Lazos renovados
La referencia más antigua a los Vetulus en la biblioteca de Torre del Alce se encuentra en un pergamino muy maltratado. Las vagas decoloraciones sobre la vitela sugieren que salió de una bestia pintada, jaspeada de un modo desconocido para nuestros cazadores. La tinta del escrito deriva de una mezcla de tinta de calamar y raíz de campanilla. Ha soportado bien el paso del tiempo, mucho mejor que las tintas de colores de las ilustraciones y glosas originales del texto. Éstas no sólo se han desvaído y corrido, sino que en varios lugares han llamado la atención de alguna polilla que ha roído y atiesado el otrora flexible pergamino, provocando que varias partes del rollo sean ahora demasiado quebradizas como para extenderlas.
Por desgracia, el daño se ha concentrado principalmente en las partes interiores del pergamino, que contienen capítulos de las proezas del rey Sapiencia que no se encuentran en ningún otro sitio. A partir de estos fragmentos, se puede inferir cuan desesperado debía de estar para buscar la tierra de los Vetulus. Sus preocupaciones nos resultan familiares: unos barcos asolaban sus costas sin piedad. Los legajos apuntan a que partió a caballo hacia el Reino de las Montañas. Se desconoce qué lo llevó a suponer que ésa era la ruta que habría de conducirlo al hogar de los legendarios Vetulus. Es una lástima que los estadios finales de su periplo y su encuentro con los Vetulus se ilustraran tan profusamente, pues ahí el pergamino ha quedado reducido a un frágil entramado de sugerentes textos y dibujos incompletos. Nada se sabe de aquel primer encuentro. Ni siquiera alcanzamos a suponer cómo logró inducir a los Vetulus a aliarse con él. Muchas canciones, con abundancia de metáforas, relatan cómo descendieron los Vetulus, como «tormentas», como «olas gigantes», como «la venganza hecha oro» y «la ira encarnada en piedra viva» para expulsar a los corsarios de nuestras orillas. También cuentan las leyendas que juraron a Sapiencia que, de volver a precisar los Seis Ducados su ayuda en cualquier momento, acudirían de nuevo en nuestro auxilio. Eso hace que uno conjeture, y no son pocos los que lo hacen, como demuestra la gran variedad de leyendas nacidas en torno a esta alianza. Mas el relato que de aquel suceso hiciera el escribano del rey Sapiencia no es ahora sino pasto del moho y los gusanos.
Mi cámara contaba con una sola ventana con vistas al mar. En invierno, un postigo de madera se enfrentaba a los vendavales cubierto por un tapiz que prestaba a la habitación una ilusión de acogedora calidez. De ese modo me desperté a oscuras y pasé un rato tumbado para familiarizarme con mi antiguo entorno. De forma gradual se filtraron hasta mí los sutiles sonidos del castillo. El sonido de la mañana. Sonidos muy madrugadores. Mi casa, comprendí. Torre del Alce. Y al instante siguiente, «Molly», dije en voz alta a la oscuridad. Aún sentía el cuerpo fatigado y dolorido. Pero no exhausto. Salí de la cama al frío de mi cuarto.
Me acerqué con paso vacilante a mi chimenea, ociosa desde hacía tanto tiempo, y encendí un pequeño fuego. Pronto tendría que subir más leña. Las danzarinas llamas proyectaron una inestable luz amarilla sobre la estancia. Cogí ropa del arcón que había al pie de mi cama y descubrí que mi antiguo atuendo me sentaba raro. La larga convalecencia había erosionado mi musculatura, pero aun así había conseguido apañármelas para estirar los brazos y las piernas. No había nada de mi talla. Recogí la camisa del día anterior, pero una noche entre sábanas limpias había bastado para refrescarme el olfato. El olor de las ropas de viaje me resultaba insoportable. Volví a escarbar en mi arcón. Encontré una suave camisa marrón que antaño había tenido las mangas demasiado largas y ahora me quedaba bien. Me la puse con mis pantalones verdes a cuadros y mi blusón de las montañas. Sabía que en cuanto lady Paciencia o la señora Premura me pusieran la vista encima, se abalanzarían sobre mí y remediarían la situación. Pero no, esperaba, antes de desayunar y bajar a la ciudad de Torre del Alce. Había varios sitios en los que podría preguntar por Molly.
Encontré el castillo desperezándose aunque no despierto del todo. Comí en la cocina como hacía cuando era pequeño, descubriendo que allí, como siempre, el pan era más fresco y las gachas más dulces. Perol se deshizo en exclamaciones al verme, ora comentando cuánto había crecido, ora lamentándose por mi aspecto flaco y demacrado. Intuí que, antes de que acabara el día, estaría harto de escuchar observaciones parecidas. Cuando la cocina empezó a llenarse me escapé con una rebanada de pan bien untada de mantequilla y cargada de lonchas de embutido. Volví a mi habitación para coger una capa de abrigo.
En cada cámara que dejaba atrás veía más y más indicios de la presencia de Kettricken. Una especie de tapiz, tejido con hierbas de distintos colores, que representaba un paraje montañoso adornaba ahora la pared del Salón Menor. No había flores que recoger en esa época del año, pero en los lugares más insospechados aparecían robustas macetas llenas de guijarros que sostenían ramas desnudas pero graciosas, o cardos y nébedas secas. Los cambios eran pequeños pero inconfundibles.
Llegué a una de las secciones más antiguas de Torre del Alce y subí los polvorientos escalones que comunicaban con la atalaya de Veraz. Gozaba de una amplia vista de nuestra costa y desde sus altas ventanas Veraz montaba guardia en verano por si avistaba naves corsarias. Desde aquí obraba la mágica Habilidad que mantenía a raya a las Velas Rojas, o nos advertía al menos de su llegada. En ocasiones demostraba ser una defensa insuficiente. Debería contar con un séquito de subalternos formados en la magia que lo asistieran, pero ni siquiera yo, a despecho de mi sangre bastarda, había conseguido dominar mis caprichosas dotes para la Habilidad. Galeno, nuestro maestro de la Habilidad, había muerto sin enseñar sus artes más que a un puñado de alumnos. No había nadie que lo reemplazara, y sus pupilos carecían de una verdadera comunión con Veraz, por lo que éste se veía obligado a Habilitar en solitario frente a nuestros enemigos. Eso le había hecho envejecer prematuramente. Me preocupaba que pudiera consumirse en el intento y sucumbir a la adictiva debilidad de quienes abusaban de la Habilidad.
Cuando llegué a lo alto de la escalera de caracol, me faltaba el resuello y me flaqueaban las piernas. Empujé la puerta y ésta se abatió suavemente sobre sus goznes bien engrasados. La fuerza de la costumbre me llevó a entrar en la habitación sin hacer ruido. Lo cierto era que no esperaba encontrar a Veraz ni a nadie. Las tormentas marinas eran nuestros mejores vigilantes en invierno, pues protegían nuestras costas de los corsarios. Parpadeé ante la repentina luz gris de la mañana que entraba por las ventanas abiertas de la torre. Veraz era una silueta oscura recortada contra el fondo gris del firmamento encapotado. No se dio la vuelta.
—Cierra la puerta —dijo en voz baja—. La corriente de aire que sube por las escaleras hace que por este cuarto corra más viento que por cualquier chimenea.
