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La Vuelta a Casa

El castillo de Torre del Alce se mira en el puerto de aguas profundas más hermoso de los Seis Ducados. Al norte, el río Alce se vierte en el mar, y con sus aguas transporta casi todas las mercancías exportadas de los ducados interiores de Haza y Lumbrales. Los escarpados acantilados negros proporcionan asiento al castillo, que señorea sobre la boca del río, el puerto y las aguas que bañan la costa. La ciudad de Torre del Alce se adhiere en precario equilibrio a esos acantilados, a buena distancia de la llanura sujeta a inundaciones del gran río, con una generosa porción erigida sobre muelles y dársenas. La fortaleza original era una estructura de madera construida por los primeros pobladores de la zona para defenderse de las incursiones de los marginados. La conquistó hace mucho tiempo un corsario llamado Dueño, que con la apropiación del fuerte se convirtió en residente. Reemplazó la estructura de madera por murallas y torres de piedra negra excavada de los mismos acantilados, y en el proceso hundió los cimientos de Torre del Alce en la roca. Con cada generación sucesiva del linaje de los Vatídico, las murallas se fueron fortificando y las torres se robustecieron y crecieron más altas. Desde los tiempos de Dueño, el fundador del linaje de los Vatídico, Torre del Alce no ha vuelto a caer en manos enemigas.

La nieve besaba mi rostro, el viento me apartaba el cabello de la frente. Salí de un sueño turbio para entrar en otro aún más oscuro, un paraje invernal en medio del bosque. Hacía frío, salvo por la calidez que desprendía mi porfiada montura. Entre mis piernas, Hollín se abría camino estólida en medio de la nieve azotada por el viento. Supuse que llevaba tiempo viajando. Manos, el mozo de cuadra, cabalgaba frente a mí. Se giró en la silla y me gritó algo.

Hollín frenó de golpe, no en seco, pero no me lo esperaba y a punto estuve de salir disparado de la silla. Me agarré a su crin y mantuve el equilibrio. Los copos que caían sin cesar velaban el bosque que nos rodeaba. Las píceas estaban cargadas de nieve acumulada, mientras que los abedules intercalados eran negras siluetas a la empañada luz de la luna. No se apreciaba camino alguno. Los árboles se apiñaban a nuestro alrededor. Manos había detenido su castrado negro delante de nosotros y era eso lo que había propiciado que se parara Hollín. A mi espalda, Burrich montaba su yegua ruana con la maestría de quien ha sido jinete toda su vida.

Tenía frío y la debilidad me hacía tiritar. Miré en rededor aturdido, preguntándome por qué nos habíamos detenido. El viento soplaba con fuerza, azotando el flanco de Hollín con mi capa empapada. Manos señaló de improviso.

—¡Allí! —Volvió a mirarme—. ¿No has visto eso?

Me incliné hacia delante para escrutar en medio de la nieve que caía como ondeantes cortinas de encaje.

—Me parece que sí —dije.

El viento y la nieve se tragaron mis palabras. Por un instante había atisbado unas luces diminutas. Eran amarillas y estáticas, distintas de los pálidos fuegos fatuos que me invadían ocasionalmente la vista.

—¿Crees que es Torre del Alce? —gritó Manos en medio de la ventisca que arreciaba.

—Lo es —aseguró quedamente Burrich, imponiendo su voz sin esfuerzo—. Ya sé dónde estamos. Aquí es donde abatió el príncipe Veraz a aquella cierva enorme hará seis años. Me acuerdo porque dio un brinco cuando se le clavó la flecha y se cayó por esa quebrada. Tardamos el resto del día en bajar y recuperar la carne.

La quebrada a la que se refería no era más que una línea de arbustos medio oculta tras la nieve. Pero de repente lo encajé todo en su sitio. La disposición de esa ladera, los tipos de árboles, la quebrada de ahí, de modo que Torre del Alce estaba por ese camino, nos faltaban pocos pasos para poder divisar la fortaleza encaramada a los acantilados que se miraban en la bahía y la ciudad de Torre del Alce a sus pies. Por vez primera en días, supe dónde me encontraba sin lugar a dudas. Los densos nubarrones nos habían impedido orientarnos mirando las estrellas, y la inusitada fuerza de la nevada había deformado la orografía del terreno hasta desconcertar incluso a Burrich. Mas ahora sabía que mi hogar estaba a pocos metros de distancia. Al menos en verano. Me aferré a la escasa determinación que me quedaba.

—No falta mucho —dije a Burrich.

