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Sedimentos

Ser Rey a la Espera, o Reina a la Espera, significa estar firmemente anclado a medio camino entre la responsabilidad y la autoridad. Cuentan que se creó ese puesto para satisfacer las ambiciones de un heredero al poder, al tiempo que se le educaba para ejercerlo. El primogénito de la familia real asume este cargo al cumplir los dieciséis años. A partir de ese día, el Rey o Reina a la Espera adquiere una carga plena de responsabilidad por el gobierno de los Seis Ducados. Normalmente, asume de inmediato los deberes que menos le importen al monarca regente, y éstos varían en gran medida de un reinado a otro.

Bajo el rey Artimañas, el príncipe Hidalgo fue el primero en convertirse en Rey a la Espera. Artimañas delegó en él todo lo relativo a los límites y las fronteras: asuntos de guerra, negociaciones y embajadas diplomáticas, las incomodidades de los largos viajes y las condiciones miserables que suelen concurrir en tales campañas. Cuando abdicó Hidalgo y le llegó el turno al príncipe Veraz de ser Rey a la Espera, heredó todas las incertidumbres de la guerra con los Marginados, así como la insurrección civil que originaba la situación entre los ducados costeros y los terrales. Todas estas tareas se veían complicadas por el añadido de que, en cualquier momento, el rey podía anular sus decisiones. A menudo había de vérselas con una situación con la que él no tenía nada que ver, armado únicamente con opciones que él nunca habría elegido.

Aún más insostenible, quizás, era la situación de la Reina a la Espera Kettricken. Sus costumbres propias de la montaña la señalaban como extranjera en la corte de los Seis Ducados. En tiempo de paz, puede que hubiera sido acogida con más tolerancia. Pero la corte en Torre del Alce se hacía eco de la inquietud general de los Seis Ducados. Los Corsarios de la Vela Roja, procedentes de las Islas del Margen, asolaban nuestras costas como no lo habían hecho en generaciones, destruyendo mucho más de lo que robaban. El primer invierno de reinado de Kettricken como Reina a la Espera vio también el primer saqueo invernal que habíamos experimentado. La amenaza constante de las incursiones y el insistente tormento de los forjados entre nosotros sacudieron los cimientos de los Seis Ducados. La confianza en la monarquía estaba por los suelos, y Kettricken gozaba de la nada envidiable posición de ser la esposa extranjera de un Rey a la Espera al que nadie admiraba.

La insurrección civil dividió la corte cuando los ducados terrales expresaron su malestar por los impuestos destinados a proteger una costa de la que ellos no disfrutaban. Los ducados costeros clamaban por buques de guerra, soldados y un sistema eficaz de combatir a los corsarios, que siempre golpeaban donde menos preparados estábamos. El príncipe Regio, nacido en el interior, aspiraba a amasar poder prodigando obsequios y dispensas sociales a los ducados terrales. El Rey a la Espera Veraz, convencido de que su Habilidad ya no bastaba para mantener a raya a los corsarios, volcaba toda su atención en la construcción de barcos de guerra con que defender los ducados costeros, y no tenía mucho tiempo para su nueva reina. Supervisándolo todo estaba el rey Artimañas, agazapado como una araña gigante, empeñado en mantener el poder repartido entre sus hijos y él mismo, en preservar el equilibrio y en que los Seis Ducados salieran intactos.

Me desperté cuando alguien me tocó la frente. Con un gruñido contrariado, aparté la cabeza del contacto. Tenía las sábanas enrolladas a mi alrededor; me desembaracé de su abrazo y me senté para ver quién se había atrevido a incordiarme. El bufón del rey Artimañas me observaba ansioso, sentado en una silla a mi vera. Lo miré con ojos desorbitados y retrocedió ante mi escrutinio. Se adueñó de mí el desasosiego. El bufón debería estar en Torre del Alce, con el rey, a muchas millas y días de distancia. Nunca había oído que se alejara del lado del rey más que por unas horas o para pasar la noche. El que estuviera ahí no presagiaba nada bueno. El bufón era mi amigo, tanto como se lo permitía su extravagancia. Pero cualquiera de sus visitas obedecía a algún propósito, y éste rara vez era trivial ni agradable. Parecía más cansado de lo que lo hubiera visto jamás. Vestía un inusitado jubón de verdes y rojos y sostenía un cetro bufo rematado en cabeza de rata. Los chillones ropajes contrastaban exageradamente con su piel incolora. Lo convertían en una vela traslúcida envuelta en acebo. Su atuendo parecía más sustancial que él. Su fino cabello pálido ondeaba desde los confines de su gorro, igual que el pelo de un ahogado inmerso aún en el agua, mientras las danzarinas llamas de la chimenea relucían en sus ojos. Me froté los míos legañosos y me aparté unos mechones del rostro. Tenía el cabello empapado; había estado sudando mientras dormía.

