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Forjados

Los dos hijos de lady Constancia y el rey Artimañas eran Hidalgo y Veraz. Nacieron con una diferencia de dos años y crecieron tan unidos como pudieran estarlo dos hermanos. Hidalgo era el primogénito, y fue el primero en asumir el título de Rey a la Espera al cumplir los dieciséis años de edad. Su padre lo envió casi de inmediato a zanjar una disputa fronteriza con los Estados de Chalaza. A partir de aquel momento, rara era la ocasión en que pasaba más de unos pocos meses seguidos en Torre del Alce. Ni aun después del matrimonio de Hidalgo se le permitiría gozar de descanso alguno. No es que hubiese tantos alzamientos en las fronteras por aquel entonces, sino que Artimañas parecía empeñado en formalizar sus límites con todos sus vecinos. Muchas de aquellas diferencias se dirimían con la espada, aunque a medida que transcurría el tiempo Hidalgo ganaba en astucia, y empezó a recurrir primero a la diplomacia.

Había quienes decían que la asignación de aquel trabajo a Hidalgo era obra de su madrastra, la reina Deseo, que aspiraba a enviarlo a la muerte. Otros decían que era la forma que tenía Artimañas de alejar a su hijo mayor de la vista y de la autoridad de su nueva reina. El príncipe Veraz, condenado por su juventud a quedarse en casa, solicitaba oficialmente a su padre todos los meses que le permitiera seguir los pasos de su hermano. Todos los esfuerzos de Artimañas por interesarlo en sus propias responsabilidades caían en saco roto. El príncipe Veraz cumplía con las labores que se le encargaban, pero que nadie piense ni por un momento que no preferiría estar en compañía de su hermano mayor. Por fin, cuando Veraz acababa de cumplir veinte años, tras seis años de solicitar un mes sí y otro también que se le permitiera seguir a su hermano, Artimañas le concedió su deseo a regañadientes.

A partir de ese día y hasta el día en que, cuatro años después, Hidalgo abdicara y Veraz asumiera el título de Rey a la Espera, los dos príncipes trabajaron como uno solo en la formalización de fronteras, tratados y acuerdos comerciales con los territorios que lindaban con los Seis Ducados. El talento del príncipe Hidalgo consistía en saber entenderse con las personas, tanto en grupo como por separado. El de Veraz era la atención a los detalles de los acuerdos, la precisión de los mapas que delineaban las fronteras convenidas y el apoyo de su hermano en su autoridad como soldado y príncipe.

El príncipe Regio, el menor de los hijos de Artimañas y el único de la reina Deseo, pasó toda su juventud en casa, en la corte, donde su madre puso todo su empeño en criarlo como candidato al trono.

Emprendí el regreso a Torre del Alce con una sensación de alivio. No era la primera vez que realizaba una tarea parecida para mi rey, pero nunca había llegado a regocijarme en mi trabajo como asesino. Me alegraba de que Virago me hubiera insultado y atosigado, pues eso había hecho más soportable mi tarea. Aun así, había sido una mujer preciosa, y una excelente guerrera. Era un desperdicio y no me enorgullecía de mi trabajo, salvo en lo tocante a haber cumplido las órdenes de mi rey. En eso pensaba mientras Hollín coronaba la última loma que me separaba de mi hogar.

Miré colina arriba y me costó creer lo que vi. Kettricken y Regio a caballo. Cabalgaban el uno al lado del otro. Juntos. Parecían la ilustración de alguna de las mejores vitelas de Cerica. Regio estaba vestido de escarlata y oro, con lustrosas botas negras y guantes de este mismo color. Llevaba su capa de montar echada sobre un hombro, lo que desplegaba el brillante contraste de colores que ondeaban al viento de la mañana. La brisa había dado una pincelada de rojo a sus mejillas y desbarataba el preciso arreglo de sus rizos negros. Tenía un brillo en sus ojos oscuros. Casi parecía un hombre, pensé, a horcajadas sobre el alto caballo negro que con tanto garbo caminaba. Podría ser así si quisieran en vez del lánguido príncipe que siempre tenía un vaso de vino en la mano y una dama a su lado. Otro desperdicio.

