La casa de Wellsburg
La casa de la señora Clay era agradable, tan pequeña que enseguida estaba todo visto, y a Chamán muy pronto le resultó familiar, como si hubiera vivido allí muchos años.
Encendió un buen fuego en la cocina económica, y el fogón pronto quedó al rojo vivo; calentó agua en la olla más grande de la señora Clay y llenó la bañera, que colocó cerca del fuego.
Cuando acomodó a Alex dentro del agua como si fuera un bebé, este abrió desmesuradamente los ojos, encantado.
—¿Cuándo fue la última vez que te diste un baño de verdad?
Alex se encogió de hombros. Chamán imaginó que hacia tanto tiempo que no podía recordarlo. No se atrevió a dejar a su hermano mucho rato en la bañera por temor a que pudiera resfriarse si el agua se enfriaba, así que lo lavó con un trapo enjabonado y se lo pasó por el cuerpo. Al frotarle las costillas tuvo la impresión de que estaba restregando una tabla de lavar. Tuvo especial cuidado con la pierna herida.
Cuando sacó a su hermano de la bañera, lo sentó sobre una manta delante de la cocina económica, lo secó con una toalla, y luego le puso una camisa de dormir de franela. Unos años antes, llevarlo en brazos por la escalera habría sido una ardua tarea, pero Alex había adelgazado tanto que no le resultó difícil.
Cuando dejó a su hermano en la cama de la habitación de huéspedes, Chamán puso manos a la obra. Sabía muy bien lo que tenía que hacer.
No tenía sentido esperar, y cualquier demora podía representar un auténtico peligro.
Quitó todo lo que había en la cocina, salvo la mesa y una silla, y amontonó las restantes sillas y la bañera seca en la sala. Luego fregó las paredes, el suelo, el techo, la mesa y la silla con agua caliente y jabón fuerte. Lavó el instrumental y lo colocó en la silla, cerca de la mesa. Finalmente se recortó las uñas y se restregó las manos.
Cuando volvió a bajar a Alex y lo colocó sobre la mesa, vio que su hermano tenía un aspecto muy vulnerable, y quedó impresionado. Estaba seguro de lo que hacía, salvo en un aspecto. Había llevado consigo cloroformo, pero no sabía con certeza qué cantidad utilizar, porque el traumatismo y la desnutrición habían dejado a Alex muy débil.
—¿Qué…? —se quejó Alex en tono soñoliento, confundido por el ajetreo.
—Respira profundamente, Bigger.
Dejó caer el cloroformo y sujetó el cono sobre el rostro de Alex todo el tiempo que pudo. «Por favor, Dios», pensó.
—¡Alex! ¿Me oyes?
Pellizcó el brazo de su hermano y le dio unas palmadas en la mejilla, pero vio que dormía profundamente.
No tuvo que pensar ni planificar nada. Había pensado en cada detalle, lo había planificado todo cuidadosamente. Se obligó a apartar toda emoción de su mente y emprendió la tarea.
Quería salvar el mayor fragmento de pierna que le fuera posible, y al mismo tiempo cortar lo suficiente para asegurarse de que la parte amputada incluiría todo el hueso y el tejido infectados.
Realizó la primera incisión circular en un punto situado quince centímetros por debajo de la inserción del tendón de la corva, y preparó un buen colgajo para el muñón, interrumpiendo el corte sólo para atar las venas safena mayor y menor, las venas de la tibia y la del peroné. Aserró la tibia con los mismos movimientos de quien sierra un leño. Prosiguió hasta aserrar el peroné, y la porción infectada de la pierna quedó suelta; había hecho un trabajo esmerado y pulcro.
Hizo un vendaje ceñido con vendas limpias para conseguir un muñón con buena forma. Cuando concluyó la tarea, besó a su hermano aún inconsciente y volvió a llevarlo a la cama.
Estuvo un buen rato sentado junto a la cama, observando a su hermano, pero no notó ningún síntoma, ni náuseas, ni vómitos, ni gritos de dolor. Alex dormía como un trabajador que se ha ganado un buen descanso.
