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Dilemas

En lo relativo a la Maña y la Habilidad, sospecho que todas las personas tienen al menos cierta aptitud. He visto a mujeres que se olvidaban de golpe de sus quehaceres para dirigirse a la habitación adyacente, donde empezaba a despertarse un bebé. ¿No puede ser ésta una forma de la Habilidad? También he sido testigo de la muda cooperación que surge en el seno de una tripulación que ha pasado mucho tiempo a bordo de la misma nave. Trabajan, sin pronunciar palabra, tan estrechamente como cualquier camarilla, hasta tal punto que el barco se torna casi en una bestia provista de vida y la tripulación en su energía vital. Hay quien siente afinidad por ciertos animales y la expresa en un blasón o en los nombres que otorga a sus hijos. La Maña te abre a esa afinidad. La Maña concede la conciencia de todos los animales, aunque el saber popular insiste en que la mayoría de los usuarios de la Maña terminan desarrollando un vínculo con un animal en particular. Algunas historias hablan de usuarios de la Maña que, a la larga, adoptaron las costumbres y finalmente la forma de las bestias a las que estaban ligados. Creo que podemos desdeñar estas historias como cuentos de miedo destinados a disuadir a los niños de practicar la magia de las bestias.

Me desperté por la tarde. Hacía frío en la habitación. No había ningún fuego encendido. Las ropas empapadas de sudor se me pegaban al cuerpo. Bajé a la cocina arrastrando los pies, comí algo, salí a la caseta de baño, empecé a tiritar y volví a subir a mi cuarto. Me metí de nuevo en la cama, temblando de frío. Más tarde entró alguien y habló conmigo. No recuerdo la conversación, sólo que me sobrecogió. Era algo desagradable, pero podía ignorarlo y eso fue lo que hice.

Desperté cuando anochecía. Había un fuego encendido en mi chimenea y un pulcro montón de leña en el capacho. Alguien había arrimado una mesita a mi cama, y había pan, carne y queso en una bandeja que descansaba sobre un mantel con brocados y bordes de encaje. Un gran tazón con el fondo cubierto de hierbas de infusión aguardaba el agua de la enorme tetera que hervía encima del fuego.

Al otro lado del hogar habían dispuesto una palangana y jabón. Me habían dejado un camisón limpio cruzado al pie de mi cama; no era una de mis antiguas prendas. Parecía incluso de mi talla.

La gratitud se impuso a mi desconcierto. Me las apañé para librarme de las sábanas y disfrutar de todo aquello. Después me sentí mucho mejor. El vértigo fue sustituido por una sensación de liviandad antinatural, que pronto sucumbió al pan y al queso. El té poseía un ligero matiz de corteza feérica; pensé de inmediato en Chade y me pregunté si habría sido él quien intentara despertarme. Pero no, Chade sólo me llamaba por la noche.

Me estaba pasando por la cabeza el camisón limpio cuando se abrió discretamente la puerta. El bufón se coló en mi cuarto. Vestía su jubón de invierno, negro y blanco, lo que confería una palidez aún mayor a su piel incolora. Sus ropas estaban confeccionadas con algún tejido sedoso, de corte tan holgado que parecía un palo envuelto en ellas. Estaba más alto, e incluso más delgado, si es que eso era posible. Como de costumbre, sus ojos blancos resultaban chocantes, aun en aquel rostro exangüe. Me sonrió y me sacó su lengua rosada en actitud burlesca.

—Tú —deduje, y señalé a mi alrededor—. Gracias.

—No —negó. Sus pálidos cabellos ondearon bajo su gorro como un halo cuando zangoloteó la cabeza—. Aunque en algo he contribuido. Gracias por darte ese baño. Así me resulta menos oneroso presentarme ante ti. Me complace que estés despierto. Sueltas unos ronquidos abominables.

Pasé por alto su comentario.

—Has crecido —observé.

—Sí. Igual que tú. Y has estado enfermo. Y has dormido pero que mucho rato. Y ahora te has despertado, te has bañado y has comido. Sigues teniendo un aspecto horrible. Pero ya no apestas. Ya casi anochece. ¿Algún otro hecho evidente que te apetezca reseñar?

—He soñado contigo. Cuando estaba fuera.

Me dedicó una mirada dubitativa.

—¿Sí? Qué enternecedor. No puedo decir que yo haya soñado contigo.

—Te he echado de menos —dije, y me solacé en la fugaz expresión de sorpresa que surcó los rasgos del bufón.

—Menuda gracia. ¿Será por eso que te has dedicado a hacer tantas payasadas?

—A lo mejor. Siéntate. Dime qué ha ocurrido en mi ausencia.

—No puedo. Me espera el rey Artimañas. Mejor dicho, no me espera, y por eso precisamente debo ir a verlo enseguida. Cuando te encuentres mejor, deberías ir a verlo también tú. Sobre todo si no te espera. —Dio media vuelta bruscamente, dispuesto a marcharse. Desapareció por la puerta y volvió a asomarse de golpe. Levantó los cascabeles de plata que colgaban de una manga ridículamente larga y los agitó en mi dirección—. Adiós, Traspié. Procura componértelas un poco mejor y no dejes que nadie te mate.

La puerta se cerró sin hacer ruido a su espalda.

Me quedé solo. Me serví otra taza de té y probé un sorbo. Volvió a abrirse la puerta. Miré, esperando ver al bufón. Cordonia asomó la cabeza y anunció:

—Ah, se ha despertado —y luego, en tono más severo, inquirió—: ¿Por qué no dijiste lo cansado que estabas? Casi me muero del susto al verte durmiendo todo un día seguido.

No esperó a que la invitara e irrumpió en la estancia, con sábanas y mantas limpias en los brazos y lady Paciencia en los talones.

—¡Oh, pero si está despierto! —exclamó a Cordonia, como si lo hubiera dudado.

Hicieron caso omiso del bochorno que me inspiraba recibirlas en camisón. Lady Paciencia se acomodó en mi cama mientras Cordonia deambulaba por la habitación, instaurando el orden. No había gran cosa que hacer en mi desamueblada cámara, pero apiló mis platos sucios, atizó mi fuego, refunfuñó al reparar en el agua sucia de la palangana y las ropas tiradas por el suelo. Permanecí arrinconado junto a la chimenea mientras deshacía la cama, la volvía a hacer, se echaba las sábanas sucias sobre el brazo tras olisquearlas con la nariz arrugada, miraba en rededor y trasponía la puerta con su cargamento.

—Pensaba recogerlo todo —musité, avergonzado, pero lady Paciencia pareció no darse cuenta.

Señaló la cama con gesto imperioso. Me metí en ella con reluctancia. Creo que no he vuelto a sentirme en tamaña desventaja. Desventaja que ella enfatizó arropándome y prensando las sábanas a mi alrededor.

—A propósito de Molly —sentenció de improviso—. Tu conducta esa noche fue deplorable. Te aprovechaste de tu debilidad para conducirla hasta tu cuarto. Y la instigaste sin piedad con tus acusaciones. Traspié, no estoy dispuesta a tolerarlo. Si no estuvieras tan enfermo, me enfadaría muchísimo contigo. Así las cosas, me siento profundamente decepcionada. No se me ocurre qué decir de la manera en que engañaste a esa pobre muchacha y la hiciste bailar a tu son. De manera que sólo diré que no volverá a ocurrir. Vas a comportarte honorablemente con ella, en todos los aspectos.

El simple malentendido entre Molly y yo se había convertido de repente en algo más serio.

—Esto es un equívoco —dije, intentando aparentar calma y competencia—. Molly y yo tenemos que arreglarlo. Hablando, a solas. Te garantizo, para tu tranquilidad, que no se trata en absoluto de lo que estás pensando.