Hice lo que me decía y me quedé allí plantado, tiritando. El viento helado traía hasta mí el aroma del mar y lo aspiré como si fuera la misma vida.
—No esperaba encontraros aquí —dije.
Mantuvo los ojos fijos en el agua.
—¿No? Entonces, ¿por qué has venido?
Había en su voz una nota de humorismo que me sobresaltó.
—La verdad, no lo sé. Volvía a mi dormitorio…
Dejé la frase inacabada mientras intentaba recordar por qué había subido hasta allí.
—Te he Habilitado —declaró, lacónico.
Me quedé callado y pensativo.
—No he sentido nada.
—No quería que lo sintieras. Te lo dije hace tiempo. La Habilidad puede ser como un susurro al oído. No hace falta que sea una orden a gritos.
Se volvió despacio para encararse conmigo, y cuando mis ojos se acostumbraron a la luz se me hinchó el corazón de alegría al ver el cambio operado en él. Cuando salí de Torre del Alce en la época de la siega, era una sombra marchita, abrumado por el peso de sus responsabilidades y su incesante vigilia. Aún tenía el cabello oscuro veteado de gris, pero habían regresado los músculos a su fornida constitución y la vitalidad chispeaba en sus ojos negros. Tenía todo el aspecto de un rey.
—Se diría que el matrimonio os sienta bien, mi príncipe —comenté tontamente.
Aquello lo puso nervioso.
—En cierto modo —admitió, al tiempo que un púdico rubor se adueñaba de sus mejillas. Volvió a asomarse a la ventana—. Ven a ver mis barcos —ordenó.
Ahora me correspondía a mí sentirme aturullado. Me acerqué a la ventana a su lado y contemplé el puerto, y luego el mismo mar.
—¿Dónde? —pregunté, desconcertado.
Me cogió por los hombros y me orientó hacia el astillero, donde se había erigido una larga nave de madera de pino amarillo. Los hombres entraban y salían del edificio mientras sus forjas y chimeneas escupían humo. Negras contra la nieve se veían varias de las inmensas tablas que constituían la dote nupcial de Kettricken.
—A veces, cuando estoy aquí arriba alguna mañana de invierno, me asomo al mar y casi puedo ver las Velas Rojas. Sé que tienen que venir. Pero también a veces veo los barcos que habrán de hacerles frente. Esta primavera no encontrarán una presa fácil, muchacho, y para el invierno que viene me he propuesto enseñarles lo que se siente al ser invadido.
Hablaba con una salvaje satisfacción que me habría atemorizado si yo no la compartiera. Sentí que mi sonrisa reflejaba la suya cuando cruzamos la mirada.
En ese momento cambió su expresión.
—Tienes un aspecto horrible —declaró—. Casi tanto como tu ropa. Busquemos un sitio más cálido, a ver si te encontramos una copa de vino especiado y algo de comer.
—Ya he desayunado —le dije—. Y me siento mucho mejor que hace unos meses, gracias por preocuparos.
—No te hagas de rogar —me regañó—. Ni me digas lo que ya sé. Ni me mientas. Las escaleras te han dejado agotado y tiemblas como un pollo.
—Estáis usando la Habilidad conmigo —acusé, y él asintió.
—Hace ya días que estoy al corriente de tu proximidad. He intentado Habilitarte en varias ocasiones, pero no conseguía hacerme notar. Me preocupé cuando os salisteis de la carretera, pero comprendí que Burrich tenía sus motivos. Me complace que haya sabido cuidar tan bien de ti, no sólo al traerte a casa sano y salvo, sino con todo lo ocurrido en Jhaampe. No se me ocurre cómo recompensárselo. Tendría que ser algo sutil. Conociéndolo, un reconocimiento público sería indebido. ¿Alguna sugerencia?
—Vuestras palabras de agradecimiento, no aceptará más. Refunfuñará si pensáis que necesita algo más. Me da la impresión de que nada de lo que podáis darle haría justicia a lo que hizo por mí. Una forma de aplacarlo sería decirle que elija el potranco que más le guste, ahora que su caballo se hace viejo. Eso lo comprendería. —Lo pensé atentamente—. Sí. Podríais hacer eso.
—Conque podría hacer eso, ¿eh? —dijo secamente Veraz.
Noté de nuevo una nota de humorismo en su voz.
Mi osadía me abrumó de repente.
—Disculpad mis modales, mi príncipe —me disculpé humildemente.
Una sonrisa curvó sus labios y me dio una fuerte palmada en el hombro.
—Bueno, yo te he preguntado, ¿no? Por un momento hubiera jurado que eras el viejo Hidalgo aconsejándome cómo tratar a mis hombres en vez de mi joven sobrino. Tu viaje a Jhaampe te ha cambiado, muchacho. Vamos. Hablaba en serio cuando te dije lo de buscar un sitio más cálido y un trago de algo. Kettricken querrá verte más tarde. Y también Paciencia, imagino.
Se me encogió el corazón cuando agolpó tantos quehaceres sobre mí. La ciudad de Torre del Alce tiraba de mí como un imán, pero ése era mi Rey a la Espera. Incliné la cabeza ante su voluntad.
Abandonamos la torre y lo seguí escaleras abajo, hablando de trivialidades. Me dijo que le comentara a la señora Premura que necesitaba ropa nueva; me interesé por León, su perro lobo. Detuvo a un mozo en el pasillo y le pidió que llevara vino y pastel de carne a su estudio. Lo seguí, no a sus aposentos, sino a una estancia inferior, familiar y desconocida a un tiempo. La última vez que había estado allí, Cerica el escribano la empleaba para seleccionar y secar hierbas, conchas y raíces con que confeccionar sus tintas. De aquello no quedaba ni rastro. La pequeña chimenea estaba encendida. Veraz avivó las llamas y echó más leña mientras yo curioseaba por la habitación. Había una gran mesa de roble tallado y dos más pequeñas, varias sillas, un estante con pergaminos y una balda desvencijada atestada con objetos de lo más variopinto. Cubría la mesa el bosquejo de un mapa de los Estados de Chalaza, con las esquinas sujetas por un puñal y tres piedras. Varios trozos de pergamino esparcidos por la superficie estaban cubiertos por la letra de Veraz y bocetos preliminares llenos de apuntes. El apacible desorden que imperaba en las dos mesas pequeñas y varias de las sillas se me antojó familiar. Al cabo de un momento reconocí las diversas pertenencias de Veraz que otrora guardaba en su dormitorio. El príncipe dejó de remover los rescoldos y esbozó una sonrisa torcida al reparar en mis cejas arqueadas.
—Mi Reina a la Espera no tolera el desorden. «¿Cómo pretendes trazar una línea recta en medio de este desbarajuste?», me decía. Su cámara tiene la precisión de un campamento militar. Así que he montado aquí mi guarida, porque enseguida descubrí que me resultaba imposible trabajar en un cuarto limpio y vacío. Además, así tengo un sitio donde hablar tranquilamente y al que no todos saben cómo llegar.
