El campo de Elmira
En el despacho del presidente del banco, Charlie Anderson miró la cantidad del formulario para retirar dinero y frunció los labios.
Aunque se trataba de su propio dinero, Chamán no vaciló en informarle a Anderson del motivo por el que lo solicitaba, ya que sabía que podía revelarle al banquero cualquier asunto confidencial.
—No tengo idea de qué necesitará Alex. En cualquier caso, necesitare dinero para ayudarlo.
Anderson asintió y salió del despacho. Un instante después volvió con un montón de billetes dentro de una pequeña bolsa. También llevaba un cinturón para guardar el dinero.
—Un pequeño regalo del banco para un apreciado cliente. Junto con nuestros sinceros deseos de éxito, y un consejo, si me permites: guarda el dinero en el cinturón y llévalo sobre la piel, debajo de la ropa. ¿Tienes pistola?
—No.
—Deberías comprar una. Vas a recorrer una larga distancia, y hay hombres peligrosos que te matarían sin vacilar para robarte el dinero.
Chamán le dio las gracias al banquero y guardó el dinero y el cinturón en una pequeña bolsa tapizada que había llevado consigo. Estaba recorriendo la calle Main cuando recordó que tenía un arma, el Colt que su padre le había quitado a un confederado muerto para matar el caballo, y que había traído de la guerra. En circunstancias normales, a Chamán no se le hubiera ocurrido viajar armado, pero no podía permitirse el lujo de que le pasara algo mientras iba a ayudar a Alex, así que hizo girar el caballo y fue hasta la tienda de Haskins, donde compró una caja de munición para el calibre 44. Las balas y el revólver eran pesados, y le ocupaban bastante espacio en la única maleta que llevaba, junto con el maletín de médico, cuando a la mañana siguiente partió de Holden’s Crossing.
Fue en vapor río abajo, hasta Cairo; luego se dirigió hacia el este en tren. En tres ocasiones se produjeron largas demoras porque los distintos trenes en que viajaba eran detenidos para permitir el paso a otros que trasladaban tropas. Fueron cuatro días y cuatro noches de viaje difícil. Cuando dejó atrás Illinois desapareció la nieve pero no el invierno, y el frío penetrante que reinaba en los vagones del tren se apoderó de Chamán. Cuando por fin llegó a Elmira estaba agotado por el viaje, pero no hizo ningún intento de bañarse ni de cambiarse de ropa antes de intentar encontrar a Alex, porque tenía un irresistible deseo de asegurarse de que su hermano estaba vivo.
Fuera de la estación, pasó junto a un cabriolé, pero decidió coger una calesa para poder sentarse junto al conductor y ver lo que decía. El cochero comentó con orgullo que la población de la ciudad había alcanzado los quince mil habitantes. Atravesaron una encantadora ciudad de casas pequeñas, hasta un barrio en las afueras de Elmira, y luego bajaron por la calle Water, junto al río Chemung, según dijo el hombre.
Muy pronto apareció una valla de madera que marcaba los limites de la prisión.
El cochero estaba orgulloso de la belleza de la ciudad, y era un experto en comunicar datos. Le informó a Chamán que la valla estaba construida con «tablas nativas» de tres metros y medio de altura, que bordeaban una superficie de veintiocho acres en la que vivían más de diez mil confederados capturados.
—A veces ha habido hasta doce mil rebeldes ahí dentro —añadió.
Señaló que un metro por encima de la parte superior de la valla, y del lado de afuera, había una estrecha pasarela por la que patrullaban los centinelas armados.
Siguieron calle West Water abajo, donde los intermediarios habían convertido el campo de prisioneros en un zoo humano. Una torre de madera de tres pisos de altura, con una escalera que conducía a una plataforma vallada, permitía a cualquiera que tuviera quince centavos echar un vistazo a los hombres que trabajaban en la molienda del interior.
—Aquí antes había dos torres. Y un montón de puestos de refrescos.
Vendían tartas, galletas, cacahuetes, limonada y cerveza a los que miraban a los prisioneros. Pero el ejército las cerró.
—Una pena.
—Si. ¿Quieres parar, subir y echar un vistazo?
Chamán sacudió la cabeza.
—Déjeme en la entrada principal del campo, por favor —le indicó…
En la entrada había un centinela militar de color. Al parecer, la mayor parte de los centinelas eran negros. Chamán siguió a un soldado raso hasta la oficina de la compañía del cuartel general, donde se identificó ante un sargento y solicitó permiso para ver al prisionero llamado Alexander Bledsoe.
