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La construcción

A finales de abril ya no quedaba nieve, ni siquiera en los rincones secretos en los que el bosque proyectaba sombras profundas. Las puntas de los melocotoneros habían quedado quemadas por la escarcha, pero una nueva vida luchaba debajo del tejido ennegrecido y empujaba los brotes verdes hasta hacerlos florecer. El 13 de mayo, cuando en la granja de los Cole se celebró la ceremonia del inicio formal de la construcción, el tiempo era cálido. Poco después del mediodía, el reverendísimo James Duggan, obispo de la diócesis de Chicago, bajó del tren en Rock Island, acompañado por tres monseñores.

Fueron recibidos por la madre Miriam Ferocia, y dos carruajes de alquiler condujeron al grupo hasta la granja, donde la gente esperaba reunida. Entre el público se encontraba la mayor parte de los médicos de la zona, las monjas enfermeras del convento y su sacerdote confesor, los padres de la ciudad, una serie de políticos entre los que se contaban Nick Holden y el miembro del Congreso John Kurland, y unos cuantos ciudadanos. La madre Miriam habló con voz firme cuando les dio la bienvenida, pero su acento sonó más marcado de lo habitual, cosa que le ocurría siempre que se ponía nerviosa. Presentó a los prelados y le pidió al obispo Duggan que pronunciara la invocación.

Luego les presentó a Chamán, que los llevó en un recorrido por la propiedad. El obispo, un hombre corpulento de rostro coloradote enmarcado por una abundante cabellera canosa, quedó claramente satisfecho con lo que vio. Cuando llegaron al solar en el que se construiría el hospital, John Kurland pronunció unas breves palabras, describiendo lo que el hospital significaría para sus electores. La madre Miriam le entregó una pala al obispo, que excavó un trozo de tierra como si hubiera hecho ese trabajo toda su vida. Luego cogió la pala la priora, y a continuación Chamán, seguido por los políticos, y por fin varias personas más que estarían encantadas de contar a sus hijos que habían comenzado personalmente la construcción del Hospital de San Francisco.

Después de la ceremonia inaugural se celebró una recepción en el convento. Hubo otras visitas: al huerto, a los campos en los que pastaban los corderos y las cabras, al granero, y finalmente al edificio del convento.

Miriam Ferocia había actuado con cautela, porque deseaba honrar a su obispo con una digna hospitalidad, pero era consciente de que no debía darle la impresión de que era una despilfarradora. Se las había arreglado admirablemente bien, utilizando los productos del convento para preparar pequeñas pastas de queso que se sirvieron calientes en bandejas para acompañar el té o el café. Todo parecía funcionar perfectamente bien, aunque a Chamán le pareció que Miriam Ferocia estaba cada vez más inquieta. Vio que observaba pensativamente a Nick Holden, que estaba sentado en la silla tapizada, junto a la mesa de la priora.

Cuando Holden se puso de pie y se apartó, ella pareció ponerse a la expectativa, y no le quitaba los ojos de encima al obispo Duggan.

Chamán ya había conversado con el obispo en la granja. Ahora se acercó a él y, cuando surgió la oportunidad, le dijo:

—Excelencia, ¿ve una silla enorme tapizada, con brazos de madera tallada, que hay a mis espaldas?

El obispo pareció desconcertado.

—Si, si que la veo.

—Excelencia, cuando las monjas vinieron aquí trajeron esa silla en un carro por toda la pradera. La llaman la silla del obispo. Su sueño ha sido siempre que el obispo viniera de visita y tuviera una silla tan magnífica como esa en la que descansar.

El obispo Duggan asintió con expresión seria, pero le brillaban los ojos.

—Doctor Cole, creo que usted va a llegar lejos —dijo.

Era un hombre circunspecto. Primero se acercó al miembro del Congreso y habló del futuro de los capellanes del ejército, ahora que la guerra había terminado. Y a los pocos minutos se acercó a Miriam Ferocia.

—Venga, madre —le dijo—. Hablemos un poco.

Colocó una silla de respaldo recto cerca de la silla tapizada, en la que se sentó él dando un suspiro de placer.

Pronto estuvieron enzarzados en una conversación sobre los asuntos del convento. La madre Miriam Ferocia estaba erguida en la silla de respaldo recto, fascinada al ver el espléndido aspecto del obispo en la silla, con un aspecto casi regio, con las manos cómodamente apoyadas en los extremos de los brazos tallados. La hermana Mary Peter Celestine que estaba sirviendo pastas, vio el rostro radiante de la priora. Le echó una mirada a la hermana Mary Benedicta, que estaba sirviendo café, y ambas sonrieron.

