64

Chicago

Chamán sólo confió a su madre la conversación que había mantenido con la priora, y Sarah lo sorprendió con la intensidad de su orgullo.

—Qué fantástico será tener aquí un hospital, y que tú lo dirijas. ¡Qué feliz se habría sentido tu padre!

Él le advirtió que la arquidiócesis católica no entregaría los fondos para la construcción hasta que estuvieran hechos y aprobados los planos del hospital.

—Mientras tanto, Miriam Ferocia me ha pedido que visite varios hospitales y que estudie los distintos departamentos —le informó.

El enseguida supo a dónde iría, y qué tren cogería.

El lunes cabalgó hasta Moline y dispuso lo necesario para dejar a Boss en un establo durante unos días. El tren para Chicago paraba en Moline a las tres y veinte de la tarde, sólo el tiempo suficiente para cargar las mercancías despachadas por la fábrica de arados John Deere, y a las dos y cuarenta y cinco Chamán ya esperaba en el andén de madera.

Subió al tren en el último vagón y empezó a caminar hacia delante.

Sabía que Rachel lo había cogido en Rock Island sólo unos minutos antes, y la encontró tres vagones más abajo, sola. Se había preparado para saludarla en tono despreocupado y hacer alguna broma sobre lo «casual» del encuentro, pero cuando Rachel lo vio se puso pálida.

—Chamán…, ¿sucede algo con los niños?

—No, no, en absoluto. Voy a Chicago por asuntos personales —respondió, molesto consigo mismo por no haberse dado cuenta de que este sería el resultado de su sorpresa—. ¿Puedo sentarme contigo?

—Por supuesto.

Pero cuando colocó su maleta junto a la de ella en el estante y ocupó el asiento del pasillo, se sintieron violentos.

—Chamán, con respecto a lo que ocurrió el otro día en el sendero del bosque…

—Me gustó mucho —dijo él en tono firme.

—No puedo permitir que te formes una idea equivocada.

«Otra vez», pensó él desesperado.

—Creí que a ti también te había gustado mucho —comentó, y ella se puso roja.

—Esa no es la cuestión. No debemos entregarnos al tipo de… gustos que sólo sirven para hacer que la realidad sea más cruel.

—¿Cuál es la realidad?

—Soy una judía viuda con dos hijos.

—¿Y qué?

—He jurado que nunca más permitiré que mis padres me elijan un marido, pero eso no significa que no vaya a ser sensata cuando haga mi elección.

Le dolió. Pero esta vez no se dejaría amedrentar por las cosas que no se decían.

—Te he amado durante la mayor parte de mi vida. Jamás he conocido a ninguna mujer cuyo aspecto e inteligencia me parecieran más hermosos. En ti hay una bondad que yo necesito.

—Chamán. Por favor.

Se volvió y se puso a mirar por la ventanilla, pero él continuó.

—Me has hecho prometer que nunca me resignaré ni me mostraré pasivo ante la vida. Y no me resignaré a perderte otra vez. Quiero casarme contigo y ser el padre de Hattie y Joshua.

Ella siguió dándole la espalda, contemplando los campos que pasaban a sus pies y las granjas.

Él había dicho lo que quería decir, de modo que cogió una revista médica de su bolsillo y empezó a leer un articulo sobre la etiología y tratamiento de la tosferina. Un instante después Rachel cogió la bolsa del tejido de debajo del asiento y sacó su labor de punto. El vio que estaba haciendo un jersey pequeño de lana azul oscura.

—¿Para Hattie?

—Para Joshua.

Se miraron durante un prolongado momento y ella sonrió levemente y siguió haciendo punto.

La luz se desvaneció antes de que hubieran recorrido ochenta kilómetros, y el revisor entró para encender las luces. Eran apenas las cinco de la tarde cuando se sintieron demasiado hambrientos para esperar la hora de la cena. Chamán llevaba un paquete con pollo frito y tarta de manzana, y Rachel tenía pan, queso, huevos duros y cuatro peras dulces pequeñas. Se repartieron la tarta de él, y los huevos y la fruta de ella. Chamán tenía también agua de manantial en un termo.