—Hola —conseguí decir—. No esperaba verte aquí.

Tenía la boca seca, la lengua agria y pastosa. Estaba enfermo, recordé. Los detalles eran difusos.

—¿Dónde si no? —Me observó con cara de afligido—. Con la de horas que ha pasado dormido, se diría que no ha pegado usted ojo. Túmbese, mi señor. Deje que lo acomode. Se afanó en recolocar mis almohadas, pero lo detuve con un ademán. Algo iba mal. Nunca se había dirigido a mí con esa solicitud. Éramos amigos, pero las palabras que me dedicaba el bufón siempre eran ásperas y amargas como la fruta aún verde. Si su inesperada amabilidad obedecía a la compasión que le inspiraba, no pensaba aceptarla. Observé de reojo mi camisón con brocados, la lujosa ropa de cama. Había algo extraño. Estaba demasiado cansado y débil para matizar el qué.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

Cogió aliento y suspiró.

—Cuido de vos. Velo mientras dormís. Sé que os parecerá una tontería, pero claro, para algo soy un bufón. Sabéis que de mí se espera que haga el tonto. Pero siempre me preguntáis lo mismo cada vez que os despertáis. Permitid, pues, que os proponga algo más inteligente. Os ruego, mi señor, que me deis permiso para llamar a otro sanador.

Me recliné en las almohadas. Estaban empapadas de sudor y me parecía que despedían un olor acre. Sabía que podía pedir al bufón que las cambiara y lo haría. Pero las empaparía de nuevo si lo hacía. Era inútil. Me aferré a las sábanas con los dedos agarrotados. Bruscamente, pregunté:

—¿Para qué has venido?

Me cogió la mano y le dio una palmadita.

—Mi señor, me escama esta repentina debilidad. Parece que los cuidados de este sanador no os hacen ningún bien. Me temo que sus conocimientos no están a la altura de la fe que deposita él en ellos.

—¿Burrich?

—¿Burrich? ¡Ojalá estuviera él aquí, mi señor! Será el maestro caballerizo, pero así y todo, apuesto a que sabe más de curas que este Wallace que os seda y os deshidrata.

—¿Wallace? ¿No está aquí Burrich?

El bufón compuso un gesto solemne.

—No, mi rey. Se quedó en las montañas, como bien sabéis.

—Tu rey —dije, e intenté reír—. Tiene gracia.

—Ni pizca, mi señor —dijo cordialmente—. Ni pizca.

Su ternura me desconcertaba. Ése no era el bufón que yo conocía, lleno de palabras retorcidas y acertijos, de sarcasmos, pullas e ingeniosos insultos. Me sentí de repente tan gastado como una cuerda vieja, e igual de deshilachado. Aun así, intenté encajar las piezas.

—¿Así que estoy en Torre del Alce?

Asintió despacio.

—Desde luego que sí.

Tenía los labios fruncidos de preocupación.

Me quedé mudo, asimilando la magnitud de mi traición. De alguna manera había regresado a Torre del Alce. Contra mi voluntad. Burrich ni siquiera se había dignado acompañarme.

—Permitid que os traiga algo de comer —me suplicó el bufón—. Uno siempre se siente mejor con el estómago lleno. —Se levantó—. Lo traje hace unas horas. Lo he puesto junto al hogar para que se mantenga caliente.

Mis ojos lo siguieron con cansancio. Se acuclilló frente a la enorme chimenea para apartar una sopera tapada del borde del fuego. Levantó la tapa y percibí el olor de un sabroso caldo de ternera. Empezó a servirlo en un cuenco. Hacía meses que no probaba la ternera. En las montañas no había más que carne de venado, cabra y cordero. Paseé la mirada por la estancia con parsimonia. Los pesados tapices, las colgaduras de la cama, ricamente tejidas. Conocía ese sitio. Era el dormitorio del rey en Torre del Alce. ¿Por qué estaba acostado en la cama del rey? Quise interrogar al bufón, pero habló otra persona por mi boca.

—Sé demasiadas cosas, bufón. Ya no puedo dejar de saberlas. A veces es como si otra persona controlara mi voluntad y empujara mi mente hacia lugares que preferiría no visitar. Los muros se han resquebrajado. Todo entra como un torrente. —Inhalé hondo, pero no podía evitarlo. Primero un frío cosquilleo, luego como si me sumergiera en unos rápidos congelados—. Un torrente que sigue creciendo —jadeé—. Trae barcos. Barcos con la quilla roja…

El bufón desorbitó los ojos, alarmado.

—¿En esta época, Su Majestad? ¡Imposible! ¡Estamos en invierno!

