Tama
A primera hora de la mañana del quinto día adelantaron a otro jinete.
Cuando se acercaron a él para pedirle que les indicara el camino Chamán vio que el hombre iba vestido con sencillez pero montaba un buen caballo y una montura cara. Tenía el pelo largo y negro, y la piel del color de la arcilla cocida.
—¿Puede indicarnos el camino a Tama? —le preguntó Chamán.
—Mejor que eso. Yo voy allí; si quieren, pueden cabalgar conmigo.
—Es muy amable.
El indio se inclinó hacía delante y añadió algo, pero Chamán sacudió la cabeza.
—Me resulta difícil hablar mientras cabalgamos. Tengo que verle los labios, soy sordo.
—Oh.
—Pero mi esposa oye perfectamente —aclaró Chamán.
Sonrió, y el hombre le devolvió la sonrisa, se volvió hacía Rachel y la saludó. Intercambiaron unas pocas palabras, pero el resto del trayecto los tres cabalgaron en silencio disfrutando de la tibia mañana. Cuando llegaron a una pequeña charca se detuvieron para que los caballos pudieran beber un poco y comer hierba mientras ellos estiraban las piernas; entonces se presentaron correctamente. El hombre les estrechó la mano y dijo que se llamaba Charles P. Keyser.
—¿Vive en Tama?
—No, tengo una granja a unos quince kilómetros de aquí. Soy pota watomi, pero toda mi familia murió a causa de las fiebres, y me criaron unos blancos. Ni siquiera hablo la lengua india, salvo algunas palabras de kickapoo. Me casé con una mujer que era medio kickapoo, medio francesa.
Dijo que iba a Tama cada pocos años y que pasaba allí un par de días.
—En realidad no sé por qué lo hago. —Se encogió de hombros y sonrió—. La llamada de la sangre, supongo.
Chamán asintió.
—¿Le parece que los animales ya han comido bastante?
—Oh, claro, a ver si las monturas van a estallar debajo de nosotros —bromeó Keyser, volvieron a montar y reanudaron el viaje.
A medía mañana, Keyser los condujo por la población de Tama. Mucho antes de llegar al grupo de cabañas que formaban un enorme círculo, se vieron seguidos por un grupo de niños de ojos pardos, y perros que ladraban.
Keyser indicó que se detuvieran, y desmontaron.
—Le comunicaré al jefe que estamos aquí —dijo, y entró en una cabaña cercana.
Cuando volvió a aparecer, acompañado de un piel roja corpulento de mediana edad, ya se había reunido una pequeña multitud. El hombre robusto dijo algo que Chamán no pudo descifrar mirándole los labios. No había hablado en inglés, pero el hombre aceptó la mano de Chamán cuando él se la tendió.
—Soy el doctor Robert J. Cole, de Holden’s Crossing, Illinois. Esta es mi esposa, Rachel Cole.
—¿Doctor Cole? —Un joven se separó de la multitud y miró atentamente a Chamán—. No, demasiado joven.
—¿Quizá conocías a mi padre?
El hombre estudió su rostro.
—¿Eres el chico sordo? ¿Eres tú, Chamán?
—Sí.
—Yo soy Perro Pequeño. El hijo de Luna y Viene Cantando.
Chamán sintió una enorme alegría mientras se estrechaban la mano y recordaban cómo habían jugado juntos de niños.
El hombre robusto dijo algo.
—Él es Medi-ke, Tortuga Mordedora, jefe de la ciudad de Tama —anunció Perro Pequeño—. Quiere que los tres entréis en su cabaña.
Tortuga Mordedora le indicó a Perro Pequeño que él también debía entrar, y a los otros les dijo que se marcharan. La cabaña era pequeña y por el olor se notaba que acababan de comer carne chamuscada. Las mantas dobladas indicaban el sitio en el que dormían, y en un rincón se veía colgada una hamaca de lona. El suelo de tierra era duro y estaba húmedo, y en él se sentaron mientras la esposa de Tortuga Mordedora, Wapansee —Lucecita—, les servía café endulzado con azúcar de arce, alterado y transformado por otros ingredientes. Tenía el mismo sabor que el café que preparaba Makwa-ikwa. Cuando Lucecita terminó de servirlo, Tortuga Mordedora le dijo algo, y ella salió de la casa.