El sargento habló con un teniente que estaba sentado detrás de un escritorio en un despacho minúsculo, y al salir murmuró que desde Washington les había llegado un telegrama en el que se mencionaba al doctor Cole, lo que hizo que Chamán aún tuviera mejor imagen de Nicholas Holden.
—Las visitas no pueden superar los noventa minutos.
Le indicaron que el soldado lo llevaría hasta su hermano, que se encontraba en la tienda 8-C, y siguió al negro al interior del campo, por senderos helados. Mirara donde mirase sólo veía prisioneros, indiferentes, miserables, mal vestidos. Comprendió enseguida que estaban hambrientos. Vio a dos hombres junto a un barril colocado boca abajo, sobre el que despellejaban una rata.
Pasaron junto a una serie de barracas de madera. Al otro lado de las barracas había hileras de tiendas, y más allá de estas un estanque largo y estrecho que evidentemente se utilizaba como alcantarilla, porque cuanto más se acercaban, más fuerte era el hedor.
El soldado negro se detuvo finalmente delante de una de las tiendas.
—Esta es la 8-C, señor —le indicó, y Chamán le dio las gracias.
En el interior encontró a cuatro hombres ateridos de frío. No los conocía, y lo primero que pensó fue que uno de ellos era alguien que tenía el mismo nombre que Alex, y que él había hecho todo ese viaje por un error de identificación.
—Estoy buscando al cabo Alexander Bledsoe.
Uno de los prisioneros, un chico cuyos oscuros bigotes eran demasiado grandes para su huesudo rostro, señaló lo que parecía un montón de harapos. Chamán se acercó cautelosamente, como si un animal feroz acechara debajo de los trapos sucios: dos sacos de algún producto alimentario, un trozo de alfombra y algo que en otros tiempos podría haber sido una chaqueta.
—Le tapamos la cara para que no tenga frío —dijo el del bigote oscuro, y apartó uno de los sacos.
Era su hermano, pero no era exactamente su hermano. Chamán podría haberse cruzado con él en la calle y no lo habría reconocido, porque Alex estaba absolutamente cambiado; había adelgazado mucho, y su rostro parecía envejecido por experiencias en las que Chamán no quiso pensar. Le cogió la mano. Por fin Alex abrió los ojos y lo miró fijamente, sin reconocerlo.
—Bigger —dijo Chamán, pero no pudo continuar.
Alex parpadeó, desconcertado. Entonces la comprensión se deslizó en su mente como una marea que invade poco a poco la azotada orilla, y se echó a llorar.
—¿Mamá y papá?
Fueron las primeras palabras que pronunció Alex, y Chamán mintió instantáneamente.
—Los dos están bien.
Los hermanos permanecieron en silencio, cogidos de la mano. Tenían tanto que decir, tanto que preguntar y que contar, que al principio se quedaron sin habla. Pronto las palabras acudieron a la mente de Chamán, pero Alex no estaba en condiciones de decir nada. A pesar de su excitación inicial, empezó a deslizarse otra vez en el sueño, lo que indicó a Chamán lo enfermo que estaba.
Se presentó a los otros cuatro hombres, y escuchó sus nombres: Berry Womack, de Spartanburg, Carolina del Sur, bajo y fornido, de pelo rubio, largo y sucio. Fox J. Byrd, de Charlottesville, Virginia, de rostro adormilado y carnes flojas, como si alguna vez hubiera sido gordo. James Joseph Waldron, de Van Buren, Arkansas, achaparrado, moreno y el más joven de todos; según calculó Chamán, no tendría más de diecisiete años. Y Barton 0. Westmoreland, de Richmond, Virginia, el chico del bigote grande que le estrechó la mano a Chamán y le dijo que lo llamara Buttons.
Mientras Alex dormía, Chamán lo examinó.
Había perdido el pie izquierdo.
—¿Le dispararon?
—No, señor —respondió Buttons—. Yo estaba con él. Algunos de nosotros fuimos trasladados hasta aquí en tren, desde el campo de prisioneros de Point Lookout, en Maryland, el 16 de julio pasado. Bueno, hubo un accidente ferroviario terrible en Pensilvania… En Sholola, Pensilvania.
Murieron cuarenta y ocho prisioneros de guerra, y diecisiete guardias federales. Los enterraron en un campo, cerca de las vías, como después de una batalla.
—Entre nosotros hubo ochenta y cinco heridos. El pie de Alex estaba tan destrozado que se lo cortaron. Yo tuve mucha suerte, sólo me torcí el hombro.