El aliento me oprimía el pecho. Hube de esforzarme para hablar.

—El invierno ha tardado en llegar. Nos ha privado de sus tormentas y su protección. Mira. Asómate ahí, al agua. ¿Lo ves? Ya vienen. Surgen de la niebla.

Levanté un brazo para señalar. El bufón acudió corriendo a mi lado. Se agachó para mirar en la dirección que le indicaba, pero sabía que no vería nada. Aun así, apoyó lealmente una mano vacilante en mi débil hombro y siguió mirando como si pudiera ver a través de las paredes y las millas que lo separaban de mi visión. Deseé estar tan ciego como él. Así la mano pálida de largos dedos que descansaba sobre mi hombro. Por un instante contemplé mi mano apergaminada, el anillo con el sello real encajado en un dedo huesudo tras un nudillo hinchado. Luego mi renuente mirada ascendió y mi visión se alejó.

Señalaba con la mano el puerto en calma. Quise sentarme más erguido, para verlo mejor. La ciudad oscurecida se extendía ante mí como un rompecabezas de casas y carreteras. La niebla ocupaba las hondonadas y se espesaba en la bahía. Va a cambiar el tiempo, pensé. En el aire se agitaba algo que me helaba los huesos, condensando el sudor rancio sobre mi piel y provocándome escalofríos. Pese a la negrura de la noche y la niebla, no me costaba nada verlo todo perfectamente. Los ojos de la Habilidad, me dije, y luego me extrañé. Yo no podía Habilitar, no con resultados predecibles, no de forma práctica.

Pero ante mis ojos dos barcos salieron de la bruma y entraron en el puerto dormido. Me olvidé de lo que podía o no podía hacer. Eran esbeltos y gráciles, esos barcos, y aunque parecían negros a la luz de la luna, sabía que sus quillas serían rojas. Corsarios de la Vela Roja, procedentes de las Islas del Margen. Las naves cortaban las olas como navajas, abriéndose paso en medio de la niebla, hundiéndose en las protegidas aguas del puerto como un cuchillo afilado en el vientre de un cerdo. Los remos se movían sin hacer ruido, en perfecta sincronía, silenciados con trapos los toletes. Iban a fondear en los muelles con la desfachatez de unos comerciantes que vinieran a mercadear. Un marinero saltó ágilmente de la primera barca, portando una cuerda que ató a un pilar. Un remero mantuvo el barco apartado del muelle hasta que se hubo tendido y anudado a su vez el cabo de popa. Qué serenidad, qué descaro. El segundo barco seguía su ejemplo. Las temibles Velas Rojas habían llegado a la ciudad, osadas como gaviotas, y habían amarrado en el mismo puerto de sus víctimas.

Ningún centinela dio la voz de alarma. Ningún vigía sopló el cuerno ni arrojó una antorcha a un montón de leña embreada para prender la hoguera de advertencia. Los busqué y los encontré enseguida. Con la cabeza reposada en el pecho, inmóviles en sus puestos. Las ropas de buena lana habían pasado del gris al rojo al absorber la sangre que se vertía de sus gargantas abiertas. Sus asesinos habían llegado sigilosamente, por tierra, sabedores del puesto de cada centinela, para silenciar a todos los guardias. Nadie prevendría a la ciudad dormida.

No había tantos centinelas. La ciudad no era gran cosa, apenas si se merecía un punto en el mapa. La ciudad había contado con la humildad de sus posesiones para evitar incursiones como ésta. Buena lana se trasquilaba allí, y tejían hilo de buena calidad, cierto. Trabajaban la tierra y ahumaban el salmón que remontaba el río, y sus manzanas eran pequeñas y dulces, y elaboraban buen vino. Hacia el oeste había una playa abarrotada de moluscos. Ésas eran las riquezas de la Bahía de los Sedimentos, y aunque no fuera gran cosa, bastaba para que sus habitantes atesoraran sus vidas. Claro que nadie se lanzaría sobre ellos con antorchas y espadas. ¿Quién en su sano juicio iba a pensar que un barril de sidra o una ristra de salmones ahumados podrían atraer la atención de los corsarios?

Pero éstos eran Velas Rojas, y no venían a saquear bienes ni tesoros. No buscaban ganado que criar, mujeres que desposar ni niños que esclavizar en sus galeras. Las lanudas ovejas serían mutiladas y sacrificadas, pisotearían el salmón ahumado, prenderían fuego a los almacenes de vellón y vino. Tomarían rehenes, sí, pero sólo para forjarlos. La magia de la Forja los haría menos que humanos, desprovistos de toda emoción y de cualquier pensamiento, salvo los más básicos. Los corsarios no se quedarían con estos rehenes, sino que los abandonarían allí mismo para que volcaran su debilitadora angustia sobre quienes los habían amado y considerado hermanos. Los forjados, despojados de sensibilidad humana, asolarían la tierra que los vio nacer, voraces como tejones. Ésta era la más cruel de las armas de los marginados: obligarnos a abatir a nuestros forjados. Supe todo esto antes de verlos. Había presenciado las consecuencias de otras incursiones.