Aún no había terminado la frase cuando se abrió la puerta para que entrara Charim con una bandeja. Saludé con la cabeza al criado de Veraz, que no sólo no parecía sorprendido de verme, sino que además había añadido al pedido del príncipe cierto tipo de pan con especias que siempre me había gustado mucho. Se paseó por la habitación un momento, enfrascado en cambiar algunos libros y pergaminos de sitio para despejar una silla para mí, y volvió a desaparecer. Veraz estaba tan acostumbrado a él que apenas si pareció reparar en su presencia, salvo por la breve sonrisa que intercambiaron al irse Charim.
—Bueno —dijo en cuanto se hubo cerrado la puerta—. Quiero un informe detallado. Desde el preciso instante en que pusiste un pie fuera de Torre del Alce.
No fue aquél un mero relato de mi viaje y lo acontecido durante el mismo. Chade me había entrenado para ser espía además de asesino, y desde mi infancia Burrich me había exigido siempre que supiera narrar al detalle cuanto ocurriera en los establos durante su ausencia. De modo que mientras comíamos y bebíamos desgrané para Veraz el relato de todo lo que había visto y hecho desde mi marcha de Torre del Alce. A esto siguió el resumen de las conclusiones a las que me habían conducido mis experiencias, y luego las sospechas que me inspiraba todo lo aprendido. Llegados a ese punto, Charim había vuelto con otra bandeja. Mientras dábamos cuenta de los platos nuevos, Veraz limitó nuestra conversación a sus buques de guerra. No podía ocultar su entusiasmo por ellos.
—Ha bajado Matafión a supervisar la construcción. Subí yo en persona hasta Altibajos para buscarlo. Me dijo que ya estaba demasiado viejo. «El frío me helaría los huesos, ahora no podía construir un barco en invierno», ésa fue su respuesta. Así que puse a trabajar a los aprendices y fui a verlo yo mismo. No pudo decirme que no cuando me tuvo delante. Cuando llegó aquí, lo llevé a los astilleros y le enseñé la nave acondicionada, lo bastante grande para albergar un buque de guerra, construida de modo que pudiera trabajar sin pasar frío. Pero no fue eso lo que le convenció. Fue el roble blanco que me había regalado Kettricken. Cuando vio la madera, le entraron unas ganas irresistibles de hincarle la azuela. El grano es recto y uniforme de cabo a rabo. Las tablas ya venían bien cortadas. Serán unos barcos preciosos, con la quilla alabeada, sinuosos como serpientes en el agua.
Derrochaba entusiasmo. Ya podía imaginarme el subir y bajar de los remos, el crujido de los palos cuadrados cuando estuvieran en movimiento.
Luego dejamos a un lado los platos y los retales y empezó a interrogarme sobre lo acaecido en Jhaampe. Me obligó a reconsiderar cada incidente aislado desde todos los puntos de vista posibles. Para cuando hubo terminado conmigo, había revelado el episodio en su totalidad y mi rabia ante la traición de que había sido víctima volvía a ser fresca y vivida.
A Veraz no le pasó inadvertida. Se reclinó en su silla para alcanzar otro leño, que arrojó al fuego levantando una lluvia de chispas en la chimenea.
—Tienes preguntas —dijo—. Ahora puedes hacerlas.
Enlazó las manos sobre su regazo y esperó.
Intenté dominar mis emociones.
—El príncipe Regio, vuestro hermano —empecé con cautela—, es culpable de la máxima traición. Organizó el asesinato del hermano mayor de vuestra esposa, el príncipe Rurisk. Pretendía llevar a cabo una conspiración que habría culminado con vuestra muerte. Quería arrebataros vuestra corona y a vuestra mujer. Por si eso fuera poco, atentó contra mi vida en dos ocasiones. Y contra la de Burrich.
Hice una pausa para coger aliento, intentando serenar mi corazón y mi voz.
—Tú y yo aceptamos esas cosas como ciertas. Nos costaría demostrarlas —observó suavemente Veraz.
—¡De eso se aprovecha! —escupí, para luego apartar el rostro de Veraz hasta conseguir dominar mi ira. Su cruda intensidad me sobrecogió, pues no me había permitido sentirla hasta entonces. Hacía meses, cuando aplicaba todo mi empeño a la tarea de mantenerme con vida, la había arrinconado para pensar con claridad. Los meses siguientes habían sido de convalecencia mientras me recuperaba del frustrado intento de envenenamiento por parte de Regio. Ni siquiera a Burrich había podido contárselo todo, ya que Veraz había dejado claro que no quería que nadie supiera más de lo necesario sobre la situación. Ahora me encontraba sentado frente a mi príncipe y la fuerza de mi rabia me provocaba escalofríos. Mi cara se contorsionó de repente, víctima de una serie de violentos espasmos. Eso me abatió de tal manera que conseguí tranquilizarme de nuevo—. Regio se aprovecha de eso —repetí, con más calma.
En todo ese tiempo Veraz no se había movido ni había alterado su expresión a pesar de mi arrebato. Permanecía sentado con gesto grave a su lado de la mesa, con las manos encallecidas por el trabajo enlazadas frente a él, observándome con sus ojos oscuros. Bajé la mirada al mantel y tracé con la yema de un dedo la voluta tallada en la esquina de madera.
—No os admira por respetar las leyes del reino. Lo considera una debilidad, una forma de eludir la justicia. Quizás intente asesinaros otra vez. Casi con toda seguridad, intentará atentar contra mí.
—En ese caso, habremos de tener cuidado, los dos, ¿no te parece? —observó suavemente Veraz.
Lo miré a la cara.
—¿Eso es todo lo que vais a decirme? —pregunté bruscamente, conteniendo mi indignación.
—Traspié Hidalgo, soy tu príncipe. Soy tu Rey a la Espera. Me has jurado lealtad, igual que a mi padre. Y, si fuese preciso, también se la has jurado a mi hermano. —Veraz se levantó de improviso para deambular por la estancia—. Justicia. Eso es algo que anhelar, algo de lo que nunca estaremos hartos. Pero no. Nos conformamos con la ley. Y si hay algo cierto es que cuenta el hombre de mayor rango. La justicia te colocaría a la cabeza de la cola de herederos al trono, Traspié. Hidalgo era mi hermano mayor. Pero la ley dice que naciste fuera del matrimonio, de ahí que nunca puedas aspirar al trono. Habrá quien diga que me adueñé de la corona de mi hermano. ¿Cómo ha de extrañarme que mi hermano pequeño quiera quitármela a mí?
Nunca había oído a Veraz hablar así, con esa voz tan templada y llena de emoción al mismo tiempo. Guardé silencio.
—Crees que debería castigarlo. Podría hacerlo. No me hace falta demostrar su felonía para hacerle la vida imposible. Podría enviarlo a Bahía del Frío en calidad de emisario, con cualquier pretexto, y mantenerlo allí, lejos de la corte, en las peores condiciones. Podría hacer cualquier cosa menos desterrarlo. O podría dejarlo aquí en la corte, cargándolo con tal cantidad de tareas desagradables que no le quede tiempo que dedicar a sus pasatiempos. Él comprendería que estaba siendo castigado, igual que cualquier noble con dos dedos de frente. Sus simpatizantes saltarían en su defensa. Los ducados terrales se inventarían cualquier emergencia en la tierra de su madre que exigiera la presencia de su hijo. Una vez allí, podría atraer más adeptos para su causa. Bien pudiera fomentar la insurrección civil que buscaba antes y encontrar un reino del interior leal sólo a él. Aunque no tuviera éxito hasta ese punto, provocaría un revuelo suficiente para acabar con la unidad que debo alcanzar si quiero defender nuestro reino.
