Despierta la Reina
Oh, hay quienes prefieren la caza del jabalí
O aprestan sus flechas en busca de alces.
Mas mi amor cabalgaba con la reina Vulpina
Para así solventar nuestros malos lances.
No soñaba con la fama ese día,
Ni con el miedo a encontrar el dolor.
Ella anhelaba restañar el corazón de su pueblo,
Y tras sus pasos cabalgaba mi amor.
«La cacería de la reina Vulpina»
Todo el castillo madrugó al día siguiente. Se respiraba un aire enfervorizado, casi festivo, en el patio mientras la guardia personal de Veraz y hasta el último guerrero sin planes para ese día se preparaban para salir de caza. Los sabuesos ladraban inquietos mientras los perros de arrastre, con sus poderosas mandíbulas y sus fuertes torsos, resoplaban excitados y tensaban sus correas. Ya corrían las apuestas sobre qué cazador tendría más éxito. Los caballos arañaban la tierra, se comprobaban las cuerdas de los arcos y los pajes corrían como gallinas decapitadas de un lado para otro. En la cocina, la mitad del personal se atareaba preparando envoltorios de comida para los cazadores. Soldados jóvenes y viejos, hombres y mujeres, se pavoneaban y carcajeaban, alardeando de enfrentamientos pretéritos, comparando sus armas, caldeando los ánimos para la caza. Lo había visto mil veces, siempre antes de salir en busca de alces u osos. Pero esta vez percibía un nuevo matiz, el perfume de la sed de sangre en el aire. Escuchaba retazos de conversación, palabras que me preocupaban: «… sin piedad con esa escoria…», «… cobardes y traidores, atreverse a atacar a la reina…», «… lo pagarán caro. No merecen una muerte rápida…». Me refugié corriendo en la cocina, me abría paso en medio de una zona frenética como un hormiguero irritado. También allí escuché expresada la misma suerte de sentimientos, la misma sed de venganza.
Encontré a Veraz en su sala de mapas. Vi que se había bañado y cambiado de ropa ese día, pero la noche anterior lo cubría como una túnica sucia. Se había preparado para pasar el día encerrado con sus papeles. Llamé flojo a la puerta, aunque estaba entreabierta. Ocupaba una silla frente a la chimenea, de espaldas a mí. Asintió, pero no me dirigió la mirada cuando entré. A despecho de su inmovilidad, la atmósfera del cuarto estaba cargada, se fraguaba una tormenta. Una bandeja de desayuno reposaba encima de una mesa junto a su silla, ignorada. Me acerqué a él con discreción, casi seguro de que era su Habilidad lo que me había llamado. Cuando el silencio se prolongó me pregunté si sabría por qué el propio Veraz. A la larga me decidí a hablar.
—Mi príncipe. ¿No salís hoy a caballo con vuestros guardias? —aventuré.
Fue como si hubiese abierto la compuerta de una presa. Se volvió hacia mí; las líneas de su cara se habían pronunciado durante la noche. Se veía ojeroso, enfermo.
—No. No me atrevo. ¡Cómo podría aprobar que se dé caza a nuestro propio pueblo! Y aun así, ¿qué alternativa me queda? ¡Refugiarme deprimido entre los muros del castillo mientras los demás salen a vengar esta afrenta contra mi Reina a la Espera! No se me ocurriría prohibir a mis hombres que sofrenen su honor. Así que tengo que hacer como si no supiera lo que ocurre en el patio. Como si fuese un cretino, un holgazán o un cobarde. Se escribirá una balada sobre este día, no lo dudo. ¿Cómo van a titularla? ¿«Veraz masacra a los tontos»? ¿O «La reina Kettricken sacrifica a los forjados»?
Alzaba la voz a cada palabra y, antes de que hubiera terminado de hablar, me acerqué a la puerta y la cerré con firmeza. Miré a mi alrededor en la habitación mientras él despotricaba, preguntándome quién más aparte de mí estaría escuchando aquellas palabras.
—¿Habéis conseguido dormir, mi príncipe? —pregunté cuando hubo perdido fuelle.
Sonrió sin una pizca de humorismo.
—Bueno, ya sabes qué fue lo que frustró mi primer intento de descanso. El segundo fue menos… simpático. Se presentó mi señora en el cuarto.
Sentí que me ardían las orejas. Sin importar lo que estuviera a punto de decirme, no quería oírlo. No deseaba saber qué había ocurrido entre ellos la noche anterior. Disputa o reconciliación, no quería tener nada que ver con ello. Veraz no se apiadó de mí.
—No vino llorando, como podría haberme imaginado. Ni en busca de consuelo. Ni para refugiarse de los terrores nocturnos o recuperar mi aprecio. No, vino firme como una espada, como un sargento amonestado. Se quedó firme al pie de mi cama y me pidió perdón por sus delitos. Más blanca que la tiza y dura como un roble… —Se le perdió la voz, como si comprendiera que se estaba delatando—. Ella previo esta batida de represalia, no yo. Acudió a mí en plena noche, preguntándome qué debíamos hacer. No supe qué responder, como no lo sé aún…
—Al menos anticipó esto —aventuré, con la esperanza de reparar su enfado con Kettricken.
—Y yo no —dijo con fuerza—. Ella sí. Hidalgo también lo habría anticipado. Oh, Hidalgo habría sabido que ocurriría desde el mismo momento de su desaparición y habría trazado todo tipo de planes de contingencia. Pero yo no. Yo sólo podía pensar en que volviera pronto a casa y esperar que se enterara cuanta menos gente mejor. ¡Como si eso fuese posible! Así que hoy me digo que si alguna vez llega a descansar la corona sobre mi frente, descansará en un lugar indigno.