Vi cómo la marea de muerte crecía para inundar la pequeña ciudad. Los piratas marginados saltaron del barco a los muelles y se adentraron en la aldea. Recorrían las calles silenciosamente en grupos de dos o de tres, letales como el veneno disuelto en el vino. Algunos se entretuvieron registrando las otras embarcaciones amarradas. Casi todas las barcas eran pequeñas areneras abiertas, pero había dos barcos de pesca y un mercante. Sus tripulaciones conocieron una muerte rápida. Su frenética oposición fue tan patética como la de las gallinas que cacarean y aletean cuando se cuela una comadreja en el corral. Hasta mí llegaban sus voces llenas de sangre. La espesa niebla engulló sus gritos con avidez. La muerte de un marinero no era más que el chillido de una gaviota. Después incendiaron las embarcaciones, descuidadamente, sin preocuparse de su posible valor. Estos corsarios no cogían ningún botín. Quizás un puñado de monedas si se lo tropezaban, o la gargantilla del cuerpo de quien acabaran de violar y asesinar, pero poco más.

No podía hacer nada salvo mirar. Tosí con fuerza antes de encontrar aliento para hablar.

—Ojalá pudiera entenderlos —dije al bufón—. Ojalá supiera qué quieren. Estas Velas Rojas son un misterio. ¿Cómo podemos enfrentarnos a alguien que lucha por motivos desconocidos? Pero si pudiera entenderlos…

El bufón frunció sus pálidos labios y meditó.

—Comparten la locura de quien los gobierna. Sólo quien comparta su locura puede entenderlos. Por mi parte, no me interesa entenderlos. Entenderlos no los detendrá.

—No.

No quería contemplar la villa. Había visto esa pesadilla demasiadas veces. Pero sólo un desalmado podría haberle vuelto la espalda como si se tratara de un espectáculo de títeres mal orquestado. Lo mínimo que podía hacer por mi pueblo era verlo morir. También era lo máximo que podía hacer por él. Estaba enfermo e impedido, era un anciano muy lejos de allí. No se podía esperar otra cosa de mí. Así que miré.

Vi cómo despertaba la pequeña ciudad de su plácido sueño a la férrea presa de una mano en el cuello o el pecho, al cuchillo sobre la cuna, al repentino grito de un niño arrancado de su sueño. Las luces empezaron a parpadear y refulgir por toda la aldea; algunas eran velas encendidas al oír los gritos del vecino; otras eran antorchas u hogares incendiados. Aunque hacía más de un año que los corsarios de la Vela Roja aterrorizaban a los Seis Ducados, para esa gente el miedo se había hecho real esta noche. Creían estar preparados. Habían escuchado las historias de horror y habían decidido que nunca les pasaría a ellos. Pero aun así ardían las casas y los gritos hendían la noche como si los transportara el humo.

—Habla, bufón —ordené con voz ronca—. Recuerda el futuro para mí. ¿Qué dicen de la Bahía de los Sedimentos? Una incursión en los Sedimentos, en invierno.

Inhaló una bocanada temblorosa.

—No es fácil, no está claro —vaciló—. Todo fluctúa, todo sigue cambiando. Hay demasiado en movimiento, Su Majestad. Ahí el futuro se vierte en todas direcciones.

—Dime qué ves —ordené.

—Compusieron una canción sobre esta ciudad —comentó el bufón con voz hueca. Seguía aferrado a mi hombro; a través del camisón, el tacto de sus dedos largos y fuertes era frío. Pasó un estremecimiento entre los dos y sentí cómo se esforzaba por seguir de pie a mi lado—. Cuando se canta en alguna taberna, con el estribillo marcado por el aporrear de jarras de cerveza sobre las mesas, nada de todo eso parece tan grave. Se puede imaginar uno la valiente batalla que presentaron aquellas personas, que eligieron morir luchando antes que rendirse. Nadie, ni una sola persona, fue cogida con vida y forjada. Ni una sola.

El bufón hizo una pausa. Una nota de histeria se mezclaba con la frivolidad que pretendía imprimir a su voz.

—Claro que, cuando se está cantando y bebiendo, no se ve la sangre. Ni se huele la carne quemada. Ni se oyen los gritos. Pero eso es comprensible. ¿Alguna vez habéis intentado encontrar una rima para «bebé descuartizado»? Hubo quien propuso «será recordado», pero la estrofa no tuvo éxito.