—Recuerda quién eres. El hijo de un príncipe no…

—Traspié —le recordé con firmeza—. Soy Traspié Hidalgo. El bastardo de Hidalgo. —Paciencia pareció sobrecogerse. Volví a sentir cuánto había cambiado desde mi marcha de Torre del Alce. Ya no era ningún crío que ella pudiera supervisar y corregir. Tenía que verme como lo que era. Empero, intenté suavizar mi tono al matizar—: No el hijo legítimo del príncipe Hidalgo, milady. Tan sólo el bastardo de vuestro marido.

Se quedó sentada al pie de mi cama, observándome. Sus ojos de avellana se clavaron en los míos y me sostuvieron la mirada. Vi más allá de su vértigo y perplejidad y me asomé a un alma capaz de albergar más dolor y pesar de lo que nunca hubiera podido imaginarme.

—¿Cómo esperas que pueda olvidarlo jamás? —preguntó con un hilo de voz.

Se me agolparon las palabras en la garganta mientras buscaba una respuesta. Me rescató el regreso de Cordonia. Había reclutado a dos lacayos y un par de chiquillos que se llevaron el agua sucia y los platos mientras ella disponía una bandeja de pastas y otras dos tazas. Midió nuevas hierbas de infusión para preparar otra tetera. Paciencia y yo permanecimos callados hasta que los sirvientes hubieron salido del cuarto. Cordonia hizo el té, sirvió tazas para todos y se sentó con su sempiterna labor de bordado.

—Si esto es algo más que un simple equívoco es precisamente debido a quien eres. —Paciencia retomó la conversación como si yo nunca me hubiera atrevido a interrumpirla—. Si no fueses más que el aprendiz de Cerica, o un mozo de cuadra, serías libre de cortejar y desposar a quien te placiera. Pero no lo eres, Traspié Hidalgo Vatídico. Tienes sangre real. Aun un bastardo —tropezó ligeramente con la palabra— de ese linaje ha de respetar ciertas reglas. Y atenerse a determinadas discreciones. Piensa en tu puesto en la casa real. Debes gozar del consentimiento del rey para casarte. Eso no se te habrá pasado por alto. Por deferencia hacia el rey Artimañas debiste informarlo de tus intenciones de cortejo para que él pudiera sopesar las particularidades del caso y decirte si lo aprobaba o no. Lo sopesaría. ¿Es un momento propicio para tu matrimonio? ¿Beneficia al trono? ¿Es el enlace aceptable o, por el contrario, es susceptible de provocar un escándalo? ¿Interferirá tu cortejo con tus responsabilidades? ¿Es aceptable el linaje de la dama? ¿Desea el rey que tengas descendencia?

A cada pregunta que planteaba, sentía aumentar mi consternación. Me quedé tumbado sobre mis almohadas, mirando fijamente las colgaduras de mi cama. Nunca había pretendido realmente cortejar a Molly. De la amistad de nuestra infancia habíamos pasado a una camaradería más estrecha. Sabía en qué dirección deseaba avanzar mi corazón, pero mi mente nunca se había parado a meditarlo. Paciencia supo leer en mi rostro.

—Tampoco te olvides, Traspié Hidalgo, de que ya has pronunciado un juramento. Tu vida pertenece a tu rey. ¿Qué ofrecerías a Molly si te casaras con ella? ¿Los despojos del rey? ¿Las migajas de tiempo que no te exija? Al hombre cuyo deber está dedicado a su rey le queda poco tiempo para las otras personas de su vida. —Las lágrimas afloraron de repente a sus ojos—. Algunas mujeres están dispuestas a aceptar lo que sinceramente pueda ofrecer un hombre así y conformarse con ello. Para otras no es suficiente. Nunca podría ser suficiente. Debes… —Vaciló, y fue como si le exprimieran las palabras del cuerpo—. Debes pensar en eso. No se pueden poner dos sillas al mismo caballo. Por mucho que quisiera… —Se le perdió la voz en las últimas palabras. Cerró los ojos como si le doliera algo. Luego cogió aliento y prosiguió rápidamente, como si no hubiera hecho ninguna pausa—. Otra consideración, Traspié Hidalgo. Molly es, o era, una mujer con porvenir. Tiene un oficio y lo conoce bien. Supongo que conseguirá restablecerse, pasado algún tiempo de rentas. Pero ¿y tú? ¿Qué vas a ofrecerle? Tienes buena letra, pero distas de poseer el talento de un buen escribano. Eres un buen mozo de cuadra, sí, pero no es así como te ganas el pan. Eres el bastardo de un príncipe. Vives en el castillo, se te da de comer, se te viste. Pero no tienes ingresos fijos. Esta cámara es cómoda, para una sola persona. ¿Pensabas traer aquí a Molly para que viviera contigo? ¿O en serio creías que el rey te daría permiso para irte de Torre del Alce? Y aunque lo hiciera, ¿entonces qué? ¿Vivirás con tu esposa y comerás el pan que ponga ella en la mesa merced al sudor de su frente mientras tú te quedas de brazos cruzados? ¿O estarías dispuesto a aprender su oficio, para así poder ayudarla?

Al fin hizo una pausa. No esperaba que respondiera a ninguna de sus preguntas. Ni siquiera lo intenté. Tomó aire y volvió a la carga.

—Te has comportado como un mocoso inconsciente. Sé que no tenías mala intención, y veremos que ningún mal salga de esto. Para nadie. Pero menos que nadie para Molly. Te has criado entre los chismes y las intrigas de la corte real. Ella no. ¿Vas a permitir que se diga de ella que es tu concubina, o peor aún, la bagasa del castillo? Ya hace años que Torre del Alce es una corte de hombres. La reina Deseo fue… la reina, pero nunca tuvo los mismos poderes que la reina Constancia. Ahora vuelve a haber una reina en Torre del Alce. Las cosas ya han cambiado, como pronto descubrirás. Si de verdad esperas que Molly se convierta en tu esposa, deberá entrar en la corte paso a paso. De lo contrario se encontrará siendo una paria rodeada de personas que asienten educadamente. Estoy siendo franca contigo, Traspié Hidalgo. No porque disfrute siendo cruel. Pero prefiero mil veces ser cruel ahora contigo a que Molly sufra una vida de indiferente crueldad.

Hablaba con toda mesura, sin apartar la vista de mi cara.

Esperó hasta que pregunté, desesperado:

—¿Qué debo hacer?

Por un momento se miró las manos. Luego volvió a clavar sus ojos en los míos.

—Nada, de momento. Y quiero decir nada. He hecho de Molly una de mis sirvientas. Estoy enseñándole, lo mejor que puedo, las costumbres de la corte. Demuestra ser una alumna aplicada, amén de una maestra sumamente agradable para mí en lo tocante a las hierbas y la confección de perfumes. He pedido a Cerica que le enseñe a leer y escribir, lo que ella está más que dispuesta a aprender. Pero por ahora, eso es cuanto debe ocurrir. Las mujeres de la corte deberán aceptarla como una de mis damas… no como la esposa de un bastardo. Pasado algún tiempo podrás empezar a verte con ella. Pero de momento sería improcedente que la vieras a solas, o que busques su compañía siquiera.

—Pero necesito hablar a solas con ella. Sólo una vez, un momento, luego prometo que acataré tus normas. Cree que la engañé a propósito, Paciencia. Piensa que anoche estaba borracho. Tengo que explicarle…

Mas Paciencia había empezado a menear la cabeza incluso antes de que la primera frase hubiera salido de mis labios, y siguió sacudiéndola hasta que me interrumpí de golpe.