Manos ya había azuzado a su caballo. El castrado, pequeño y robusto, abrió la marcha con decisión, abriéndose paso en la nieve cuajada. Di un golpe suave a Hollín y la alta yegua emprendió la marcha a regañadientes. Al sortear la colina me resbalé de lado. Mientras me peleaba en vano con la silla me adelantó Burrich. Estiró un brazo, me asió del cuello y me enderezó.

—No falta mucho —convino—. Puedes conseguirlo.

Logré asentir. Era la segunda vez que tenía que ayudarme en menos de una hora. Una de mis mejores tardes, me dije con amargura. Me enderecé en la silla y erguí los hombros, resuelto. Ya casi estaba en casa.

El viaje había sido largo y arduo. El tiempo había sido inclemente y las constantes penalidades no habían contribuido a mejorar mi estado de salud. Gran parte de mis recuerdos parecían sacados de un sueño difuso; días de languidecer en la silla, consciente apenas del camino, noches de yacer entre Manos y Burrich en nuestra pequeña tienda y temblar con una fatiga tan grande que ni siquiera me dejaba dormir. Cuando nos acercamos al ducado de Gama pensé que el trayecto sería más fácil. No comprendía la cautela de Burrich.

En el lago Turia pernoctamos en una posada. Pensé que embarcaríamos en una gabarra al día siguiente, pues aunque el hielo ribeteara las orillas del río Alce, la fuerte corriente mantenía un canal limpio durante todo el año. Fui directo a nuestra habitación, dadas las pocas fuerzas que me quedaban. Burrich y Manos anhelaban un plato caliente y un poco de compañía, por no hablar de la cerveza. No esperaba que se fueran a la cama temprano. Pero apenas habían pasado dos horas cuando subieron a acostarse.

Burrich se mostraba serio y taciturno, pero cuando se hubo acostado, Manos me susurró desde su cama cuan pobremente considerado estaba el rey en esa ciudad.

—Si supieran que nos dirigimos a Torre del Alce, no creo que hablaran tan a la ligera. Pero vestidos como vamos con ropas de las montañas, nos habrán tomado por comerciantes o mercaderes. Una decena de veces pensé que Burrich se echaba encima de alguno. No sé cómo ha logrado reprimirse. Todos se lamentan de los impuestos para la defensa de la costa. Se burlan y dicen que pese a todo el dinero que les han exprimido, los corsarios camparon a sus anchas en otoño, cuando el tiempo aún era apacible, e incendiaron otras dos ciudades. —Manos hizo una pausa, para añadir, vacilante—: Pero dedican inusitados elogios al príncipe Regio. Pasó por aquí escoltando a Kettricken camino de Torre del Alce. Uno de los comensales se refirió a ella como una buena merluza de mujer, digna esposa del rey de la costa. Y otro intervino para decir que al menos el príncipe Regio mantenía el porte frente a las adversidades, que tenía toda la pinta de un príncipe de verdad. Luego brindaron por la salud y larga vida del príncipe.

El frío se me metió en los huesos. Susurré a mi vez:

—Las dos aldeas forjadas. ¿Sabes cuáles han sido?

—Quijada del Mar en Osorno, y Sedimentos en la misma Gama.

La penumbra se oscureció todavía más a mi alrededor y pasé toda la noche con los ojos abiertos a ella.

A la mañana siguiente salimos de Turia. A caballo. Por tierra. Burrich ni siquiera nos dejó atenernos a la carretera. Protesté en vano. Escuchó mis quejas y luego me llevó a un lado para preguntarme ferozmente:

—¿Quieres morir?

Lo miré sin saber qué decir. Soltó un bufido de disgusto.

—Traspié, no ha cambiado nada. Sigues siendo un bastardo en la corte y el príncipe Regio sigue considerándote un obstáculo. Ha intentado librarse de ti, no una vez, sino dos. ¿Crees que te espera en Torre del Alce con los brazos abiertos? No. Para él sería mejor que no regresáramos jamás. Así que no vamos a convertirnos en blancos fáciles. Iremos por tierra. Si alguno de sus secuaces o él mismo quiere cazarnos, tendrá que internarse en los bosques. Y siempre ha sido un pésimo cazador.

—¿No nos protegería Veraz? —pregunté débilmente.