—Su hermano estuvo muy bien durante un tiempo —añadió Berry Womack—. Jimmie-Joe le hizo unas muletas, y así caminaba con bastante agilidad. Era el que se ocupaba de los enfermos de esta tienda, nos cuidaba a todos. Dijo que había aprendido un poco observando a su padre.
—Nosotros le llamamos doctor —comentó Jimmie-Joe Waldron. Cuando Chamán levantó la pierna de Alex vio que esta era la causa de los problemas de su hermano. La amputación estaba muy mal hecha. La pierna aún no estaba gangrenosa, pero la mitad del muñón no se había curado, y debajo del tejido ya cicatrizado había pus.
—¿Usted es médico de verdad? —preguntó Waldron al ver el estetoscopio.
Chamán le aseguró que si. Colocó el extremo en el pecho de Alex pidió a uno de ellos que le informara de lo que oía, y se alegró al deducir que su hermano tenía los pulmones limpios. Pero tenía fiebre y su pulso era débil.
—En este campo hay toda clase de pestes, señor —afirmó Buttons—. Viruela, toda clase de fiebres, malaria. ¿Qué cree que tiene?
—Se le empieza a gangrenar la pierna —dijo Chamán en tono grave.
Era evidente que Alex también sufría de desnutrición y que había pasado mucho tiempo expuesto al frío, como todos los que estaban en esa tienda. Le dijeron a Chamán que algunas tiendas contaban con estufas de estaño, que algunas tenían unas pocas mantas, pero que la mayoría no tenían ni una cosa ni la otra.
—¿Qué coméis?
—Por la mañana recibimos un trozo de pan y un trozo pequeño de una carne repugnante. Por la noche, un trozo de pan y una taza de lo que ellos llaman sopa, el agua en la que han hervido la carne repugnante —aclaró Buttons Westmoreland.
—¿Nada de verduras?
Todos sacudieron la cabeza, aunque Chamán ya conocía la respuesta porque al entrar en el campo había visto síntomas de escorbuto.
—Cuando llegamos aquí, éramos unos diez mil —prosiguió Buttons—. Siguen llegando más prisioneros, pero de los diez mil primeros sólo quedamos cinco mil. Hay un pabellón lleno de moribundos y al otro lado del campamento un cementerio enorme. Todos los días mueren alrededor de veinticinco hombres.
Chamán se sentó en el suelo frío y cogió las manos de Alex mientras observaba su rostro. Alex seguía durmiendo profundamente.
En ese momento el guardia asomó la cabeza por la abertura de la tienda y le dijo que era la hora de marcharse.
En la oficina de la compañía, el sargento escuchó en actitud impasible mientras Chamán se identificaba como médico y describía los síntomas de su hermano.
—Me gustaría que me autorizaran a llevarlo a casa. Sé que si se queda aquí morirá.
El sargento buscó en un archivo y sacó una ficha que leyó atentamente.
—Su hermano no tiene derecho a la libertad bajo palabra. Ha trabajado como ingeniero. Así llamamos a los prisioneros que intentan escapar cavando un túnel.
—¡Un túnel! —exclamó Chamán sorprendido—. ¿Cómo iba a cavarlo? Sólo tiene un pie.
—Y dos manos. Y antes de llegar aquí, había escapado de otro campo y fue capturado nuevamente.
Chamán intentó razonar.
—¿Usted no habría hecho lo mismo? ¿No es lo que habría hecho cualquier hombre honrado?
Pero el sargento sacudió la cabeza.
—Tenemos nuestras reglas.
—¿Puedo traerle un par o tres de cosas?
—Ningún instrumento cortante ni de metal.
—¿Hay alguna pensión cerca de aquí?
—Hay una casa, a medio kilómetro al oeste de la entrada principal. Alquilan habitaciones —le informó el sargento.
Chamán le dio las gracias y recogió sus cosas.
En cuanto se instaló en la habitación y se libró de la presencia del dueño, cogió ciento cincuenta dólares de su cinturón y los guardó en el bolsillo de la chaqueta. Había un empleado que por unos dólares se prestó encantado a trasladar al nuevo huésped a la ciudad. En la oficina de telégrafos Chamán envió un telegrama a Washington, a nombre de Nick Holden: «Alex gravemente enfermo. Imprescindible asegurar su liberación, o morirá. Ayuda, por favor».
Encontró unas cuadras, donde alquiló un caballo y un carro.
—¿Para un día o una semana? —preguntó el dueño de las cuadras.
Chamán lo alquiló para una semana y le pagó por adelantado.