Ah, pero la dama que lo acompañaba era otro cantar. Comparada con el séquito que los seguía, lucía como una rara flor extranjera. Montaba a horcajadas con pantalones holgados, y aquel púrpura azafrán no había salido de ninguna cuba de tinte de Torre del Alce. Los pantalones estaban adornados con intrincados bordados de ricos colores, metidos por dentro de sus botas, que le llegaban casi hasta la rodilla; Burrich hubiera aprobado el carácter práctico de aquella medida. Se cubría, en vez de con una capa, con una chaquetilla de voluminoso pelo blanco, con el cuello alto para resguardarse del viento. Un zorro blanco, deduje, cazado en la tundra del extremo más alejado de las montañas. Llevaba unos guantes negros. El viento había jugado con su largo cabello rubio, desplegándolo y enredándoselo sobre los hombros. Se tocaba con un gorro de lana de todos los colores imaginables. Se sentaba erguida y echada hacia delante en su silla, al estilo de la montaña, por lo que parecía que Paso Suave estuviera bailando en lugar de caminando. El arnés de la yegua alazana estaba cuajado de diminutos cascabeles de plata que repicaban como témpanos de hielo en la fría mañana. Comparada con las demás mujeres con sus voluminosas faldas y capas, parecía tan ágil como una gata.

Me trajo a la mente una guerrera exótica salida de los climas del norte, o una aventurera escapada de alguna crónica antigua. La distinguía de sus damas de compañía, no de la forma en que muestra una mujer de alta cuna y finos adornos su posición entre las menos nobles, sino más bien del modo en que se distinguiría un halcón enjaulado entre aves canoras. No estaba seguro de que debiera mostrarse así ante sus súbditos. El príncipe Regio cabalgaba al lado de Kettricken, sonriendo y charlando con ella. Su conversación era animada, salpicada de risas frecuentes. Al acercarme, dejé que Hollín aminorara el paso. Kettricken tiró de las riendas, sonriendo, y se habría detenido para saludarme, pero el príncipe Regio asintió fríamente e impulsó su caballo al trote. La yegua de Kettricken, para no quedarse rezagada, tiró de su bocado y se mantuvo a la par de él. Recibí la misma bienvenida por parte de quienes paseaban tras la reina y el príncipe. Me detuve para dejarlos pasar y luego proseguí mi camino hacia Torre del Alce con el ánimo alterado. Kettricken tenía el rostro jovial, las mejillas sonrosadas por la brisa fría, y las sonrisas que dedicaba a Regio estaban impregnadas de la diversión genuina que todavía me regalaba en ocasiones. Pero me costaba creer que fuese tan ingenua como para confiar en él.

Éstas eran mis cavilaciones mientras desensillaba a Hollín y la cepillaba. Me había agachado para echar un vistazo a sus cascos cuando presentí que Burrich me observaba por encima de la pared del compartimiento.

—¿Desde cuándo? —le pregunté.

Él sabía a qué me refería.

—Empezó a los pocos días de tu partida. La trajo aquí un día y me habló con franqueza, diciendo que le parecía una lástima que la reina se pasara todo el día encerrada en el castillo. Estaba acostumbrada al aire libre y a la vida campechana de las montañas. Dijo haber consentido en dejarse convencer por ella para que le enseñara a montar a la usanza de las tierras bajas. Luego me hizo ensillar a Paso Suave con la silla que había encargado Veraz para su reina, y allá que se fueron. En fin, ¿qué querías que hiciera o dijera yo? —preguntó ferozmente cuando me giré para dirigirle una mirada inquisitiva—. Tú mismo lo dijiste. Somos hombres del rey. Leales. Y Regio es príncipe de la casa de los Vatídico. Aunque fuera lo bastante desleal como para contrariarlo, ahí estaba mi Reina a la Espera, aguardando que le buscase un caballo y se lo ensillara.

Un leve gesto de mi mano recordó a Burrich que sus palabras rayaban en la traición. Entró en el compartimiento conmigo y rascó las orejas de Hollín con semblante pensativo mientras yo acababa de arreglarla.

—No podías hacer nada —admití—. Pero no dejo de preguntarme qué se propone en realidad. Y por qué lo tolera ella.

—¿Que qué se propone? No sé, volver a ganarse su favor, a lo mejor. No es ningún secreto que se aburre en el castillo. Oh, habla sin rodeos con todo el mundo. Pero es demasiado sincera como para convencer a los demás de que es feliz cuando no es así.

