Dos parcelas
Illinois resultó interesante desde el principio. Rob llegó al Estado a finales del verano, cuando la vegetación de la pradera estaba seca y descolorida por haber pasado demasiados días al sol. En Danville vio a los hombres hervir el agua de las salinas en enormes ollas negras, y al marchar se llevó consigo un paquete de sal pura. La pradera era ondulada, y en algunos sitios estaba adornada con colinas bajas. El Estado contaba con agua dulce. Rob sólo encontró unos pocos lagos, pero vio una serie de pantanos que alimentaban riachuelos que desembocaban en ríos. Se enteró de que cuando la gente de Illinois hablaba de la tierra que había entre los ríos, probablemente se refería al extremo sur del Estado, entre el Mississippi y el Ohio. Esta tenía ricos suelos de aluvión procedentes de los dos grandes ríos. La gente del lugar llamaba Egipto a la región, porque pensaban que era tan fértil como la legendaria tierra del delta del Nilo. En el mapa de Jay Geiger, Rob J. vio que en Illinois había unos cuantos «pequeños Egiptos» entre ríos. De alguna forma, durante su breve encuentro con Geiger el hombre se había ganado su respeto, y siguió avanzando hacia la región que, según le había dicho Jay, era la más apropiada para establecerse.
Le llevó dos semanas abrirse paso hasta Illinois. El decimocuarto día, el camino que él seguía se internó en un bosque, ofreciendo una maravillosa frescura y el aroma de la vegetación húmeda. Siguiendo el estrecho sendero oyó el sonido del agua, y enseguida apareció junto a la orilla oriental de un río de tamaño considerable que, según sus cálculos, debía de ser el Rocky.
Era la estación seca pero la corriente era fuerte, y las grandes rocas que daban nombre al río volvían blanca el agua. Mientras guiaba a Mónica a lo largo de la orilla, intentando encontrar un sitio que fuera vadeable, llegó a una zona más profunda y lenta. De dos troncos enormes de una y otra orilla colgaba una cuerda gruesa, y de una de las ramas, un triángulo de hierro y un trozo de acero junto a un letrero que anunciaba:
Hizo sonar el triángulo con fuerza y durante un buen rato, según le pareció, antes de ver al hombre que bajaba perezosamente por la orilla opuesta, donde estaba amarrada la balsa. Dos sólidos postes verticales colocados sobre la balsa terminaban en grandes anillos de hierro a través de los cuales pasaba la maroma suspendida, permitiendo que la balsa se deslizara a lo largo de la cuerda a medida que era empujada con una pértiga por el río. Cuando la balsa estuvo en medio del río, la corriente había arrastrado la cuerda río abajo, de modo que el hombre movió la balsa formando un arco, en lugar de cruzar en línea recta. En el medio, las aguas oscuras y aceitosas eran demasiado profundas para vadearlas, y el hombre arrastró la balsa lentamente, tironeando de la cuerda. Estaba cantando, y la letra llegó claramente a oídos de Rob J.
Un día, mientras caminaba, oí un lamento,
y vi a una anciana que era la imagen de la tristeza.
Miraba el barro de su puerta (llovía)
y empuñando la escoba cantaba esta canción.
Oh, la vida es una lata y el amor un problema,
la belleza desaparecerá y los ríos huirán,
disminuyen los placeres y se duplican los precios,
y nada es como yo desearía que fuera…
Había muchos versos, y mucho antes de que se terminaran, el barquero pudo empujar de nuevo con la pértiga. A medida que la balsa se acercaba, Rob pudo ver a un hombre musculoso, tal vez de treinta y tantos años. Era una cabeza más bajo que Rob y parecía natural del lugar; llevaba unas botas pesadas, un pantalón de tela basta de algodón y lana, de color marrón, demasiado grueso para esa época, una camisa de algodón azul de cuello grande y un sombrero de cuero, de ala ancha manchado de sudor. Tenía una mata de pelo negro y largo, una barba negra y abundante, y unos pómulos salientes a cada lado de una nariz fina y curvada que podría haber dado un aire de crueldad a su rostro de no ser por sus ojos azules, que eran alegres y agradables. A medida que se acortaba la distancia entre ambos, Rob sintió la cautela y la perspectiva de afectación que se derivaba de ver a una mujer extraordinariamente bella, o a un hombre demasiado apuesto. Pero el barquero carecía de afectación.
