7

Encuentros

Siempre había sido costumbre y de esperar que, cuando contrajera matrimonio un rey o reina de Torre del Alce, el cónyuge real aportara un séquito propio en calidad de testigo. Ese había sido el caso con ambas reinas de Artimañas. Mas cuando la reina Kettricken de las Montañas llegó a Torre del Alce, vino como Sacrificio, como dictaba la tradición de su tierra. Llegó sola, sin hombres ni mujeres que la asistieran, sin una sola doncella como confidente. En Torre del Alce no había nadie que le proporcionara el confort de la familiaridad en su nuevo hogar. Comenzó su reinado rodeada por completo de extraños, no sólo en su categoría social, sino también por cuanto a sirvientes y guardias. Conforme transcurría el tiempo se granjeó amistades y asimismo encontró criados adecuados para ella, si bien al principio la idea de que una persona viviera para cumplir sus deseos era para ella un concepto extraño y perturbador.

Lobezno había extrañado mi compañía. Antes de partir hacia Osorno le había dejado el cadáver de un ciervo, bien congelado y escondido detrás de la cabaña. Debería haberle proporcionado alimento suficiente en mi ausencia. Pero como el lobo que era, se había hartado y dormido, se había vuelto a hartar y había vuelto a dormirse, hasta terminar con la carne. Hace dos días, me informó, brincando y bailando a mi alrededor. El interior de la cabaña era un vertedero de huesos bien roídos. Me saludó con genuino entusiasmo, informado por partida doble por la Maña y su olfato de la carne fresca que le llevaba. Se abalanzó sobre ella con ansia y no me prestó ninguna atención mientras guardaba los restos de su banquete en un saco. El exceso de ese tipo de desperdicios atraería a las ratas, tras las que vendrían los perros ratoneros del castillo. No podía correr ese riesgo. Lo observé subrepticiamente mientras recogía, vi el salto de los músculos de sus hombros cuando asió el trozo de carne con las patas delanteras y arrancó un bocado. Reparé también en que todos los huesos de ciervo salvo los más gruesos habían sido partidos y desprovistos de tuétano. Aquello ya no formaba parte de los juegos de un cachorro, sino que era obra de un poderoso cazador joven. Algunos de los huesos que había partido eran más gruesos que los de mi brazo.

Pero ¿por qué iba a atacarte? Me traes comida. Y galletas de jengibre.

Su pensamiento estaba preñado de significado. Tal era la costumbre de una manada. Yo, un adulto, proporcionaba carne a Lobezno, una cría. Yo era el cazador y él se beneficiaba de una porción de mi caza. Lo sondeé y descubrí que, para él, nuestras diferencias estaban desapareciendo. Éramos una manada. Era un concepto nuevo para mí, más profundo que el del compañerismo o la asociación. Temía que para él significara lo mismo que para mí el vínculo. No podía consentirlo.

—Yo soy humano. Tú eres un lobo.

Pronuncié las palabras en voz alta, sabedor de que comprendería su sentido gracias a mis pensamientos, pero intentando transmitir nuestras diferencias a todos sus sentidos.

Por fuera. Por dentro somos una manada. Hizo una pausa y se lamió el hocico, complacido. Tenía las patas manchadas de sangre.

—No, aquí te alimento y te doy cobijo, pero sólo temporalmente. Cuando puedas cazar por ti solo te llevaré lejos y te abandonaré.

Nunca he cazado.

Te enseñaré.

Eso es propio de la manada. Tú me enseñas y yo cazo contigo. Compartiremos muchas cacerías y degustaremos muchas piezas sabrosas.

Te enseñaré a cazar y luego te dejaré en libertad.

Ya soy libre. No eres tú quien me retiene aquí, sino mi propia voluntad. Descolgó la lengua sobre sus blancos dientes, riéndose de mi ingenuidad.

Eres arrogante, Lobezno. E ignorante.

Pues enséñame. Ladeó la cabeza para aplicar los molares a la carne y los tendones del hueso que tenía entre las fauces. Es tu deber dentro de la manada.

No somos una manada. No tengo manada. Me debo a mi rey.

Si el es tu líder, también es el mío. Somos una manada. A medida que se llenaba el estómago se volvía más complaciente al respecto.

Cambié de estrategia. Le dije fríamente: Pertenezco a una manada en la que no hay lugar para ti. En mi manada, todos somos humanos. Tú no eres humano. Eres un lobo. No somos de la misma manada.

Se adueñó de él el silencio. No intentó responder a eso. Pero sentía, y lo que sentía me dejó helado. Aislamiento y traición. Soledad.

Di la vuelta y lo dejé allí. Pero no podía ocultarle lo difícil que me resultaba abandonarlo de esa forma, ocultar la profunda vergüenza que me producía rechazarlo. Esperaba que sintiera también que yo creía que lo hacía por su bien. Tanto, reflexioné, como cuando Burrich se llevó a Morrón porque me había vinculado al cachorro. Aquel pensamiento me espoleó y no es que me fuera a paso largo, sino que huí de la cabaña.

Caía la noche cuando regresé a Torre del Alce y subí las escaleras. Visité mi habitación en busca de unos hatos que había dejado allí y luego volví a bajar. Mis pies traicioneros aminoraron el paso al llegar al segundo rellano. Sabía que faltaba muy poco para que Molly pasara por allí, cargada con la bandeja y los platos de la cena de Paciencia. Ésta rara vez se dignaba compartir la mesa en el salón con el resto de los lores y damas del castillo, prefiriendo la intimidad de sus aposentos y la agradable compañía de Cordonia. Su timidez había empezado a adquirir tintes de reclusión últimamente. Pero no era esa preocupación lo que me demoró en la escalera. Oí el roce de los pies de Molly cruzando el vestíbulo; sabía que debería seguir mi camino, pero hacía días que no la veía un instante siquiera. Los timoratos flirteos de Celeridad sólo habían servido para recordarme cuánto echaba de menos a Molly. Seguro que no me propasaría por el mero hecho de darle las buenas noches como haría con cualquier otra criada. Sabía que no debería hacerlo, sabía que si Paciencia llegaba a enterarse me llevaría una buena reprimenda. Y aun así…

Fingí examinar un tapiz del rellano, un tapiz que ya estaba colgado allí mucho antes de que llegara yo a Torre del Alce. Oí cómo se acercaban sus pasos, los oí frenar. El corazón martilleaba en mi pecho, tenía las palmas de las manos empapadas de sudor cuando me giré para verla.