—Es posible —le concedí a regañadientes. Levanté la cabeza tan de repente como un perro cuando silba su amo—. Tengo que irme. El Rey a la Espera Veraz…

Dejé la frase inacabada. No era preciso que informara a Burrich de que había sido convocado por medio de la Habilidad. Me eché al hombro las alforjas cargadas con los pergaminos trabajosamente copiados y me dirigí al castillo.

No me entretuve cambiándome de ropa, ni siquiera me demoré en las cocinas para calentarme con sus fogones, sino que subí directamente a la sala de mapas de Veraz. La puerta estaba entreabierta, llamé una vez y entré. Veraz estaba encorvado sobre un mapa clavado en su mesa. Apenas si me miró de soslayo para reconocer mi presencia. Me aguardaba ya un humeante vaso de vino especiado, y había una generosa bandeja de fiambres y pan sobre una mesa cerca de la chimenea. Al rato se enderezó.

—Te bloqueas demasiado bien —dijo Veraz a modo de bienvenida—. Llevo tres días intentando transmitirte que te dieras prisa, ¿y cuándo te das cuenta por fin de que te he Habilitado? Cuando ya estás en mis establos. Te voy a decir una cosa, Traspié, tenemos que sacar tiempo de alguna parte para enseñarte a controlar mejor tu Habilidad.

Yo sabía que no sacaríamos ese tiempo de ninguna parte. Eran demasiados los asuntos que requerían su atención. Como de costumbre, abordó su preocupación de inmediato.

—Forjados —dijo.

Sentí cómo me recorría la columna un escalofrío ominoso.

—¿Han vuelto a atacar los corsarios? ¿En pleno invierno? —pregunté con incredulidad.

—No. Al menos nos hemos librado de eso. Pero al parecer los corsarios pueden irse a sus hogares tranquilamente y sembrar todavía su veneno entre nosotros. —Hizo una pausa—. Bueno, adelante. Entra en calor y come algo. Puedes masticar y escuchar al mismo tiempo.

Mientras disfrutaba del vino y la comida, Veraz me contó lo ocurrido.

—Es el mismo problema de siempre. Los informes hablan de forjados que roban y asaltan, no sólo a los viajeros, sino también granjas y casas aisladas. He hecho averiguaciones y los informes son veraces. Pero los ataques se producen lejos de los escenarios de cualquier saqueo, y en todos los casos los testigos afirman que no se trata de uno o dos forjados, sino de grupos enteros de ellos que actúan organizadamente.

Consideré sus palabras un momento y tragué antes de hablar.

—No creo que los forjados sean capaces de agruparse ni de formar ningún tipo de asociación. Cuando te encuentras con ellos, descubres que carecen de sentido de la… comunidad. Pueden hablar, y razonar, pero siempre en términos egoístas. Son como glotones dotados de la facultad del habla. Sólo les importa su propia supervivencia. Ven a sus congéneres como rivales con los que compiten por la comida o cualquier tipo de confort.

Rellené mi vaso, agradecido por el calor que infundía el vino. Al menos paliaba el frío físico. La helada idea del gris aislamiento de los forjados era inmune a sus efectos.

Había sido la Maña lo que me había permitido averiguar aquello acerca de los forjados. Su afinidad con el resto del mundo se había embotado hasta tal punto que apenas si había logrado sentirlos en absoluto. La Maña me proporcionaba cierto acceso a esa red que une a todas las criaturas, pero los forjados estaban al margen de dicha red, aislados como piedras, hambrientos, implacables e impredecibles como una tormenta o un río desbordado. Mi inesperado encuentro con uno había sido tan sobrecogedor como si se hubiera alzado una roca para atacarme.

Veraz se limitó a asentir, meditabundo.

—Pero incluso los lobos, animales que son, atacan en manada. Igual que cazan ballenas los peces arpón. Si estos animales pueden agruparse para procurarse su sustento, ¿por qué no los forjados?

Solté el pan que había cogido.

