5

La Estrategia

Sin duda existe un antiguo código de conducta, y sin duda sus costumbres fueron más estrictas que las nuestras de hoy en día. Pero me atrevería a decir que no nos hemos alejado tanto de dichas costumbres como para haberlas olvidado por completo. La palabra de un guerrero sigue siendo su más preciada prenda, y entre quienes trabajan codo con codo no hay nadie más despreciable que aquel que miente a sus camaradas o acarrea la deshonra sobre ellos. Las leyes de la hospitalidad todavía prohíben que quien comparta la sal a la mesa de alguien derrame sangre en su suelo.

El invierno arreciaba en torno al castillo de Torre del Alce. Las tormentas procedían del mar para aporrearnos con su furia helada y luego partir. La nieve seguía su estela, grandes ventiscas que congelaban las almenas y les conferían el aspecto de tartas espolvoreadas con azúcar. La impenetrable oscuridad de las largas noches duraba cada vez más, y en las noches despejadas las estrellas ardían frías sobre nuestras cabezas. Tras mi largo viaje desde el Reino de las Montañas, la ferocidad del invierno no me resultaba tan amenazadora como antaño. Mientras realizaba mis rondas diarias entre el establo y el antiguo cochinero, el frío me encendía las mejillas y la escarcha me apelmazaba las pestañas, pero sabía en todo momento que cerca tenía un hogar y una chimenea encendida. Las tormentas y las grandes heladas que nos rugían como lobos a las puertas eran al mismo tiempo las bestias guardianas que mantenían a los corsarios de la Vela Roja lejos de nuestras orillas.

El tiempo se me hacía eterno. Me reunía con Kettricken a diario, como sugiriera Chade, pero nuestro desasosiego era demasiado similar. Estoy seguro de que la irritaba tanto como ella a mí. No me atrevía a pasar demasiadas horas con el cachorro, por temor a establecer vínculos con él. No tenía más quehaceres obligatorios. Los días tenían demasiadas horas y las llenaba todas con pensamientos sobre Molly. Por las noches era aún peor, pues entonces mi mente somnolienta escapaba a mi control y mis sueños se inundaban de mi Molly, mi vendedora de velas con sus radiantes faldas rojas, tan apagada y tímida ahora con su azul propio de las criadas. Ya que no podía acercarme a ella durante el día, en mis sueños la cortejaba con una ansiedad y una energía que despierto jamás hubiera conseguido reunir. Cuando paseábamos por la playa después de una tormenta, caminábamos de la mano. Mis besos eran competentes, faltos de inseguridad, y la miraba a los ojos sin secretos que ocultar. Nadie podía tenerla alejada de mí. En mis sueños.

Al principio, el adiestramiento de Chade me indujo a espiarla. Sabía qué habitación de la planta de los sirvientes era la suya, sabía cuál era su ventana. Averigüé, sin proponérmelo, el horario de sus idas y venidas. Me daba vergüenza plantarme donde pudiera escuchar sus pasos en la escalera y atisbarla fugazmente saliendo del mercado con sus compras, pero por mucho que lo intentara, no conseguía resistirme a estar allí. Sabía con qué criadas había trabado amistad. Aunque no pudiera hablar con ella, a las demás sí podía saludarlas y charlar un rato con ellas, siempre con la esperanza de que mentaran a Molly aunque fuese de pasada. La extrañaba con desesperación. Me costaba conciliar el sueño y había perdido el apetito. Nada suscitaba mi interés.

Una tarde me encontraba sentado en la sala de guardia, frente a la cocina. Había descubierto un lugar en la esquina donde podía apoyarme en la pared y posar las botas en el banco de delante para disuadir toda posible compañía. Una jarra de cerveza que ya llevaba horas caliente descansaba enfrente de mí. Carecía aún de la ambición necesaria para beber hasta sumirme en el estupor. Miraba sin ver nada, procurando no pensar, cuando el banco desapareció de golpe debajo de mis pies. A punto estuve de caerme del asiento antes de recuperarme y ver a Burrich acomodándose delante de mí.

—¿Qué te preocupa? —preguntó sin preámbulos. Se acercó a mí y bajó la voz sólo para mis oídos—. ¿Has sufrido otro ataque?

Volví a clavar la mirada en la mesa. Respondí en el mismo tono.

—Algún que otro temblor, pero ataques de verdad no. Parece que sólo me asaltan si hago sobreesfuerzos.

Asintió solemnemente y esperó. Levanté la cabeza y me topé de frente con sus ojos oscuros. La preocupación que habitaba en ellos removió algo en mi interior. Meneé la cabeza, mudo de improviso.

—Se trata de Molly —dije al cabo.

—¿No has podido averiguar adonde fue?

—No. Si está aquí, en Torre del Alce, trabajando de criada para Paciencia. Pero ésta no me deja verla. Dice…

Burrich había desorbitado los ojos al escuchar mis primeras palabras. Miró entonces a nuestro alrededor y luego indicó la puerta con un cabeceo. Me levanté y lo seguí hasta los establos, y desde allí hasta su cuarto. Me senté a su mesa, frente a su chimenea, y sacó su excelente brandy de Haza y dos copas. A continuación cogió sus útiles de zurcir el cuero y su perpetuo montón de arneses a reparar. Me entregó un ronzal que precisaba un nuevo revestimiento. Para él, eligió un brocado inscrito en la falda de una silla de montar. Ocupó su taburete y me miró.

—Esta Molly. ¿La habré visto entonces, en los lavaderos, con Cordonia? ¿Va siempre con la cabeza alta? ¿Con brillos rojos en la crin?

—En el pelo —lo corregí a regañadientes.

—Buenas caderas. No tendrá problemas para parir —dijo con aprobación.

Lo fulminé con la mirada.

—Gracias —dije con voz glacial.

Esbozó una sonrisa que me desconcertó.

—Enfádate. Prefiero verte así que compadeciéndote de ti mismo. Va. Cuenta.

Y se lo conté. Le conté seguramente mucho más de lo que le hubiera confiado en la sala de guardia, pues aquí estábamos solos, el brandy era un cálido reguero en mi gaznate y me rodeaban las familiares vistas, aromas y trabajos de su cuarto. Si alguna vez me había sentido a salvo, era allí. Parecía seguro revelarle mi dolor. No habló ni hizo comentario alguno. Aun cuando hube concluido mi relato, guardó silencio. Vi cómo frotaba tintura en las líneas del alce que había labrado en el cuero.

—Bueno. ¿Qué debería hacer? —me oí preguntar.

Dejó su labor encima de la mesa, apuró su brandy y volvió a llenarse la copa. Paseó la mirada por su habitación.

—Está claro que me lo preguntas porque ya te has dado cuenta del tremendo éxito que he tenido a la hora de procurarme una amante esposa y muchos hijos.

La amargura de su voz me sorprendió, pero antes de que pudiera reaccionar soltó una risotada ahogada.

—No me hagas caso. En definitiva, la decisión la tomé yo, y eso fue hace mucho tiempo. Traspié Hidalgo, ¿qué crees tú que deberías hacer?

Lo observé malhumorado.

—¿Qué fue lo que empezó los problemas? —Ante mi silencio, insistió—: ¿No acabas de decirme que la cortejaste como un niño, cuando ella pensaba que lo hacías como un hombre? Buscaba un hombre. Así que deja de enfurruñarte como un crío enfurruñado. Sé un hombre.

Se bebió la mitad de su brandy y rellenó ambas copas.

—¿Cómo? —quise saber.