—Buenas noches —conseguí decir, medio chillando, medio en susurros.

—Buenas noches —respondió con gran dignidad.

Levantó la cabeza un ápice más, reafirmó su barbilla. Llevaba el pelo domado en dos gruesas trenzas que se enroscaban en su cabeza como una corona. Su sencillo vestido azul tenía el cuello de delicado encaje blanco, a juego con sus puños. Sabía a quién pertenecían los dedos que habían urdido aquel diseño festoneado. Cordonia se portaba bien con ella y la obsequiaba con el fruto de su trabajo. Bueno era saberlo.

Molly no vaciló al pasar a mi lado. Sus ojos me apuntaron de soslayo una vez y no pude reprimir una sonrisa, y ante mi sonrisa se apoderó de su cara y su cuello un rubor tal que creí sentir su calor. Sus labios trazaron una línea más firme. Mientras doblaba y descendía las escaleras me llegó su fragancia, bálsamo de limón y jengibre sobre el perfume más dulce que pertenecía simplemente a Molly.

Hembra. Buena. Vasta aprobación.

Di un respingo como si me hubieran pinchado y miré en rededor, esperando como un necio descubrir a Lobezno detrás de mí. No estaba allí, claro. Sondeé, pero tampoco estaba dentro de mi cabeza. Sondeé más lejos y lo encontré dormitando en la cabaña, tendido en su cama de paja. No hagas eso, le advertí. Mantente lejos de mi cabeza a menos que yo te lo pida.

Consternación. ¿Qué quieres que haga?

No vengas conmigo, salvo cuando yo te llame.

¿Cómo sabré entonces que me has llamado?

Buscaré tu mente cuando requiera tu presencia.

Un largo silencio. Y yo haré lo mismo cuando requiera la tuya, ofreció. Sí, así es la manada. Llamar cuando uno necesita ayuda y estar siempre dispuesto a escuchar esa llamada. Somos una manada.

¡No! No te estoy diciendo eso. Te estoy diciendo que debes mantenerte alejado de mi mente cuando no quiera que estés allí. No quiero compartir todos mis pensamientos contigo.

Eso no tiene sentido. ¿Es que sólo puedo respirar cuando tú husmees el aire? Tu mente, mi mente, es la mente de la manada. ¿Dónde quieres que piense si no es aquí? Si no quieres oírme, no escuches.

Me quedé patidifuso, intentando asimilar aquella idea. Comprendí que tenía la mirada extraviada. Un sirviente acababa de desearme buenas noches y no le había contestado.

—Buenas noches —respondí, pero ya me había dejado atrás.

Miró por encima del hombro, desconcertado, para ver si lo había llamado, pero le indiqué que continuara. Sacudí la cabeza para despejarla de telarañas y crucé el vestíbulo en dirección a la habitación de Paciencia. Ya discutiría con Lobezno más tarde, lo haría entrar en razón. Y pronto estaría lejos, fuera de mi alcance, fuera de mi mente. Dejé aquella experiencia a un lado.

Llamé a la puerta de Paciencia y se me permitió la entrada. Vi que Cordonia se había entregado a una de sus batidas periódicas y había restaurado cierto orden en el cuarto. Incluso había una silla libre donde sentarse. Las dos se alegraron de verme. Les hablé de mi viaje a Osorno, evitando mencionar a Virago. Sabía que Paciencia terminaría por enterarse y me interrogaría al respecto, y entonces le aseguraría que las habladurías exageraban nuestro encuentro. Esperaba que eso diera resultado. Mientras tanto, había traído algunos regalos. Diminutos peces de marfil, perforados para poderse colgar como cuentas de collar o prender en una tela para Cordonia, y para Paciencia pendientes de ámbar y plata. Un frasco de barro de bayas de gaulteria en conserva, con la tapa sellada con cera.

—¿Gaulteria? No me gusta la gaulteria —se extrañó Paciencia cuando se lo ofrecí.

—¿No? —fingí sentirme desconcertado—. Pensé que me habías dicho que echabas de menos su sabor y fragancia de tu niñez. ¿No tenías un tío que te llevaba gaulteria?

—No. No recuerdo esa conversación.

—Entonces sería Cordonia.

—No, señor. Me pica la nariz si la pruebo, aunque desprende un perfume agradable.

—Ah, vaya. Me habré equivocado. —Dejé el tarro encima de la mesa—. ¿Y qué, Copo de Nieve? ¿Otra vez preñada?

Esto le dije a la terrier blanca de Paciencia, que por fin se había animado a arrimarse para olisquearme. Sentí cómo su pequeña mente canina se extrañaba por el olor de Lobezno que me impregnaba.

—No, es que se está poniendo muy gorda —respondió Cordonia por ella, agachándose para rascarle las orejas—. Mi señora no para de dejar por ahí platos con fiambres y galletas, y Copo de Nieve siempre consigue hincarles el diente.

—Ya sabes que no deberías permitírselo. Es muy malo para sus dientes y su pelaje —reñí a Paciencia, que repuso que ya lo sabía, pero que Copo de Nieve era demasiado vieja para atender a razones.

La conversación siguió su curso a partir de ahí y pasó otra hora antes de que me desperezara y les dijera que debía marcharme, para intentar informar de nuevo al rey.

—Antes no me han dejado cruzar su puerta —mencioné—. Aunque no fue ningún guardia. Su hombre, Wallace, acudió a la puerta cuando llamé para negarme la entrada. Cuando le pregunté por qué no había nadie vigilando la puerta del rey, dijo que los guardias habían sido relevados de esa tarea. Ahora se ocupaba él, lo mejor para evitar atosigamientos al rey.

—El rey se encuentra mal, sabes —comentó Cordonia—. He oído que rara vez sale de sus aposentos antes del mediodía. Luego, cuando se aventura a salir, es como si estuviera poseído, lleno de apetito y energía, pero al caer la tarde languidece de nuevo y empieza a confundir y mascullar las palabras. Cena en su habitación, y el cocinero dice que la bandeja vuelve igual de llena que fue. Es muy preocupante…

—Lo es —convine, y me fui, temiendo casi enterarme de más.