—Tenías una hermana llamada Mujer Pájaro —le dijo Chamán a Perro Pequeño—. ¿Vive aquí?
—Murió, hace ya mucho tiempo. Tengo otra hermana, Sauce Verde, la más joven. Vive con su esposo en la reserva de Kansas.
Perro Pequeño añadió que entre la gente que vivía en Tama no había nadie más del reducido grupo de Holden’s Crossing.
Tortuga Mordedora le informó por intermedio de Perro Pequeño que él era mesquakie. Y que en Tama había unos doscientos mesquakie y sauk. Luego lanzó un torrente de palabras y volvió a mirar a Perro Pequeño.
—Dice que las reservas son muy malas, como enormes jaulas. Nos sentíamos tristes recordando los viejos tiempos, las viejas costumbres. Cazamos caballos salvajes, los domamos, los vendimos por el dinero que pudimos. Ahorramos hasta el último centavo.
Luego unos cien de los nuestros vinieron aquí. Tuvimos que olvidar que Rock Island antes era Sauk-e-nuk, la gran ciudad de los sauk, y que Davenport era Mesquak-e-nuk, la gran población de los mesquakie. El mundo ha cambiado. Compramos ochenta acres de tierra con dinero blanco, y el gobernador blanco de Iowa firmó escrituras como testigo.
Chamán asintió.
—Fantástico —dijo, y Tortuga Mordedora sonrió.
Evidentemente entendía un poco de inglés, pero siguió hablando en su lengua y a medida que hablaba su rostro se volvía sombrío.
—Dice que el gobierno siempre finge que ha comprado nuestras inmensas tierras. El Padre Blanco arrebata nuestras tierras y ofrece a las tribus monedas pequeñas en lugar de dinero de papel grande. Incluso nos quita las monedas y nos da mercancías baratas y dice que a mesquakie y a sauk se les paga una anualidad. Muchos de los nuestros dejan mercancías sin valor que se pudran en tierra. Les aconsejamos que digan claramente que sólo aceptarán dinero, y que vengan aquí a comprar más tierras.
—¿Tenéis problemas con los vecinos blancos? —preguntó Chamán.
—Ningún problema —respondió Perro Pequeño, y escuchó lo que decía Tortuga Mordedora—. El dice que no somos una amenaza. Cada vez que nuestra gente va a hacer negocios, hombres blancos ponen monedas en la corteza de árboles y dicen a nuestros hombres que se pueden quedar con monedas si les dan con la flecha. Algunos de los nuestros dicen que eso es un insulto, pero Tortuga Mordedora lo permite. —Tortuga Mordedora dijo algo, y Perro Pequeño sonrió—: Dice que nos mantiene entrenados con el arco.
Lucecita regresó con un hombre vestido con camisa blanca de algodón deshilachada, pantalones de lana color pardo, manchados, y pañuelo rojo atado a la altura de la frente. Dijo que era Nepepaqua, Sonámbulo, hechicero sauk. Sonámbulo no era de los que pierden el tiempo.
—Ella dice que eres médico.
—Sí.
—Bien. ¿Vendrás conmigo?
Chamán asintió. Chamán y Rachel dejaron a Charles Keyser bebiendo café con Tortuga Mordedora. Sólo se detuvieron a coger el maletín. Luego siguieron al hechicero.
Mientras atravesaban el poblado, Chamán buscó imágenes conocidas que coincidieran con sus recuerdos. No vio tipis, pero al otro lado de las cabañas había algunos hedonoso-tes. En su gran mayoría, la gente iba vestida con ropas raídas de blancos. Los mocasines eran como él los recordaba, aunque muchos indios llevaban botas de trabajo, o calzado del ejército.
Sonámbulo los llevó a una cabaña al otro lado del poblado. En su interior, una joven delgada se retorcía de dolor, acostada y con las manos apoyadas en su enorme vientre.