El almacén era más grande que el de Haskins. Chamán llenó el carro que había alquilado con cosas para los hombres de la tienda de Alex: leña, mantas, un pollo adobado, una lonja de tocino, seis hogazas de pan, dos sacos de patatas, un saco de cebollas, un cajón de coles.
El sargento abrió desmesuradamente los ojos al ver el «par o tres de cosas» que Chamán había comprado para su hermano.
—Ya ha utilizado los noventa minutos de hoy. Descargue ese botín y váyase.
Al llegar a la tienda vio que Alex aún dormía. Para los demás fue como una Navidad de los viejos tiempos. Llamaron a sus vecinos.
Hombres de una docena de tiendas entraron y cogieron leña y verduras. La intención de Chamán era que las cosas cambiaran un poco la situación de los hombres de la tienda 8-C, pero ellos habían preferido compartir casi todo lo que él les había llevado.
—¿Tenéis un cazo? —le preguntó a Buttons.
—¡Sí, señor!
Buttons le dio una lata enorme y abollada.
—Prepara una sopa con pollo, cebollas, coles, patatas y pan. Cuento con que le daréis la mayor cantidad posible de sopa caliente.
—Sí, señor, lo haremos-afirmó Buttons.
Chamán vaciló. Ya había desaparecido una cantidad increíble de comida.
—Mañana traeré más. Debéis guardar la mayor parte de esta para los que estáis en esta tienda.
Westmoreland asintió gravemente. Ambos sabían que se acababa de establecer y aceptar una condición tácita: que sobre todo Alex estuviera alimentado.
A la mañana siguiente, cuando volvió al campamento, Alex estaba dormido y Jimmie-Joe lo estaba cuidando. El chico dijo que Alex había tomado una buena cantidad de sopa.
Cuando Chamán le ajustó las mantas, Alex se despertó sobresaltado, y él le palmeó el hombro.
—Todo está bien, Bigger. Soy tu hermano.
Alex volvió a cerrar los ojos, y un instante después le preguntó:
—¿Aún vive el viejo Alden?
—Si, claro.
—¡Estupendo!
Alex abrió los ojos y vio el estetoscopio que asomaba por la abertura del maletín.
—¿Qué haces con el maletín de papá?
—… Se lo pedí prestado —dijo Chamán con voz ronca—. Ahora yo también soy médico.
—¡Venga! —exclamó Alex, como si fueran dos niños que jugaban a marcarse un farol.
—Si, de verdad —insistió Chamán, y ambos sonrieron.
Alex volvió a quedarse profundamente dormido; Chamán le tomó el pulso y no le gustó, pero en ese momento no podía hacer nada al respecto. Alex estaba sucio y todo el cuerpo le olía mal, pero cuando Chamán destapó el muñón y se inclinó para olerlo, le dio un vuelco el corazón. El prolongado aprendizaje realizado junto a su padre y luego con Lester Berwyn y Barney McGowan, le había enseñado que no había nada bueno en lo que cirujanos menos informados llamaban a menudo «loable pus». Chamán sabía que la aparición de pus en una incisión o una herida con frecuencia indicaba el comienzo de un envenenamiento de la sangre, de un absceso o una gangrena. Sabía qué había que hacer, y también qué no se podía hacer en el campo de prisioneros.
Tapó a su hermano con dos de las mantas nuevas y se quedó a su lado, cogiéndole las manos y observando su rostro.
Cuando el soldado lo echó del campamento, una hora y media más tarde, Chamán condujo el caballo y el carro alquilados en dirección al sudoeste, a lo largo del camino que bordeaba el río Chemung. Allí había más colinas que en Illinois, y más bosques. Aproximadamente a ocho kilómetros al otro lado del limite de la población encontró una tienda que, según el letrero de la entrada, pertenecía a un tal Barnard.
Entró y compró unas galletas y un trozo de queso para comer, y dos porciones de tarta de manzana y dos tazas de café. Cuando le preguntó al propietario por los alojamientos disponibles en la zona, el hombre lo envió a casa de la señora Pauline Clay, a un kilómetro y medio camino abajo, en los aledaños de la población de Wellsburg.
La casa era pequeña y estaba sin pintar, y se encontraba rodeada de árboles. Había cuatro rosales envueltos con sacos de harina y atados con cuerda de embalar, protegidos del frío. En un letrero pequeño colocado en la valla de estacas se leía: «Habitaciones».
La señora Clay tenía un rostro sincero y amable. Se compadeció enseguida cuando él le habló de su hermano, y le enseñó toda la casa. El letrero tendría que haber estado escrito en singular, porque la casa sólo tenía dos habitaciones.