—Igual que has demostrado ser un hombre en todo lo demás. Acepta la disciplina, estáte a la altura de la empresa. No puedes verla, vale. Si conozco un poco a las mujeres, eso no significa que ella no te vea. Tenlo presente. Mírate. Tienes el pelo que parece el abrigo de invierno de un pony, apostaría lo que fuese a que no te has cambiado de camisa en una semana, y estás más flaco que un potrillo en invierno. No creo que vayas a recuperar su respeto de esta forma. Come bien, aséate a diario, y por el amor de Eda, haz un poco de ejercicio en vez de abotargarte en la sala de guardia. Búscate algo que hacer y entrégate a ello.

Acepté su consejo asintiendo despacio. Sabía que tenía razón. Pero no pude evitar protestar:

—Pero nada de eso servirá de algo si Paciencia sigue impidiéndome ver a Molly.

—A la larga, muchacho, no se trata de Paciencia y de ti. Se trata de ti y de Molly.

—Y del rey Artimañas —añadí con ironía.

Me miró con gesto interrogante.

—Según Paciencia, un hombre no puede ser fiel a su rey y al mismo tiempo entregar todo su corazón a una mujer. «No caben dos sillas en el mismo caballo», me dijo. Ella, que se casó con un Rey a la Espera y se conformó con el poco tiempo que él podía dedicarle.

Estiré el brazo para entregar a Burrich el ronzal reparado.

No lo cogió. Se había quedado con la copa de brandy a medio camino de los labios. La dejó sobre la mesa con tanta fuerza que el líquido saltó y se derramó por el borde.

—¿Eso te dijo? —me preguntó con voz ronca.

Sus ojos perforaban los míos.

Asentí lentamente.

—Dijo que no sería honorable esperar que Molly se conforme con el poco tiempo libre que me conceda el rey.

Burrich se reclinó en su silla. Una cadena de emociones enfrentadas surcaba sus rasgos. Volvió la mirada hacia la chimenea, y luego a mí de nuevo. Por un momento pareció a punto de decir algo. Luego enderezó la espalda, se bebió su brandy de un solo trago y se puso en pie de golpe.

—Esto está demasiado tranquilo. ¿Por qué no bajamos a la ciudad de Torre del Alce?

Al día siguiente me levanté e hice caso omiso del martilleo en mi cabeza para aplicarme a la tarea de no conducirme como un crío enamorado. La impetuosidad y la irreflexión propias de los niños habían tenido la culpa de que perdiera a Molly. Me propuse hacer gala de la serenidad de un adulto. Si matando el tiempo era como podría llegar hasta ella, seguiría el consejo de Burrich y aprovecharía de la mejor manera ese tiempo.

De modo que me levantaba temprano todos los días, incluso antes que los cocineros encargados del desayuno. En la intimidad de mi cuarto, practicaba estiramientos y luego ensayaba movimientos de lucha con una escoba vieja. Me ejercitaba hasta acabar sudoroso y mareado y luego bajaba a los baños para desfogarme. Poco a poco, muy poco a poco, comencé a recuperar energías. Gané peso y empecé a poner músculos sobre los huesos. La ropa nueva que me había entregado la señora Premura empezó a quedarme bien. Seguía sin verme libre de los temblores que me asaltaban a veces, pero los ataques eran cada vez menos y siempre conseguía volver a mis aposentos antes de sufrir la vergüenza de desplomarme. Paciencia me dijo que había recuperado el color, mientras que Cordonia disfrutaba cebándome a la menor ocasión. Comenzaba a sentirme yo mismo de nuevo.

Compartía la mesa con los guardias todas las mañanas, donde la cantidad ingerida siempre era más importante que los modales. Al desayuno seguía un paseo a los establos, para sacar a Hollín a trotar por la nieve y mantenerla en buena forma. Cuando la devolvía a la cuadra, me solazaba ocupándome de ella con mis propias manos. Antes de nuestras desventuras en el Reino de las Montañas, Burrich y yo nos habíamos visto enfrentados por mi empleo de la Maña. Había llegado a prohibirme la entrada en los establos. De ahí que me produjera algo más que satisfacción el hecho de cepillarla y darle la cebada yo mismo. Me gustaba el ambiente bullicioso de los establos, el cálido olor de las bestias y los rumores del castillo, contados como sólo los mozos de cuadra saben contarlos. Si tenía suerte, Manos o Burrich se tomaban un respiro para venir a charlar conmigo. Otras veces, en días de más trabajo, me entregaba a la agridulce satisfacción de verlos discutir la tos de un semental, o diagnosticar la enfermedad de algún cerdo traído al castillo por un granjero. En tales ocasiones tenían poco tiempo que dedicar a galanterías y, sin proponérselo, me excluían de su círculo. Así debía ser. Yo había emprendido otra vida. No podía esperar que la antigua me estuviera esperando entreabierta eternamente.

Esa idea no era óbice para que sintiera una punzada de culpabilidad cada vez que me escapaba a hurtadillas a la cabaña abandonada detrás de los graneros. La cautela era mi fiel compañera. La paz que había reencontrado con Burrich no estaba tan consolidada como para ser algo que yo diera por sentado; recordaba perfectamente cuan dolorosa había sido la pérdida de su amistad. Si Burrich llegara a sospechar que había reincidido en el empleo de la Maña, su rechazo sería igual de rápido y terminante que antaño. Todos los días me preguntaba por qué exactamente estaba dispuesto a poner en juego su amistad y respeto por culpa de un cachorro de lobo.

La única respuesta que se me ocurría era que no tenía elección. Dar la espalda a Lobezno sería como dársela a un niño encerrado y muerto de hambre. Para Burrich, la Maña que en ocasiones me permitía abrirme a la mente de los animales era una perversión, una debilidad repulsiva indigna de cualquier hombre recto. Me había confesado incluso su aptitud latente para ella, pero insistía tercamente en el hecho de que jamás la había empleado. Si lo hacía, lo cierto era que yo no lo había descubierto nunca. No podía decirse lo contrario. Con una agudeza extraordinaria, siempre había sabido cuándo me sentía atraído por un animal. De pequeño, mi indulgencia en la Maña con cualquier bestia solía merecerme un pescozón o una airada reprimenda para enviarme de vuelta a mis responsabilidades. Cuando vivía con Burrich en los establos, hizo todo lo que estaba en su mano para impedir que me vinculara a ningún animal. Lo había logrado siempre, salvo en dos ocasiones. El insoportable dolor que me supuso la pérdida de mis compañeros de lazo me había convencido de que Burrich tenía razón. Sólo un necio se entregaría a algo que conducía inevitablemente a una pérdida tan grande. De modo que eso me convertía en un necio, antes que un hombre recto capaz de dar la espalda a las súplicas de un cachorro famélico y apaleado.

Rapiñaba huesos, cortezas y tiras de carne, y hacía lo posible para que nadie, ni siquiera Perol o el bufón, supieran de mis actividades. Me esforzaba lo indecible para variar la hora de mis visitas diarias, y todos los días seguía un camino distinto para no dejar un rastro demasiado visible que condujera a la cabaña derruida. Más complicado había sido sustraer de los establos paja limpia y una manta de caballo vieja. Pero lo había conseguido.

Daba igual cuándo apareciera, Lobezno siempre estaba esperándome. No se trataba únicamente de la vigilia propia de un animal que aguarda su comida. Se daba cuenta de cuándo emprendía mi paseo diario a la cabaña oculta tras los graneros y me esperaba. Sabía cuándo guardaba galletas de jengibre en los bolsillos y pronto se aficionó a ellas. No es que hubieran desaparecido sus reservas hacia mí. No. Percibía su recelo, y el modo en que se encogía cada vez que me ponía a su alcance. Pero con cada día que pasaba sin que lo golpeara, con cada trozo de carne que le traía, colocaba una nueva tabla en el puente que nos unía. Era una relación que no quería alentar. Procuraba mantenerme ajeno a él, conocerlo lo menos posible por medio de la Maña. Temía que pudiera perder el instinto salvaje que necesitaría para sobrevivir por su cuenta. Una y otra vez se lo advertía: «Tienes que permanecer escondido. Todas las personas son un peligro para ti, y también todos los perros. Debes quedarte dentro de este edificio y no hacer ruido si se acerca alguien».