Después de que el tren se detuviera en Joliet, el revisor apagó las lámparas y Rachel se quedó dormida durante un rato. Cuando se despertó, tenía la cabeza apoyada en el hombro de Chamán y él le sujetaba la mano. Ella apartó la mano pero dejó la cabeza en su hombro unos segundos más. Cuando el tren se deslizó desde la oscuridad de la pradera hasta el mar de luces, ella estaba sentada, arreglándose el pelo, sujetando una horquilla entre sus fuertes dientes blancos.

Cuando concluyó, le dijo que estaban en Chicago.

En la estación cogieron un coche hasta el hotel Palmer’s Illinois donde el abogado de Rachel había reservado una habitación para ella.

Chamán también se registró allí, y se le asignó la habitación 508 en el quinto piso. La acompañó hasta la habitación 306 y le dio propina al botones.

—¿Quieres alguna cosa? ¿Un café?

—Creo que no, Chamán. Se está haciendo tarde y mañana tengo que resolver un montón de asuntos. —Tampoco quería reunirse con él a la hora del desayuno—. ¿Por qué no nos encontramos aquí a las tres en punto, y antes de comer te enseño Chicago?

Él le dijo que le parecía fantástico, y se marchó. Subió a la 508, guardó sus cosas en la cómoda, colgó algunas prendas en el armario, y volvió a bajar los cinco pisos para usar el retrete que había detrás del hotel y que estaba agradablemente limpio y bien cuidado.

Al regresar hizo una breve pausa en el rellano del tercer piso y miró el pasillo en dirección a la habitación de Rachel, y luego subió los dos pisos que le quedaban.

Por la mañana, después de desayunar, salió a buscar la calle Bridgeton, que estaba en un barrio obrero de casas adosadas de madera. En el número 237, la joven de aspecto cansado que le abrió la puerta llevaba un niño en brazos y otro agarrado a las faldas.

Cuando Chamán le preguntó por el reverendo David Goodnow, sacudió la cabeza.

—El señor Goodnow hace más de un año que no vive aquí. Estaba muy enfermo. Eso me dijeron.

—¿Sabe adónde se ha marchado?

—Si, está… en una especie de hospital. Nosotros nunca lo vimos.

Le enviamos el importe del alquiler al hospital todos los meses. Eso es lo que dispuso su abogado.

—¿Podría darme el nombre de ese hospital? Es importante que lo vea.

La joven asintió.

—Lo tengo apuntado, en la cocina.

Desapareció y volvió un instante después, con el niño pegado a sus faldas y un trozo de papel en la mano.

—Es el Asilo Dearborn —dijo—. En la calle Sable.

El letrero era modesto y decoroso: una plancha de bronce colocada en la columna central que se elevaba por encima de una pared baja de ladrillos rojos:

ASILO DEARBORN. PARA ALCOHÓLICOS Y DEMENTES.

El edificio era una mansión de tres pisos de ladrillos rojos, y las gruesas rejas de hierro de las ventanas combinaban con las puntas de hierro que remataban la pared de ladrillos.

Al otro lado de la puerta de caoba había un vestíbulo oscuro con un par de sillas de crin. En un pequeño despacho al lado del vestíbulo se veía un hombre de mediana edad sentado ante un escritorio, escribiendo en un enorme libro mayor. Asintió cuando Chamán le informó del motivo de su visita.

—El señor Goodnow no recibe a nadie desde sabe Dios cuándo. No sé si alguna vez ha recibido a alguien. Firme el libro de visitas, y yo iré a buscar al doctor Burgess.

El doctor Burgess apareció unos minutos más tarde; era un hombre bajo, de pelo negro y bigote fino y remilgado.

—¿Es usted familiar o amigo del señor Goodnow, doctor Cole? ¿O se trata de una visita profesional?

—Conozco a unas personas que conocen al señor Goodnow —dijo Chamán cautelosamente—. Estoy de paso por Chicago, y pensé en venir a verlo.

El doctor Burgess asintió.

—El horario de visita es por la tarde, pero tratándose de un médico ocupado podemos hacer una excepción. Sígame, por favor.

Subieron la escalera y el doctor Burgess llamó a una puerta que estaba cerrada con llave, y que fue abierta por un voluminoso empleado.

