Un viaje a Nauvoo
Al compartir de nuevo la habitación, Chamán y Alex se sentían niños de nuevo. Aún en la cama pero despierto, un amanecer Alex encendió la lámpara y le describió a su hermano los sonidos de la primavera que empezaba a desatarse: la explosión exuberante del canto de los pájaros, la tintineante impaciencia de los arroyos que comenzaban a precipitarse en dirección al mar, el rugido estrepitoso del río, el estallido chirriante de los enormes bloques de hielo que chocaban entre si. Pero Chamán no estaba de humor para contemplar la naturaleza.
En lugar de eso, reflexionó sobre la naturaleza del ser humano. Recordó cosas y añadió la suma de los acontecimientos que de pronto podían relacionarse de forma significativa. Más de una vez se levantó en plena noche de la cama y caminó silenciosamente por la casa para consultar el diario de su padre.
Y atendía a Alden con un cuidado especial y una especie de ternura fascinada, una vigilancia nueva y fría. A veces miraba al anciano como si lo estuviera viendo por primera vez.
Alden seguía sumido en un semisueño inquieto. Pero una noche, cuando Alex le colocó el estetoscopio, abrió los ojos desorbitada mente.
—Oigo un ruido nuevo…, como si cogieras dos mechones de pelo y los frotaras entre los dedos.
Chamán asintió.
—Eso se llama estertor.
—¿Y qué significa?
—Que algo no va bien en sus pulmones.
El 9 de abril, Sarah Cole y Lucian Blackmer se casaron en la Primera Iglesia Baptista de Holden’s Crossing. La ceremonia fue oficiada por el reverendo Gregory Bushman, cuyo púlpito de Davenport ocuparía Lucian. Sarah se puso su mejor vestido gris, que Lillian había alegrado agregándole un cuello y unos puños de encaje blanco que Rachel había terminado de hacer el día anterior.
El señor Bushman habló muy bien, evidentemente encantado de casar a un pastor y hermano en Cristo. Alex le informó a Chamán de que Lucian pronunciaba su promesa solemne en el tono confiado de un pastor, y Sarah pronunciaba la suya en voz suave y trémula. Cuando concluyó la ceremonia y ambos se volvieron, Chamán vio que su madre sonreía debajo del corto velo.
Después del servicio, los feligreses se trasladaron a casa de los Cole.
Casi todos los asistentes a la reunión llegaron con una fuente tapada pero Sarah y Alma Schroeder habían cocinado, y Lillian había horneado diversos platos durante toda la semana. La gente no paraba de comer y Sarah estaba radiante de alegría.
—Hemos agotado todos los jamones y embutidos de la despensa. Esta primavera vais a tener que hacer otra matanza —le dijo a Doug.
—Será un placer, señora Blackmer —respondió Doug en actitud galante, y fue la primera persona que la llamó por ese nombre.
Cuando se fue el último invitado, Sarah cogió la maleta y besó a sus hijos. Lucian la llevó en su calesa hasta la casa parroquial, que abandonarían pocos días después para trasladarse a Davenport.
Un rato más tarde, Alex abrió el armario del vestíbulo y cogió la pierna postiza. Se la ató sin pedir ayuda. Chamán se sentó en su estudio a leer algunas publicaciones médicas. Alex pasaba cada minuto aproximadamente junto a la puerta abierta mientras recorría el pasillo arriba y abajo con paso vacilante. Chamán podía sentir el impacto de la pierna postiza que se elevaba demasiado y luego descendía, e imaginaba el dolor que cada paso le producía a su hermano.
Cuando entró en el dormitorio, Alex ya se había quedado dormido. El calcetín y el zapato aún estaban en la pierna, y esta se encontraba en el suelo, junto al zapato derecho de Alex, como si ese fuera su sitio habitual.
A la mañana siguiente, Alex se puso la pierna postiza para ir a la iglesia, como regalo de bodas para Sarah. Los hermanos nunca asistían a la iglesia, pero su madre les había pedido que ese domingo estuvieran presentes como parte de la ceremonia de la boda, y no le quitó los ojos de encima a su primogénito, que avanzaba por la nave hasta el banco de la primera fila que pertenecía a la familia del pastor. Alex se apoyaba en un bastón de fresno que Rob J. guardaba para prestar a sus pacientes. A veces arrastraba la pierna postiza, otras la levantaba demasiado. Pero no se tambaleó ni se cayó, y avanzó a ritmo regular hasta llegar junto a Sarah.