Dejó de hablar. Alzó el rostro y miró alrededor de la habitación. Seguí su mirada. Las paredes estaban empapeladas con mapas. Ahí estaba Osorno, ahí Torote, ahí Garrón. En la pared de enfrente, Gama, Haza y Lumbrales. Todo dibujado por la mano precisa de Veraz, hasta el último río delineado en azul, hasta la última ciudad con su nombre. Ésos eran sus Seis Ducados. Los conocía como nunca los conocería Regio. Había viajado por esas carreteras, había ayudado a marcar esas fronteras. Siguiendo a Hidalgo, se había mezclado con las gentes que bordeaban nuestras tierras. Había empuñado una espada en su defensa y había sabido cuándo soltar esa espada para negociar la paz. ¿Quién era yo para decirle cómo debía gobernar su hogar?
—¿Qué pensáis hacer? —pregunté con voz queda.
—Tenerlo a mi lado. Es mi hermano. Y el hijo de mi padre. —Se sirvió más vino—. El benjamín, el predilecto. He acudido a mi padre, el rey, y le he sugerido que Regio podría contentarse mejor con su papel si estuviera más implicado en el gobierno del reino. El rey Artimañas ha dado su visto bueno. Espero estar más que ocupado con la defensa de nuestro país frente a las Velas Rojas, así que recaerá sobre Regio la tarea de subir los impuestos que nos harán falta, y también deberá lidiar con cualquier otra crisis interna que pueda surgir. Con un círculo de nobles que lo asesore, desde luego. Estaré encantado de dejar que sea él quien soporte sus rencillas y disensiones.
—¿Y Regio se dará por satisfecho con eso?
Veraz esbozó una fina sonrisa.
—No puede decir lo contrario. No si aspira a conservar su imagen de joven dotado para el gobierno a la espera de una oportunidad para demostrar su valía. —Levantó su copa de vino y se giró para contemplar el fuego. Lo único que se escuchaba en la sala era el chasquido de las llamas que consumían la madera—. Cuando vengas a verme mañana… —empezó.
—Mañana necesito el día para mí —le dije.
Posó su copa y me miró.
—¿Lo necesitas? —preguntó con voz rara.
Lo miré a los ojos. Tragué saliva. Me puse de pie.
—Mi príncipe —comencé, empleando la fórmula del protocolo—, os solicito que me eximáis de mis deberes para mañana, para que pueda… hacerme cargo de un asunto personal.
Me dejó de pie un momento. Luego:
—Oh, siéntate, Traspié. Mezquino. Supongo que eso ha sido mezquino por mi parte. Pensar en Regio me pone de mal humor. Claro que puedes tomarte el día libre, muchacho. Si te pregunta alguien, di que estás haciendo algo para mí. ¿Te puedo preguntar de qué asunto tan importante se trata?
Volví la mirada al fuego, a las llamas danzarinas.
—Una amiga vivía en Sedimentos. Tengo que averiguar…
—Oh, Traspié.
En la voz de Veraz había más compasión de la que podía soportar.
Me cubrió una repentina ola de cansancio. Me alegré de haber vuelto a sentarme. Empezaron a temblarme las manos. Las puse debajo de la mesa y entrelacé los dedos con fuerza. Seguía sintiendo los temblores, pero al menos ahora nadie podía ver mi debilidad.
El príncipe carraspeó.
—Ve a tu cuarto y descansa —dijo amablemente—. ¿Quieres que mañana te acompañe alguien a la Bahía de los Sedimentos?
Negué con la cabeza con apatía, súbita y miserablemente seguro de lo que iba a encontrar. La idea me revolvía el estómago. Me asaltó otro escalofrío. Intenté respirar despacio, tranquilizarme y apartarme del ataque que me amenazaba. No soportaría avergonzarme de ese modo delante de Veraz.
—Yo debería avergonzarme, y no tú, por pasar por alto cuan enfermo has estado. —Se había incorporado sin hacer ruido. Dejó su vaso de vino delante de mí—. El daño que sufriste iba dirigido a mí. Lamento haber permitido que te ocurriera esto.
Me obligué a mirar a Veraz a los ojos. Sabía todo lo que yo intentaba ocultar. Lo sabía, y la culpa lo hacía desdichado.
—No es tan malo a menudo.
Me sonrió, pero sus ojos no cambiaron.
—Eres un embustero excelente, Traspié. No pienses que tu entrenamiento ha sido en balde. Pero no puedes engañar a alguien que ha pasado tanto tiempo contigo como yo, no sólo estos últimos días, sino a menudo durante tu convalecencia. Si cualquier otra persona te dijera «Sé cómo te sientes», podrías tomarlo por una cortesía. Pero si te lo digo yo es porque ésa es la verdad. Y sé que contigo pasa lo mismo que con Burrich. A ti no puedo ofrecerte que elijas el potro que más te guste dentro de unos meses. A cambio te ofrezco mi brazo, si lo deseas, para regresar a tu cuarto.
—Puedo solo —respondí, mortificado.
Era consciente de cómo me honraba, pero también de la nitidez con que veía mi debilidad. Quería estar solo, ocultarme.
Asintió, comprendiéndolo.
—Lástima que no domines la Habilidad. Podría ofrecerte mi fuerza, como tantas otras veces me he aprovechado yo de la tuya.
—No podría aceptarla —musité, incapaz de disimular los reparos que me produciría reemplazar mis fuerzas con las de otra persona.
Me reproché de inmediato el instante de vergüenza que vi en los ojos de mi príncipe.
—También yo podía mostrarme así de orgulloso en el pasado —dijo en voz baja—. Ve y descansa un poco, muchacho.
Me dio la espalda despacio. Se atareó ordenando sus tinteros y vitelas de nuevo. Salí sin hacer ruido.
Habíamos pasado todo el día encerrados. En la calle era noche cerrada. El castillo mostraba el aire acostumbrado de una velada de invierno. Recogidas las mesas, los comensales se habrían reunido frente a las chimeneas del Gran Salón. Quizás hubiera algún trovador cantando, o algún titiritero implicando a sus desgarbados muñecos en cualquier historia. Algunos espectadores contemplarían la función mientras emplumaban sus flechas, otros tendrían aguja e hilo entre las manos, los niños estarían haciendo girar sus peonzas, o peleando con espadas de madera, o dormitando con la cabeza apoyada en las rodillas u hombros de sus padres. Todo era seguro. Afuera, las tormentas de invierno soplaban y nos mantenían a salvo.
Caminaba con la cautela de un borracho, evitando las zonas comunes donde se reunía la gente por la noche. Me crucé de brazos y encorvé los hombros como si estuviera aterido para conseguir dominar los temblores. Subí despacio el primer tramo de escalones, como si estuviera ensimismado en mis pensamientos. En el rellano me permití una pausa para contar hasta diez, antes de obligarme a encarar el siguiente trecho.