Tenía los ojos vidriosos y parecía haber perdido el juicio. No respondió a las preguntas de Chamán. Su pulso era rápido y fuerte. Él sintió temor, pero cuando cogió las manos de la joven entre las suyas notó que tenía más vitalidad de la que había imaginado.
Sonámbulo le indicó que se llamaba Watwaweiska, Ardilla Trepadora. Era la esposa de su hermano. El momento de su primer parto había llegado el día anterior por la mañana. Ya había elegido un sitio blando y seco en el bosque, y allí había ido. Sintió los dolores agudos y se puso en cuclillas, como le había enseñado su madre. Después de romper aguas, sus piernas y su vestido quedaron mojados, pero no ocurrió nada más. El dolor no cesaba, y el niño no llegaba. Al caer la noche, otras mujeres habían ido a buscarla, la habían encontrado y trasladado a la cabaña.
Sonámbulo no había podido ayudarla.
Chamán rompió el vestido empapado en sudor y estudió el cuerpo de la india. Era muy joven. Sus pechos, aunque llenos de leche, eran pequeños, y su pelvis estrecha. Sus partes pudendas estaban dilatadas, pero no se veía la pequeña cabeza. Presionó suavemente la superficie del vientre con los dedos. Luego cogió el estetoscopio y le pasó los auriculares a Rachel. Apoyó el otro extremo en distintos puntos del vientre de Ardilla Trepadora, y las conclusiones a las que había llegado con la ayuda de las manos y los ojos quedaron confirmadas por los sonidos que Rachel le describió.
—El niño se presenta mal.
Chamán salió y pidió agua limpia, y Sonámbulo lo llevó a un arroyo, al otro lado del bosque. El hechicero miró con curiosidad a Chamán, que se enjabonaba con jabón tosco y se restregaba las manos y los brazos.
—Es parte de la medicina —explicó, y Sonámbulo aceptó el jabón y lo imitó.
Cuando regresaron a la cabaña, Chamán cogió su frasco de grasa limpia y se lubricó las manos. Introdujo un dedo en el canal y luego otro, como si intentara tocar un puño. Avanzó poco a poco en dirección ascendente. Al principio no sintió nada, pero enseguida la joven tuvo un espasmo y el puño apretado se abrió ligeramente. Un minúsculo pie le tocó los dedos y alrededor del mismo notó el cordón enrollado. El cordón umbilical era duro, pero estaba estirado, y Chamán no se atrevió a liberar el pie hasta que el espasmo hubiera pasado. Luego, trabajando cuidadosamente con dos dedos, desenredó el cordón y tiró del pie hacia abajo.
El otro pie estaba más alto, apuntalado contra la pared del canal.
Con el siguiente espasmo logró alcanzarlo y tirar de él hacia abajo, hasta que dos minúsculos pies rojos se desprendieron de la joven madre. Los pies pronto fueron piernas, y enseguida vieron que era un varón. Apareció el vientre del pequeño, arrastrando el cordón. Pero el avance se interrumpió cuando los hombros y la cabeza del bebé quedaron atascados en el canal, como un corcho en el cuello de una botella.
Chamán no pudo arrastrar más al pequeño, pero tampoco pudo llegar a un punto lo suficientemente alto para evitar que el cuerpo de la madre apretara la nariz del bebé. Se arrodilló, con la mano aún en el canal, y pensó en una solución, pero sintió que el bebé se asfixiaría.
Sonámbulo también tenía su maletín en un rincón de la cabaña, y de él sacó una enredadera de algo más de un metro. La enredadera terminaba en lo que parecía indudablemente la cabeza chata y espantosa de un crótalo de ojos negros, redondos y brillantes, y colmillos fibrosos.
Sonámbulo manipuló la «serpiente» para que pareciera que reptaba por el cuerpo de Ardilla Trepadora hasta que la cabeza quedó cerca de la cara, zigzagueando. El hechicero entonó algunas palabras en su lengua, pero Chamán no intentó leer el movimiento de sus labios. Estaba observando a Ardilla Trepadora.