—Eres un Hombre del Rey, y Veraz es el Rey a la Espera —señaló Burrich, lacónico—. Tú proteges al rey, Traspié. No al revés. No es que tenga mala opinión de ti, y haría cuanto estuviera en su mano por protegerte. Pero lo acucian problemas más urgentes. Velas Rojas. Una nueva esposa. Y un hermano menor que opina que la corona luciría mejor en su cabeza. No. No esperes que el Rey a la Espera vele por ti. Cuida de ti mismo.

Sólo podía pensar en los días añadidos que estaba poniendo entre la búsqueda de Molly y yo. Pero no expuse ese motivo. No le había hablado de mi sueño. En vez de eso, dije:

—Regio no está tan loco como para atentar contra nosotros de nuevo. Todo el mundo sabría que es él el asesino.

—Loco no, Traspié. Despiadado sí. Eso es Regio. No te engañes pensando que se rige por las mismas normas que nosotros, o que piensa siquiera como nosotros. Si a Regio se le presenta la oportunidad de matarnos, la aprovechará. Le dará igual quién sospeche de él mientras nadie pueda demostrar nada. Veraz es nuestro Rey a la Espera. No nuestro rey. Todavía no. Mientras el rey Artimañas siga con vida y se siente en el trono, Regio sabrá eludir la vigilancia paterna. Hará lo que le plazca con total impunidad. Incluso asesinar.

Burrich había dirigido su caballo fuera de la transitada carretera, había atravesado montículos de nieve y ascendido la anónima colina tras ellos para trazar una ruta directa hacia Torre del Alce. Manos me había mirado como si se sintiera enfermo, pero lo seguimos. Y cada noche cuando nos acostábamos, hacinados en una sola tienda para compartir el calor en vez de gozar de las comodidades de una posada, pensaba en Regio. Cada paso vacilante que dábamos por cualquier ladera, tirando de los caballos la mayoría de las veces, y cada cauto descenso, pensaba en el menor de los príncipes. Repartía las demás horas entre Molly y yo. Sólo sentía que crecían mis fuerzas cuando soñaba despierto con acarrear la ruina a Regio. No podía prometerme venganza. La venganza pertenecía a la corona. Pero si yo no podía vengarme, tampoco Regio se saldría con la suya. Regresaría a Torre del Alce y me alzaría orgulloso ante él, y cuando su torva mirada se posara sobre mí, no me conmovería. Tampoco, me juré, consentiría que Regio me viera temblar, ni apoyarme en una pared para no caerme, ni frotarme los ojos cansados. Nunca sabría cuan cerca había estado de derrotarme.

Así fue como llegamos al fin a Torre del Alce, no por la sinuosa carretera de la costa, sino a través de las colinas boscosas que respaldaban el castillo. La nieve amainó, cesó. El viento que soplaba por la noche había barrido las nubes y una luna espléndida hacía que las murallas de piedra de Torre del Alce relucieran como el azabache contra el mar. La luz brillaba amarilla en sus torretas y junto a la puerta lateral.

—Hemos llegado —dijo Burrich con voz queda.

Bajamos una última colina, pisamos por fin la carretera y dimos un rodeo hasta plantarnos delante de la majestuosa entrada de Torre del Alce.

Había un joven soldado de guardia esa noche. Bajó su pica para cortarnos el paso y quiso saber nuestros nombres.

Burrich se quitó la capucha que le cubría el rostro, pero el muchacho no se movió.

—¡Soy Burrich, el maestro caballerizo! —le informó Burrich, incrédulo—. Maestro de caballerizas aquí desde antes de que tú nacieras, lo más seguro. ¡Me da que debería ser yo el que te preguntara qué haces plantado delante de mi puerta!

Antes de que el patidifuso muchacho tuviera ocasión de responder, se escuchó un tumulto procedente de los cuarteles. «¡Es Burrich!», exclamó el sargento de guardia. Burrich se convirtió de inmediato en el centro de atención de un enjambre de soldados, todos saludándolo a voces y hablando al mismo tiempo mientras Manos y yo seguíamos a lomos de nuestros derrengados caballos al filo de la batahola. El sargento, un tal Filo, los mandó callar finalmente, más que nada para poder hacerse escuchar a placer.

—No esperábamos que volvieras hasta la primavera, compañero —declaró el fornido y veterano soldado—. Y ni así esperábamos ver al mismo hombre que salió de aquí. Pero tienes buen aspecto, vaya que sí. Aterido, vale, y disfrazado de extranjero, con un par de cicatrices nuevas, pero el mismo de siempre a pesar de todo. Se dice que te dejaron baldado, y que el bastardo casi la diña. No sé qué peste o veneno, hay rumores para todos los gustos.

