en voz baja:
—¿Qué consecuencias tendría para mí pasarme un día tras otro sentada en el castillo, ablandándome, ciega como un gusano? Traspié Hidalgo, no soy ninguna ficha de tablero para pasarme el tiempo quieta en mi sitio hasta que a algún jugador se le ocurra moverme. Soy… ¡nos está mirando un lobo!
—¿Dónde?
Señaló, pero él ya se había desvanecido como un remolino de nieve, dejando tan sólo el fantasma de una risa en mi mente. Un instante después, un cambio de dirección del viento acercó su olor a Librecoz. La mula resopló y tiró de su cuerda.
—¡No sabía que hubiera lobos tan cerca! —observó Kettricken.
—Sería un perro de la ciudad, milady. Alguna bestia callejera, lo más seguro, a la que el hambre habrá empujado a husmear entre los desperdicios. No hay nada que temer.
¿Eso crees? Tengo tanta hambre que me comería esa mula.
Vuelve y espera. Iré enseguida.
La ciudad no tira sus desperdicios por aquí. Además, el vertedero está lleno de gaviotas y apesta a sus excrementos. Y a otras cosas. La mula sabría dulce y tierna.
Que te vayas, te digo. Luego te llevo un poco de carne.
—¿Traspié Hidalgo?
Era Kettricken. Parecía preocupada.
Volví a mirarla a la cara.
—Lo siento, milady. Tenía la cabeza en las nubes.
—Entonces, ¿esa cara de enfado no es por mi culpa?
—No. Es otro el que me ha… contrariado esta mañana. Por vos me preocupo, no me enfado. ¿No queréis montar a Librecoz y dejar que os acompañe de vuelta al castillo?
—Quiero ver a Veraz.
—Mi reina, no se alegrará de veros sin previo aviso.
Suspiró y se encogió un poco en su capa. Apartó la mirada cuando preguntó, bajando la voz:
—¿Nunca has deseado pasar tu tiempo en presencia de alguien, Traspié, tanto si eres bien recibido como si no? ¿No puedes entender mi soledad…?
Sí que la entendía.
—Ser su Reina a la Espera, ser el sacrificio de Torre del Alce, sé que ése es mi deber. Pero hay otra parte de mí… soy mujer y esposa de ese hombre. Así lo juré, y estoy más que dispuesta a cumplir mi promesa. Pero rara vez viene a verme, y cuando lo hace, habla poco y se va enseguida. —Me dio la espalda. Las lágrimas centellearon de repente en sus pestañas. Se las enjugó y una nota de rabia tiñó su voz—. Una vez me hablaste de mi deber, de hacer lo que sólo una reina puede hacer por Torre del Alce. ¡Pues bien, no voy a quedarme embarazada si me paso las noches sola en mi cama!
—Alteza, milady, por favor-rogué.
Me sentí enrojecer.
No tuvo compasión de mí.
—Anoche me negué a esperar. Fui a su puerta. Pero el guardia afirmó que él no estaba. Que había ido a su torre. —Apartó los ojos de mí—. Hasta eso prefiere antes que meterse en mi cama.
Ni siquiera la amargura con que lo dijo pudo ocultar el dolor que escondían sus palabras.
Me encogí con las cosas que no quería saber. El frío de Kettricken sola en la cama. Veraz, dedicado a la Habilidad toda la noche. No sabía qué era peor. Me temblaba la voz cuando dije:
—No debéis contarme esas cosas, mi reina. Hablar de eso conmigo no es apropiado…
—Entonces déjame que vaya y hable con él. Él es el que tiene que escuchar esto, ya lo sé. ¡Y se lo voy a decir! Si no viene a verme impulsado por su corazón, que lo haga en honor de su deber.
Tiene sentido. Es ella la que tiene que parir si se espera que crezca la manada.
Mantente al margen. Vete a casa.
¡A casa!, ladró una risa burlona en mi mente. La manada es mi casa, no un lugar frío y abandonado. Escucha a la hembra. Tiene razón. Todos deberíamos seguir al que manda. Haces mal en preocuparte por esta loba. Caza bien, tiene buenos dientes y mata limpiamente. La vi ayer. Es digna del que manda.