Era aquél un príncipe Veraz desconocido para mí, un hombre cuya confianza en sí mismo hacía aguas. Por fin supe ver cuan mala pareja hacían Kettricken y él. No era culpa de ella. Era fuerte, criada para gobernar. Veraz se decía a menudo que había crecido para ser siempre el hijo segundo. La mujer adecuada para él sería la que le proporcionara la estabilidad de un ancla, la que le ayudara a recuperar su naturaleza real. Una mujer que hubiera corrido llorando a su cama para dejarse abrazar y tranquilizar le habría permitido sentirse hombre y digno monarca. La disciplina y el autocontrol de Kettricken conseguían hacerlo dudar de su propia fuerza. Mi príncipe era humano, comprendí de repente. No era una idea tranquilizadora.
—Deberías salir al menos y dirigirles unas palabras.
—¿Y decirles qué? ¿«Buena caza»? No. Pero vete, muchacho. Ve, observa e infórmame luego de lo que ocurra. Vete enseguida. Y cierra la puerta. No quiero ver a nadie más hasta que regreses con el informe de lo sucedido.
Me di la vuelta e hice lo que me ordenaba. Cuando salí del Gran Salón y bajaba por el pasillo que desembocaba en el patio, me encontré con Regio. Rara vez se levantaba tan temprano, y parecía que el madrugón de ese día no hubiera sido idea suya. Se había vestido y arreglado el pelo con pulcritud, pero se echaban de menos las pequeñas pinceladas de acicalamiento: nada de pendientes, nada de pañuelos de seda anudados al cuello, y su única pieza de bisutería era su anillo de sello. Se había peinado, pero no se había perfumado el cabello ni se había hecho los rizos. Y tenía los ojos enramados de rojo. Lo poseía la furia. Cuando intenté adelantarlo me agarró y tiró de mí para encararme con él. Al menos ésa era su intención. No me resistí, me limité a relajar los músculos y descubrí, para mi asombro y alegría, que era incapaz de moverme. Se giró él para encararse conmigo, con los ojos encendidos, y se dio cuenta de que debía alzar la barbilla, siquiera un ápice, para mirarme a los ojos. Yo había crecido y había ganado peso. Lo sabía, pero nunca había considerado aquel delicioso efecto secundario. Reprimí la sonrisa que quería aflorar a mis labios, aunque debió de reflejarse en mis ojos. Me propinó un violento empujón y permití que me balanceara. Un poco.
—¿Dónde está Veraz? —rugió.
—¿Mi príncipe? —pregunté, como si no entendiese lo que quería saber.
—¿Dónde está mi hermano? Esa condenada esposa suya… —Se interrumpió, atragantado por la ira—. ¿Dónde suele estar mi hermano a esta hora del día? —consiguió decir al final.
No mentí.
—A veces sube temprano a su torre. O estará desayunando, supongo. O en los baños… —ofrecí.
—Inútil bastardo.
Regio prescindió de mí y giró sobre sus talones para avanzar a largas zancadas en dirección a la torre. Esperé que disfrutara de la subida. En cuanto se hubo perdido de vista emprendí la carrera para no malgastar el tiempo precioso que había conseguido.
Al instante de entrar en el patio vi qué había suscitado la furia de Regio. Kettricken estaba de pie en lo alto de una carreta y todas las miradas estaban puestas en ella. Vestía la misma ropa de la noche anterior. A la luz del día, vi la rociada de sangre que le ensuciaba la manga de su chaqueta de pelo blanco y una enorme mancha que se había incrustado en sus pantalones morados. Se había puesto las botas y el sombrero, estaba lista para montar. Llevaba una espada colgada sobre la cadera. Me sentí desfallecer. ¿Cómo era capaz? Miré en rededor, preguntándome qué estaría diciendo. Todos los rostros estaban vueltos hacia ella, con los ojos muy abiertos. Mi aparición había coincidido con un momento de absoluto silencio. Hasta el último hombre y mujer parecía estar conteniendo el aliento, aguardando sus próximas palabras. Cuando éstas llegaron, lo hicieron en alas de una voz serena, templada, mas el mutismo de la muchedumbre era tal que aquella voz inundó el frío aire.
—Esto no es una cacería, os digo —repitió ceremoniosamente Kettricken—. Prescindid de chanzas y alardes. Despojaos de toda joya e insignia. Infundid solemnidad a vuestros corazones y pensad en lo que vamos a hacer.
Sus palabras seguían estando marcadas por el acento de las montañas, pero una fría parte de mi mente observó cuan cuidadosamente seleccionada era cada una de ellas, cuan equilibrada cada frase.
—No vamos de caza, sino a reclamar nuestras bajas. Vamos a dar descanso a aquellos que nos han arrebatado los corsarios de la Vela Roja. Los corsarios han robado los corazones de los forjados y han dejado sus cuerpos para que nos castiguen. Aun así, quienes abatamos hoy serán hijos de los Seis Ducados. Nuestros hijos. Soldados, os pido que hoy no malgastéis una sola flecha, que no desciendan vuestras espadas salvo para matar limpiamente. Sé que estáis capacitados para conseguirlo. Ya hemos sufrido bastante. Que cada muerte en el día de hoy sea tan breve y piadosa como podamos, por nuestro propio bien. Apretemos los dientes y acabemos con esta infección, con la misma resolución y pesar que podríamos amputar nuestro propio cuerpo. Pues eso es lo que vamos a hacer. No se trata de venganza, pueblo mío, sino de cirugía, el umbral de la curación. Haced ahora lo que os digo.