Burrich se rió y extendió los brazos para que todos pudieran admirar su atuendo montañés. Por un momento vi a Burrich como debían de verlo ellos, con sus pantalones a cuadros amarillos y púrpuras, su blusón y sus borceguíes. Ahora entendía por qué nos habían detenido a las puertas. Pero seguía sintiendo interés por los rumores.

—¿Quién dice que el bastardo ha muerto? —pregunté picado por la curiosidad.

—¿Quién quiere saberlo? —inquirió Filo a su vez. Echó un vistazo a mis ropas, me miró a los ojos y no me reconoció. Pero cuando me enderecé en la silla, dio un respingo. Aún hoy pienso que conocía a Hollín y que por eso supo quién era yo. No ocultó su sorpresa—. ¿Traspié? ¡Pero si estás hecho una piltrafa! Ni que hubieras pillado la talasemia.

Comprendí entonces el mal aspecto que debía de ofrecer a quienes me conocían.

—¿Quién dice que me envenenaron, o que contraje la peste?

Repetí la pregunta despacio.

Filo se sobresaltó y miró por encima de su hombro.

—Oh, nadie. Nadie en particular, vamos. Ya sabes lo que pasa. Como no volviste con los demás, pues la gente se imaginó esto y aquello, y en menos que canta un gallo fue como si todos lo supiéramos. Rumores, habladurías de cuartel. Chismorreos de soldados. Nos extrañaba que no hubieras regresado, eso es todo. Nadie se creía nada de lo que se murmuraba. Cuando se han propagado tantos rumores cuesta dar crédito a las habladurías. Nos preguntábamos por qué no volvíais Burrich, Manos y tú.

Se dio cuenta por fin de que estaba repitiéndose y enmudeció ante mi escrutinio. Dejé que el silencio se propagara lo suficiente para subrayar que no pensaba responder a esa pregunta. Luego me encogí de hombros.

—No hay ningún problema, Filo. Pero puedes decirles que el bastardo no está acabado todavía. Con pestes o con venenos, deberías saber que Burrich era capaz de curarme. Pareceré un cadáver, pero sigo vivo.

—Oh, Traspié, chaval, no pretendía decir eso. Es sólo que…

—He dicho que no había ningún problema, Filo. Olvídalo.

—De acuerdo, señor —contestó.

Asentí y miré a Burrich para descubrirlo observándome con una expresión extraña. Cuando me giré para intercambiar una mirada de asombro con Manos, descubrí el mismo pasmo en su semblante. No lograba entender el motivo.

—Bien, pues buenas noches, sargento. No amonestes a tu lancero. Hizo bien en detener a unos desconocidos a las puertas de Torre del Alce.

—Sí, señor. Buenas noches, señor.

Filo me dedicó un envarado saludo marcial y las grandes puertas de madera se abrieron de par en par frente a nosotros. Hollín levantó la cabeza y se desembarazó de parte de su cansancio. A mi espalda, el caballo de Manos relinchó suavemente y el de Burrich resopló. Nunca antes me había parecido tan largo el sendero que unía la muralla del castillo con los establos. Cuando desmontó Manos, Burrich me cogió de la manga e impidió que me cayera. Manos saludó al adormilado mozo de cuadra que apareció para alumbrarnos el camino.

—Hemos pasado bastante tiempo en el Reino de las Montañas, Traspié —me advirtió Burrich en voz baja—. Allí a nadie le importa a qué lado de las sábanas naciste. Pero ahora estamos en casa. Aquí el hijo de Hidalgo no es ningún príncipe, sino un bastardo.

—Eso ya lo sé. —Me dolió su franqueza—. Lo he sabido toda la vida. Lo he sufrido toda la vida.

—Así es —admitió. Una expresión extraña se instaló en su rostro, una sonrisa entre incrédula y orgullosa—. Entonces, ¿cómo es que exiges información al sargento y repartes órdenes con tanto ímpetu como si fueras Hidalgo en persona? Casi no me lo podía creer, la forma en que hablaste, y cómo acataron tus órdenes esos hombres. Tú ni siquiera te diste cuenta del modo en que respondieron ante ti, no te diste cuenta de que habías salido al paso y me habías quitado la palabra de la boca.

Sentí que me ruborizaba lentamente. En el Reino de las Montañas todos me habían tratado como si fuese un príncipe de verdad, y no el simple bastardo de uno. ¿Tan deprisa me había acostumbrado a esa posición más elevada?

Burrich soltó una risita al comprender mi turbación, pero pronto se puso serio.