Pero cuando puse el pie en el primer peldaño, apareció Cordonia bajando las escaleras. Pese a su corpulencia y la decena de años que me sacaba, descendía por los escalones con la agilidad de una cría. Al llegar al rellano me abrazó al grito de «¡Te encontré!», como si yo fuese un par de tijeras que se hubieran extraviado de su costurero. Me agarró del brazo con firmeza y me arrastró en dirección al salón.
—Si no he subido y bajado estas escaleras hoy una decena de veces no las he subido y bajado ninguna. Pero mira, qué alto estás. Lady Paciencia está fuera de sí y todo es por tu culpa. Primero esperaba que llamaras a su puerta de un momento a otro. Estaba encantada de que hubieras regresado al fin. —Se detuvo para mirarme con sus brillantes ojos de ave—. Eso ha sido esta mañana —me confió. Luego—: ¡Es cierto que has estado enfermo! Pero mira qué ojeras.
Prosiguió sin darme ocasión de replicar nada.
—A primera hora de la tarde, como no llegabas, empezó a sentirse insultada y un poco ofendida. En la cena estaba ya de tal genio por tu descortesía que apenas si probó bocado. Desde entonces ha decidido hacer caso a los rumores sobre tu grave enfermedad. Está convencida de que te has desmayado en algún rincón, o de que Burrich te ha tenido fregoteando los establos y ocupándote de los caballos y los perros a pesar de tu salud. Bueno, ya hemos llegado, anda para dentro, lo tengo, milady.
Y me introdujo en los aposentos de Paciencia.
La cháchara de Cordonia tenía un matiz extraño, como si eludiera algo. Entré con paso vacilante, preguntándome si la propia Paciencia habría estado enferma o si le habría acaecido alguna desgracia. De ser cierto cualquiera de mis temores, la verdad era que no había alterado en nada su estilo de vida. Sus aposentos se veían igual que siempre. Todas sus plantas habían crecido, se habían entrelazado y habían echado hojas. Un manto de nuevas aficiones cubría los descartados en la habitación. Se habían añadido dos palomas a su séquito. Había una decena aproximada de herraduras esparcidas por el cuarto. Una gruesa vela de yemas de laurel ardía encima de la mesa, despidiendo un perfume agradable al tiempo que derramaba su cera sobre un puñado de flores y hierbas secas colocadas en una bandeja próxima. También corría peligro un manojo de palillos curiosamente labrados. Parecían varas de adivinación como las que utilizaban los chyurdos. Cuando entré, su resistente perra terrier salió a mi encuentro. Me agaché para acariciarla y luego me pregunté si sería capaz de erguirme de nuevo. A fin de disimular mi lentitud, recogí con cuidado una arcilla del suelo. Era muy antigua, y seguramente rara, similar a las varas de adivinación. Paciencia dio la espalda a su telar para darme la bienvenida.
—Ah, levántate y deja de hacer el ridículo —exclamó al verme agazapado—. Eso de inclinar la rodilla es una imbecilidad. ¿O es que esperas que me olvide de la falta de educación que has demostrado al no venir a verme enseguida? ¿Qué es eso que me traes? ¡Oh, qué considerado! ¿Cómo sabías que las estaba estudiando? Sabes, he puesto patas arriba todas las bibliotecas del castillo y no he encontrado gran cosa sobre las varas de predicción.
Me arrebató la arcilla de las manos y me agradeció el supuesto obsequio con una sonrisa. Cordonia me guiñó un ojo por encima del hombro. Respondí con un discreto encogimiento de hombros. Volví a mirar de soslayo a lady Paciencia, que dejó su arcilla en lo alto de un inestable montón de otras parecidas. Volvió a fijarse en mí. Por un instante me observó con afectuosidad, antes de conjurar un profundo fruncimiento de ceño. Sus cejas se toparon sobre sus ojos de avellana, en tanto su pequeña y recta boca se trocaba en una línea inflexible. El efecto de su expresión reprobatoria se resintió cuando se vino a mi lado y vi que tenía dos hojas de enredadera prendidas en el pelo.
—Con permiso —dije, y las desenredé temerariamente de sus indomables rizos oscuros.
Las cogió de mi mano con toda seriedad, como si fueran importantes, y las dejó encima de la arcilla.
—¿Dónde has estado todos estos meses, cuando tanta falta hacías aquí? —inquirió—. La mujer de tu tío llegó hace tiempo. Te has perdido la boda oficial, te has perdido el banquete, el baile y la reunión de los nobles. Mírame, volcando toda mi energía en el empeño de que se te trate como al hijo de un príncipe que eres y tú ahí, esquivando todos tus compromisos sociales. Y cuando vuelves a casa, en vez de venir a verme, te dedicas a deambular por el castillo y a conversar con todo el mundo vestido como un pordiosero. ¿Quién te engañó para que te hicieras ese corte de pelo?
—La esposa de mi padre, otrora horrorizada al descubrir que su marido había engendrado un bastardo antes de casarse con ella, había pasado de aborrecerme a tenerme en palmitas. A veces eso era más difícil de soportar que su antigua repulsa. —¿Es que no se te ocurrió pensar que podrías tener quehaceres sociales aquí más importantes que corretear por ahí con Burrich viendo caballos?— empezó ahora.
—Lo lamento, milady. —La experiencia me había enseñado a no llevar nunca la contraria a Paciencia. Su excentricidad había conquistado al príncipe Hidalgo. A mí me distraía, los días propicios. Esa noche me sentía apabullado por ella—. He estado enfermo una temporada. No me sentía lo bastante bien como para emprender un viaje. Cuando me recuperé, nos retrasó el tiempo. Siento haberme perdido la boda.
—¿Y ya está? ¿Ése es el único motivo por el que te has demorado tanto?
Sus preguntas eran secas, como si se oliera algún engaño atroz.
—En efecto —respondí solemnemente—. Pero he pensado en vos. Os he traído algo, está aún entre mi equipaje. Todavía no he sacado los bártulos del establo, pero pienso hacerlo mañana.
—¿Qué es? —quiso saber, con curiosidad infantil.
Cogí aire. Mi cama me llamaba a gritos.
—Es una especie de herbario. Uno sencillo, pues son muy delicados y los más elaborados no habrían sobrevivido al viaje. Los chyurdos no emplean arcillas ni pergaminos para enseñar el arte de las hierbas, como hacemos nosotros. Lo que os traigo es un estuche de madera. Al abrirlo, descubriréis miniaturas en cera de cada hierba, pintadas con los colores adecuados y perfumados con la esencia exacta para facilitar su aprendizaje. Los textos están en chyurdo, claro, pero aun así se me ocurrió que os complacería.
—Parece interesante —dijo, con un brillo en los ojos—. Me muero por verlo.
—¿Queréis que le traiga una silla, señora? Tiene aspecto de haber estado enfermo —intervino su dama de compañía.
—Oh, desde luego, Cordonia. Siéntate, muchacho. Dime, ¿qué te ha afligido?
—Comí algo, una de esas hierbas extranjeras, y me produjo una fuerte reacción.
Bueno. Era fiel a la verdad. Cordonia me acercó un taburete pequeño y me senté agradecido. Me cubrió una ola de agotamiento.
—Ah. Ya veo. —Soslayó de ese modo mi enfermedad. Inspiró, miró en rededor y, de repente, saltó—: Dime. ¿Has pensado alguna vez en contraer matrimonio?