La mañana posterior a la recepción en el convento, el sheriff y un ayudante llegaron en un carretón a la granja de los Cole, con el cuerpo de una mujer regordeta, de mediana edad, de pelo castaño, largo y sucio. El sheriff no sabía quién era. La habían descubierto muerta en la parte de atrás de un furgón de mercancías que transportaba un pedido de azúcar y harina empaquetada para la tienda de Haskins.

—Nos imaginamos que se deslizó en la parte trasera del furgón en Rock Island, pero allí nadie sabe de dónde salió, ni tiene idea de quién es —dijo el sheriff.

La llevaron hasta el cobertizo y la colocaron sobre la mesa; luego se marcharon.

—Lección de anatomía —le dijo Chamán a Alex.

La desvistieron. La mujer no estaba muy limpia, y Alex observó a Chamán quitar liendres y trozos de paja del pelo con un peine. Chamán utilizó el escalpelo que le había hecho Alden, e hizo la incisión que abría el pecho. Introdujo el escoplo y le retiró el esternón, al tiempo que le explicaba a Alex qué era cada cosa que hacía y por qué. Cuando levantó la vista se dio cuenta de que su hermano estaba pálido.

—No importa lo estropeado que se encuentre un cuerpo: es un milagro ante el cual hay que maravillarse y al que tratar bien. Cuando una persona muere, el alma o el espíritu, lo que los griegos llaman anemos, abandona el cuerpo. Los hombres siempre han discutido acerca de si el alma también muere o queda en otra parte. —Sonrió al recordar a su padre y a Barney pronunciando el mismo mensaje, complacido de ser él quien ahora transmitía el legado—. Cuando papá estudiaba medicina, tenía un profesor que decía que el espíritu abandona el cuerpo del mismo modo que alguien abandona la casa donde ha vivido. Papá decía que debemos tratar el cuerpo con gran dignidad, por respeto a la persona que solía vivir en esa casa.

Alex asintió. Chamán vio que su hermano se había inclinado sobre la mesa con auténtico interés, y que sus mejillas habían recuperado el color mientras lo observaba trabajar.

Jay se había ofrecido voluntariamente a enseñar química y farmacología a Alex. Esa tarde se sentaron en el porche de casa de los Cole y repasaron los elementos mientras Chamán leía un periódico y dormitaba de vez en cuando. La llegada de Nick Holden los obligó a dejar los libros de lado, y Chamán abandonó la esperanza de hacer la siesta. Observó que Alex saludaba a Nick con cortesía pero sin afecto.

Nick había ido a despedirse. Seguía siendo delegado de Asuntos Indios, y regresaba a Washington.

—¿Entonces el presidente Johnson le ha pedido que se quede? —le preguntó Chamán.

—Sólo durante un tiempo. No cabe duda de que pondrá a su gente en el gobierno —dijo Nick haciendo una mueca. Les comunicó que todo Washington estaba inquieto porque circulaba el rumor de una relación entre el ex vicepresidente y el asesino del presidente Lincoln—. Dicen que se descubrió en poder de Johnson una nota que llevaba la firma de John Wilkes Booth. Y que la tarde del asesinato, Booth llamó al hotel en que se alojaba Johnson y preguntó por él en la recepción, y que le dijeron que Johnson no estaba allí.

Chamán se preguntó si en Washington se asesinaban las reputaciones igual que asesinaban a los presidentes.

—¿Se le ha preguntado a Johnson por esos rumores?

—Él prefiere pasarlos por alto. Simplemente actúa como un presidente y habla de pagar el déficit causado por la guerra.

—El mayor déficit causado por la guerra no se puede pagar —opinó Jay—. Un millón de hombres han resultado muertos o heridos. Y morirán más porque hay focos de confederados que aún no se han rendido.

Todos reflexionaron sobre esas palabras.

—¿Qué le habría ocurrido a este país si no hubiese habido guerra? —preguntó Alex de repente—. ¿Qué habría pasado si Lincoln hubiera dejado que el Sur se separara en paz?

—La Confederación habría tenido muy corta vida —intervino Jay—. Los sudistas ponen su fe en su propio Estado y desconfían de un gobierno central. Enseguida habrían surgido disputas. Se habrían dividido en grupos regionales más pequeños, y en su momento estos se habrían separado en Estados independientes. Creo que todos los Estados, uno a uno, humillados y avergonzados habrían vuelto por su cuenta a la Unión.