—Traspié, tienes que recuperar la cautela. Camina mirándote la punta de los pies y no yergas la cabeza como si fueras un potrillo. Regio lo entenderá como un desafío y eso es algo que no estamos preparados para afrontar. Todavía no. Puede que nunca.

Asentí con gravedad, con los ojos fijos en la nieve pisoteada del patio de los establos. Me había vuelto imprudente. Cuando informara a Chade, el viejo asesino se disgustaría con su aprendiz. Tendría que dar explicaciones. Estaba seguro de que lo sabría todo acerca del incidente de la entrada antes de que volviera a llamarme.

—No seas haragán. Baja de las nubes, muchacho.

Burrich interrumpió mis cavilaciones de golpe. Di un respingo al oír su voz y comprendí que también él tendría que amoldarse a nuestros respectivos puestos en Torre del Alce. ¿Cuántos años hacía que era su mozo de cuadra y pupilo? Mejor sería que recuperáramos esos papeles lo más al pie de la letra posible. Así se reducirían los chismorreos en la cocina. Desmonté y, tirando de Hollín, seguí a Burrich a sus establos.

El interior era cálido y estaba guarecido. La oscuridad y el frío de la noche invernal no traspasaban los límites de las gruesas paredes de piedra. Ése era mi hogar, las lámparas brillaban con su luz amarilla y la respiración de los caballos recogidos era honda y acompasada. Pero al paso de Burrich, la cuadra cobró vida. No hubo caballo o perro en todo el edificio que pasara por alto su olor y dejara de levantarse para saludarlo. El maestro caballerizo había vuelto y recibió la cálida bienvenida de quienes mejor lo conocían. Pronto anduvieron tras nuestros pasos dos mozos que destripaban al unísono hasta el último ápice de novedad concerniente a los halcones, perros o caballos. Burrich ostentaba ahora su plena autoridad, asentía vigorosamente y formulaba secas preguntas mientras absorbía hasta el último detalle. Su reserva flaqueó sólo cuando Fosca, su veterana sabuesa, llegó renqueante a su lado. Dobló una rodilla para abrazarla y frotarla, y ella se rió como un cachorro e intentó lamerle la cara.

—Mira, esto sí que es un perro de verdad —la aduló.

Luego se incorporó de nuevo para continuar con su ronda. Fosca lo siguió, pese a flaquearle los cuartos traseros a cada barrido de su cola.

Yo arrastraba los pies tras ellos; el calor disipaba las pocas fuerzas que me quedaban en las piernas. Vino corriendo uno de los mozos para dejarme una lámpara, antes de seguir su camino y rendir pleitesía ante Burrich. Llegué al compartimiento de Hollín y abrí la puerta. Entró enseguida, con un resoplido de satisfacción. Mi hogar.

Ése era mi hogar, más que mi cámara en las alturas del castillo, más que ninguna otra parte del mundo. Un compartimiento en el establo de Burrich, a salvo en su dominio, una de sus criaturas. Ojalá pudiera volver al pasado, tumbarme en el heno acogedor y echarme una manta de caballo por la cabeza.

Hollín bufó de nuevo, con reprobación esa vez. Había cargado conmigo durante muchos días y se merecía toda la comodidad que pudiera proporcionarle, pero todas las hebillas se resistían a mis dedos cansados y entumecidos. Le quité la silla del lomo y a punto estuve de dejarla caer al suelo. Porfié una eternidad con sus bridas, el brillante metal de las trabillas bailaba ante mis ojos. Terminé por cerrarlos y dejar que mis dedos se las apañaran solos para sacar el bocado. Cuando volví a abrirlos, Manos estaba a mi lado. Lo saludé con la cabeza y las riendas se escaparon de mis dedos sin vida. Miró los aperos de reojo, sin decir nada. Sirvió a Hollín el caldero de agua que le había traído, removió la avena para ella y apañó una brazada de paja fragante casi verde aún. Yo acababa de coger los cepillos de Hollín cuando pasó junto a mí y me los quitó de mis débiles manos.

—Ya lo hago yo —dijo en voz baja.

—Ocúpate antes de tu caballo —protesté.

—Ya está, Traspié. Mira. No vas a cuidarla bien. Déjame a mí. Si no te tienes en pie. Acuéstate un poco —con un dejo de generosidad, añadió—: La próxima vez que salgamos a caballo, te ocupas tú de Bravio por mí.

—Burrich me arrancará la piel a tiras si dejo mi animal al cuidado de otro.