De modo que la salud del rey era ya la comidilla del castillo. Eso no estaba bien. Tendría que consultar a Chade al respecto. Y debía verlo con mis propios ojos. En mi anterior intento de informar al rey sólo había encontrado al entrometido Wallace, que me trató con suma brusquedad, como si yo estuviera allí simplemente para pasar el rato y no para dar mi informe tras una misión. Se comportaba como si el rey fuese el más delicado de los inválidos, y se había propuesto impedir que nadie lo molestara. Wallace, decidí, no había sido bien aleccionado en las responsabilidades de su puesto. Era un personaje enojoso. Mientras llamaba a la puerta, me pregunté cuánto tardaría Molly en encontrar la gaulteria. Seguro que se daba cuenta de que la había traído para ella; a los dos nos encantaba su sabor cuando éramos pequeños.

Wallace vino a la puerta y la abrió justo para asomarse. Frunció el ceño al descubrir que era yo. Abrió más la puerta pero la bloqueó con el cuerpo, como si yo pudiera hacer daño al rey poniéndole los ojos encima. Prescindió de saludos y se limitó a inquirir:

—¿No has venido antes, hace un rato?

—Sí, en efecto. Entonces me dijiste que el rey Artimañas estaba dormido. Por eso vuelvo ahora, para entregarle mi informe.

Procuré mantener un tono de voz civilizado.

—Ah. ¿Y es importante, ese informe?

—Creo que el rey puede juzgarlo por sí solo y despedirme si le parece que malgasto su tiempo. Sugiero que le digas que estoy aquí.

Sonreí con cierto retraso, intentando dulcificar la brusquedad de mis palabras.

—El rey tiene pocas fuerzas. Intento que las dedique exclusivamente a lo necesario.

No pensaba apartarse de la puerta. Me descubrí calibrándolo con la mirada, preguntándome si podría apartarlo de un empujón. Eso provocaría una conmoción, y si el rey estaba enfermo, no quería que pasara algo así. Alguien me dio un golpecito en el hombro, pero cuando me volví para mirar no había nadie. Al girarme de nuevo encontré al bufón delante de mí, entre Wallace y yo.

—¿Acaso sois su médico, para emitir tales juicios? —El bufón retomó la conversación donde yo la había dejado—. En ese caso, debéis de ser un médico excelente. Vuestra mera presencia me llena de salud, y vuestras palabras infunden tanto o más ánimo que las mías. ¿Cuan sano no estará nuestro querido rey, que languidece a diario en vuestra compañía?

El bufón portaba una bandeja cubierta con una servilleta. Olía a rico caldo de ternera y pan de huevo recién salido del horno. Había engalanado su jubón invernal negro y blanco con cascabeles esmaltados y una corona de acebo ceñía su gorro. Llevaba su cetro bufo apresado bajo su brazo. De nuevo una rata. Ésta había sido colocada en lo alto de la vara en actitud de saltar. Lo había visto mantener largas conversaciones con ella frente a la Gran Chimenea, o en los escalones al pie del trono del rey.

—¡Largo, bufón! Te has presentado antes dos veces. El rey se ha acostado ya. No te necesita.

El hombre hablaba con voz tajante, pero fue Wallace el que se retiró, sin proponérselo. Vi que era una de esas personas que no soportaba la mirada de los pálidos ojos del bufón y rehuía el roce de su mano blanca.

—No hay dos sin tres, buen Wallace, ni ausentes que traigan presentes. Corre a contarle tus chismes a Regio, porque si las paredes tienen oídos tú debes de ser la muralla del castillo, con las orejas llenas a rebosar de asuntos del rey. Hazte un poco el médico también con nuestro querido príncipe mientras lo iluminas. A juzgar por lo negro de su mirada, me da que puede haber perdido la vista de tanto agarrar un ciego tras otro.

—¿Cómo te atreves a hablar así del príncipe? —balbució Wallace. El bufón ya había cruzado la puerta y yo tras sus pasos—. Se enterará de esto.

—A mí no me digas. Díselo a él. Digo yo que a él le dirás todo lo que se dice. A mí no me vengas con dimes y diretes, buen Wallace, guárdatelos para tu príncipe, que se diría aficionado a oírte decir. Ha estado fumando, creo, de modo que puedes correr a abanicarlo y soplarle al oído, que seguro que él asiente adormilado y piensa que tienes un pico de oro.

El bufón siguió avanzando mientras parloteaba, escudándose tras la bandeja cargada. Wallace cedía terreno fácilmente y el bufón lo obligó a caminar de espaldas por toda la sala hasta llegar al dormitorio del rey. Allí el bufón dejó la bandeja en la cabecera de la cama del rey mientras Wallace se retiraba a la otra puerta de la cámara. Los ojos del bufón cobraron un nuevo brillo.

—Ah, pero si no está en la cama, nuestro rey. Como no sea que esté debajo, Wallace, tesoro. Misi, misi, mi rey, dejaos de artimañas. Tiene mañas mi rey Artimañas y se anda escondiendo tras las cortinas y las sábanas.

El bufón empezó a revolver las colchas y mantas vacías con tanto empeño, y a asomar su cetro de rata debajo de la cama con tanta comicidad, que no pude contener la risa.

Wallace apoyó la espalda en la puerta interior, como si quisiera protegerla de nosotros, pero en ese instante se abrió desde el otro lado y a punto estuvo de caer en brazos del rey. Acabó sentándose de golpe en el suelo.

—¡Felón y ladino! —exclamó el bufón—. Pero mira cómo pretende usurpar mi sitio a los pies del rey, mira qué torpes sus cabriolas y payasadas. ¡Se merece el título de bufón, pero no el puesto!

Artimañas se quedó allí plantado, vestido con un simple camisón, con un rictus de vejación en el rostro. Contempló perplejo a Wallace tirado en el suelo, al bufón y a mí, y luego prefirió desentenderse de la situación. Se dirigió a Wallace mientras éste recuperaba la compostura.

—Estos vapores no me hacen ningún bien, Wallace. Lo único que consiguen es empeorar mi dolor de cabeza, y además me dejan un sabor horrible en la boca. Fuera con ellos, y dile a Regio que sus hierbas quizá sirvan para espantar las moscas, pero no la enfermedad. Llévatelas enseguida, antes de que empiece a apestar también este cuarto. Ah, bufón, ahí estás. Y Traspié, por fin te has decidido a entregarme tu informe. Ven, siéntate. Wallace, ¿no me oyes? ¡Saca de aquí ese condenado cazo! No, que no pase por aquí, llévatelo por la otra puerta.

Y con un gesto de su mano, Artimañas ahuyentó al hombre como si de un fastidioso mosquito se tratara.