—Hola —lo saludó. Un último empujón a la pértiga hizo que la balsa se arrastrara sobre la arena de la orilla. El hombre extendió la mano—. Nicholas Holden, para servirle.
Rob le estrechó la mano y se presentó. Holden había cogido un rollo de tabaco húmedo y oscuro del bolsillo de la camisa y cortó un trozo con el cuchillo. Se lo ofreció a Rob J., pero este rehusó con la cabeza.
—¿Cuánto pide por cruzarme?
—Tres centavos usted. Diez centavos el caballo.
Rob pagó lo que le pedía, trece centavos por adelantado. Ató a Mónica a los anillos colocados con ese fin en el suelo de la balsa. Holden le entregó una segunda pértiga, y ambos gruñeron mientras ponían manos a la obra.
—¿Piensa instalarse en esta zona?
—Tal vez —respondió Rob con cautela.
—¿No será herrador, por casualidad? —Holden tenía los ojos más azules que Rob había visto jamás en un hombre, desprovistos de feminidad gracias a la mirada penetrante que lo hacía parecer secretamente divertido—. Maldita sea —dijo, pero no pareció sorprendido por la negativa de Rob—. Le aseguro que me gustaría encontrar un buen herrero. ¿Es granjero?
Se alegró visiblemente cuando Rob le informó que era médico.
—¡Bienvenido tres veces, y una vez más! En Holden’s Crossing necesitamos un médico. Y cualquier médico puede viajar gratis en este transbordador —anunció, y dejó de empujar con la pértiga el tiempo suficiente para coger tres centavos y colocarlos solemnemente en la palma de Rob.
Rob miró las monedas.
—¿Qué ocurre con los otros diez centavos?
—¡Mierda! Supongo que el caballo no será también médico.
Al sonreír fue lo bastante simpático para hacer creer a cualquiera que era feo.
Tenía una minúscula cabaña de troncos colocados en ángulo recto y unidos con arcilla blanca, cerca de un jardín y de un manantial, instalada sobre una elevación que daba al río.
—Justo a tiempo para la comida —dijo, y pronto estaban comiendo un fragante estofado en el que Rob identificó nabos, col y cebolla, pero quedó desconcertado con la carne—. Esta mañana conseguí una liebre vieja y un pollo joven, y los he metido en el estofado —explicó Holden.
Mientras compartían el segundo cuenco, cada uno habló de sí mismo lo suficiente para crear una atmósfera agradable. Holden era un abogado rural del estado de Connecticut. Tenía grandes proyectos.
—¿Y cómo es que le pusieron tu nombre al pueblo?
—No se lo pusieron. Fui yo quien lo hizo —respondió en tono afable—. Yo fui el primero en llegar, y establecí el servicio del transbordador. Cada vez que viene alguien a instalarse, yo le informo del nombre de la población. Por ahora nadie lo ha cuestionado.
En opinión de Rob, la cabaña de troncos de Holden no era el equivalente de una acogedora casa de campo escocesa. Era oscura y estaba mal ventilada. La cama, instalada demasiado cerca de la humeante chimenea, se hallaba cubierta de hollín. Holden le comentó en tono alegre que lo único bueno de aquel lugar era el emplazamiento; dijo que en el plazo de un año la cabaña sería derribada y en su lugar se construiría una casa elegante.
—Sí, señor, grandes proyectos.
Le habló de las cosas que pronto llegarían: una taberna, un almacén en el que se vendería de todo, y con el tiempo un banco. Fue sincero al intentar convencer a Rob para que se instalara en Holden’s Crossing.
—¿Cuántas familias viven aquí? —preguntó Rob J., y sonrió con tristeza al oír la respuesta—. Un médico no puede ganarse la vida atendiendo sólo a dieciséis familias.
—Claro que no. Pero están llegando granjeros que se sienten tan atraídos por este lugar como por una mujer. Y esas dieciséis familias viven dentro de la población. Más allá de los límites de la población no hay ningún médico entre esta ciudad y Rock Island, y hay montones de granjas diseminadas en la llanura. Sólo tendrías que conseguirte un caballo mejor y estar dispuesto a viajar un poco para hacer una visita.