—No, verás como no. Nunca dejaría un animal en manos de alguien que casi no se aguanta de pie —comentó Burrich desde fuera del compartimiento—. Deja a Hollín con Manos, muchacho. Sabe lo que se hace. Manos, hazte cargo un rato de las cuadras. Cuando termines con Hollín, échale un vistazo a esa yegua manchada del fondo sur. No sé quién es su dueño ni de dónde viene, pero parece enferma. Si lo confirmas, haz que los mozos la aparten de los otros caballos y frieguen el cajón con vinagre. Vuelvo enseguida, cuando haya dejado a Traspié Hidalgo en sus aposentos. Traeré comida y cenaremos en mi cuarto. Ah, y dile a uno de los chavales que nos vaya encendiendo la chimenea. Seguro que ahí arriba hace más frío que en ninguna cueva.

Manos asintió, ocupado ya con mi caballo. Hollín había enterrado el hocico en su avena. Burrich me cogió del brazo.

—Vamos —dijo, como si se dirigiera a un caballo.

Me apoyé en él sin proponérmelo mientras recorríamos la larga hilera de compartimientos. Agarró una lámpara al llegar a la puerta. La noche parecía más fría y oscura tras la calidez de los establos. Mientras cruzábamos el sendero helado camino de las cocinas, empezó a nevar otra vez. Mi mente volaba y se arremolinaba igual que los copos. No estaba seguro de dónde pisaba.

—Ahora todo es distinto, para siempre —dije a la noche.

El viento se llevó mis palabras.

—¿El qué? —preguntó Burrich con cautela.

Su tono indicaba que le preocupaba el posible regreso de mi fiebre.

—Todo. La forma en que me tratas. Cuando no te paras a pensar en ello. Cómo me trata Manos. Hace dos años él y yo éramos amigos. Dos críos que trabajaban en los establos. Nunca se le habría ocurrido cepillar mi caballo. Pero esta noche se ha portado como si yo fuese un inválido enfermo… indigno de recriminarle su inutilidad. Como si fuese lógico que hiciera esas cosas por mí. Los hombres de la entrada ni siquiera me reconocieron. Hasta tú, Burrich. Hace seis meses o un año, si hubiera enfermado, me habrías llevado de los pelos a tu habitación y me habrías medicado como a un perro. Y si llego a quejarme, me armas una buena. Ahora, en cambio, me acompañas hasta la puerta de las cocinas y…

—Vale ya de lamentarse —gruñó Burrich—. Deja de lloriquear y compadecerte de ti mismo. Si Manos tuviera el mismo aspecto que tú, harías lo mismo por él —casi a regañadientes, añadió—: Las cosas cambian porque pasa el tiempo. Manos no ha dejado de ser tu amigo. Pero ya no eres el mismo chaval que salió de Torre del Alce en la época de la siega. Aquel Traspié era el recadero de Veraz, y había sido mi mozo de cuadra, pero poco más. Un bastardo real, sí, pero no parecía que eso le importara mucho a nadie más que a mí. Pero en Jhaampe, en el Reino de las Montañas, demostraste ser mucho más que eso. Da igual lo pálido que estés, o que casi no puedas ni caminar después de pasarte un día cabalgando. Te mueves como lo haría el hijo de Hidalgo. Eso se nota en tu porte, y a eso han respondido los guardias. Y Manos. —Cogió aliento y se detuvo para abrir la pesada puerta de la cocina con el hombro—. Y yo, que Eda tenga piedad de nosotros —musitó para finalizar.

Mas a continuación, como si quisiera desdecirse, me condujo a la sala de guardias frente a la cocina y me soltó encima de un largo banco junto a la potreada mesa de madera, sin miramientos. La sala olía increíblemente bien. Allí era donde cualquier soldado, daba igual lo sucio o borracho que estuviera, podía acudir en busca de solaz. Perol siempre tenía una olla de caldo al fuego, y pan y queso encima de la mesa, y también una pieza de manteca de verano sacada de la despensa. Burrich nos sirvió sendos cuencos de caldo caliente espesado con cebada y jarras de cerveza fría para acompañar al pan, la manteca y el queso.

Me quedé un momento contemplando la comida, demasiado exhausto para levantar la cuchara. Pero el aroma me incitó a probar una cucharada y ya no pude parar. A la mitad, me detuve para quitarme el blusón a cuadros y partir otra hogaza de pan. Levanté la cabeza de mi segundo cuenco de sopa para descubrir que Burrich me observaba divertido.

