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Música

Atravesó Massachusetts y Nueva York mediante una serie de ferrocarriles de corto recorrido conectados por líneas de diligencias. Resultaba duro viajar en invierno. En ocasiones una diligencia tenía que esperar mientras una docena de bueyes arrastraba un arado para retirar la nieve amontonada, o la aplastaba con enormes rodillos de madera. Las posadas y tabernas eran caras. Rob J. se encontraba en el bosque de la meseta Allegheny, en Pensilvania, cuando se quedó sin dinero y se consideró afortunado al encontrar trabajo en las tierras maderables de Jacob Starr, atendiendo a los leñadores. Cuando se producía un accidente solía ser grave, pero mientras tanto tenía poco que hacer y consiguió un nuevo trabajo: se unió a los equipos de hombres que talaban pinos blancos y cicutas que tenían más de doscientos cincuenta años. Por lo general, él hacía funcionar un extremo de un tronzador, una sierra con un mango en cada extremo. Su cuerpo se endureció y se hizo más grueso. Casi ningún campo de trabajo contaba con un médico; los leñadores sabían lo valioso que Rob J. era para ellos y lo protegían cuando trabajaba en la peligrosa tarea de la tala. Le enseñaron a remojarse las palmas sangrantes en salmuera, hasta que se le endurecieron. Por las noches, en el barracón, hacía juegos malabares para mantener la habilidad de sus dedos para la cirugía y tocaba la viola de gamba para los leñadores, alternando el acompañamiento a las toscas canciones que cantaban a gritos con selecciones de J. S. Bach y Marais, que escuchaban embelesados.

Durante todo el invierno acumularon troncos enormes en las orillas de una corriente. En la parte de atrás de todas las hachas de un solo filo que había en el campo se veía una enorme estrella de cinco puntas grabada en relieve. Cada vez que se talaba y se podaba un árbol, los hombres invertían la posición del hacha y golpeaban la estrella grabada contra el tronco recién cortado, marcándolo como un tronco Star. Cuando llegó la primavera y se derritió la nieve, la corriente creció más de dos metros y arrastró los troncos hasta el río Clarion. Se montaron enormes armadías, y sobre estas se construyeron barracones cocinas y chozas para las provisiones. Rob condujo las armadías río abajo como un príncipe, una lenta travesía de ensueño interrumpida únicamente cuando los troncos se atascaban y se amontonaban, lo que obligaba a expertos y pacientes encargados de ordenarlos. Vio toda clase de pájaros y animales mientras bajaban por el sinuoso Clarion hasta su desembocadura en el Allegheny y conducía los troncos a lo largo de este, hasta Pittsburg.

En Pittsburgh se despidió de Starr y sus leñadores. En un bar lo contrataron como médico para un equipo que se ocupaba del tendido de vías del Ferrocarril de Washington y Ohio, con un equipo de trabajo, hasta el comienzo de una gran abertura dividida en dos por dos vías férreas relucientes. Lo alojaron con los jefes en cuatro vagones de ferrocarril relucientes y maravillosos, pero el mundo del Ferrocarril de Washington y Ohio era horrendo. Los que se ocupaban del tendido, los niveladores y los cocheros eran inmigrantes irlandeses y alemanes cuya vida se consideraba una mercancía barata. La responsabilidad de Rob consistía en asegurar que hasta el último gramo de fuerza de esos hombres se utilizara en el tendido de las vías. Recibió con alegría el salario, pero el trabajo estaba condenado desde un principio porque el superintendente, un hombre de rostro moreno llamado Cotting, era un sujeto desagradable que no quería gastar dinero en comida. El ferrocarril empleaba a cazadores que conseguían montones de carne, y había una bebida de achicoria que pasaba por café. Pero —salvo en la mesa que compartían Cotting, Rob y los jefes— no tenían verduras, col, zanahorias, patatas, ni nada que proporcionara ácido ascórbico excepto, como un placer muy poco frecuente, un bote de judías. Los hombres padecían de escorbuto.

Aunque estaban anémicos, no tenían apetito. Les dolían las articulaciones, les sangraban las encías, se les caían los dientes y sus heridas no cicatrizaban. Estaban siendo literalmente asesinados mediante la desnutrición y el trabajo duro. Finalmente, Rob J. forzó con una palanca el vagón cerrado de las provisiones y repartió cajones de coles y patatas hasta que desapareció la comida de los jefes. Afortunadamente Cotting no sabía que su joven médico había hecho un voto de no violencia. El tamaño, la condición de Rob y el frío de sus ojos hicieron que el superintendente prefiriera despedirlo a discutir con él.