Finalmente se llevó afuera de la casa el trozo de pierna amputado, envuelto en una toalla, y una pala que encontró en el sótano. Fue hasta el bosque que había detrás de la casa e intentó enterrar el trozo de tejido y hueso infectados, pero el suelo estaba completamente congelado y la pala resbalaba sobre la superficie. Ante la dificultad, reunió unos trozos de madera e hizo una pira, en un intento de ofrecer al trozo de pierna un funeral vikingo. Colocó el tronco carnoso sobre la madera, apiló más troncos encima, y roció todo con el contenido de la lámpara.
Cuando encendió la cerilla, la pila empezó a llamear. Chamán se quedó cerca, con la espalda apoyada contra un árbol y los ojos secos aunque embargado por una tremenda emoción, convencido de que en el mejor de los mundos un hombre no habría tenido que cortar la pierna a su hermano mayor.
El sargento de la oficina de la compañía del campo de prisioneros conocía bien la jerarquía de los suboficiales de su región, y sabía que este sargento mayor gordo, de pecho en forma de tonel, no estaba estacionado en Elmira. En líneas generales, a un soldado que llegara de otro sitio le habría pedido que identificara la unidad a la que pertenecía, pero el porte de este hombre, y sobre todo su mirada, revelaban claramente que pretendía conseguir información, no proporcionarla.
El sargento sabía que los sargentos mayores no eran dioses, pero era perfectamente consciente de que dirigían el ejército. Los pocos hombres que llegaban a ser suboficiales de más alto rango del ejército podían conseguir que alguien lograra una buena misión, o un puesto de castigo en un fuerte aislado. Podían meter a un hombre en problemas militares o sacarlo de ellos, podían forjar una carrera, o destruirla. En el mundo real del sargento, un sargento mayor intimidaba más que cualquier oficial, y se apresuró a mostrarse servicial.
—Sí, señor, sargento mayor —dijo inmediatamente después de examinar sus archivos—. No ha coincidido con él por poco más de un día. Ese sujeto está terriblemente enfermo. Sólo le queda un pie, ¿sabe? Su hermano es médico, se llama Cole. Se lo llevó en un carro ayer por la mañana.
—¿En qué dirección se marcharon?
El sargento lo miró y sacudió la cabeza.
El gordo lanzó un gruñido y escupió en el suelo limpio. Abandonó la oficina de la compañía, montó en su hermosa yegua cobriza y salió por la entrada principal del campamento. Una ventaja de un día no era nada cuando se cargaba con un inválido. Allí sólo había un camino, y únicamente podrían haber cogido una de las dos direcciones. Decidió girar hacia el noroeste. De vez en cuando, al pasar junto a una tienda o una granja, o cuando se cruzaba con otro viajero, se detenía a preguntar. Mientras avanzaba en esa dirección, atravesó la población de Horseheads, y luego la de Big Flats. Ninguna de las personas con las que habló había visto a los hombres que él buscaba.
El sargento mayor era un perseguidor experto. Sabía que cuando un rastro era tan invisible como este, lo más probable es que fuera una pista equivocada. Así que dio media vuelta y empezó a cabalgar en dirección opuesta. Pasó otra vez junto al campo de prisioneros y atravesó la ciudad de Elmira. Tres kilómetros más abajo, un granjero recordó que había visto el carro. Y tres kilómetros más allá del límite de Wellsburg, llegó a un almacén.
El propietario sonrió al ver al gordo militar acurrucado junto a la estufa.
—Hace frío, ¿eh?
Cuando el sargento mayor le pidió café, le sirvió una taza.
—Oh, claro —contestó cuando le hizo la pregunta—. Se alojan en casa de la señora Clay; yo le explicaré cómo encontrarla. Un sujeto agradable ese doctor Cole. Ha venido aquí a comprar bastante comida. Son amigos suyos, ¿verdad?
El sargento mayor sonrió.
—Me alegraré mucho de encontrarlos —comentó.
La noche posterior a la operación, Chamán se sentó en una silla junto a la cama de su hermano y tuvo la lámpara encendida durante toda la noche. Alex dormía, pero el suyo era un sueño agobiado por el dolor, y cuando comenzaba a despuntar el día, Chamán se quedó dormido unos minutos. Al abrir los ojos, vio que Alex lo miraba.