—La Unión está cambiando —afirmó Chamán—. El Partido Americano tuvo muy poco éxito en las últimas elecciones. Los soldados norteamericanos han visto a sus camaradas irlandeses, alemanes y escandinavos morir en la batalla, y ya no están dispuestos a escuchar a los políticos fanáticos. El Chicago Daily Tribune dice que los Ignorantes están acabados.

—Fantástico —dijo Alex.

—Simplemente eran otro partido —añadió Nick suavemente.

—Un partido político que daba vida a otros grupos más siniestros —intervino Jay—. Pero no hay nada que temer. Tres millones y medio de ex-esclavos se están diseminando, buscando trabajo. Surgirán nuevas sociedades que dirigirán el terror contra ellos, probablemente formadas por los miembros de aquel.

Nick Holden se levantó para marcharse.

—A propósito, Geiger, ¿su querida esposa ha recibido alguna noticia de su célebre primo?

—Delegado, ¿usted cree que si supiera el paradero de Judah Benjamín se lo revelaría a usted? —dijo Jay serenamente.

Holden esbozó una de sus características sonrisas.

Era verdad que le había salvado la vida a Alex, y Chamán le estaba agradecido. Pero la gratitud jamás haría que Nick le gustara. En lo más profundo de su corazón, deseó fervientemente que su hermano hubiese sido engendrado por el joven proscrito que se había llamado Will Mosby. No se le ocurrió siquiera invitar a Holden a la boda.

Chamán y Rachel se casaron el 22 de mayo de 1865 en la sala de la casa de los Geiger, y sólo asistieron las familias de ambos. Sarah había sugerido a su hijo que, ya que su padrastro era pastor, sería un gesto por la unidad familiar el que solicitaran a Lucian que oficiara la ceremonia.

Jay le dijo a su hija que la única forma en que una mujer judía podía casarse era con un rabino. Ni Rachel ni Chamán discutieron, pero fueron casados por el juez Stephen Hume. Hume no podía pasar las páginas o las notas con una sola mano, a menos que tuviera un atril, y Chamán tuvo que pedir prestado el que había en la iglesia, tarea que resultó más fácil porque aún no había sido nombrado el nuevo pastor. Se quedaron de pie delante del juez, con los niños. Joshua apretaba el dedo indice de Chamán con su minúscula mano sudorosa. Rachel, con un traje de boda de brocado azul con un amplio cuello de encaje de color crema, sostenía a Hattie de la mano. Hume era un hombre agradable que les deseó cosas buenas. Cuando los declaró marido y mujer y les dijo «Id en paz», Chamán interpretó sus palabras al pie de la letra. El mundo avanzó más lentamente y él sintió que su alma se elevaba como lo había hecho sólo una vez con anterioridad, cuando por primera vez como médico había recorrido el túnel que se extendía entre la facultad de medicina policlínica de Cincinnati y el hospital del sudoeste de Ohio.

Chamán había pensado que Rachel querría ir a Chicago o a alguna otra ciudad durante el viaje de boda, pero ella le había oído comentar que los sauk y los mesquakie habían regresado a Iowa, y él se sintió encantado cuando le preguntó si podían ir a visitar a los indios.

Necesitaban un animal para llevar las provisiones y la ropa de cama. Paul Williams tenía en su establo un caballo castrado de pelo gris, muy manso, y Chamán se lo alquiló por once días. Tama, la ciudad india, se encontraba a unos ciento sesenta kilómetros de distancia, y calculó que tardarían cuatro días para ir y otros tantos para volver, y que estarían un par de días de visita.

Pocas horas después de casarse emprendieron el viaje, Rachel montada en Trude y Chamán en Boss, y guiando el caballo de carga que según había dicho Williams se llamaba Ulises, «sin ofender al general Grant».

Chamán se habría detenido a pasar el resto del día en Rock Island, pero estaban vestidos para viajar por el campo, no para ir a un hotel, y Rachel quería pasar la noche en la pradera. De modo que cruzaron el río con los caballos en el transbordador, y cabalgaron quince kilómetros más allá de Davenport.

Siguieron un estrecho camino de tierra entre amplias extensiones aradas de tierra negra, pero en los campos cultivados aún quedaban fragmentos de pradera. Llegaron a un sitio cubierto de hierba intacta, con un arroyo, y Rachel se acercó y agitó la mano para atraer la atención de Chamán.