Rob J. había ganado en el ferrocarril dinero apenas suficiente para comprar una yegua vieja y lenta, un fusil de segunda mano del calibre 12 que se cargaba por la boca, un rifle de menor calibre para cazar animales más pequeños, agujas e hilo, un sedal y anzuelos, una herrumbrosa sartén de hierro y un cuchillo de caza. A la yegua le puso de nombre Mónica Grenville, en honor a una hermosa mujer mayor, amiga de su madre, a quien durante años, en las febriles fantasías de su adolescencia, había soñado montar. Mónica Grenville, la yegua, le permitió avanzar hacia el Oeste por su cuenta. Empezó a cazar fácilmente después de descubrir que el rifle tiraba hacia la derecha; pescaba cada vez que tenía la oportunidad, y ganaba dinero o mercancías cuando encontraba a alguien que necesitaba un médico.

Le sorprendió la extensión del país, con sus montañas, valles y llanuras. Después de unas cuantas semanas quedó convencido de que podría seguir avanzando mientras viviera, cabalgando sobre Mónica Grenville lenta y eternamente en dirección al sol poniente.

Se quedó sin medicamentos. Ya era bastante difícil practicar la cirugía sin la ayuda de los insuficientes paliativos con que contaban, pero además no tenía láudano, morfina ni ninguna otra droga, y tenía que confiar en su rapidez como cirujano y en el whisky que pudiera comprar en el camino, por malo que fuera. Fergusson le había enseñado algunos trucos valiosos que aún recordaba. Cuando le faltaba tintura de nicotina —que se administraba por vía oral como relajante muscular para aflojar el esfínter anal durante una operación de fístula— compraba los puros más fuertes que encontraba e introducía uno en el recto del paciente hasta que se absorbía la nicotina del tabaco y se producía la relajación. En una ocasión, en Titusville, Ohio, un hombre mayor lo vio por casualidad mientras vigilaba a un paciente que estaba inclinado sobre el varal de un carro, con el puro asomado.

—¿Tiene una cerilla, señor? —le preguntó Rob J.

Más tarde, en la tienda, oyó que el anciano les decía a sus amigos en tono solemne:

—Jamás creeríais cómo los fumaban.

En una taberna de Zanesville vio a su primer indio y tuvo una decepción espantosa. En contraste con los espléndidos salvajes de James Fenimore Cooper, el hombre era un fofo y ceñudo borracho con mocos en la cara, que soportaba los insultos mientras mendigaba una copa.

—Delaware, supongo —dijo el tabernero cuando Rob le preguntó a qué tribu pertenecía el indio—. Miami, tal vez. O shawnee. —Se encogió de hombros en un gesto de desdén—. ¿A quién le importa? Para mí, todos esos miserables bastardos son iguales.

Unos días después, en Columbus, Rob encontró a un joven judío robusto y de barba negra llamado Jason Maxwell Geiger, un boticario que tenía una farmacia bien surtida.

«¿Tiene láudano? ¿Tiene tintura de nicotina? ¿Y yoduro de potasio?». Preguntara lo que preguntase, Geiger respondía con una sonrisa y asentía, y Rob se paseó feliz entre vasijas y retortas. Los precios eran más bajos de lo que él temía, porque el padre y los hermanos de Geiger eran fabricantes de productos farmacéuticos en Charleston, y él explicó que si había algo que no le resultara posible preparar, podía encargárselo en buenas condiciones a su familia. Así que Rob J. cargó una buena cantidad de provisiones. Cuando el farmacéutico le ayudó a llevar la compra hasta el caballo, vio el bulto envuelto del instrumento musical y de inmediato se volvió hacia el visitante.

—¿Es una viola?

—Una viola de gamba —dijo Rob, y vio un brillo nuevo en los ojos del hombre, no exactamente codicia sino un melancólico anhelo tan poderoso que resultaba inconfundible—. ¿Le gustaría verla?

—Tendría que venir con ella a mi casa y enseñársela a mi esposa —sugirió Geiger en tono ansioso.

El hombre lo condujo hasta la vivienda que había detrás de la botica.

En el interior se encontraba Lillian Geiger, que mientras eran presentados se colocó un paño de cocina sobre el pecho, pero no antes de que Rob J. notara las manchas de sus pechos goteantes. En una cuna dormía su hija Rachel, de dos meses de edad. La casa olía a leche de la señora Geiger y a hallah recién horneado. En la sala oscura había una silla, un sofá de crin y un piano vertical. La mujer entró rápidamente en el dormitorio y se cambió el vestido mientras Rob J. desenvolvía la viola; luego el matrimonio contempló el instrumento, deslizando los dedos sobre las siete cuerdas y los diez trastes como si estuvieran acariciando un icono familiar recién recuperado. Ella le enseñó su piano de madera de nogal oscura, cuidadosamente aceitado.