Artimañas cerró la puerta de su cuarto de baño, como si quisiera impedir que el hedor se propagara a su dormitorio, y se acomodó en una silla de respaldo recto junto al fuego. En un momento el bufón había colocado una mesa a su lado, la servilleta que cubría la comida se había convertido en un mantel y había presentado la comida al rey con tanto primor como cualquier criada. Aparecieron cubiertos de plata y una nueva servilleta, un juego de manos que hizo sonreír incluso a Artimañas, tras lo que el bufón se acurrucó encima de la chimenea, con las rodillas casi a la altura de las orejas, la barbilla acunada entre sus largos dedos, con el cabello y la piel pálida reflejando tonos rojos procedentes de las vivas llamas. Todos sus movimientos tenían la gracia de un bailarín, y la postura que adoptó resultaba artística y cómica a partes iguales. El rey estiró el brazo para alisarle el cabello alborotado como si el bufón fuese un gatito.

—Te he dicho que no tenía hambre, bufón.

—Cierto. Pero no me dijisteis que no os trajera comida.

—¿Y si lo hubiera hecho?

—Entonces os diría que esto no es comida, sino un cazo humeante como ese con el que os martiriza Wallace, destinado a llenaros la nariz de un olor cuando menos más agradable que el suyo. Y esto no es pan, sino un emplasto para la lengua que deberíais aplicaros cuanto antes.

—Ah.

El rey Artimañas arrimó la mesa un poco más y tomó una cucharada de sopa. En el caldo había cebada, carne y zanahoria. Artimañas lo probó y luego empezó a comer.

—¿A que soy casi tan buen médico como Wallace? —ronroneó el bufón, complacido.

—De sobra sabes que Wallace no es médico, sino un simple criado.

—De sobra lo sé, y de sobra lo sabéis vos, pero Wallace no sabe nada y de ahí que esté de sobra.

—Déjate ya de naderías. Ven, Traspié, no te quedes ahí plantado como un bobo. ¿Qué me tienes que contar?

Miré al bufón de soslayo y decidí que no iba a insultar al rey ni al bufón preguntando si podía informar libremente delante de él. De modo que lo hice, un parte sencillo, sin mención de mis acciones más clandestinas aparte de sus resultados. Artimañas escuchó atentamente y al final no hizo ningún comentario, salvo para regañarme por mis malos modales a la mesa del duque. Luego preguntó si el duque Mazas de Osorno parecía contento con la paz en su ducado. Contesté que así era cuando me fui. Artimañas asintió. Luego quiso ver los pergaminos que yo había copiado. Los saqué y se los mostré, y fui recompensado por un cumplido sobre la destreza de mi oficio. Me dijo que los llevara a la sala de mapas de Veraz y me asegurara de que éste los veía. Me preguntó si había echado un vistazo a la reliquia de los Vetulus. Se la describí al detalle. Mientras tanto, el bufón seguía sentado en las piedras de la chimenea y nos observaba callado como un búho. El rey Artimañas dio cuenta de su sopa y su pan bajo la atenta mirada del bufón, mientras yo leía en voz alta el pergamino. Cuando hube terminado, suspiró y se reclinó en su silla.

—Bueno, a ver esas letras tuyas —me ordenó y, desconcertado, le entregué la hoja. De nuevo la examinó con atención antes de enrollarla. Al devolvérmela, dijo—: Se te da bien la pluma, muchacho. Buena caligrafía, y bien escogidas las palabras. Llévalo a la sala de mapas de Veraz y asegúrate de que lo vea.

—Claro que sí, mi rey —tartamudeé, confuso.

No entendía por qué estaba repitiéndose y no sabía si esperaba otra respuesta de mí. Pero el bufón se estaba levantando y percibí en él algo menos que una mirada de soslayo; no el arqueamiento de una ceja, no el fruncido de un labio, pero bastó para hacerme callar. El bufón recogió los platos sin dejar de charlar animadamente con el rey, que nos despidió a ambos al mismo tiempo. Cuando salimos, el rey tenía la mirada fija en las llamas.

Una vez en el vestíbulo, intercambiamos las miradas más abiertamente. Quise decir algo pero el bufón empezó a silbar y no paró hasta que hubimos bajado media escalera. Allí se calló y me tiró de la manga, y nos detuvimos en medio de la escalera, entre dos pisos. Intuí que había elegido ese sitio a propósito. Allí nadie podría vernos ni oírnos, a no ser que los viéramos también nosotros. Sin embargo, ni siquiera fue el bufón el que me habló, sino la rata de su cetro. Me la plantó delante de las narices y chilló con la voz de la rata:

—Ah, pero tú y yo debemos recordar todo lo que él olvide, Traspié, y guardarlo para él. Le cuesta mucho mostrarse tan fuerte como esta noche. Que no te engañe. Lo que te ha dicho, dos veces, has de atesorar y obedecer, pues significa que había hecho un doble esfuerzo por tenerlo presente y decírtelo.

Asentí y me propuse entregar el pergamino a Veraz esa misma noche.

—Me preocupa Wallace —comenté al bufón.

—En lugar de preocuparte por Wallace, preocúpate por el lugar que ocupa —replicó solemnemente.

De pronto apoyó la bandeja en una sola mano y la levantó sobre su cabeza para llevársela trotando escaleras abajo, dejándome a solas con mis pensamientos.

Entregué el pergamino esa noche. En los días siguientes retomé las tareas que me había encargado Veraz con anterioridad. Utilicé gordas salchichas y pescado ahumado como vehículos para mis venenos, envueltos en pequeños hatillos. Podría soltarlos fácilmente mientras huía, con la esperanza de que hubiera bastantes para todos mis perseguidores. Todas las mañanas estudiaba el mapa en la sala de mapas de Veraz, antes de ensillar a Hollín e irme con mis venenos donde me parecía más probable que pudieran tenderme una emboscada los forjados. Recordando experiencias pasadas, llevaba una espada corta a esas expediciones, lo que al principio hizo bastante gracia a Manos y Burrich. Les dije que salía en busca de rastros de animales por si a Veraz le apetecía organizar una cacería ese invierno. Manos me creyó sin más, pero Burrich apretó los labios para hacerme entender que sabía que lo estaba engañando, y que también era consciente de que yo no podía decirle la verdad. No se entrometió, pero tampoco le gustaba.