Rob recordó lo frustrado que se había sentido por no haber podido practicar una buena medicina en el superpoblado Distrito Octavo.
Pero esto era el reverso de la moneda. Le dijo a Nick Holden que lo consultaría con la almohada.
Esa noche durmió en la cabaña, envuelto en un edredón, en el suelo, mientras Nick Holden roncaba en la cama. Pero eso no era tan terrible para alguien que había pasado el invierno en un barracón con diecinueve leñadores que no paraban de toser y de tirarse pedos. Por la mañana, Holden preparó el desayuno pero dejó que Rob lavara los platos y la sartén, y dijo que tenía que hacer algo y que volvería enseguida.
Era un día claro y fresco. El sol empezaba a calentar, y Rob desenvolvió la viola y se sentó sobre una roca, a la sombra, en el claro que había entre la cabaña y el límite del bosque. A su lado, encima de la roca, colocó la copia de la mazurca de Chopin que Jay Geiger había trasncrito para él, y empezó a tocar con sumo cuidado.
Trabajó una media hora en el tema y la melodía hasta que empezó a sonar como música. Luego levantó la vista de la página, miró en dirección al bosque y vio dos indios montados a caballo que lo miraban desde más allá del límite del claro.
Se sintió alarmado porque le hicieron recuperar su confianza en James Fenimore Cooper. Eran hombres de mejillas hundidas, con el pecho desnudo que parecía fuerte y enjuto, brillante gracias a una especie de aceite. El que estaba más cerca de Rob llevaba pantalones de ante y tenía una nariz enorme y ganchuda. Su cabeza afeitada estaba dividida por un llamativo mechón de pelo de animal, tieso y tosco. Llevaba un rifle. Su compañero era un hombre corpulento, tan alto como Rob J. pero más voluminoso. Tenía pelo negro y largo, sujeto detrás por una cinta de cuero, y llevaba pantalones con parches y polainas de cuero.
Tenía un arco, y Rob J. vio claramente las flechas que colgaban del cuello del caballo, como en un dibujo de uno de los libros sobre indios que había encontrado en el Ateneo de Boston.
No sabía si detrás de ellos, entre los árboles, había otros indios. Si se mostraban hostiles estaba perdido, porque la viola de gamba es poco útil como arma. Decidió seguir tocando y volvió a colocar el arco sobre las cuerdas, pero no repitió la pieza de Chopin; no quería tener que apartar la mirada de ellos para ver la partitura. Sin pensarlo, empezó a tocar una pieza del siglo XVII que conocía muy bien, titulada Cara la vita mia, de Oratio Bassani. La tocó del principio al fin y luego la repitió hasta la mitad. Finalmente se detuvo, porque no podía quedarse sentado y tocando la viola eternamente.
Oyó un ruido a sus espaldas; se volvió rápidamente y vio una ardilla roja que pasaba a toda velocidad. Al girarse de nuevo quedó totalmente aliviado y muy pesaroso porque los dos indios se habían marchado.
Durante un instante oyó los caballos que se alejaban, y luego sólo percibió el murmullo del viento entre las hojas de los árboles.
Cuando regresó Nick Holden y Rob le contó lo ocurrido, intentó no mostrarse preocupado. Hizo un rápido recorrido de inspección pero dijo que al parecer no faltaba nada.
—Los indios que había por aquí eran los sauk. Hace doce años fueron desplazados al otro lado del Mississippi, a Iowa, debido a unas luchas que la gente del lugar llegó a llamar la guerra de Halcón Negro. Hace algunos años, los sauk que aún quedaban vivos fueron trasladados a una reserva de Kansas. El mes pasado nos enteramos de que unos cuarenta guerreros indios se habían marchado de la reserva con sus mujeres y sus hijos. Según se rumoreaba, se dirigían hacia Illinois. Al ser tan pocos, dudo de que sean tan estúpidos como para crearnos problemas.
Creo que simplemente esperan que los dejemos en paz.
Rob asintió.
—Si hubieran querido crearme problemas, podrían haberlo hecho fácilmente.
Nick estaba impaciente por dejar de lado cualquier tema que pudiera empañar la reputación de Holden’s Crossing. Dijo que había pasado la mañana buscando cuatro parcelas de tierra. Quería enseñárselas y, ante su insistencia, Rob ensilló su yegua.