—Ya hemos tenido nuestra ración de rumores gracias a que vino aquí preguntando por ti. Eso decían las habladurías. Las he acallado, asegurando a todo el mundo que Molly recurrió a mí porque atravesaba una mala racha y su madre había sido la empleada de lady Brezo en tiempos de la reina Constancia. Lo cual no deja de ser verdad, de ahí que tenga derecho a solicitar mi ayuda, máxime cuando lady Brezo me acogió como una amiga la primera vez que llegué a Torre del Alce.

—¿Conociste a la madre de Molly? —pregunté con curiosidad.

—En realidad no. Se había ido, para casarse con un fabricante de velas, antes de que yo viniera a Torre del Alce. Pero conocí a lady Brezo, que tan bien se portó conmigo.

Dio por zanjada la cuestión.

—Pero ¿no podría ir a tus aposentos y hablar allí con ella, en privado, y…?

—¡No pienso sufrir escándalo alguno! —declaró con firmeza—. No pienso tentar al escándalo. Traspié, tienes enemigos en la corte. No voy a dejar que Molly se convierta en su víctima cuando quieran hacerte daño. Ea. ¿Me he explicado por fin con claridad?

Se había explicado con claridad, y había hablado de cosas de las que no la creía al corriente. ¿Cuánto sabía sobre mis enemigos? ¿Pensaría que era un mero conflicto social? En la corte eso era bastante. Pensé en Regio, en sus taimadas conspiraciones, en cómo podría cuchichear con sus partidarios en cualquier banquete y todos se sonreirían y añadirían velados comentarios a las críticas del príncipe. Pensé en cómo tendría que matarlo.

—Veo, a juzgar por la manera en que aprietas los dientes, que lo comprendes. —Paciencia se levantó y dejó su taza sobre la mesa—. Cordonia, me parece que ahora deberíamos dejar solo a Traspié Hidalgo para que descanse.

—Por favor, dile al menos que no se enfade conmigo —le supliqué—. Dile que anoche no estaba borracho. Dile que nunca pretendí engañarla ni ocasionarle daño alguno.

—¡No voy a decirle nada de eso! ¡Ni tampoco tú, Cordonia! No te creas que no he visto cómo guiñabas el ojo. Para los dos, insisto en que guardéis el debido decoro. Recuerda una cosa, Traspié Hidalgo. No conoces a Molly. La señorita Candelaria. Ella no te conoce a ti. Así ha de ser. Vamos, Cordonia. Traspié Hidalgo, espero que duermas bien esta noche.

Me abandonaron. Aunque intenté capturar los ojos de Cordonia y granjearme su complicidad, ella se negó a mirar en mi dirección. La puerta se cerró a sus espaldas y me recosté sobre las almohadas. Procuré impedir que mi mente zarandeara los barrotes de las restricciones que había erigido Paciencia en mi camino. Por molesto que fuera, tenía razón. Sólo podía rezar para que Molly tomara mi comportamiento por irreflexión antes que por engaño o fabulación.

Salí de la cama y me dispuse a atizar el fuego. Luego me senté cerca de la chimenea y observé la cámara a mi alrededor. Tras los meses que había pasado en el Reino de las Montañas, se me antojaba un lugar sumamente desolado. Lo más parecido a un elemento decorativo que había en mi habitación era un tapiz cubierto de polvo que retrataba al rey Sapiencia ofreciendo su amistad a los Vetulus. Venía con el cuarto, al igual que el arcón de cedro que había al pie de mi cama. Contemplé el tapiz con ojo crítico. Era viejo y estaba apolillado; entendía por qué lo habían relegado allí. De pequeño me producía pesadillas. Tejido a la antigua usanza, el rey Sapiencia se mostraba extrañamente alargado, mientras que los Vetulus no guardaban parecido con ninguna criatura que hubiese visto jamás. Se apreciaba el fantasma de unas alas sobre sus abultados hombros. O quizá pretendiera ser un halo de luz que los envolvía. Me recliné contra la chimenea para estudiarlos.

Me quedé dormido. Desperté cuando sentí un soplo de aire en el hombro. La puerta secreta que había junto al hogar y que comunicaba con los dominios de Chade estaba abierta de par en par. Me incorporé envarado, me desperecé y subí los escalones de piedra. Había seguido aquel mismo camino, hacía tanto tiempo, vestido entonces igual que ahora únicamente con un camisón. Había seguido a un anciano atemorizador con el rostro picado y unos ojos tan agudos y brillantes como los de un cuervo. Me ofreció enseñarme a matar gente. Me ofreció, sin palabras, su amistad. Acepté ambos ofrecimientos.

Los peldaños de piedra estaban helados. Aún había aquí telarañas, polvo y hollín sobre los candelabros de las paredes. De modo que la limpieza de la casa no había llegado hasta esa escalera. Ni a los aposentos de Chade. Seguían siendo tan caóticos, infames y cómodos como siempre. En un extremo de su cámara estaba su chimenea encendida, el suelo de piedra desnuda y un inmenso escritorio. Lo atestaban los utensilios acostumbrados: morteros con sus manos, platos pringosos con tiras de carne destinadas a Sisa la comadreja, tarros de hierbas secas, arcillas y pergaminos, cucharas y pinzas, y una tetera renegrida que emitía aún penachos de humo maloliente.

Pero Chade no estaba allí. No, se encontraba al otro lado de la cámara, donde una silla de escaso acolchado miraba hacia una chimenea donde bailaba el fuego. Las alfombras se superponían unas a otras en ese suelo, y sobre una mesa elegantemente labrada había una fuente de cristal llena de manzanas de otoño y una escancia de vino estival. Chade estaba encogido en la silla, leyendo un pergamino desenrollado a medias que sostenía a la luz. ¿Lo sostenía más lejos de su nariz que en el pasado? ¿Estaban más disecados sus magros brazos? Me pregunté si habría envejecido durante mis meses de ausencia, o si simplemente no me había fijado hasta ahora. Su túnica de lana gris lucía igual de raída que siempre, y su largo cabello cano sobrepasaba sus hombros y parecía del mismo color. Como de costumbre, guardé silencio hasta que se dignó levantar la cabeza y reconocer mi presencia. Algunas cosas cambiaban, pero otras no.

Por fin dejó el pergamino y miró en mi dirección. Tenía los ojos verdes, y su brillo siempre resultaba sorprendente en su rostro de Vatídico. A despecho de las cicatrices como de viruela que le moteaban la cara y los brazos, sus linajes bastardos resultaban casi tan evidentes como los míos. Supongo que podría pensar en él como en un tío abuelo, pero nuestra relación de maestro y aprendiz era más estrecha que ningún lazo de sangre. Me observó de arriba abajo y yo, cohibido, enderecé la espalda bajo su escrutinio. Su voz sonó seria cuando ordenó:

—Chico, acércate a la luz.

Avancé una decena de pasos y me detuve con aprensión. Me estudió con la misma intensidad que había dedicado al pergamino.

—De ser traidores ambiciosos, tú y yo, nos aseguraríamos de que la gente percibiera tu parecido con Hidalgo. Te podría enseñar a erguirte como hacía él; ya andas como él andaba. Podría enseñarte a añadir arrugas a tu cara para que parecieras mayor. Ya casi eres tan alto como él. Podrías memorizar sus frases favoritas, y la forma en que se reía. Ganaríamos poder poco a poco, con discreción, sin que nadie sospechara jamás lo que nos estarían concediendo. Y un buen día, podríamos alzarnos y hacernos con el poder.

Hizo una pausa.