Dos veces en diez días me emboscaron los forjados, y en ambas escapé fácilmente, dejando caer mis provisiones envenenadas de mis alforjas mientras huía. Se lanzaban sobre ellas con avidez, sin desenvolver apenas la carne antes de metérsela en la boca. Volví a cada escenario al día siguiente para tomar nota para Veraz de cuántos había eliminado y cuál era su aspecto. El segundo grupo no encajaba con ninguna descripción que hubiéramos recibido. Los dos sospechamos que eso significaba que había más forjados de los que se decía.

Cumplía con mi deber, pero no me sentía orgulloso de ello. Muertos inspiraban aún más lástima que vivos. Eran criaturas harapientas, demacradas, castigadas por las heladas y maltrechas de tanto pelear entre sí, y la brutalidad de los venenos fulminantes que yo empleaba deformaba sus cuerpos en caricaturas humanas. El hielo rutilaba en sus barbas y cejas, y la sangre de sus bocas formaba gotas rojas como rubíes en la nieve. Siete forjados maté de esa manera, y apilé los cuerpos helados con pino embreado, derramé aceite sobre ellos y les prendí fuego. No sé qué me resultaba más repugnante, los envenenamientos o el ocultar mis acciones. Al principio, Lobezno me había suplicado para que lo dejara acompañarme cuando se dio cuenta de que salía todos los días a caballo después de darle de comer, pero en una ocasión, mientras contemplaba los esqueletos congelados que había matado, escuché: Esto no es caza. Esto no es obra de la manada. Esto es obra del hombre. Su presencia desapareció antes de que pudiera amonestarlo por entrometerse de nuevo en mi mente.

Por la noche volvía a Torre del Alce, a la comida fresca y el calor del fuego, a la ropa seca y la blanda cama, pero los espectros de aquellos forjados se interponían entre tales comodidades y yo. Me sentía como una bestia sin corazón por disfrutar de esos lujos después de haberme pasado el día impartiendo muerte. Mi único consuelo era también espinoso: el que de noche, mientras dormía, soñaba con Molly, paseaba y hablaba con ella, lejos de los forjados o sus cadáveres cubiertos de nieve.

Cierto día salí más tarde de lo previsto, pues Veraz estaba en su sala de mapas y nos habíamos entretenido charlando. Se fraguaba una tormenta, aunque no parecía demasiado grande. Ese día no pretendía alejarme demasiado, pero encontré rastros frescos en lugar de mi presa, marcas de un grupo más numeroso de lo que esperaba. De modo que seguí adelante, siempre con los cinco sentidos alerta, pues el sexto que era la Maña resultaba inútil a la hora de detectar a los forjados. Los cúmulos de nubes extinguían la luz del cielo más deprisa de lo que había previsto, y el rastro me condujo hasta unas trochas por las que Hollín y yo hubimos de aminorar el paso. Cuando abandoné por fin el seguimiento, admitiendo que me habían eludido ese día, descubrí que estaba mucho más lejos de Torre del Alce y de cualquier carretera transitada de lo que me había propuesto.

Empezó a soplar el viento, rachas frías que presagiaban una nevada. Me embocé en mi capa y dirigí a Hollín hacia casa, confiando en que ella encontrara el camino más corto. Oscureció sin que hubiéramos avanzado mucho y la noche trajo nieve consigo. De no haber rastreado aquella zona tan a menudo en los últimos días, de seguro me habría perdido. Pero seguimos adelante, siempre, al parecer, de cara al viento. El frío me caló hasta los huesos y empecé a tiritar. Temí que los escalofríos pudieran ser el umbral de un ataque de temblores como hacía mucho que no sufría.

Di gracias cuando los vientos practicaron por fin un desgarrón en el manto de nubes y la luz de la luna y las estrellas despuntó para alumbrar un poco nuestro camino. Avanzamos más rápido entonces, pese a la nieve fresca que debía vadear Hollín. Salimos de un pequeño bosque de abedules y dimos en una colina que un rayo había deforestado años atrás. El viento era más fuerte ahora que nada lo obstaculizaba, me encogí en mi capa y volví a subirme el cuello. Sabía que cuando coronara la colina vería las luces de Torre del Alce, y que tras otra loma y un valle encontraría un camino que me conduciría a casa. Así que emprendí con más ánimos la travesía de la suave pendiente. Oí como un trueno repentino los cascos de un caballo que pugnaba por ganar velocidad pese a verse entorpecido de alguna manera. Hollín frenó, levantó la cabeza y relinchó. En ese preciso instante vi aparecer un caballo con su jinete que avanzaban colina abajo y hacia el sur. Además del jinete había otras dos personas subidas al caballo, una agarrada a las cinchas del pecho y otra a la pierna del jinete. La luz destelló en una hoja que subía y bajaba, y con un grito, el hombre aferrado a la pierna del jinete se cayó para revolcarse y chillar en la nieve. Pero la otra figura se había hecho con los jaeces del caballo e intentaba detener a la bestia. Otras dos figuras surgieron entre los. Árboles para converger sobre el porfiado jinete y su montura.

El momento en que reconocí a Kettricken es inseparable del instante en que hinqué los talones en Hollín. Lo que veía no tenía sentido pero eso no entorpeció mi reacción. No me pregunté qué hacía allí fuera mi Reina a la Espera, de noche, sola y asaltada por bandidos, sino que me descubrí admirando la forma en que se mantenía en su silla y encabritaba su caballo al tiempo que repartía patadas y tajos entre los hombres que intentaban derribarla. Desenvainé mi espada al acercarme a la lucha, pero no recuerdo haber proferido sonido alguno. Mi recuerdo de la batalla es extraño, una pelea de siluetas, representada en blanco y negro como una obra de sombras de la montaña, silenciosa salvo por los gruñidos y gritos de los forjados conforme caían uno a uno.

Kettricken había herido a uno en la cara, cegándolo con su propia sangre, pero éste seguía asido a ella e intentaba descabalgarla. El otro ignoraba el peligro que corrían sus compinches y tironeaba de las alforjas que probablemente no guardaran más que un poco de comida y brandy para un día de paseo a caballo.

Hollín me llevó hasta el que sujetaba el jaez de Paso Suave. Vi que era una mujer antes de que mi espada entrara en ella una y otra vez, en un ejercicio tan despiadado como la tala de un árbol. Qué batalla más peculiar. Podía sentirnos a Kettricken y a mí, el miedo de su montura y el entusiasmo de Hollín, adiestrada para la guerra, pero nada de sus atacantes. Nada en absoluto. No desprendían ira, ni dolor ante sus heridas. Para mi Maña no estaban allí, eran como la nieve o el viento que también se oponían a mí.