Vio que la joven clavaba los ojos en la serpiente y los abría desmesuradamente. El hechicero hizo que la serpiente girara y reptara por su cuerpo hasta quedar encima del punto en que se encontraba el niño.
Chamán sintió un estremecimiento en el canal.
Vio que Rachel abría la boca para protestar, pero con la mirada le advirtió que no lo hiciera.
Los colmillos tocaron el vientre de Ardilla Trepadora. De repente Chamán sintió que se producía una dilatación. La joven dio un tremendo empujón y el niño bajó con tanta facilidad que no resultó difícil tirar de él; tenía los labios y las mejillas azules, pero enseguida empezaron a tornarse rojos. Con un dedo tembloroso, Chamán le quitó la mucosidad de la boca. El diminuto rostro se retorció de indignación, y la boca se abrió. Chamán notó que el abdomen del pequeño se contraía para introducir el aire, y supo que los demás estaban oyendo un chillido agudo. Tal vez en re bemol, porque el vientre le vibraba de la misma forma que el piano de Lillian cuando Rachel tocaba la quinta tecla negra del extremo.
El y el hechicero regresaron al arroyo para lavarse. Sonámbulo parecía dichoso. Chamán estaba muy pensativo. Antes de abandonar la cabaña, había vuelto a mirar la enredadera para asegurarse de que sólo era una enredadera.
—¿La chica creyó que la serpiente devoraría a su bebé, y lo soltó para salvarlo?
—Mi canción decía que la serpiente era manitú malo. Manitú bueno la ayudó.
Se dio cuenta de que la lección decía que la ciencia puede ayudar a la medicina hasta ese punto. Luego recibe una tremenda ayuda si existe una fe o una creencia en alguna otra cosa. Era una ventaja que el hechicero tenía sobre el médico, porque Sonámbulo era sacerdote y al mismo tiempo médico.
—¿Eres Chamán?
—No. —Sonámbulo lo miró fijamente—. ¿Conoces las Tiendas de la Sabiduría?
—Makwa nos hablaba de las siete tiendas.
—Si, siete. Para algunas cosas, estoy en la cuarta tienda. Para otras muchas cosas, estoy en la primera tienda.
—¿Algún día te convertirás en Chamán?
—¿Quién va a enseñarme? Wabokieshiek está muerto. Makwa-ikwa está muerta. Las tribus están dispersas, ya no existe el Mide u Jiwin.
Cuando yo era joven y sabía que quería ser un guardián de los espíritus, oí hablar de un viejo sauk, casi un Chamán, que vivía en Missouri. Lo encontré y pasé dos años a su lado. Pero murió de viruela febril. Ahora busco a los ancianos, para aprender de ellos, pero quedan muy pocos y casi ninguno sabe nada. A nuestros niños les enseñan inglés en las reservas, y las Siete Tiendas de la Sabiduría desaparecen.
Chamán se dio cuenta de que Sonámbulo estaba diciendo que él no tenía facultades de medicina a las que enviar cartas solicitando el ingreso. Los sauk y los mesquakie eran los últimos vestigios, y les habían robado su religión, su medicina y su pasado.
Tuvo la breve y espantosa visión de una horda de seres de piel verde que caía sobre la raza blanca que poblaba la tierra, dejando sólo unos pocos supervivientes perseguidos a los que sólo les quedaban rumores de una civilización anterior, y los débiles ecos de Hipócrates, Galeno, Avicena, Jehov, Apolo y Jesús.
Fue como si el pueblo entero se hubiera enterado casi al instante del nacimiento del niño. No eran personas expresivas, pero Chamán vio sus miradas de aprobación mientras caminaba entre ellos. Charles Keyser se le acercó y le confió que el caso de esa joven era similar al parto que había matado a su esposa el año anterior.
—El médico no llegó a tiempo. La única mujer que había allí era mi madre, y ella no sabía más de lo que sabía yo.
—No debe culparse. A veces simplemente no se puede salvar a alguien. ¿El bebé también murió?