El hombre los guió por un largo pasillo en el que había unas cuantas mujeres pálidas sentadas contra las paredes, hablando solas o mirando el vacio. Sortearon un charco de orina, y Chamán vio excrementos aplastados. En algunas habitaciones a los lados del pasillo había mujeres encadenadas a la pared. Cuando estaba en la facultad de medicina Chamán había pasado cuatro tristes semanas trabajando en el asilo del estado de Ohio para enfermos mentales, y no se sorprendió por las imágenes ni por los olores. Se alegró de no captar los sonidos.

El empleado abrió otra puerta que estaba cerrada con llave y los condujo por otro pasillo a la sala de los hombres, que no era mejor que la de las mujeres. Finalmente Chamán fue introducido en una pequeña habitación en la que había una mesa y algunas sillas de madera, y le dijeron que esperara.

El médico y el empleado regresaron enseguida, acompañando a un anciano vestido con un pantalón al que le faltaban varios botones en la bragueta, y una mugrienta chaqueta encima de la ropa interior. Necesitaba un corte de pelo y su barba gris estaba enmarañada y sin recortar.

Tenía una débil sonrisa en los labios, pero sus ojos estaban en otra parte.

—Aquí está el señor Goodnow —anunció el doctor Burgess.

—Señor Goodnow, soy el doctor Robert Cole.

La sonrisa se mantuvo imperturbable. Los ojos no lo veían.

—No habla —dijo el doctor Burgess.

No obstante, Chamán se levantó de la silla y se acercó al hombre.

—Señor Goodnow, ¿usted era Ellwood Patterson?

—Lleva más de un año sin hablar —dijo el doctor Burgess pacientemente.

—Señor Goodnow, ¿usted mató a la mujer india que violó en Holden’s Crossing? ¿Cuándo lo envió allí la Orden de la Bandera Estrellada?

El doctor Burgess y el empleado miraron fijamente a Chamán.

—¿Sabe dónde puedo encontrar a Hank Cough?

Pero no obtuvo respuesta.

Insistió, en tono áspero.

—¿Dónde puedo encontrar a Hank Cough?

—Es sifilítico. Parte de su cerebro ha quedado destruido por la paresia —explicó el doctor Burgess.

—¿Cómo sabe que no está fingiendo?

—Lo vemos día y noche, y lo sabemos. ¿Qué sentido tendría que alguien fingiera para vivir de esta forma?

—Hace años, este hombre participó en un crimen horrendo e inhumano. No quiero ver cómo se salva del castigo —señaló Chamán en tono amargo.

David Goodnow había empezado a babear. El doctor Burgess lo miró y sacudió la cabeza.

—No creo que se haya salvado del castigo —dijo.

Chamán fue conducido de nuevo por las salas hasta la puerta de entrada, donde el doctor Burgess se despidió de él con cortesía y mencionó que el asilo siempre recibía con agrado las consultas de los médicos del oeste de Illinois. Se alejó de aquel lugar parpadeando a causa de la brillante luz del sol. En contraste con el interior, los hedores de la ciudad parecían perfumes. Le daba vueltas la cabeza, y caminó varias manzanas completamente absorto en sus pensamientos.

Le parecía que era el final de un camino. Uno de los hombres que había asesinado a Makwa-ikwa estaba muerto. El otro, como él mismo había visto, estaba atrapado en un infierno, y en cuanto al tercer hombre, nadie conocía su paradero.

Miriam Ferocia tenía razón. Ya era hora de que dejara en manos de Dios el castigo de los asesinos de Makwa y se concentrara en la medicina y en su propia vida.

Cogió un tranvía de caballos hasta el centro de Chicago, y otro hasta el Hospital de Chicago, que enseguida le recordó a su hospital de Cincinnati. Era un buen hospital, y grande, con casi quinientas camas. Cuando solicitó una entrevista con el director médico y le explicó cuál era su objetivo, recibió un trato agradablemente cortés.

El médico jefe le presentó al cirujano jefe, y ambos le dieron su opinión sobre el equipo y las provisiones que necesitaría un hospital pequeño. El agente de compras del hospital le recomendó algunas casas de suministros que podían ofrecerle un servicio permanente y entregas razonables. Y habló con el ama de llaves acerca de la cantidad de ropa de cama necesaria para que cada cama estuviera siempre limpia. Chamán no dejaba de tomar apuntes en su libreta.