Permaneció inmóvil unos minutos, contemplándonos a todos. Como si fuera en un sueño, la gente empezó a moverse. Los cazadores se desprendieron de plumas y cintas, quitaron los emblemas y la pedrería de sus ropas y se lo entregaron todo a sus pajes. El ambiente de jolgorio y exultación se había evaporado. Kettricken había anulado esa protección, había obligado a todos a considerar realmente lo que estaban a punto de hacer. A nadie le agradaba la idea. Todo el mundo permaneció en su sitio, a la espera de sus próximas palabras. Kettricken mantenía su silencio y quietud absolutos, por lo que todos los ojos se vieron atraídos de nuevo hacia ella. Cuando hubo acaparado la atención general, volvió a hablar.
—Bien —nos alabó con voz queda—. Y ahora escuchad con atención mis palabras. Quiero literas tiradas por caballos, o carros… lo que consideren más adecuado los encargados de los establos. Mullidlos con paja. Ninguno de nuestros cadáveres será abandonado para que sirva de alimento a los zorros o lo picoteen los cuervos. Serán devueltos aquí, se tomará nota de sus nombres si se conocen y serán preparados para la pira que es el honor de los caídos en combate. Si se les conoce familia y ésta vive cerca, será invitada a los funerales. A quienes vivan lejos se les hará llegar la noticia, junto a los debidos honores de quienes han perdido a sus seres queridos en la batalla. —Las lágrimas corrían incontenibles, ignoradas, por sus mejillas. Atrapaban la temprana luz invernal como diamantes. Se le endureció la voz cuando se giró para impartir órdenes a otro grupo—. ¡Mis cocineros y siervos! Disponed todas las mesas del Gran Salón y organizad un banquete de luto. Dejad en el Salón Menor agua, hierbas y ropa limpia con las que preparar los cadáveres de los nuestros para su incineración. Los demás, abandonad vuestras tareas habituales. Traed madera y levantad una pira. Volveremos para quemar y llorar a nuestros muertos. —Miró a su alrededor, a los ojos de todos. Su expresión se tornó más decidida. Desenvainó la espada de su cinto y la alzó para expresar un juramento—. ¡Cuando hayan terminado nuestros lamentos nos prepararemos para vengarlos! ¡Los que han asesinado a nuestro pueblo conocerán nuestra ira! —Bajó la espada despacio y volvió a envainarla limpiamente. Nos dirigió de nuevo su mirada imperiosa—. ¡Y ahora ensillad, pueblo mío!
Se me había puesto el vello de punta. A mi alrededor, hombres y mujeres subían a sus caballos y empezó a formarse la cacería. Con un sentido de la oportunidad impecable, Burrich apareció de repente junto a la carreta, con Paso Suave ensillada y esperando a su amazona. Me pregunté dónde había conseguido los arneses negros y rojos, los colores del luto y la venganza. Me pregunté si lo habría encargado ella, o si sencillamente él lo sabía. Kettricken descendió del pescante, subió a lomos de su montura y se acomodó en la silla, y Paso Suave se mantuvo firme pese a la bisoñez de su jinete. Levantó una mano, la que empuñaba su espada. La batida de caza se aprestó a seguirla.
—¡Detenla! —siseó Regio a mi espalda y giré para encontrarlo junto a Veraz, ignorados por el gentío.
—¡No! —me atreví a exhalar—. ¿Es que no lo sientes? No lo estropees. Les ha devuelto algo a todos. No sé qué es, pero es algo que hacía mucho tiempo que extrañaban.
—Es orgullo —dijo Veraz, con voz ronca—. Lo que todos hemos echado de menos, y yo más que nadie. Ahí cabalga una reina —continuó con un tinte de asombro.
¿Había además una sombra de envidia? Giró despacio sobre sus talones y regresó discretamente al castillo. A nuestra espalda crecía el murmullo de voces y todos se aprestaban a hacer lo que ella les había pedido. Caminé tras los pasos de Veraz, sobrecogido por lo que había presenciado. Regio me hizo a un lado para saltar delante de Veraz y encararse con él. Temblaba de rabia. Mi príncipe se detuvo.
—¿Cómo has podido permitir que ocurra esto? ¿Es que no tienes ningún control sobre esa mujer? ¡Se burla de todos nosotros! ¡Quién se cree que es para darnos órdenes y sacar una guardia armada del castillo! ¡Quién se cree que es para decretar todo esto con tanta desfachatez!
La voz de Regio crepitaba de furia.
—Es mi esposa —respondió suavemente Veraz—. Y tu Reina a la Espera. La que tú elegiste. Padre me aseguró que escogerías una mujer digna de ser reina. Me parece que escogiste mejor de lo que pensabas.
—¿Tu esposa? ¡Tu perdición, asno! ¡Socava tu autoridad, te degüella mientras duermes! ¡Les roba sus corazones, se forja su propio nombre! ¿Es que no te das cuenta, mentecato? ¡A ti te dará igual que esa zorra de las montañas se apropie de la corona, pero a mí no!
Me di la vuelta enseguida y me agaché para atarme los cordones y no tener que ser testigo de cómo golpeaba el príncipe Veraz al príncipe Regio. Oí algo muy parecido al chasquido de una mano abierta estrellada contra la cara de un hombre, y un grito contenido de furia. Cuando volví a mirar, Veraz permanecía igual de sereno que antes, mientras Regio se encorvaba cubriéndose la nariz y la boca con una mano.
—El Rey a la Espera Veraz no tolerará insultos contra la Reina a la Espera Kettricken. Ni contra él. Dije que mi señora ha reavivado el orgullo en nuestros soldados. Es posible que haya reavivado el mío también.
Veraz parecía sorprendido mientras consideraba sus palabras.