Aquel brusco cambio de conversación era tan propio de Paciencia que tuve que sonreír. Intenté pensar en la pregunta. Por un momento vi a Molly, con las mejillas encendidas por el viento que jugaba con su cabello suelto. Molly. Mañana, me prometí. La Bahía de los Sedimentos.
—¡Traspié! ¡No hagas eso! No te me quedes mirando de esa manera, como si no me tuvieras delante. ¿Me has oído? ¿Estás bien?
Salí de mi ensimismamiento con esfuerzo.
—La verdad es que no —respondí con toda sinceridad—. He tenido un día agotador…
—Cordonia, trae al muchacho una copa de vino de saúco. Parece fatigado, en efecto. A lo mejor no es éste el mejor momento para hablar —decidió lady Paciencia, preocupada. Por primera vez me observó con atención. Una genuina inquietud se asomó a sus ojos—. Es posible —insinuó en voz baja, al cabo— que no me hayas puesto al corriente de la totalidad de tus desventuras.
Fijé la mirada en mis acolchados borceguíes de montaña. La verdad aleteó en mi interior, antes de caer en picado y ahogarse en el peligro que supondría que Paciencia la conociera por completo.
—Un viaje largo. Mala comida. Infectas posadas con camas duras y mesas sucias. Eso lo resume todo. No creo que queráis escuchar los detalles.
Sucedió algo extraño. Se cruzaron nuestras miradas y supe que ella veía a través de mis mentiras. Asintió despacio, dando el embuste por necesario, y volvió el rostro. Me pregunté cuántas veces le habría contado mi padre mentiras parecidas. Cuánto le costaría a ella asentir de ese modo.
Cordonia me puso la copa de vino en la mano con firmeza. La alcé y el dulce aguijón del primer sorbo me revivió. La sostuve con ambas manos y conseguí dedicar una sonrisa a Paciencia por encima del borde.
—Dime —empecé y, a mi pesar, se me quebró la voz igual que a un anciano. Carraspeé para templarla—. ¿Cómo te ha ido? Supongo que tener a la reina aquí en Torre del Alce te habrá complicado la vida.
Cuéntame todo lo que me he perdido.
—Uy —dijo, como si se hubiera pinchado con un alfiler. Ahora fue Paciencia la que apartó la mirada—. Ya sabes que soy un alma solitaria. La salud no me acompaña en todas las ocasiones. Trasnochar, tanto baile y tanta charla, hace que luego tenga que pasarme dos días enteros en la cama. No. Me he presentado a la reina y he compartido la mesa con ella en un par de ocasiones, pero ella es joven y el ajetreo de su nueva vida la absorbe por completo. Y yo ya estoy vieja y achacosa, y me paso el rato ocupada en mis aficiones particulares…
—Kettricken comparte tu pasión por la jardinería —aventuré—. Seguro que le interesaría… —Un tiritón repentino me sacudió los huesos y me castañetearon los dientes hasta obligarme a cerrar la boca—. Tengo un poco de frío… eso es todo. —Me disculpé y volví a levantar la copa de vino. Eché un buen trago en vez del sorbito que pretendía. Me temblaron las manos y el vino me empapó la barbilla y la pechera de la camisa. Di un brinco, desolado, y mis manos traidoras soltaron la copa. Cayó en la alfombra y se alejó rodando, dejando un rastro de vino oscuro como la sangre. Volví a sentarme de golpe y me abracé con fuerza para frenar los temblores—. Estoy muy cansado —dije para intentar evadirme.
Cordonia se me acercó con un paño y empezó a secarme suavemente hasta que se lo arrebaté. Me froté la barbilla y sequé casi todo el vino de mi camisa, pero cuando me agaché para recoger lo que se había derramado a punto estuve de dar de bruces en el suelo.
—No, Traspié, olvídate del vino. Ya lo limpiaremos nosotras. Estás cansado y medio enfermo. Coge y acuéstate. Ven a verme cuando hayas descansado. Hay temas serios que quiero discutir contigo, pero podrán esperar otra noche. Ahora largo, chiquillo. Corre a la cama.
Me puse de pie, agradecido por la tregua, y ensayé mis graciosas reverencias. Cordonia me acompañó hasta la puerta y se quedó allí plantada, observándome ansiosa, hasta que hube llegado al rellano. Me propuse caminar como si las paredes y el suelo no se columpiaran ante mis ojos. Me detuve en la escalera para saludarla con la mano y emprendí el ascenso. Tres escalones más arriba, fuera de su vista, me paré y me apoyé en el muro para recuperar el aliento. Levanté las manos para protegerme los ojos de la brillante luz de las velas. Los mareos me asaltaban en oleadas. Cuando abrí los ojos, lo vi todo a través de una neblina arco iris. Volví a cerrarlos con fuerza y apreté los puños contra ellos.
Oí que alguien bajaba sigilosamente en mi dirección. Los pasos cesaron dos escalones por encima de mí.
—¿Se encuentra usted bien, señor? —preguntó alguien, inseguro.
—Habré bebido demasiado —mentí. Lo cierto era que el vino que me había echado por encima me prestaba el olor de un borracho—. Se me pasará enseguida.
—Permitid que os ayude a subir las escaleras. Tropezar aquí podría ser peligroso.
Había ahora en la voz un reproche implícito.
Abrí los ojos y espié entre mis dedos. Faldas azules. De la misma tela práctica que usaban todas las sirvientas. Sin duda había lidiado antes con borrachos.
Meneé la cabeza pero hizo caso omiso de mi negativa, lo mismo que hubiera hecho yo en su lugar. Sentí que una mano fuerte me asía el brazo con firmeza mientras el otro brazo me rodeaba la cintura.
—Vamos, sólo hay que subir unos peldaños —me animó.
Me apoyé en ella, sin proponérmelo, y llegué a trompicones al siguiente rellano.
—Gracias —musité, pensando que ahora se iría, pero siguió sujetándome.
—¿Estás seguro de que éste es tu piso? Verás, las dependencias de los sirvientes están una planta más arriba.
Conseguí asentir. —Tercera puerta. Si no te importa.
Guardó silencio durante algo más que un instante.
—Ésa es la habitación del bastardo.
Lanzó las palabras como un frío reto, pero no me hicieron encogerme como hubieran conseguido antaño. Ni siquiera levanté la cabeza.
—Sí. Ya puedes retirarte.
La despedí con la misma frialdad.
En lugar de irse se me acercó más. Me agarró por los cabellos y me levantó la cabeza hasta encararse conmigo.
—¡Nuevo! —siseó furiosa—. Debería dejarte tirado aquí mismo.
Erguí la cabeza de golpe. No lograba fijar la mirada en sus ojos, pero la reconocí de todos modos, reconocí la forma de su rostro y la manera en que se derramaba el cabello sobre sus hombros, y su fragancia, igual que una tarde de verano. El alivio me bañó como una ola. Era Molly, mi Molly, la vendedora de velas.
—¡Estás viva! —chillé.
Mi corazón saltaba en mi pecho igual que un pez que acabara de picar el anzuelo. La abracé y la besé.
Lo intenté, al menos. Me apartó con los brazos tiesos y rezongó:
—Ni loca pienso besar a un borracho. Me hice esa promesa y pienso cumplirla. Ni dejar que uno me besuquee.