—Hola, Bigger.
Alex se pasó la lengua por los labios secos y Chamán fue a buscar agua; le sujetó la cabeza mientras bebía, dejándole dar sólo unos pocos sorbos.
—Me pregunto… —dijo Alex por fin.
—¿Qué?
—Cómo podré… darte una patada en el culo… sin caerme sentado.
Para Chamán fue reconfortante volver a ver la sonrisa de su hermano.
—Me cortaste un poco más la pierna, ¿eh?
Alex lo miró con expresión acusadora, y el agotado Chamán se sintió dolido.
—Si, pero te salvé algo más, creo.
—¿Qué?
—La vida.
Alex pareció reflexionar, y luego asintió. Un instante después volvió a quedarse dormido.
El primer día después de la operación, Chamán cambió el vendaje dos veces. En cada ocasión olió el muñón y lo examinó, aterrorizado ante la posibilidad de oler o ver una infección, porque había visto morir a muchos por ese motivo pocos días después de una amputación. Pero no había olor, y el tejido rosado del muñón parecía sano.
Alex casi no tenía fiebre, pero le quedaban muy pocas energías, y Chamán no confiaba demasiado en la capacidad de recuperación de su hermano. Empezó a pasar más tiempo en la cocina de la señora Clay.
A media mañana le dio a Alex unas gachas, y al mediodía un huevo cocido a fuego lento.
Poco después del mediodía empezaron a caer unos copos enormes. La nieve cubrió rápidamente el suelo. Chamán hizo un rápido repaso a las provisiones con que contaba y decidió coger el carro y volver a la tienda a buscar más comida, por si quedaban bloqueados por la nieve.
Durante un intervalo en el que Alex estuvo despierto, le explicó lo que iba a hacer, y Alex asintió indicando que comprendía.
Era agradable avanzar por ese mundo nevado. La verdadera razón por la que volvía a la tienda era comprar algún ave para hacer sopa pero Barnard no tenía ninguna para venderle; en cambio le ofreció un trozo decente de carne de vaca con la que podría hacer una sopa nutritiva, y Chamán aceptó el ofrecimiento.
—¿Su amigo encontró la casa sin problemas? —preguntó el tendero mientras quitaba la grasa a la carne.
—¿Amigo?
—El militar. Le expliqué cómo llegar a casa de la señora Clay.
—Oh, ¿cuándo fue eso?
—Ayer, un par de horas antes de cerrar. Un hombre corpulento gordo. De barba negra. Y montones de galones —añadió tocándose el brazo—. ¿No llegó? —Miró a Chamán entrecerrando los ojos—. Supongo que hice bien al decirle dónde podía encontrarlo, ¿no?
—Por supuesto, señor Barnard. Fuera quien fuese, probablemente decidió que en realidad no tenía tiempo para visitas y siguió de largo «¿Qué querrá ahora el ejército?», se preguntó Chamán mientras salía de la tienda.
A medio camino de la casa tuvo la impresión de que lo observaban. Resistió el impulso de volverse y mirar, pero unos minutos después detuvo al caballo y bajó para acomodar la brida, simulando que ajustaba algo. Al mismo tiempo echó un vistazo hacia atrás.
Era difícil ver algo entre la nieve que caía, pero el viento arrastró los copos y Chamán pudo ver a un jinete que lo seguía a cierta distancia.
Cuando llegó a casa vio que Alex se encontraba bien. Desenganchó el carro y llevó el caballo al establo. Volvió a entrar y puso a hervir a fuego lento la carne, con patatas, zanahorias, cebollas y nabos.
Estaba preocupado. No sabía si contarle a Alex lo ocurrido, y finalmente se sentó junto a la cama y le explicó la situación.
—Así que tal vez recibamos una visita del ejército —concluyó.
Pero Alex sacudió la cabeza.
—Si se tratara del ejército, habrían llamado a la puerta de inmediato…
Alguien como tú, que llega para sacar a un familiar de la prisión, seguramente lleva dinero. Lo más probable es que busque eso… No habrás traído un arma, ¿verdad?