Keyser asintió.
—¿Tiene más hijos?
—Dos niñas y un varón.
Chamán supuso que una de las razones por las que Keyser había viajado a Tama era para buscar esposa. Al parecer, las indias de Tama lo conocían y lo apreciaban. En diversas ocasiones, varias personas que pasaron a su lado lo saludaron llamándolo Charlie Granjero.
—¿Por qué le llaman así? ¿Acaso ellos no son también granjeros?
Keyser sonrió.
—No como yo. Mi padre me dejó cuarenta acres de la tierra de Iowa más negra que jamás pueda imaginar. Yo cultivo dieciocho acres y planto sobre todo trigo otoñal.
Cuando vine aquí por primera vez intenté mostrarle a esta gente cómo se debe sembrar. Me llevó algún tiempo comprender que ellos no quieren granjeros blancos. Los hombres que les vendieron esta tierra debieron de pensar que los estaban engañando, porque es una tierra pobre. Pero ellos amontonan maleza, hojarasca y basura en los huertos y dejan que todo eso se pudra, a veces durante años. Luego plantan las semillas, utilizando palos en lugar de arados. Los huertos les proporcionan montones de comida. Además en estas tierras hay mucha caza menor, y en el río Iowa abunda la pesca.
—Realmente hacen la vida de los viejos tiempos que vinieron a buscar —comentó Chamán.
Keyser asintió.
—Sonámbulo dice que le ha pedido que atienda a algunos otros enfermos. Me encantaría ayudarle, doctor Cole.
Chamán ya contaba con la ayuda de Rachel y de Sonámbulo. Pero pensó que aunque Keyser parecía un habitante más de Tama, no se sentía absolutamente cómodo y tal vez necesitaba la compañía de otras personas ajenas a la tribu. Le dijo al granjero que le agradecía su ayuda.
Los cuatro formaban una pequeña y extraña caravana mientras iban de una cabaña a otra, pero pronto fue evidente que se complementaban.
El hechicero hacía que la gente los aceptara, y entonaba sus oraciones.
Rachel llevaba una bolsa de golosinas y era especialmente hábil para ganarse la confianza de los niños; y las manos enormes de Charlie Keyser tenían la fuerza y la amabilidad que le permitían mantener a alguien sin moverse cuando era necesario.
Chamán arrancó una serie de dientes picados y se sintió complacido al ver a los pacientes que, aunque escupían sangre, sonreían porque la fuente de su sufrimiento había desaparecido de pronto.
Abrió furúnculos, quitó un dedo gordo de un pie infectado y Rachel estuvo ocupada escuchando con el estetoscopio el pecho de los que tenían tos. A algunos les administraba jarabe, pero otros tenían tuberculosis y se vio obligado a decirle a Sonámbulo que no se podía hacer nada por ellos. También vio media docena de hombres y varias mujeres que estaban aletargados por el alcohol, y Sonámbulo le informó que había otros que estarían borrachos si pudieran conseguir whisky.
Chamán era consciente de que habían muerto más indios a causa de las enfermedades de los blancos que de las balas. Sobre todo la viruela había devastado las tribus del bosque y la planicie, y él había llevado consigo una pequeña caja de madera que contenía algunas vacunas.
Sonámbulo se mostró muy interesado cuando Chamán le dijo que tenía una medicina para prevenir la viruela. Pero le resultó muy difícil explicar en qué consistía. Les rasparía el brazo e insertaría diminutas partículas del virus en la herida. Se desarrollaría una ampolla roja que produciría picor, y que alcanzaría el tamaño de un guisante pequeño.
Se convertiría en una llaga gris con forma de ombligo, rodeada por una amplía zona roja, dura y caliente. Después de la inoculación, la mayor parte de la gente pasaría aproximadamente tres días enferma con el virus de la vacuna, una enfermedad mucho más suave y benigna que la viruela, pero que proporcionaría inmunidad contra la mortal enfermedad. Aquellos que se sometieran a la inoculación probablemente tendrían dolores de cabeza y fiebre. Después de la breve enfermedad, la llaga se volvería más grande y más oscura a medida que se secaba.