Negué con la cabeza, despacio. Luego los dos sonreímos y me senté en las piedras de la chimenea, a sus pies. Era agradable sentir el calor del fuego en mi espalda.

—Es mi oficio, supongo. —Suspiró y dio un sorbo de vino—. Tengo que pensar en estas cosas, pues sé que hay quienes pensarán en ellas. Algún día, tarde o temprano, cualquier noble de tres al cuarto pensará que es una idea original y se acercará a ti con ella. Espera y verás si tengo razón.

—Rezo para que te equivoques. Estoy harto de intrigas, Chade, y no soy tan diestro en este juego como esperaba.

—No se te ha dado mal, para la mano que llevabas. Has sobrevivido.

Contempló el fuego a mi espalda. Entre nosotros flotaba una pregunta, casi palpable. ¿Por qué había revelado el rey Artimañas al príncipe Regio que yo era su asesino entrenado? ¿Por qué me había puesto en la tesitura de tener que informar y obedecer a un hombre que deseaba mi muerte? ¿Me habría vendido a Regio para distraerlo de otras afrentas? Y si yo había sido un peón a sacrificar, ¿seguiría siendo un cebo y una distracción para el menor de los príncipes? Creo que ni siquiera Chade podría haber contestado a todas mis preguntas, y formular cualquiera de ellas hubiera supuesto la más imperdonable traición hacia lo que ambos habíamos jurado ser: Hombres del Rey. Los dos, hacía tiempo, habíamos entregado nuestras vidas al servicio de Artimañas, a la protección de la familia real. No nos correspondía a nosotros cuestionar la forma en que deseara utilizarnos. Ese camino conducía a la traición.

Chade cogió el vino estival y llenó un vaso que me esperaba. Dedicamos un breve momento a conversar sobre cosas que a nadie incumbían salvo a nosotros, tanto más preciadas por eso mismo. Yo me interesé por Sisa la comadreja y él me ofreció su pésame por la muerte de Morrón. Me hizo un par de preguntas que me indujeron a pensar que estaba al corriente de todo cuanto había contado yo a Veraz, así como de numerosos cotilleos de los establos. Me informó de las habladurías que circulaban por el castillo, y de lo acontecido entre la servidumbre en mi ausencia. Pero cuando le pregunté qué pensaba de Kettricken, nuestra Reina a la Espera, su semblante se tornó serio.

—Se enfrenta a un camino difícil. Viene a una corte sin reina, donde ella es y al mismo tiempo no es la reina. Viene en momentos de penurias, a un reino que se enfrenta a los corsarios y a la insurrección civil. Pero para ella lo más complicado es que viene a una corte que no comprende su concepto de la realeza. La han acosado con banquetes y reuniones en su honor. Está acostumbrada a pasear entre sus súbditos, a ocuparse ella misma de sus jardines, sus telares y su forja, a dirimir disputas y a sacrificarse para evitar privaciones a su pueblo. Aquí descubre que su sociedad es solamente la nobleza, los privilegiados, los ricos. No entiende el consumo de vino y manjares exóticos, el despliegue de telas de lujo, la exhibición de joyas que son el propósito de estos eventos. Y por eso no «luce». Es una mujer atractiva, a su manera. Pero es demasiado grande, demasiado musculosa, demasiado llamativa entre las mujeres de Torre del Alce. Es como un corcel rodeado de cazadores. Tiene buen corazón, pero no sé si estará a la altura de la tarea, chico. A decir verdad, siento lástima por ella. Llegó sola, sabes. Los pocos que la acompañaban hace tiempo que regresaron a sus montañas. Así que se siente muy sola aquí, a pesar de todos los que aspiran a merecerse su confianza.

—¿Y Veraz? —pregunté, preocupado—. ¿No hace nada por aliviar esa soledad, por enseñarle nuestras costumbres?

—Veraz tiene poco tiempo para ella —respondió bruscamente Chade—. Intentó explicárselo al rey Artimañas antes de que se organizara el enlace, pero no lo escuchamos. El rey Artimañas y yo nos dejamos seducir por las ventajas políticas que prometía esa boda. Olvidé que habría una mujer aquí, en esta corte, un día sí y otro también. Veraz tiene las manos ocupadas. Si fuesen nada más que un hombre y una mujer, y si dispusieran de tiempo, creo que podrían llegar a ocuparse genuinamente el uno del otro. Pero aquí y ahora deben dedicar todas sus energías a aparentar. Pronto les exigirán un heredero. Les falta tiempo para llegar a conocerse, más aún para cuidar el uno del otro. —Debió de reparar en mi expresión dolorida, pues añadió—: Así ha sido siempre para la realeza, muchacho. Hidalgo y Paciencia fueron una excepción. Compraron su felicidad a costa de las ventajas políticas. Era algo inusitado que el Rey a la Espera se casara por amor. Creo que has escuchado mil veces la estupidez que cometieron.

—Y siempre me he preguntado si a él le importaba.

—Pagó por ello —dijo Chade, despacio—. No creo que lamentara su decisión, pero era el Rey a la Espera. Tú no gozas de esa libertad.

Ahí estaba. Sospechaba que él sabía algo. En vano había esperado que no dijera nada. Sentí que un paulatino rubor se apoderaba de mi cara.

—Molly.

Asintió lentamente.

—Era distinto cuando todo pasaba abajo, en la ciudad, y tú eras más o menos un niño. Eso podía pasarse por alto. Pero ahora se te considera un hombre. Cuando llegó aquí preguntando por ti, las lenguas se desataron y la gente empezó a especular. Paciencia hizo gala de una agilidad encomiable a la hora de acallar los rumores y empuñar las riendas de la situación. Si de mí hubiera dependido, esa mujer no se habría quedado aquí. Pero Paciencia se las compuso divinamente.

—Esa mujer… —repetí, zaherido. Si hubiera dicho «esa puta» no me hubiera dolido más—. Chade, te equivocas con ella. Y conmigo. Empezó siendo una amistad, hace mucho tiempo, y si alguien tuvo la culpa de… cómo salieron las cosas, ése fui yo, no Molly. Siempre había pensado que los amigos que hice en la ciudad, que el tiempo que pasaba allí siendo el «Nuevo» eran cosa mía.

—¿Pensabas que podrías llevar una doble vida? —La voz de Chade era suave, pero no amable—. Pertenecemos al rey, chico. Hombres del rey. Nuestras vidas le pertenecen. En todo momento, todos los días, ya durmamos o estemos despiertos. No tienes tiempo para intereses propios. Sólo para los suyos.

Cambié ligeramente de postura para mirarme en las llamas. Alumbrado por ellas pensé en lo que sabía de Chade. Lo veía allí, de noche, en aquellos aposentos aislados. Nunca lo había visto fuera, merodeando por Torre del Alce. Nadie me había mentado su nombre. En ocasiones, disfrazado de lady Tomillo, se aventuraba a salir. Una vez habíamos cabalgado juntos en la noche, rumbo a aquella primera Forja espantosa en la aldea del mismo nombre. Pero incluso aquello había sido al servicio del rey. ¿Qué vida tenía Chade? Una cámara, buena comida y vino, y una comadreja por toda compañía. Era el hermano mayor de Artimañas, y su bastardía podría auparlo al trono. ¿Era su vida un presagio de lo que me deparaba la mía?

—No.

No había expresado mis pensamientos en voz alta, pero Chade me leyó el pensamiento cuando lo miré a la cara.