—Su hermano podría ir a la habitación de huéspedes, y usted podría ocupar la mía. Yo duermo a menudo en el sofá —sugirió.
Quedó claramente sorprendida cuando él le dijo que quería alquilarle toda la casa.
—Oh, me temo…
Pero se interrumpió y abrió desmesuradamente los ojos cuanto él le enseñó lo que estaba dispuesto a pagar. La mujer dijo que una viuda que había luchado durante años no podía rechazar tanta generosidad, y que podía mudarse a casa de su hermana, que vivía en el pueblo, mientras los hermanos Cole ocupaban su casa.
Chamán regresó a la tienda de Barnard y cargó en el carro montones de alimentos y provisiones. Cuando los llevó a la casa, esa misma tarde la señora Clay se estaba mudando.
A la mañana siguiente, el sargento se mostró malhumorado y decididamente frío, pero resultó evidente que el ejército había recibido noticias de Nick Holden, y tal vez de algunos amigos de este.
El sargento le entregó a Chamán una hoja impresa que contenía una promesa formal de que, a cambio de la libertad, Alex «no volvería a tomar las armas contra los Estados Unidos de América».
—Haga que su hermano firme esto, y después puede llevárselo.
Chamán se sintió preocupado.
—Tal vez no se encuentra lo suficientemente bien para firmar.
—Bien, la regla es que tiene que dar su palabra, de lo contrario no será liberado. No me importa lo enfermo que esté; si no firma, no sale.
Así que Chamán fue a la tienda 8-C con pluma y tinta, y mantuvo una serena conversación con Buttons antes de entrar.
—¿Alex firmaría este papel, si pudiera?
Westmoreland se rascó la barbilla.
—Bueno, algunos están dispuestos a firmar sólo por salir de aquí, otros lo consideran una deshonra. No sé qué piensa su hermano.
La caja que había contenido las coles estaba en el suelo, cerca de la tienda; Chamán la puso boca abajo, colocó encima la hoja de papel y el tintero. Mojó la pluma y escribió al pie de la página: Alexander Bledsoe.
Buttons asintió satisfecho.
—Bien hecho, doctor Cole. Ahora lléveselo de este maldito infierno.
Chamán pidió a cada uno de los compañeros de tienda de Alex que apuntaran el nombre y la dirección de un pariente próximo, y prometió escribir diciendo que estaban vivos.
—¿Le parece que podrá conseguir que lleguen las cartas? —le preguntó Buttons Westmoreland.
—Supongo que si, en cuanto esté en mi casa.
Chamán actuó con rapidez. Le dejó la hoja con la promesa firmada al sargento y regresó a toda prisa a la pensión para recoger su maleta. Le pagó al empleado para que rellenara el carro con paja suelta y volvió a conducir hasta el campamento. Un sargento negro y un soldado vigilaron a los prisioneros que subieron a Alex al carro y lo taparon con las mantas.
Los hombres de la tienda 8-C estrecharon la mano a Chamán y se despidieron.
—¡Hasta la vista, doctor!
—¡Adiós, Bledsoe, amigo!
—¡Enséñales lo que es bueno!
—¡Primero, ponte bien!
Alex seguía con los ojos cerrados y no respondió.
El sargento hizo una señal con la mano para que se marcharan, y el soldado subió al carro y cogió las riendas, guiando al caballo hasta la puerta principal del campamento. Chamán contempló el rostro negro y serio del hombre y recordó algo que había leído en el diario de su padre.
—El día del jubileo —dijo.
El soldado pareció sorprendido, pero enseguida sonrió, dejando al descubierto su dentadura absolutamente blanca.
—Creo que tiene razón, señor —comentó, y le entregó las riendas.
Los muelles del carro dejaban mucho que desear; tendido sobre la paja, Alex no dejaba de bambolearse. Gritó de dolor y luego gimió cuando Chamán atravesó la entrada y giró en el camino.
El caballo avanzó junto a la torre de observación, y pasó por el extremo del muro que rodeaba la prisión. Desde la pasarela, un soldado armado con un fusil los miró atentamente mientras se alejaban.
Chamán mantuvo las riendas cortas. No podía avanzar a mayor velocidad sin torturar a Alex, pero también avanzaba lentamente porque no quería llamar la atención. Aunque pareciera absurdo, tenía la impresión de que en cualquier momento se extendería el largo brazo del ejército de Estados Unidos y volvería a atrapar a su hermano, y no empezó a respirar tranquilamente hasta que los muros de la prisión quedaron muy atrás y superaron los límites de la población, abandonando Elmira.