Su voz era inflexible.
—No he bebido, es que estoy… enfermo —protesté. La emoción hacía que la cabeza me diera vueltas aún más deprisa. Me balanceé sobre mis pies—. Pero ahora eso no importa. Estás aquí, a salvo.
Me enderezó. Un acto reflejo que había adquirido cuidando de su padre.
—Oh. Vale. No estás borracho. —En su voz se mezclaban el asco y la incredulidad—. Tampoco eres el aprendiz del escriba, qué va. Ni un mozo de cuadra. ¿Es que siempre empiezas engañando a la gente? Porque parece que así es como siempre terminas.
—No te engañé —dije en tono quejumbroso, desconcertado por la rabia que había en su voz. Deseé ser capaz de posar mis ojos en los suyos—. Es que no te conté lo que… es demasiado complicado. Molly, me alegra tanto saber que estás bien. ¡Y aquí, en Torre del Alce! Pensé que tendría que remover… —Seguía sujetándome, manteniéndome en pie—. Que no estoy borracho. De verdad. Si te he mentido ahora mismo es porque me daba vergüenza reconocer lo débil que estoy.
—Así que vas y mientes. —Su voz era como un latigazo—. Debería darte más vergüenza mentir, Nuevo. ¿O es que a los hijos de los príncipes se les permite ser unos embusteros?
Me soltó y me apoyé de golpe en la pared. Intenté poner en orden mis arremolinadas ideas al tiempo que procuraba que mi cuerpo siguiera en posición vertical.
—No soy el hijo de ningún príncipe —dije por fin—. Soy su bastardo, que no es lo mismo. Y sí, me daba vergüenza admitir eso. Pero tampoco te dije nunca que no fuese el bastardo. Cuando estaba contigo sentía que era Nuevo, nada más. Era bonito, tener un puñado de amigos que me miraban y pensaban, «Nuevo», en vez de «el bastardo».
Molly no contestó. Se limitó a agarrarme, con mucha más violencia que antes, por la pechera y me arrastró por el vestíbulo hasta mi cuarto. Me sorprendió la fuerza que pueden tener las mujeres cuando se enfadan. Empujó la puerta con el hombro como si tuviera algo en su contra y tiró de mí hacia la cama. En cuanto estuve cerca, me soltó y me dejó caer encima de ella. Me enderecé y conseguí sentarme. Logré sofocar los temblores de mis manos entrelazándolas enérgicamente y apresándolas entre mis rodillas. Molly se quedó allí plantada, fulminándome con la mirada. Me resultaba imposible verla con claridad. Su perfil era difuso, sus rasgos eran manchas borrosas, pero la manera en que se sostenía me indicaba que estaba furiosa.
Transcurrido un momento, me atreví a decir:
—He soñado contigo. Cuando estaba fuera.
Siguió sin hablar. Me envalentoné.
—Soñé que estabas en la Bahía de los Sedimentos. Cuando la atacaron. —Mis palabras brotaban tensas a causa del esfuerzo que me veía obligado a realizar para impedir que me temblara la voz—. Soñé con los incendios, con el asalto de los corsarios. En mi sueño, había dos niños a los que tenías que proteger. Parecía que fuesen tuyos. —Su silencio se oponía a mis palabras como una muralla. Posiblemente pensaba que yo era el mayor de los cretinos, farfullando incoherencias sobre sueños. ¿Y por qué, de todas las personas en este mundo que podrían haberme visto amedrentado de aquella manera, por qué tenía que ser Molly? El silencio se había alargado—. Pero estabas aquí, en Torre del Alce, sana y salva. —Me propuse reafirmar mi trémula voz—. Me alegra que estés a salvo. Pero ¿qué haces en Torre del Alce?
—¿Que qué hago aquí? —Su voz sonaba tan tirante como la mía. La rabia le confería un matiz frío, pero me pareció apreciar un dejo de temor, igualmente—. Vine en busca de un amigo. —Hizo una pausa y pareció debatirse consigo misma un instante. Cuando reanudó su discurso, su voz era artificialmente serena, casi amable—. Verás, mi padre murió y me dejó cubierta de deudas, de modo que los acreedores me quitaron la tienda. Me fui a casa de unos parientes, con la intención de ayudar en la recolección y ganar el dinero necesario para empezar de nuevo. Aunque no alcanzo a imaginar cómo has podido enterarte. Conseguí ahorrar un poco y mi primo accedió a prestarme el resto. Había sido una buena cosecha. Me disponía a regresar a Torre del Alce al día siguiente. Pero atacaron los Sedimentos. Yo estaba allí, con mis sobrinos… —Por un breve instante, le falló la voz. Reviví el recuerdo con ella. Los barcos, el fuego, la mujer riendo, blandiendo una espada. La miré y casi conseguí verla. No podía hablar. Pero ella tenía la mirada perdida, por encima de mi cabeza. Siguió hablando, tranquila—. Mis primos perdieron todo cuanto tenían. Se dieron por afortunados, pues sus hijos sobrevivieron. No podía volver a pedirles un préstamo. A decir verdad, ni siquiera podrían haberme remunerado el trabajo realizado en su granja si se lo hubiera reclamado. De modo que volví a Torre del Alce, con el invierno a la vuelta de la esquina y sin un techo bajo el que guarecerme. Y pensé, siempre he guardado una buena amistad con Nuevo. Si hay alguien al que podría pedirle un préstamo para encauzar las cosas, es él. Así que me vine hasta la torre y pregunté por el aprendiz del escriba. Pero todo el mundo se encogía de hombros y me remitía a Cerica. Y Cerica escuchó mientras yo te describía, y frunció el ceño, y me dijo que buscara a Paciencia. —Molly hizo una pausa significativa. Intenté imaginarme aquel encuentro, pero lo deseché con un estremecimiento—. Me puso al servicio de una dama en calidad de doncella —dijo Molly en voz baja—. Dijo que era lo menos que podía hacer por mí, ya que tú me habías dejado en vergüenza.
—¿Que te había dejado en vergüenza? —Me enderecé de golpe. El mundo giró a mi alrededor y las manchas de mi visión se disolvieron en chispas—. ¿Cómo? ¿Qué hice para avergonzarte?
La voz de Molly era serena.
—Dijo que era evidente que te habías labrado mi afecto, para luego abandonarme. Bajo el falso supuesto de que algún día podrías casarte conmigo, había consentido que me cortejaras.
—Si yo no… —Me quedé sin voz, y luego—: Éramos amigos. No sabía que sintieras algo más.
—¿No? —Levantó la barbilla; conocía ese gesto. Hacía seis años lo habría acompañado de un puñetazo contra mi estómago. Me encogí de todos modos. Pero se limitó a bajar aún más la voz cuando dijo—: Supongo que era de esperar que dijeras algo así. Es muy sencillo decirlo.
Me tocaba a mí sentirme ofendido.
—Eres tú la que me abandonó sin dedicarme siquiera una palabra de despedida. Y con ese marinero, Jade. ¿Crees que no estoy enterado? Estaba allí, Molly. Vi cómo te cogías de su brazo y te marchabas con él. ¿Por qué no viniste a mí entonces, antes de irte con él?