Al principio le resultaba fácil obedecer. Estaba tremendamente flaco y se abalanzaba sin demora sobre la comida que le traía para devorarla. Por lo general se quedaba dormido en su lecho antes de que yo saliera de la cabaña, o me vigilaba celosamente mientras roía tumbado algún hueso sabroso. Pero al alimentarse como era debido, disponer de espacio para moverse y haberme perdido el miedo, el carácter juguetón innato en todos los cachorros comenzó a hacerse notar. Se aficionó a saltar sobre mí en ataques simulados en cuanto se abría la puerta, y a expresar su predilección por los nudosos huesos de ternera con gruñidos y gañidos. Cuando lo amonestaba por hacer demasiado ruido, o por las marcas que delataban sus incursiones nocturnas en los campos nevados tras la cabaña, se acobardaba ante mi enfado.

Pero en esas ocasiones percibía asimismo el salvajismo enmascarado en sus ojos. No reconocía mi autoridad. Tan sólo una suerte de veteranía dentro de la manada. Aguardaba el momento en que pudiera tomar sus propias decisiones. Por doloroso que resultara a veces, así debía ser. Lo había rescatado con el firme propósito de devolverle la libertad. Dentro de un año no sería más que otro lobo aullando a lo lejos en la noche. Esto se lo repetía constantemente. Al principio, cuando preguntaba cuándo podría salir del maloliente castillo y de las infranqueables murallas de piedra que lo cercaban, le prometía que pronto, en cuanto hubiera recuperado las fuerzas, en cuanto quedaran atrás las peores nevadas del invierno y pudiera apañárselas solo. Pero conforme transcurrían las semanas y las tormentas le recordaban lo cómoda que era su cama y lo sabrosa que era la carne que le daba, sus preguntas se hicieron menos frecuentes. A veces se me olvidaba recordárselo.

La soledad me carcomía por dentro. Por las noches me preguntaba qué ocurriría si subía furtivamente las escaleras y llamaba a la puerta de Molly. De día me contenía para no vincularme al pequeño cachorro que tanto dependía de mí. En el castillo sólo había otra criatura tan solitaria como yo.

—Seguro que tienes otras cosas que hacer. ¿Por qué vienes a verme todos los días? —me preguntó Kettricken con la franqueza propia de las gentes de la montaña.

Era media mañana del día siguiente a una tormenta. La nieve caía en copos esponjosos y, pese al frío, Kettricken había ordenado que se abrieran los postigos de las ventanas para poder contemplar el paisaje. La habitación en que bordaba daba al mar y pensé que le fascinaban las inmensas y revueltas aguas. El color de sus ojos era equiparable al del agua ese día.

—Se me había ocurrido que os ayudaría a matar el tiempo de forma más agradable, mi Reina a la Espera.

—Matar el tiempo. —Suspiró. Apoyó la barbilla en su mano y se acodó para contemplar pensativa la nieve que caía. La brisa marina le alborotaba los pálidos cabellos—. Qué idioma más extraño, el vuestro. Habláis de matar el tiempo como hablaríamos en la montaña de sacrificar una res enferma. Como si fuera algo que se tuviera que exterminar.

Su doncella, Romero, sentada a sus pies, ocultó la risa tras sus manos. A nuestra espalda, sus dos damas de compañía cuchichearon con aprensión para luego inclinar con diligencia la cabeza de nuevo sobre su labor. La propia Kettricken había empezado a bordar una gran tela, ilustrada con el nacimiento de unas montañas y una cascada. No percibía que hubiera progresado gran cosa con ella. El resto de sus damas de compañía no se habían presentado ese día, pero habían enviado pajes con diferentes excusas para su ausencia. Jaquecas, en su mayoría. Ella no parecía comprender que la negligencia de su servicio constituía una afrenta. Yo no sabía cómo explicárselo, y había días en que me preguntaba si debería hacerlo. Ése era uno de esos días.

Cambié de postura en mi silla y crucé las piernas en el sentido contrario.

—Me refería a que, en invierno, Torre del Alce puede llegar a ser un lugar tedioso. El mal tiempo nos tiene encerrados a menudo; hay pocas distracciones.

—No ocurre lo mismo en los astilleros —me informó. Sus ojos adoptaron una expresión de curiosa avidez—. Allí están siempre atareados, hasta el último rayo de sol alumbra la colocación de grandes tablones y el combado de las planchas. Aunque el día esté gris o amenace tormenta, en las naves los armadores continúan serrando, moldeando y puliendo la madera. En las forjas de metal se producen cadenas y anclas. Hay quienes dibujan lonas robustas que serán velas y quienes las cortan y cosen. Veraz se pasea por allí, supervisándolo todo. Mientras yo me quedo aquí sentada con mis labores y me pincho los dedos y me dejo los ojos bordando flores y pájaros. Para que cuando haya terminado pueda dejar mi trabajo en un montón con el resto de los trapos de colores.

—Oh, trapos no, no, nunca, milady —saltó impulsivamente una de sus criadas—. Cómo, pero si vuestros bordados son apreciados en todas partes. En Torote, lord Shemshy ha colgado uno en sus aposentos privados, y el duque Kelvar de Garrón…

Kettricken atajó los cumplidos de la mujer.

—Preferiría zurcir una vela, con una enorme aguja de hierro o un huso de madera, para engalanar cualquiera de los barcos de mi marido. Ése sería un trabajo digno de mi tiempo, y de su respeto. En cambio, me dan juguetes para que me entretenga, como si fuese una niña mimada que no conociera el valor del tiempo bien empleado.

Volvió a asomarse a la ventana. Reparé entonces en el hecho de que el humo que salía de los astilleros era tan visible como el mar. Puede que hubiera confundido la dirección de su mirada.

—¿Queréis que vaya a buscar té y pastas, milady? —inquirió esperanzada una de sus damas de compañía.

Ambas estaban sentadas con los hombros embozados en sus respectivos chales. Kettricken no parecía sentir el aire frío que entraba a raudales por la ventana abierta, pero no debía de resultar agradable para quienes sufrían la corriente cosiendo en sus sillas.

—Si te apetece —respondió Kettricken con desinterés—. No tengo hambre ni sed. Al contrario, temo engordar como una oca de corral, sentada, bordando, comiendo y bebiendo todo el día. Me muero por hacer algo que merezca la pena. Dime la verdad, Traspié. Si no te sintieras obligado a venir a verme, ¿te pasarías el día haraganeando en tus aposentos? ¿O tejiendo en la penumbra?

—No. Pero claro, yo no soy la Reina a la Espera.

—A la espera. Ah, ahora entiendo de sobra el significado de esa mitad de mi título. —Una amargura como jamás había escuchado brotar de sus labios asomó a su voz—. ¿Y la otra mitad? En mi tierra, como bien sabes, no decimos reina. De estar allí ahora, de regir en vez de mi padre, me llamarían sacrificio. Es más, sería un sacrificio. Por el bien de mi tierra y mi pueblo.

—De estar allí ahora, en pleno invierno, ¿qué estarías haciendo? —pregunté, con la única intención de encontrar un tema de conversación más agradable.

Me equivoqué.

Se quedó callada y miró por la ventana.

—En las montañas —dijo en voz baja— nunca hay tiempo para el ocio. Yo era la más joven en la línea sucesoria, por lo que casi todos los deberes del sacrificio recaían sobre mi padre y mi hermano mayor. Pero como dice Jonqui, siempre hay trabajo más que de sobra por hacer. Aquí, en Torre del Alce, todo lo hacen los criados, a escondidas, y una sólo ve el resultado, la habitación recogida, la comida en la mesa. Quizá se deba a lo atestado que está este sitio.