Como en sueños vi cómo Kettricken jalaba a su agresor de los cabellos y le echaba la cabeza hacia atrás para degollarlo. La sangre se vertió a la luz de la luna, empapando el abrigo de ella y dejando una pátina en el cuello y el hombro de la alazana, antes de que el hombre se desplomara sobre la nieve en medio de espasmos. Blandí mi espade corta contra el último, pero erré el blanco. No así Kettricken. Su puñal voló y atravesó jubón, caja torácica y pulmón, antes de desclavarlo con la misma presteza. Lo apartó de un puntapié. —¡A mí!— exclamó sin más a la noche, e hincó los talones en su yegua, dirigiendo a Paso Suave colina arriba.

Hollín corría con el morro a la altura del estribo de Kettricken, y coronamos la colina a la par, divisando fugazmente las luces de Torre del Alce antes de emprender el galope cuesta abajo. Había maleza al pie de la pendiente y un arroyo oculto por la nieve, por lo que espoleé a Hollín para que tomara la delantera y desviara Paso Suave antes de que se hundiera en él y se cayera. Kettricken no dijo nada mientras yo redirigía su montura; me dejó encabezar la carrera mientras nos adentrábamos en el bosque al otro lado de corriente. Cabalgaba tan deprisa como me atrevía, esperando que de un momento a otro se nos echaran encima más figuras vociferantes. Pero al fin alcanzamos la carretera, justo cuando volvían a cerrarse las nubes, privándonos de la luz de la luna. Frené los caballos y les concedí un respiro. Avanzamos un momento en silencio, ambos prestando atención a cualquier posible sonido de persecución.

Al cabo nos sentimos seguros y oí a Kettricken soltar por fin el aliento en un suspiro estremecido.

—Gracias, Traspié —se limitó a decir, aunque aún le temblaba la voz. No hice ningún comentario, medio esperando que rompiera a llorar en cualquier momento. No la hubiera culpado. En cambio recuperó la compostura gradualmente, se alisó la ropa, limpió la hoja en sus pantalones y volvió a enfundarla en su cintura. Se inclinó hacia delante para acariciar el cuello de Paso Suave y murmurar palabras de elogio y consuelo al caballo. Sentí que la tensión de Hollín disminuía, y admiré a Kettricken por su habilidad para granjearse tan deprisa la confianza de su alta montura—. ¿Qué hacías ahí? ¿Me buscabas? —preguntó al fin.

Meneé la cabeza. Volvía a nevar.

—Había salido a cazar y me alejé más de lo previsto. Ha sido el azar lo que hizo que nos encontráramos. —Hice una pausa, antes de aventurar—: ¿Os habéis perdido? ¿Habrá jinetes buscándoos?

Resopló y cogió aliento.

—No del todo —dijo con voz trémula—. Salí a cabalgar con Regio. Había más personas con nosotros, pero cuando empezó a amenazar tormenta emprendimos el regreso a Torre del Alce. Los demás iban delante de nosotros, pero Regio y yo los seguíamos sin prisas. Me estaba contando una historia popular de su ducado natal y dejamos que los otros tomaran la delantera para no tener que soportar la continua distracción de sus conversaciones. —Cogió aliento y la oí tragarse los últimos restos del terror de esa noche. Su voz sonaba más calmada cuando reanudó su relato—. Los demás se nos habían adelantado mucho cuando de repente surgió un zorro entre los arbustos a orillas del camino. «¡Sígueme si quieres ver una auténtica cacería!», me retó Regio, y sacó su caballo del sendero para perseguir al animal. Antes de que yo tomara una decisión, Paso Suave corrió tras ellos. Regio cabalgaba como un poseso, completamente estirado encima de su caballo, fustigándolo.

Había consternación, y extrañeza, pero también un dejo de admiración en su voz al describirlo.

Paso Suave dejó de responder a las riendas. Al principio Kettricken se asustó de la velocidad a la que corrían, pues no conocía el terreno y temía que el animal pudiera tropezar. De modo que intentó frenar su montura. Pero cuando se dio cuenta de que ya no veía la carretera ni a los demás, y de que Regio le sacaba una gran delantera, dejó que Paso Suave tomara la iniciativa con la esperanza de acortar distancias. Con el predecible resultado de que se había perdido por completo para cuando descargó la tormenta. Había dado media vuelta para encontrar el camino de regreso a la carretera, pero la nieve caída y el viento habían borrado sus huellas. Por fin se decidió a confiar en que Paso Suave supiera volver a casa por sí sola. Es posible que lo hubiera hecho si aquellos salvajes no se hubieran lanzado sobre ella. Su voz se perdió en el silencio.

—Forjados —le dije en voz baja.

—Forjados —repitió con asombro. Luego, con más firmeza—: Ya no tienen corazón. Al menos eso me han explicado. —Sentí más que vi su mirada de soslayo—. ¿Tan pobre sacrificio soy que hay gente dispuesta a matarme?

Oímos a lo lejos la llamada de un cuerno. Rastreadores.

—Se habrían abalanzado sobre cualquiera que se cruzara en su camino —dije—. No sabían que estaban atacando a su Reina a la Espera. Dudo mucho que os conozcan siquiera.

Apreté los dientes con fuerza antes de poder añadir que no ocurría lo mismo con Regio. Si no le había deseado ningún daño, también era cierto que no había hecho nada por evitárselo. No creía que quisiera haberle enseñado a «cazar de verdad» persiguiendo un zorro por las colinas nevadas en plena noche. Quería despistarla. Y había hecho un trabajo estupendo.

—Me parece que mi señor va a enfadarse mucho conmigo —dijo, cariacontecida como una chiquilla.

Como en respuesta a su predicción, coronamos la colina y vimos a unos jinetes con antorchas que avanzaban en nuestra dirección. Volvimos a oír el cuerno, con más nitidez, y en unos instantes estuvimos con ellos. Componían la avanzadilla del grueso de la partida de búsqueda. Una joven partió de inmediato al galope para decir al Rey a la Espera que había aparecido su esposa. A la luz de las antorchas, los guardias de Veraz se deshicieron en exclamaciones y juramentos al ver la sangre que relucía en el cuello de Paso Suave, pero Kettricken mantuvo la compostura mientras les aseguraba que no era la suya. Habló con mesura de los forjados que la habían emboscado y de lo que había hecho para defenderse. Vi cómo crecía la admiración por ella entre los soldados. Me enteré entonces de que el más osado de sus asaltantes se había dejado caer sobre ella desde un árbol. Fue ciertamente el primero en morir.