—Si. —Fue hasta donde tenía la maleta y cogió el Colt. Ante la insistencia de Alex, lo limpió, lo cargó y se aseguró de que en la recámara había un cartucho nuevo. Lo dejó en la mesilla de noche, y quedó aun más preocupado que antes—. ¿Por qué este hombre se limita a esperar y a vigilarnos?
—Está estudiando nuestros movimientos para asegurarse de que estamos solos. Para ver qué luz está encendida por la noche y saber en qué habitación estamos. Para ese tipo de cosas.
—Creo que exageramos —dijo Chamán lentamente—. Creo que tal vez el hombre que preguntó por nosotros es algún mllitar del servicio de información del ejército, que quiere asegurarse de que no planeamos ayudar a los demás prisioneros a escapar del campo. Seguramente no volveremos a saber nada de él.
Alex se encogió de hombros y asintió. Pero a Chamán le resultó difícil creer en sus propias palabras. El último problema que deseaba en ese momento era ser asaltado en esa casa, junto a su hermano, débil y recién operado.
Esa tarde le dio a Alex leche caliente endulzada con miel. Quería hacerle tomar alimentos sustanciosos para que recuperara peso, pero sabía que eso le llevaría tiempo. Por la tarde temprano Alex volvió a quedarse dormido y cuando se despertó, varias horas más tarde, tenía ganas de hablar. Poco a poco Chamán fue enterándose de lo que le había sucedido a su hermano después de abandonar el hogar.
—Mal Howard y yo trabajamos para pagarnos el viaje en una chalana, hasta Nueva Orleans. Tuvimos una discusión por una chica, y él siguió solo hacia Tennessee para alistarse. —Alex se interrumpió y miró a su hermano—. ¿Sabes qué ha sido de él?
—Su familia no ha recibido noticias suyas.
Alex asintió; la respuesta no le sorprendía.
—En ese momento estuve a punto de volver a casa. Ojalá lo hubiera hecho. Pero había reclutadores de los confederados por todas partes, y me alisté. Pensé que podía cabalgar y disparar, así que me uní a la caballería.
—¿Estuviste en muchas batallas?
Alex asintió con expresión sombría.
—Durante dos años. ¡Me puse furioso conmigo mismo cuando me capturaron en Kentucky! Nos metieron en un sitio vallado del que incluso un bebé podría haber escapado. Esperé la oportunidad y me largué. Estuve en libertad durante tres días, robando comida de los huertos, sobreviviendo de esa forma. Y un día me detuve en una granja y pedí algo de comer. Una mujer me dio un desayuno, y yo le di las gracias como un caballero, sin hacer ningún movimiento incorrecto. ¡Probablemente ese fue mi error! Media hora más tarde oí que me perseguían con una jauría. Me metí en un campo de maíz gigantesco. Los tallos eran verdes y altos y estaban plantados muy cerca unos de otros, de modo que no podía pasar entre las hileras. Tenía que cortarlos a medida que avanzaba, y después pareció que por allí había pasado un oso. Estuve en ese campo de maíz la mayor parte de la mañana, huyendo de los perros. Empecé a pensar que jamás podría salir. Por fin salí en el otro extremo, y allí estaban esos dos soldados yanquis, apuntándome con sus armas y sonriendo burlonamente.
Esa vez los federales me enviaron a Point Lookout. ¡Fue el peor campo de prisioneros! Comida mala, cuando te la daban; agua sucia, y podían agujerearte a balazos si te veían a cuatro pasos de la valla. No puedes imaginarte lo que me alegré cuando me sacaron de allí. Pero algo tenía que suceder, y tuvimos ese accidente con el tren. —Sacudió la cabeza—. Sólo recuerdo un fuerte ruido chirriante, y el dolor en el pie. Estuve inconsciente durante un rato, y cuando me desperté ya me habían cortado el pie y me encontraba en otro tren en dirección a Elmira.
—¿Cómo cavaste un túnel después de que te amputaran el pie?
Alex sonrió.
—Fue fácil. Me enteré de que había un grupo que estaba cavando.
En aquellas fechas me encontraba bastante bien, así que me turné con ellos en la tarea. Cavamos unos sesenta metros, hasta llegar debajo del muro. Mi muñón no estaba curado, y en el túnel me lo ensucié. Tal vez por eso tuve problemas. No pude irme con ellos, por supuesto, pero diez hombres lograron escapar y no me enteré de que los hubieran cogido. Me dormía contento, pensando en esos diez hombres.