Hizo una pausa momentánea y extravió la mirada.

—En Jhaampe, en invierno, el palacio y la misma ciudad atemperan su actividad. Nieva mucho y con fuerza, y el inmenso frío se cierne sobre la tierra. Los caminos menos transitados se pierden en invierno. Las ruedas se cambian por patines. Los visitantes de la ciudad hace tiempo que ya volvieron a sus hogares. En el palacio, en Jhaampe, sólo queda la familia, y quienes deciden quedarse para ayudarnos. No para servirnos, no, no exactamente. Tú has estado en Jhaampe. Sabes que allí no hay nadie que sirva exclusivamente, salvo la familia real. En Jhaampe me levantaría temprano para buscar el agua necesaria para preparar las gachas, y aguardaría mi turno para remover la cazuela. Keera, Sennick, Jofron y yo llenaríamos la cocina con nuestra conversación. Y todos los pequeños corretearían de acá para allá, entrando la leña, sacando los platos y hablando de mil cosas.

Se le quebró la voz y escuché el silencio de su soledad.

Al cabo, continuó:

—Si hubiera trabajo por hacer, pesado o no, todos contribuiríamos. He ayudado a combar y entrelazar las ramas de un cobertizo. Aun en pleno invierno, he ayudado a limpiar la nieve y levantar arcos nuevos para el tejado de una familia víctima de un incendio. ¿Crees que el sacrificio no puede dar caza a un viejo oso enfermo que se haya aficionado a matar cabras, o tensar una cuerda para impedir que las crecidas del río arrastren un puente?

—Aquí, en Torre del Alce, no ponemos en peligro a nuestras reinas —dije, lacónico—. Esa cuerda se puede enroscar en otro hombro, tenemos decenas de cazadores que competirían por el honor de despachar un asesino de ganado. Reina sólo tenemos una. Hay cosas que sólo la reina puede hacer.

En la habitación, detrás de nosotros, sus damas de compañía se habían olvidado de ella. Una había llamado a un paje y éste había vuelto con pastas y una tetera humeante. Conversaban entre sí, calentándose las manos con sus tazas. Les dediqué un sucinto vistazo para recordar bien qué damas habían escogido asistir a su reina. Kettricken, empezaba a darme cuenta, quizá no fuera la reina más fácil de asistir. Su doncella, Romero, estaba sentada en el suelo junto a la mesita de té, con ojos adormilados y una pasta aferrada entre sus manos diminutas. Deseé de repente volver a tener ocho años y poder jugar con ella.

—Sé de lo que hablas —respondió bruscamente Kettricken—. Estoy aquí para entregar un heredero a Veraz. Es una responsabilidad que no pretendo eludir, pues no me supone una carga sino un placer. Tan sólo desearía estar segura de que mi señor comparte mis sentimientos. Siempre está fuera, ocupado en la ciudad. Sé dónde está hoy; ahí abajo, viendo cómo nacen sus barcos de las tablas y planchas. ¿No podría estar a su lado sin correr peligro? Está claro que, si sólo yo puedo concebir su heredero, sólo él puede engendrarlo. ¿Por qué he de quedarme aquí encerrada mientras él se entrega a la tarea de proteger a nuestra gente? Ésa es una tarea que me correspondería compartir como sacrificio de los Seis Ducados.

Pese a haberme acostumbrado a la franqueza de las montañas durante el tiempo que pasé en ellas, seguía consternándome la sinceridad con que se expresaba. Eso instigó lo acalorado de mi respuesta. Me descubrí levantándome para pasar junto a ella y cerrar con fuerza los postigos contra la corriente de aire. Aproveché la proximidad para susurrarle ferozmente al oído:

—Si creéis que ése es el único deber de nuestra reina, os equivocáis gravemente, milady. Por hablar con la misma claridad que vos, descuidáis vuestra responsabilidad para con vuestras damas de compañía, que si están aquí este día es sólo para asistiros y conversar con vos. Pensad en eso. ¿Acaso no podrían manejar las mismas agujas en la calidez de sus habitaciones, o en compañía de la señora Premura? Suspiráis por lo que percibís como una tarea más importante, pero ante vos tenéis una tarea que el mismo rey es incapaz de afrontar. Estáis aquí para cumplirla. Reconstruid la corte de Torre del Alce. Convertidla en un lugar deseable y atractivo. Animad a sus damas y caballeros para que busquen la atención de su príncipe; conseguid que lo apoyen en sus empresas. Hace mucho que no hay una reina agradable en este castillo. En vez de quedaros mirando un barco que otras manos son más capaces de construir, aceptad el trabajo que se os ha encomendado y demostrad que estáis a la altura del reto.

Concluí volviendo a colgar el tapiz que cubría los postigos y ayudaba a mitigar el frío de las tormentas marinas. Luego me aparté y miré a los ojos de mi reina. Para mi pesar, parecía igual de escarmentada que una niña pequeña. Las lágrimas se habían asomado a sus pálidos ojos y tenía las mejillas tan rojas como si la hubiera abofeteado. Miré de reojo a sus damas de compañía, que continuaban bebiendo té enfrascadas en su conversación. Romero, sin vigilancia, había aprovechado la oportunidad para romper todas las pastas y ver qué había dentro. No parecía que nadie se hubiera percatado de nada extraño. Pero estaba aprendiendo a marchas forzadas cuan diestras eran las damas de la corte a la hora de ejercer tales disimulos, y temía que se especulara sobre lo que podría haber dicho el bastardo a la Reina a la Espera para que ésta terminase con lágrimas en los ojos.

Me maldije por mi torpeza y me recordé que como quiera que fuese Kettricken, no era mucho mayor que yo y se encontraba sola en un lugar extraño. No debería haberme encarado con ella, sino que tendría que haber planteado el problema a Chade y dejar que fuese él quien manipulara a alguien para que se lo explicara a ella. Entonces caí en la cuenta de que Chade ya había elegido a alguien para que le explicara esos menesteres a Kettricken. Volví a mirarla a los ojos y ensayé una sonrisa nerviosa. Enseguida siguió la dirección de mi mirada hasta sus damas de compañía y con la misma presteza devolvió el decoro a su semblante. Se me hinchió el corazón de orgullo por ella.

—¿Qué sugieres? —preguntó en voz baja.

—Lo que sugiero —dije humildemente— es que me avergüenzo por haberme dirigido a mi reina con tanta brusquedad. Os pido perdón. Pero también sugiero que mostremos a estas dos damas leales alguna señal especial de favor real, para recompensarlas por su fidelidad.

Asintió, comprendiendo mis intenciones.

—¿Y qué favor sería ése? —inquirió con discreción.

—Una velada a solas con su reina en sus aposentos privados, tal vez para escuchar a algún juglar o asistir a un espectáculo de títeres especial. Lo importante no es el entretenimiento que ofrezcáis, sino que quienes no hayan decidido asistiros con la misma fidelidad se sientan excluidos.

—Eso suena a algo propio de Regio.

—Es posible. Se le da muy bien crear lacayos y esbirros. Pero él lo haría empujado por el resentimiento para castigar a aquellos que no bailen a su son.

—¿Y yo?

—Y vos, mi Reina a la Espera, vos lo hacéis para recompensar a quienes sí bailan a vuestro son. No con intención de castigar a los que no, sino para disfrutar de la compañía de aquellas personas que es evidente que sienten lo mismo hacia vos.

—Entiendo. ¿Y el juglar?

—Un galán. Tiene el don de conseguir que parezca que canta para todas y cada una de las damas en la sala.

—¿Querrás ver si está libre esta noche?

—Milady. —Tuve que sonreír—. Sois la Reina a la Espera. Para él será un honor presentarse ante vos. Siempre estará libre para acudir a vuestra llamada.