—¡El rey se enterará de esto! —Regio apartó la mano de su rostro y miró perplejo la sangre que la bañaba. La levantó, trémula, para enseñársela a Veraz—. ¡Mi padre verá esta sangre que has derramado! —gimoteó, y se atragantó con la sangre que manaba de su nariz.
Se inclinó ligeramente hacia delante y apartó la mano ensangrentada para no mancharse la ropa.
—¿Qué? ¿Piensas quedarte sangrando hasta esta tarde, cuando se levante nuestro padre? ¡Si lo consigues, ven y enséñamela también a mí! —Dirigiéndose a mí—: ¡Traspié! ¿No tienes nada mejor que hacer que quedarte ahí con la boca abierta? Largo de aquí. ¡Vigila que las órdenes de mi señora se cumplan al pie de la letra!
Veraz se perdió en el pasillo. Me apresuré a obedecer y alejarme del alcance de Regio. Tras nosotros, pataleaba y maldecía como un niño con una rabieta. Ninguno de los dos nos volvimos, pero al menos yo esperaba que ningún sirviente se hubiera fijado en la escena.
Fue un día largo y peculiar en el castillo. Veraz visitó los aposentos del rey Artimañas y luego se encerró en su sala de mapas. No sé lo que hizo Regio. Todo el mundo se volcó en la tarea de cumplir con la voluntad de Kettricken, pero casi en silencio, cuchicheando quedamente entre sí mientras preparaban un salón para el banquete y otro para los cadáveres. Percibí un cambio sustancial. Aquellas mujeres que más fidelidad habían mostrado a la reina eran atendidas ahora como si fuesen sombras de Kettricken. Y las damas nobles de repente no sentían reparos en presentarse en el Salón Menor para supervisar los preparativos del agua perfumada y la disposición de toallas y sábanas. Incluso yo ayudé a recoger leña para la pira solicitada.
La partida de caza regresó al final de la tarde. Volvieron en silencio, escoltando solemnemente las carretas. Kettricken cabalgaba al frente de la comitiva. Parecía cansada, y helada de un modo que nada tenía que ver con el frío. Quise acercarme a ella, pero no privé a Burrich del privilegio de acudir a la cabeza de su caballo y ayudarla a desmontar. Había sangre fresca en sus botas y en los hombros de Paso Suave. No había ordenado a sus soldados nada que no estuviera dispuesta a hacer ella misma. Con una orden serena, Kettricken indicó a sus guardias que se lavaran, se atusaran el cabello y las barbas y regresaran vestidos con ropa limpia al salón. Cuando Burrich se llevó a Paso Suave, Kettricken se quedó sola un instante. Emanaba de ella una tristeza más gris que nada que yo hubiera sentido jamás. Estaba cansada. Tremendamente cansada.
Me arrimé a ella con discreción.
—Si necesitáis alguna cosa, alteza —dije en voz baja.
No se dio la vuelta.
—Debo hacer esto yo sola. Pero quédate cerca por si te necesito —hablaba con voz tan queda que estaba seguro de que sólo yo escuché sus palabras. Luego emprendió la marcha y las gentes del castillo le abrieron paso. Las cabezas asentían ante su solemne reconocimiento. Recorrió las cocinas en silencio, aprobando la comida que vio lista, y luego se paseó por el Gran Salón, mostrando de nuevo su aprobación por todos los preparativos. En el Salón Menor se detuvo y se quitó su gorra de lana de vivos colores y su chaqueta para revelar debajo una sencilla camisa de lino morado. Entregó la gorra y la chaqueta a un paje, que pareció abrumado por tal honor. Se acercó a la cabeza de una de las mesas y empezó a remangarse. Cesó toda la actividad de la estancia cuando las cabezas se giraron para observarla. Se enfrentó a nuestros atónitos ojos—. Traed a nuestros muertos —dijo simplemente.
Metieron los lastimosos cadáveres, un desolador torrente de ellos. No los conté todos. Eran más de los que esperaba, más de los que nos habían hecho creer los informes de Veraz. Seguí los pasos de Kettricken y transporté la palangana de perfumada agua templada mientras ella visitaba un cuerpo tras otro, y lavaba cada rostro demacrado y cerraba para siempre todos aquellos ojos atormentados. Tras nosotros vinieron más, una procesión temblorosa mientras cada cuerpo era desnudado con mimo, bañado de pies a cabeza, peinado y vestido con ropas limpias. Llegado un momento reparé en la presencia de Veraz que, acompañado de un joven escribano, recorría las hileras de cadáveres tomando nota de los nombres de aquellos pocos aún reconocibles, redactando una breve descripción de los demás.
Uno de los nombres se lo di yo mismo. Retinto. Lo último que habíamos sabido Molly y yo de ese niño de la calle era que había llegado a aprendiz de titiritero. Había terminado sus días siendo poco más que una marioneta. Su risa se había apagado para siempre. De pequeños hacíamos recados juntos para ganarnos un par de peniques. Estuvo a mi lado la primera vez que me emborraché hasta vomitar, riéndose hasta que su propio estómago lo traicionó. Había escondido el pescado podrido bajo los caballetes de la mesa de un tabernero que nos había llamado ladrones. Sólo yo recordaría ahora los días que habíamos compartido. De repente me sentí menos real. La forja me había arrebatado parte de mi pasado.
Cuando terminamos y me quedé callado contemplando las mesas cubiertas de cadáveres, Veraz se adelantó para leer su lista en voz alta en medio del silencio. Los nombres eran pocos, pero no omitió a los desconocidos.
—Un joven varón, barba reciente, pelo negro, con las manos marcadas por el oficio de la pesca… —dijo de uno, y de otra—: Mujer, pelo rizado y linda, tatuada con la insignia del gremio de titiriteros.