Chamán lanzó un suspiro.
—Bigger —dijo—, papá ha muerto.
Alex guardó silencio durante un rato, y luego asintió.
—Me lo imaginé cuando vi que tenías su maletín. Si hubiera estado vivo y sano, habría venido él mismo a buscarme, no te habría enviado a ti.
Chamán sonrió.
—Si, es verdad.
Le contó a su hermano lo que le había ocurrido a Rob J. antes de morir. Mientras lo escuchaba, Alex empezó a sollozar y cogió la mano de su hermano. Cuando Chamán concluyó su relato, ambos guardaron silencio y siguieron cogidos de la mano. Por fin Alex se quedó dormido, y Chamán permaneció sentado a su lado sin soltarlo.
Nevó hasta bien entrada la tarde. Cuando finalmente oscureció, Chamán se asomó a las ventanas de ambos lados de la casa. La luz de la luna se reflejaba sobre la nieve intacta, sin huellas. A esas alturas ya había elaborado una explicación. Pensó que ese militar gordo había ido a buscarlo porque alguien necesitaba un médico. Tal vez el paciente había muerto o se había recuperado, o tal vez el hombre había encontrado a otro médico y ya no lo necesitaba.
Era una explicación plausible, y se tranquilizó.
A la hora de cenar le dio a Alex un plato de caldo sustancioso, con una galleta. Su hermano durmió a ratos. Chamán había pensado que esa noche dormiría en la cama de la otra habitación, pero acabó dormitando en la silla, junto a la cama de Alex.
A las tres menos cuarto de la madrugada —según pudo comprobar Chamán en el reloj que tenía en la mesilla de noche, junto al arma— Alex lo despertó: tenía la mirada extraviada, y había empezado a levantarse de la cama.
—Alguien está rompiendo una ventana en la planta baja.
Alex movió los labios formando las palabras, pero sin emitir sonido alguno.
Chamán se enderezó y cogió el arma, sujetándola con la mano izquierda; le resultó un instrumento desconocido.
Esperó, con la vista fija en el rostro de Alex.
¿Sería la imaginación de Alex? ¿Lo habría soñado, tal vez? La puerta del dormitorio estaba cerrada. ¿Quizás había oído el hielo que se rompía?
Pero Chamán se quedó quieto. Todo su cuerpo se convirtió en su mano apoyada en la caja del piano, y pudo sentir los pasos cautelosos.
—Está dentro —musitó.
Empezó a sentir el olor, como si se tratara de las notas en una escala ascendente.
—Está subiendo la escalera. Voy a apagar la lámpara.
Alex asintió.
Ellos conocían la disposición del dormitorio, y el intruso no, lo cual representaba una ventaja en la oscuridad. Pero Chamán estaba desesperado, porque sin luz no podría leer el movimiento de los labios de Alex.
Cogió la mano de su hermano y la puso sobre su pierna.
—Cuando oigas que entra en la habitación, aprieta —le dijo, y Alex asintió.
La única bota de Alex estaba en el suelo. Chamán se pasó el arma a la mano derecha, se agachó, recogió la bota y finalmente apagó la lámpara.
Pareció una eternidad. No podían hacer otra cosa que esperar en la oscuridad, petrificados.
Finalmente, las grietas de la puerta del dormitorio pasaron del amarillo al negro. El intruso había cogido la lámpara del pasillo y la había apagado para que su silueta no apareciera en el hueco de la entrada.
Encerrado en su conocido mundo de silencio absoluto, Chamán percibió el momento en que el hombre abría la puerta al notar el aire helado que entraba por la ventana abierta de la planta baja.
Y Alex le apretó la pierna.
Arrojó la bota al otro lado de la habitación, a la pared opuesta.
Vio los dos resplandores amarillos, uno tras otro, e intentó apuntar el pesado Colt a la derecha de los estallidos. Cuando apretó el gatillo, el revólver se sacudió salvajemente en su mano, y lo cogió con las dos mientras apretaba el gatillo una y otra vez, sintiendo las explosiones, parpadeando con cada una de ellas, percibiendo el aliento del diablo. Cuando se terminaron las balas, Chamán se sintió más desnudo y vulnerable que nunca, y se quedó quieto, esperando la respuesta.