—Elegí esta vida, muchacho. Después de que una poción mal mezclada explotara y me legara estas cicatrices. Antaño fui guapo. Y vanidoso. Casi tanto como Regio. Cuando se me estropeó el rostro, quise morir. Pasé meses sin salir de mis aposentos. Cuando lo hacía era disfrazado, no de lady Tomillo, no entonces. Mi disfraz me ocultaba la cara y las manos. Abandoné Torre del Alce. Durante largo tiempo. Y cuando regresé, el joven atractivo que fui había fallecido. Descubrí que resultaba más útil a la familia ahora que estaba muerto. La historia no es tan sencilla, chico. Pero has de saber que escogí cómo vivir. No fue algo que me obligara a hacer Artimañas. Lo hice yo solo. Tu futuro podría ser distinto. Pero no pienses que eso depende de ti.

Me pudo la curiosidad.

—¿Por eso sabían de ti Hidalgo y Veraz, pero no Regio?

Chade esbozó una extraña sonrisa.

—Fui una especie de bondadoso tío político para los dos mayores, aunque te cueste creerlo. Velaba por ellos, en cierto modo. Pero tras las cicatrices, me alejé incluso de ellos. Regio no llegó a conocerme. A su madre la horrorizaba la viruela. Supongo que creía en todas las leyendas relativas al Hombre Picado, heraldo de desastres e infortunios. Por consiguiente, profesaba un temor casi supersticioso hacia cualquiera que fuese imperfecto. Lo verás en la actitud de Regio hacia el bufón. Ella se negaba a aceptar a ninguna sirvienta con el pie zopo, o al criado al que le faltaran uno o dos dedos. A mi regreso, nadie me presentó a la señora, ni al hijo que engendró. Cuando Hidalgo se convirtió en el Rey a la Espera de Artimañas, fui uno de los secretos que se le revelaron. Me sorprendió descubrir que se acordaba de mí, y que me había echado de menos. Aquella noche trajo a Veraz para que me viera. Me vi obligado a regañarlo por eso. Fue difícil hacerles comprender que no podían acudir a mí cada vez que se les antojara. Qué muchachos.

Meneó la cabeza y sonrió a sus recuerdos. No puedo explicar la punzada de celos que sentí. Encaucé la conversación hacia mí.

—¿Qué crees que debería hacer?

Chade frunció los labios, dio un sorbo de vino, y pensó.

—Por ahora, Paciencia te ha dado un sabio consejo. Ignora o evita a Molly, pero sin que sea evidente. Trátala como si fuese una criada nueva; con cortesía, si te tropiezas con ella, pero sin familiaridad. No la busques. Entrégate a la Reina a la Espera. Veraz te agradecerá que la distraigas. A Kettricken le alegrará ver una cara amiga. Y si tu intención es ganarte el permiso para casarte con Molly, la Reina a la Espera podría ser una poderosa aliada. Al tiempo que entretienes a Kettricken, vela por ella también. Ten en cuenta que hay quienes no desean que Veraz tenga un heredero. Los mismos a los que no les haría gracia que tú tuvieras hijos. De modo que estáte atento y alerta. No bajes la guardia.

—¿Eso es todo? —pregunté, desalentado.

—No. Duerme un poco. ¿Fue raíz muerta lo que usó Regio contigo? —Asentí y él sacudió la cabeza, entrecerrando los ojos. Luego me miró directamente a la cara—. Eres joven. Quizá consigas recuperarte, casi por completo. Sé de otro hombre que sobrevivió a lo mismo. Pero se pasó el resto de sus días presa de temblores. Aún se aprecian pequeños indicios de la raíz en ti. No resultará evidente, salvo para quienes mejor te conozcan. Pero no te fatigues. El cansancio te provocará temblores y te nublará la vista. Excédete y sufrirás un ataque. No te conviene que nadie sepa de tu debilidad. Lo mejor que puedes hacer es seguir con tu vida de forma que esa debilidad no salga a la luz.

—¿Por eso había corteza feérica en el té? —pregunté sin necesidad de conocer la respuesta.

Enarcó una ceja.

—¿Té?

—A lo mejor fue obra del bufón. Cuando desperté había comida y té en mi cuarto…

—¿Y si hubiera sido obra de Regio?

Tardé un instante en asimilar las implicaciones.

—Podría haberme envenenado.

—Pero no ha sido así. No esta vez. No, no fue obra del bufón, ni mía, sino de Cordonia. Ahí tienes a alguien que vale más de lo que te imaginas. El bufón te encontró y algo lo empujó a decírselo a Paciencia. Mientras ella se volvía loca, Cordonia se hizo cargo de la situación sin hacer ruido. Creo que en el fondo opina que eres igual de tarambana que su señora. Dale la menor oportunidad y te organizará la vida. Por buenas que sean sus intenciones, no puedes permitir que eso ocurra, Traspié. Un asesino necesita tener intimidad. Pon un cerrojo en tu puerta.

—¿Traspié? —me pregunté en voz alta.

—Ése es tu nombre. Traspié Hidalgo. Visto que ya no parece mortificarte, lo emplearé a partir de ahora. Ya empezaba a cansarme de tanto «chico» y «muchacho».

Incliné la cabeza. Seguimos hablando de otros asuntos. Faltaba una hora aproximadamente para el amanecer cuando abandoné sus aposentos sin ventanas y regresé a los míos. Volví a acostarme, pero no lograba conciliar el sueño. Siempre había mantenido a raya la rabia oculta que me daba mi puesto en la corte. Ahora ardía en mi interior hasta el punto de impedirme descansar. Aparté las sábanas y me puse la ropa que se me había quedado pequeña, salí del castillo y encaminé mis pasos hacia la ciudad de Torre del Alce.

El fuerte viento que soplaba del mar traía consigo un frío húmedo que era una bofetada mojada en el rostro. Me embocé en mi capa y sujeté mi capucha. Caminé a buen paso, esquivando los parches de hielo que se habían formado en la empinada carretera que descendía a la ciudad. Intentaba no pensar, pero descubrí que el vigoroso bombeo de mi sangre me calentaba la cabeza más que el resto del cuerpo. Mis ideas se revolvían como un caballo al que hubieran tirado de las riendas.

La primera vez que bajé a la ciudad de Torre del Alce, ésta era un lugar pequeño, sucio y bullicioso. En la última década había crecido y había adoptado un aire de sofisticación, pero sus orígenes seguían resultando obvios. La ciudad se aferraba a los acantilados bajo el castillo de Torre del Alce, y cuando esos acantilados daban paso a las playas rocosas, los almacenes y naves se levantaban sobre muelles y pilares. Los profundos fondeaderos que se cobijaban a la sombra de Torre del Alce atraían veleros mercantes y cargueros. Más al norte, donde el río Alce desembocaba en el mar, había playas más apacibles y el amplio río servía de ruta comercial para las barcazas que se adentraban en los ducados terrales. Las tierras próximas a la boca del río eran susceptibles de sufrir inundaciones, y los fondeaderos se tornaban impredecibles allí donde el río variaba su curso. Por eso la gente de la ciudad de Torre del Alce vivía hacinada en los abruptos acantilados que señoreaban sobre el puerto igual que las aves en los Acantilados Ovales. Así se entendían las calles angostas y mal empedradas que surcaban sinuosas las empinadas laderas en su camino hasta el agua. Las casas, tiendas y posadas se agarraban con humildad a la cara del acantilado, sin soñar con ofrecer resistencia alguna a los vientos que soplaban casi sin cesar. Más arriba en la cara del acantilado, los hogares y comercios más ambiciosos eran de madera, con los cimientos excavados en la piedra de los propios acantilados. Pero sabía poco de ese estrato. De pequeño había corrido y jugado entre las tiendas y posadas de marineros más modestas que se agolpaban casi hasta el borde del mar.