—Fue fabricado por Alpheus Babcock, de Filadelfia —le informó Jason Geiger sacó de detrás del piano otro instrumento.

—Este fue fabricado por un cervecero llamado Isaac Schwartz, que vive en Richmond, Virginia. No es lo suficientemente bueno para poderlo considerar un violín de verdad. Espero tener algún día un auténtico violín Pero un instante más tarde, mientras afinaban, Geiger le arrancó dulces sonidos.

Se miraron con expresión cautelosa, por temor a resultar musicalmente incompatibles.

—¿Qué? —le preguntó Geiger, en un gesto de cortesía.

—¿Bach? ¿Conocéis este preludio del Clave bien temperado? Es del Libro II, no recuerdo el número.

Tocó para ellos el comienzo, e inmediatamente Lillian Geiger se unió a él y enseguida lo hizo su esposo.

—El doce.

Lillian se limitó a mover los labios.

A Rob J. no le interesaba identificar la pieza, porque ese tipo de interpretación no era para entretener a los leñadores. Enseguida fue evidente que el hombre y la mujer eran expertos y estaban acostumbrados a acompañarse, y Rob tuvo la certeza de haber hecho el ridículo. Mientras la interpretación de ellos mejoraba, él los seguía lenta y espasmódicamente. En lugar de deslizarse al ritmo de la música, sus dedos parecían dar saltos espásticos, como un salmón que se esfuerza por remontar una cascada. Pero al llegar a la mitad del preludio olvidó su temor porque el hábito adquirido después de tantos años de interpretación venció la torpeza causada por la falta de práctica. Pronto pudo notar que Geiger tocaba con los ojos cerrados, mientras su esposa mostraba una expresión de placer en sus ojos vidriosos, que era comunicativa y al mismo tiempo intensamente íntima.

La satisfacción le resultó casi dolorosa. No se había dado cuenta de hasta qué punto había echado de menos la música. Al concluir se quedaron sentados, mirándose con una sonrisa. Geiger salió a toda prisa para colocar el letrero de Cerrado en la puerta de la tienda. Lillian fue a mirar a la niña y a poner un asado en el horno, y Rob desensilló y dio de comer a la pobre y paciente Mónica. Cuando volvieron a reunirse, resultó que los Geiger no conocían nada de Marin Marais, en tanto que Rob J. no había memorizado ninguna de las obras de ese polaco llamado Chopin. Pero los tres conocían las sonatas de Beethoven. Durante toda la tarde construyeron una atmósfera acogedora y especial.

En el momento en que el llanto de la criatura hambrienta interrumpió la interpretación, ya estaban mareados con la embriagadora belleza de los sonidos.

El farmacéutico no quiso ni oír hablar de la partida de Rob J. La cena consistió en cordero con un ligero sabor a romero y ajo, asado con zanahorias y patatas nuevas, y compota de arándanos.

—Dormirás en la habitación de huéspedes —anunció Geiger.

Rob le preguntó a Geiger qué posibilidades tenía un médico en esa zona.

—Por aquí vive mucha gente, porque Columbus es la capital del Estado, y ya hay muchos médicos. Es un sitio fantástico para tener una farmacia, pero nosotros vamos a abandonar Columbus en cuanto nuestra pequeña tenga edad suficiente para soportar el viaje. Yo quiero ser granjero, además de boticario, y tener tierras que pueda dejar a mis hijos. En Ohio las tierras de labrantío son terriblemente caras. He estado estudiando los sitios en los que puedo comprar tierra fértil que esté a mi alcance.

Tenía mapas, y los abrió sobre la mesa.

—Illinois —dijo, y le señaló a Rob J. la parte del Estado que, según sus investigaciones, era la más deseable: la zona comprendida entre el río Rocky y el Mississippi—. Un buen suministro de agua. Bosques maravillosos que bordean los ríos. Y el resto son praderas tierras que jamás han visto un arado.

Rob J. estudió los mapas.

—Tal vez debería ir hasta allí —dijo finalmente—. Para ver si me gusta.

Geiger sonrió. Pasaron un largo rato inclinados sobre los mapas, señalando el mejor itinerario, intercambiando opiniones. Después Rob se fue a dormir; Jay Geiger se quedó levantado hasta tarde y copió a la luz de una vela la música de una mazurca de Chopin. La interpretaron a la mañana siguiente, después del desayuno. Luego los dos hombres consultaron una vez más el mapa señalado. Rob J estuvo de acuerdo en que si Illinois resultaba un sitio tan bueno como Geiger creía, se instalaría allí y escribiría enseguida a su nuevo amigo, diciéndole que fuera con su familia hasta la frontera del Oeste.