El color de la pintura
—¡No es su dinero el que gasta! —le dijo el señor Wilson una mañana en tono agrio mientras le entregaba un fajo de fichas de visitas—. Es el dinero que entregan al dispensario los ciudadanos notables. Los fondos de una institución benéfica no son para gastarlos al capricho de un médico que está a nuestro servicio.
—Nunca he gastado el dinero de la institución. Jamás he atendido ni recetado nada a ningún paciente que no estuviera realmente enfermo y absolutamente necesitado de nuestra ayuda. Su sistema no sirve. A veces he estado atendiendo a alguien que tenía un tirón en un músculo mientras otros morían por falta de tratamiento.
—Usted se extralimita, señor. —La mirada y la voz del señor Wilson eran serenas, pero le temblaba la mano con la que sujetaba las fichas—. En el futuro deberá limitar las visitas a los nombres que figuran en las fichas que le asigno cada mañana, ¿entendido?
Rob deseaba desesperadamente decirle al señor Wilson qué era lo que entendía, y lo que podía hacer él con las fichas de las visitas.
Pero teniendo en cuenta las complicaciones de su propia vida, no se atrevió. En lugar de eso se obligó a asentir con la cabeza y a marcharse. Se metió el fajo de fichas en el bolsillo y echó a andar en dirección al distrito.
Esa noche todo cambió. Margaret Holland fue a su habitación y se sentó en el borde de la cama, el sitio que elegía para hacer sus declaraciones.
—Estoy sangrando.
Él se obligó a pensar primero como médico.
—¿Tienes una hemorragia? ¿Pierdes mucha sangre?
—Al principio, un poco más abundante que de costumbre. Después como siempre. Casi he terminado.
—¿Cuándo empezó?
—Hace cuatro días.
—¡Cuatro días! —Se preguntó por qué ella había esperado cuatro días para decírselo. Meg no lo miró. Se quedó totalmente quieta como protegiéndose contra la ira de Rob, y él comprendió que había pasado esos cuatro días luchando consigo misma—. Estuviste a punto de no decírmelo, ¿verdad?
No respondió, pero él entendió. A pesar de ser un desconocido, un protestante no convencido, para ella representaba la oportunidad de huir finalmente de la cárcel de la pobreza. Tras haberse visto obligado a contemplar esa cárcel de cerca, le resultó sorprendente que ella hubiera sido capaz de decirle toda la verdad, de modo que en lugar de rabia por la demora lo que sintió fue admiración y una gratitud abrumadora. Se acercó a ella, la ayudó a ponerse de pie y le besó los ojos enrojecidos. Luego la rodeó con sus brazos y la estrechó, dándole unas suaves palmaditas de vez en cuando, como si estuviera consolando a un niño asustado.
A la mañana siguiente estuvo paseando de un lado a otro, mareado, y de vez en cuando sentía las rodillas débiles por el alivio.
Hombres y mujeres sonreían cuando los saludaba. Era un mundo nuevo, con un sol más radiante y un aire más benévolo que respirar.
Se ocupó de sus pacientes con la atención de siempre, pero entre una visita y otra, su mente era un torbellino. Finalmente, se sentó en un pórtico de madera de la calle Broad y examinó el pasado, el presente y su futuro.
Había escapado por segunda vez a un destino terrible. Creía haber recibido el aviso de que su existencia debía ser empleada con mayor cuidado y respeto.
Pensó en su vida como en una enorme pintura en proceso de creación. Al margen de lo que a él le ocurriera, el cuadro terminado tendría como tema la medicina, pero tenía la impresión de que si se quedaba en Boston, la pintura estaría hecha con diferentes tonalidades de gris.
Amelia Holmes podía arreglarle lo que ella llamaba «un brillante casamiento», pero después de escapar de un matrimonio pobre y sin amor, no sentía deseos de buscar fríamente uno rico y sin amor, ni de prestarse a ser vendido en el mercado del matrimonio de la sociedad de Boston, carne médica a tanto el kilo.
Quería que su vida estuviera pintada con los colores más intensos que pudiera encontrar.