Cuando llegué a esa parte de la ciudad de Torre del Alce, reflexionaba con ironía que tanto a Molly como a mí nos habría ido mucho mejor si nunca nos hubiéramos hecho amigos. Yo había puesto su reputación en tela de juicio, y si continuaba prodigándole mis atenciones, lo más probable era que se convirtiera en el blanco de la malicia de Regio. En cuanto a mí, la angustia que había sentido al creer que me había abandonado por otro no era sino un rasponazo comparada con la profunda herida de saber que ella pensaba que la había estado engañando.

Salí de mis torvos pensamientos para descubrir que mis pies traidores me habían conducido hasta la misma puerta de su velería. Ahora era una tienda de té y hierbas. Justo lo que necesitaba la ciudad de Torre del Alce, otra tienda de té y hierbas. Me pregunté qué habría sido de las colmenas de Molly. Sentí una punzada de dolor al comprender que para ella la sensación de estar descolocada debía de ser diez veces… no, cien veces peor. Con qué facilidad había aceptado el hecho de que Molly hubiera perdido a su padre y con él su forma de vida y sus perspectivas de futuro. Con qué facilidad había aceptado el cambio que la había transformado en una criada del castillo. Una criada. Apreté los dientes y seguí caminando.

Deambulé por la ciudad sin rumbo fijo. Pese a mi mal humor, reparé en cuánto había cambiado en los últimos seis meses. Aun en ese frío día de invierno, era un hervidero. La construcción de los barcos había atraído más gente, y más gente equivalía a más comercio. Me detuve en una taberna donde Molly, Hoz, Retinto y yo acostumbrábamos a compartir un poco de brandy de vez en cuando. Solían darnos el brandy de mora más barato. Me senté solo y di cuenta de mi cerveza pequeña en silencio, pero a mi alrededor trabajaban las lenguas y me enteré de muchas cosas. No eran sólo los astilleros los que habían impulsado la prosperidad de la ciudad de Torre del Alce. Veraz había hecho un llamamiento para reclutar hombres que tripularan sus buques de guerra. El llamamiento había recibido una calurosa acogida por parte de hombres y mujeres de todos los ducados costeros. Había quienes venían con cuentas que saldar, con la intención de vengar a sus muertos o forjados por los corsarios. Otros llegaban atraídos por la aventura, por la esperanza de conseguir algún botín, o simplemente porque en sus saqueadas aldeas ya no tenían ningún porvenir. Había quienes pertenecían a familias de pescadores o comerciantes, criados en el mar y con aptitudes para el agua. Otros eran antiguos pastores y granjeros de aldeas arrasadas. Poco importaba. Todos habían venido a la ciudad de Torre del Alce, sedientos de sangre corsaria.

Por ahora, muchos se alojaban en lo que antes fueran almacenes. Capacho, la maestra de armas de Torre del Alce, los entrenaba en el manejo de las armas y seleccionaba a los que juzgaba aptos para gobernar los barcos de Veraz. Los demás recibían la oferta de convertirse en soldados a sueldo. Tal era el exceso de población que inundaba la ciudad y atestaba posadas, tabernas y fondas. También escuché quejas por el hecho de que algunos de los que venían a tripular los buques de guerra eran marginados inmigrantes, expulsados de su propia tierra por los mismos Corsarios de la Vela Roja que amenazaban ahora nuestras costas. También ellos afirmaban ansiar venganza, pero eran pocos los habitantes de los Seis Ducados que se fiaban de ellos, y había negocios en la ciudad que se negaban a venderles nada. Aquella situación confería un feo cariz de tensión a la bulliciosa taberna. Alguien discutía acaloradamente sobre cierto marginado al que habían apaleado en los muelles el día anterior. Nadie había llamado a la patrulla de la ciudad. Cuando las especulaciones se trocaron aún más ofensivas, cuando empezaron a decir que todos los marginados eran espías y que quemarlos sería una medida de precaución inteligente y sensata, me resultó imposible seguir soportándolo y salí de la taberna. ¿Es que no había ningún sitio al que pudiera ir para sentirme libre de sospechas e intrigas, siquiera por una hora?

Paseé solo por las calles jalonadas por el invierno. Se fraguaba una tormenta. El viento implacable recorría las calles sinuosas, prometiendo nieve. El mismo frío salvaje se revolvía en mi interior, saltando de la rabia al odio pasando por la frustración, y vuelta a empezar, acumulando una presión insoportable. No tenían derecho a hacerme aquello. No había nacido para convertirme en su herramienta. Tenía derecho a vivir mi vida libremente, a ser quien había nacido para ser. ¿Acaso pensaban que podían someterme a su voluntad, utilizarme como les placiera, sin que yo me rebelara? No. Llegaría la hora. Llegaría mi hora.

Un hombre corría en mi dirección, con el rostro oculto por su capucha para guarecerse del viento. Miró de soslayo y se cruzaron nuestras miradas. Palideció y dio media vuelta para desandar sus pasos a la carrera. Hacía bien. Mi rabia resultaba ya abrasadora. El viento me alborotaba el cabello y pretendía aterirme, pero eso sólo conseguía que acelerara mis pasos y que sintiera cómo ardía la fuerza de mi odio. Tiraba de mí y yo lo seguía como si fuera un rastro de sangre fresca.

Doblé una esquina y me encontré en el mercado. Amenazados por la tormenta inminente, los comerciantes más pobres embalaban sus pertenencias en mantas y esteras. Quienes tenían tenderetes sujetaban sus lonas. Los dejé atrás a largas zancadas. La gente se apartaba de mi camino. Me abría paso sin importarme cómo me miraban todos.

Llegué al puesto del vendedor de animales y me encaré conmigo mismo. Era enjuto, de torvos ojos negros. Me fulminó con su mirada abrasadora y las oleadas de odio que emanaban de él me bañaron a modo de saludo. Nuestros corazones latían al mismo ritmo. Sentí cómo temblaba mi labio superior, como si pretendiera gruñir y enseñar mis patéticos dientes humanos. Compuse mis rasgos, sometí las emociones de nuevo a mi control. Pero el cachorro de lobo enjaulado de sucio pelaje gris me miraba fijamente, y replegó sus labios negros para revelar toda su dentadura. Os odio. Os odio a todos. Venid, acercaos. Os mataré. Primero os destrozaré los tendones y luego os desgarraré la garganta. Me comeré vuestras entrañas. Os odio.

—¿Querías algo?

—Sangre —dije con voz queda—. Quiero tu sangre.

—¿Cómo?

Aparté de golpe los ojos del lobo y los fijé en el hombre. Estaba sucio y mugriento. Hedía, por El, cómo apestaba. Pude oler sudor y comida rancia, la incrustación de sus propias excreciones en su persona. Se cubría con cueros mal curados y también su fetidez flotaba a su alrededor. Tenía los ojos pequeños, de hurón, y sus sucias manos eran crueles. Una vara de roble envuelta en bronce colgaba de su cinturón. Hube de contenerme para no arrebatarle aquel palo odioso y abrirle la sesera con él. Calzaba gruesas botas en sus pies acostumbrados a repartir patadas. Se me acercó demasiado y me agarré a mi capa para no matarlo.

—Lobo —conseguí decir. Mi voz sonaba gutural, asfixiada—. Quiero el lobo.

—¿Estás seguro, muchacho? Tiene mal carácter.

Propinó un puntapié a la jaula y me abalancé sobre él, magullándome de nuevo el hocico, pero me daba igual. Si pudiera hincar los dientes en su carne, le arrancaría un jirón o nunca la soltaría.

No. Vete, sal de mi cabeza. Meneé la cabeza para despejarla. El vendedor me observaba con aire de extrañeza.

—Sé lo que quiero.