Poco antes de las tres de la tarde, cuando regresó al Palmer’s Illinois, encontró a Rachel sentada en el vestíbulo, esperándolo. En cuanto vio su rostro, Chamán supo que a ella le había ido bien.

—Se acabó, la compañía ya no es responsabilidad mía —anunció.

Le contó que el abogado había hecho un trabajo excelente preparando los documentos necesarios, y que la mayor parte de los recibos de la venta ya estaban depositados para Hattie y Joshua.

—Bueno, esto hay que celebrarlo —afirmó él, y el mal humor que se había apoderado de él tras las actividades de la mañana quedó evaporado.

Cogieron el primer cabriolé de la fila que aguardaba en la puerta del hotel. Chamán no quería ver la sala de conciertos ni los nuevos corrales del ganado. En Chicago sólo había una cosa que le interesaba.

—Enséñame los lugares que frecuentabas cuando vivías aquí —le pidió.

—¡Pero eso te resultar muy aburrido!

—Por favor.

De modo que Rachel le dio algunas direcciones al cochero, y el caballo echó a andar.

Al principio se sintió incómoda al señalar la tienda de música en la que había comprado cuerdas y un arco nuevo para su violín, y donde había hecho reparar las clavijas. Pero empezó a disfrutar al mostrarle las tiendas en las que se había comprado sombreros y zapatos, y la del camisero al que había encargado algunas camisas de frac como regalo de cumpleaños para su padre. Recorrieron unas veinte manzanas, hasta que ella le enseñó un edificio imponente y le dijo que era la Congregación del Smai.

—Aquí es donde tocaba con mi cuarteto los jueves, y donde veníamos a celebrar el servicio los viernes por la noche. No es donde nos casamos Joe y yo. Nos casamos en la sinagoga Kehilath Anshe Maarib, de la que Harriet Ferber, la tía de Joe, era un miembro destacado. Hace cuatro años, Joe y algunos hombres más se separaron de la sinagoga y fundaron Sinai, una congregación del judaísmo reformado. Suprimieron una buena parte de los rituales y la tradición, y eso originó un escándalo enorme. Tía Harriet estaba furiosa, pero la ruptura no duró mucho, y nos mantuvimos unidos. Cuando ella murió, un año más tarde, le pusimos su nombre a la niña.

Luego le indicó al cochero que los llevara a un barrio en el que había casas pequeñas pero confortables, y al pasar por la calle Tyler señaló una casa con tejado de tablillas marrones.

—Ahí vivíamos.

Chamán recordó el aspecto de ella en aquel entonces, y se echó hacia delante, intentando imaginar a la chica de su recuerdo en el interior de esa casa.

A cinco manzanas de distancia había un grupo de tiendas.

—¡Oh, debemos parar aquí! —exclamó Rachel.

Bajaron del cabriolé y entraron en una tienda de comestibles que olía a especias y a sal. Un anciano de cara colorada y barba blanca, tan corpulento como Chamán, se acercó a ellos radiante de alegría, mientras se limpiaba las manos en el delantal.

—¡Señora Regensberg, qué alegría volver a verla!

—Gracias, señor Freudenthal. Yo también me alegro de verlo. Quiero comprar algunas cosas para mi madre.

Compró diversas variedades de pescado ahumado, olivas negras y una buena cantidad de pasta de almendras. El tendero echó una penetrante mirada a Chamán.

—Ehr is nit ah Yiddish —le dijo a ella.

Nein —respondió Rachel. Y como si fuera necesaria una explicación, añadió—: Ehr is ein guteh frint.

Chamán no tuvo necesidad de conocer el idioma para saber lo que habían dicho. Sintió un destello de resentimiento, pero enseguida se dio cuenta de que la pregunta del anciano era parte de la realidad que la rodeaba a ella, lo mismo que Hattie y Joshua. Cuando él y Rachel eran niños y vivían en un mundo más inocente, habían tenido que enfrentarse a menos diferencias, pero ahora eran adultos y había que asumir esas diferencias.

De modo que cuando cogió los paquetes de Rachel de manos del tendero, miró al anciano con una sonrisa.

—Que tenga un buen día, señor Freudenthal —lo saludó, y salió detrás de Rachel.