No somos ninguna manada. Cierra la boca.
Si la tengo cerrada.
Por el rabillo del ojo percibí un movimiento fugaz. Me di la vuelta enseguida, pero no vi nada. Me giré de nuevo para encontrar a Kettricken aún callada ante mí. Pero presentía que la chispa de rabia que la alentaba estaba empañada por el dolor. Se le escapaba la confianza.
Hablé en voz baja en medio del viento.
—Por favor, señora, permitid que os acompañe de regreso a Torre del Alce.
No respondió, pero se envolvió el rostro con la capucha y la sujetó para ocultar casi todos sus rasgos. Luego se acercó a la mula, montó y soportó que yo condujera a la bestia de regreso a Torre del Alce. El paseo parecía más largo y frío a causa del silencio de Kettricken. No me enorgullecía de haberla disuadido. Para no pensar en ello, sondeé a mi alrededor con cuidado. No tardé mucho en encontrar a Lobezno. Nos seguía como una sombra, sorteando los árboles como el humo, parapetándose tras las rachas de viento y la nieve que caía. No podría jurar que llegué a verlo. Percibía sus movimientos por el rabillo del ojo, el viento me traía retazos de su esencia. Sabía utilizar sus instintos.
¿Crees que estoy listo para cazar?
No hasta que estés dispuesto a obedecer.
Imprimí severidad a mi respuesta.
¿Qué será de mí entonces cuando cace solo, tú que no tienes manada?
Estaba ofendido, y enfadado.
Nos aproximábamos a la muralla exterior de Torre del Alce. Me pregunté cómo habría conseguido salir de los terrenos del castillo sin cruzar ninguna puerta.
¿Quieres que te lo enseñe? Una ofrenda de paz.
A lo mejor luego. Cuando vaya con la carne. Sentí su asentimiento. Ya no nos seguía, sino que nos había adelantado corriendo y estaría en la cabaña cuando llegara yo. Los guardias de la puerta me cerraron el paso avergonzados. Me identifiqué oficialmente y el sargento tuvo la prudencia de no insistir en que identificara a la dama que me acompañaba. En el patio detuve a Librecoz para que la reina pudiera desmontar y le ofrecí mi mano. Mientras descendía sentí unos ojos clavados en mí. Me giré y vi a Molly. Cargaba con dos cubos de agua recién sacada del pozo. Estaba inmóvil, observándome, paralizada como una cierva deslumbrada. Sus ojos eran profundos, el rostro muy quieto. Cuando se dio la vuelta, su porte se había envarado. No volvió a dirigirnos la mirada mientras cruzaba el patio y se dirigía a la entrada de la cocina. Tuve un frío presentimiento. Entonces Kettricken me soltó la mano y se arropó aún más en su capa. Tampoco ella me miró; se limitó a decir en voz baja:
—Gracias, Traspié Hidalgo.
Se encaminó lentamente hacia la puerta.
Devolví a Librecoz al establo y me ocupé de ella. Manos se acercó y enarcó una ceja. Asentí y se fue a seguir con su trabajo. A veces pienso que eso era lo que me gustaba de Manos, su habilidad para no inmiscuirse en lo que no era de su incumbencia.
Reuní fuerzas para lo que iba a hacer a continuación. Me dirigí a la caseta de adiestramiento. Flotaba una fina columna de humo y un fuerte olor a carne y pelo quemados. Me dirigí hacia allí. Burrich estaba de pie junto al fuego, viéndolo arder. El viento y la nieve seguían esforzándose por sofocarlo, pero Burrich estaba decidido a que ardiera bien. Me observó de soslayo cuando aparecí, pero no miró directamente ni me dirigió la palabra. Sus ojos eran dos oquedades negras llenas de un sordo dolor. Éste se convertiría en rabia si me atrevía a hablar. Pero no había acudido por él. Saqué el cuchillo de mi cinturón y me corté un mechón de cabello de un dedo de longitud. Lo añadí a la pira y lo vi arder. Fosca. Una perra excelente. Me asaltó un recuerdo y lo expresé en voz alta.