Luego se desprendería la costra, aproximadamente el vigesimoprimer día, dejando una cicatriz rosada y llena de hoyitos.
Chamán le dijo a Sonámbulo que le explicara esto a la gente, y que ellos decidieran si querían recibir el tratamiento. El hechicero volvió pocos minutos después. Todos querían que los protegieran de la viruela, dijo, de modo que emprendieron la tarea de inocular a toda la comunidad.
A Sonámbulo le correspondió la tarea de hacer que la gente formara una fila delante del médico blanco, y de asegurarse que sabían lo que les haría. Rachel se sentó en el tocón de un árbol y con dos escalpelos raspaba partículas muy pequeñas de la vacuna que había en la caja de madera. Cada vez que aparecía un nuevo paciente, Charlie Keyser le cogía el brazo izquierdo y lo levantaba, dejando al descubierto la parte interna del brazo, la zona que probablemente sufriría menos golpes y roces accidentales. Chamán utilizó un escalpelo puntiagudo para hacer algunos cortes superficiales en el brazo, y luego colocaba una pequeña cantidad de virus en cada corte.
No era complicado, pero debía hacerse con mucho cuidado, y la fila avanzaba con lentitud. Cuando por fin el sol empezó a ponerse, Chamán interrumpió la tarea. Aún había que vacunar a la cuarta parte de la población de Tama, pero él les dijo que el consultorio del médico estaba cerrado, y que volvieran por la mañana.
Sonámbulo tenía el instinto de un predicador baptista próspero, y esa noche convocó a todo el pueblo a una reunión para agasajar a los visitantes. En un claro se preparó y encendió una fogata, y la gente se sentó en el suelo, a su alrededor.
Chamán se sentó a la derecha de Sonámbulo. Perro Pequeño se situó entre Chamán y Rachel, para poder traducirles lo que se decía. Chamán vio que Charlie estaba sentado junto a una mujer delgada y sonriente, y Perro Pequeño le dijo que era una viuda que tenía dos niños pequeños.
Sonámbulo le pidió al doctor Cole que les hablara de Makwa-ikwa, la mujer que había sido la Chamán de la tribu.
Chamán imaginaba que sin duda todos los reunidos sabían más que él acerca de la matanza que había tenido lugar en Bad Ax. Lo que había sucedido donde el río Bad Ax se une al Mississippi les habría sido relatado miles de veces junto al fuego. Pero él les dijo que entre los que habían sido asesinados por los Cuchillos Largos se encontraba un hombre llamado Búfalo Verde —cuyo nombre Sonámbulo tradujo como Ashti bugwa-gupichee— y una mujer llamada Unión de Ríos, o Matapya. Les contó que Dos Cielos, la hija de diez años que ambos tenían, había llevado a su pequeño hermano más allá del fuego de los rifles y cañones del ejército de Estados Unidos, nadando por el Masesibowi mientras sostenía la suave piel del cuello del niño entre sus dientes para evitar que se ahogara.
Chamán les contó cómo la niña llamada Dos Cielos había encontrado a su hermana Mujer Alta, y cómo las tres criaturas se habían escondido entre la maleza como liebres hasta que los soldados los habían descubierto. Y cómo un soldado había cogido al pequeño sangrante y nunca más habían vuelto a verlo.
Y les contó que las dos niñas sauk fueron trasladadas a una escuela cristiana de Wisconsin, y que el misionero había dejado embarazada a Mujer Alta, a la que habían visto por última vez en 1832, cuando se la llevaron para convertirla en criada de una granja de blancos, más allá de Fort Crawford. Y que la niña llamada Dos Cielos había escapado de la escuela y había logrado llegar a Prophetstown, donde un Chamán llamado Nube Blanca, Wabokieshiek, la había acogido en su tienda y la había guiado por las Siete Tiendas de la Sabiduría, y le había dado un nombre nuevo: Makwa-ikwa, la Mujer Oso.