Llevaron los paquetes al hotel. Era la hora de cenar. Chamán se habría quedado en el comedor del hotel, pero Rachel dijo que conocía un sitio mejor. Lo llevó al Parkman Café, un pequeño restaurante situado a pocos pasos. Era un local sin ostentación y de precios moderados, pero la comida y el servicio eran buenos. Después de cenar, cuando él le preguntó qué deseaba hacer a continuación, ella respondió que quería caminar a la orilla del lago.

Desde el agua llegaba una ligera brisa, pero el aire volvía a tener la tibieza del verano. En el cielo brillaban las estrellas y la luna en cuarto creciente, pero estaba demasiado oscuro para que Chamán viera los labios de ella, y caminaron en silencio. Con otra mujer eso lo habría hecho sentirse incómodo, pero sabía que Rachel no esperaba que él hablara cuando la visibilidad no era buena.

Caminaron por el terraplén del lago hasta que ella se detuvo debajo de una farola y señaló hacia delante, en dirección a una fuente de luz amarilla.

—¡Oigo una música increíblemente mala, montones de címbalos!

Cuando llegaron a un sitio iluminado vieron algo extraño, una plataforma redonda —tan grande como el sitio de un establo reservado para ordeñar— sobre la cual había clavados unos animales de madera pintada. Un hombre delgado de rostro arrugado y curtido daba vueltas a una enorme manivela.

—¿Es una caja de música? —preguntó Rachel.

—Non, es un carrusel. Uno elige un animal y cabalga sobre él, tres drole, tres plaisant —le informó el hombre—. Veinte centavos la vuelta.

Rob se sentó sobre un oso pardo. Rachel montó sobre un caballo pintado de un inverosímil color rojo. El francés gruñó mientras hacia girar la manivela y enseguida empezaron a dar vueltas.

En el centro del carrusel, una anilla de latón colgaba de una barra debajo de un letrero que anunciaba que cualquiera que lograra coger la anilla sin levantarse de su corcel sería premiado con una vuelta gratuita. Sin duda estaba fuera del alcance de la mayoría de los jinetes pero Chamán sólo tenía que estirar su largo cuerpo. Cuando el francés vio que Chamán intentaba coger la argolla, empezó a dar vueltas a la manivela con más fuerza y el carrusel cobró velocidad; pero Chamán se apoderó de la anilla en la vuelta siguiente.

Ganó varios viajes gratuitos para Rachel, pero pronto el propietario se detuvo para descansar el brazo, y Chamán bajó de su oso pardo y se ocupó de hacer girar la manivela. La hizo girar cada vez más rápido, y el caballo rojo pasó del medio galope al galope tendido. Rachel, la cabeza hacia atrás, reía como una niña cuando pasaba junto a Chamán.

No había nada infantil en su atractivo. Chamán no era el único que estaba fascinado; el francés lanzaba miradas de admiración mientras se preparaba para cerrar.

—Son los últimos clientes de 1864 —le dijo a Chamán—. Final de la temporada. Pronto llegará el hielo.

Rachel dio once vueltas. Era evidente que habían entretenido al propietario más de la cuenta; Chamán le pagó y le dio una propina, y el hombre le regaló a Rachel una jarra de cristal blanco en la que había pintado un ramo de rosas.

Regresaron al hotel con el pelo revuelto por el viento, sonrientes.

—Lo he pasado muy bien —dijo ella al llegar a la habitación 306.

—Yo también. —Antes de que él tuviera tiempo de hacer o decir algo más, ella le había besado suavemente en la mejilla, y la puerta de la habitación se había abierto y vuelto a cerrar.

Una vez en su habitación, Chamán estuvo tendido en la cama durante una hora, completamente vestido. Finalmente se levantó y bajó los dos pisos. Ella tardó unos minutos en responder. Él casi había perdido la esperanza, pero al fin se abrió la puerta: allí estaba Rachel, en salto de cama.

Se quedaron quietos, mirándose.

—¿Entras, o salgo yo? —dijo ella finalmente.

Chamán notó que estaba nerviosa.

Entró en la habitación y cerró la puerta.

—Rachel… —empezó a decir, pero ella le puso una mano en los labios.