Adoptó un aire digno.
—Era una mujer con porvenir. De golpe y porrazo, acabé hecha una morosa. ¿Piensas que estaba al corriente de las deudas contraídas por mi padre y que había preferido ignorarlas? Los acreedores no vinieron hasta después de su entierro. Lo perdí todo. ¿Querías que me plantara ante ti como una pordiosera, con la esperanza de que me acogieses? Pensaba que te preocupabas por mí. Pensaba que querías… ¡Que El te maldiga, por qué tengo que confesarte nada! —Sus palabras me impactaron como un puñado de piedras. Sabía que tenía los ojos encendidos, las mejillas sonrojadas—. Pensé que querías casarte conmigo, que querías tener un futuro conmigo. Y yo quería aportar algo a ese futuro, no acercarme a ti sin un penique y sin perspectiva alguna. Nos había imaginado dueños de una tiendita, yo con mis velas, mis hierbas y mi miel, y tú con tu oficio de escribano… Así que acudí a mi primo para pedirle dinero. No tenía nada que darme, pero organizó mi visita a los Sedimentos para que hablara con Petro, su hermano mayor. Ya te he contado el final de esa historia. Llegué aquí a bordo de un barco de pesca, Nuevo, destripando pescado y poniéndolo en salazón. Llegué a Torre del Alce como una perra apaleada. Y me tragué mi orgullo y subí aquí aquel día, y descubrí lo estúpida que era, cómo habías fingido y me habías engañado. Eres un bastardo, Nuevo. Sí que lo eres.
Por un momento escuché un extraño sonido, intentando distinguir qué era. Entonces caí en la cuenta. Molly lloraba, en pequeños sollozos entrecortados. Sabía que si intentaba levantarme y acercarme a ella, me caería de bruces. O llegaría hasta ella y me derribaría de un golpe. Con la estupidez propia de cualquier borracho, repetí:
—Vale, ¿entonces qué hay de Jade? ¿Por qué te resultó tan sencillo irte con él? ¿Por qué no viniste antes a mí?
—¡Ya te lo he dicho! ¡Es mi primo, imbécil! —Su rabia se impuso a sus lágrimas—. Cuando tienes problemas, recurres a tu familia. Le pedí ayuda y me llevó a la granja de mi familia para ayudar en la recolección. —Un momento de silencio. Luego, con incredulidad—: ¿Qué te pensabas? ¿Que era de esas que podría jugar con los hombres a dos bandas? —con voz gélida—: ¿Que iba a dejar que me cortejaras mientras me veía con otro?
—No. Yo no he dicho eso.
—Seguro que sí —lo dijo como si de repente todas las piezas encajaran en su sitio—. Eres igual que mi padre. Siempre pensaba que lo engañaba, de tantas mentiras como contaba él. Lo mismo que tú. «No, si no estoy borracho», cuando apestas a alcohol y apenas si te tienes en pie. Y tu estúpida historia: «Soñé que estabas en la Bahía de los Sedimentos». Toda la ciudad sabía que me había ido a los Sedimentos. Seguro que has escuchado la historia entera esta misma noche, sentado en alguna taberna.
—Que no, Molly. Tienes que creerme.
Me aferré a la ropa de la cama para mantenerme recto. Me había vuelto la espalda.
—No. ¡No te creo! Ya no tengo por qué creer a nadie. —Hizo una pausa, como si meditara algo—. Sabes, hace tiempo, hace mucho tiempo, cuando era una cría. Antes de conocerte, incluso. —Su voz empezaba a adquirir una extraña serenidad. Más vacía, pero más calmada—. Fue en el Festival de Primavera. Recuerdo que pedí unos peniques a mi padre para gastarlos en los puestos, me dio una bofetada y me dijo que no pensaba malgastar el dinero en semejantes tonterías. Luego me encerró en la tienda y se fue a beber. Pero ya entonces sabía cómo escaparme de la tienda. Fui a los puestos de todos modos, sólo para verlos. En uno había un viejo que predecía el futuro con cristales. Ya sabes cómo lo hacen. Arriman el cristal a la llama de una vela y te dicen tu futuro según qué colores te iluminen el rostro.
Hizo una pausa.
—Lo sé —admití en medio de su silencio.
Sabía a qué tipo de magia vulgar se refería. Había visto el baile de las luces de colores sobre los ojos cerrados de una mujer. En esos momentos sólo deseaba poder ver a Molly con claridad. Pensaba que si lograba mirarla a los ojos, podría conseguir que viera la verdad en mi interior. Deseé atreverme a ponerme de pie, acercarme a ella e intentar abrazarla de nuevo. Pero me daba por ebrio y sabía que me caería. No pensaba avergonzarme de nuevo delante de ella.
—Un montón de niñas y mujeres iban a que les leyeran el futuro.
Pero yo no tenía ni un penique, así que sólo podía mirar. Sin embargo, al poco, el viejo se fijó en mí. Creo que debió de tomarme por una cría tímida. Me preguntó si no quería conocer mi suerte. Y yo empecé a llorar, porque sí quería, pero no tenía dinero. Entonces se rió Brinna, la pescadera, y dijo que no me hacía falta pagar para saber qué me deparaba el destino. Todo el mundo sabía el futuro que me esperaba. Era la hija de un borracho, sería la esposa de un borracho y la madre de unos borrachos —susurró—: Todos se rieron. Hasta el viejo.
—Molly —dije.
Creo que ni siquiera me oyó.
—Sigo sin un penique —dijo despacio—. Pero al menos sé que no pienso casarme con ningún borracho. Creo que ni siquiera quiero ser amiga de uno.
—Tienes que escucharme. ¡Estás siendo injusta! —Mi lengua traidora se enredó con las palabras—. No…
La puerta se cerró de golpe.
—… sabía que pensabas en mí de esa forma —dije como un idiota a la habitación, gélida y vacía.
Los temblores me asaltaron con violencia. Pero no estaba dispuesto a perderla de nuevo tan fácilmente. Me incorporé y conseguí dar dos pasos antes de que el suelo desapareciera bajo mis pies y me cayera de rodillas. Me quedé así un momento, con la cabeza colgando como la de un perro. Pensé que no la impresionaría persiguiéndola a rastras. Lo más probable era que me diera una patada. Si es que lograba encontrarla. Opté por volver a la cama y me aupé de nuevo a ella. No me desvestí, sino que me limité a cubrirme con la manta. Mi vista se atenuaba, se oscurecía en los bordes, pero no me dormí enseguida. En vez de eso, me quedé allí tumbado, pensando en lo estúpido que había sido el verano anterior. Había cortejado a una mujer, creyendo que paseaba con una chica. Aquellos tres años de diferencia de edad siempre habían significado mucho para mí, pero de la manera más equivocada. Creía que ella me veía como a un niño y desesperé de conquistarla. De modo que me había comportado como un niño en lugar de intentar que me viera como a un hombre. Y el niño le había hecho daño, y sí, la había engañado, y con toda probabilidad la había perdido para siempre. La oscuridad se cernió sobre mí, la negrura era absoluta salvo por un remolino de chispas.
Se había enamorado de aquel niño y había previsto una vida juntos para los dos. Me lancé sobre las chispas y me hundí en el sueño.