Volvió a suspirar, pero fue un suspiro pequeño. Asintió para indicarme que podía irme y se incorporó para dirigirse sonriendo a sus damas de compañía, a las que rogó que disculparan lo distraída que estaba esa mañana, antes de preguntarles si querrían visitarla también esa noche en sus aposentos privados. Las vi intercambiar miradas de soslayo y sonrisas, y supe que todo había salido bien. Tomé nota de sus nombres para mí: lady Esperanza y lady Modestia. Hice una reverencia antes de salir de la estancia, aunque mi marcha pasó desapercibida.

Así fue como me convertí en consejero de Kettricken. No era un papel que me agradara, hacer de compañero e instructor, ser quien le susurrara al oído cuál era el paso que debía dar a continuación. La verdad sea dicha, era una responsabilidad incómoda. Sentía que la rebajaba con mis reprimendas y que la corrompía enseñándole las intrincadas veredas del poder en el laberinto de la corte. Ella estaba en lo cierto. Ésas eran las argucias de Regio. Si ella las utilizaba con fines más nobles y de forma más amable que Regio, mis intenciones eran egoístas de sobra para los dos. Quería que ella amasara poder en sus manos, y que con él vinculara el trono a Veraz firmemente en la mente de todos y cada uno.

Todas las tardes se esperaba de mí que me reuniera con lady Paciencia. Cordonia y ella se tomaban esas visitas muy en serio. Paciencia opinaba que yo estaba a su entera disposición, como si aún fuera su paje, y no se lo pensaba dos veces a la hora de pedirme que le copiara algún pergamino antiguo en su preciado papel de caña, o que le mostrara mis progresos con el caramillo. Siempre me regañaba por considerar que no ponía el empeño necesario en esa tarea, y era capaz de pasarse hasta una hora confundiéndome al tiempo que intentando enseñarme a tocarlo. Yo procuraba ser dócil y educado, pero me sentía atrapado en su conspiración para impedirme ver a Molly. Reconocía lo prudente del gesto de Paciencia, pero la prudencia es mal remedio para la soledad. Pese a sus intentos por mantenerme lejos de ella, veía a Molly en todas partes. Oh, no en persona, no, sino en la fragancia de la gruesa vela de yemas de laurel que ardía con tanto primor, en la capa doblada sobre el respaldo de una silla, aun la miel de los pasteles de miel me sabía a Molly. ¿Pensaréis que era tonto por sentarme cerca de la vela y aspirar su aroma, por sentarme en aquella silla para poder reclinarme sobre su capa cubierta de nieve? A veces me sentía igual que Kettricken, como si fuese a ahogarme en mis responsabilidades, como si ya no hubiera nada en mi vida que fuese mío y de nadie más.

Informaba todas las semanas a Chade sobre los progresos de Kettricken en las intrigas de la corte. Chade fue el que me advirtió de que, de repente, las damas más enamoradas de Regio habían empezado a buscar también el favor de Kettricken. Por tanto yo debía avisarla, decirle a quién debía tratar con cortesía, pero nada más, y a quién debía dedicar sonrisas sinceras. A veces pensaba que preferiría mil veces matar en secreto para mi rey que verme envuelto en aquella maraña de conspiraciones encubiertas. Fue entonces cuando me hizo llamar el rey Artimañas.

Recibí el mensaje una madrugada y me di prisa en vestirme para presentarme ante el rey. Era la primera vez que requería mi presencia desde mi vuelta a Torre del Alce. Me intranquilizaba el que me hubiera ignorado durante tanto tiempo. ¿Estaría decepcionado conmigo por lo acaecido en Jhaampe? Seguro que me lo hubiera comunicado directamente. Aun así, la incertidumbre me comía por dentro. Me propuse acudir ante él sin perder tiempo pero sin descuidar tampoco mi aspecto. Terminé fracasando en ambas tareas. Mi pelo, trasquilado durante mi convalecencia en las montañas, había vuelto a crecer y se veía tan enredado e ingobernable como el de Veraz. Lo peor era que también mi barba empezaba a erizarse. En dos ocasiones me había dicho Burrich que haría bien en decidirme a dejarme una barba en condiciones o atender más a menudo su afeitado. Puesto que mi barba crecía con la misma irregularidad que el pelaje de invierno de un pony, aquella mañana me corté concienzudamente más de una vez antes de juzgar que un poco de vello en la cara llamaría menos la atención que toda esa sangre. Me aparté el cabello del rostro y deseé podérmelo recoger sobre la nuca en una coleta de guerrero. Coloqué en mi camisa el alfiler que me diera Artimañas hacía tanto tiempo para señalarme como suyo. Luego corrí a ver a mi rey.

Mientras cruzaba a largas zancadas el vestíbulo frente a la puerta del rey, Regio traspuso de improviso la suya. Frené para no atropellarlo y me quedé allí plantado, mirándolo fijamente. Lo había visto en varias ocasiones desde mi regreso, pero siempre al otro lado de un salón, o de pasada mientras me ocupaba de cualquier otro asunto. Ahora estábamos frente a frente, apenas a un brazo de distancia, contemplándonos sin parpadear. Consternado, pensé que podríamos pasar por hermanos. Él tenía el pelo más rizado, sus rasgos eran más delicados, más aristocrático su porte. Su atuendo era la cola de un pavo real comparado con mis apagados colores, yo no tenía nada de plata en el cuello ni en las manos. Así y todo, el sello de los Vatídico era evidente en ambos. Compartíamos el mentón de Artimañas, la caída de sus párpados y la curva de su labio inferior. Ni uno ni otro podía aspirar a comparar su musculatura con la de Veraz, pero la mía estaría más próxima que la suya. Nos separaban menos de diez años. Sólo su piel me apartaba de su sangre. Le sostuve la mirada y deseé poder esparcir sus entrañas por el suelo recién fregado.

Sonrió, un breve despliegue de dientes blancos.

—Bastardo —me saludó con galantería. Su sonrisa se hizo más pronunciada—. O, mejor dicho, maese Tembleque. Sí que os pega ese nombre.

No pensaba dejar ningún lugar a dudas sobre su intención de mortificarme.

—Príncipe Regio —contesté, y dejé que el tono de mi voz imprimiera a mis palabras el mismo significado que tenían las suyas.

Aguardé con una pétrea paciencia que hasta ese momento no sabía que poseyera. Tendría que atacar él primero.

Permanecimos un momento en nuestros puestos, sosteniéndonos la mirada. Agachó la cabeza, fingiendo sacudirse una mota de polvo de su manga. Pasó a mi lado. No le hice sitio. Dejó escapar la oportunidad de propinarme uno de los empujones con que solía regalarme antaño. Cogí aire y seguí mi camino.

No conocía al guardia de la puerta, pero me hizo pasar a los aposentos del rey. Suspiré y me encargué una nueva tarea. Tenía que volver a aprenderme los nombres y las caras. Ahora que la corte rebosaba de gente que venía a ver a la nueva reina, descubría que me conocían muchas personas de las que yo no sabía nada. «Ése debe de ser el bastardo, por la pinta que lleva», había oído que decía un tornero a su aprendiz el otro día frente a las puertas de la cocina. Me hacía sentir vulnerable. Los cambios se estaban produciendo demasiado deprisa para mí.

La habitación del rey Artimañas me dejó desconcertado. Esperaba encontrar las ventanas entreabiertas a la fría brisa invernal, a Artimañas levantado, vestido y sentado alerta a su mesa, tan interesado como un capitán recibiendo el informe de sus tenientes. Siempre había sido así, un anciano entusiasta, estricto consigo mismo, madrugador, digno merecedor de su nombre. Pero no estaba en su sala. Me acerqué a la entrada de su dormitorio y me asomé a la puerta abierta.