—Los lobos y los peces arpón hacen lo que les dicta su naturaleza y comparten la carne con sus crías. No caza cada uno su parte, sino que proporcionan carne a toda la manada. He visto grupos de forjados, pero no actúan organizadamente. Aquella vez que me atacaron varios forjados, lo único que me salvó fue que pude enfrentarlos entre sí. Dejé caer la capa que ansiaban y se pelearon por ella. Y cuando volvieron a buscarme más tarde, se entorpecieron mutuamente más que se ayudaron. —Hube de esforzarme por mantener la voz firme al rememorar aquella noche. Herrero había muerto esa noche, y yo maté por primera vez—. Pero no luchan juntos. Eso está por encima de los forjados, la idea de cooperar para beneficio de todos.

Levanté la cabeza y pude ver los ojos oscuros de Veraz cargados de lástima.

—Había olvidado que tienes experiencia enfrentándote a ellos. Perdona. No creas que no lo tengo en cuenta. Es sólo que últimamente me acosan los problemas. —Se le apagó la voz y pareció prestar atención a algo en la lejanía. Transcurrido un momento volvió en sí—. En fin. Según tú no pueden cooperar. Pero lo hacen, al parecer. Ven, mira. —Y pasó la mano suavemente por el mapa que estaba extendido sobre la mesa—. He estado señalando las fuentes de protestas y llevo el cómputo de cuántos se dice que había. ¿Qué te parece esto?

Me puse a su lado. Estar cerca de Veraz era ahora como arrimarse a una especie de chimenea. La fuerza de la Habilidad irradiaba de él. Me pregunté si pugnaba por mantenerla a raya, si amenazaba siempre con escapar a su control y propagar su conciencia por todo el reino.

—El mapa, Traspié —me recordó, y me pregunté hasta qué punto podía leerme la mente.

Me propuse concentrarme en la tarea que tenía entre manos. El mapa mostraba Gama en prodigioso detalle. A lo largo de la costa estaban marcadas las marismas y los lagos poco profundos, al igual que los hitos del interior y las carreteras menos transitadas. Era un mapa trazado con cariño por alguien que había recorrido aquella zona a pie, a caballo y en barco. Veraz había empleado gotas de cera roja a modo de indicadores. Las estudié, esforzándome por ver qué era lo que le preocupaba realmente.

—Siete incidentes distintos. —Extendió una mano para tocar sus marcadores—. Algunos a un día de caballo de Torre del Alce. Pero no hemos sufrido saqueos tan cerca, así que, ¿de dónde podrían haber salido esos forjados? Podrían haber sido expulsados de sus aldeas natales, claro, pero ¿por qué iban a converger todos en Torre del Alce?

—Quizá se trate de gentes desesperadas que se fingen forjados cuando roban a sus vecinos.

—Es posible. Pero resulta preocupante que los incidentes se produzcan cada vez más cerca de Torre del Alce. Hay tres grupos distintos, a tenor de las declaraciones de las víctimas. Pero cada vez que se denuncia un robo, o una incursión en un granero, o el sacrificio de una res en el campo, es como si el grupo responsable hubiera avanzado hacia Torre del Alce. No se me ocurre por qué harían algo así los forjados. Y —me interrumpió antes de que yo pudiera replicar nada-las descripciones encajan con las de otro ataque, denunciado hace más de un mes. Si se trata de los mismos forjados, han recorrido un largo camino en ese tiempo.

—No parece obra de forjados —dije para luego preguntar, con reservas—: ¿Sospechas que se trata de algún tipo de conspiración?

Veraz soltó un bufido de exasperación.

—Desde luego. ¿Dónde no veo conspiraciones? Pero al menos en este caso creo que puedo buscar la raíz fuera de Torre del Alce. —Se calló de golpe, como si acabara de reparar en la gravedad de sus palabras—. Ocúpate de esto por mí, ¿quieres, Traspié? Sal por ahí y abre bien los oídos. Dime de qué se habla en las tabernas y qué indicios encuentras en las carreteras. Recaba chismes relativos a otros ataques y no pierdas de vista los detalles. ¿Podrás hacer eso por mí?

—Naturalmente. Pero ¿por qué tanto sigilo? Se diría que si alertamos a la población, nos enteraríamos antes de lo que ocurre.

—Nos enteraríamos de algo, por supuesto. De más rumores y muchas más quejas. Por ahora son protestas individuales. Creo que soy el único que ha encontrado un patrón en los asaltos. No quiero que Torre del Alce se levante en armas quejándose de que su rey ni siquiera puede proteger su capital. No. Sigilo, Traspié. Sigilo.