Escuchamos la letanía de aquellos a los que habíamos perdido, y si hubo alguien que no lloró, tendría el corazón de piedra. Como uno solo, cargamos con nuestros difuntos y los llevamos a la pira funeraria para tenderlos con cuidado en su última cama. Veraz en persona acercó la tea, pero se la entregó a la reina, que aguardaba junto a la pira. Cuando prendió fuego a las ramas de pino embreado, Kettricken clamó a los cielos oscuros:
—¡No seréis olvidados!
Todos coreamos su grito. Filo, el viejo sargento, se había situado junto a la pira con unas tijeras para cortar a cada soldado un mechón de cabello, símbolo de duelo por los camaradas caídos. Veraz se sumó a la cola y Kettricken detrás de él, para ofrendar uno de sus pálidos rizos.
Nunca había experimentado una noche parecida a aquélla. Casi toda la ciudad de Torre del Alce había subido al castillo. Se les había permitido el paso sin hacer preguntas. Todos siguieron el ejemplo de la reina y velaron la pira hasta que ésta se hubo reducido a un montón de cenizas y huesos. Luego se llenaron el Gran Salón y el Salón Menor, y se dispusieron planchas de madera a modo de mesas en el patio para los que no cabían dentro. Se sacaron cubas de alcohol y un destacamento de pan, carne asada y otras viandas que ni siquiera imaginaba que tuviéramos en Torre del Alce. Más adelante descubriría que gran parte del banquete procedía de la ciudad, que lo había ofrecido sin que nadie se lo pidiera.
El rey bajó, como no había hecho en semanas, para ocupar su trono ante la mesa oficial y presidir la reunión. También el bufón acudió, para situarse a un lado y detrás de su silla y aceptar de su plato todo lo que tuviera a bien ofrecerle Artimañas. Pero esa noche no procuró diversión para el rey; su palabrería de bufón no hizo acto de presencia, y aun los cascabeles de sus mangas y su gorro habían sido atados con un jirón de tela para enmudecerlos. Nuestras miradas se encontraron una sola vez aquella noche, pero para mí su expresión no transmitía ningún mensaje discernible. A la diestra del rey estaba Veraz, a su izquierda Kettricken. Regio también estaba allí, claro, ataviado con un traje negro tan suntuoso que sólo el color denotaba algún tipo de luto. Tenía el ceño fruncido, estaba malhumorado y sólo bebía, y supongo que para algunos su taciturno silencio pasaría por una señal de duelo. Yo podía sentir la rabia que hervía en su interior y sabía que alguien, algún día, pagaría por lo que consideraba un agravio. Incluso Paciencia acudió; su aparición era tan extraordinaria como la del rey, y percibí la unidad de propósito que ofrecíamos.
El rey apenas si probó bocado. Esperó a que los ocupantes de la Alta Mesa se hubieran hartado antes de levantarse para hablar. Durante su discurso, los juglares repetían sus palabras en las mesas inferiores, y en el Salón Menor, y aun fuera en el patio. Hizo una breve mención a los que habíamos perdido a manos de los corsarios. No dijo nada de la Forja, ni de la caza y muerte de los forjados que se había llevado a cabo ese día. Habló en cambio como si acabaran de morir luchando contra las Velas Rojas, y sólo dijo que debíamos recordarlos. Luego, alegando fatiga y pesar, abandonó la mesa para regresar a sus aposentos.
Veraz se levantó a continuación. Hizo poco más que repetir las anteriores palabras de Kettricken, que ahora era momento de llorar, pero que cuando acabara nuestro luto deberíamos preparar nuestra venganza. Le faltó el fuego y el apasionamiento del discurso previo de Kettricken, pero sentí cómo respondía toda la mesa a sus palabras. La gente asentía y empezó a hablar entre sí, mientras Regio rabiaba mudo en su asiento. Veraz y Kettricken se levantaron de la mesa tarde esa noche, ella cogida de su brazo, y se aseguraron de que todos vieran cómo se retiraban a la par. Regio se quedó, bebiendo y rezongando para sí. Yo me escabullí poco después de la marcha de Veraz y Kettricken, en busca de mi cama.
No me esforcé por dormir, sino que me quedé tumbado en la cama contemplando el fuego. Cuando la puerta secreta se abrió, me levanté de inmediato para subir a los aposentos de Chade. Lo encontré preso de una emoción contagiosa. Había incluso una tonalidad sonrosada alrededor de los hoyuelos que le marcaban las mejillas. Tenía el pelo gris alborotado, los ojos verdes brillantes como gemas. Estaba paseándose por su habitación, y cuando entré me atrapó literalmente en un brusco abrazo. Se apartó y soltó la risa al reparar en mi desconcierto.
—¡Ha nacido para gobernar! ¡Nació para eso y no sé cómo por fin ha despertado a su destino! ¡No podría haber sucedido en mejor momento! ¡Podría salvarnos a todos!
Su regocijo y exultación resultaban terribles.
—No sé cuántas personas han muerto hoy —lo reprendí.
—¡Ah! ¡Pero no en vano! ¡Por lo menos no en vano! No han sido muertes inútiles, Traspié Hidalgo. ¡Por El y Eda, qué instinto y qué gracia tiene Kettricken! No lo esperaba de ella. Ojalá aún viviera tu padre, muchacho, y estuviera emparejado con ella en el trono. Esa pareja tendría el mundo entero en sus manos.
Dio otro sorbo de vino y reanudó el deambular por su cuarto. Nunca lo había visto así de alborozado. Una cesta cubierta descansaba a mano encima de la mesa, y su contenido había sido ordenado sobre un mantel. Vino, queso, salchichas, encurtidos y pan. De modo que aun en su torre Chade compartía el banquete fúnebre. Sisa la comadreja asomó la cabeza al otro lado de la mesa para observarme por encima de la comida con ojos codiciosos. La voz de Chade me sacó de mi ensimismamiento.