Ella se sentó entre sus dos hijos y observó a su nuevo esposo, que dirigía a los fieles en las oraciones. Cuando llegó el momento del sermón, el pastor comenzó dando las gracias a aquellos que se habían sumado a la celebración de sus nupcias. Dijo que Dios lo había llevado hasta Holden’s Crossing y que ahora Dios lo conducía a otro sitio y daba las gracias a todos aquellos que habían contribuido a que su ministerio significara tanto para él.
En el momento en que se disponía a mencionar el nombre de algunas personas que lo habían ayudado a realizar la obra del Señor, una serie de sonidos empezaron a entrar por las ventanas entreabiertas de la iglesia. Primero se oyeron unos débiles vítores que enseguida se hicieron más audibles. Una mujer chilló y luego hubo varios gritos roncos.
En la calle alguien lanzó un disparo.
De súbito se abrió la puerta de la iglesia y entró Paul Williams. Echó a correr por la nave central hasta llegar junto al pastor, a quien le susurró algo en tono apremiante.
—Hermanos y hermanas —anunció Lucian. Al parecer tenía problemas para articular las palabras—. En Rock Island se ha recibido un telegrama… Robert E. Lee rindió su ejército al general Grant en el día de ayer.
Un murmullo invadió toda la iglesia. Algunos se pusieron de pie.
Chamán vio que su hermano se echaba hacia atrás en el banco, con los ojos cerrados.
—¿Qué significa, Chamán? —preguntó su madre.
—Significa que por fin todo ha terminado, mamá —le informó Chamán.
Durante los cuatro días siguientes, Chamán tuvo la impresión de que la gente estaba borracha de paz y esperanza. Incluso los enfermos graves sonreían y decían que habían llegado mejores tiempos, y había entusiasmo y risas, y también pesar porque todos conocían a alguien que no había regresado.
Aquel jueves, cuando regresó de hacer su ronda de visitas, encontró a Alex rebosante de optimismo y al mismo tiempo nervioso, porque Alden mostraba unos síntomas que lo desconcertaban. El anciano tenía los ojos abiertos y estaba consciente. Pero Alex comentó que los estertores se percibían con más claridad.
—Y me parece que tiene fiebre.
—¿Tienes hambre, Alden? —le preguntó Alex.
Alden lo miró fijamente pero no respondió. Chamán le había indicado a Alex que incorporara al anciano y le dieron un poco de caldo, pero resultó difícil debido a que el temblor se había acentuado. Llevaban varios días dándole únicamente gachas, porque Chamán temía que aspirara los alimentos en sus pulmones.
En realidad Chamán podía darle pocos medicamentos que le hicieran bien. Colocó trementina en un cubo de agua hirviendo y cubrió el cubo y la cara de Alden con una manta. Alden aspiró el vapor durante un buen rato y acabó tosiendo tanto que Chamán retiró el cubo y no volvió a intentar el tratamiento nunca más.
El agridulce júbilo de aquella semana se convirtió en horror el viernes por la noche, cuando Chamán recorrió la calle Main. Su primera impresión fue que corría la noticia de una horrible catástrofe. La gente se reunía en pequeños grupos y hablaba. Vio que Anna Wiley lloraba reclinada contra una columna del porche de su pensión. Simeon Cowan, el esposo de Dorothy Burnham Cowan, estaba sentado en su carretón con los ojos entrecerrados y los labios apretados entre su dedo indice y su gordo pulgar.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Chamán a Simeon.
Estaba seguro de que la paz había concluido.
—Abraham Lincoln ha muerto. Anoche un fanático le disparó en un teatro de Washington.
Chamán se negó a aceptar semejante noticia, pero desmontó y recibió la confirmación de varias personas. Aunque nadie conocía los detalles, era evidente que la noticia era cierta, y Chamán regresó a casa y se la comunicó a Alex.
—El vicepresidente ocupará su lugar —anticipó Alex.
—Sin duda Andrew Johnson ya ha prestado juramento.
Se quedaron sentados en la sala durante un rato, en silencio.
—¡Pobre país! —dijo Chamán finalmente.