En el interior, la habitación seguía en penumbra. Un sirviente apilaba tazas y platos en una mesita próxima a la gran cama con doseles. Me miró de soslayo y no me prestó más atención, tomándome a todas luces por otro lacayo. Se apreciaba una atmósfera rancia y cargada, como si el cuarto estuviera en desuso o no se hubiera aireado en mucho tiempo. Aguardé un momento a que el sirviente informara al rey Artimañas de mi llegada. Cuando siguió ignorándome, avancé con cautela hasta el lado de la cama.

—¿Mi rey? —me atreví a decir para romper el silencio—. He acudido como ordenasteis.

Artimañas estaba sentado entre las sombras que proyectaban las cortinas de su cama, acomodado entre almohadones. Abrió los ojos al oír mi voz.

—¿Quién…? Ah, Traspié. Ven, siéntate. Wallace, tráele una silla. Y también una taza y un plato. —Mientras el sirviente se disponía a cumplir la voluntad de su rey, Artimañas me confió—: Echo de menos a Cheffers. Tantos años a mi lado, y nunca tuve que decirle lo que quería que hiciera.

—Me acuerdo de él, milord. ¿Dónde está?

—Se lo llevó la tos. La contrajo en otoño y ya no pudo librarse de ella. Lo consumió poco a poco, hasta que ya no pudo ni respirar.

Recordaba al sirviente. No era joven, pero tampoco viejo. La noticia de su muerte me sorprendió. Me quedé callado, sin saber qué decir, mientras Wallace me acercaba la silla, el plato y la taza. Frunció el ceño con desaprobación cuando me senté, pero lo pasé por alto. No tardaría en aprender que el rey Artimañas diseñaba su propio protocolo.

—¿Y vos, alteza? ¿Os encontráis bien? No sé cuándo fue la última vez que os pilló la mañana en la cama.

El rey Artimañas emitió un ruidito impaciente.

—Es un fastidio. Ni siquiera es una enfermedad de verdad. Sólo un mareo, una especie de vértigo que se adueña de mí si hago movimientos bruscos. Todas las mañanas pienso que se ha ido, pero cuando intento levantarme es como si se me vinieran encima todas las piedras de Torre del Alce. Así que me quedo acostado, desayuno algo y me levanto despacio. Hacia mediodía vuelvo a ser yo. Me parece que tiene algo que ver con este invierno tan frío, aunque el sanador dice que podría deberse a una antigua herida de espada que sufrí cuando no tenía muchos más años que tú ahora. Mira, todavía conservo la cicatriz, aunque pensaba que el daño se había reparado hacía tiempo. —El rey Artimañas se inclinó hacia delante en su cama con doseles y retiró con mano temblorosa un mechón de pelo cano de su sien izquierda. Vi la marca de la vieja cicatriz y asentí—. Pero ya está bien. No te he llamado para elucubrar sobre mi salud. Supongo que ya sabrás a qué has venido.

—¿Queréis un informe detallado de lo ocurrido en Jhaampe? —aposté.

Volví la mirada hacia el sirviente y vi que Wallace andaba cerca. Cheffers se habría ido ya para que Artimañas y yo pudiéramos hablar tranquilamente. Me pregunté cuan explícito tendría que ser con ese hombre.

Pero Artimañas desestimó la cuestión con un ademán.

—Eso ya está hecho —dijo con voz rotunda—. Veraz y yo lo hemos discutido. Ahora toca dejarlo correr. No creo que puedas contarme demasiadas cosas que yo no sepa o haya deducido a estas alturas. He hablado largo y tendido con Veraz. Lamento… ciertos incidentes. Pero henos aquí, y hete aquí el lugar del que siempre hemos de partir. ¿No?

Las palabras se agolpaban en mi garganta, amenazando con asfixiarme. Regio, quería decirle. Ese hijo vuestro que intentó matarme, a mí, vuestro nieto bastardo. ¿También con él habéis hablado largo y rendido? Mas, como si Chade o Veraz acabaran de decírmelo al oído, supe de pronto que no tenía derecho a cuestionar a mi rey. Ni siquiera a preguntarle si había vendido mi vida al menor de sus hijos. Apreté los dientes y dejé las palabras sin pronunciar.

Artimañas me miró a los ojos. Sus ojos repararon en Wallace.

—Wallace. ¿Por qué no te vas un rato a las cocinas? O a donde te parezca que no sea aquí. —Wallace parecía contrariado, pero dio media vuelta con un resoplido y se marchó. Dejó la puerta entreabierta a su paso. A una señal de Artimañas, me levanté y la cerré. Retorné a mi asiento—. Traspié Hidalgo —dijo solemnemente—. Esto acabará mal.

—Señor.

Lo miré a los ojos por un momento, antes de agachar la cabeza.

Habló con rotundidad.

—A veces, los jóvenes ambiciosos cometen estupideces. Cuando se les hace ver lo equivocado de sus acciones, piden perdón. —Levanté la cabeza de repente, preguntándome si esperaba una disculpa por mi parte. Pero continuó—: Se me ha pedido perdón. He aceptado las disculpas. Ahora seguimos adelante. Hazme caso en esto —dijo, y hablaba con amabilidad, pero no era una invitación—: Cuanto menos diga uno, menos tendrá que desdecirse después.

Apoyé la espalda en la silla. Cogí aliento y exhalé un discreto suspiro. Me repuse en un instante.

Miré a mi rey con expresión franca.

—¿Puedo preguntaros para qué me habéis hecho venir, majestad?

—Un asuntillo desagradable —dijo con acritud—. El duque Mazas de Osorno opina que me corresponde zanjarlo. Teme las consecuencias si no lo hago. Según él, no sería… apropiado que fuese él quien emprendiera una acción. De modo que he aceptado su invitación, aunque a regañadientes. ¿Será que tenemos pocos problemas con los corsarios a las puertas, sin necesidad de disputas internas? En fin. El pueblo tiene derecho a pedir y yo el deber de dar. Volverás a impartir la justicia del rey, Traspié.

Me hizo un resumen de la situación en Osorno. Una joven de la Bahía de los Sedimentos había llegado a Torre de la Onda para ofrecer a Mazas sus servicios como guerrera. Él se avino a emplearla, pues tenía los músculos y el talento necesarios, dominaba el cayado, el arco y el acero. Era hermosa a la par que fuerte, menuda, morena y ágil como una nutria de mar. Su incorporación a la guardia de Mazas fue bien recibida y pronto se hizo popular también en la corte. Tenía no encanto, sino ese coraje y esa fuerza de voluntad que impele a los demás a seguir a una persona. El mismo Mazas había llegado a cogerle afecto. La joven alegraba su corte e infundía ánimos a sus soldados.

Mas de un tiempo a esta parte había empezado a darse aires de profetisa y agorera. Afirmaba que el dios marino El le tenía reservado un destino más elevado. Se llamaba Madja, descendía de una familia convencional, pero ahora había dado en bautizarse de nuevo en una ceremonia de fuego, viento y agua y había adoptado el nombre de Virago. Sólo comía lo que cazaba y no guardaba en sus aposentos nada que no hubiera ganado en lid o creado ella con sus propias manos. Sus seguidores eran cada vez más numerosos y entre ellos se contaban algunos de los nobles más jóvenes, amén de los soldados que tenía a sus órdenes. Predicaba la necesidad de retomar el culto a El. Propugnaba las viejas costumbres y abogaba por una vida sencilla y rigurosa que glorificase lo que podía merecerse una persona por méritos propios.