Hablaba sin inflexiones, resistiéndome a las emociones del lobo.

—Conque sí, ¿eh? —El hombre me miraba fijamente, calculando mi valía. Iba a cobrarme lo que creyera que yo podía permitirme. No le complacían mis ropas estrechas, ni mi juventud. Pero intuía que hacía tiempo que tenía aquel lobo. Esperaba venderlo siendo aún un cachorro. Ahora que el lobo precisaba más comida y no la recibía, el hombre seguramente aceptara lo que le ofrecieran. Mejor para mí. No podía ofrecerle gran cosa.

—¿Para qué lo quieres? —preguntó el hombre como si tal cosa.

—Para los fosos —respondí con igual indiferencia—. Es un saco de huesos, pero lo mismo puede dar guerra todavía.

El lobo se arrojó de repente sobre los barrotes, abiertas las fauces, centelleantes los colmillos. Los mataré, los mataré a todos, les abriré la garganta, los destriparé

Calla, si quieres ser libre. Le di un empujón mental y el lobo retrocedió de un salto como si acabara de picarlo una abeja. Se retiró al rincón más apartado de la jaula y allí se quedó acoquinado, enseñando los dientes pero con el rabo entre las patas. Se sentía inseguro.

—Peleas de perros, ¿eh? Ah, éste seguro que ofrece espectáculo. —El vendedor dio otra patada a la jaula, pero el lobo no se inmutó—. Te vas a sacar tus buenos dineros con éste, ya lo verás. Es más canalla que cualquier glotón.

Otra patada, más fuerte. El lobo se encogió todavía más.

—Sí, tiene toda la pinta —comenté con desdén. Di la espalda al lobo como si hubiera perdido cualquier interés en él. Estudié las aves enjauladas. Los pichones y las palomas tenían aspecto de estar bien cuidados, pero había dos arrendajos y un cuervo hacinados en una jaula sucia, atestada de trozos de carne podrida y excrementos. El cuervo parecía un mendigo cubierto por una andrajosa capa de plumas negras. Picotead la pieza que brilla, sugerí a los pájaros. A lo mejor así encontráis la salida. El cuervo se quedó posado en su percha con apatía, con la cabeza hundida entre sus plumas, pero uno de los arrendajos aleteó hasta un asidero más alto y empezó a tantear y tironear del alfiler metálico que mantenía la jaula cerrada. Miré al lobo de soslayo—. Tampoco pensaba usarlo en las peleas, de todos modos. Sólo quería soltárselo a los perros para que se entretuvieran. Un poco de sangre y listos para luchar.

—Oh, pero si sería un luchador de primera. Ven, mira esto. Esto me lo hizo no hace ni un mes. Iba a darle de comer cuando se me echó encima.

Se subió una manga para desnudar una muñeca mugrienta surcada de tajos amoratados, aún a medio cicatrizar.

Me acerqué aparentando un interés moderado.

—Tiene pinta de haberse infectado. ¿No perderás la mano?

—Qué va a estar infectado. Lo que pasa es que tarda en curarse, eso es. Mira, muchacho, se acerca una tormenta. Voy a meter la mercancía en el carro, a ver si me largo antes de que descargue. ¿Qué, quieres ofrecerme algo por ese lobo? Verás qué buen luchador es.

—Seguro que vale como cebo, pero poco más. Te ofrezco, ah, seis cobres.

Tenía un máximo total de siete.

—¿Cobres? Chaval, estamos hablando de platas, por lo menos. Mira, qué bestia más guapa. Dale bien de comer y se hará más grande y más fiero. Ahora mismo podría sacarme seis cobres por su pellejo solo.

—Pues hazlo, antes de que pierda todavía más lustre. Y antes de que decida arrancarte la otra mano. —Me acerqué a la jaula, empujando al mismo tiempo, y el lobo se acobardó más todavía—. Para mí que está enfermo. Mi señor se pondría furioso conmigo si se lo llevara y los perros cayeran enfermos al matarlo. —Eché un vistazo al cielo—. Tenemos la tormenta encima. Será mejor que me vaya.

—Una plata, muchacho. Y te lo estoy regalando.

En ese preciso momento el arrendajo logró quitar el alfiler. La puerta de la jaula se abrió y el pájaro llegó de un salto al filo de la salida. Me interpuse discretamente entre el hombre y la jaula. A mi espalda, oí cómo los arrendajos se encaramaban a lo alto de la jaula de los pichones. La puerta está abierta, señalé al cuervo. Oí cómo sacudía sus lastimosas plumas. Cogí la bolsa de mi cinturón y la sopesé, meditabundo.

—¿Una plata? No tengo una plata. Pero da igual, la verdad. Acabo de darme cuenta de que no tengo manera de transportarlo hasta casa. Lo mejor será que no lo compre.

Detrás de mí, los arrendajos emprendieron el vuelo. El hombre profirió una maldición y me empujó a un lado en su carrera hacia la jaula. Conseguí enredarme con él de modo que ambos nos cayéramos al suelo. Me desembaracé del vendedor y me puse en pie de un salto, zarandeando la jaula para asustar al cuervo y que saliera de su prisión. Batió las alas con esfuerzo y éstas lo llevaron al tejado de una posada cercana. Mientras el vendedor se incorporaba con torpeza, el cuervo extendió sus alas raídas y graznó con sorna.

—¡Acabo de perder una jaula entera de mercancía! —empezó a acusarme, pero cogí mi capa e indiqué un desgarrón en ella.

—¡Ahora sí que va a enfadarse mi señor! —exclamé, y sostuve su iracunda mirada con la mía.

Miró al cuervo de reojo. El ave había ahuecado sus plumas contra la tormenta y había planeado hasta el refugio de una chimenea. Jamás volvería a capturar ese pájaro. A mi espalda, el lobo soltó un repentino gañido.

—¡Nueve cobres! —ofreció de repente el vendedor, desesperado. Aquel día no había cerrado ninguna compra, estaba seguro de eso.

—¡Ya te he dicho que no puedo llevármelo a casa! —contesté. Me puse la capucha y alcé la vista al cielo—. Ya está aquí la tormenta —anuncié al tiempo que caían los primeros copos, gruesos y húmedos.

Al día siguiente, las calles amanecerían relucientes de hielo. Me dispuse a marcharme.

—¡Vale, pues dame tus seis asquerosos cobres! —aulló el vendedor, presa de la frustración.

Los saqué uno a uno, dubitativo.

—¿Me lo vas a llevar hasta mi casa? —pregunté mientras me los quitaba de la mano.

—Llévalo tú solito, chaval. Esto es un robo y lo sabes.

Dicho lo cual, agarró su jaula de palomas y pichones y la metió en el carro. La jaula vacía del cuervo fue la siguiente. Hizo oídos sordos a mis airadas protestas mientras se subía al pescante y sacudía las riendas del pony. La vieja bestia tiró de la rechinante carreta y se perdió en la nieve y el ocaso. A nuestro alrededor, el mercado estaba desierto. El único tráfico lo constituían los transeúntes que corrían a sus hogares en medio de la tormenta, alzados los cuellos y prendidas las capas para protegerse del viento húmedo y del azote de la nieve.

—¿Y ahora qué hago contigo? —pregunté al lobo.

Sácame. Libérame.

No puedo. No es seguro. Si soltaba al lobo en pleno centro de la ciudad nunca llegaría al bosque con vida. Eran demasiados los perros que podrían formar una manada para abatirlo, demasiados los hombres que podrían cazarlo por su piel. O por el mero hecho de ser un lobo. Me acerqué a la jaula, dispuesto a levantarla y ver cuánto pesaba. Se lanzó sobre mí, mostrando los dientes. ¡Atrás! De repente me sentía furioso. Era contagioso. Te mataré. Eres igual que él, un hombre. Vas a dejarme en esta jaula, ¿verdad? Te mataré, te destriparé y jugaré con tus vísceras.