Era como si Estados Unidos fuera un paciente que había luchado arduamente y durante mucho tiempo para sobrevivir a la más terrible de las plagas, y ahora cayera estrepitosamente por un acantilado.
Fueron tiempos de tristeza. Cuando hacia sus visitas domiciliarias, Chamán sólo veía rostros sombríos. Todas las tardes sonaba la campana de la iglesia. Un día Chamán ayudó a Alex a montar y Alex salió a cabalgar; era la primera vez que montaba desde que se produjera su captura. Al regresar le contó a Chamán que el tañido de las campanas llegaba hasta el final de la pradera, y su sonido era triste y solitario. Sentado junto a la cama de Alden después de la medianoche, Chamán levantó la vista de la lectura y vio que el anciano lo miraba fijamente.
—¿Quieres algo, Alden?
El viejo sacudió la cabeza de forma casi imperceptible.
Chamán se inclinó sobre él.
—Alden, ¿recuerdas aquella vez en que mi padre salía del granero y alguien le disparó a la cabeza, y tú fuiste a registrar el bosque y no en contraste a nadie?
Alden no parpadeó.
—Tú disparaste a mi padre con el rifle.
Alden se pasó la lengua por los labios.
—Disparé para no darle…, para asustarlo…
—¿Quieres agua?
En lugar de responder, Alden preguntó:
—¿Cómo llegaste a saberlo?
—Mientras dormías dijiste algo que me ayudó a entender un montón de cosas. Lo mismo que cuando me animaste a que fuera a Chicago para buscar a David Goodnow. Sabías que él estaba absolutamente loco, y que no hablaba. Y que yo no me enteraría de nada.
—¿Qué más sabes?
—Sé que estás metido en todo este asunto. Hasta el cuello.
Otra vez el movimiento casi imperceptible de la cabeza.
—Yo no la maté. Yo…
Alden sufrió un prolongado y terrible ataque de tos, y Chamán le acercó una palangana y lo incorporó para que escupiera una gran cantidad de mucosidad gris, con manchas rosadas. Cuando dejó de toser, estaba pálido y agotado, y cerró los ojos.
—Alden, ¿por qué le dijiste a Korff adónde me dirigía?
—Tú no ibas a detenerte. Dejaste alterados a los de Chicago. Korff me envió a alguien el día después de tu partida. Les dije a dónde ibas. Pensé que hablaría contigo, y que te asustaría. Como me asustó a mí. Estaba agitado. Chamán tenía infinidad de preguntas que hacerle pero sabía lo enfermo que estaba Alden. Se debatió entre la ira y el juramento que había pronunciado. Finalmente se tragó las palabras y contempló a Alden, que tenía los ojos cerrados y de vez en cuando escupía un poco de sangre o se crispaba con el temblor.
Casi media hora más tarde, Alden empezó a hablar por su propia cuenta.
—Yo dirigía el Partido Americano aquí… Esa mañana ayudé a Grueber… en la matanza. Me marché temprano para encontrarme con ellos tres. En el bosque. Cuando llegué, ellos ya… tenían a la mujer. Ella estaba allí tendida. Los oyó hablar conmigo. Empecé a gritar. Dije:
—¿Cómo voy a quedarme aquí ahora? Les dije que ellos se irían, pero que la india me metería en un tremendo apuro. Korff no pronunció una palabra. Sólo cogió el cuchillo, y la mató.
Chamán no pudo preguntarle nada. Sentía que temblaba de ira.
Quiso gritar, como un niño.
—Simplemente me advirtieron que no hablara, y se marcharon. Me fui a casa y metí algunas cosas en una caja. Me imaginaba que tendría que huir…, no sabía adónde. Pero nadie me prestó atención, ni siquiera me hicieron preguntas cuando la encontraron.
—¡Incluso ayudaste a enterrarla, miserable! —rugió Chamán.
No pudo evitarlo. Tal vez fue su tono de voz más que sus palabras lo que Alden captó. El anciano cerró los ojos y empezó a toser. Esta vez la tos no cedía.
Chamán fue a buscar quinina y un poco de infusión, pero cuando intentó dársela a Alden, este se atragantó y desparramó todo el líquido, y quedó tan mojado que hubo que cambiarle la camisa de dormir.
Varias horas más tarde, Chamán se sentó y se puso a recordar al jornalero tal como había sido a lo largo de su vida: el artesano que fabricaba cañas de pescar y patines de cuchillas, el experto que les había enseñado a cazar y a pescar. El borracho irascible.