—¡Cuatro ha abatido, y sin sufrir ni un rasguño! —celebró un ronco veterano—. Os ruego perdón, alteza. ¡No pretendía ofenderos!

—La historia habría sido distinta si no hubiera aparecido Traspié para liberar la cabeza de mi caballo —dijo Kettricken.

El respeto que sentían hacia ella creció cuando se aseguró de que yo también fuera reconocido, en vez de regodearse en su triunfo.

La felicitaron clamorosamente y hablaron con rabia de peinar al día siguiente todos los bosques que rodeaban Torre del Alce.

—¡Es una vergüenza para todos nosotros, soldados, que nuestra reina no pueda salir a montar sintiéndose segura! —declaró una mujer.

Cerró el puño en torno a la empuñadura de su espada y juró por ella que al día siguiente la bañaría en sangre forjada. Varios más imitaron su ejemplo. La conversación se animó, alimentada con bravatas y alivio por la seguridad de la reina. Fue una procesión triunfal de vuelta a casa, hasta que llegó Veraz. Venía a galope tendido, a lomos de un caballo que se resentía de la distancia y la velocidad. Supe en ese momento que la búsqueda no había sido breve, y sólo pude imaginar cuántas carreteras habría recorrido Veraz desde que supiera de la desaparición de su señora.

—¡Cómo has podido cometer la imprudencia de alejarte tanto! —fueron las primeras palabras que le dirigió.

Su voz no era cariñosa.

Vi que la cabeza de Kettricken perdía su gallardía y oí los comentarios musitados del hombre que tenía más cerca. A partir de ahí todo empeoró. No la abroncó delante de sus hombres, pero lo vi torcer el gesto mientras ella le relataba llanamente lo que le había ocurrido, y cómo había matado para defenderse. Al rey no le complacía que ella hablara tan abiertamente de una banda de forjados lo bastante osados para atacar a la reina, y casi a la sombra de Torre del Alce. Lo que Veraz había pretendido mantener en secreto estaría en boca de todos al día siguiente, con la circunstancia agravante de que era la misma reina a quien se habían atrevido a agredir. Veraz me dirigió una mirada asesina, como si todo aquello fuese obra mía, y solicitó airadamente caballos de refresco a dos de sus guardias para volver con su reina al castillo. La apartó de ellos, llevándola a Torre del Alce al galope, como si llegar allí antes pudiera paliar en algo el peligro. No pareció darse cuenta de que había negado a su guardia el honor de devolverla sana y salva a su hogar. Por mi parte viajé de regreso con ellos, intentando no oír los comentarios despechados de los soldados. No criticaban tanto al Rey a la Espera como ensalzaban el brío de la reina y lamentaban que no hubiera sido recibida con un abrazo y una palabra amable. Si alguien tenía algo que decir sobre la conducta de Regio, se lo guardó para sí.

Más tarde esa misma noche, en los establos, cuando hube acomodado a Hollín, ayudé a Manos y Burrich en el arreglo de Paso Suave y Franco, el caballo de Veraz. Burrich refunfuñó por el maltrato que habían sufrido ambas bestias. Paso Suave había recibido un rasguño durante la refriega y tenía la boca lastimada, magullada por culpa de la lucha por su cabeza, pero ninguno de los animales presentaba heridas de consideración. Burrich envió a Manos a recoger un generoso saco de cebada para los dos. Sólo entonces me contó en voz baja cómo se había presentado Regio, cómo había dejado su caballo en la cuadra para dirigirse luego al castillo sin mencionar ni una sola vez a Kettricken. El propio Burrich había sido alertado por uno de los caballerizos, que preguntaba dónde estaba Paso Suave. Cuando Burrich se propuso investigarlo y hubo reunido el valor suficiente para interrogar al mismo Regio, éste había replicado que pensaba que Kettricken se había quedado en la carretera y venía con su séquito. De modo que había sido Burrich el que diera la voz de alarma, mostrándose Regio muy impreciso respecto al lugar exacto en que había salido del camino y en qué dirección lo había guiado el zorro, dirección que probablemente habría seguido Kettricken.

—Ha cubierto bien sus huellas —me susurró Burrich cuando regresaba Manos con la cebada.

Yo sabía que no estaba refiriéndose al zorro.

Tenía las piernas agarrotadas cuando subí al castillo esa noche, y el corazón en un puño. No quería ni imaginar lo que debía de sentir Kettricken, ni osé suponer qué se decía en la sala de guardia. Me quité la ropa, me desplomé en la cama y me dormí al instante. Molly me aguardaba en mis sueños, así como la única paz que conocía.

Me despertó poco después alguien que aporreaba mi puerta trancada. Me levanté para abrírsela a un paje somnoliento, enviado para convocarme a la sala de mapas de Veraz. Le dije que conocía el camino y lo envié de vuelta a la cama. Me vestí apresuradamente y corrí escaleras abajo, preguntándome qué nuevo desastre se había abatido sobre nosotros.

Allí me esperaba Veraz, con el fuego de la chimenea por toda iluminación. Tenía el pelo revuelto y se había puesto una túnica encima del camisón. Era evidente que también él acababa de salir de la cama, y me dispuse a recibir cualquier noticia que acabara de conocer.

—¡Cierra la puerta! —me ordenó bruscamente. Obedecí y luego me planté ante él. No supe distinguir si el brillo de sus ojos era de rabia o diversión cuando preguntó—: ¿Quién es lady Faldas Rojas y por qué sueño con ella todas las noches?

Me quedé sin palabras. Me pregunté con desesperación cuánto sabía acerca de mis sueños. El bochorno me provocaba mareos. No hubiera podido sentirme más expuesto ni aun desnudo frente a toda la corte.

Veraz volvió el rostro y soltó una tos que podría haber sido una risita.

—Vamos, hombre, como si no lo entendiera. No quería husmear en tus secretos, preferiría que me lo hubieras contado, sobre todo desde hace unas noches. Lo que necesito es dormir, no despertarme encendido por culpa de tu… admiración por esa mujer. —Dejó de hablar de repente. Mis mejillas desprendían más calor que cualquier chimenea—. En fin —dijo con incomodidad. De pronto—: Siéntate. Te voy a enseñar a dominar tus pensamientos tan bien como controlas la lengua. —Meneó la cabeza—. Resulta extraño, Traspié, que a veces puedas bloquear tu mente a mi Habilidad por completo y luego viertas tus deseos más íntimos igual que un lobo aullando a la luna. Supongo que todo se debe a lo que te hizo Galeno. Ojalá pudiéramos remediarlo. Pero ya que eso es imposible, te enseñaré lo que pueda, siempre que pueda.