—Ella estaba tendida a mi lado la primera vez que Regio me puso los ojos encima. Le lanzó un gruñido.
Burrich asintió a mis palabras transcurrido un momento. También él había estado allí. Me di la vuelta y me alejé despacio.
Mi siguiente parada fue la cocina, donde apañé un buen número de huesos cubiertos de carne, las sobras del banquete de luto del día anterior. No era carne fresca, pero había que conformarse. Lobezno tenía razón. Pronto tendría que dejarlo en libertad para que cazara por sus propios medios. Ver el sufrimiento de Burrich había renovado mi resolución. Fosca había tenido una vida longeva, para un can, pero aun así demasiado corta para el corazón de Burrich. Vincularse a cualquier animal equivalía a prometerse ese dolor en el futuro. Ya se me había roto demasiadas veces el corazón.
Seguía dándole vueltas a la manera más adecuada de hacerlo mientras me acercaba a la cabaña. Levanté la cabeza de golpe, recibiendo sólo la más breve de las precogniciones, y luego me asaltó todo su peso. Había salido corriendo, veloz como una flecha, volando sobre la nieve, para arrojar su peso contra el dorso de mis rodillas, empujándome de pasada. La fuerza de su impulso me lanzó de bruces sobre la nieve. Levanté la cabeza y me incorporé sobre los brazos cuando giró en redondo y cargó de nuevo en mi dirección. Levanté un brazo pero volvió a arrollarme, clavándome sus dientes afilados sin detenerse. ¡Te pillé, te pillé, te pillé! Júbilo exultante.
Cuando ya casi me había incorporado, volvió a golpearme, en pleno pecho. Levanté un antebrazo para protegerme la garganta, lo encaré y le agarré las fauces. Gruñó roncamente mientras me mordía jugando. Su ataque me hizo perder el equilibrio y me desplomé en la nieve. Esta vez lo tenía sujeto, abrazándolo contra mí, y rodamos una y otra vez. Me pellizcó con los dientes en diez sitios distintos, haciéndome daño a veces, y siempre: ¡Qué risa, qué risa, te he pillado, te pillé, te volví a pillar! ¡Toma, estás muerto, toma, te rompí la pata, toma, te estás desangrando! ¡Te pillé, te pillé, te pillé!
¡Basta! ¡Basta! Y al fin:
—¡Basta! —rugí.
Me soltó y se apartó de un brinco. Huyó volando sobre la nieve, haciendo cabriolas ridículas, hasta girar de un salto y lanzarse corriendo sobre mí. Levanté los brazos para protegerme el rostro, pero se limitó a coger la bolsa de huesos y salir disparado con ella, retándome a seguirlo. No podía permitir que ganara tan fácilmente. Así que salté tras él, le puse la zancadilla y agarré la bolsa, lo que degeneró en un combate de tirones. Me engañó soltándola de repente, mordiéndome el antebrazo con tanta fuerza que se me durmió la mano y haciéndose de nuevo con el trofeo. Volví a perseguirlo.
Te tengo. Le tiré de la cola. ¡Te pillé! Un rodillazo en el hombro y perdió el equilibrio. ¡Tengo los huesos! Y por un instante los tuve y me los llevé corriendo. Se abalanzó sobre mí con todo su peso, con las cuatro patas por delante, y me tiró boca abajo en la nieve, se hizo con la bolsa y desapareció otra vez.
No sé cuánto tiempo estuvimos jugando. Acabamos tumbándonos en la nieve para recuperar el aliento, jadeando juntos con dichoso agotamiento. La bolsa presentaba numerosos desgarrones, asomaban los huesos, y Lobezno cogió uno para zarandearlo y separarlo de los jirones de tela. Se concentró en él, cortando la carne y sujetando luego el hueso con las patas mientras sus mandíbulas reducían a astillas el nudoso cartílago. Extendí el brazo hacia la bolsa y tiré de un hueso, uno grueso con mucha carne y tuétano, y lo saqué.