Esa tarde, al concluir su trabajo, fue al Ateneo y volvió a leer los libros que tanto le habían interesado. Mucho antes de concluir la lectura, supo adónde quería ir, y qué quería hacer.
Esa noche, cuando estaba acostado, oyó un conocido y débil golpe en la puerta. Se quedó inmóvil, con la vista fija en la oscuridad. El golpe se oyó por segunda y luego por tercera vez.
Por diversas razones quería ir hasta la puerta y abrirla. Pero se quedó acostado, sin moverse, congelado en un momento tan terrible como los de las pesadillas, y finalmente Margaret Holland se marchó.
Le llevó más de un mes hacer los preparativos y renunciar al dispensario de Boston. En lugar de una fiesta de despedida, una noche espantosamente fría de diciembre, él, Holmes y Harry Loomis hicieron la disección del cuerpo de una esclava negra llamada Della. La mujer había trabajado toda su vida y tenía un cuerpo notablemente musculoso. Harry había demostrado auténtico interés y talento para la anatomía, y reemplazaría a Rob J. como profesor auxiliar de la facultad de medicina. Holmes hablaba mientras ellos cortaban, y les mostró que el extremo en forma de fleco de la trompa de Falopio era «como el fleco del chal de una mujer pobre». Cada órgano y cada músculo le recordaba a alguno de ellos un cuento, un poema, un juego de palabras o un chiste escatológico. Se trataba de un trabajo científico serio; eran meticulosos con respecto a cada detalle, y sin embargo mientras trabajaban todo eran carcajadas y buenos sentimientos. Concluida la disección, fueron a la taberna Essex y bebieron vino caliente con especias hasta la hora del cierre. Rob prometió ponerse en contacto con Holmes y con Harry cuando llegara a su destino definitivo, y consultar sus problemas con ambos si necesitaba hacerlo. Se despidieron con tanta camaradería que Rob se arrepintió de la decisión que había tomado.
Por la mañana caminó hasta la calle Washington y compró unas castañas asadas; las llevó a la casa de la calle Spring en un cucurucho hecho con el Boston Transcript. Entró a hurtadillas en la habitación de Meggy Holland y las dejó debajo de su almohada.
Poco después del mediodía subió a un vagón de ferrocarril que pronto salió de la estación arrastrado por una locomotora de vapor. El revisor que recogió su billete miró de reojo el equipaje, porque Rob J. se había negado a poner su viola de gamba y su baúl en el vagón del equipaje. Además del instrumental quirúrgico y la ropa, el baúl contenía ahora a Viejo Cornudo y media docena de pastillas de jabón basto como las que usaba Holmes. De modo que aunque tenía poco dinero abandonaba Boston mucho más rico que cuando había llegado.
Faltaban cuatro días para Navidad. El tren pasó junto a casas cuyas puertas estaban decoradas con guirnaldas y a través de cuyas ventanas podían verse árboles de Navidad. La ciudad pronto quedó atrás. A pesar de la débil nevada, en menos de tres horas llegaron a Worcester, la estación terminal del Ferrocarril de Boston. Los pasajeros tenían que hacer el trasbordo al Ferrocarril del Oeste, y en el nuevo tren Rob se sentó junto a un hombre corpulento que enseguida le ofreció un trago.
—No, se lo agradezco —respondió, pero aceptó la conversación, para quitar dureza a su negativa.
El hombre era un viajante de comercio que llevaba clavos —de cierre, de remache, de dos cabezas, avellanados, diamantados, en tamaños que iban desde los diminutos como agujas hasta los enormes para barcos— y le enseñó a Rob sus muestras, una buena forma de pasar el rato.
—¡Viajar al oeste! ¡Viajar al oeste! —exclamó el vendedor—. ¿Usted también?
Rob asintió.
—¿Hasta dónde va?
—¡Hasta el límite del Estado! A Pittsfield. ¿Y usted, señor?
Responder le produjo tanta satisfacción, tanto placer, que mostró una amplia sonrisa y tuvo que reprimirse para no gritar y que todos lo oyeran, ya que las palabras tenían su propia música y proyectaban una delicada y romántica luz en todos los rincones del vagón traqueteante.
—A la tierra de los indios —dijo.