—Comparte muchas de las cualidades que tenía Hidalgo. El instinto para escoger la mejor oportunidad y sacar ventaja de ella. Ha cogido una situación tan inevitable como abominable para convertir en elevada tragedia lo que en otras manos podría haber sido una simple carnicería. ¡Muchacho, tenemos una reina, una reina en Torre del Alce!
Me sentía ligeramente repugnado por su alegría. Y, por un instante, engañado. Dubitativo, pregunté:
—¿De verdad piensas que la reina hizo lo que hizo para aparentar? ¿Que todo ha sido un calculado movimiento político?
Se paró de golpe y consideró brevemente.
—No. No, Traspié Hidalgo. Creo que hizo lo que le dictaba su corazón. Pero eso no altera la brillantez de su estrategia. Ah, piensas que soy un desalmado. Cruel en mi ignorancia. Lo cierto es que lo sé demasiado bien. Sé mucho mejor que tú lo que significa este día para nosotros. Sé que hoy han muerto personas. Sé incluso que seis de nuestros soldados sufrieron heridas, de poca importancia en su mayoría, en la empresa de hoy. Te puedo decir cuántos forjados han caído, y en el plazo de un día espero conocer casi todos sus nombres. Nombres que ya he recopilado e incluido en los almanaques que recogen todo lo que nos han hecho los Corsarios de la Vela Roja. Seré yo, muchacho, el que se ocupe de que se entreguen las bolsas de oro a los familiares supervivientes. Esas familias sabrán que el rey considera a sus difuntos como iguales de sus soldados caídos en la batalla contra los corsarios, y que les solicita su ayuda para vengarlos. Redactar esas cartas no será tarea agradable, Traspié, pero las redactaré igualmente, con la misma letra de Veraz, para que las firme Artimañas. ¿O es que pensabas que lo único que hago por mi rey es matar?
—Disculpa. Es que parecías tan contento cuando llegué… —empecé a decir.
—¡Y estoy contento! Como deberías estarlo tú. Navegábamos a la deriva, a merced de las olas y el viento. Y ahora viene una mujer para empuñar el timón y señalarnos el rumbo. ¡Me gusta ese rumbo! Como les gustará a todos los habitantes del reino que llevan años hartos de vivir de rodillas. ¡Vamos a levantarnos, muchacho, a levantarnos y pelear!
Vi entonces cómo radicaba su euforia en un sustrato de rabia y pesar. Recordé su expresión la primera vez que viajamos a la ciudad de Forja aquel día aciago y vimos lo que habían hecho los corsarios con nuestra gente. Me dijo entonces que aprendería a preocuparme por ellos, que lo llevaba en la sangre. Sentí entonces lo apropiado de su alegría y cogí un vaso para unirme a su celebración. Brindamos por nuestra reina. Luego Chade se tranquilizó un tanto y divulgó la razón de su llamada. El rey, el propio Artimañas, había vuelto a repetir su orden de que yo debía vigilar a Kettricken.
—Era algo que pensaba comentarte, cómo ahora Artimañas repite una orden ya dada o algún comentario ya hecho.
—Estoy bien al corriente de eso, Traspié. Lo que pueda hacerse, se hará. Pero ya hablaremos de la salud del rey en otro momento. Por ahora, te aseguro que su repetición no obedecía al desvarío de una mente enferma. No. El rey ha vuelto a expresar sus deseos hoy mientras se preparaba para bajar a cenar. Lo repite para asegurarse de que redobles tus esfuerzos. Ve, igual que yo, que al alentar a la gente para que la siga, la reina se pone en grave peligro. Aunque no lo dijo con tanta franqueza. Vela por su seguridad.
—Regio —bufé.
—¿El príncipe Regio? —inquirió Chade.
—Es él al que hay que temer, sobre todo ahora que la reina ocupa un puesto de poder.
—Yo no he dicho nada por el estilo. Y tú tampoco deberías hacerlo —observó Chade en voz baja.
Sus palabras sonaban serenas pero su expresión era de severidad.
—¿Por qué no? —lo reté—. ¿Por qué no podemos hablar claro entre nosotros aunque sólo sea una vez?
—Entre nosotros podríamos hacerlo si estuviéramos solos y nos concerniera nada más que a ti y a mí. Pero no es ése el caso. Somos Hombres del Rey, y los Hombres del Rey no albergan sentimientos de traición, mucho menos…
Oímos un ruido y Sisa vomitó. Encima de la mesa, al lado de la cesta de comida. Resopló, regándolo todo de motas húmedas.
—¡Desgraciada tragona! Te has atragantado, ¿a que sí? —fue la despreocupada reprimenda de Chade.
Encontré un trapo para limpiar el estropicio. Pero cuando llegué de nuevo a la mesa, Sisa estaba tendida de costado, jadeando, mientras Chade removía el vómito con un palillo. Casi vomito yo también. Despreció mi trapo, levantó a Sisa y me entregó la temblorosa criatura.
—Tranquilízala y haz que beba un poco de agua —me instruyó con brusquedad—. Venga, vieja, ve con Traspié, que él te cuida.
Eso le dijo a la comadreja.
Me acerqué con ella a la chimenea, donde enseguida me vomitó toda la camisa. De cerca, el olor era nauseabundo. Cuando la solté y me quité la prenda, percibí una esencia escondida, más amarga incluso que el vómito. No había abierto aún la boca para comentárselo a Chade cuando éste confirmó mis sospechas.