¡Que te apartes! Lo empujé, con fuerza, y volvió a acobardarse. Gruñó y gañó perplejo por lo que había hecho, pero se retiró a un rincón de su jaula. La agarré, la levanté. Pesaba, y el violento balanceo de su peso no me lo ponía más fácil. Pero podía cargar con ella. No muy lejos, ni mucho tiempo. Pero si lo hacía tramo a tramo, conseguiría sacarlo de la ciudad. Una vez adulto, posiblemente pesaría tanto como yo. Pero estaba famélico y era joven. Más joven de lo que había deducido a primera vista.

Levanté la jaula y la apoyé contra mi pecho. Si se me echaba encima ahora, podría hacerme daño. Pero se limitó a gañir y encogerse en su esquina. Hacía que me costara mucho cargar con él.

¿Cómo te atrapó?

Te odio.

¿Cómo te atrapó?

Recordaba una guarida, y a dos hermanos. Una madre que le llevaba pescado. Y la sangre, el humo, sus hermanos y su madre se convirtieron en pieles para el hombre de las botas. A él lo sacó el último y lo tiró dentro de una jaula que olía a hurones, y lo alimentó de carroña. Y de odio. El odio era lo que lo había sustentado.

Tu madre debió de parirte tarde si pescaba para darte de comer.

Me observó enfurruñado.

Todas las carreteras eran cuesta arriba y la nieve empezaba a cuajar. Mis botas raídas patinaban en los adoquines helados y me dolían los hombros por culpa del peso descompensado de la jaula. Temía que me asaltaran los temblores. Tenía que parar con frecuencia para descansar. Cuando lo hacía, me negaba tenazmente a pensar en lo que estaba haciendo. Me decía que no iba a vincularme a ese lobo, ni a ninguna otra criatura. Me lo había prometido. Sólo iba a dar de comer a ese cachorro para luego soltarlo en algún sitio. Burrich no se enteraría nunca. No tendría que enfrentarme a su repugnancia. Volví a levantar la jaula. ¿Quién hubiera pensado que aquel cachorro escuálido podría pesar tanto?

Escuálido no. Indignado. Bichos. La jaula está llena de bichos.

De modo que el picor que sentía en el pecho no era producto de mi imaginación. Genial. Tendría que volver a bañarme esa noche, a menos que quisiera compartir mi cama con las chinches lo que restaba de invierno.

Había llegado al límite de la ciudad de Torre del Alce. A partir de ahí sólo había un puñado de casas dispersas y la carretera sería más empinada. Mucho más empinada. Dejé la jaula de nuevo en el suelo cubierto de nieve. El cachorro estaba ovillado en ella, pequeño y desamparado sin la rabia y el odio que lo sustentaban. Tenía hambre. Tomé una decisión.

Voy a sacarte. Te voy a llevar en brazos.

No hubo respuesta por su parte. Me observó fijamente mientras manipulaba el pestillo de la jaula y abría la puerta. Pensaba que se me colaría entre las piernas como una exhalación y se perdería en la nieve y la noche. En cambio, se quedó encogido en el sitio. Metí una mano en la jaula y lo agarré del pescuezo para sacarlo. Lo tuve encima en un abrir y cerrar de ojos, encaramado a mi pecho, con las fauces dirigidas contra mi garganta. Levanté el brazo justo a tiempo de incrustar mi antebrazo entre sus mandíbulas. Mantuve la presa sobre la piel de su cuello y hundí el brazo con fuerza en su boca, más adentro de lo que a él le hubiera gustado. Sus patas traseras me arañaban la barriga, pero mi jubón era lo bastante grueso como para paliar casi todo el daño. En un instante nos vimos rodando por la nieve, rugiendo y porfiando los dos como locos. Pero yo contaba con el peso, el equilibrio y la experiencia de haber pasado años adiestrando perros. Lo tumbé de espaldas y lo retuve ahí, indefenso, mientras su cabeza saltaba de uno a otro lado y me insultaba con viles epítetos para los que los humanos no tienen palabras. Dejé que se fatigara y me incliné sobre él. Le sujeté la garganta y me asomé a sus ojos. Éste era un mensaje físico que supo entender. A eso añadí: Yo soy Lobo. Tú eres Lobezno. ¡Tienes que obedecerme!

Me quedé allí, mirándolo fijamente a los ojos. Él pronto apartó la mirada, pero lo retuve todavía, hasta que volvió a mirarme y pude apreciar el cambio operado en sus ojos. Lo solté. Se levantó y se alejó. Se tumbó. Arriba. Ven. Rodó y se acercó a mí, arrastrando la barriga, con el rabo entre las patas. Cuando estuvo a mi alcance se tendió de costado y descubrió el vientre. Gañó de forma imperceptible.

Transcurrido un momento, claudiqué. De acuerdo. Teníamos que dejar las cosas claras entre nosotros. No tengo intención de hacerte daño. Ven conmigo. Alargué un brazo para rascarle el pecho, pero cuando lo toqué, soltó un gritito. Sentí el fogonazo rojo de su dolor.

¿Qué te duele?

Vi la vara envuelta en bronce del vendedor. Todo.

Procuré ir con cuidado mientras lo auscultaba. Antiguos verdugones, bultos en las costillas. Me puse de pie y aparté la jaula de nuestro camino de una violenta patada. Vino y se apoyó en mi pierna. Hambre. Frío. Muy cansado. Sus sensaciones volvían a imponerse a las mías. Cuando lo acariciaba, me costaba separar mis pensamientos de los suyos. ¿Era mía la rabia por el trato que había recibido, o suya? Decidí que eso no importaba. Lo aupé con cuidado y me erguí. Sin la jaula, apretado contra mi pecho, no pesaba tanto. Era casi todo piel y largos huesos en fase de crecimiento. Lamenté la fuerza que había empleado contra él, aunque al mismo tiempo sabía que era el único idioma que hubiera entendido.

—Yo cuidaré de ti —me obligué a decir en voz alta.

Calor, pensó con agradecimiento, y me demoré un instante para arroparlo con mi capa. Sus sentidos alimentaban los míos. Podía olerme a mí mismo, con una precisión mil veces mayor de lo que querría. Caballos, perros, madera quemada, cerveza y una traza del perfume de Paciencia. Hice lo posible por separar mi conciencia de sus sentidos. Lo abracé con fuerza y subí la empinada ladera que conducía a Torre del Alce. Conocía una cabaña abandonada, detrás de los graneros, que había ocupado antes un anciano porquero. Ahora estaba deshabitada. Estaba demasiado derruida, y demasiado lejos de los demás vecinos de Torre del Alce. Pero serviría para lo que me proponía hacer. Lo dejaría allí, con unos cuantos huesos que pudiera roer y unos cereales cocidos, y paja que le sirviera de lecho. Una o dos semanas, un mes a lo sumo, y estaría lo bastante recuperado y fortalecido como para apañárselas por su cuenta. Luego lo conduciría al oeste de Torre del Alce y lo dejaría en libertad.

¿Carne?

Suspiré. Carne, prometí. Ninguna bestia había intuido mis pensamientos de ese modo en el pasado, ni había sabido expresármelos con tanta nitidez. Menos mal que no íbamos a pasar mucho tiempo en compañía el uno del otro. Menos mal que pronto se iría.

Calor, me contradijo. Apoyó la cabeza en mi hombro y se quedó dormido, humedeciéndome la oreja con su respiración.