No me había movido. De repente ninguno era capaz de mirar al otro.

—Ven aquí —repitió malhumorado—. Siéntate conmigo. Mira las llamas.

Y por espacio de una hora me dio un ejercicio para que practicara, uno que me permitiría reservar mis sueños para mí o, lo más probable, garantizar que no soñara en absoluto. Comprendí con desánimo que perdería incluso a mi Molly imaginada como había perdido a la real. Percibió mi desaliento.

—Vamos, Traspié, se te pasará. Contén tus impulsos y aguanta. Puede hacerse. Llegará el día en que desearás que tu vida esté tan libre de mujeres como ahora. Lo mismo que me pasa a mí.

—No se perdió adrede, sir.

Veraz me dirigió una mirada fulminante.

—Las intenciones no compensan los resultados. Es la Reina a la Espera, muchacho. Debe pensar siempre, no una vez sino tres, antes de hacer nada.

—Me dijo que Paso Suave seguía al caballo de Regio y que no respondía a las riendas. Podéis culparnos a Burrich y a mí; se suponía que habíamos adiestrado a ese caballo.

Suspiró de repente.

—Supongo que sí. Considérate reprendido, y dile a Burrich que le busque a mi esposa un caballo menos brioso hasta que haya aprendido a montar. —Exhaló un hondo suspiro de nuevo—. Me imagino que ella se lo tomará como un castigo por mi parte. Me mirará entristecida con esos ojazos azules pero no dirá ni una palabra de protesta. Ah, en fin. Eso no tiene remedio. Pero ¿tenía que matar y hablar luego de ello con tanta crudeza? ¿Qué va a pensar mi pueblo de ella?

—No tuvo elección, sir. ¿Hubiera sido mejor que la mataran? En cuanto a lo que opina la gente… en fin. Los soldados que nos encontraron la calificaron de valerosa. Y capaz. No hubo adjetivos peyorativos para la reina, señor. Las mujeres de vuestra guardia, sobre todo, hablaban elogiosamente de ella a nuestra vuelta. Ahora la consideran su reina, mucho más que si fuese una damita mojigata y llorosa. La seguirán sin hacer preguntas. En los tiempos que corren, quizás una reina que sepa manejar un cuchillo sepa proporcionarnos más esperanzas que otra que se entierre en joyas y se cobije tras las murallas.

—Es posible —musitó Veraz. Presentí que disentía—. Pero ahora todos sabrán, con lujo de detalles, de los forjados que están reuniéndose alrededor de Torre del Alce.

—También sabrán que al menos una persona en concreto sabe defenderse de ellos. Y a decir de los guardias que me escoltaron de vuelta ni castillo, creo que habrá menos forjados de aquí a una semana.

—Ya lo sé. Hay quienes están dispuestos a asesinar a sus hermanos. Forjados o no, son los Seis Ducados lo que estamos esquilmando. Mi intención era evitar que mi guardia matara a su propio pueblo.

Un breve silencio se extendió entre nosotros mientras cada uno reflexionaba que no había tenido los mismos escrúpulos a la hora de encomendarme la misma tarea. Asesino. Ese era el nombre que me merecía. Comprendí que yo no tenía honor que guardar.

—Eso no es cierto, Traspié —respondió a mi pensamiento—. Tú me das mi honor. Y yo te honro por eso, por hacer lo que se debe. El juego sucio, a escondidas. No te avergüences por trabajar por la seguridad de los Seis Ducados. No pienses que no aprecio tu labor simplemente porque ha de llevarse a cabo en secreto. Esta noche has salvado a mi reina. Tampoco olvidaré eso.

—La salvé de poco, sir. Creo que aun sola podría haber sobrevivido.

—Bueno. No le demos más vueltas. —Hizo una pausa, antes de añadir con torpeza—: Sabes, debo recompensarte.

Cuando abrí la boca para protestar, alzó una mano con gesto imperioso.

—Ya sé que no necesitas nada. También sé que hemos pasado por tantas cosas que nada de lo que pudiera darte bastaría para saldar mi deuda. Pero son muchas las personas que no saben nada de eso. ¿Quieres que se diga en la ciudad de Torre del Alce que salvaste la vida de la reina y que el Rey a la Espera no te dio absolutamente nada a cambio? Aunque no tengo ni idea de qué podría regalarte… tendría que ser algo visible para que lo ostentes una temporada. Al menos eso sé en materia de cuestiones de Estado. ¿Una espada? ¿Algo mejor que ese trozo de hierro con el que cargabas esta noche?

—Es una espada vieja que me dio Capacho para que entrenara —me defendí—. Me sirve.

—Eso es evidente. Le pediré que escoja una mejor para ti, y que engalane la empuñadura y la vaina. ¿Bastará?

—Creo que sí —musité, intimidado.

—Bien. Será mejor que volvamos a acostarnos. Ahora me dejarás dormir, ¿no?

El humorismo de su voz ahora resultaba inconfundible. Volví a ruborizarme.

—Sir. Tengo que preguntaros… —Me costó encontrar las palabras adecuadas—. ¿Sabéis con quién estaba soñando?

Negó despacio con la cabeza.

—No temas haber puesto su honor en entredicho. Lo único que sé es que viste faldas azules pero tú las ves rojas, y que la quieres con el ardor propio de la juventud. No te esfuerces en dejar de amarla. Deja sólo de habilitarla por las noches. No soy el único receptivo a la Habilidad, aunque creo que sí soy el único que podría reconocer tan fácilmente tu rúbrica en el sueño. Ten cuidado, en cualquier caso. La camarilla de Galeno no está desprovista de Habilidad, aunque la empleen con torpeza y poca fuerza. Un hombre puede correr peligro si sus enemigos descubren qué le es querido en sus sueños de Habilidad. No bajes la guardia. —Soltó una risita involuntaria—. Y espero que por las venas de tu lady Faldas Rojas no corra sangre de la Habilidad, pues si tiene aunque sólo sea una gota seguro que te lleva oyendo todas estas noches.

Y tras plantar aquella intranquilizadora idea en mi cabeza, me envió de vuelta a mis aposentos y a mi cama.

No volví a conciliar el sueño esa noche.