—¿Mejor? —preguntó.

Me paré a pensar.

—Sí. —Había entrado en calor, tenía el estómago lleno y, aunque estaba cansado, era un cansancio agradable, de los que se curan durmiendo. Levanté una mano y la miré fijamente. Seguía sintiendo los temblores, pero ya no saltaban a la vista—. Mucho mejor.

Me puse de pie y mis piernas me sostuvieron con firmeza.

—Ahora estás en condiciones de presentarte ante el rey.

Lo observé incrédulo.

—¿Ahora? ¿Esta noche? El rey Artimañas se habrá acostado hace rato. No me dejará pasar la guardia de su puerta.

—A lo mejor no, y bien que te vendría, pero esta noche debes anunciar tu presencia, al menos. El rey decidirá cuándo verte. Si te rechazan, podrás irte a la cama, pero apuesto a que si el rey Artimañas no quiere recibirte, el Rey a la Espera Veraz estará encantado de escuchar tu informe. Y cuanto antes, lo más seguro.

—¿Vuelves a los establos?

—Por supuesto. —Ensayó una sonrisa lobuna de satisfacción—. Yo no soy más que el maestro caballerizo, Traspié. No tengo parte que dar. Además, prometí a Manos que le llevaría la cena.

Vi en silencio cómo cargaba una bandeja. Cortó dos largas rebanadas de pan y tapó con ellas un par de cuencos de caldo, antes de añadir un trozo de queso y una buena porción de manteca amarilla.

—¿Qué opinas de Manos?

—Es buen chaval —rezongó Burrich.

—Es algo más que eso. Decidiste que se quedara en el Reino de las Montañas y nos acompañara en la vuelta a casa, cuando habías enviado a todos los demás de regreso con la caravana.

—Necesitaba una mano firme. Y en esos momentos tú estabas… muy enfermo. Y yo no estaba mucho mejor, la verdad sea dicha. —Levantó una mano para atusarse un mechón de canas en medio de su oscura cabellera, testimonio del golpe que a punto había estado de costarle la vida.

—¿Por qué te decantaste por él?

—No fue así, la verdad. Vino él. No sé cómo descubrió dónde nos habían alojado y logró persuadir a Jonqui. Yo seguía vendado de pies a cabeza y casi no podía ver con claridad. Percibí su presencia más que otra cosa. Le pregunté qué quería y me dijo que yo tenía que delegar responsabilidades, porque conmigo impedido y Mazurco lejos, el personal de los establos empezaba a volverse descuidado.

—Y eso te impresionó.

—Dio en el clavo. No me atosigó preguntándome por mí, ni por ti, ni por lo que ocurría. Había encontrado algo que podía hacer y quería hacerlo. Aprecio eso en un hombre, que sepa qué puede hacer y lo haga. De modo que lo puse al mando. Lo hizo bien. Lo retuve cuando los demás se fueron a casa porque sabía que necesitaría a alguien como él, y también para ver cómo era con mis propios ojos. ¿Estaría dominado por la ambición, o sabría realmente lo que le debe el hombre a la bestia que tiene a su cargo? ¿Querría poder sobre sus subalternos, o el bienestar de sus animales?

—¿Qué piensas ahora de él?

—Ya no soy ningún mozalbete. Creo que aún podría haber un buen maestro caballerizo en los establos de Torre del Alce cuando yo ya no sea capaz de domar un potro rebelde. No es que tenga intención de retirarme enseguida. Todavía tiene que aprender muchas cosas. Pero los dos somos lo bastante jóvenes, él para aprender y yo para enseñar. Eso me llena de satisfacción.

Asentí. Antes, supuse, ése era el lugar que me había reservado. Ahora ambos sabíamos que no lo sería jamás.

Se volvió para irse.

—Burrich —dije en voz baja. Se detuvo—. Nadie podrá reemplazarte. Gracias. Por todo lo que has hecho estos meses. Te debo la vida. No es sólo que me salvaste de morir, sino que me has dado la vida, mi identidad. Desde que tenía seis años. Hidalgo fue mi padre, ya lo sé, pero nunca lo conocí. Tú has sido un padre para mí un día sí y otro también durante muchos años. No siempre he sabido apreciar…

Soltó un bufido y abrió la puerta.

—Ahórrate esos discursos para cuando nos estemos muriendo alguno de los dos. Ve a informar y luego acuéstate.

—Sí, señor —me oí decir, y supe que mis palabras le harían sonreír.