Y de repente volví a ser un hombre. Como si despertara de un sueño, como si estallara una pompa de jabón. Lobezno atiesó las orejas y se volvió hacia mí como si hubiera dicho algo. Pero no era así. Simplemente había separado mi yo del suyo. De pronto hacía frío, se me había metido nieve en las botas, la cintura y el cuello. Tenía verdugones visibles en los antebrazos y las manos, allí donde sus dientes se habían clavado en mi carne. Se me había roto la capa en dos sitios. Y me sentía tan aturdido como si saliera de un sueño inducido por alguna droga.
¿Qué te pasa? Sincera preocupación. ¿Por qué te has ido?
No puedo hacer esto. No puedo estar así, contigo. Está mal.
Desconcierto. ¿Mal? Si lo puedes hacer, ¿cómo puede estar mal?
Soy un hombre, no un lobo.
A veces, admitió. Pero no tienes por qué serlo todo el rato.
Sí, debo. No quiero vincularme a ti de este modo. No podemos estar tan unidos. Tengo que dejarte en libertad, para que vivas la vida que te corresponde. Yo debo vivir la vida que me corresponde.
Un bufido de desdén, un destello de colmillos.
Ésta es tu vida, hermano. Somos lo que somos. ¿Cómo te atreves a juzgar qué vida es la que me ha tocado vivir, y más a amenazarme con obligarme a vivirla? Si ni siquiera puedes aceptar lo que eres. Niegas lo evidente. Sólo dices monsergas. Lo mismo podrías prohibirle a tu nariz que huela, o a tus orejas que oigan. Somos lo que somos. Hermano.
No bajé la guardia. No le di permiso. Pero invadió mi mente como el viento que irrumpe por una ventana abierta e inunda una sala.
La noche y la nieve. Carne entre nuestros dientes. Escucha, huélelo, ¡el mundo está vivo esta noche y nosotros también! ¡Podemos cazar hasta el amanecer, estamos vivos y la noche y el bosque nos pertenecen! Nuestra vista es aguda, nuestros dientes son fuertes, y podemos abatir un venado y comer hasta que salga el sol. ¡Ven! ¡Vuelve a lo que naciste para ser!
Volví en mí un momento después. Estaba erguido y temblaba de pies a cabeza. Levanté las manos y me las miré, y de pronto mi propia carne se me antojó extraña y limitadora, tan antinatural como las prendas que vestía. Podía irme. Podía marcharme, ahora, esta noche, y viajar lejos para encontrar a los nuestros, y nadie podría seguirnos jamás, mucho menos encontrarnos. Me ofrecía un mundo de negros y blancos, bañado por la luna, de comida y descanso, tan sencillo, tan completo. Me miraba a los ojos y los suyos, de un verde radiante, me invitaban.
Ven. Ven conmigo. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los hombres y sus ridículas confabulaciones? No hay un solo bocado de carne que sacar de sus riñas, no hay diversión en sus enfrentamientos, no saben lo que es entregarse al placer por el placer. ¿Por qué lo eliges? ¡Ven, vámonos!
Parpadeé. Tenía copos de nieve adheridos a las pestañas. Estaba de pie en la oscuridad, aterido y temblando. A poca distancia de mí, un lobo se levantó y sacudió su pelaje. Con la cola recta, las orejas tiesas, se me acercó y me frotó la pierna con la cabeza, mi mano fría con su hocico. Doblé una rodilla y lo abracé, sentí el calor de su piel en mis manos, la solidez de sus músculos y sus huesos. Olía bien, a limpio. A salvaje.
—Somos lo que somos, hermano. Buen provecho —le dije.
Le acaricié brevemente las orejas y me levanté. Me di la vuelta mientras él recogía la bolsa de huesos para esconderla en la guarida que había excavado debajo de la cabaña. Las luces de Torre del Alce casi me cegaban, pero me encaminé hacia ellas de todos modos. En ese preciso instante no hubiera sabido decir por qué. Pero lo hice.