Su retahíla está desprovista de humorismo. Sus chistes amargos no consiguen escudarnos a ninguno de los dos. Vuelve a guardar silencio, mi prisionero, condenado a compartir conmigo sus dolorosos conocimientos.

Observo en silencio. No hay verso que pueda hacer justicia al padre que le mete una ampolla de veneno en la boca a su hijo para impedir que lo capturen los corsarios. Nadie podría componer canciones sobre los pequeños que chillaban víctimas del potente y veloz veneno, ni sobre las mujeres que eran violadas mientras daban sus últimos estertores. No hay rima ni melodía capaz de transmitir la tragedia de aquellos arqueros cuyas flechas más certeras abatieron a sus hermanos antes de que los apresaran. Me asomé al interior de una casa en llamas. En medio del fuego, vi cómo un infante de diez años ofrecía el cuello a la navaja de su madre. El niño sostenía en brazos a su hermana, un bebé, ya estrangulada, pues habían llegado las Velas Rojas y ningún hermano caritativo hubiera podido dejarla caer en manos de los corsarios o las llamas voraces. Vi los ojos de la madre cuando recogió los cadáveres de sus retoños y dejó que las llamas los envolvieran a los tres. Hay cosas que es mejor no recordar. Pero no se me ahorraba su conocimiento. Era mi deber saberlas, y recordarlas.

No todos murieron. Hubo quienes huyeron a los campos y bosques de los alrededores. Vi a un hombre escondido bajo los muelles con cuatro niños, en el agua helada, abrazado a los pilares forrados de moluscos hasta que se fueron los corsarios. Otros intentaron huir y fueron abatidos mientras corrían. Vi a una mujer que salía de una casa vestida sólo con el camisón. Las llamas devoraban ya el costado del edificio. Llevaba un crío en brazos y otro agarrado a sus faldas. Aun en plena noche, la luz de las cabañas incendiadas despertaba destellos bruñidos en su cabello. Miraba en rededor con ojos atemorizados, mas el largo cuchillo que empuñaba en su mano libre apuntaba retador hacia arriba. Percibí el destello de una boca pequeña solemnemente apretada, unos ojos entornados con fiereza. Luego, por un instante, vi aquel perfil orgulloso silueteado contra la luz del fuego. «¡Molly!», jadeé. Tendí una mano crispada hacia ella. Levantó una puerta y metió a los pequeños en un sótano detrás del hogar incendiado. Cerró la puerta en silencio sobre todos ellos. ¿A salvo?

No. Doblaron la esquina, dos. Uno empuñaba un hacha. Caminaban con parsimonia, trastabillando y riéndose a carcajadas. El hollín que les embadurnaba el rostro resaltaba el blanco de sus ojos y dientes. Uno era una mujer. Era preciosa, se reía mientras caminaba. Sin miedo. Tenía el pelo recogido en una trenza de alambre de plata. Las llamas se reflejaban rojas en ella. Los corsarios llegaron a la puerta del sótano y el del hacha la blandió con un gran arco descendente. El hierro se hundió en la madera. Oí el grito aterrorizado de un niño. «¡Molly!», chillé. Salí a rastras de la cama, pero no tenía fuerzas para incorporarme. Gateé hacia ella.

La puerta cedió y los corsarios se carcajearon. Uno murió entre risas cuando Molly cruzó de un salto los restos destrozados de la puerta y le hundió el largo cuchillo en la garganta. Pero la hermosa mujer con plata en los cabellos tenía una espada. Mientras Molly intentaba desclavar el cuchillo del moribundo, aquella espada cayó, cayó, cayó.

En ese preciso instante algo saltó con un sonoro crujido en la casa incendiada. La estructura se tambaleó y se desplomó con una lluvia de chispas y una llamarada rugiente. Una cortina de fuego se levantó entre el sótano y yo. No podía ver nada en medio de aquel infierno. ¿Se interpondría acaso entre el sótano y los corsarios que lo atacaban? No se veía nada. Me lancé hacia delante, en busca de Molly.

Pero en un instante, todo hubo acabado. No había casa incendiada, ni ciudad saqueada, ni puerto invadido, ni Velas Rojas. Sólo yo, en cuclillas ante la chimenea. Había metido las manos en el fuego y mis dedos aferraban un carbón. El bufón soltó un grito y me cogió de la muñeca para sacarme la mano del fuego. Me lo quité de encima, antes de mirar mis dedos cubiertos de ampollas con expresión embobada.

—Mi rey —dijo pesaroso el bufón.