—Hojas de varta. Muy machacadas. Las especias del embutido camuflarían bien el sabor. Esperemos que el vino no estuviera envenenado también, o podemos darnos por muertos los dos.
Hasta el último cabello de mi cabeza se erizó del espanto. Chade vio cómo me quedaba petrificado y pasó a mi lado para recoger a Sisa. Le ofreció un platillo con agua y pareció complacido cuando el animal la cató.
—Creo que sobrevivirá. La muy cochina se llenó la boca y la saboreó mejor de lo que hubiera podido ninguna persona. Le revolvió el estómago. Lo de la mesa parece masticado, pero no digerido. Me parece que fue el sabor lo que la hizo vomitar, no el veneno.
—Eso espero —dije con un hilo de voz.
Tenía los nervios crispados a la espera de una advertencia interna. ¿Me habían envenenado? ¿Sentía mareos, náusea, sueño? ¿Tenía la boca pastosa, seca, salivaba profusamente? Empecé a sudar y a temblar. Otra vez no.
—Para —dijo Chade—. Siéntate. Bebe un poco de agua. Te lo estás haciendo tú solo, Traspié. Esa botella estaba bien cerrada con un corcho viejo. Si han puesto veneno en el vino, sería hace muchos años. Conozco a pocas personas con la paciencia necesaria para adulterar una botella de vino y dejar que macere. Creo que no nos pasará nada.
Inhalé con dificultad.
—A pesar de alguien. ¿Quién te trajo la comida?
Chade soltó un bufido.
—La preparé yo, como siempre. Pero lo que hay en esa mesa lo saqué de una cesta destinada a lady Tomillo. De vez en cuando la gente intenta merecerse su favor, pues se rumorea que cuenta con el afecto del rey. Nunca pensé que mi alias secreto pudiera convertirse en el objetivo de un atentado.
—Regio —volví a decir—. Ya te dije que cree que ella es la envenenadora del rey. ¿Cómo has podido ser tan descuidado? ¡Sabes que responsabiliza a lady Tomillo de la muerte de su madre! ¿Vamos a ser tan educados de permitir que nos mate a todos? No se detendrá hasta hacerse con el trono.
—¡Y yo te repito que no quiero oír hablar de traición! —Chade casi gritó las palabras. Se acomodó en su silla y acunó a Sisa en su regazo. El animalito se sentó, se atusó los bigotes y se ovilló de nuevo lista para dormir. Observé la pálida mano de Chade, los prominentes tendones, la piel fina como el papel, mientras acariciaba a su mascota. Sólo tenía ojos para la comadreja. Habló de nuevo con más calma transcurrido un momento—. Creo que nuestro rey tiene razón. Todos deberíamos redoblar nuestra cautela. Y no sólo por Kettricken. Ni por nosotros. —Sus ojos torturados buscaron los míos—. Cuida de tus mujeres, muchacho. Ni la inocencia ni la ignorancia son un escudo eficaz contra la obra de esta noche. Paciencia, Molly, incluso Cordonia. Encuentra la manera, siempre con sutileza, de alertar también a Burrich. —Suspiró y preguntó al aire—: ¿Es que no tenemos suficientes enemigos fuera de nuestras murallas?
—Más que de sobra —le aseguré.
Pero no volví a mencionar a Regio.
Sacudió la cabeza.
—Mala manera de empezar un viaje.
—¿Un viaje? ¿Tú? —Me costaba creerlo. Chade nunca salía del castillo. O casi nunca—. ¿Adonde?
—Donde me necesitan. Ahora creo que me necesitan casi tanto aquí. —Negó con la cabeza para sí—. Cuídate mientras estoy fuera, muchacho. No estaré aquí para protegerte.
Y eso fue todo cuanto quiso decirme.
Cuando lo dejé seguía contemplando el fuego, cobijando a Sisa entre las manos. Bajé las escaleras con las piernas de gelatina. El atentado contra Chade me había sobrecogido más que nada en mi vida. Ni siquiera el secreto de su existencia había sido suficiente para protegerlo. Y había más objetivos, más vulnerables, igual de próximos a mi corazón.
Maldije la bravuconería que me había empujado a demostrar esa tarde a Regio cuánto más fuerte me había vuelto. Había sido un estúpido al tentarlo a atacarme; debería haberme imaginado que encontraría un blanco menos evidente. Me apresuré a ponerme ropa limpia en mi cuarto. Luego salí de la habitación, subí las escaleras y me dirigí al dormitorio de Molly. Llamé a la puerta con suavidad.
No hubo respuesta. No llamé más fuerte. Faltaban un par de horas para que amaneciera; casi todo el castillo estaba agotado, acostado. No obstante, no me apetecía despertar a la persona equivocada para que me viera frente a la puerta de Molly. Pero tenía que saber cómo estaba.
La puerta tenía cerrojo, pero era sencillo. Lo descorrí en cuestión de segundos y tomé nota para mí de que debería tener uno mejor antes de mañana por la noche. Silencioso como una sombra, entré en su cuarto y cerré la puerta a mi paso.
Agonizaba un fuego en la chimenea. Los rescoldos proyectaban una luz tenue. Permanecí inmóvil un momento, dejando que mis ojos se acostumbraran, antes de adentrarme con cuidado en la estancia, manteniéndome lejos de la luz de la chimenea. Podía oír el sonido constante de la respiración de Molly en su cama. Eso debería haberme bastado. Pero me dije que podría tener fiebre y estar muriéndose poco a poco por culpa del veneno. Me prometí que no haría más que tocar su almohada, sólo para comprobar la temperatura de su piel. Sólo eso. Me acerqué a la cama.