—¿Podemos parar aquí?

—Primero busquemos la casa.

Tuvieron que recorrer otro kilómetro y medio. A medida que se acercaban a la casa, la hierba fue transformándose en campos arados que sin duda serían sembrados de maíz. En el patio del establo, un perro de pelo claro embistió a los caballos y les ladró. El granjero estaba colocando un perno nuevo a la reja del arado, y frunció el ceño con suspicacia cuando Chamán le pidió permiso para acampar junto al arroyo. Pero cuando aquel ofreció pagarle, rechazó la oferta con un movimiento de la mano.

—¿Va a encender una fogata?

—Pensaba hacerlo. Todo está verde.

—Oh, si, no se extendería. El agua del arroyo es potable. Cerca encontrará unos árboles cortados con los que puede hacer leña.

Le dieron las gracias y retrocedieron para buscar un lugar adecuado.

Quitaron las monturas a los caballos y descargaron a Ulises. Chamán hizo cuatro viajes para recoger leña, mientras Rachel instalaba el campamento. Extendió la vieja piel de búfalo que su padre le había comprado hacía muchos años a Perro de Piedra. En los trozos en que faltaba el pelo se veía el cuero de color pardo, pero era lo más adecuado para poner entre ellos y la tierra. Sobre la piel de búfalo extendió dos mantas tejidas con lana de los Cole, porque aún faltaba un mes para la llegada del verano.

Chamán amontonó leña entre algunas rocas y encendió el fuego.

Puso agua del arroyo y café en un cazo y lo calentó. Sentados en las monturas, comieron las sobras frías del banquete de boda: tajadas de cordero añal, patatas asadas, zanahorias escarchadas. De postre tomaron tarta de bodas con whisky glaseado, y luego se sentaron junto al fuego y bebieron café. A medida que caía la noche iban apareciendo las estrellas, y la luna se levantó sobre la llanura.

Un instante después ella dejó la taza y buscó jabón, un trapo y una toalla, y se perdió en la oscuridad.

No sería la primera vez que hacían el amor, y Chamán se preguntó por qué se sentía tan torpe. Se desvistió y fue a otro tramo del arroyo y se lavó a toda prisa; cuando ella regresó, él ya la estaba esperando metido entre las mantas y la piel de búfalo; aún tenían el frío del agua en la piel, pero las mantas estaban calientes. Sabía que ella había escogido este sitio para el fuego con la intención de que la luz no llegara a la cama, pero no le importó. Ahora sólo tenían sus manos, sus labios y su cuerpo. Hicieron el amor por primera vez como marido y mujer, y luego se quedaron tendidos de espaldas, cogidos de la mano.

—Te amo, Rachel Cole —dijo él.

Ambos podían ver todo el cielo como si fuera un cuenco volcado sobre la planicie de la tierra. Las estrellas eran enormes y blancas.

Volvieron a hacer el amor. Esta vez, cuando terminaron, Rachel se levantó y corrió hacia la fogata. Cogió una rama que tenía un extremo encendido y la agitó como si fuera un molinete, hasta que se hizo una llama. Luego regresó y se arrodilló tan cerca que él pudo ver la piel de gallina en el valle formado por sus pechos, y la llama que convertía sus ojos en gemas, y su boca.

—Yo también te amo, Chamán —dijo.

Al día siguiente, a medida que se internaban en Iowa, las granjas se encontraban más separadas. A lo largo de casi un kilómetro, el camino se extendía junto a una pocilga, y el olor era tan denso que casi podían tocarlo; pero pronto volvió a aparecer la hierba y el aire perfumado.

De pronto Rachel se puso tensa en su montura y levantó la mano.

—¿Qué ocurre?

—Un aullido. ¿Puede ser un lobo?

Chamán pensaba que tenía que tratarse de un perro.

—Los granjeros de aquí deben de haber acorralado a los lobos, como han hecho en Illinois. Los lobos han desaparecido, como los bisontes y los indios.

—Tal vez antes de llegar veamos un milagro —arriesgó ella—. Quizás un búfalo, o un gato montés, o el último lobo de Iowa.

Pasaron junto a pequeñas poblaciones. Al mediodía entraron en un almacén y comieron galletas con queso seco y melocotones enlatados.

