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Una discusión sincera

A la mañana siguiente, cuando fue a casa de los Geiger, ella le abrió la puerta; llevaba una bata azul que parecía nueva. Su pelo estaba bien peinado. Él olió su suave fragancia mientras ella le cogía las manos.

—Hola, Rachel.

—Gracias, Chamán.

Sus ojos no habían cambiado, eran tan hermosos y profundos como siempre, pero él notó que aún estaban abrumados por la fatiga.

—¿Cómo está mi paciente?

—Parece que está mejor. La tos no es tan alarmante como ayer.

Rachel lo condujo escalera arriba. Lillian estaba sentada junto a la cama de su nieto, con un lápiz y algunas hojas de papel de estraza, dibujando figuras y contándole cuentos para entretenerlo. El paciente, al que Chamán sólo había visto la noche anterior como un ser humano enfermo, era un niñito de ojos oscuros, pelo castaño y pecas que se destacaban en su rostro pálido. Debía de tener unos dos años. Al pie de su cama había una niña varios años mayor, notablemente parecida a su pequeño hermano.

—Estos son mis hijos —declaró Rachel—. Joshua y Hattie Regensberg.

Y este es el doctor Cole.

—Encantado —los saludó Chamán.

—Cantado.

El niño lo miró con expresión cautelosa.

—Encantada —respondió Hattie Regensberg—. Mamá dice que no nos oyes, y que debemos mirarte cuando te hablemos, y pronunciar las palabras con claridad.

—Sí, así es.

—¿Y por qué no nos oyes?

—Soy sordo porque cuando era pequeño estuve enfermo —dijo Chamán con toda naturalidad.

—¿Y Joshua se va a quedar sordo?

—No, estoy seguro de que Joshua no se va a quedar sordo.

Instantes después estuvo en condiciones de asegurarles que Joshua se encontraba mucho mejor. Los baños y el vapor le habían bajado la fiebre; su pulso era fuerte y firme, y cuando él le colocó el estetoscopio y le indicó a Rachel que escuchara, ella no oyó estertores. Chamán le puso los auriculares a Joshua y lo dejó escuchar sus propios latidos, y luego le tocó el turno a Hattie, que colocó el estetoscopio en la barriga de su hermano y anunció que lo único que oía eran «burbujas».

—Eso es porque tiene hambre —explicó Chamán, y le dijo a Rachel que durante uno o dos días el niño siguiera una dieta ligera pero nutritiva.

Les dijo a Joshua y a Hattie que su madre conocía muchos sitios fantásticos a lo largo del río para ir a pescar, y los invitó a visitar la granja de los Cole para jugar con los corderos. Luego se despidió de ellos y de la abuela. Rachel lo acompañó hasta la puerta.

—Tienes unos hijos maravillosos.

—¿Verdad que si?

—Lamento lo de tu esposo, Rachel.

—Gracias, Chamán.

—Y te deseo mucha suerte en tu próximo matrimonio.

Rachel pareció sorprendida.

—¿Qué próximo matrimonio? —preguntó, en el momento en que su madre bajaba la escalera.

Lillian pasó por el vestíbulo en silencio, pero el rubor de sus mejillas fue como un anuncio.

—Te han informado mal. No tengo planes de matrimonio —respondió Rachel en tono áspero y suficientemente alto para que su madre la oyera. Cuando se despidió de Chamán, estaba pálida.

Esa tarde, mientras regresaba a su casa montando a Boss, divisó una solitaria figura femenina que caminaba lentamente, y al acercarse reconoció la bata azul. Rachel llevaba zapatos resistentes y un viejo sombrero para protegerse la cara del sol. Él la llamó, y ella se volvió y lo saludó serenamente.

—¿Puedo caminar contigo?

—Por favor.

Chamán bajó de un salto y caminó delante del caballo.

—No sé qué pretende mi madre contándote que voy a casarme. El primo de Joe ha mostrado cierto interés, pero no vamos a casarnos. Creo que mi madre me está empujando a los brazos de él porque desea ansiosamente que los niños vuelvan a tener un padre adecuado.