Allí me detuve. La suave luz sólo me permitía distinguir el contorno de su cuerpo bajo las sábanas. Desprendía un perfume cálido y dulce, a brezo. A salud. Allí no dormía ninguna víctima febril por culpa del veneno. Sabía que debería irme.
—Que descanses —exhalé.
Se abalanzó sobre mí sin hacer ruido. La luz ambarina se trocó en roja sobre el acero que empuñaba.
—¡Molly! —grité mientras desviaba su mano armada con el antebrazo.
Se quedó paralizada, con la otra mano levantada en un puño, y por un instante sólo hubo en la habitación silencio y quietud. Luego:
—¡Nuevo! —siseó furiosa, y me propinó un puñetazo en el estómago con la mano izquierda. Mientras me encogía, sin aire, saltó de la cama—. ¡Imbécil! ¡Me has dado un susto de muerte! ¿En qué estabas pensando para trastear con mi cerrojo y colarte en mi cuarto? ¡Debería llamar a los guardias del castillo para que te saquen a rastras!
—¡No! —supliqué mientras ella echaba leña al fuego y luego encendía una vela—. Por favor. Ya me voy. No quería hacerte daño ni ofenderte. Sólo quería asegurarme de que estabas bien.
—¡Sí, pues no lo estoy! —susurró ofuscada. Se había recogido el pelo en dos gruesas trenzas para pasar la noche, recordándome claramente a la niña que había conocido hacía tanto tiempo. Ya no era ninguna niña. Me sorprendió mirándola fijamente. Se echó una túnica por los hombros y se la anudó a la cintura—. ¡Estoy hecha un manojo de nervios! ¡No volveré a pegar ojo en toda la noche! Has estado bebiendo, ¿a que sí? ¿Estás borracho? ¿Qué quieres?
Se me acercó esgrimiendo la vela como si fuese un arma.
—No —le aseguré. Enderecé la espalda y me arreglé la camisa—. Te lo juro, no estoy borracho. Y de verdad que no tenía mala intención. Es que… esta noche ha pasado una cosa, me preocupaba que pudiera pasarte algo malo, así que se me ocurrió venir y comprobar que estabas bien, pero sabía que Paciencia no lo aprobaría y, claro, no quería despertar a todo el castillo, así que se me ocurrió que podría colarme y…
—Nuevo. Estás desvariando —me informó con voz glacial.
Era cierto.
—Perdona —me disculpé de nuevo, y me senté en una esquina de la cama.
—No te pongas cómodo —me advirtió—. Estabas a punto de irte. Solo, o con los guardias del castillo. Tú eliges.
—Ya me voy —prometí, apresurándome a ponerme de pie—. Sólo quería estar seguro de que no te había pasado nada.
—No me ha pasado nada —dijo, dubitativa—. ¿Qué iba a pasarme? Esta noche es igual que la pasada, igual que las últimas treinta noches. Ninguna de ellas te dio por venir a interesarte por mi salud. ¿Por qué hoy sí?
Cogí aire.
—Porque hay noches en que las amenazas son más evidentes. Ocurren tragedias que me hacen pensar que podrían ocurrir tragedias aún mayores. Hay noches en que ser el amor de un bastardo no es la cosa más segura del mundo.
Las líneas de su boca se volvieron tan tirantes como su voz cuando me preguntó:
—¿Y eso qué se supone que significa?
Inhalé hondo, decidido a ser lo más sincero posible con ella.
—No te puedo decir lo que ha pasado. Sólo que me hizo pensar que podrías correr peligro. Tendrás que fiarte de…
—No me refería a esa parte. ¿Qué querías decir con eso de ser el amor de un bastardo? ¿Cómo te atreves a llamarme así?
En sus ojos brillaba la ira.
Juro que se me paró el corazón en el pecho. Un frío mortal se adueñó de mí.
—Es verdad, no tengo ningún derecho —dije entrecortadamente—. Pero tampoco puedo dejar de preocuparme por ti. Y tanto si tengo derecho a llamarte mi amor como si no, eso no detendrá a quienes pretendan herirme haciéndote daño a ti. ¿Cómo puedo expresar que te quiero tanto que desearía no quererte nada, o ser capaz al menos de no demostrar mi cariño por ti, porque ese amor te pone en peligro, y hacer que mis palabras parezcan sinceras?
Mareado, me di la vuelta y me dispuse a marcharme.
—¿Y cómo podría yo atreverme a decir que he entendido tus palabras y conseguir que las mías parezcan sinceras? —se preguntó Molly en voz alta.
Algo en su voz me hizo girarme. Por un momento nos quedamos mirándonos fijamente. Luego estalló en carcajadas. Me quedé inmóvil, insultado y ceñudo, mientras ella se acercaba a mí sin dejar de reírse. Me rodeó con sus brazos.
—Nuevo. Mira que has dado rodeos para declararte. Primero te cuelas en mi cuarto y luego te pones a farfullar incoherencias alrededor de la palabra «amor». ¿No podías haberme dicho que me querías, sin más, hace tanto tiempo?
Me quedé plantado como un estúpido entre sus brazos. La miré. Sí, comprobé embobado, ahora era mucho más alto que ella.
—¿Y bien? —saltó, y por un momento no supe qué decir.
—Molly, te quiero.
Qué fácil, después de todo. Y qué alivio. Muy despacio, con cuidado, la rodeé con mis brazos.
Me sonrió.
—Yo también te quiero.
Así, por fin, la besé. Cuando se rozaron nuestros labios, un lobo elevó su voz en algún lugar cerca de Torre del Alce. Su aullido de dicha consiguió que se pusieran a ladrar todos los perros del castillo en un coro que despertó ecos en el frágil firmamento estrellado.