El mentiroso. El hombre que había sido cómplice de una violación y asesinato.
Se levantó y sostuvo la lámpara sobre la cara de Alden.
—Alden. Escúchame. ¿Qué clase de cuchillo utilizó Korff para apuñalarla? ¿Cuál fue el arma, Alden?
Pero el anciano tenía los ojos cerrados. Alden Kimball no dio muestra de haber oído la voz de Chamán.
Hacia el amanecer, cada vez que tocaba a Alden notaba que tenía mucha fiebre. El anciano estaba inconsciente. Al toser escupía una mucosidad espantosa y cada vez más roja. Chamán cogió la muñeca de Alden con los dedos y notó que el pulso era acelerado: ciento ocho pulsaciones por minuto.
Desvistió a Alden y cuando lo estaba limpiando con una esponja empapada en alcohol levantó la vista y se dio cuenta de que ya era de día.
Alex se había asomado a la puerta.
—¡Dios! Tiene un aspecto espantoso. ¿Siente algún dolor?
—Creo que ya no siente nada.
Le resultó difícil contárselo a Alex —y a este más difícil aún escucharlo—, pero Chamán no omitió ningún detalle.
Alex había trabajado mucho tiempo con Alden, había compartido con él el cruel y duro trabajo de la granja, había recibido sus indicaciones sobre cómo hacer infinidad de tareas sencillas, había buscado en aquel hombre la estabilidad en la época en que sentía que era un bastardo huérfano, y se había rebelado contra la autoridad paterna de Rob J.
Chamán sabía que Alex adoraba al anciano.
—¿Vas a informar a las autoridades? —preguntó Alex, aparentemente sereno.
Sólo su hermano sabía hasta qué punto estaba perturbado.
—No tiene sentido. Tiene neumonía y la enfermedad avanza rápidamente.
—¿Se está muriendo?
Chamán asintió.
—Me alegro por él —concluyó Alex.
Se sentaron a analizar las posibilidades de notificar a sus deudos. Ninguno de los dos conocía el paradero de la esposa y los hijos mormones que el jornalero había abandonado antes de ir a trabajar con Rob J. Cole.
Chamán le pidió a Alex que registrara la cabaña del anciano, y Alex salió. Al regresar, sacudió la cabeza.
—Tres botellas de whisky, dos cañas de pescar, un rifle. Herramientas. Unos arreos que estaba reparando. Ropa sucia. Y esto. —Le extendió a su hermano una hoja de papel—. Una lista de nombres. Creo que deben de ser los miembros del Partido Americano de esta población.
Chamán no la cogió.
—Será mejor que la quemes.
—¿Estás seguro?
Asintió.
—Voy a pasar aquí el resto de mi vida, cuidando a esa gente. Cuando vaya a su casa como médico, no quiero saber cual de ellos pertenece a los Ignorantes —dijo.
Alex comprendió a su hermano y se llevó el papel.
Chamán envió a Billy Edwards al convento con los nombres de varios pacientes a los que había que visitar en su domicilio, pidiéndole a la madre Miriam Ferocia que lo sustituyera en las visitas. Estaba dormido cuando Alden murió, a media mañana. Cuando se despertó, Alex ya había cerrado los ojos al anciano, y lo había lavado y vestido con ropas limpias.
Cuando les comunicaron la noticia a Doug y a Billy, estos se quedaron junto a la cama durante unos minutos, y luego fueron al granero y se pusieron a preparar el ataúd.
—No quiero tenerlo enterrado aquí, en la granja —anunció Chamán.
Alex guardó silencio unos minutos, pero finalmente asintió.
—Podemos llevarlo a Nauvoo. Creo que aún tiene amigos entre los mormones de allí —sugirió.
El ataúd fue trasladado a Rock Island en el carretón, y colocado en la cubierta de una chalana. Los hermanos Cole se sentaron cerca, sobre un embalaje de rejas de arado. Aquel día, mientras un tren empezaba a transportar el cadáver de Abraham Lincoln en un largo viaje hacia el Oeste, el cuerpo del jornalero flotaba sobre una chalana, Mississippi abajo.
En Nauvoo, el ataúd fue descargado en cuanto el barco tocó tierra, y Alex esperó junto a él mientras Chamán entraba en un depósito de mercancías y le explicaba su misión a un empleado llamado Perley Robinson.