Consideraba que los corsarios y su forja eran el castigo de El por nuestro indulgente estilo de vida, y culpaba a la línea de los Vatídico por alentar dicha indulgencia. Al principio se refería a tales asuntos de forma circunspecta. Ahora se había vuelto más osada, si bien nunca tanto como para que se la pudiera acusar de flagrante traición. Empero, se sacrificaban bueyes en los acantilados, y con su sangre se pintaban numerosos jóvenes que luego partían en pos de empresas espirituales como las de la antigüedad. A oídos de Mazas había llegado el rumor de que Madja buscaba un hombre digno de ella, alguien que la ayudara a derrocar a los Vatídico del trono. Gobernarían juntos para dar inicio a la era del Luchador y poner fin a los días del Granjero. Según Mazas, eran varios los jóvenes dispuestos a disputarse ese honor. Quería detenerla antes de verse obligado a acusarla personalmente de traición y obligar a sus hombres a elegir entre Virago y él. Artimañas opinaba que su feligresía se reduciría drásticamente si alguien lograra derrotarla en combate, si sufriera un grave accidente o cayera víctima de alguna terrible enfermedad que acabara con su fuerza y su belleza. Hube de reconocer que probablemente así fuese, pero observé que había muchos casos en que la gente moría para después convertirse en dioses. Artimañas repuso que eso sería siempre que la gente tuviera una muerte honorable.

A continuación, de improviso, cambió de tema. En Torre de la Onda, en la Bahía de las Focas, se encontraba un antiguo pergamino que Veraz deseaba copiar, una lista de todos los osornenses que habían servido al rey en la Habilidad, como miembros de una camarilla. Se decía asimismo que había en Torre de la Onda una reliquia perteneciente a los días de la defensa de la ciudad por parte de los Vetulus. Artimañas quería que partiera al día siguiente, que viajara a las Focas, copiara los escritos, examinara la reliquia y le trajera un informe sobre ella. También debía transmitir a Mazas los mejores deseos del rey y la promesa de éste de que sus problemas pronto habrían terminado.

Asentí.

Cuando me disponía a marcharme, Artimañas levantó un dedo para indicarme que aguardara. Me detuve, expectante.

—¿Piensas que mantengo la palabra que te di? —preguntó.

Era la vieja pregunta, la misma que me hacía siempre, después de cada reunión, cuando yo era pequeño. Me hizo sonreír.

—Señor, pienso que sí —respondí, también como siempre.

—En ese caso procura mantener tú la tuya. —Hizo una pausa, antes de añadir, como nunca antes—: Recuerda, Traspié Hidalgo: todo daño que sufra uno de los míos lo sufro yo.

—¿Señor?

—No harías daño a ninguno de los míos, ¿verdad?

Me enderecé. Sabía lo que quería escuchar y se lo concedí.

—Señor, nunca haré daño a uno de los vuestros. Soy leal a la línea de los Vatídico.

Asintió despacio. Le había arrancado una disculpa a Regio, y a mí mi palabra de que no mataría a su hijo. Seguramente pensaba que había restablecido la paz entre nosotros. Al otro lado de su puerta, me detuve para apartarme el pelo de los ojos. Acababa de hacer una promesa, me recordé. Lo consideré cuidadosamente y me obligué a calcular cuánto me costaría cumplirla. Me embargó la amargura, hasta que lo comparé con lo que me costaría romperla. Encontré las reservas en mi interior y las aplasté con firmeza. Me hice el firme propósito de respetar el juramento a mi rey. No estaba en paz con Regio, pero al menos podía estarlo conmigo mismo. La decisión hizo que me sintiera mejor y crucé el vestíbulo con paso resuelto.

No había restablecido mi provisión de venenos desde mi vuelta de las montañas. Ahora no había nada verde en la calle. Tendría que robar lo que necesitara. Los tintoreros de lana podrían tener algo que me sirviera, y la reserva del curandero me proporcionaría el resto. Tenía la mente ocupada en ese tipo de planes cuando empecé a bajar las escaleras.

Serena estaba subiendo. Al verla, me quedé paralizado en el sitio. Su presencia me acobardó como no lo había conseguido la de Regio. Era un antiguo reflejo. De toda la camarilla de Galeno, ella era ahora la más fuerte. Augusto se había retirado del juego, se había recluido en el interior para vivir entre huertas y ser allí un caballero. Su Habilidad le había sido arrebatada por completo durante el enfrentamiento final que supuso el fin de Galeno. Serena era ahora la usuaria clave de la Habilidad en la camarilla. En verano se quedaba en Torre del Alce y los demás miembros del grupo, diseminados por torres y torreones a lo largo de nuestra costa, canalizaban a través de ella todos sus informes al rey. Durante el invierno, la camarilla al completo venía a Torre del Alce para renovar sus lazos de camaradería. En ausencia de un Maestro de la Habilidad, ella había asumido gran parte de la posición de Galeno en el castillo. También había asumido, con gran entusiasmo, el apasionado odio que me había profesado Galeno. Serena me recordaba con demasiada nitidez los abusos sufridos en el pasado y me inspiraba un temor que no se rendía a la lógica. Había estado esquivándola desde mi retorno, pero ahora sus ojos me tenían clavado en el sitio.

La escalera era lo bastante ancha para permitir el paso de dos personas. A menos que una de ellas se plantara deliberadamente en medio de un escalón. Aun cuando ella tuviera que mirarme desde abajo, tenía la impresión de que la ventaja era suya. Su porte había cambiado desde nuestra época de estudiantes bajo la tutela de Galeno. El conjunto de su aspecto físico reflejaba su nueva posición. Su túnica de azul medianoche mostraba ricos bordados. Tenía el largo cabello negro intrincadamente trenzado con alambre bruñido cuajado de adornos de marfil. Había plata en su cuello y anillos en sus dedos. Pero su feminidad había desaparecido. Había adoptado los valores ascéticos de Galeno, lo que se evidenciaba en su complexión esquelética, en sus manos semejantes a garras. Era una hoguera de santurronería, como había sido él. Era la primera vez que me acosaba directamente desde el fallecimiento de Galeno. Aguardé por encima de ella, sin imaginarme qué podía querer de mí.

—Bastardo —dijo, lacónica.

Era un apelativo, no un saludo. Me pregunté si esa palabra dejaría de mortificarme algún día.

—Serena —respondí, con la mayor frialdad que supe reunir.

—No moriste en las montañas.

—No. No morí…

Seguía allí, cerrándome el paso. En voz muy baja, dijo:

—Sé lo que hiciste. Sé lo que eres.

Yo, por dentro, temblaba como un conejo. Me dije que probablemente estaba empleando hasta el último ápice de su Habilidad para infligirme ese miedo. Me dije que no era una emoción que me perteneciera realmente, sino una simple sugerencia de su Habilidad. Me obligué a sacar las palabras de mi garganta.

—También yo sé lo que soy. Soy un hombre del rey.

—No eres nada que se parezca a un hombre —replicó con calma. Me sonrió—. Algún día lo sabrán todos.

El miedo se parece extraordinariamente al miedo, venga de la fuente que venga. Me quedé allí plantado, sin contestar. Al cabo, se hizo a un lado para franquearme el paso. Entonces me tomé aquel gesto como una pequeña victoria a mi favor, aunque en retrospectiva entiendo que había poco más que pudiera haber hecho ella. Me dispuse a organizar mi viaje a Osorno, súbitamente contento de abandonar el castillo por unos días.

No guardo buenos recuerdos de aquella misión. Conocí a Virado, pues también ella se alojaba en Torre de la Onda mientras yo cumplía con mi trabajo de escribano. Era tal y como la había descrito Artimañas, una mujer bella, de músculos prominentes, que se movía con una gracia felina. Ostentaba la vitalidad de su salud como si de glamour se tratara. Todos los ojos la seguían cuando estaba en la sala.

Su castidad desafiaba a todos los hombres que la seguían. Incluso yo me sentía atraído por ella y agonizaba entregándome a mi tarea.