Y que Makwa-ikwa había sido la Chamán de su pueblo hasta que fue violada y brutalmente asesinada por tres hombres blancos en Illinois, en 1851.
Todos escuchaban con expresión grave, pero nadie lloró. Ya estaban acostumbrados a los relatos de horror sobre aquellos a los que amaban.
Se pasaron de mano en mano un tambor de agua hasta que llegó a donde se encontraba Sonámbulo. No era el tambor de agua de Makwa-ikwa, que había desaparecido cuando los sauk se marcharon de Illinois, pero Chamán vio que era similar. Junto con el tambor habían pasado un palo, y Sonámbulo se arrodilló delante del tambor y empezó a tocarlo en ráfagas de cuatro golpes rítmicos, y a cantar:
Ne-nye-ma-uía-wa,
ne-nye-ma-wa-wa,
ne-nye-ína-wa-uía
,ke-ta-ko-ko, na-na.
Lo golpeo cuatro veces,
lo golpeo cuatro veces,
lo golpeo cuatro veces,
golpeo nuestro tambor cuatro veces.
Chamán miró a su alrededor y vio que la gente cantaba con el hechicero, y que muchos de ellos sostenían calabazas entre las manos y las agitaban al ritmo de la música, como había hecho él con la caja de puros lleno de canicas durante las clases de música de la escuela.
Ke-te-ína-ga-yo-se ye-ya-ya-ni,
Ke-te-ína-ga-yo-se ye-ya-ya-ni,
Me-to-se-ne-ni-o Iye-ya-ya-ni,
Ke-te-ína-ga-yo-se ye-ya-ya-ni.
Bendícenos cuando vienes,
bendícenos cuando vienes,
el pueblo, cuando vienes,
bendícenos cuando vienes.
Chamán se inclinó y colocó la mano en el tambor de agua, justo debajo del parche. Cuando Sonámbulo lo golpeó, fue como sujetar un trueno entre sus manos. Miró los labios de Sonámbulo, y vio con placer que era una de las canciones de Makwa que él conocía, y cantó con ellos.
… Wi-a-ya-ni,
ni-na ne-gi-se ke-lvi-to-se-tne-ne ni-na.
… Vayas donde vayas,
camino a tu lado, hijo mío.
Alguien se acercó con un leño y lo arrojó al fuego, produciendo una columna de chispas amarillas que se elevaron formando un remolino en el cielo oscuro. El fulgor del fuego mezclado con el calor de la noche lo hizo sentirse mareado y débil, preparado para ver visiones. Miró a su esposa, preocupado por ella, y se dio cuenta de que la madre de Rachel se habría puesto furiosa al verla: llevaba la cabeza descubierta, el pelo desordenado y enredado, el rostro brillante de sudor y los ojos resplandecientes de alegría. A él nunca le había parecido más mujer, más humana y más deseable. Ella vio que la miraba y sonrió mientras se inclinaba por delante de Perro Pequeño para hablarle. Alguien que tuviera el oído sano se habría perdido sus palabras a causa del ruido del tambor y los cánticos, pero Chamán no tuvo problemas para leer el movimiento de sus labios.
—¡Es tan bueno como ver un búfalo! —exclamó.
A la mañana siguiente, Chamán se levantó temprano sin despertar a su esposa y se bañó en el río Iowa mientras las golondrinas bajaban en picado para alimentarse, y los minúsculos peces de cuerpo dorado corrían entre sus pies.
Hacía poco que había salido el sol. En el poblado, los niños ya se llamaban y se silbaban, y mientras pasaba junto a las casas vio algunos hombres y mujeres descalzos que aprovechaban la fresca para cultivar el huerto. En el extremo del poblado se encontró con Sonámbulo y ambos se detuvieron a conversar como dos terratenientes que se encuentran durante un paseo matinal.
Sonámbulo le hizo preguntas sobre el entierro y la tumba de Makwa.
A Chamán no le resultó cómodo responder.
—Cuando ella murió, yo sólo era un niño. No es mucho lo que recuerdo —puntualizó.