—Parece que hay una conspiración materna. La mía no me contó que habías regresado, y estoy seguro de que lo hizo adrede.

—Es ofensivo que hayan actuado de ese modo —dijo Rachel, y él vio que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Piensan que somos tontos. Soy consciente de que tengo un hijo y una hija que necesitan un padre judío. Y sin duda lo último que te interesa a ti es una mujer judía con dos criaturas, que además lleva luto.

Él le sonrió.

—Son dos niños hermosos. Y tienen una madre hermosa. Pero es verdad, yo ya no soy un quinceañero encaprichado.

—Pensé en ti muy a menudo después de casarme. Y lamenté que te sintieras herido.

—Lo superé muy pronto.

—Eramos dos criaturas que nos sentimos muy unidos en una época difícil. Yo le temía al matrimonio, y tú eras un amigo fantástico —le sonrió—. Y cuando eras un niño dijiste que matarías al maestro para protegerme. Ahora somos adultos y le has salvado la vida a mi hijo. —Le puso una mano en el brazo—. Espero que siempre seamos amigos leales. Mientras vivamos, Chamán.

Él se aclaró la garganta.

—Oh, sé que lo seremos —dijo con torpeza.

Durante un rato caminaron en silencio, y luego Chamán le preguntó si quería montar a caballo.

—No, prefiero seguir caminando.

—Bien, entonces montaré yo, porque tengo mucho que hacer antes de la hora de la cena. Buenas tardes, Rachel.

—Buenas tardes, Chamán —respondió ella.

Chamán volvió a montar y se alejó, y ella siguió caminando sendero abajo, detrás de él, con paso resuelto.

Pensó que era una mujer fuerte y práctica que tenía el valor de afrontar las cosas como eran, y decidió aprender de ella. Necesitaba la compañía de una mujer. Fue a visitar a Roberta Williams, que padecía «problemas femeninos» y había empezado a beber en exceso. Mientras apartaba la vista del maniquí de las nalgas de marfil, le preguntó a Roberta por su hija y se enteró de que Lucille se había casado con un empleado de correos hacía tres años, y que vivía en Davenport.

—Tiene una criatura cada año. Nunca viene a verme a menos que necesite dinero —le confió Roberta.

Chamán le dejó un frasco de tónico.

Precisamente en el momento de mayor insatisfacción, al llegar a la calle Main fue saludado por Tobías Barr, que iba sentado en su calesa con dos mujeres. Una de ellas era su menuda y rubia esposa, Frances, y la otra la sobrina de Frances, que había llegado de St. Louis para visitarlos. Evelyn Flagg tenía dieciocho años, era más alta que Frances Barr, pero tan rubia como ella, y poseía el perfil femenino más perfecto que Chamán había visto jamás.

—Le estamos mostrando la ciudad a Evie, pensamos que le gustaría ver Holden’s Crossing —anunció el doctor Barr—. ¿Has leído Romeo y Julieta, Chamán?

—Si, desde luego.

—Bien, has dicho que cuando conoces una obra te encanta verla representada. Esta semana en Rock Island hay una compañía de teatro, y estamos reuniendo un grupo para ir a verla. ¿Querrás venir con nosotros?

—Me encantaría —afirmó Chamán y le sonrió a Evelyn, que correspondió con una sonrisa deslumbrante.

—Entonces primero tomaremos una cena ligera en casa, a las cinco en punto —especificó Frances Barr.

Se compró una camisa blanca y una corbata de lazo negra, y releyó la obra. Los Barr también invitaron a Julius Barton y a su esposa Rose.

Evelyn llevaba un vestido azul que combinaba muy bien con su pelo rubio. Durante un momento Chamán hizo un esfuerzo por recordar dónde había visto últimamente aquel color azul, y por fin se dio cuenta de que era el mismo de la bata de Rachel Geiger.

La idea que Frances Barr tenía de una cena ligera incluía seis platos.

A Chamán le resultó difícil mantener una conversación con Evelyn.