—Cuando era niña solía bajar por el Camino Largo y detenerme en un sitio perfecto en el que el bosque se aparta del río, exactamente en el límite de nuestras propiedades, del lado que pertenece a mi padre. Pensaba que ibas a crecer muy pronto y que construirías una casa allí, y me salvarías de tener que casarme con un viejo sin dientes.

Imaginaba a nuestros hijos, un niño como tú, y tres hijas con las que serías cariñoso y paciente, y les permitirías ir a la escuela y vivir en su hogar hasta que estuvieran preparadas para marcharse.

—Te he amado toda la vida.

—Lo sé —dijo ella; mientras Chamán la besaba, ella le desabotonó la camisa.

Dejaron la luz encendida para contemplarse mutuamente y para que ella pudiera hablarle.

Después de hacer el amor, ella se quedó dormida con la misma facilidad con que un gato duerme una siesta, y él permaneció a su lado, contemplándola. Finalmente se despertó, y al verlo abrió los ojos desmesuradamente.

—Incluso después de casarme con Joe, incluso después de convertirme en madre, soñaba contigo.

—En cierto modo yo lo sabía. Por eso era tan doloroso.

—¡Tengo miedo, Chamán!

—¿De qué, Rachel?

—Durante años mantuve enterrada cualquier esperanza con respecto a nosotros. ¿Sabes qué hace una familia que practica la religión cuando uno de sus miembros se casa con alguien que no es de la misma fe? Cubren los espejos con tela y se ponen de luto. Y rezan por los muertos.

—No tengas miedo. Hablaremos con ellos hasta que al fin lo comprendan.

—¿Y si nunca lo comprenden?

Él sintió una punzada de temor, pero era necesario enfrentarse a la pregunta.

—Si no lo comprenden, entonces tú tendrás que tomar una decisión —opinó Chamán.

Se miraron.

—Nunca más nos resignaremos, ni tú ni yo —afirmó Rachel—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Comprendieron que acababan de establecer un compromiso, algo más serio que cualquier promesa, y se abrazaron como si cada uno fuera la tabla de salvación del otro.

Al día siguiente, mientras viajaban en el tren rumbo al oeste, Rachel dijo:

—Necesitaré tiempo.

Cuando él le preguntó cuánto tiempo, ella dijo que quería contárselo a su padre personalmente, no en una carta enviada clandestinamente.

—No será mucho tiempo. Todo el mundo piensa que la guerra está a punto de terminar.

—Te he esperado durante tanto tiempo que puedo esperar un poco más —repuso él—. Pero no te veré en secreto. Quiero ir a buscarte a tu casa, y que salgas conmigo. Y quiero pasar mucho tiempo con Hattie y Joshua, para que podamos conocernos bien.

Rachel sonrió.

—Si —dijo, y le cogió la mano.

Lillian iría a Rock Island a buscar a su hija. Chamán bajó del tren en Moline y fue al establo a recoger su caballo. Cabalgó cincuenta kilómetros río arriba y cogió el transbordador que lo llevó al otro lado del Mississippi, a Clinton, Iowa. Pasó la noche en el hotel Randall, en una buena habitación iluminada con luz de gas y provista de agua corriente, caliente y fría. El hotel contaba con un maravilloso retrete de ladrillos en el quinto piso, al que se podía acceder desde todas las plantas. Pero al día siguiente, cuando fue a visitar el Hospital Inman, tuvo una gran decepción. Era un hospital pequeño, como el que pensaban instalar en Holden’s Crossing, pero estaba mugriento y mal dirigido; era un ejemplo de lo que no se debía hacer. Chamán escapó de allí en cuanto pudo, y le pagó al capitán de una chalana para que los llevara a él y a Boss río abajo, hasta Rock Island.

Mientras cabalgaba en dirección a Holden’s Crossing empezó a caer una lluvia fría, pero se sintió reconfortado pensando en Rachel y en el futuro.

Cuando por fin llegó a casa y desensilló el caballo, entró en la cocina y encontró a su madre sentada en el borde de la silla, muy erguida. Sin duda había estado esperando ansiosamente su regreso porque las palabras salieron como un torrente de su boca en cuanto él abrió la puerta.

—Tu hermano está vivo. Es prisionero de guerra —dijo Sarah.