—¿Alden Kimball? No lo conozco. Para enterrarlo aquí tendrá que tener permiso de la señora Bidamon. Aguarde un momento. Iré a preguntárselo.
Regresó un instante después.
La viuda del profeta Joseph Smith le había dicho que conocía a Alden Kimball, que era un mormón, antiguo habitante de Nauvoo, y que podía ser enterrado en el cementerio.
El pequeño camposanto estaba en el interior. El río quedaba fuera del alcance de la vista, pero había árboles, y alguien que sabía manejar la guadaña mantenía la hierba cortada. Dos jóvenes robustos cavaron la tumba, y Perley Robinson, que era un anciano, leyó un interminable fragmento del Libro del mormón, mientras las sombras del atardecer se alargaban.
Después Chamán arregló cuentas. Los costes del funeral ascendían a siete dólares, incluidos los cuatro dólares y medio del terreno.
—Por otros veinte dólares me ocuparé de que tenga una bonita lápida —sugirió Robinson.
—De acuerdo —se apresuró a decir Alex.
—¿En que año nació?
Alex sacudió la cabeza.
—No lo sabemos. Que simplemente graben: Alden Kimball, muerto en 1865.
—Le diré lo que haremos. Debajo de eso puedo decirles que graben:
«Santo».
Pero Chamán lo miró y sacudió la cabeza.
—Sólo el nombre y la fecha —indicó.
Perley Robinson dijo que enseguida pasaría un barco. Izó la bandera roja para que el barco se detuviera, y pronto ambos estuvieron instalados en las sillas de la cubierta de babor, contemplando el sol que se hundía en dirección a Iowa, en un cielo ensangrentado.
—¿Qué lo llevaría a unirse a los Ignorantes? —preguntó Chamán finalmente.
Alex dijo que a él no le sorprendía.
—Siempre supo odiar. Estaba amargado por un montón de cosas. A mí me contó muchas veces que su padre había nacido en Norteamérica, que había muerto en Vermont siendo un jornalero y que él también iba a morir siendo jornalero. Solía sentirse molesto cuando veía que los extranjeros eran dueños de granjas.
—¿Quién se lo impidió a él? Papá le habría ayudado a tener su propia casa.
—Era algo que estaba en su interior. Durante todos estos años, nosotros teníamos de él mejor opinión que él mismo —reflexionó Alex—. No me extraña que bebiera. Imagina la carga con la que vivía el pobre cabrón.
Chamán sacudió la cabeza.
—Cuando piense en él, lo recordaré riéndose secretamente de papá. Y diciéndole a un hombre, que él sabía que era un asesino, dónde podía encontrarme.
—Eso no te impidió seguir cuidándolo, incluso después de enterarte de todo —observó Alex.
—Si, bueno —dijo Chamán amargamente—, la verdad es que por segunda vez en mi vida quise matar a alguien.
—Pero no lo hiciste. En lugar de eso, intentaste salvarlo —puntualizó Alex. Miró a Chamán con expresión grave—. En el campo de Elmira yo me ocupaba de los hombres de mi tienda. Cuando estaban enfermos, intentaba pensar en lo que habría hecho papá, y entonces lo hacía por ellos. Me ayudaba a sentirme feliz.
Chamán asintió.
—¿Crees que podría llegar a ser médico?
La pregunta sorprendió a Chamán. Hizo una larga pausa antes de contestar.
—Creo que si, Alex.
—No soy tan buen estudiante como tú.
—Eres más brillante de lo que jamás estuviste dispuesto a admitir. Cuando íbamos a la escuela no te molestabas estudiando. Pero si ahora trabajaras mucho creo que podrías conseguirlo. Podrías hacer tu aprendizaje conmigo.
—Me gustaría trabajar contigo el tiempo que me lleve prepararme en química y en anatomía, y lo que tú consideres necesario. Pero preferiría ir a una facultad de medicina, como hicisteis tú y papá. Me gustaría ir al Este. Tal vez a estudiar con el doctor Holmes, el amigo de papá.
—Lo tenías todo planeado. Llevas mucho tiempo pensando en esto, ¿verdad?
—Si. Y nunca había estado tan asustado —comentó Alex, y ambos sonrieron por primera vez en muchos días.