Se arrodilló a mi lado, apartando con cuidado la sopera que había junto a mi rodilla. Humedeció una servilleta en el vino que me había servido para cenar y me envolvió los dedos con ella. Lo dejé hacer. No sentía la piel chamuscada a causa de la inmensa herida abierta en mi interior. Sus ojos preocupados se clavaron en los míos. Apenas si podía verlo. Se me antojaba insustancial, con las débiles llamas de la chimenea reflejadas en sus ojos incoloros. Una sombra, igual que las demás sombras que me atormentaban.

Mis dedos quemados empezaron a palpitar de repente. Los sujeté con la otra mano. ¿Qué había hecho, en qué estaba pensando? La Habilidad se había apoderado de mí como una convulsión y luego me había abandonado, dejándome vacío como un vaso apurado. El cansancio se cernió sobre mí, como un caballo sobre el que montaba el dolor. Pugné por conservar lo que había visto.

—¿Quién era esa mujer? ¿Es importante?

—Ah. —El bufón parecía más agotado aún, pero hizo un esfuerzo por sobreponerse—. ¿Una mujer de los Sedimentos? —Se calló como si intentara recordar algo—. No. No tengo nada. Todo está mezclado, mi rey. Cuesta saberlo.

—Molly no tiene ningún hijo —le dije—. No podía ser ella.

—¿Molly?

—¿Se llamaba Molly? —quise saber. Me dolía la cabeza. La rabia se adueñó de mí de improviso—. ¿Por qué me atormentas así?

—Mi señor, no conozco a ninguna Molly. Venid. Volved a la cama, que os traeré algo de comer.

Me ayudó a incorporarme y toleré su contacto. Recuperé la voz. Flotaba, la vista se me nublaba a intervalos. Ahora sentía su mano en mi brazo, ahora parecía que la estancia y sus ocupantes fueran parte de un sueño. Conseguí hablar.

—Debo saber si era Molly. Tengo que saber si se muere. Bufón, tengo que saberlo.

El bufón exhaló un hondo suspiro.

—No depende de mí, mi rey. Ya lo sabéis. Igual que vuestras visiones, las mías me dirigen, no al revés. No puedo tirar de un hilo del tapiz, sino mirar allí donde apunten mis ojos. El futuro, mi rey, es como la corriente de un canal. No puedo deciros dónde va una gota de agua en concreto, pero sí dónde es más fuerte la corriente.

—Una mujer de la Bahía de los Sedimentos. —Una parte de mí se compadecía de mi pobre bufón, pero otra parte insistía—: No la habría visto tan nítidamente si no fuese importante. Inténtalo. ¿Quién era?

—¿Es importante?

—Sí. Estoy seguro. Oh, sí.

El bufón se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Se llevó los largos dedos a las sienes y apretó como si intentara abrir una puerta.

—No lo sé. No lo entiendo… Está todo mezclado, es una encrucijada. Las huellas se confunden, los rastros se pierden… —Me miró. De algún modo me había puesto de pie, pero él estaba sentado en el suelo a mis pies, mirándome. Sus ojos pálidos sobresalían en su semblante blanco como una cáscara de huevo. Se tambaleó a causa de la tensión, esbozó una sonrisa bobalicona. Contempló su cetro, pegó la nariz a la de la cabeza de rata—. ¿Has visto a una tal Molly, Ratita? ¿No? Me lo figuraba. Quizá debiera preguntar a alguien con más posibilidades de saber algo. A los gusanos, tal vez.

Una risita estúpida se apoderó de él. Criatura inútil. Estúpido adivino intrigante. En fin, no podía evitar ser lo que era. Lo dejé solo y caminé despacio hasta la cama para sentarme en el borde.

Descubrí que estaba temblando a intervalos como si tuviera fiebre. Un ataque, me dije. Debo tranquilizarme o me dará un ataque. ¿Quería que me viese el bufón retorciéndome y sin aliento? Me daba igual. No me importaba nada, salvo averiguar si ésa era mi Molly, y si lo era, ¿habría muerto? Tenía que saberlo. Tenía que saber si había muerto, y si así era, cómo había muerto. Saber algo nunca había sido tan esencial para mí.

El bufón se había acuclillado en la alfombra como un sapo desteñido. Se humedeció los labios y me sonrió. A veces el dolor es capaz de arrancar sonrisas así a las personas.

—Es una canción muy alegre, la que cantan sobre los Sedimentos —comentó—. Una canción triunfal. Veréis, ganaron los aldeanos. No ganaron sus vidas, no, sino una muerte limpia. La muerte, en cualquier caso. Muerte, no forja. Algo es algo. Algo sobre lo que componer una canción y recordar esos días. Así están ahora las cosas en los Seis Ducados. Matamos a los nuestros para que no puedan hacerlo los corsarios, y luego escribimos canciones victoriosas. Es increíble lo que puede llegar a hacer la gente para consolarse cuando no queda nada a lo que aferrarse.