La tierra era propiedad del gobierno. Mientras cabalgaban, Nick le explicó que había sido dividida por los topógrafos federales en parcelas de ochenta acres. La propiedad privada se vendía a ocho dólares el acre, o más, pero el precio de las tierras del gobierno era de un dólar con veinticinco centavos el acre, es decir, cien dólares el terreno de ochenta acres. Para adquirir la tierra había que dar una entrada de la vigésima parte del precio, el veinticinco por ciento a los cuarenta días, y el resto en tres plazos iguales al cabo de dos, tres y cuatro años, contando desde la fecha de la entrada. Nick dijo que era la mejor tierra que se podía conseguir para una granja, y cuando llegaron allí Rob le creyó.
Las parcelas se encontraban aproximadamente a un kilómetro y medio del río, brindando una gruesa franja de bosque ribereño que contenía varios manantiales y madera para construir. Más allá del bosque se extendía la fértil promesa de la llanura sin labrar.
—Este es mi consejo —anunció Holden—. Yo no consideraría esta tierra como cuatro parcelas de ochenta acres, sino como dos de ciento sesenta. El gobierno permite que los nuevos pobladores compren hasta dos secciones, y eso es lo que yo haría si estuviera en tu lugar.
Rob J. hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—Es una tierra fantástica. Pero no tengo los cincuenta dólares que hacen falta.
Nick Holden lo miró con aire pensativo.
—Mi porvenir está ligado a esta futura ciudad. Si puedo atraer a otros pobladores, seré propietario del almacén, el molino y la taberna.
Los pobladores acuden en tropel a un sitio en el que hay médico. Para mí es una garantía tenerte viviendo en Holden’s Crossing. Los bancos están prestando dinero a un interés anual del dos y medio por ciento. Yo te prestaría los cincuenta dólares al uno y medio por ciento, para que me los devuelvas en el plazo de ocho años.
Rob J. miró a su alrededor y lanzó un suspiro. Era una tierra fantástica. El lugar le parecía tan perfecto que tuvo que hacer un esfuerzo por controlar su voz mientras aceptaba la oferta. Nick le estrechó la mano cálidamente y restó importancia a su gratitud:
—No es más que un buen negocio.
Recorrieron lentamente la propiedad. La parcela doble que estaba al sur era un terreno bajo, prácticamente llano. El sector del norte era ondulado, con varias elevaciones que casi podían considerarse pequeñas colinas.
—Yo me quedaría con los trozos del sur —sugirió Holden—; el suelo es mejor y más fácil de arar.
Pero Rob J. ya había decidido comprar el sector del norte.
—Dedicaré la mayor parte a pastos y criaré ovejas; ese es el tipo de agricultura que yo entiendo. Pero conozco a alguien que está ansioso por cultivar la tierra, y tal vez quiera las parcelas del sur.
Cuando le habló de Jason Geiger, el abogado sonrió de placer.
—¿Una farmacia en Holden’s Crossing? Eso sería tener el éxito asegurado. Bueno, entregaré un depósito para la parcela sur y la reservaré a nombre de Geiger. Si él no la quiere, no será difícil hacer negocio con una tierra tan buena.
A la mañana siguiente los dos hombres se trasladaron a Rock Island, y cuando salieron de la Oficina del Catastro de Estados Unidos, Rob J. se había convertido en propietario y en deudor.
Por la tarde volvió solo a su propiedad. Ató a la yegua y exploró a pie el bosque y la pradera mientras pensaba y hacía planes. Caminó junto al río, como si estuviera soñando, mientras lanzaba piedras al agua, incapaz de creer que todo eso fuera suyo. En Escocia era terriblemente difícil comprar tierra. El terreno y las ovejas que su familia poseía en Kilmarnock habían pasado de una generación a otra a lo largo de varios siglos.
Esa noche le escribió a Jason Geiger describiéndole los ciento sesenta acres que habían sido reservados junto a su propiedad, y le pidió que le hiciera saber en cuanto le fuera posible si quería tomar posesión de la tierra definitivamente. También le pidió que le enviara una buena provisión de azufre porque Nick le había contado de mala gana que en primavera siempre había una epidemia que la gente del lugar llamaba sarna de Illinois, y lo único que al parecer servía para combatirla era una elevada dosis de azufre.