Pero gracias a la lectura del diario de su padre, pudo comunicarle que la tumba de Makwa había sido cavada por la mañana, y que ella había sido enterrada por la tarde, con su mejor manta. Sus pies habían sido colocados en dirección oeste. Y con ella se había enterrado el rabo de una hembra de búfalo.
Sonámbulo asintió con gesto aprobador.
—¿Qué hay a diez pasos al noroeste de su tumba?
Chamán quedó perplejo.
—No sé, no lo recuerdo.
El hechicero lo miró atentamente. Le explicó que el anciano de Missouri, el que casi había sido un Chamán, lo había instruido sobre la muerte de los chamanes. Le había enseñado que fuera cual fuese el sitio en el que es enterrado un Chamán, cuatro watawinonas, los diablillos de la perversidad, se instalan a diez pasos al noroeste de la tumba.
Los watawinonas se turnan para estar despiertos: mientras tres diablillos duermen, el cuarto se queda despierto. No pueden hacer daño al chamán, le explicó Sonámbulo, pero mientras se les permite seguir allí, el Chamán no puede usar sus poderes para ayudar a los seres vivos que le piden ayuda.
Chamán reprimió un suspiro. Tal vez, si él hubiera crecido creyendo esas cosas, se habría sentido más tolerante. Pero durante la noche se había quedado despierto preguntándose qué estaría ocurriendo con sus pacientes. Y ahora quería concluir su trabajo allí y regresar a casa, con el tiempo suficiente para poder hacer noche en el entrante del río en el que habían acampado en el camino de ida.
—Para ahuyentar a los watawinonas —declaró Sonámbulo— tienes que encontrar el sitio en el que duermen y quemarlo.
—Si. Lo haré —dijo Chamán descaradamente, y Sonámbulo pareció aliviado.
Perro Pequeño se acercó y le preguntó si podía ocupar el sitio de Charlie Granjero cuando se reanudara la vacunación. Dijo que Keyser se había marchado de Tama la noche anterior, poco después de que se hubiera extinguido el fuego.
A Chamán le decepcionó que Keyser no se hubiera despedido, pero asintió y le dijo a Perro Pequeño que le encantaría contar con su ayuda.
Empezaron temprano a poner las vacunas que faltaban. Trabajaron un poco más rápidamente que el día anterior, porque Chamán había adquirido mucha práctica. Cuando estaban a punto de terminar, un par de caballos bayos entraron en el claro del poblado arrastrando un carro. Keyser llevaba las riendas, y en la parte de atrás del carro viajaban tres niños que observaban a los sauk y los mesquakie con gran interés.
—Si pudiera vacunarlos también a ellos se lo agradecería mucho —dijo Charlie, y Chamán le respondió que sería un placer.
Cuando toda la gente del pueblo y los tres niños estuvieron vacunados, Charlie ayudó a Chamán y a Rachel a recoger sus cosas.
—Algún día me gustaría llevar a mis hijos a ver la tumba de la chamán —dijo, y Chamán le respondió que los recibiría con sumo gusto.
Llevó muy poco tiempo cargar a Ulises. Recibieron un regalo del esposo de Ardilla Trepadora, Shemago —Lanza—, que apareció con tres enormes garrafas de las de whisky llenas de jarabe de arce, que les encantó. Las garrafas iban atadas con el mismo tipo de enredadera con la que Sonámbulo había hecho la serpiente. Cuando Chamán las ató al resto de las cosas que llevaba Ulises, parecía que Rachel y él iban camino de una grandiosa celebración.
Se despidió de Sonámbulo con un apretón de manos y le dijo que regresaría la primavera siguiente. Luego se despidieron de Charlie, de Tortuga Mordedora y de Perro Pequeño.
—Ahora eres Cawso wabeskiou —dijo Perro Pequeño.
Cawso wabeskiou, el Chamán blanco. Chamán se sintió complacido, porque sabía que Perro Pequeño no sólo estaba usando su apodo.
Muchos los saludaron con la mano, y lo mismo hicieron Rachel y Chamán mientras bajaban por el camino, bordeando el río hasta salir de Tama.