Mi visión se suavizó. Supe de repente que estaba soñando.

—Ni siquiera estoy aquí —dije débilmente—. Es un sueño. Sueño que soy el rey Artimañas.

Alzó su pálida mano a la luz del fuego y contempló los huesos que se marcaban en la carne delgada.

—Si vos lo decís, mi señor, así será. También yo sueño entonces que sois el rey Artimañas. Si os pellizcara, entonces, ¿me despertaría?

Me miré las manos. Las vi viejas y surcadas de cicatrices. Las cerré, me fijé en las venas y los tendones que abultaban bajo la frágil superficie, sentí la arenosa resistencia de mis propios nudillos hinchados. Ahora soy un anciano, me dije. Así se siente uno al llegar a viejo. No enfermo, cuando aún aspira a recuperarse. Viejo. Cuando cada nuevo día sólo puede ser más difícil, cada nuevo mes es otra carga para el cuerpo. Todo se escurría entre mis dedos. Había pensado, por un momento, que tenía quince años. De alguna parte venía el olor a carne quemada y pelo chamuscado. No, era el sabroso caldo de ternera. No, el incienso curativo de Jonqui: La mezcla de aromas me provocó náuseas. Había perdido la pista de mi identidad, de las cosas importantes. Me debatí con la escurridiza lógica, intentando desentrañarla. En vano.

—No lo sé —susurré—. No entiendo nada.

—Ah —dijo el bufón—. Ya os lo he dicho. Sólo puede entenderse aquello que se es.

—¿Así que se siente esto al ser el rey Artimañas? —quise saber. Estaba profundamente conmovido. Nunca lo había visto así, asediado por los achaques de la edad pero afrontando implacablemente el dolor de sus súbditos—. ¿Esto es lo que tiene que soportar, un día tras otro?

—Eso me temo, mi señor —contestó el bufón con suavidad—. Venid. Dejad que os ayude a acostaros. Seguro que mañana os sentís mejor.

—No. Los dos sabemos que no.

No fui yo el que pronunció esas terribles palabras. Salieron de los labios del rey Artimañas y yo las oí, y supe que ésa era la debilitadora verdad con la que cargaba el rey Artimañas a diario. Estaba tremendamente cansado. Me dolía el cuerpo entero. No sabía que la carne pudiera pesar tanto, que el mero vendaje de un dedo pudiera requerir tanto esfuerzo. Quería descansar. Volver a dormir. ¿Yo, o Artimañas? Debería permitir que el bufón me acostara, que mi rey descansara. Pero el bufón seguía sujetando otro trocito de información lejos de mis voraces mandíbulas. Seguía haciendo malabares con el único ápice de información que me faltaba para estar entero.

—¿Murió allí? —exigí.

Me dedicó una mirada apesadumbrada. Se detuvo de golpe, recogió su cetro con cabeza de roedor. La diminuta gota de una lágrima cruzaba la mejilla de Ratita. Se fijó en ella y su mirada se tornó distante de nuevo, perdida en una tundra de congoja. Habló con un susurro.

—Una mujer de los Sedimentos. Una gota de agua en la corriente de todas las mujeres de la bahía. ¿Qué pudo haber sido de ella? ¿Murió? Sí. No. Sufrió graves quemaduras, pero sobrevivió. Le amputaron un brazo a la altura del hombro. La arrinconaron y violaron mientras asesinaban a sus hijos, pero la dejaron con vida. Casi. —Los ojos del bufón se vaciaron aún más. Era como si estuviera leyendo una lista en voz alta. Su voz carecía de inflexión—. Ardió en vida con sus hijos cuando la estructura en llamas se desplomó sobre ellos. Ingirió veneno en cuanto la despertó su marido. Se asfixió con el humo. Murió por culpa de una herida de espada infectada días después. Murió destripada. Se ahogó en su propia sangre mientras la violaban. Se cortó la garganta después de acabar con la vida de sus hijos mientras los corsarios derribaban su puerta. Sobrevivió y dio a luz al bebé de un corsario el verano siguiente. La encontraron vagando días más tarde, con graves quemaduras, sin recordar nada. Tenía el rostro abrasado y le habían cortado las manos, pero vivió…

—¡Cállate! —le ordené—. ¡Para! Te lo ruego, cállate.

Se detuvo y cogió aliento. Sus ojos regresaron, se fijaron en mí.

—¿Que pare? —Suspiró. Escondió el rostro entre las manos, siguió hablando con voz queda entre sus dedos—. Que pare. Eso gritaban las mujeres de los Sedimentos. Pero ya ha ocurrido, mi señor. No podemos parar lo que sucede. Una vez hecho, es demasiado tarde.

Alzó la cara de sus manos. Parecía muy fatigado.