Empujó la puerta con el hombro y se dirigió a los establos con la cena para Manos. Ése era su hogar.

Y éste, aquí, era el mío. Iba siendo hora de que lo asumiera. Tardé un instante en alisar mis ropas empapadas y me pasé una mano por el pelo. Quité nuestros platos de la mesa y doblé mi blusón calado de agua sobre un brazo.

Mientras iba de la cocina al vestíbulo, y de ahí al Gran Salón, me desconcertó lo que vi. ¿Brillaban más que antes los tapices? ¿Tenían antes esa fragancia tan dulce las coberturas de paja, habían relumbrado siempre de esa manera las tallas de madera de cada puerta? Lo achaqué al alivio que me inspiraba la vuelta a casa. Pero cuando me detuve al pie de la escalinata para coger una vela con que alumbrar el camino hasta mi cámara, me percaté de que la mesa no estaba salpicada de cera, y es más, la engalanaba un mantel con bordados.

Kettricken.

Ahora había una reina en Torre del Alce. Me encontré sonriendo como un bobo. En fin. Aquel imponente castillo fortaleza había seguido adelante en mi ausencia. ¿Habría acicalado Veraz su hacienda y a sus pobladores antes de la llegada de su esposa, o era ella la que había exigido ese vasto lavado de cara? Sería interesante descubrirlo.

Mientras ascendía la gran escalera me di cuenta de otros detalles. Habían desaparecido las viejas manchas de hollín que coronaban cada candelabro de pared. Ni siquiera en las esquinas de los escalones se veía polvo. No había telarañas. En cada rellano, los candelabros estaban llenos de velas encendidas, y en cada uno había un estante con espadas por si se producía un ataque. Así que eso era lo que implicaba que hubiese una reina en el castillo. Pero ni siquiera en vida de la reina de Artimañas recordaba que Torre del Alce luciese tan limpia ni estuviera tan iluminada.

El soldado que montaba guardia frente a la puerta del rey Artimañas era un veterano de semblante adusto al que conocía desde que yo contaba seis años. Era un hombre callado; me observó atentamente y me reconoció. Me dedicó una sonrisa sucinta mientras preguntaba:

—¿Algo crucial que informar, Traspié?

—Sólo que he vuelto —dije, y asintió vigorosamente.

Estaba acostumbrado a mis idas y venidas, a menudo a horas sumamente intempestivas, pero no era dado a sacar conclusiones ni a imaginarse cosas, ni siquiera a prestar oídos a quienes sí tenían esas inclinaciones. De modo que entró sin hacer ruido en la cámara del rey para anunciar a alguien que había venido Traspié. Al instante llegó la respuesta de que el rey me llamaría cuando lo considerara oportuno, pero también de su alegría por saberme sano y salvo. Me aparté discretamente de su puerta, valorando su mensaje más que si las mismas palabras hubieran salido de otros labios. Artimañas no era de los que prodigan vacuidades por cortesía.

Los aposentos de Veraz se encontraban en el mismo pasillo, más adelante. También ahí me reconocieron, pero cuando solicité al guardia que informara a Veraz de mi regreso y mis deseos de dar parte, se limitó a responder que el príncipe Veraz no estaba en su habitación.

—Entonces, ¿en su torre? —pregunté, intrigado por lo que pudiera mantenerlo en vela en esa época del año.

Las tormentas invernales protegían nuestras costas de los corsarios al menos durante unos pocos meses al año.

Una sonrisa gradual se adueñó del rostro del guardia. Cuando reparó en mi expresión de desconcierto, la sonrisa se ensanchó toda vía más.

—El príncipe Veraz no se encuentra en su habitación en este preciso instante —repitió, para luego añadir—: Me ocuparé de que reciba tu mensaje en cuanto se despierte por la mañana.

Me demoré otro momento, plantado estúpidamente como un poste. Luego di media vuelta y me alejé en silencio. Me sentía aturdido. Así que la presencia de una reina en Torre del Alce conllevaba además otras implicaciones.

Subí otros dos tramos de escalones y atravesé el pasillo camino de mi dormitorio. Olía a humedad y la chimenea estaba apagada. Hacía frío por culpa de la falta de uso, y abundaba el polvo. Allí no se notaba la presencia de ninguna mano femenina. La habitación parecía adusta y gris como una celda. Pero seguía siendo más cálida que una tienda plantada en la nieve y la cama de plumas era tan suave y mullida como la recordaba. Me quité la ropa sucia del viaje y me acerqué a ella. Me tiré encima y me quedé dormido.