La primera noche que compartimos una mesa se sentó frente a mí. El duque Mazas me había prodigado una calurosísima bienvenida, hasta el punto de encargar a su cocinero que preparase cierto plato de carne especiada que me encantaba. Sus bibliotecas estaban a mi disposición, así como los servicios de su modesto escriba. La menor de sus hijas había llegado a prescindir de su timidez para regalarme con su compañía. Discutía la copia que me habían encargado con Celeridad, que me sorprendió con su recatada inteligencia. Mediada la cena, Virago informó en voz alta a su acompañante en la mesa que hubo un tiempo en que se ahogaba a los bastardos cuando nacían. Así lo dictaban las leyes de El, dijo. Podría haber pasado por alto el comentario si no se hubiera acodado en la mesa para preguntarme con una sonrisa:

—¿Habíais oído hablar de esa costumbre, bastardo?

Miré en dirección al asiento del duque Mazas, que gobernaba la mesa, pero se encontraba enfrascado en una animada conversación con su primogénita. Ni siquiera me vio de reojo.

—Me parece que se trata de una costumbre tan antigua como la de la mutua cortesía debida entre huéspedes a la mesa de su anfitrión —repuse.

Procuré que no vacilaran mis ojos ni mi voz. Era un cebo. Mazas me había emplazado frente a ella en la mesa para servirle de cebo. Nunca antes me habían utilizado con tamaño descaro. Encajé la afrenta e intenté dejar de lado los sentimientos personales. Al menos estaba preparado.

—Hay quienes opinan que el hecho de que tu padre llegara desvirgado a su lecho de bodas era una señal de la degeneración del linaje Vatídico. Yo, claro está, no osaría insultar a la familia de mi rey. Pero dime: ¿qué le parecía al pueblo de tu madre que ésta fuese una puta?

Ensayé una agradable sonrisa. De pronto mi misión ya no me producía tantos reparos.

—No recuerdo gran cosa de mi madre o los suyos —respondí con indiferencia—. Pero supongo que les parecería lo mismo que a mí: que vale más ser una puta, o el hijo de una, que una traidora al rey.

Levanté mi copa de vino y volví la vista hacia Celeridad. Sus oscuros ojos azules se desorbitaron y jadeó cuando el cuchillo de Virago saltó de su cinturón a la mesa de Mazas, a escasos centímetros de mi codo. Lo esperaba y no me inmuté. Antes bien, giré la cabeza para mirarla a los ojos. Virago se había levantado de su silla, con los ojos encendidos, resollando. El tinte de su rubor inflamaba su belleza.

Hablé con voz plácida.

—Dime. Predicas las antiguas costumbres, ¿me equivoco? En ese caso, ¿no veneras a aquel que prohíbe el derramamiento de sangre en una casa de la que se es huésped?

—Pensaba que no tenías sangre en las venas —espetó a modo de respuesta.

—Igual que tú. No pienso insultar al duque en su mesa, dando pie a que se diga que permitió que sus invitados se mataran encima de su pan. ¿O acaso la cortesía hacia tu duque te importa tan poco como la lealtad a tu rey?

—No he jurado ninguna lealtad al alfeñique de tu rey Vatídico —siseó.

Los comensales se revolvían en sus asientos, algunos con incomodidad, otros para ver mejor. De modo que había quienes habían acudido para presenciar cómo me retaba, en la mesa de Mazas. Todo aquello había sido planeado con la minuciosidad de una campaña marcial. ¿Sospecharía hasta qué punto lo había planeado también yo? ¿Habría reparado en el diminuto envoltorio oculto en mi manga? Hablé con arrojo, levantando la voz para que todos me oyeran.

—He oído hablar de ti. Creo que las personas a las que intentas seducir para que respalden tu traición harían mejor yendo a Torre del Alce. El Rey a la Espera Veraz ha hecho un llamamiento a todo el que sepa manejar un arma para tripular sus buques de guerra y plantar cara a los marginados, enemigos de todos nosotros. Ésa, en mi opinión, sería mejor manera de medir la valía de un guerrero. ¿No es más honorable ese propósito que la rebelión contra unos líderes a los que se ha jurado lealtad, o el derramamiento de la sangre de un toro en lo alto de un acantilado a la luz de la luna, cuando esa misma carne podría dar de comer a las víctimas de los Corsarios de la Vela Roja?

Mi discurso estaba cargado de pasión y el volumen de mi voz crecía conforme aumentaba su pasmo por todo lo que yo sabía. Me descubrí atrapado en mis propias palabras, pues creía en ellas. Me incliné sobre la mesa, sobre el plato y la copa de Virago, para arrimar mi cara a la suya todo lo posible y preguntar:

—Dime, valiente: ¿alguna vez has luchado contra alguien que no fuera tu propio compatriota? ¿Contra algún marinero de la Vela Roja? Me figuraba que no. Es mucho más fácil insultar la hospitalidad de un anfitrión, o mutilar al hijo de un vecino, que matar a quien ha venido a matar a los tuyos.

Las palabras no eran ciertamente la mejor arma de Virago. Furiosa, me escupió.

Me recliné, con calma, para limpiarme la cara.

—Quizá no te importe retarme en un momento y lugar más apropiados. Dentro de una semana, tal vez, en los acantilados donde fuiste tan valiente de asesinar al marido de la vaca. Y quizá yo, un escribano, resulte una víctima más difícil que tu bovino contrincante.

En ese preciso momento, el duque Mazas se dignó prestar atención al alboroto.

—¡Traspié Hidalgo! ¡Virago! —nos recriminó.

Pero nuestras miradas seguían cruzadas, mis manos plantadas a ambos lados de su puesto en la mesa para sostenerme mientras la desafiaba.

Creo que el hombre que la acompañaba podría haberme desafiado a su vez, de no ser porque el duque Mazas aporreó entonces su cuenco de sal contra la mesa, rompiéndolo casi, y nos recordó autoritariamente que ésa era su mesa y ése su salón, y que no toleraría que se vertiera sangre en él. Al menos él era capaz de honrar al rey Artimañas y las viejas costumbres al mismo tiempo, y nos recomendó que hiciéramos lo propio. Me disculpé con suma humildad y elocuencia, y Virago masculló su «perdón». Se reanudó la cena y cantaron los juglares, y en el transcurso de los días siguientes copié el pergamino para Veraz y estudié la reliquia de los Vetulus, que a mi juicio no parecía más que un simple recipiente de cristal compuesto de finas escamas de pescado. Celeridad parecía sentirse más impresionada por mi gesto de lo que me hacía sentirme cómodo. La otra cara de esa moneda era enfrentarse a la fría animosidad que se reflejaba en los rostros de quienes apoyaban a Virago. Fue una semana muy larga.

No fue preciso que me batiera en aquel duelo, pues antes de que terminara la semana, la lengua y la boca de Virago habían quedado destrozadas por las llagas y las pústulas que, según la leyenda, eran el castigo reservado a los que engañaban a sus compañeros de armas y rompían sus juramentos. Apenas si podía beber, mucho menos comer, y su aflicción la desfiguró de tal manera que hasta sus más allegados rehuían su compañía por miedo a contraerla también. Sufría tales dolores que no pudo salir a la intemperie para luchar, y no hubo nadie dispuesto a aceptar el testigo de su desafío. Celeridad aguardaba a mi lado, al igual que una decena aproximada de pequeños nobles que el duque Mazas había instado a acompañarme. Conversamos sobre trivialidades y bebimos mucho más brandy del que era prudente para no morirnos de frío. Ya de noche cerrada, llegó un mensajero del castillo para informarnos de que Virago había abandonado Torre de la Onda si bien no para enfrentarse a su retador. Había partido a caballo hacia el interior. Sola. Celeridad entrelazó los dedos y luego me desconcertó dándome un abrazo. Regresamos, ateridos pero contentos, para disfrutar de una última cena en Torre de la Onda antes de mi regreso a Torre del Alce. Mazas me colocó a su izquierda y Celeridad se sentó a mi lado.

—Sabes —me comentó el duque, hacia el final de la comida—. Cada año te pareces más a tu padre.