—Ayer nos enteramos de que los militares arrestaron a Jefferson Davis. Lo tienen en Fort Monroe, en Virginia, encadenado —les informó el tendero. Escupió en el suelo cubierto de serrín—. Espero que cuelguen a ese hijo de puta. Con perdón de la señora.

Rachel asintió. Resultaba difícil ser elegante mientras escurría el resto del zumo de melocotón de la lata.

—¿También capturaron a su secretario de estado, Judah P. Benjamin?

—¿El judío? No, que yo sepa, aún no lo han encontrado.

—Bien —dijo Rachel abiertamente.

Cogieron las latas vacías para usarlas en el camino, y volvieron a montar. El tendero se quedó en el porche, observándolos mientras se alejaban por el camino de tierra.

Esa tarde vadearon el río Cedar con cuidado de no mojarse, pero finalmente quedaron empapados por una inesperada lluvia de primavera. Casi había oscurecido cuando llegaron a una granja y se cobijaron en un granero. Chamán sintió un extraño placer al recordar la descripción de la noche de bodas de sus padres que había leído en el diario de Rob J. Se lanzó bajo la lluvia para pedir permiso al granjero para quedarse. El hombre, que aunque se llamaba Williams no tenía parentesco alguno con el dueño del establo de Holden’s Crossing, accedió inmediatamente. Cuando Chamán regresó, la señora Williams lo siguió de cerca con medio cazo de deliciosa sopa de zanahorias, patatas y cebada, y un pan fresco. Los dejó solos tan pronto que imaginaron que ella se había dado cuenta de que eran recién casados.

A la mañana siguiente el aire estaba despejado y más cálido que el día anterior. A primera hora de la tarde llegaron al río Iowa. Billy Edwards le había indicado a Chamán que si seguían en dirección al noroeste encontrarían a los indios. El río estaba desierto, y un rato después llegaron a un pequeño entrante de agua clara, poco profundo y con fondo de arena. Se detuvieron y ataron los caballos, y Chamán se desvistió rápidamente y chapoteó en el agua.

—¡Venga! —la animó.

Ella no se atrevió. Pero el sol quemaba y parecía que el río jamás hubiera sido pisado por otros seres humanos. Pocos minutos después, Rachel se metió entre los arbustos y se quitó toda la ropa menos la bata suelta de algodón que llevaba debajo del vestido. Protestó porque el agua estaba fría y jugaron juntos como niños. La bata mojada se le pegó al cuerpo, y él enseguida se estiró para abrazarla; pero a ella le dio vergüenza.

—¡Seguro que viene alguien! —exclamó, y salió del agua corriendo.

Se puso el vestido y colgó la bata en una rama para que se secara.

Chamán tenía anzuelos y sedal entre sus cosas, y después de vestirse cogió unos cuantos gusanos de debajo de un tronco y cortó una rama para hacer una caña. Caminó río arriba hasta un remanso, y unos minutos después ya había capturado un par de percas moteadas de más de doscientos gramos cada una.

A mediodía habían comido huevos duros de la abundante provisión preparada por Rachel, pero esa noche comerían las percas, que limpiaron enseguida.

—Será mejor que las cocinemos ahora, para que no se estropeen, y que las envolvamos en un paño para guardarlas —sugirió él, y preparó una fogata.

Mientras se cocinaban las percas, Chamán volvió a acercarse a ella.

Esta vez Rachel perdió todo recato. No le importó que aunque él se hubiera restregado las manos con agua del río y arena, no le hubiera desaparecido el olor a pescado de las manos; no le importó que estuvieran a plena luz del día. Él le levantó las faldas e hicieron el amor vestidos, sobre la hierba caliente y soleada de la orilla del río, mientras el impetuoso torrente sonaba en los oídos de Rachel.

Unos minutos más tarde, mientras ella daba vuelta el pescado para que no se quemara, apareció una chalana en el recodo del río. En ella viajaban tres hombres barbudos y descalzos, vestido únicamente con pantalones raídos. Uno de ellos levantó la mano levemente para saludar, y Chamán respondió.

En cuanto la chalana hubo desaparecido, Rachel corrió hasta la rama de la que colgaba su bata como una enorme bandera blanca que anunciara lo que habían hecho. Cuando él se acercó, ella se volvió y preguntó:

—¿Qué nos ocurre? ¿Qué me ocurre a mi? ¿Quién soy?

—Eres Rachel —respondió él, estrechándola entre sus brazos.

Lo dijo con tal satisfacción que cuando la besó ella estaba sonriendo.