Cuando él le hacía una pregunta, ella solía contestar con una sonrisa nerviosa y asintiendo o negando con la cabeza. Habló por propia iniciativa en dos ocasiones, una para decirle a su tía que la comida era excelente, y otra mientras comían el postre, para confiarle a Chamán que adoraba los melocotones y las peras, y que tenía la suerte de que maduraban en diferentes épocas, y así no se veía obligada a elegir entre ambos.

El teatro estaba lleno a rebosar y la noche era calurosa como sólo podía serlo una noche de finales del verano. Llegaron momentos antes de que se alzara el telón, porque los seis platos les habían llevado tiempo.

Tobías Barr había comprado las entradas pensando en las necesidades de Chamán. Se sentaron en la zona central de la tercera fila, y apenas habían terminado de acomodarse cuando los actores comenzaron la representación. Chamán miró la obra con unos prismáticos que le permitieron leer el movimiento de los labios perfectamente, y disfrutó. Durante el primer intervalo acompañó al doctor Barr y al doctor Barton fuera de la sala, y mientras hacían cola para usar el retrete que había detrás del teatro coincidieron en que la representación era interesante.

El doctor Barton pensaba que tal vez la actriz que interpretaba a Julieta estaba embarazada. El doctor Barr opinó que Romeo llevaba un braguero debajo de las mallas.

Chamán se había concentrado en los labios de los actores, pero durante el segundo acto observó a Julieta y vio que la suposición del doctor Barton no tenía fundamento. De todos modos, no cabía duda de que Romeo llevaba braguero.

Al final del segundo acto se abrieron las puertas dejando paso a una agradable brisa, y se encendieron las luces. El y Evelyn se quedaron en los asientos e intentaron conversar. Ella dijo que en St. Louis iba al teatro con frecuencia.

—Me parece de lo más inspirador asistir a las obras, ¿a ti no?

—Si, pero voy al teatro en contadas ocasiones —comentó él, distraído.

Curiosamente, Chamán se sentía observado. Con sus prismáticos observó a la gente de los palcos de la izquierda del escenario, y luego los de la derecha. En el segundo palco, a la derecha, vio a Lillian Geiger y a Rachel. Lillian llevaba puesto un vestido de hilo de color castaño con enormes mangas acampanadas de encaje. Rachel estaba sentada debajo de una lámpara, lo que la obligaba a espantar con la mano las mariposas que revoloteaban alrededor de la luz, pero le daba a Chamán la posibilidad de examinarla más detenidamente. Llevaba el pelo pulcramente peinado hacia atrás en un brillante moño. Lucía un vestido negro que parecía de seda; Chamán se preguntó cuándo dejaría de llevar luto en público. El vestido no tenía cuello, para aliviar el calor, y era de mangas cortas y ahuecadas. Estudió sus brazos redondos y sus pechos generosos, volviendo siempre a su rostro. Mientras él la estaba mirando, Rachel dejó de hablar con su madre y miró hacia abajo, donde él estaba sentado. Durante un intenso momento observó cómo la miraba a través de los prismáticos, y finalmente apartó la vista, mientras los acomodadores apagaban las lámparas.

El tercer acto pareció interminable. En el momento en que Romeo le decía a Mercucio: «¡Valor, hombre! La herida no será de importancia», se dio cuenta de que Evelyn Flagg intentaba decirle algo. Sintió su ligero y cálido aliento en la oreja mientras ella susurraba, al tiempo que Mercucio respondía: «No; no es tan profunda como un pozo, ni tan ancha como un portal de iglesia; pero basta; producirá su efecto».

Apartó los prismáticos de sus ojos y se volvió hacia la muchachita que estaba sentada a su lado en la oscuridad, desconcertado al pensar que niños tan pequeños como Joshua y Hattie Regensberg podían recordar el principio de la lectura de los labios, y ella no.

—No te oigo.

No estaba acostumbrado a susurrar. Sin duda su voz sonó muy alta, porque el hombre que estaba delante mismo de él, en la segunda fila, se volvió y lo miró fijamente.

—Discúlpeme —musitó Chamán.

Deseó con toda el alma que esta vez su voz hubiera sonado más suave, y volvió a acercar los prismáticos a sus ojos.