—¿Te encuentras bien, Bigger? —preguntó por fin como un tonto, sabiendo que no podría oir a su hermano.
Buscó a tientas las cerillas y logró encender la lámpara con mano temblorosa.
—¿Te encuentras bien? —volvió a preguntarle a Alex, pero este señalaba al hombre que estaba en el suelo.
Chamán era muy mal tirador. Si el hombre hubiera podido les habría disparado a ambos, pero no podía. Chamán se acercó a él como si fuera un oso cazado cuya muerte aún no es segura. Su mala puntería era evidente, porque había agujeros en la pared, y el suelo estaba astillado. Los disparos del intruso no habían tocado siquiera la bota, pero habían destrozado el cajón superior del tocador de arce de la señora Clay. El hombre había quedado tendido de costado, como si estuviera durmiendo; era un militar gordo, de barba negra, y su rostro sin vida conservaba un gesto de sorpresa. Uno de los disparos había alcanzado su pierna izquierda, exactamente en el punto en que Chamán había cortado la pierna a Alex. Otro le había dado en el pecho, directamente en el corazón. Cuando Chamán le palpó la artería carótida, notó que tenía la piel tibia, pero ya no había pulso.
A Alex no le quedaban fuerzas, y se derrumbó. Chamán se sentó en la cama y cogió a su hermano entre sus brazos, meciéndolo como si fuera un niño tembloroso.
Alex tenía la seguridad de que si se descubría esa muerte, él tendría que volver a la prisión. Quería que Chamán se llevara aquel hombre al bosque y lo quemara, como había quemado su pierna.
Chamán lo consoló y le dio unas palmaditas en la espalda, al tiempo que pensaba serenamente.
—Soy yo quien lo ha matado, no tú. Si alguien tiene problemas, no serás tú. Pero alguien notará la ausencia de este hombre. El tendero sabe que iba a venir aquí, y tal vez lo saben otros. La habitación está estropeada y hace falta un carpintero, que hablaría del asunto. Si oculto o destruyo su cadáver, es posible que me cuelguen. No tocaremos el cadáver.
Alex se serenó. Chamán se quedó a su lado y hablaron hasta que la luz gris de la mañana entró en la habitación y pudieron apagar la lámpara. Llevó a su hermano a la sala de abajo, lo acostó en el sofá y lo abrigó con unas mantas. Llenó la estufa de leña, volvió a cargar el Colt y lo puso en una silla, cerca de Alex.
—Volveré con alguien del ejército. Por Dios, no le dispares a nadie sin asegurarte de que no somos nosotros. —Miró a su hermano a los ojos—. Van a interrogarnos una y otra vez, juntos y separados. Es importante que digas absolutamente toda la verdad de lo ocurrido. De esa forma no podrán desvirtuar lo que digamos. ¿Comprendido?
Alex asintió, y Chamán le dio unas palmaditas en la mejilla y salió de la casa.
La nieve le llegaba a las rodillas, y no cogió el carro. En el establo había un ronzal; se lo colocó al caballo y montó a pelo. Más allá de la tienda de Barnard, le resultó más difícil avanzar sobre el suelo cubierto de nieve, pero después de cruzar el limite de Elmira vio que la nieve había sido aplastada por rodillos, y le resultó más fácil seguir.
Se sentía entumecido, pero no por el frío. Había perdido pacientes que consideraba que tendría que haber salvado, y eso siempre lo inquietaba. Pero jamás había matado a un ser humano. Llegó temprano a la oficina de telégrafos y tuvo que esperar hasta las siete a que abrieran.
Entonces le envió un telegrama a Nick Holden.
He matado militar en defensa propia. Por favor, envíe a autoridades civiles y militares de Elmira su respaldo inmediato con respecto a mi reputación y a la de Alex Bledsoe Cole. Agradecido, Robert J. Cole.
Fue directamente a la oficina del sheriff del distrito de Steuben y denunció un homicidio.