—Por favor —supliqué—. ¿No puedes decirme nada de la mujer que he visto?

De repente se me había olvidado su nombre. Sólo sabía que era muy importante para mí.

Negó con la cabeza y las campanillas de plata de su gorro tintinearon lastimeras.

—La única forma de descubrirlo sería ir allí. —Me miró—. Si me lo ordenáis, partiré de inmediato.

—Convoca a Veraz. Tengo instrucciones para él.

—Nuestros soldados no podrán llegar a tiempo de impedir el saqueo —me recordó—. Sólo de contribuir a apagar los incendios y ayudar a los habitantes a rescatar lo poco que quede entre los escombros.

—Pues que hagan eso —dije con pesadez.

—Antes, permitid que vuelva a acostaros, mi rey. No sea que os resfriéis. Y dejad que os sirva la cena.

—No, bufón —rechacé con tristeza—. ¿Habré de sentirme cómodo y saciado mientras los cadáveres de los niños se enfrían en el barro? Ve a buscar mi túnica y mis borceguíes. Y luego llama a Veraz.

El bufón se mantuvo firme en su postura.

—¿Pensáis que la incomodidad que os inflijáis podrá devolver el aliento siquiera a un solo niño, mi señor? Lo ocurrido en la Bahía de los Sedimentos hecho está. ¿Por qué tendríais que sufrir?

—¿Que por qué tendría que sufrir? —Encontré una sonrisa para el bufón—. Seguro que eso mismo preguntaban esta noche a la niebla todos los habitantes de los Sedimentos. Sufro, querido bufón, porque ellos han sufrido. Porque soy el rey. Pero sobre todo, porque soy un hombre y he visto lo que ha ocurrido allí. Piénsalo, bufón. ¿Y si cada persona de los Seis Ducados se dijera: «Bueno, lo peor que podía pasar ya ha pasado. Por qué habría de renunciar a mi cama caliente y mi comida para preocuparme de eso»? ¿Acaso sufro esta noche más de lo que sufrieron ellos? ¿Qué es el dolor y los temblores de un hombre comparados con lo sucedido en la Bahía de los Sedimentos? ¿Por qué debería resguardarme mientras mi pueblo es sacrificado como una manada de reses?

—Pero dos palabras es cuanto necesito decir al príncipe Veraz. —El bufón seguía contrariándome con su discurso—. «Corsarios» y «Sedimentos», y es tan capaz como el que más. Permitid que os acueste, mi señor, y luego iré a buscarlo corriendo para decirle esas dos palabras.

—No. —Una nueva nube de dolor se condensó en mi cabeza. Intentaba empañar mi conciencia, pero me mantuve firme. Obligué a mi cuerpo a caminar hasta la silla que había junto a la chimenea. Conseguí sentarme—. Pasé mi juventud definiendo las fronteras de los Seis Ducados ante todo el que se atrevía a ponerlas en duda. ¿Debería ser mi vida demasiado valiosa en estos momentos, cuando me queda tan poca y la que queda está llena de dolor? No, bufón. Llama a mi hijo sin dilación. Tendrá que Habilitar por mí, pues esta noche me faltan las fuerzas. Juntos, valoraremos lo que veamos y decidiremos lo que haya que hacer. Vete enseguida. ¡VETE!

Los pies del bufón palmotearon sobre el suelo de piedra en su huida.

Me quedé solo con mis pensamientos. Nuestros pensamientos. Me llevé las manos a las sienes. Sentí que una dolorosa sonrisa me arrugaba el rostro al encontrarme. Vaya, muchacho. Ahí estás. Mi rey volvió su atención lentamente hacia mí. Estaba cansado, pero extendió su Habilidad para tocar mi mente con la suavidad de una telaraña al viento. Sondeé con torpeza, intentando completar el lazo de Habilidad, y lo estropeé todo. Nuestro contacto se disolvió, desmenuzándose como un trapo podrido. Desapareció.

Estaba solo, agachado en el suelo de mi dormitorio en el Reino de las Montañas, incómodamente cerca del fuego de la chimenea. Tenía quince años y mi camisón era suave y estaba limpio. Las llamas ardían sin fuerza. Sentía un rabioso palpitar en los dedos abrasados. El presagio de una jaqueca de Habilidad latía en mis sienes.

Me moví despacio, me incorporé con cuidado. ¿Como un anciano? No. Como un joven cuya salud aún no se ha restablecido. Ahora conocía la diferencia.

Mi cama limpia y suave me llamaba, igual que un limpio y suave mañana.

Rechacé ambos. Me senté en la silla junto a la chimenea y me quedé mirando las llamas fijamente, meditabundo.

Cuando vino Burrich a despedirse al despuntar el alba, estaba listo para partir con él.