—Investigar con sigilo.

No era una pregunta.

Veraz encogió levemente sus fuertes hombros, pero más bien como alguien que cambia su carga de sitio, no como si se hubiera librado de ella.

—Pon freno a esto si puedes. —Su voz sonaba apagada y fijó la vista en las llamas—. Con sigilo, Traspié. Con mucho sigilo.

Asentí despacio. Tampoco era la primera vez que recibía ese tipo de encargo. Asesinar forjados no me molestaba tanto como matar a un hombre. A veces me imaginaba que estaba poniendo fin a los sufrimientos de un alma, acabando con la angustia de una familia. Rezaba para no volverme un experto en engañarme a mí mismo. Un asesino no podía permitirse esos lujos. Chade me había advertido de que siempre debía tener presente lo que era en realidad. No un ángel redentor, sino un asesino que actuaba por el bien de su rey. O su Rey a la Espera. Era mi deber garantizar la seguridad del trono. Mi deber. Vacilé antes de hablar.

—Mi príncipe. Me he encontrado por el camino con nuestra Reina a la Espera Kettricken. Cabalgaba junto al príncipe Regio.

—Hacen buena pareja, ¿verdad? ¿Qué tal monta su caballo?

Veraz no podía eliminar toda la amargura de su voz.

—Bien. Aunque todavía al estilo de las montañas.

—Vino a verme, diciendo que deseaba aprender a montar mejor nuestros pequeños caballos de las tierras bajas. Apoyé la idea. No sabía que iba a escoger a Regio como maestro de equitación.

Veraz se inclinó estudiando en el mapa algún detalle inexistente.

—A lo mejor esperaba que pudieras enseñarla tú.

Hablé de forma irreflexiva, al hombre, no al príncipe.

—A lo mejor. —Suspiró de repente—. Ah, ya sé que lo esperaba. Kettricken se siente sola a veces. A menudo.

Meneó la cabeza. Tendría que haberse casado con alguien más joven, con más tiempo libre. O con un rey cuyo reino no se encontrara al borde de la guerra y el desastre. No le hago justicia, Traspié. Lo sé. Pero es que es tan… joven. A veces. Y cuando no es su juventud, es su exacerbado patriotismo. Arde en deseos de sacrificarse por los Seis Ducados. Siempre tengo que contenerla, decirle que no es eso lo que necesitan los Seis Ducados. Es como un tábano. No me deja respirar, Traspié. Cuando no quiere juguetear como una chiquilla, me acribilla a preguntas sobre alguna crisis en la que me gustaría dejar de pensar por unos momentos.

Pensé en ese instante en la testaruda búsqueda de la frívola Paciencia por parte de Hidalgo, y me pareció atisbar el motivo. Una mujer que era una vía de escape para él. ¿A quién habría escogido Veraz si la elección hubiera estado en sus manos? Seguramente a alguien mayor, a una mujer apacible llena de calma y serenidad interiores.

—Qué harto estoy —dijo Veraz en voz baja. Se sirvió otro vaso de vino con especias y se acercó a la chimenea para dar un sorbo—. ¿Sabes lo que me gustaría?

En realidad no era una pregunta. No me molesté en responder.

—Me gustaría que tu padre estuviera vivo y fuese el Rey a la Espera. Y que yo fuera todavía su mano derecha. Me diría lo que tenía que hacer y yo haría lo que me pidiese. Estaría en paz conmigo mismo, sin importar lo duro que fuese mi trabajo, pues estaría convencido de su capacidad para hacer lo correcto. ¿Sabes lo fácil que es, Traspié, seguir a alguien en quien crees?

Me miró por fin a los ojos.

—Mi príncipe —dije con un hilo de voz—. Creo que sí.

Por un momento Veraz se quedó paralizado. Luego dijo:

—Ah.

Retuvo mi mirada con la suya y no me hizo falta la calidez de la Habilidad para sentir la gratitud que me envió. Se apartó de la chimenea, se irguió. Volvía a estar en presencia de mi Rey a la Espera. Me despidió con un ademán imperceptible y salí de su cuarto. Mientras subía las escaleras hacia mi cuarto, por primera vez en mi vida me pregunté si no debería sentirme afortunado por haber nacido siendo un bastardo.